8. Las
estructuras fundamentales del sistema
islámico
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El sistema islámico, como todos los
sistemas
ideológicos, filosóficos o
teológicos, consta de un núcleo duro de ideas fundamentales y
reglas
lógicas, articulado con un cuerpo de ideas subordinadas,
dispuestas como
en órbitas concéntricas. El núcleo está formado por afirmaciones
indemostrables,
pero indiscutibles: unos axiomas permanentes que fundan una
concepción
del mundo. En palabras de Roy Rappaport, en Ritual
y religión en la formación de la humanidad, constituyen los «postulados sagrados últimos»
(Rappaport 1999: 571). Alrededor de ellos, bajo su influencia y
control, se
organiza toda una constelación de temas, desde los más
importantes a los
más secundarios, susceptibles de cierta mayor capacidad de adaptación
en las
relaciones del sistema con el mundo externo.
La
lógica interna del sistema le proporciona suficiente coherencia,
determinando
qué puede pensarse y qué no, qué debe hacerse y qué no, siempre por
autorreferencia. A la vez, todo sistema de ideas está dotado de un
aparato
inmunitario respecto al exterior, capaz de elaborar discursos
justificativos y
defensivos para cada axioma y para cada uno de los temas. De ahí, la
apologética y la polémica que ejerce típicamente. Cuando un sistema de
ideas pretende
o consigue el poder político, ocurre que, cuanto más desconfía en el
fondo de
su poder de persuasión, tanto más echa mano de la violencia física y la
mendacidad, hasta desembocar en esos estados extremos, patológicos, que
la
mentalidad moderna denominaría fanatismo y totalitarismo.
El núcleo
duro del sistema islámico contiene tres
axiomas sobre los que está construido todo el edificio de
creencias, como
sistema de dogmas o verdades absolutas y evidentes, que no admiten
cuestionamiento alguno. Su origen concreto proviene de la tradición
monoteísta
hebraica, con la que entronca la figura de Mahoma, quien poco a poco se
convirtió
en clave de la reinterpretación islámica de aquella tradición.
Primer
axioma: el monoteísmo de Dios, es decir, la fe en la unidad y unicidad
de la divinidad, adoptada de la imagen del Dios celoso de la Biblia
hebrea (y en
oposición al Dios Padre del cristianismo). Es el creador y el señor de
cielo y
tierra que, sentado en su trono como rey, va a imponer por fuerza su
Ley al
mundo entero.
Segundo
axioma: el profetismo mesiánico militar de Mahoma, en quien el
seguidor
cree como transmisor de la palabra divina, enviado de Dios a los árabes
y profeta
armado, con la misión de materializar el reinado escatológico de
Dios, preconizado
luego en el Corán como proyecto de dominación sobre la tierra.
Tercer
axioma: el nomismo del Corán como texto que, según creen,
recoge la palabra
literal de Dios, revelada a Mahoma, con la pretensión de manifestar la
voluntad
divina en forma de preceptos de una ley inmutable e inapelable,
destinada a someter bajo su yugo a la humanidad entera.
Este
triple fundamento axiomático opera, para los creyentes musulmanes, como
un triple
postulado autoevidente e incontrovertible, del que dependen todos los temas fundamentales, incluidos en la
doctrina, el culto y el comportamiento, concernientes a todos los
aspectos de
la vida, religiosa y política. Es como una fe trinitaria: creer en
Dios, en el
profeta y en el libro que ha descendido sobre él (Corán 112/5,81).
Los que se
adhieren a estos axiomas sacralizados se convierten en creyentes.
La
palabra «creyentes», o bien «los que han creído», aparece más de 300
veces en
el Corán, la mayor parte haciendo referencia a ellos en tercera
persona, pero
en 90 casos el texto se dirige a ellos en segunda persona,
interpelándolos
directamente. Estos últimos casos se encuentran todos en capítulos
posteriores
a la hégira, es decir, no se habla a los creyentes en ninguno
de los
ochenta y seis capítulos atribuidos al período de La Meca. La primera
vez que
esto ocurre es en el capítulo 2 (el 87 en orden cronológico). Por otro
lado,
resulta llamativo que no se esté predicando a paganos, ni a idólatras,
sino
que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, el discurso interactúa con
los creyentes,
apela a ellos, les recuerda el mensaje contenido en la Torá y el
Evangelio, que
se supone ya conocido. Incluso los que rechazan al nuevo profeta, los
«asociadores»
y los hipócritas están entre ellos, aunque sean considerados malos
creyentes y
se los amenace. Todo esto proporciona claros indicios de que los árabes
estaban
a la sazón ampliamente cristianizados (cfr. Robin y Tayran 2012:
525-553), e
igualmente su entorno conocía de antiguo influencias judías. La disputa
se
planteaba, pues, no con politeístas, sino dentro de la misma tradición
bíblica,
en torno al tema central de cómo entender la soberanía del creador y
cómo interpretar
el mesianismo.
La expresión
«creer en Dios» la encontramos unas 70 veces en el texto coránico. De
ellas, 60
en capítulos posteriores a la hégira (año 622), lo que quizá nos dé una
pista
para entender a qué significación apunta el concepto. Si atendemos a
las
locuciones de las que «creer en Dios» forma parte, obtenemos:
– «creer
en Dios» (21 veces),
– «creer
en Dios y en el último día» (21 veces),
– «creer
en Dios y en su enviado» (14 veces),
– «creer
en Dios y en lo que ha hecho descender» (9 veces),
– «creer
en Dios y en sus enviados» (6 veces),
– «creer
en Dios y en el profeta» (1 vez),
– «creer
en Dios y luchar con su enviado» (1 vez).
Para esos
creyentes, Dios y el enviado (se supone que Mahoma) y el Corán que a
ellos
remite están inextricablemente vinculados. Sobre el trasfondo de la
creencia en
que Dios manda a sus enviados (Corán 87/2,285; 89/3,179;
92/4,151;
92/4,171; 94/57,19; 94/57,21) y que, con ellos, hace descender
otros
tantos libros (Corán 87/2,136; 87/2,285; 88/8,41; 89/3,84; 89/3,199;
92/4,136;
108/64,8; 112/5,59; 112/5,81), se destacan las trece incidencias en que
se
ensambla «creer en Dios y en su enviado», siempre en suras
poshegíricas,
de manera que en los capítulos de La Meca no se emplea nunca esta
fórmula (Corán 92/4,136; 94/57,7; 102/24,47;
102/24,62; 105/58,4; 106/49,15;
108/64,8;
109/61,11; 111/48,9; 111/48,13;
113/9,54; 113/9,84).
Dejemos
para más adelante el análisis de la locución «creer en Dios y en el
último día».
Solo remarco aquí dos expresiones muy reveladoras, que aparecen una
única vez y
en las últimas suras. En la primera, tenemos literalmente el triple
núcleo
axiomático del islamismo: «Si creyeran en Dios, en el profeta, y en lo
que ha
descendido sobre él» (Corán 112/5,81). Y la segunda nos ofrece una
escueta
síntesis pragmática de esta religión, que se cifra en la yihad: «Creed
en Dios
y luchad con su enviado» (Corán 113/9,86).
Como podemos
entrever ya, la adhesión al sistema islámico, en la realidad de los
hechos, no
se limita a una fe tan simple y pura, puesto que, al postular la
creencia en la
unicidad de Dios, en Mahoma y en el Corán, exige en consecuencia asumir
además
una infinidad de creencias en mitos, leyendas, rituales y preceptos
prácticos
que la tradición de los biógrafos, los recopiladores de hadices y los
comentadores persas pusieron en boca de Mahoma, y los ulemas califales
tipificaron en el orden jurídico de la saría.
En el
orden de la creencia, todo empieza por el mito. El mito constituye
siempre el
lenguaje de signos que da nacimiento al sistema religioso, a veces a
partir de
una mitología religiosa precedente, como hizo Mahoma revitalizando el
monoteísmo y el mesianismo judíos. Para clarificar mejor qué son los
mitos,
citaré a un biblista alemán:
«Los mitos
son narraciones que versan sobre un tiempo decisivo para el mundo, con
agentes
sobrenaturales que convierten una situación inestable en estable. Esos
agentes
se desenvuelven en un mundo propio, con estructuras mentales que
difieren de
nuestro mundo cotidiano» (Theissen 2000: 41).
Lo relevante
es que tales estructuras mentales, al interpretar el mundo, inciden
sobre él con
actuaciones simbólicas y pragmáticas que lo transforman realmente. Los
creyentes muslimes, mediante su fe, es decir, mediante su asunción de
la
metáfora de Dios creador, soberano legislador y juez implacable, y su
Mesías,
introducen el mito en la historia para transformarla. Así, dan el paso
desde la
creencia en la llegada del Mesías guerrero y el reino de Dios a la
lucha final,
para conseguirlo por vía militar. Está claro que esta creencia
mahometana procede
de una corriente del patrimonio judío y de un patrimonio cristiano
mutado
teológicamente.
Esos
axiomas o postulados últimos subyacen en el núcleo de la mitología, la
ritualidad y la eticidad del sistema islámico. El sistema está
compuesto en su
esencia por el lenguaje mítico, el lenguaje ritual y el lenguaje ético;
en
otras palabras, en él se articulan la doctrina, el culto y las normas
que rigen
la vida. En primer lugar, la narración que vehicula y transmite los
axiomas constituye
el mito fundante del orden social islámico, y de su proyecto de
expansión
imperial. Era originalmente una historia de signo apocalíptico y
escatológico,
procedente del mesianismo judío. En efecto, Mahoma predicaba una
escatología
inminente del último Día, la llegada de la Hora final y el advenimiento
del
Mesías Jesús, mediante el cual iba a irrumpir el poder de Dios en la
historia,
para dar la victoria a los creyentes, someter a los pueblos paganos e
instaurar
un reino de justicia: el reinado del Dios único.
Lo
más destacado de los relatos coránicos es que presentan a los profetas
bíblicos
y nabateos como personajes mitológicos, que encarnan el modelo del
profeta
guerrero, enviado por Dios. Estos relatos mitificados fueron utilizados
por el
nuevo enviado a los árabes, para aleccionar y arengar a las gentes
creyentes, y
movilizarlos para la lucha.
Del
monoteísmo bíblico se deducía que habría de advenir un día el reinado
de ese Dios
uno y único. Las tradiciones hebreas dominantes, desde David a los
Macabeos, sustentaban
un mesianismo según el cual el reino de Dios se alcanzaría por medio de
la
victoria militar. La expectativa apocalíptica de los profetas describía
a Dios,
sentado en su trono regio, como aquel que promete la victoria
definitiva sobre los
que oprimen a su pueblo elegido. Y esto acaecerá en una guerra del
final de los
tiempos, concebida como una confrontación maniquea entre el bien y el
mal.
En el
libro del profeta Isaías (siglo VIII a. C., aunque la escatología de
los capítulos
24-27 se debe a un autor posterior), se describe en estos términos: el
Señor,
que se sienta sobre un «trono excelso» (Isaías 6,1), vencerá a las
potencias
extranjeras, juzgará a sus reyes y reinará en Jerusalén: «Aquel día
juzgará el
Señor a los ejércitos del cielo en el cielo y a los reyes de la tierra
en la
tierra (…) cuando reine el Señor de los ejércitos en el monte Sión, en
Jerusalén» (Isaías 24,21-23; lo mismo en Isaías 33,17-22).
El libro
de Ezequiel (hacia 580 a. C.) profetiza contra las hordas malvadas de
Gog y
Magog, que serán derrotadas por un Hijo del Hombre: «Mostraré mi gloria
a las
naciones y todas las naciones verán el juicio que hago de ellos y mi
mano que
lo ejecuta» (Ezequiel 39,21). Habrá un nuevo templo y una nueva tierra
(capítulo
40).
En
términos análogos, se expresa la profecía del visionario Zacarías
(hacia 530 a.
C.): el Señor aparecerá disparando flechas como rayos, será el escudo
de su
pueblo, destruirá a los enemigos. «El Señor será el rey sobre toda la
tierra.
Aquel día, el Señor será único y su nombre único» (Zacarías 14,9).
El libro
de Daniel (de la época macabaica, escrito hacia el año 167) cuenta una
visión
alegórica de cuatro fieras terribles, los imperios, que serán
aniquilados por
un Hijo del Hombre, al que Dios, sentado en su trono, otorga la
soberanía sobre
todas las naciones, y cuyo reino no tendrá fin: «Y en la visión
nocturna vi
venir las nubes del cielo como un Hijo del Hombre que se dirigió hacia
el
anciano y fue llevado a su presencia. A
él se le dio poder y honor regio, y todos los pueblos, naciones y
lenguas lo
servirán. Su imperio es un imperio eterno que no pasará, y su reino no
tendrá
fin» (Daniel 7,2-14).
En
escritos extrabíblicos del siglo primero, se sigue desarrollando el
mismo
esquema mesiánico guerrero, en la línea de Ezequiel y Daniel. Según la Regla
de la Guerra, o Guerra de los hijos de la luz contra los hijos
de las
tinieblas, manuscrito de Qumrán encontrado en 1947, el reino de
Dios
llegará por medio de la guerra y la victoria militar del Príncipe de la
Luz sobre
sus enemigos capitaneados por Belial. Entonces se restaurará el templo
y los
sacrificios (cfr. 1QM 6,8).
También la
escatología de Los oráculos sibilinos (recopilados en los
primeros
siglos de nuestra era) prenuncia que el reino llegará después de una
guerra
sangrienta: «Y aquel día instaurará su reino para siempre, sobre todos
los
hombres, Aquel que una vez dio la santa Ley a los justos, a quienes
prometió
abrir la tierra y el mundo y las puertas de los bienaventurados con
toda
alegría, con mente inmortal y gozo eterno. Y de toda la tierra los
hombres
traerán incienso y ofrendas al templo de Dios Altísimo: y no habrá otro
templo
entre los hombres» (Oráculos 1918, libro III: 767-774, pág. 80).
Todas estas
alegorías proféticas comparten el mismo esquema de fondo, el de un
mesianismo que
cabe caracterizar con calificativos muy precisos: es apocalíptico
por
implicar una intervención divina y la aparición de una figura que
acaudilla al
pueblo de los justos, a los hijos de la luz; escatológico por
traer el
fin de los tiempos de opresión, injusticia o tiniebla; militarista
porque para vencer no concibe más camino que la guerra, la destrucción
y la
aniquilación; y milenarista porque sueña con la implantación de
un reino
que durará mil años, o sin fin y eterno.
Ese
esquema mesiánico tan persistente es el que, desde el inicio de nuestra
era, atravesó
por el zelotismo judío y, más tarde, por el nazarenismo, hasta
desembocar en el
mensaje que predicara Mahoma. Como se ha dicho, con razón, Mahoma
surgió como
profeta de la Hora, o del último Día, que anunciaba el inminente
descenso del
Mesías Jesús. Las resonancias apocalípticas, escatológicas,
milenaristas y
mesiánico-militares son una constante en los capítulos coránicos.
Al adherirse
con fe al mito sacralizado y sus modelos de identificación, los creyentes,
comenzando por el Mahoma histórico, viven el mito, historizan el mito
mitificando la historia. El Corán convoca y conmina a los creyentes,
con
promesas de recompensa y amenazas de castigo, a enrolarse en la
militancia y
perseverar en la lucha de la yihad hasta el triunfo completo de la
religión de
Alá.
En medio
de las catástrofes del primer tercio del siglo VII, efectivamente
parecía
llegada la hora del apocalipsis. Los antiguos profetas la habían
anunciado y la
idea seguía viva en la literatura intertestamentaria, lo mismo que en
las
fantasías populares por todo Oriente Próximo.
El kerigma
del primer Corán es una predicación escatológica (cfr. Sinai 2017). El
Corán menciona,
en una veintena de pasajes, la imagen escatológica judía del «trono de
Dios», o
del Señor que se sienta sobre su trono como rey del universo: «Vuestro
Señor es
Dios, que creó los cielos y la tierra en seis días. Luego se instaló en
el
trono para administrar el orden» (Corán 51/10,3). Rememora a los
malvados «Gog
y Magog que corrompen la tierra» (Corán 69/18,94; también 73/21,96).
Utiliza
diez veces la sonora imagen de la trompeta que anunciará el apocalipsis
del juicio
inminente: «Se tocará la trompeta. Ese será el día de la amenaza»
(Corán
34/50,20). «Suyo será el reino, el día que se toque la trompeta» (Corán
55/6,73).
La
predicación coránica señala con insistencia el horizonte del inminente
gran
acontecimiento de la irrupción del Dios justiciero en la historia, con
expresiones tomadas de la escatología judía, entre las cuales las más
frecuentes son: «el día del juicio» (13 veces, todas en suras
anteriores a la
hégira); «aquel día» (más de 119 veces: 95 en suras anteriores a la
hégira y 14
en suras posteriores); «el día de la resurrección» (73 veces: 51
anteriores y
22 posteriores a la hégira); «la hora» que viene (40 veces: 34
anteriores y 6
posteriores a la hégira); «el último día» (26 veces: 25 posteriores a
la hégira).
Si miramos atentamente, se observa una evolución en el léxico, de
manera que,
tras la hégira, desaparece la mención de «el día del juicio»,
disminuyen notablemente
las expresiones «aquel día», «el día de la resurrección» y «la hora»,
mientras
que se introduce «el último día» como la más utilizada, como si
apuntara al más
acá, no al más allá. En las citas siguientes del Corán, podemos
corroborar los
ecos de los profetas bíblicos, con respecto a lo que ocurrirá aquel
día:
«Aquel
día, cuando suene el clarín, será un día aciago para los que no creen»
(Corán
4/74,8-10).
«Aquel
día, nadie castigará como él castiga» (Corán 10/89,25).
«Aquel
día, habrá rostros resplandecientes, contemplando a su Señor. Y, aquel
día,
habrá rostros ensombrecidos, temiendo que los alcance una calamidad»
(Corán
31/75,22-25).
«El día en
que el cielo se resquebraje por las nubes y los ángeles desciendan,
aquel día,
el verdadero reino pertenecerá al Misericordioso. Y será un día aciago
para los
que no creen» (Corán 42/25,25-26).
«De Dios
es el reino de los cielos y de la tierra. Aquel día, cuando llegue la
hora, los
que sostienen lo falso perderán. Verás a todas las naciones
arrodilladas. Cada
nación será llamada ante su libro» (Corán 65/45,27-28).
«¡Vosotros
que habéis creído! Cuando os encontréis con los que no han creído en
marcha, no
les volváis la espalda. Aquel día, cualquiera que les vuelva la
espalda, a
menos que sea desplazándose para el combate, o para unirse a otro
grupo,
incurrirá en la cólera de Dios, y su morada será la gehena» (Corán
88/8,15-16).
«Aquel
día, los que no han creído y han desobedecido al enviado querrían que
la tierra
los sepultara» (Corán 92/4,42).
«Aquel
día, el reino es de Dios. Él juzgará entre ellos. (…) Los que han
emigrado en
el camino de Dios, luego han sido matados, o han muerto, Dios los
retribuirá
con una buena retribución» (Corán 103/22, 56 y 58).
Poco a
poco, el significado de «aquel día» va evolucionando desde el
señalamiento para
el juicio final, hasta remitir finalmente al desarrollo de la guerra
librada
por los sarracenos emigrados. Así, sobre esta expresión se encabalga
otra poshegírica,
la de creer en el «último día» o, más exactamente, «creer en Dios y en
el
último día» (del capítulo 87 al 113), que significa y exige el paso a
la acción:
someterse a las normas del orden establecido por el enviado y enrolarse
para el
combate en el camino de Dios.
En efecto,
los que creen en Dios y en el último día son aquellos que no se
limitan
a admitir unas verdades teóricas, sino que además traducen esa creencia
en un
conjunto de prácticas muy determinadas. Y son:
– Los
judíos, los nazarenos y los sabeos que, además, hacen una buena obra,
por lo
que recibirán recompensa (Corán 87/2,62; 112/5,69).
– Los que
dan de su fortuna para obras sociales, acuden al rezo, pagan el tributo
y cumplen
el compromiso en tiempos de rigor [guerra] (Corán 87/2,177; 113/9,99).
– Los que
aceptan las normas sobre el matrimonio y el repudio (Corán 87/2,228;
87/2,232; 99/65,2).
– Los que
no hacen dispendios económicos por ostentación (Corán 87/2,264;
92/4,38;
92/4,39).
– Los que
ordenan lo que está mandado, prohíben lo ilícito y realizan buenas
obras (Corán
89/3,114).
– Los que
toman a Mahoma como modelo (Corán 90/33,21).
– Los que
obedecen a Dios y al enviado (Corán 92/4,59).
– Los que aceptan
lo que mandan los libros que Dios ha hecho descender sobre el enviado y
antes
de él (Corán 92/4,136; 92/4,162).
– Los que
no tienen compasión hacia los que son castigados por fornicadores
(Corán
102/24,2).
– Los que
no sienten afecto por los que se oponen a Dios y su enviado (Corán
105/58,22).
– Los que
visitan los santuarios de Dios, porque solo tiene derecho a hacerlo
«aquel que
ha creído en Dios y en el último día y ha luchado en el camino de Dios»
(Corán
113/9,18 y 19).
– Los que
prohíben «lo que Dios y su enviado han prohibido» (Corán 113/9,29).
– Los que
no esquivan «luchar con sus fortunas y sus personas» (Corán 113/9,44).
En ciertos
pasajes, el Corán asegura que solo Dios conoce el momento del fin, pero
su
enviado lo anuncia en su proclama escatológica desde el principio. En
otros
pasajes, ese momento no sólo parece inminente, sino que ya está allí.
La
proclama se transforma drásticamente en un reiterado llamamiento al
combate «en
el camino de Dios», con la convicción de que ya ha llegado el último
día, en el
que se cree, y que viene a anticipar el regreso del Mesías. Este
«camino de
Dios», que connota la yihad, se cita 72 veces en el Corán, 12 en suras
anteriores a la hégira y 60 en las posteriores.
A
pesar de su contundencia, los textos de signo escatológico no son del
todo
coherentes, en la medida en que entremezclan dos concepciones de cómo
será la
victoria y el juicio. En la primera, se describe una escatología
ultraterrena, en la que acontece el fin del mundo, anunciado al son
de
trompeta, las tumbas se abren y el juicio final decide para cada uno un
destino
eterno al paraíso, o al infierno: «El día en que se tocará la trompeta,
y
vendréis en masa, y el cielo abrirá las puertas, y las montañas se
pondrán en
movimiento y serán un espejismo. La gehena estará al acecho, una morada
para
los transgresores (…) Los que temen tendrán un éxito» (Corán
80/78,18-22 y 31).
En
la segunda concepción, parece claro que el fin estriba en la
implantación del
reino de Dios en la tierra, por lo que se trata de una escatología
terrestre,
o inmanente, que se realiza en la historia humana. En este modelo, hay
una
promesa inmediata, que mira al reparto del botín (10 menciones, todas
en suras
poshegíricas) y la conquista de tierras para los que vencen (Corán
111/48,1-3),
mientras que la promesa al paraíso aporta un complemento, que ofrece
una salida
para los que caen en el combate, pues «Dios ha comprado las vidas y las
fortunas de los creyentes con [la promesa de] que irán al paraíso.
Ellos
combaten en el camino de Dios, matan y se hacen matar» (Corán
113/9,111).
Aunque
la segunda versión solo aparece en las suras posteriores a la hégira,
es
posible que la primera, directamente trascendente, acabe sirviendo al
mismo
objetivo, a modo de motivación para el compromiso con el reino
terrestre. Como
si dijéramos que la escatología trascendente está en función de la
escatología
inmanente, situada en el plano de la realidad histórica. Mientras
tanto, en el
plano de la ideología, se piensa a la inversa: que el dominio de la
tierra mira
a un fin sobrenatural.
Por otra
parte, el único a quien el Corán otorga el título de Mesías es a Jesús,
a quien
nombra así en once ocasiones, aunque rechace su filiación divina y
afirme que
no es más que un enviado (Corán 89/3,45; 92/4,157; 92/4,171-172;
112/5,17;
112/5,72; 112/5,75; 113/9,30-31). Este reconocimiento se hace a costa
de
distorsionarlo hasta el punto de describir a Jesús preguntando a sus
apóstoles
si están dispuestos a ser «auxiliares de Dios» (Corán 89/3,52;
109/61,14), es
decir, a comprometerse en la yihad. Con todo, ese Jesús coránico es
alguien singular,
investido con una misión escatológica: «Dios lo elevó hacia sí (…) Y el
día de
la resurrección, él será testigo contra los que no creyeron» (Corán
92/4,158-159; también 89/3,55). Mucho más tarde, los hadices darían
colorido a
leyendas sobre el retorno del Mesías militar, montado en su caballo
blanco, con
su capa roja y su espada, para guiar las tropas de los creyentes hasta
la
victoria y establecer el milenario reino de Dios.
En
definitiva, la religión del Corán persevera en el mesianismo
milenarista judío,
y sus creyentes se consideran a sí mismos como el nuevo pueblo elegido.
El
mesianismo de Mahoma, a todas luces de cuño nazareno, parte de una
interpretación judía que, al tiempo, incorpora nominalmente al Mesías
Jesús, si
bien confiriéndole un carácter milenarista y militar, netamente
anticristiano. Se
produce, así, una militarización de la esperanza en el reinado de Dios,
en
continuidad con un modelo histórico muy antiguo, que ya conocemos: el
modelo
mosaico, davídico, macabeo, zelota, nazareno.
El credo
islámico entraña, de alguna manera, una regresión a la concepción
bíblica
veterotestamentaria del reino que se conquista mediante la victoria
militar,
auspiciada por un Dios de los ejércitos, vengador y justiciero. Si
extrapoláramos el modelo a una reflexión histórica, observaríamos de
nuevo la
extraña coincidencia con el tipo de creencias que surgen en todas las
cruentas revoluciones
modernas. En perspectiva, pueden interpretarse como avatares de una fe
arcaica
en la eficacia de los sacrificios humanos para alcanzar la utopía
salvífica, plasmada
en un mito y trasplantada del mito a la política. Su mecanismo
elemental
consiste, al amparo de los postulados sagrados últimos correspondientes
a cada
caso, en crear un enemigo mediante decreto ideológico y, luego,
investir con un
aura mesiánica los actos propios de asesinato, robo, mentira,
destrucción y
opresión política, confiriendo a tal hazaña el no menos mítico
significado de
guerra de liberación.
Recordemos
que el lenguaje mitológico remite a significados y fantasías, no a
hechos
reales. Sin embargo, esos significados poseen el poder de guiar el
comportamiento de la gente en el terreno de los hechos. Las metáforas
del mito
se traducen en formas simbólicas del ritualismo, en el culto, y en
acciones
efectivas de la vida personal y social, a las que proporcionan un
sentido y una
finalidad.
De ahí la
importancia capital de los mitos, de los que ningún humano puede
escapar. Una
vez codificados, los relatos míticos entran a formar parte del
patrimonio
genético de la cultura, y desde ahí proporcionan principios de
organización de
las ideas, las emociones y las acciones para aquellos en cuyas cabezas
anidan.
La
comunidad de creyentes del protoislam celebraba sus ritos, en los que
no
sabemos con exactitud qué se leía, ni qué se predicaba, aunque está
fuera de
duda que algunos de los materiales utilizados en aquel culto fueron
luego a
parar a las páginas del Corán, mientras otros fueron destruidos.
El
lenguaje simbólico islámico, su liturgia y sus gestos evolucionaron con
el
tiempo. En este plano, la doctrina típica al uso habla de los cinco
pilares del
islam. Se trata aparentemente de rituales devotos e inocuos, pero es
necesario
profundizar en su estructura y su función. Porque esos actos simbólicos
entrañan una clave de significación menos obvia, que no debemos
soslayar:
poseen connotaciones que hacen que cada uno de esos pilares a su modo
evoque la
sumisión propia y el sometimiento de los infieles mediante la yihad, y
convoque
a participar en ella emocional y prácticamente. Veamos esta
implicación, al presentar
esos pilares en pocas palabras.
1. La profesión
de fe testimonia: «No hay más dios que Dios y Mahoma es el enviado
de Dios»,
que ritualiza la exigencia de temor y obediencia absolutos que recorre
todo el
Corán y lo compendia. Dentro de esta confesión de la creencia en un
solo Dios, se
asocia también, expresamente, la fe en Mahoma como enviado suyo, para
predicar
el proyecto mesiánico de subyugación del mundo entero bajo su ley. Esta
adición
de un segundo miembro a la sahada implica un giro decisivo
hacia la
exaltación del profeta: «Elevad el rezo, pagad el tributo, y obedeced
al
enviado» (Corán 102/24,56). «El que obedece al enviado ha obedecido a
Dios»
(Corán 92/4,80). Por medio de esa fórmula de fe, los creyentes quedan
integrados en el «pueblo de Dios», la umma, y sometidos
irreversiblemente a todas las obligaciones que eso implica.
2. El rezo
en prosternación, o azalá, aludido 75 veces en el Corán, que es de por
sí un
acto público, de la comunidad, obligatorio cinco veces al día. En cada
acto, se
ha de repetir una y otra vez la primera sura del Corán. Sus pocos
versículos,
aparte de la alabanza a Dios, trazan la división del mundo entre los
musulmanes,
que siguen el camino recto, y los no musulmanes, y terminan alimentando
la
aversión hacia los «que incurren en la ira de Dios» (que son los
judíos) y hacia
los que tacha de «descarriados» (que son los cristianos), según los
exegetas
musulmanes de todas las épocas (cfr. Aldeeb 2014).
3. El pago
del tributo, o azaque, reclamado 30 veces en el Corán. Es algo
aparte de
la limosna personal. Esta contribución, que hay que pagar
obligatoriamente, se
supone destinada a atender necesidades sociales, pero también está
mandado
reservar un porcentaje para la financiación de la guerra islámica (cfr.
Aldeeb
2015).
4. El ayuno
durante el mes de ramadán, mencionado confusamente en el Corán, es una
experiencia colectiva de pasar privaciones unas horas y aguardar la
satisfacción subsiguiente. Pero el simbolismo que connota es complejo.
Por una
parte, rememora la primera revelación del Corán a Mahoma (Corán
25/97,1-5). Por
otra, se relaciona con la esperanza en la venida del Mesías militar,
que
conquistará el mundo, adoptada de la apocalíptica judía.
5. La ida
en peregrinación a La Meca. El Corán habla de peregrinación,
pero no
indica adónde se va. Nunca dice que sea a La Meca (cuya supuesta
mención en el
Corán es problemática). Probablemente no se estableció que fuera allí
hasta la
segunda mitad del siglo VIII. Su sentido profundo reside en celebrar la
institución de una nueva capital sagrada del mundo y renovar la entrega
de los
creyentes al proyecto de imposición de la Ley islámica en el mundo. Más
específicamente, la acción de abandonar la propia casa para ir lejos
connota la
salida para la guerra: una emulación simbólica de los muhāŷirūn (palabra de la
misma raíz
que haŷŷ, la peregrinación), el término con que se designaban a sí mismos los
árabes que
se apoderaron de Siria y Palestina, los que habían emigrado,
abandonando su
país para combatir por Alá, organizándose para las razias y las
conquistas.
En
general, las acciones simbólicas dramatizan e interiorizan lo que la
mitología
narra. Desde este punto de vista, como todo sistema religioso, el
sistema
islámico dispone de unos sacramentos que son en parte los
denominados pilares
del islam. Pero no son los únicos, en absoluto. A ellos hay que añadir
otras
innumerables acciones rituales que también están prescritas. Entre
ellas, no se
pueden ignorar las que, aunque no se incluyan en el número de los
pilares,
constituyen otras señas de identidad que sirven para marcar
visiblemente la
pertenencia al colectivo del autodesignado «pueblo elegido» (la umma
musulmana), y que se inscriben tanto física como simbólicamente en el
cuerpo y
la actividad de sus miembros. Nos estamos refiriendo a tres
obligaciones rituales
fundamentales, como son:
– La circuncisión
masculina y femenina (cfr. Aldeeb 2012).
– Las prohibiciones
alimentarias, muy complejas, afectan en particular al veto de la
carroña,
la carne de cerdo, la sangre, lo ofrecido a otros dioses, el animal
ahogado,
apaleado, despeñado, corneado, devorado por una fiera o inmolado en los
cipos (Corán
55/6,145; 70/16,115; 87/2,173; 112/5,3). Se prohíbe también el vino y
las
bebidas embriagantes (Corán 87/2,219; 92/4,43; 112/5,90-91).
–
La observancia de un día sagrado semanal,
fijado el viernes (Corán 110/62,9).
Aún falta
por añadir la complicada casuística concerniente a la pureza, la
impureza y los
rituales de purificación. Caigamos en la cuenta de que prácticamente
toda esta
normativa (excepto la prohibición del vino) procede de la religión
judía, de
modo que el islamismo solo se la ha apropiado, con leves retoques en su
significado.
Por medio de esas mil y una prescripciones y proscripciones que recaen
sobre el
buen musulmán, la vida entera queda ritualizada y la libertad, anulada.
Es posible
que, al principio, las prescripciones de Mahoma fueran mínimas (acudir
al rezo,
pagar el tributo y acaso el ayuno), pero pronto fue imponiendo normas y
una
disciplina que urgía a enrolarse para el combate. De este modo, reforzó
su
poder e inició la conquista. Sus sucesores extendieron las conquistas e
hicieron
proliferar las obligaciones del musulmán hasta extremos inauditos, si
es que
son obligatorios los hadices, los comentarios clásicos y las
codificaciones del
derecho islámico.
El
islamismo no se presentó como una nueva religión, ni tampoco como una
nueva ética,
sino como un movimiento que asumía una forma peculiar de cristianismo
judaizante, el mesianismo nazareno. Así, desde su gestación, el
protoislamismo
mahomético llevó a cabo una radicalización en todos los planos: el de
la fe monoteísta
expresada en su mito salvífico escatológico, el del culto potenciador
de la
adhesión vivida a la comunidad creyente y militante, y el del ethos
afincado
en la fuerza y el sometimiento, que marcaría toda la historia del islam.
El
comportamiento ético se inspira en el mito y lo historifica, al
mitificar la
práctica histórica. El grupo de los creyentes coordina sus
comportamientos
mediante las creencias, los símbolos y los papeles sociales
compartidos, en la
medida en que se inscriben en un contexto que los congloba. De modo que
«llamamos ethos de un grupo al conjunto de la conducta
real y la conducta exigida
que tiene vigencia en ese grupo. (…) El ethos es el significado
del mito
en el lenguaje de la conducta» (Theissen 2000: 87). El islamismo
primitivo
asumió y extremó el planteamiento ético y político del mesianismo
judío, nazareno,
que otorgaba un valor salvífico a la violencia contra las gentes que
consideraba injustas o descreídas.
El Corán
presenta una amalgama de versículos más o menos tolerantes y pacíficos
junto a
otros de carácter violento, que llaman a la guerra. A esta antinomia
intentan
dar coherencia los juristas musulmanes mediante la doctrina de la abrogación,
de la que hemos hablado en el capítulo sobre el Corán. Esto conduce a
la anulación
de todos los versículos pacíficos y tolerantes, que habrían dejado de
estar
vigentes.
En contra
de una opinión muy extendida, el Corán se refiere a la yihad y la
reglamenta
tanto en los capítulos de La Meca como en los de Medina. Y lo que se da
es solo
una evolución gradual, desde una actitud defensiva, hasta culminar
finalmente
en la afirmación de la legitimidad y la obligación de la yihad
ofensiva. Sami
Aldeeb, en su obra Le jihad dans l'islam, ofrece una serie, no
exhaustiva, de 327 versículos coránicos que incitan a la guerra o la
justifican,
y analiza el lugar que ocupan en los fundamentos del islam, conforme a
las
exégesis de los sabios musulmanes a lo largo de la historia (cfr.
Aldeeb 2016a).
La islamización es el fin que legitima el deber de la yihad.
El tema de
la promesa del paraíso y la amenaza del infierno en el inminente día
del juicio
estaba vinculado, al principio de la predicación mahomética, a la
intervención
directa de Dios por medio de su Mesías Jesús. Pero la forma de su
realización
se fue desplazando, cada vez más, hacia el concepto de la yihad como
misión de
los creyentes, que debían emplear la fuerza armada para anticipar la
derrota de
los enemigos de Dios y el logro del premio, el botín prometido a los
justos,
que no son sino los creyentes que obedecen al llamamiento de Mahoma. De
este
modo, se produjo un giro explícito hacia la militarización efectiva del
ethos
mesiánico. Los significados del mito y del simbolismo ritual,
inculcados por el
sectarismo nazareno, lanzado a cumplir a toda costa las profecías
mesiánico-milenaristas, se convirtieron en acciones de guerra
sacralizada, sin
cuartel, contra los presuntos «enemigos» de Dios.
El
discurso coránico exhibe un persistente carácter beligerante: formula
injurias
y diatribas en mil cien versículos; expresa odio hacia los judíos en
doscientos
versículos, y contra los cristianos en un centenar; arremete contra los
beduinos en mil quinientos versículos. El vocabulario utilizado en
relación con
los oponentes resulta muy elocuente: basta hacer unas búsquedas en el
texto del
Corán para comprobar con cuanta frecuencia aparecen términos como, por
ejemplo,
«perversos» (56 veces), «matar» y sus sinónimos (65 veces), «muerte»
(118
veces), «infierno» o «gehena» (303 veces), «temor a Dios» (350 veces),
«castigo»
(415 veces).
Da
la impresión de que la imagen del Dios coránico, clemente y
misericordioso, se
transformó al compás de la radicalización de su profeta. Este aparece
cada vez
más celoso, vengador, belicoso e implacable, recluta combatientes que
se
comporten en la guerra santa por imponer en la tierra la dominación de
Dios, cuyo
portavoz es él y cuyo lugarteniente será luego el califa. Sobre todo,
en capítulos
posteriores a la hégira, aumentan las incitaciones a la agresión contra
los que
no se someten a las huestes de Mahoma. En esta línea, el texto sagrado
culmina formulando
lo que se suele denominar «versículo de la espada» (Corán 113/9,5;
113/9,29;
113/9,36), que habría abrogado más de cien versículos de tono menos
beligerante.
En esta teología mesiánica, queda meridianamente claro que Dios quiere
y
bendice la guerra. Leamos una breve antología de citas (el tema se
tratará por
extenso en el capítulo correspondiente sobre la yihad).
«Combatid
en el camino de Dios contra los que combaten contra vosotros (…)
Matadlos allí
donde os enfrentéis con ellos, y expulsadlos de donde os hayan
expulsado. La
subversión es más grave que matar. (…) Combatid contra ellos hasta que
no haya
más subversión, y que la religión pertenezca a Dios» (Corán
87/2,190-193).
«Se os ha
prescrito el combate, aunque sea repugnante para vosotros» (Corán
87/2,216).
«Combatid
contra ellos hasta que no haya más subversión, y que toda la religión
sea de
Dios [Alá]» (Corán 88/8,39).
«Preparad
contra ellos tanto como podáis, como fuerza y como caballos de guerra,
a fin de
atemorizar al enemigo de Dios y vuestro, y a otros además de estos, que
no
conocéis. Dios los conoce. Lo que gastéis en el camino de Dios os será
devuelto, y no seréis defraudados» (Corán 88/8,60).
«Cuando os
enfrentéis a los que han descreído, golpead en la nuca. Cuando los
hayáis
derrotado, encadenadlos fuertemente» (Corán 95/47,4).
«Los
creyentes son solamente los que han
creído en Dios y en su enviado, después no han dudado, y han combatido
con sus
fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).
«Una
vez que transcurran los meses prohibidos, matad a los asociadores allí
donde os
enfrentéis a ellos, capturadlos, asediadlos, tendedles emboscadas por
todas
partes» (Corán 113/9,5).
Es patente
que, cada vez más, la radicalización de Mahoma desarrolló un ethos
de
militarización, cuyo concepto clave era la yihad, calificada
como «el
camino de Dios», inicialmente el camino hacia la conquista de
Jerusalén. Los
ritos, que se habían militarizado en el plano simbólico, propiciaron
que, en el
plano práctico, la guerra se ritualizara como combate en el camino de
Dios. Más
tarde, el mesianismo militar terminaría inscrito en un orden legal
sacralizado,
que impone la obligación de la yihad a todo musulmán.
La
sorpresa histórica estuvo en que el llamamiento de Mahoma no terminó
como el de
los zelotas, en el fracaso, sino que tuvo gran éxito. Ahí están las
numerosas
guerras e incursiones victoriosas bajo el mando de Mahoma (véase el Libro
de
la historia y las campañas, de Al-Waqidi, y La vida del enviado
de Dios,
de Ibn Hisham). Y, bajo Omar, aconteció la decisiva victoria del río
Yarmuk (año
636) sobre los ejércitos del emperador romano Heraclio y, poco después,
la
conquista de Jerusalén (año 637). El mito mesiánico milenarista que los
animaba
quedó reflejado repetidamente en las suras del Corán. El milenarismo
teológico del
profeta dio el paso desde las creencias y los símbolos al plano real,
político
y bélico.
El año
610, el Imperio persa sasánida había lanzado una gran ofensiva sobre
Palestina,
con apoyo de mercenarios judíos, con bastante probabilidad nazarenos.
Cuando
tomó Jerusalén, en 614, el emperador persa Cosroes encomendó a estos
judíos el
gobierno de la ciudad. Y entre los primeros objetivos de tales judíos
estuvo
acometer la reconstrucción del templo, conforme a su visión del retorno
del
Mesías. El propósito no llegó a término, porque los persas rompieron
pronto con
ellos y los expulsaron de la ciudad. Sin embargo, el mismo proyecto se
reanudaría
en el momento de la conquista de Jerusalén, en 637, por los sarracenos
«emigrados»
y los aliados nazarenos como tropas auxiliares. Recordemos que la raíz
de la
palabra nazarenos (nsr) significa precisamente «auxiliares de
Dios». De
esa coalición quedan huellas en el Corán:
«Los
primeros precursores entre los emigrados
y los auxiliares, y los que les siguieron de buen grado, Dios los ha
acreditado, y ellos lo han acreditado. Él ha preparado para ellos
jardines bajo
los cuales corren arroyos, donde estarán eternamente» (Corán 113/9,100).
«Dios
ha vuelto al profeta, a los emigrados y los auxiliares que lo siguieron
en un
momento de apuro, cuando los corazones de un grupo de entre ellos casi
se desviaron»
(Corán 113/9,117).
Como
sabemos, el Corán no utiliza la designación de «musulmanes», sino que a
los
seguidores del profeta los llama genéricamente «creyentes», o «los que
han creído».
De forma más específica, los más destacados de ellos son designados
como «los
que han emigrado», los emigrantes, que es la expresión técnica para
referirse a
quienes hicieron la hégira y conquistaron Siria y Palestina: los muhāŷirūn. Esta designación de «los que
han emigrado» aparece 23 veces en el Corán, veinte en capítulos
posteriores a
la hégira, y en capítulos anteriores solo las dos siguientes:
«A los que
han emigrado [en el camino] de Dios, después de haber sido oprimidos,
les
otorgaremos un beneficio en la vida de aquí abajo. Y la recompensa de
la vida
venidera será aún mayor» (Corán 70/16,41).
«Tu Señor, para con
aquellos que han emigrado,
después de haber sido probados, y luego han combatido y han aguantado,
tu Señor
será, después de eso, indulgente y misericordioso» (Corán 70/16,110).
A todas
luces, estas dos menciones de los que emigraron, en el capítulo 70, no
tienen
ningún sentido dentro de un capítulo datado como anterior a la hégira,
o sea,
antes de que ocurriera la «emigración». Sencillamente, solo pueden ser
posteriores.
En fin, el
perfil de Mahoma y sus verdaderos seguidores se compendia en la
secuencia de creer, emigrar y guerrear, en
cuanto
exigencia ética bien acreditada en
el Corán:
«Los que han creído,
emigrado, y combatido en el
camino de Dios, así como quienes los han albergado y auxiliado, estos
son los
verdaderos creyentes» (Corán 88/8,74).
«Los que han creído,
emigrado, y combatido en el
camino de Dios con sus fortunas y sus personas tienen un grado más
elevado ante
Dios. Estos son los victoriosos» (Corán 113/9,20).
El camino
de Dios, que pasa finalmente por la guerra, se plantea como una apuesta
en la
que siempre cae el premio, pues su meta solo puede ser: o bien el
destino
inmanente de la conquista de Jerusalén como primicia de la conquista
del mundo
para el reino mesiánico o, en su defecto, el destino trascendente de
los
jardines eternos. Es una religión política cuya teología garantiza que
todo es
ganancia, ya que Dios cumplirá su promesa, ya sea el botín, ya sea el
paraíso.
Aquí,
justo en el momento de la victoria, el mito mesiánico que impulsaba el
movimiento sarraceno tropezó con la realidad. Conquistada Jerusalén,
reconstruido el templo y restaurados los sacrificios por Omar, el
Mesías no
compareció. La esperanza quedaba defraudada y el caudillaje mesiánico
se
pospuso a una escatología sine díe. Mahoma se había equivocado.
Y los
nazarenos, también. No obstante, persistió la visión del mundo dividido
entre
creyentes e infieles, y no se abandonó el plan de conquista de la
tierra, emprendido
en el camino de Dios. Lo que se produjo fue un desplazamiento
pragmático: el
ímpetu guerrero de aquella federación militar aventurada en la yihad
redirigió su
éxito hacia la expansión bélica que terminaría instaurando un califato
humano.
La
mitificación de la historia, al transformar los hechos, se transformó
historificándose
en el curso de los acontecimientos. Porque, una vez introducido en la
historia,
el mito suele acabar siendo distorsionado políticamente, en la misma
historia.
La realidad que advino no fue el reino mesiánico: fue el imperio de los
califas,
basado en el sistema teopolítico islámico. Hubo una
deriva de la idea del reino milenario hacia la práctica del
imperialismo
árabe califal que demostraron los hechos. Dado que no llegó el reino de
Dios,
se lanzaron con frenesí a apoderarse de los reinos creados por otros:
gran
parte del Imperio romano de Bizancio, el entero Imperio sasánida de
Persia, el
reino visigótico de Hispania, y regiones septentrionales de India.
En
consecuencia, el Corán se recompuso hasta acabar estando al servicio
del
califato, y los escribas de la corte retocaron el texto y transformaron
sus
significados para legitimar aquel régimen de opresión bajo una ley
idolatrada. Así,
en lugar de un milenio de paz y justicia, sucedieron más de mil años de
guerras
intestinas y agresiones casi ininterrumpidas a los países del Viejo
Mundo, con
el resultado de la expansión de un orden despótico, teocráticamente
fundado. Su
ideología la han descrito algunos (cfr. Gallez 2005) como una
prefiguración de
la lucha de clases, o incluso extrañamente afín a Mein Kampf,
esa mezcla
de historia y mito totalitario.
La
decantación funcional de la estructura islámica resulta clara: el
recitado de
las suras como dogma, la impronta sentimental de las acciones rituales
y la
presión social sobre el ethos por parte del orden social
islámico, que
es la umma, hacen que el individuo quede absorbido en ella, en
estado de
sumisión perpetua. Un poder difuso, en la intimidad y en la sociedad,
vigila y
castiga al que no cumple la Ley, que lo regula todo con tal rigor que
se
condena a muerte a quien reniegue del sistema.
Para
completar esta exposición y entender mejor su alcance, será ilustrativo
subrayar el fuerte contraste que ofrece el mesianismo coránico con
respecto a
la figura del Mesías que encarna el Jesús de los evangelios y su
concepción del
reino de Dios. La predicación de Jesús llevó a cabo una inversión
escatológica,
en la que rechazaba la violencia y no excluía a los paganos. La oración
cristiana, que dice «Padre nuestro (…) venga tu reino», y también las
bienaventuranzas parten del universo mítico judío, pero lo transforman
y lo
encauzan en una nueva línea de significación, que, en el plano
político, postula
abiertamente la desmilitarización del mito del reino, exigiendo
la renuncia
a la violencia en la búsqueda de la justicia.
«Jesús no
espera para el futuro una victoria sobre los paganos (…) Los únicos
vencidos
por el reinado de Dios son Satanás y sus demonios (…) El reino de Dios
pertenece a los pobres (Mateo 5,3), a los niños (Marcos 10,14); los
recaudadores y las prostitutas entrarán en él antes que los ‘buenos’
(Mateo
21,32). No habría que calificar ese cambio en la expectativa del reino
de Dios
como una despolitización; se trata, más bien, de una
‘desmilitarización’. Nada
tiene que ver con la gran victoria (militar) sobre otros pueblos»
(Theissen
2000: 44).
Por
consiguiente, hay una diferencia esencial entre la visión personificada
en
Mahoma y la visión personificada en Cristo, con respecto a cómo se
concibe la
paz inherente a la metáfora del reinado de Dios. La diferencia crucial
entre el ethos de Mahoma y el ethos de Jesús se
ve comparando la lógica de
fondo en sendos sistemas religiosos:
A. El
sistema islámico supone una religión que, mediante la violencia,
busca la victoria y la dominación sobre los demás, para imponer
el reino
de paz.
B. El
sistema evangélico propone una religión que, rechazando la
violencia,
promueve la justicia y la reconciliación, como vía hacia el
reino de paz.
Las dos sistemas
prometen la instauración de la paz en la tierra, y parecería que su
discrepancia está solo en la elección de los medios, pero estos acaban
siempre
alterando la naturaleza de los fines que se persiguen. Por eso, queda
claro que
la diferencia no es superficial, sino que radica en el respectivo
núcleo
estructural y la lógica de los principios morales, es decir, en la
esencia misma
de cada sistema. El genotipo mahomético genera un reino de obediencia y
sumisión. El genotipo crístico se transcribe en un reino de libertad.
Dicho con
toda concisión, en las antípodas del Corán, lo específico del evangelio
cristiano es que el reino de Dios ya está aquí, como fermento de la
humanidad,
incoado en Jesús y desarrollado históricamente en virtud del Espíritu
divino
comunicado a todos; de manera que el mismo Dios participa en la
historia
humana, obrando en las personas y las sociedades, y estas, a su vez,
participan
con él en la realización del reino de justicia y paz. La paz no será
efecto de
la victoria militar, sino de la reconciliación de los enemigos.
Las mejores
investigaciones sobre el Jesús histórico y sobre el cristianismo
primitivo dejan
absolutamente claro este enfoque específico del mesianismo de Jesús:
«El evangelio
de Mateo dice que el soberano esperado ha aparecido ya en la persona de
Jesús.
(…) Él es el rey que dará cumplimiento pleno a las expectativas de los
judíos y
de sus Escrituras. Él es el descendiente de David que traerá la
salvación.
Pero, a diferencia de los personajes bélicos esperados, este
descendiente de
David aparece sin aparato militar; no hace guerras, sino que cura a
enfermos, y
entra en su capital cabalgando sobre un asno. Rechazó la tentación del
imperio
terrenal, para adquirir después de su resurrección todo poder en el
cielo y en
la tierra, y reinar sobre todos los pueblos mediante sus mandamientos
-y no
mediante las tropas-» (Theissen 2000: 75).
El islamismo no es una
religión como
las demás. Cualquier estudio serio reconoce que la naturaleza del
sistema
islámico es singular: la diferencia específica del islamismo radica en
la unión
de religión y política o, en otras palabras, la vinculación indisoluble
de una
intensa espiritualidad con el deber del recurso a la violencia. En esto
son
unánimes todos los exegetas musulmanes desde el siglo VIII hasta hoy
(cfr.
Aldeeb 2016).
Lo expresó meridianamente Ibn
Jaldún,
cuando señalaba la diferencia existente entre las guerras del islam y
las de
otras religiones. Las guerras emprendidas por el islam pueden ser
ofensivas,
mientras que para las demás religiones las guerras solo pueden ser
defensivas.
Escribía el historiador musulmán en su Discurso sobre la historia
universal:
«En el
islamismo, la guerra santa es de derecho
divino, porque su llamada se dirige a todos los hombres y debe hacer
que todos
abracen el credo islámico de grado o por la fuerza. Se ha unificado el
poder
espiritual y el poder temporal, a fin de que la fuerza de ambos se
dirija a su
consecución. Las otras religiones no tienen esa misión universal; y
para ellas
la guerra santa no es un precepto religioso, sino que solo deben hacer
la
guerra en propia defensa» (Ibn Jaldún 2008: 405).
En nuestros
días, sin embargo, existe
un gran desconocimiento y a veces, lo que es peor, un conocimiento
erróneo, una
idealización falaz del islam. Más aún, podemos detectar que hay una
política de
desinformación, bien financiada y destinada a consumar el gran
camuflaje. De
ahí la conveniencia de exponer una abreviada sinopsis del mensaje y la
esencia
del islamismo, que, aunque necesite más amplios desarrollos, viene
avalada por
las mejores investigaciones.
Islam
e islamismo es exactamente lo mismo. No hay dos. El sistema islámico es
sin
duda una religión, pero no solo eso, pues no hay que engañarse
proyectando el concepto europeo de religión. La religión de Mahoma es
también,
indisociablemente, una ideología política, de signo
totalitario, pero no
solo eso. El islam implica asimismo un orden social sacralizado,
es
decir, más que una fe, una ley que hay que cumplir: una
reglamentación
teocrática de dominio y control sobre la vida privada y pública. El
islam
comporta, finalmente, un proyecto imperialista mundial,
sustentado por
una religión política y una teología que convoca a la destrucción de
los
rivales y la expansión hegemónica sobre el orbe entero.
1.
El islam es una religión, cuyos textos presentan la imagen de
un Dios
que (a diferencia del Dios Padre de los cristianos) actúa
arbitrariamente como
un sátrapa oriental, despótico con sus criaturas, priva a los humanos
de toda
autonomía y les exige que renieguen de la razón y la libertad con las
que los
creó. Dios es clemente y misericordioso, pero tan solo con quienes
obedecen
ciegamente a Mahoma.
2.
El islam es a la vez una ideología política de signo
totalitario, que rechaza
de plano los derechos humanos y la democracia. Para el islam no existe
distinción entre sociedad y Estado, entre política y religión. La
distinción
básica es entre creyentes e infieles, para despojar a estos últimos de
cualquier igualdad de derechos. Impone a toda la sociedad modos
represivos de
vida, mediante prescripciones y prohibiciones que conforman el sistema halal
/ haram, que no deja a la decisión personal el menor aspecto de
la vida
colectiva o individual.
3.
El islam es a la vez un orden social sacralizado o sistema
teocrático de
dominio y sometimiento, cuyo objetivo consiste en imponer el derecho
islámico:
un sistema legal medieval, pretendidamente inmutable, que consagra la
desigualdad jurídica entre musulmanes y no musulmanes, y la
inferioridad de las
mujeres, acepta la esclavitud y condena como apostasía la libertad de
religión
y de conciencia. Esta ley es de obligado cumplimiento, bajo un régimen
de
castigos terribles: flagelación, amputaciones, degüello, crucifixión,
lapidación, destierro, etc.
4.
El islam es a la vez un proyecto imperialista mundial, que se
arroga el
derecho, como deber religioso-político para los musulmanes, de
conquistar todos
los países de la Tierra y hostigar y destruir todas los demás sistemas
culturales y religiosos, hasta que prevalezca en todo el mundo la
religión de
Alá, y todas las naciones queden sometidas a un poder califal.
Esta,
y no otra, es la doctrina islámica, asumida por todas las escuelas del
ámbito
suní y chií, fundamentada en el Corán, en los hadices y la vida de
Mahoma, así
como en los códigos medievales de jurisprudencia que configuran la ley
islámica. El conjunto de todos los esfuerzos y acciones de todo tipo,
dirigidos
a hacer avanzar ese proyecto de dominación y dimmitud, es lo
que recibe
el nombre de yihad.
Esta
síntesis, claro está, no pretende definir una esencia metafísica, pero
sí
describir los axiomas y los temas del núcleo duro permanente del
sistema canonizado
en el Corán, desarrollado y consolidado en la historia de los países
musulmanes,
durante siglos y hasta hoy.
Se suele hablar, sin duda por
desconocimiento, de la simplicidad del sistema islámico. La aparente
simplicidad se basa en que hay un Dios, un profeta, una comunidad, una
ley, y
la yihad contra los que no se someten. Pero, en realidad, se trata de
algo bastante
más complicado:
– Un Dios amo del mundo, del cielo y el
infierno, con muchos atributos
contradictorios, ante quien el creyente no sabe a qué atenerse, pues
puede
premiar o castigar según su libérrima voluntad, sin compromiso alguno.
– Un profeta que priva para siempre del
don de
profecía a todo otro humano
y que emite mensajes dispares, que se anulan unos a otros. Además, se
le
propone como modelo, cuando su comportamiento no parece en absoluto
ejemplar.
– Una sociedad, religiosa y política
indistintamente, que oprime a las
mujeres, excluye a los no musulmanes y promueve la esclavitud.
– Una ley divinizada, que impone
infinitos
preceptos de todo orden, que
deja a las personas sin palabra, sin razón y sin libertad.
– Una yihad ofensiva, instituida a partir
de una
visión maniquea del mundo
e inspirada en una mitología religiosa que exalta la violencia y
atropella los
derechos del otro.
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