¿Feminismo en
el sistema islámico?
MARTÍN CASTILLA
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Hace un tiempo, se
publicaba
una entrevista con una abogada iraní, premio Nobel de la Paz,
activista
de los derechos humanos, bajo el titular "Shirin
Ebadi, Nobel de la Paz en 2003: ‘Soy
feminista
y soy musulmana. ¿Dónde está la incompatibilidad?’" (diario ABC,
31 de marzo de 2019). No cabe la menor duda de que sea merecedora del
premio. Lo
cuestionable es su posición en un párrafo de sus declaraciones, donde
responde a
la pregunta "¿Qué significa para Shirin Ebadi ser mujer y musulmana?"
Es sintomático, cuando dice:
"Soy feminista y a
la
vez creo en el islam, soy musulmana. Para mí no hay incompatibilidad.
¿Dónde
está? Hay fundamentalistas, como los talibanes, y otros somos
musulmanes
modernos. Creo que las leyes de la sharía son de dos tipos: unas rigen
la
relación del hombre con Dios, como la oración y el ayuno, son leyes de
siempre,
no varían. Pero hay otro tipo de leyes del islam que tienen que ver con
la
organización de la actividad humana dentro de una sociedad, por
ejemplo, las
del matrimonio, el comercio y el castigo. Estas leyes tienen que
cambiar porque
la sociedad lo hace. La poligamia es una ley de 14 siglos atrás cuando
se
quedaron sin hombres por las guerras, no tiene nada que ver con Dios, y
esto
hay que cambiarlo."
Cada uno puede
creer lo que le
plazca, claro está, pero, desde que lo expone públicamente, se expone
al
debate. La señora Ebadi parece convencida -y trata de convencernos- de
que no
hay incompatibilidad entre feminismo e islamismo. Y ofrece como
argumento una
concepción de la ley islámica (saría),
según la cual esta estaría integrada supuestamente por dos tipos de
leyes. Unas
referidas a la "relación del hombre con Dios", permanentes e
invariables. Y otras referidas a "la organización de la actividad
humana
dentro de una sociedad", que serían cambiables. Pero tal distinción, de
apariencia razonable, es más una argucia que un argumento, puesto que
resulta
completamente ajena a la doctrina islámica y la exégesis musulmana. Y
además
está en sí misma equivocada.
En primer lugar,
el rezo y el
ayuno no significan una relación personal con Dios, sino que son
actividades de
carácter social, público y obligatorio y su incumplimiento puede ser
objeto de sanción.
Están reglamentadas estrictamente, desempeñan funciones de control
social y
político, a la vez que sirven al adoctrinamiento ideológico colectivo.
En la
fórmula del rezo,
se repite una y otra vez, cada día, la condena a los judíos "que
incurren
en la ira de Dios" y a los cristianos "extraviados" del camino
recto. Estas prescripciones tienen mucho que ver con la organización de
la actividad humana dentro de
la sociedad, así como con la exclusión y el rechazo de los no
musulmanes, por más que se
implique a
Dios.
En segundo lugar,
es
incuestionable que preceptos legales como los que regulan el
matrimonio, el
comercio, los castigos, etc., supuestamente cambiables por referirse a
la
organización de la sociedad, implican igualmente -para la ley islámica-
la
relación con Dios, por los mismos motivos que el rezo y el ayuno. Pues
todas son
actividades que deben atenerse a las prescripciones del sistema
jurídico de la saría, un
sistema compacto de normas fundadas en el texto del Corán,
supuesta palabra
de Dios, en los relatos y la vida de Mahoma, y que han sido codificadas
minuciosamente
por las escuelas de jurisprudencia. La tradición las considera
interpretadas
definitivamente desde el siglo XIII. De modo que ya solo cabe
aplicarlas. Podrán
cambiarse ciertos detalles o decretarse fetuas sobre algún particular,
pero estipulaciones
como la poligamia, la esclavitud, las reglas de reparto del botín o de
la
herencia, el pago del azaque, la obligación de la yihad, el vasto
sistema de
castigos, lo mismo que la subordinación de la mujer, son tan intocables
como
las suras del sagrado Corán. La razón es que no solo se trata de
cumplir una
ley, sino que todos los mandatos de la ley de la saría son de derecho
divino, que ningún humano puede alterar, según
los sabios del islam. Y así lo afirman unánimemente los ulemas, imanes,
muftíes
y alfaquíes, mulás y ayatolás, apoyados en la teología islámica, la
exégesis
clásica musulmana y la jurisprudencia establecida.
Por consiguiente,
la
pretendida distinción de dos tipos de leyes, uno perenne y otro
cambiante (que "no
tiene nada que ver con Dios"), carece de todo fundamento; más aún,
está en contradicción
frontal con los principios islámicos.
Lo que pasa es
que, en los
medios europeos, está de moda entonar loores a las glorias históricas
del
islamismo y enaltecer las imaginarias maravillas del islam hoy:
entrevistas,
conferencias, homilías, noticias, indefectiblemente con una artificial
exhibición de ignorancia o, tal vez, de cinismo. Como casi nadie sabe
nada del islam,
casi todos disfrutan chupándose el dedo con delectación. Y esto, que
ocurre en tantos
temas, alcanza el ditirambo cuando se trata de la cuestión de la mujer.
Debemos ser claros. No habrá feminismo
de las
musulmanas mientras no decidan desprenderse del velo o pañuelo (como
hicieron las
feministas egipcias que lanzaron los velos al mar, en 1923, en el
puerto de Alejandría), como lo ha
hecho la
propia Shirin Ebadi. Aunque no basta. El paso más difícil, al que pocos
se atreven,
exige no disimular y enfrentarse al Corán: no ya "reinterpretarlo"
artificiosamente, sino romper el tabú y declarar
abrogadas todas las
aleyas
contrarias a los derechos humanos (como hiciera el teólogo sudanés
Mahmud Taha),
o bien abandonarlo del todo por unas creencias más convincentes, o
incluso por
un ateísmo acorde con la propia conciencia.
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