9.
Mahoma en la historia y en el mito
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¿Cuándo y dónde nació
Mahoma?
¿Cuáles fueron exactamente sus gestas, qué dijo y qué hizo? ¿A quiénes
dirigía
su proclama? ¿Tuvo maestros? ¿Y sus mujeres? ¿Cuándo, dónde y cómo
murió? ¿Qué
podemos saber de su historia, de su biografía? ¿Hasta qué punto es
válido lo
que cuenta la tradición musulmana? (Antes de continuar, como se puede
ver, en
este trabajo escribo el nombre del profeta del islam como Mahoma, con
la
ortografía normal en nuestra lengua, huyendo de esnobismos y
adulaciones.)
Desde
un punto de vista histórico-crítico, la vida del personaje que llamamos
Mahoma
es casi absolutamente desconocida. Tanto las biografías musulmanas
clásicas como
las colecciones de hechos y dichos de Mahoma, que ofrecen múltiples
narraciones
de batallas e infinidad de episodios ejemplares, datan de los siglos
segundo,
tercero y cuarto de la era musulmana (siglos IX, X y XI de la era
cristiana). Distan
mucho de cumplir los criterios de fiabilidad histórica exigibles (cfr.
Reynolds
2007). Si se escribiera una biografía de Mahoma que solo mencionara los
hechos
con garantía de historicidad, apenas ocuparía unas cuantas páginas muy
escuetas
(cfr. Rodinson 1961; Chabbi 1997).
La más antigua biografía
oficial de
Mahoma habría sido establecida, según algunas fuentes musulmanas, por
orden del
califa abasí Al-Mansur (754-775), casi siglo y medio después de muerto
el
personaje, y escrita por autores persas, que asentaron una cronología
cuya
veracidad se encuentra hoy cuestionada. En concreto, se habla de una
biografía
escrita por Ibn Ishaq (muerto en 767), actualmente desaparecida. Luego
está la Vida del enviado de Dios (Sira rasul
Allah), de Ibn Hisham (m. 834), que es hoy la más conocida y
célebre. Pero
son clásicas también las obras Libro de la historia y las campañas
(Kitab al-tarij wa al-maghazi) de Al-Waqidi (m. 823); Libro
de las
clases principales (Kitab al-tabaqat al-kabir) de Ibn Sad
(m. 845);
e Historia de los enviados y los reyes (Tarikh al-rusul wa
al-muluk)
de Al-Tabari (m. 923). Como se ve, todos estos autores pertenecen a los
siglos
IX y X.
Es lícito desconfiar hasta
de la Vida
del enviado de Dios, de Ibn Hisham, escrita dos siglos después de
la muerte
del biografiado. Aunque este autor invoca como fuente suya la obra de
Ibn Ishaq,
que contendría sobre todo las campañas militares de Mahoma. Si no fuera
porque
la citan otros autores (como Yunus Ibn Bukayr, muerto en 815), uno
estaría
tentado a pensar que la remisión a tal fuente, hoy perdida, podría no
ser sino
una ficción literaria, al estilo de la remisión a Cide Hamete Benengeli
hecha
por Cervantes en su Don Quijote de la Mancha.
Aparte de las vidas
de Mahoma, están las compilaciones de
dichos del profeta (llamados hadices).
De este tipo de relatos hay una mención temprana en Al-Ándalus, datada
hacia el
año 742, hecha por Muawiya Ibn Salih Al-Himsi (según Gautier Juynboll
1983:
23). Con todo, es más de un siglo posterior a la hégira. Las
compilaciones más
reconocidas son las de los hadices considerados «auténticos», aún más
tardías:
la de Al-Bujari (m. 870) y la de Muslim (m. 875); pero también las de
Abu Dawud
(m. 888), Al-Tirmidi (m. 892), Ibn Maya (m. 886), y Al-Nasai (m. 915).
Sin
embargo, las tradiciones recogidas en estas colecciones no merecen un
juicio
menos riguroso con respecto a su historicidad. Sus sabios autores son
todos
persas, de la segunda mitad del siglo IX, contemporáneos de la
redacción de Las
mil y una noches, obra con la que posiblemente cabría establecer
cierto
parangón. Por su parte, las colecciones de hadices chiíes se
escribieron todavía
más tarde, en los siglos X y XI.
Dichas
colecciones de hechos y dichos atribuidos a Mahoma, con el fin de
justificar su
autenticidad, reseñan al inicio de cada relato una «cadena de
transmisión», que
nombra una serie de transmisores que, finalmente, se remontaría
oralmente a una
de las esposas o a alguno de los compañeros del profeta, como testigos
de los
hechos ocurridos dos siglos y medio antes. Ahora bien, desde el punto
de vista
crítico, lo más probable es que la inmensa mayoría de esos relatos
carezca de la
fiabilidad exigible en la pretensión de fundar su veracidad. Cada vez
parece
más claro que esas supuestas credenciales, la cadena de transmisores
aducidos
para acreditar la autenticidad del relato, no constituyen más que un
recurso
literario. Aunque esto no quiere decir que todo sea pura invención. Lo
que pasa
es que, en general, no contamos con pruebas en las que sustentar la
historicidad. Pues, incluso si hay retazos verídicos en el relato,
estos son
imposibles de discernir, al no haberse conservado ninguna otra
documentación
con la que contrastar. Investigadores como Christoph Luxenberg (2000) y
Alfred-Louis de Prémare (2002) llegan a la conclusión de que la
transmisión
oral no jugó ningún papel relevante, y que la misma formación del Corán
se dio ya
en el contexto de una cultura escrita y a través de un arduo trabajo de
redacción, edición y reescritura. Otros estudiosos eminentes que restan
crédito
a las fuentes árabes, tanto a las biografías como a las colecciones de
hadices,
son los orientalistas Henri Lammens (1910a) y Alphonse Mingana (1917).
Al
parecer, durante los tres primeros siglos del islam, los relatos
mahométicos
proliferaron de tal manera que, según se dice, superaban el millón
seiscientos
mil. De ellos, las colecciones consagradas seleccionaron solo varios
miles: más
de 7.000, tanto en la recopilación de Al-Bujari como en la de Muslim,
si bien
muchos de ellos repetidos. En el extremo opuesto al reconocimiento de
tamaña
proliferación, algunos eruditos musulmanes opinan que apenas habría
unos
cuarenta que deban considerarse verdaderamente auténticos, procedentes
del
Mahoma histórico.
Dado
el carácter creativo y edificante de tales relatos, cabe interpretar
cada
colección como un intrincado fabulario de escenas ejemplares, compuesto
en
Bagdad bajo supervisión califal, destinado a reforzar la exégesis
oficial del
Corán y a legitimar la codificación jurídica, puesta al servicio del
poder
político. De manera que, como afirma Patricia Crone, fueron los
juristas
quienes determinaron qué es lo que dijo el profeta.
Si hiciéramos
el recuento de todos los hadices incluidos en las colecciones,
resultaría una
cantidad tal que, dividida entre los días de actividad de Mahoma, no
hubiera
podido hacer otra cosa que escenificar tesituras ejemplares y
pronunciar frases
sentenciosas, y ni siquiera le hubiera dado tiempo para todas. Este
dato por sí
solo hace ver hasta qué punto su historicidad resulta completamente
inverosímil.
En consecuencia,
podemos compartir el juicio que
emite Alfred-Louis de Prémare, historiador del islam, en Les
fondations de
l'islam:
«En suma, de manera
general y salvo raras
excepciones, las narraciones sobre el período primitivo del islam no
son,
hablando con propiedad, documentos de historia sobre ese mismo período.
Son
tributarias de un modo particular de contar, escribir y transmitir. Son
fuertemente dependientes del contexto en el que fueron elaboradas tras
la
muerte del fundador, del filtrado de los transmisores sucesivos, de la
oposición de personas o tendencias y, en fin, del contexto intelectual
y las
intenciones propias de los autores que, sobre la base de Ibn Ishaq,
organizaron
elementos originalmente independientes unos de otros» (Prémare 2002:
18).
Por supuesto, en
aquella época, nadie se proponía
hacer historia, ni contaba con metodología para ello, aunque podían
interesarse
en recoger informaciones sobre los acontecimientos y los personajes. En
el caso
de Mahoma, los sabios persas, urgidos por los califas abasíes,
compusieron una
prolija seudovida, a partir de retazos incoherentes:
«Dicho claramente,
la historia caballeresca de Mhmd,
la sira, no relata hechos históricos, sino que pretende hacerse
eco de
una cadena de recuerdos y testimonios póstumos, post eventum.
El hecho
científico es que no existe ningún rastro, estrictamente ninguno,
arqueológico
u otro, de ese personaje Mhmd, fuera de las fuentes
militaro-islámicas
autoproclamadas, que tenían una necesidad política (esta, bien real) de
disponer de esa leyenda, 150 años más tarde. La biografía de Mhmd
fue,
en efecto, una 'obra de encargo', dirían los juristas, exigida por el
poder
califal a mediados del siglo VIII» (Qadr 2019: 118-119).
En
conclusión, las fuentes islámicas clásicas, las biografías y los
hadices, sirven
poco para obtener un conocimiento fiable acerca del Mahoma histórico.
Seguramente contienen elementos de
información, pero
esta viene mezclada con creaciones literarias y una patente
mitologización, sin
que sea posible distinguir lo imaginario de lo real. Para lo que mejor
podrán
servir es para conocer el sistema del
islamismo y las bases de la mentalidad musulmana.
Cuando se aplican criterios
histórico-críticos, como han hecho los investigadores más sólidos, se
llega a
la conclusión de que las clásicas vidas de Mahoma escritas por
musulmanes,
desde la biografía perdida de Ibn Ishaq en adelante, pertenecen al
género de la hagiografía (vida de un santo) o la aretalogía
(epopeya de un
héroe). Las vidas de Mahoma modernas, en su mayoría, tampoco pueden
tenerse por
verdaderas biografías, puesto que se mueven más bien entre la novela y
el
relato de ficción producido mediante el saqueo literario de los
tradicionistas,
con un suplemento de falaz imaginación.
Dado
que, entre los árabes de principios del siglo VII, los meses y los años
rodaban
uno tras otro y carecían de un calendario desarrollado, capaz de
calcular con
exactitud la cronología, hay que tener en cuenta que todas las
dataciones
indicadas son aproximativas e inciertas. A veces constituyen una mera
conjetura, hecha por comparación o asociación con acontecimientos
conocidos, o
bien establecida mucho tiempo después. Nadie sabe a ciencia cierta
cuándo nació
Mahoma, pero se situó su nacimiento en el momento histórico de la
fallida
expedición contra la caaba dirigida por Abraha, virrey abisinio de
Yemen, en el
año del Elefante, supuestamente el 570 (alusiones en Corán 105,1-5).
Ahora
bien, según la investigación histórica actual, en realidad esa
expedición tuvo
lugar el año 530, demasiado pronto para servir de referencia creíble.
En
consecuencia, sobre toda la biografía de Mahoma se cierne una enorme
incertidumbre, tanto en la cronología como respecto a los hechos
narrados, de
manera que prácticamente todo puede constituir una fabricación
ulterior, a
partir de supuestas tradiciones que, a su vez, carecen de cualquier
prueba
documental.
En nuestros días, pocos
dudan de la
existencia de un personaje histórico detrás de la figura del Mahoma de
la fe
musulmana. Lo que, sin embargo, está en cuestión es la historicidad de
la
literatura islámica acerca de él (cfr. Spencer 2006 y 2012). Además, el
cuestionamiento afectaría a lo que en el Corán se suelen entender como
menciones
de Mahoma. La conclusión cierta es que hoy se encuentran en entredicho
prácticamente la totalidad de las biografías y las historias del
profeta
islámico, clásicas y modernas, tanto de autores musulmanes como
occidentales.
Por
eso, a muchos historiadores les parece una tarea prácticamente
imposible
escribir una biografía de Mahoma, a pesar de la ingente cantidad de
narraciones
de la tradición, pues, como hemos visto, son falaces. Los musulmanes no
han
conservado documentos coetáneos del surgimiento del islam. Los textos
más
antiguos sobre la vida de Mahoma son demasiado tardíos y de índole
notoriamente
apócrifa. El hecho es que sobre el profeta del islam no existe ningún
documento
de la época, y su nombre está prácticamente ausente en el texto
coránico (cfr.
Chabbi 1997).
Un
fideísmo ciego en defensa de la tradición musulmana no resuelve el
problema, ni
lo anula. En adelante, hay que contar con la evidencia de que las
biografías de
Mahoma (Ibn Hisham, Al-Tabari), lo mismo que las tradiciones del
profeta
(hadices de Al- Bujari, Muslim, etc.) distan mucho de cumplir con los
mínimos
criterios de historicidad requeridos por el método de la historia
científica.
De manera que, al final, solamente contamos con lo que se haya
conservado en el
Corán, de forma escueta, fragmentaria y oscura. Así, pues, sabemos muy
poco acerca
del personaje histórico Mahoma y de los orígenes del islamismo.
Fuera de
la literatura árabe musulmana, tampoco hay fuentes que ofrezcan
crónicas
coetáneas, aunque sí algunas alusiones incidentales. Por tanto, solo
contamos
con lo que se recoge en el Corán. La tentativa de algunos que han
buscado, en
las biografías clásicas de Mahoma, aclaraciones o conocimientos más
allá de lo
que contiene el Corán parece destinada al fracaso, una vez que la
investigación
ha puesto al descubierto que se trata de desarrollos más bien
legendarios, sin otra
base que los pasajes coránicos a los que sirven de glosa y ampliación.
De modo
que, para nuestra sorpresa, es el Corán el que, en principio, se halla
más
próximo al Mahoma histórico, sin olvidar que su texto estuvo sujeto a
retoques
hasta el siglo IX (no se conserva ningún manuscrito completo de fecha
anterior). Además, la lectura del texto coránico es problemática,
puesto que los
signos diacríticos que fijaron los significados no se añadieron sino a
partir
del siglo X (Moussali 1996).
Como recapitula
la islamóloga tunecina Hela Ouardi, en una obra suya sobre los últimos
días de
Mahoma, donde se hace eco de las graves dificultades que entraña tratar
de
escribir la biografía de Mahoma:
«Cada
vez que intentamos escribir sobre la vida del profeta, nos enfrentamos
a un
dilema claramente resumido por Harald Motzki: no se puede escribir una
biografía
de Mahoma sin ser acusado de hacer un uso no crítico de las fuentes de
la
tradición; al mismo tiempo, tan pronto como se comienza un trabajo
crítico
sobre las fuentes musulmanas, se vuelve imposible escribir una sola
línea sobre
la biografía del profeta. Esto ha llevado a historiadores como
Jacqueline
Chabbi a hacer constataciones desesperadas y afirmar que la biografía
del
profeta parece simplemente ‘imposible’. John Wansbrough piensa que esta
‘imposibilidad’
no proviene de la falta de información, sino del hecho de que la
historia
relatada en la tradición es en sí misma una construcción.
En
efecto, las primeras biografías del profeta
obedecen a consideraciones simbólicas y literarias dictadas por el
contexto
político de la redacción de estas obras. Por su parte, en su estudio de
historiografía islámica, Chase F. Robinson afirma que los redactores de
la
tradición no son necesariamente malintencionados. El objetivo de los
cronistas
abasíes no es necesariamente falsificar la historia, sino 'producir un
pasado
convincente que diera sentido a un presente transformado'» (Ouardi
2016:
234-235).
En
resumen, salvo que renuncie del todo a trazar una vida de Mahoma,
dándola por
imposible, el investigador deberá apoyarse ante todo en el estudio de
la
composición del Corán. También tendrá en consideración las fuentes
clásicas,
sometiéndolas a un severo examen crítico, dado su carácter
problemático. Y
prestará atención a las informaciones halladas en fuentes
extramusulmanas. Lo
inaceptable es dar por válidas las fuentes tradicionales,
acríticamente, como
hacen tantos que escriben vidas de Mahoma. Por ejemplo, Karen Armstrong
en Mahoma:
biografía del profeta (1991), donde no solo asume ingenuamente las
historias de la tradición islámica, sino que escamotea todo lo que ella
juzga
inconveniente para la buena imagen de su hagiografiado. ¡Y, encima, nos
dice
que su pretensión es combatir los prejuicios! Exactamente la misma
distorsión
la encontramos en panegíricos como el que traza el teólogo Juan José
Tamayo
(2009: 33-56). Es más coherente y decente no abundar en el tópico y
atenerse, en
lo posible, a los resultados que van desvelando las investigaciones,
como hace,
por ejemplo, Ibn Warraq en el capítulo 9 de Por qué no soy musulmán
(1995), donde analiza la personalidad del profeta del islam. O bien
otros
autores, con diferentes estilos, como Jacqueline Chabbi (1997), Robert
Spencer
(2006 y 2012), Fred Donner (2010) y Hela Ouardi (2016).
Para
una aproximación lo más depurada desde el punto de vista metodológico,
haría
falta algo así como una mahometología
que saque a la luz el carácter, el papel y la función de amonestador y,
más
tarde, de enviado y de profeta según lo define el Corán. Y habría,
además, que
contrastarla con una mahometografía
que describa lo más objetivamente posible los hechos y dichos más
verídicos del
personaje Mahoma. Es decir, hacerse cargo del «Mahoma histórico» en
contraste
con el «Mahoma de la fe» musulmana, sin perder de vista lo que
significa la
elevación de este junto a Alá, en la profesión de fe canónica de los
musulmanes.
Admitamos
que, a fin de cuentas, la fuente más próxima a los hechos es el Corán,
de modo
que este constituye el testimonio más sólido de la huella dejada por
Mahoma.
Ahí intentaremos rastrear al personaje, a la par tan omnipresente y tan
huidizo. Esbozaremos primero una semblanza bastante elemental, para
luego
abordar más a fondo determinados aspectos, en los apartados siguientes.
Al
parecer, el nombre propio del futuro Mahoma habría sido Abū l-Qāsim ibn
Abdallāh,
del clan Hasim, o hachemí, de la tribu Quráis de La Meca. O bien, según
otras
fuentes musulmanas, su nombre primitivo habría sido Qotam (Théry 1955a:
38), o
Qatham (Aldeeb 2016: 5 y 408). En cuanto al apellido, que se forma
normativamente
a partir del nombre del padre, Sami Aldeeb precisa que no habría sido
Ibn Abd
Allah («siervo de Alá»), como suele decirse, sino Ibn Abd Al-Lat
(«siervo de
Al-Lat»), una de las tres diosas aludidas en los versículos satánicos
(Aldeeb 2016:
408, nota al versículo 109/61,6). No se sabe con certeza a partir de
qué
momento se le honró con el sobrenombre de Mahoma (Muhammad).
Se
suele dar por bueno, aunque está por demostrar, el esquema básico
tradicional
de la vida de Mahoma. Podemos partir de él, para luego ir encajando las
correcciones y los cuestionamientos.
«Según
la tradición musulmana, Mahoma, cuyo verdadero nombre es Qatham Ibn
Abd-al-Lat,
nació alrededor del año 570 en La Meca, una ciudad comercial y
cosmopolita de
Arabia donde convivían diferentes comunidades religiosas,
principalmente
politeístas, judíos y cristianos. Hacia el año 610, comenzó a recibir
un
mensaje transmitido por el ángel Gabriel. Ante la persecución de los
suyos y de
sus conciudadanos debido a sus posiciones religiosas exclusivistas,
abandonó La
Meca en 622, con algunos de sus compañeros, rumbo a Yathrib, ciudad de
su
madre, más tarde llamada Medina. Este año marca el inicio del
calendario
musulmán de la hégira, que comienza el 16 de julio de 622
(correspondiente al
día primero de mujarrán). En 630, Mahoma regresó a La Meca al frente de
un
ejército y la conquistó. Murió en Medina el 8 de julio de 632» (Aldeeb
2016: 5).
No obstante, es legítimo
dudar de la
exactitud de la genealogía del profeta árabe, de las fechas, de los
lugares, de
las batallas, de las profecías, tal como las reconstruye la tradición;
pues no
se puede demostrar que no sea una genealogía y una biografía elaboradas
ad
usum Delphini y para edificación de los creyentes.
Según
la historia califal, Abul Qasim, o Qatham, participaba inicialmente de
las
creencias de su familia y su tribu, de manera que él habría sido
idólatra hasta
los cuarenta años. En la historia reconstruida, hay indicios de que su
clan y
él mismo, al igual que su primera mujer, Jadiya, pertenecían, quizá
desde una
generación antes, a la comunidad de los judeonazarenos.
El preceptor, o uno de los
preceptores, del joven Mahoma habría sido Waraqa Ibn Naufal, primo
hermano, por
parte de padre, de Jadiya. La tradición de los hadices cuenta que
Waraqa era
sacerdote, o una especie de monje, perteneciente a lo que actualmente
se
identifica como el movimiento nazareno. Según la misma tradición,
Waraqa era
muy instruido, poseía un rollo de las Escrituras y las tradujo al árabe
(Al-Bujari, Sahih, hadiz 3; con paralelos en 3392, 4953 y
6982). Sobre
la importante influencia de Waraqa, argumenta el historiador de las
religiones
Joseph Azzi, en su obra Le prêtre et le prophète (2001); y
Leila Qadr,
en Les trois visages du Coran (2019: 107-108).
Otros autores recuerdan que
había un
rabino judío, llamado Abd-Allah Ibn Salam, que mantuvo contacto con
Mahoma y habría
sido también su instructor. A él parece haber referencias en el Corán
(42/25,5
y 70/16,103. Véase la nota de Sami Aldeeb a este último versículo, en
su
traducción francesa).
«Los
que siguen al enviado, el profeta analfabeto, que encuentran inscrito
entre
ellos en la Torá y el Evangelio…» (Corán 39/7,157).
La
base para esa traducción está en dos versículos en los que se llama a
Mahoma ummi, palabra que es traducida por
«analfabeto».
La raíz de esa palabra es um, que
significa madre, de donde deriva umma,
la comunidad o el pueblo. De modo que ummi
es alguien que pertenece al pueblo, como sobreentendiendo alguien
popular. Y
como, sobre todo en los primeros siglos del islam, la gente popular era
en
general iletrada y analfabeta, la palabra acabó tomando este último
sentido.
Tampoco
parece acertado interpretarlo como «profeta de las naciones». Todo esto
es
discutible y discutido por los especialistas. La islamóloga Denise
Masson,
sostiene que el sentido es, más bien, el calificativo de los que no
tenían
escrituras sagradas propias como sí tenían los judíos. Esos eran los
gentiles.
Y ese era a la sazón el caso de los árabes. Por lo tanto, habría que
traducir
como «profeta de los gentiles», de los árabes, el que abre a su pueblo
al
conocimiento de la Torá y el Evangelio. Y es cierto que el Corán se
elaboró
básicamente a partir de la Torá y el Evangelio.
Pero,
aun en la hipótesis de que Mahoma no hubiera sabido leer ni escribir,
de ahí no
se concluye que fuera inculto o incapaz de componer suras del Corán.
Pero es
que el mismo Corán nos da a entender que sabía leer, por ejemplo,
cuando cuenta
que el ángel le mostró unas aleyas escritas y le mandó que las leyera.
Fuera
de la literatura musulmana, se hallan también testimonios que hablan de
un
Mahoma alfabetizado. Un obispo armenio, llamado Sebeos, escribió una Historia
de Heraclio, allá por el año 660, solo treinta años después de los
hechos
(y no más de doscientos, como las tradiciones musulmanas que hablan del
Mahoma
analfabeto), y en ella dice sobre Mahoma: «Estaba muy bien instruido y
manejaba
con facilidad la historia de Moisés». El analfabetismo de Mahoma es,
pues, una
invención tardía de los comentadores de época califal, que, al
calificarlo así,
pretendían resaltar su papel pasivo en
lo que descendía del cielo sobre profeta (cfr. Capucin, Histoire de l'islam et de Mohammed grace aux
méthodes modernes, 2008: 129-130.)
Lo más probable, por tanto,
es que
supiera leer y escribir. Y lo absolutamente cierto es que, en un
momento dado,
el personaje adoptó un papel público de predicador de aquella doctrina
nazarenista, de signo mesiánico, y reunió un grupo de seguidores. Al
menos una
parte de los contenidos de su predicación engrosaron los materiales
básicos a
partir de los cuales se compuso el Corán. Si bien este libro no lo
designa como
«profeta» en ninguno de los 86 capítulos del «período de La Meca»,
anteriores a
la hégira. Ese apelativo se le adjudica solamente en las suras del
período de
Medina, donde el profeta es, por antonomasia, el profeta armado de la
yihad.
Lo que ocurriera,
históricamente
hablando, en la evolución de Mahoma y su movimiento mesiánico,
escatológico y
milenarista, nos llega soterrado por un exceso de historias y su
comprensión nimbada
por una doble mitificación. Primera, la que el propio profeta asumía en
su vida,
al actuar conforme a sus creencias escatológicas. Y segunda, la
mitificación que
la comunidad musulmana le confirió al instaurar el mito propiamente
islámico,
que lo eleva a sello de la profecía y objeto de la confesión de fe.
Así, el
Mahoma histórico y el Mahoma mítico de la fe islámica acabaron estando
inextricablemente
entrelazados. En el retrato pintado por la tradición musulmana, resulta
casi
imposible discernir qué corresponde a la realidad histórica y qué a la
elaboración
teológica. Más aún, lo que podemos saber de él, con criterios de
ciencia
histórica, se presenta entreverado en relatos de índole mítica. Pues el
Mahoma
histórico no solo fue mitologizado por sus seguidores y sucesores, sino
que,
como ya he dicho, él mismo vivía imbuido de un mito, en el que luego lo
insertarían a él. Básicamente, se trataba de la mitología mesiánica
preconizada
por el nazarenismo. En ese contexto, el predicador del último Día se
transformó
en caudillo que creía llegado el último Día, y se lanzó a la conquista
militar
de Jerusalén, con la idea mítica de acelerar el advenimiento del reino
de Dios
anunciado por los profetas hebreos. Los datos históricos son muy
escasos, pero
está claro que la tradición islámica hipertrofió los relatos sobre el
personaje
mitificado, hasta llenar volúmenes y volúmenes.
La de Mahoma, por tanto, fue
una
historia inscrita en un mito. Aunque lo significativo no está en que
una práctica
histórica implique un mito, pues toda acción histórica inevitablemente
lo supone,
sino en qué clase de mito es en el que se inserta la historia vivida.
Mahoma,
al asumir la mitología mesiánica milenarista de ascendencia nazarena,
vivió en
la fantasía de estar combatiendo por la instauración de un reino de
justicia. Siempre
que se da una visión de esta índole, su lógica interna le exige
decretar
quiénes son los injustos, de tal manera que es este decreto el que los
produce y
los designa socialmente como enemigos a batir, en plan maniqueo,
asumiendo una
actitud sectaria y justificando el empleo de la violencia.
Diríamos, desde un punto de
vista
filosófico, que en el fondo de esa actitud subyace un sueño metafísico,
el de la
dialéctica, según la cual lo real procede afrontando una contradicción
insalvable, que solo se puede superar mediante la destrucción del otro
(del presunto
Mal) como paso necesario para la construcción (del presunto Bien). Lo
que
ocurre es que, como ese Bien absoluto está situado en el plano mítico,
imaginario, mientras que la destrucción opera en el plano social
fáctico, al
final resulta que las destrucciones producidas son incomparablemente
mayores
que los logros obtenidos. No es difícil reconocer en semejante
metafísica el esquema
de pensamiento maniqueo subyacente en las revoluciones políticas
modernas.
En fin, la cuestión no es
que se
haya mitificado, y de facto divinizado, al fundador de una religión.
También se
divinizó a Confucio, a Buda, o a Jesús. Lo objetable estriba en el
contenido,
en el carácter de quien es elevado a mito ejemplar, o al rango divino.
En el caso
de Mahoma, la tradición musulmana más clásica lo describe con rasgos
que, observados
en cualquier otro personaje, parecerían poco recomendables desde los
puntos de
vista ético, político, religioso, o personal. Pero todo esto habrá que
analizarlo más detenidamente.
El Corán no dice ni una
palabra sobre la muerte de Mahoma. No
sabemos, pues, ni cómo fue, ni exactamente en qué año aconteció. La
tradición
musulmana la data en el año 632. Ahora bien, todos los detalles
descritos por
la tradición se hallan bajo sospecha, por lo tardío de su redacción, ya
que son
doscientos o trescientos años posteriores a los hechos, y por estar
supeditados
a una finalidad hagiográfica y propagandística.
Las fuentes musulmanas no
muestran
unanimidad acerca de cómo y cuándo fue la muerte de Mahoma. Varios
investigadores europeos dudan de la versión y hasta de la fecha
mantenidas por la
tradición islámica oficial. De modo que encontramos básicamente tres
teorías,
sin que sea posible descartar ninguna del todo.
Hipótesis A. La tradición musulmana sostiene que falleció en
Medina, en 632,
a consecuencia de las dolencias producidas por un envenenamiento a
manos de una
mujer judía, esposa del jefe del oasis de Jaibar, al que había
asesinado tras
la conquista del oasis en 630. La mujer organizó un banquete para los
jefes
sarracenos y puso veneno en la pierna de cordero ofrecida a Mahoma. Hay
versiones de esta historia que añaden numerosos detalles.
Hipótesis B. Habría muerto envenenado, pero no por una mujer judía
de Jaibar,
sino como víctima de un complot organizado por Abu Bakr, Omar y Abu
Ubaida, con
apoyo de Aisha, para garantizar que la sucesión no recayera en Alí Ibn
Abi
Talib, casado con Fátima, la hija de Mahoma y Jadiya (cfr. Lammens
1910b, vol.
IV: 113-144).
O bien, otra variante: según
fuentes
chiíes, en particular la obra de Sulaym Ibn Qays, discípulo de Alí y
compañero
de sus hijos, la muerte de Mahoma se habría debido a un asesinato
premeditado:
habría sido envenenado por sus esposas Aisha (hija de Abu Bakr) y Hafsa
(hija
de Omar), por instigación del futuro califa Omar (cfr. Amir-Moezzi
2011).
Hipótesis C. Habría muerto en 634, puesto que varios escritos
extramusulmanes
que relatan la batalla de Gaza afirman que las tropas árabes iban
capitaneadas
por Mahoma. No se sabe cómo fue. Algunos especulan que habría caído,
ese mismo
año, en Jerusalén, durante una primera campaña, fallida, en el empeño
por tomar
la ciudad (cfr. Édouard-Marie Gallez 2005).
«Tomás
el Presbítero, hacia 640, habla de los ‘árabes de Mahoma’ (tayâyê d-Mhmt)
a propósito
de una incursión victoriosa en Gaza, en 634, en el curso de la cual
encontró la
muerte el patricio de la tropa bizantina. En la misma época y a
propósito de la
misma incursión, otro documento, escrito en griego entre los años 634 y
640,
habla del ‘profeta que ha aparecido con los sarracenos’. Siendo
totalmente
independientes una de otra, pero añadiendo una a otra, estas dos
informaciones
concordantes llevan a pensar que Mahoma dirigió él mismo la operación
del
sector de Gaza en 634. Sin embargo, según la cronología presentada más
tarde
por las fuentes islámicas, habría muerto dos años antes (en 632)»
(Prémare 2002:
131).
«En el año 945, indicción 7,
el
viernes 4 de febrero (634), a las nueve horas, hubo una batalla entre
los
romanos y los árabes de Mahoma (tayâyê
d-Mhmt) en Palestina, a unos veinte kilómetros al este de
Gaza. Los
romanos huyeron, dejando atrás al patricio Vardan, a quien mataron los
árabes.
Unos 4.000 pobres aldeanos de Palestina fueron asesinados allí,
cristianos,
judíos y samaritanos. Los árabes arrasaron toda la región» (Tomás el
Presbítero, Crónica, citado en Hoyland 1997: 120).
Aún hay otra versión, según
la
cual Mahoma, después de la victoria de Gaza, en 634, habría entrado en
Jerusalén, y, en el marco de la teología nazarena, habría sido él quien
comenzó
a reedificar el Templo, pero habría sido asesinado al cabo de tres
meses (cfr. Qadr
2019: 229). En cualquier caso, la conquista de la ciudad no se
consolidaría
hasta tres años después, con el califa Omar.
Mahoma no fue entronizado
como
fundador del islam y profeta final hasta mucho tiempo después de su
muerte. El
nombre mismo de Mahoma fue introducido en el Corán tarde y por mano de
un solo
autor, según descubre la teoría de códigos (cfr. Walter 2014). En las
inscripciones epigráficas, los papiros o las monedas, no apareció el
nombre de
Mahoma hasta 60 años después de su muerte. Y no se lo declaró profeta y
fundador de una religión hasta pasados unos 150 años.
El considerado
primer califa, Omar, fue el artífice de la conquista sarracena de
Jerusalén, donde
en seguida construyó un santuario y restableció el culto en el monte
del Templo,
tal como requerían las creencias mesianistas. Esperaban que allí
aconteciera la
manifestación del Mesías, pero pronto comprobaron su incomparecencia,
lo cual
produjo una grave disonancia entre la esperanza y la experiencia. Por
lo que
parece, los esfuerzos por superar el trauma de esta disonancia tuvieron
como
consecuencia que los árabes rompieran con sus aliados nazarenos,
olvidaran la
venida del Mesías y silenciaran el molesto recuerdo de Mahoma, el
predicador
escatológico. Habría que aguardar años, hasta que, más adelante,
conviniera a
los califas apostar por la recuperación de Mahoma, y renovaran el
proceso de
creación mítica que lo constituyó en profeta y fundador de una nueva
religión. Así
culminó la mitificación del personaje y se consolidó el Mahoma del
mito
califal, tal como ahora lo hallamos en las biografías y los hadices
de la
tradición.
Según
algunos autores, el momento de recuperación de la figura del predicador
y caudillo
militar, reconvertido en gran profeta, hay que situarlo en la época del
califa
Abd Al-Malik, después de su victoria sobre el anticalifa Al-Zubair (692
en
adelante). Solo desde entonces, Mahoma fue santificado, elevado a la
apoteosis
como un gran profeta. Hasta el punto de que se insertó la afirmación «y
Mahoma
es el enviado de Dios» como parte de la profesión de fe islámica, y así
se lo
asoció explícitamente con Alá, de modo que quedaba vinculado a la
divinidad y simbólicamente
divinizado en la práctica cultual musulmana.
«Mahoma es esencialmente una
figura
simbólica y emblemática (aunque haya existido la persona física), que
reunió
todas las aspiraciones políticas, religiosas, sociales y étnicas de un
movimiento armado y victorioso en el camino de Alá –Jerusalén–, un
movimiento
que recuperaba, amplificaba y deformaba las esperanzas mesiánicas y
escatológicas de un grupo nazareno, que se situaba en la frontera de
las gentes
del Libro, mutante que había digerido las Escrituras con vistas a
instaurar por
la fuerza el Reino de los Cielos, forzando el cumplimiento de las
Escrituras»
(Leila Qadr, Les trois visages du Coran, 2019: 115).
Así se pusieron las bases
para la aretalogía de Mahoma, es decir, la
narración de sus hechos y dichos en términos idealizados. Se
recopilaron y confeccionaron
los relatos de sus batallas, prendidos a los versículos de sus
revelaciones. Se
le exaltó a la categoría de profeta. Los escribas al servicio califal
elaboraron una nueva profetología, que incorporaba a Mahoma como un
nuevo
elemento doctrinal, necesario para la salvación en el sentido del
islamismo. Todo
esto en virtud de la creencia en que solo en él se comunica la plena
revelación.
El núcleo se constituyó como un nuevo paradigma, extrabíblico y
anticristiano, que
convierte a Mahoma en mediador universal entre Dios y los hombres,
agraciado
con una privilegiada asociación del profeta con la divinidad.
Un ejemplo revelador del
proceso
mitificador lo encontramos en el llamado viaje nocturno de Mahoma, en
la sura
17, donde se detecta una alteración del primer versículo (Corán
50/17,1). Lo
analizaremos más adelante en este mismo capítulo.
En suma, la tradición
musulmana exaltó
a Mahoma muy por encima de lo que él mismo y sus primeros seguidores
hubieran
imaginado jamás. Lo invistió como profeta mesiánico, lo transformó en
un personaje
mítico de tales vuelos que retroactuó sobre el mundo semiótico del
Corán,
inscribiéndose en su núcleo kerigmático, hasta el punto de que todo el
sistema quedó
mahometizado.
Si
aceptamos el diagnóstico del antropólogo Lévi-Strauss, en el capítulo
40 de Tristes
trópicos, la consolidación del dogma islámico tuvo como efecto a
gran
escala la instauración de una barrera entre las civilizaciones
antiguas, pues,
según escribe, Mahoma se yergue como «el rústico aguafiestas de un
encuentro en
que las manos de Oriente y Occidente, destinadas a juntarse, fueron
desunidas
por él» (Lévi-Strauss 1955: 462).
Pero es
necesario pasar a hacer un análisis más pormenorizado de los aspectos
que nos
parecen más relevantes desde un punto de vista histórico-crítico. Y es
lo que
vamos a ensayar a continuación, teniendo como base fundamental el texto
del
Corán, junto a referencias puntuales a otras fuentes.
Se da por supuesto que aquel
Abul Qasim, o Qatham, es la persona a
quien se dio el sobrenombre de Mahoma (Muhammad). Según algunos,
lo más
probable es que se le diera durante el período de Medina, sin adquirir
aún la
carga simbólica ulterior
Si
rastreamos el texto del Corán oficial, la palabra «Mahoma» (mhmd)
aparece escrita solo cuatro veces, en otras tantas aleyas, en capítulos
catalogados como posteriores a la hégira. También aparece como título
de la
sura 47, pero ya se sabe que los títulos de las suras no pertenecen a
la
revelación. Citemos, por orden cronológico, los cuatro versículos:
«Mahoma no es más que un
enviado.
Otros enviados han pasado antes que él» (Corán 89/3,144).
«Mahoma no ha sido el padre
de
ninguno de vuestros hombres. Pero es el enviado de Dios, y el sello de
los
profetas» (Corán 90/33,40).
«A los que han creído, han
hecho
buenas obras, y han creído en lo que ha descendido sobre Mahoma, y es
la verdad
de su Señor, él les ha borrado sus malas obras y ha mejorado su
condición»
(Corán 95/47,2).
«Mahoma es el enviado de
Dios. Los
que están con él son duros con los descreídos, y misericordiosos entre
sí»
(Corán 111/48,29).
Pues bien, para numerosos
coranólogos, ese término «Mahoma» en el texto coránico resulta digno de
toda
sospecha ante la crítica filológica. En los dos primeros casos donde se
lee el
nombre propio, llegan a la conclusión de que constituyen
interpolaciones
tardías efectuadas en el texto (Corán 89/3,144 y 90/33,40). En los
otros dos
casos, el vocablo debe entenderse simplemente como un adjetivo
calificativo, cuyo
significado es el «bendito», el «bienamado», el «predilecto» (Corán
95/47,2 y
111/48,29).
Por lo demás, la palabra muhammad
procede de la Biblia, en concreto del libro del profeta Daniel, a quien
se
designa como «hombre de predilecciones» o predilecto de Dios (Daniel
9,23,
10,11 y 10,19. Cfr. Sami Aldeeb, Le Coran, 2016: 338; Bruno
Bonnet-Eymard, Le Coran. Traduction et commentaire systématique.
II,
1990: 120-123.). Según esto, el significado de los dos últimos
versículos citados
sería: «lo que ha revelado al predilecto» (en Corán 95/47,2), y
«Bendito sea el
enviado de Dios» (en Corán 111/48,29). Si esto es así, encontramos que,
paradójicamente, en el Corán no se nombra ni una sola vez a Mahoma
(salvo como
un añadido de última hora, o como una lectura amañada).
Esta ausencia
resulta tanto más extraña cuando comprobamos cómo el Corán explicita y
reitera,
con profusión, el nombre propio de no pocos personajes: Moisés, 138
veces;
Abrahán, 70 veces; Noé, 43 veces; Lot, 28; Adán, 25; Aarón, 20;
Salomón, 17;
Isaac, 17; Jacob, 16; David, 16; Ismael, 12; María, 10; Job, Jonás,
Elías,
Eliseo, Saúl, Esdras, Amrán, Zacarías, Juan… El nombre de Jesús aparece
25
veces, más otras 11 con la designación de Mesías.
La
consecuencia es que la afirmación de que Mahoma, en el Corán, es el
narrador, o
el predicador, o el profeta, o el receptor del mensaje divino comporta
mucho de
presunción o conjetura, y es completamente forzada en algunos pasajes.
Lo cual
nos deja perplejos y sumidos en la incertidumbre.
Los comentaristas
musulmanes, con
apoyo en Ibn Hisham, remiten a otro apelativo que estaría emparentado
con el nombre
Mahoma (Muhammad), como es «Ahmad». Aparece una única vez en el
Corán, en
una frase donde se pone en boca de Jesús el anuncio de un enviado que
vendría
después de él, «cuyo nombre es Ahmad» (Corán 109/61,6). Los exegetas
musulmanes
interpretan que este Ahmad alude al profeta árabe, torciendo un
versículo del
evangelio según Juan. Analizaremos este punto más abajo, en este mismo
capítulo.
En definitiva, Mahoma es un
nombre
desconocido en el Corán, por mucho que se sobreentienda. ¿Quién era,
entonces,
aquel personaje que desempeñó un papel tan importante, quizá decisivo,
en el
surgimiento del movimiento mesiánico sarraceno que, en los años 630,
conquistó
por las armas Siria y Palestina?
Otra posible fuente de
información
sobre Mahoma son las inscripciones sobre rocas, de las que hay cientos
en el
desierto de Néguev, estudiadas por el arqueólogo Yehuda Nevo. Las
paredes
rocosas hablan muy poco de Mahoma (cfr. Nevo 1993). En los grafitis
pertenecientes
al siglo VIII (datados entre 705-780), que son 435, solo se menciona a
Mahoma (Mhmd)
17 veces, sin el apelativo de profeta que se le atribuyó después.
Ampliando las
pesquisas a toda Arabia, en dataciones que abarcan hasta el año 832, el
inventario recoge 677 inscripciones, donde se cita a Mahoma 64 veces,
de las
que 12 corresponden al primer siglo islámico y 52 al segundo. Para este
autor,
el islam como religión se habría constituido después de la formación
del Estado
árabe, y la «invención» de Mahoma se debería a la búsqueda de una
genealogía de
prestigio (cfr. Nevo 1993 y 2003). La aparición más antigua del nombre
de
Mahoma data del año 738. Esto deja bien sentada la ausencia de
menciones de
Mahoma y su misión profética en las inscripciones árabes más antiguas.
La tradición
islámica es unánime en situar a Mahoma y su proselitismo en La Meca, y
sus
gestas guerreras entre Medina y La Meca. Pero ¿dónde estaba situada esa
ciudad
de La Meca? El Corán, que nunca nombra a Mahoma, tampoco nos indica en
qué
ciudad predicaba el predicador, y no menciona ni una sola vez la ciudad
de La
Meca, al menos con ese nombre. El predicador no solo es anónimo, sino
que está
desubicado. No sabemos dónde localizarlo con certeza. La tradición
musulmana sostiene
que hay una alusión a La Meca en varias expresiones coránicas, como
estas:
«La
comarca que él ha prohibido» (Corán 48/27,91).
«Abrahán
dijo: 'Señor, haz que esta comarca sea segura» (Corán 72/14,35;
repetido
en 87/2,126).
«Cuántas
ciudades destruimos, más poderosas que tu ciudad, que te ha
expulsado. Y
que no tuvieron auxilio» (Corán 95/47,13).
«A fin
de que apercibas a la madre de las ciudades y a los que están
alrededor
de ella» (Corán 55/6,92; repetido en 62/42,7).
Ahora
bien, ninguna de estas expresiones da el nombre de la comarca o la
ciudad. Y,
tanto en la Biblia hebrea como en el Nuevo testamento, es la
Jerusalén
terrestre o celeste la ciudad que recibe el calificativo de «madre»
(cfr.
Aldeeb 2016: 175, nota).
Por otro lado, en el Corán,
hay una única
mención de la palabra Meca, así como otra mención que escribe Bakka,
en los versículos siguientes:
«Es él quien ha retirado sus
manos
de vosotros, y vuestras manos de ellos, en el valle de la Meca, después
de
haceros triunfar sobre ellos» (Corán 111/48,24).
No
obstante, en este versículo 111/48,24, la expresión «el valle de la
Meca» se debería
traducir más fielmente por el «valle de las Lágrimas», sinónimo del
Muro de las
Lamentaciones (cfr. Aldeeb 2016: 334). Además, el investigador Dan
Gibson, en Qur'anic
Geography, señala que ese versículo no está en los manuscritos más
antiguos, sino que fue añadido en época abasí (cfr. Gibson 2011).
«La primera casa establecida
[como
lugar de culto] para los humanos es la de Bakka, un lugar bendito y una
dirección para los mundos» (Corán 89/3,96).
La
tradición musulmana sostiene que Bakka era uno de los nombres de La
Meca, pero tal
lectura está impugnada: la «casa» (entiéndase la «casa de Dios») de la
que
habla el versículo, igual que el «santuario prohibido» (en Corán
111/48,27), son
formas de referirse, en realidad, al Templo de Jerusalén. Así lo
demuestra
Bruno Bonnet-Eymard (1990, vol. II: 92-93).
El
mismo Corán afirma que el lugar de culto primigenio, hacia donde
miraban al
rezar (y adonde iban en peregrinación) era Jerusalén, que luego se
cambió por la
caaba (Corán 87/2,144), supuestamente en La Meca. Esto habría ocurrido,
según
los musulmanes, el año 624. Es cierto que la caaba se menciona en el
Corán, tan
cierto como que nunca se dice cuál era su localización.
Lo más
significativo es, sin duda, comprobar cómo hubo una evolución del
culto, de
Jerusalén a La Meca. Después de que las tropas protoislámicas tomaran
Jerusalén, al entrar en la ciudad el califa Omar, lo primero que hizo,
llevado
por la ideología mesiánica, fue acudir a la explanada del monte
Capitolio,
donde había estado emplazado el Templo destruido por Tito. Y allí mandó
levantar
precipitadamente un local sacro, donde ofrecieron sacrificios de
animales.
Distintos
estudiosos han puesto en duda la existencia misma de La Meca, en su
emplazamiento actual, en tiempos de Mahoma, por lo que este no podría
haber
nacido, ni desarrollado su actividad allí.
Las
investigaciones ya clásicas y pioneras en analizar críticamente la
información
disponible sobre los orígenes de La Meca son las de Patricia Crone,
islamóloga
danesa, profesora en las universidades de Cambridge y Princeton: Hagarism.
The making of the Islamic World (1977, en colaboración con Michael
Cook); y Meccan Trade and the Rise of Islam (1987). La
ciudad de La Meca era
desconocida por los geógrafos de la antigüedad anteriores al islam.
Ninguno
menciona La Meca, ni otro nombre parecido en aquella región. Por otra
parte, el
comercio caravanero que se le atribuye es inverosímil en una ciudad
situada en
un valle estéril como el mequí. La historia califal se empeña en
señalar que
subsistía gracias al comercio internacional, aparte las
peregrinaciones, pero
ese comercio no está atestiguado en documentos de ninguno de los
supuestos
países de destino, el Imperio romano oriental y el Imperio sasánida. Y
consta
que, en aquel tiempo, el comercio a larga distancia se hacía por mar,
veinticinco veces más barato que por tierra. El transporte terrestre a
través
de 1.300 km, desde La Meca a Siria, hubiera sido una ruina completa.
Las historias
califales mencionan la exportación de incienso, especias, oro y plata,
pero el
transporte de estas mercancías, en aquella época, se hacía por vía
marítima, o
bien, se daba a escala meramente local, pasando por una ruta distante
de La
Meca. Ni allí había medios para el avituallamiento, en una región
donde no
se criaba nada y tenían que importarlo casi todo. Tampoco hay el menor
rastro
de minas de oro o plata.
Asimismo,
se habla del comercio de cueros, vestidos, camellos, asnos, queso y
mantequilla, mercancías cuyo costoso comercio caravanero a gran
distancia
resultaría económicamente absurdo. Como en La Meca no crece nada,
tendrían que
traer esos productos a su vez del sur, de Yemen, para transportarlos a
lo largo
de 2.500 km, cuando tales productos abundaban en Siria, mucho más cerca
de los mercados
romanos y persas.
En resumen,
de ese supuesto comercio internacional mequí no hay noticia en ningún
documento
griego, latino, copto, arameo o siríaco. Es tan desconocido, por
aquellos territorios
del Hiyaz, como la misma ciudad de La Meca (cfr. Patricia Crone 1987).
Un indicio más: el Corán
menciona
como moneda para las transacciones el dinar (Corán 89/3,75),
una moneda
bizantina que nunca fue de curso legal en la desértica región de La
Meca.
La
respuesta concreta a la pregunta
de si existía La Meca en tiempos de Mahoma depende de a qué
ciudad nos referimos al hablar de La Meca. Según Dan Gibson, La Meca
actual no
existía, pues no hay ni rastro de ella en documentos escritos o mapas.
Su tesis
es que La Meca de Mahoma sería la ciudad nabatea de Petra. Lo cierto es
que el
Corán no nombra expresamente La Meca, y que las descripciones que dan
las
fuentes islámicas clásicas cuadran muy poco con la ciudad que se llama
La Meca
desde finales del siglo VII. Incluso en el Corán, hay un pasaje
supuestamente
perteneciente a la predicación de Mahoma en La Meca, en el que este
recuerda a
sus oyentes que Dios los ha bendecido con agua de lluvia, campos de
trigo,
viñas y hortalizas, olivos y palmeras, vergeles frondosos, frutas y
pastos, y rebaños
(cfr. Corán 24/80,25-32; 55/6,99 y 141; 74/23,19). Sería inútil buscar
nada de
eso en toda la región del Hiyaz, donde radica La Meca actualmente.
El
argumento de que el cambio de la dirección en el rezo, supuestamente en
tiempo
del profeta, implicaría la existencia de La Meca es refutado también
por Dan
Gibson. Este investigador señala que los versículos del cambio de la
alquibla
(Corán 87/2,143-145) faltan en los manuscritos más antiguos, por lo que
serían
un añadido del período abasí. El hecho es, según demuestra estudiando
la
orientación del mihrab, que ninguna de las mezquitas construidas en el
primer
siglo de la era islámica apuntaba hacia La Meca (cfr. Gibson, Early
Islamic
Qiblas, 2017). Por eso, concluye que miraban hacia Petra, aunque
este sea
un punto discutido. Durante el siglo VIII, se observa una confusión en
lo
tocante a la dirección de la quibla. Y solo después de ese siglo,
acabaron todas
las mezquitas orientando el mihrab hacia La Meca.
La
Meca no entró en la historia hasta finales del siglo VII, durante la
guerra
que, desde 680, enfrentó al anticalifa Ibn Al-Zubair con los califas
sucesores
de Muawiya I. Se cuenta que Al-Zubair, en 683, destruyó la caaba
(¿dónde?), se
apoderó de la piedra negra y huyó con ella para refugiarse en La Meca,
en el
Hiyaz. Allí se hizo fuerte, hasta que, en 692, acabó derrotado y
decapitado por
orden del califa Abd Al-Malik. Para conmemorar esta victoria, ese mismo
año,
Abd Al-Malik mandó construir el Domo de la Roca, en Jerusalén
(adviértase
que no en La Meca).
Para
los protomusulmanes, la ciudad santa no era La Meca, aún desconocida;
ni era
Petra, quizá la ciudad natal de Mahoma; sino que, a todas luces, era
Jerusalén.
Allí, tras su conquista, como ya he dicho, el califa Omar había mandado
edificar
un templo, entre los años 639 y 645. Más adelante, este santuario
cuadrado fue
destruido por un terremoto, en 661, y el primer califa omeya, Muawiya,
lo
reconstruyó. Existe un testigo ocular de que allí estaba el santuario y
la ciudad
hacia donde los primeros musulmanes miraban al rezar. Un monje franco,
de
nombre Arculfo, llevó a cabo un viaje a Tierra Santa en el año 670 y
dejó
constancia de sus observaciones, incluyendo una descripción de
Jerusalén que
hace entrever la importancia de la ciudad y del monte del Templo:
«En
este famoso lugar donde una vez estuvo el templo magníficamente
construido, cerca
de la muralla oriental, los sarracenos frecuentan ahora una casa de
oración
cuadrangular, que habían edificado de manera rudimentaria,
construyéndola con
tablones elevados y grandes vigas sobre unos restos de ruinas. Esta
casa puede,
según se dice, albergar al menos tres mil personas» (traducido del
libro de
Robert Hoyland 1997: 221).
Todo
parece indicar que el centro del culto musulmán primitivo se
encontraba, no en
La Meca, sino precisamente en Jerusalén, donde luego se erigieron el
Domo de la
Roca y el santuario de Al-Aqsa.
Con toda certeza, el
personaje cuyo
nombre no se dice, que predicó y arengó a los árabes allá por los años
620, en
su vida mortal jamás tuvo la pretensión de ser un profeta original.
Más
bien, según cuenta el Corán, se ceñía a recordar lo revelado a los
profetas,
principalmente Moisés y Jesús. Perteneció a una comunidad que tenía
como libros
sagrados la Torá y un Evangelio. Participó en su traducción al árabe,
bajo la
guía de un maestro y junto a un grupo de escribanos. Y congregó entre
los
árabes sarracenos un movimiento de carácter mesiánico y milenarista.
Solo
ulteriormente recibiría el título de Mahoma, quizá después de su
muerte. En el
Corán, a lo largo de muchos suras, se lo designa como un «anunciador»,
un «advertidor»,
alguien que recuerda lo que está en las escrituras ya existentes. Su
misión
como «enviado» consiste en esa tarea.
En efecto, en la
terminología coránica
utilizada para designar y, sobre todo, autodesignarse el predicador
identificado como Mahoma, encontramos los vocablos «anunciador» y
«advertidor»,
o ambos unidos por la conjunción copulativa «y»:
– «anunciador» solo: 3 veces
(antes
de la hégira).
– «advertidor» solo: 40
veces (38
antes de la hégira y 2 después).
– «anunciador y advertidor»:
16
veces (9 antes y 7 después de la hégira).
Así que suman, en el Corán,
un total
de 19 veces «anunciador» y 56 veces «advertidor». En conjunto, 75
incidencias,
de las cuales a Mahoma se refieren 29 en total. Veamos:
– como «anunciador» solo:
ninguna.
– como «advertidor»: 19 veces (17 antes de la hégira y 2 después).
– como «anunciador y
advertidor»: 10
veces (6 antes y 4 después).
De esas 29 menciones
referidas a
Mahoma como «advertidor», 23 son anteriores a la hégira y nada más que
6
posteriores. Esto muestra que esta designación se va abandonando con el
tiempo:
va dejando de advertir para pasar a la acción y mandar. A pesar de
todo, quizá lo
más significativo es que, en 19 de esas 29 menciones, lo que se hace es
insistir
en que el predicador es únicamente anunciador y advertidor (17
veces
antes y 2 después de la hégira), que él se limita a recordar lo que ya
estaba de
antemano en las escrituras judías. Por ejemplo:
«Yo no soy más que un
advertidor y
un anunciador para las gentes que creen» (Corán 39/7,188).
«No adoréis más que a Dios.
Yo soy
para vosotros, de su parte, un advertidor y un anunciador» (Corán
52/11,2).
Y la voz trascendente de
aquel que,
en plural mayestático, dice que lo envía se lo repite una y otra vez al
mismo
interesado:
«No te hemos enviado más que
como
anunciador y advertidor» (Corán 42/25,56).
«Te hemos enviado con la
verdad,
como anunciador y advertidor» (Corán 43/35,24). Igual en: 87/2,119.
«Y no te hemos enviado más
que como
anunciador y advertidor» (Corán 50/17,105).
«No enviamos a los enviados
más que
como anunciadores y advertidores» (Corán 55/5,48; igual en Corán
69/18,56).
«No te hemos enviado para
todos los
humanos más que como anunciador y advertidor» (Corán 58/34,28).
«¡Oh profeta! Te hemos
enviado como
testigo, anunciador y advertidor» (Corán 90/33,45).
«Te hemos enviado como
testigo,
anunciador y advertidor» (Corán 111/48,8).
O bien, en
otros pasajes, la misma idea se reitera en tercera persona, utilizando
la misma
fórmula, pero puesta en boca de un narrador del texto, un tercero
totalmente
desconocido, ya que, por lo que dice, no es Dios, ni tampoco Mahoma:
«Luego Dios ha suscitado a
los
profetas como anunciadores y advertidores. Él ha hecho descender con
ellos el
libro con la verdad» (Corán 87/2,213).
«Pero os ha venido un
anunciador y
un advertidor» (Corán 112/5,19).
«No le incumbe al enviado
más que la
comunicación manifiesta» (Corán 102/24,54).
Sin embargo, pudiera ocurrir
que,
para el exegeta musulmán, esa delimitación tan clara de la misión
mahomética haya
sido «abrogada», exigiendo mucho más que la mera predicación (de la
forma más
radical, con el versículo de la espada: 113/9,5).
Lo cierto es que, al
analizar el
papel que se le atribuye de ser anunciador y advertidor en las suras
poshegíricas,
se observa, en los versículos concernidos, un deslizamiento de
significación.
En dos de ellos se repite que es solamente un advertidor, mientras que
en los
restantes no solo se afirma que ha sido enviado con la verdad, sino que
asume
nuevas funciones, puesto que se añade que ha sido constituido como
testigo
contra los hipócritas y los asociadores, y como enviado para llevar el
mensaje
a las «gentes del libro» (Corán 112/5,19). Aquí se yergue una figura
dotada de
poder en primera persona, que, además, ya no se limita a predicar a los
árabes,
sino que interpela a los judíos.
Antes de ese encumbramiento
del
profeta en Yatrib/Medina, cuando predicaba en La Meca y solo pretendía
ser
reconocido como anunciador y advertidor, tropezó con una fuerte
resistencia por
parte de los que el Corán llama «desmentidores», que lo acusan incluso
de ser
un falsario, de estar loco, «poseído por un genio». Esta expresión
aparece 16
veces en el Corán, siempre en capítulos antehegíricos, en su mayor
parte refiriéndose
a Mahoma y con el fin de rechazar tales acusaciones:
«Y decían: ‘¿Vamos a dejar a
nuestros dioses por un poeta poseído por un genio?’» (Corán 56/37,36).
«Predica, pues, porque, por
la
gracia de tu Señor, no eres un adivino ni un poseído por un genio»
(Corán
76/52,29).
Es comprensible que las
resistencias
con las que tropezaba la proclama de Mahoma le exigieran un duro
esfuerzo, y
seguramente debió vencer también sus propias dudas y escrúpulos a la
hora de cargar
con su misión. Hay pruebas de que tuvo momentos de desesperación,
aunque debió
superarlos, según lo que luego sucedió. La biografía de Ibn Hisham
cuenta cómo
llegó a sentir tanta desazón que, varias veces, estuvo tentado con la
idea de
suicidarse, y hasta hizo planes para despeñarse por el tajo de una
montaña:
«Subiré a la cima de la
montaña y me
arrojaré al abismo para matarme y hallar el descanso. Así que me
dispuse a
hacerlo y entonces, cuando estaba a medio camino en la montaña, escuché
una voz
desde el cielo que decía: '¡Oh, Mahoma! Tú eres el enviado de Dios y yo
soy
Gabriel'» (Ibn Hisham, La vida de Muhammad, 2015, parte I,
sección 153,
pág. 126).
En fin, Mahoma en los
primeros años
de su labor pública, se presentaba como mero anunciador y advertidor de
las
escrituras ya reveladas a Moisés y Jesús. Pero, en las suras de su
segunda
época, pasó a convertirse en el enviado y el «profeta» político que
tenía el
deber de imponer la «verdad», de manera que se constituyó como un jefe
autoritario
que exigía obediencia y ejercía el poder por todos los medios de
persuasión y de
constreñimiento.
La idea de
que Dios envía, es decir, el verbo enviar y los
sustantivos derivados, se remacha obsesivamente en el Corán, hasta un
total de
600 veces. El término «enviado» (o su plural) se contabiliza hasta 370
veces a
lo largo del texto.
En los 86 capítulos
anteriores a la hégira, encontramos 150
incidencias:
– «enviado»
(en singular): 66 veces; de ellas, como mucho, 13
referidas a Mahoma.
– «enviados»
(en plural): 84 veces.
Entre la
palabra en plural y el término en singular con sentido
genérico, suman 108 veces. En las restantes, aparte de las 13 relativas
supuestamente a Mahoma, algunas oscuras (dos de ellas interpoladas:
Corán
39/7,157-158), el enviado es Moisés (12 veces), Noé, Abrahán, Ismael,
Lot,
Elías, José, Jonás, el Mesías, Salih el tamudeo, Hud el adita y Suaib
el
madianita, mencionando a todos ellos por su nombre. Resulta muy
extraño, como
ya he señalado, que el Corán mencione por su nombre a esos otros
enviados, y
nunca diga el nombre propio del enviado a los árabes, supuestamente
Mahoma.
Por otro
lado, la afirmación de que Mahoma es
el enviado a los árabes por la misericordia de Dios, «para
que adviertas a un pueblo al que no ha venido ningún advertidor antes
de ti»
(Corán 49/28,46), pone en evidencia una de tantas contradicciones
con las
que tropezamos en el Corán. El mismo libro nos demuestra que no se
trata del
primer profeta de los árabes, puesto que evoca tres reinos árabes, que
existieron cerca de Petra, a los que Dios había enviado un profeta. En
efecto,
al pueblo de Tamud (el reino nabateo), mencionado 24 veces en el Corán,
fue
enviado el profeta Salih. Al pueblo de Ad (Edom), aludido 23 veces, fue
enviado
el profeta Hud. Y al pueblo de Madián, citado 7 veces, fue enviado el
profeta
Suaib (cfr. Gibson 2011). En cambio, ningún versículo del Corán dice
que Mahoma
fuera enviado a La Meca.
«¡Mi Señor
sea exaltado! Yo no soy más que un humano, un enviado»
(Corán 50/17,93).
«Ha venido a
ellos un enviado de los suyos, y ellos lo han decepcionado»
(Corán 70/16,113)
Pasemos ahora
a los 28 capítulos posteriores a la hégira,
donde encontramos 215 incidencias del designativo «enviado», en las que
se da
un aumento exponencial de su aplicación a Mahoma:
- «enviado»
(en singular): 175 veces; de ellas, 153 referidas a
Mahoma.
- «enviados»
(en plural): 40 veces.
El término en
singular, aparte de a Mahoma, se refiere 7 veces a
Jesús, y una vez a Abrahán, mientras que presenta un sentido genérico
en 14
ocasiones. Aquí, aunque sigue sin pronunciarse su nombre, la presencia
del que
se sobreentiende que es Mahoma resulta ubicua como enviado, y se ve
complementada además con la designación como «profeta». Haría falta
efectuar un
análisis más cualitativo de las atribuciones que se asocian con el
papel de
enviado de Dios, pero lo dejamos pendiente por el momento. Basten
algunos
ejemplos y subrayar dos aspectos nuevos: la proposición de Mahoma como modelo
para sus seguidores, la autoridad exhibida por al enviado para
reclamar
obediencia.
«Tenéis en el
enviado de Dios un buen modelo para el que espera en
Dios y en el último día, y se acuerda mucho de Dios» (Corán 90/33,21).
«Obedeced a
Dios y obedeced al enviado» (Corán 108/64,12).
La vinculación
entre Dios y el enviado acaba desempeñando
un cometido fundamental de legitimación. Si concedemos que,
efectivamente, el
enviado es Mahoma, entonces el tándem de Dios y su enviado, o el
enviado de
Dios, repetido unas 90 veces en la época poshegírica, llega a instaurar
una
asociación tan estrecha de Dios con Mahoma que este último quedó
entronizado
como objeto de fe. Antes de la hégira, si descartamos las
interpolaciones
ulteriores, queda un único caso donde se asocia a Dios y su enviado:
«El que
desobedezca a Dios y a su enviado tendrá el fuego de la gehena, donde
estarán
eternamente, para siempre» (Corán 40/72,23).
En cambio,
aunque ausente prácticamente en las suras
antehegíricas, la expresión del nexo «Dios y su enviado», o «Dios y el
enviado»,
abunda mucho en época posterior a la hégira, a partir del capítulo 87
en orden
cronológico, repitiéndose en total 57 veces. ¿Con qué finalidad? De
ellas:
– se exige
obediencia o actos de entrega al enviado: 38 veces.
– se amenaza
con castigos al que desobedece al enviado: 19 veces.
Cabe entender
claramente que, cuando se asocia de manera tan explícita
a Dios y su enviado, es con un objetivo. El nexo acaba siendo, en su
significado concreto, como una sustitución de Dios por el enviado:
«El que
obedece al enviado, ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80).
En el plano
de la realidad, queda demostrado que se ha puesto a
Dios en función del enviado (no a la inversa, como parecería en el
plano
ideológico), puesto que la acción práctica conexa remite al enviado y
va
destinada a reforzar la autoridad de este último, como legislador y
juez al que
los creyentes deben someterse, y como comandante supremo que los
recluta para
la guerra en el camino de Dios. A los sumisos les promete la victoria,
el botín
y grandes premios. Al mismo tiempo que a los discrepantes y opositores
los
amenaza con toda clase de descalificaciones invectivas y tremendos
castigos.
Sobre estos desarrollos de carácter mahometocéntrico, que sitúan al
enviado en
el centro de la escena, hay una enormidad de citas:
«Si no lo
hacéis,
entonces recibid el anuncio de una guerra de parte de Dios y su
enviado» (Corán
87/2,279).
«Te preguntan
por el
botín. Di: 'El botín es de Dios y de su enviado'. Temed, pues, a Dios,
manteneos en paz, y obedeced a Dios y a su enviado. Si sois creyentes»
(Corán
88/8,1).
«Es que han
estado en
disensión con Dios y su enviado. El que está en disensión con Dios y su
enviado... Dios castiga severamente» (Corán 88/8,13).
«¡Vosotros
que habéis
creído! Obedeced a Dios y a su enviado, y no le volváis la espalda»
(Corán
88/8,20; también 101/59,4).
«Obedeced a
Dios y a su
enviado, y no discutáis» (Corán 88/8,46).
«Cuando los
hipócritas y
los que tienen una enfermedad en sus corazones dicen: '¡Dios y su
enviado no nos
han prometido más que engaños'» (Corán 90/33,12).
«Cuando los
creyentes
vieron a los coligados, dijeron: 'Esto es lo que Dios y su enviado nos
ha
prometido, y Dios y su enviado son verídicos'» (Corán 90/33,22).
«Aquella
entre vosotras
que se entrega a Dios y a su enviado, y hace una buena obra, le daremos
dos
veces su recompensa» (Corán 90/33,31).
«Elevad el
rezo, pagad el
tributo, y obedeced a Dios y a su enviado» (Corán 90/33,33; igual en
105/58,13).
«Cuando Dios
y su enviado
han decidido sobre un asunto, ni el creyente ni la creyente tienen
opción en
ese asunto. Quien desobedece a Dios y a su enviado está extraviado con
un extravío
manifiesto» (Corán 90/33,36).
«Los que
hacen daño a
Dios y su enviado, Dios los ha maldecido en la vida de acá y en la otra
vida. Y
les ha preparado un castigo humillante» (Corán 90/33,57)
«El que
obedece a Dios y
a su enviado ha obtenido un gran éxito» (Corán 90/33,71).
«Al que
obedece a Dios y
a su enviado, él lo hará entrar en jardines bajo los cuales correrán
arroyos,
donde estarán eternamente. (…) Al que desobedece a Dios y a su enviado,
y
transgrede sus normas, él lo hará entrar al fuego, donde estará
eternamente»
(Corán 92/4,13-14; también 111/48,17).
«El que sale
de su casa,
para emigrar hacia Dios y a su enviado, y lo alcanza la muerte, su
recompensa
estará a cargo de Dios» (Corán 92/4,100).
«¡Vosotros
que habéis creído! Creed en Dios, en su enviado, en el
libro que ha hecho descender sobre su enviado y en el libro que hizo
descender
anteriormente» (Corán 92/4,136).
«Creed en
Dios y en su enviado, y gastad de lo que él os ha legado»
(Corán 94/57,7).
«¡Vosotros
que habéis creído! Temed a Dios y creed en su enviado»
(Corán 94/57,28).
«Los
emigrados a los que
se ha hecho salir de sus hogares y sus fortunas (…) para auxiliar a
Dios y a su
enviado» (Corán 101/59,8).
«Los
creyentes son solamente aquellos que han creído en Dios y en
su enviado» (Corán 102/24,62).
«Dicen:
'Hemos creído en
Dios y en el enviado, y hemos obedecido', pero luego, un grupo de ellos
vuelve
la espalda» (Corán 102/24,47).
«El que
obedece a Dios y
a su enviado, tiene miedo de Dios y lo teme» (Corán 102/24,52).
«Esto para
que creáis en
Dios y en su enviado. Estas son las normas de Dios. Los que no creen
tendrán un
castigo doloroso» (Corán 105/58,4).
«Los que se
oponen a Dios
y a su enviado serán abatidos como fueron abatidos otros antes que
ellos»
(Corán 105/58,5).
«Los que se
oponen a Dios
y a su enviado, esos estarán entre los más humillados» (Corán
105/58,20).
«No
encontrarás a gente
que crea en Dios y en el último día y que tengan afecto a quienes se
han
opuesto a Dios y a su enviado, aunque sean sus padres, sus hijos, sus
hermanos
o su tribu» (Corán 105/58,22).
«Esto para
que creáis en Dios y en su enviado» (Corán 105/58,4).
«Los
creyentes son solamente aquellos que han creído en Dios y en
su enviado, luego no han dudado, y han luchado con sus fortunas y sus
personas
en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).
«¡Vosotros
que habéis
creído! No vayáis por delante de Dios y su enviado. Temed a Dios»
(Corán
106/49,1).
«Si obedecéis
a Dios y a
su enviado, no menoscabará nada vuestras obras» (Corán 106/49,14).
«Son
creyentes solamente
los que han creído en Dios y en su enviado, luego no han dudado, y han
luchado
con sus fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).
«Creed en
Dios, en su enviado y en la luz que hemos hecho
descender» (Corán 108/64,8).
«Creed en
Dios y en su
enviado, y luchad en el camino de Dios con vuestras fortunas y vuestras
personas. Es mejor para vosotros» (Corán 109/61,11).
«Te hemos
enviado como
testigo, anunciador y advertidor, para que creáis en Dios y en su
enviado»
(Corán 111/48,8-9).
«Quien no ha
creído en
Dios y en su enviado… Hemos preparado para los que no creen una
hoguera» (Corán
111/48,13).
«La
retribución de los
que guerrean contra Dios y su enviado, y que se dedican a corromper en
la
tierra, es que sean matados, o crucificados, o que les sean cortados
las manos
y los pies opuestos, o que sean desterrados del país. Tendrán esto como
ignominia en la vida de acá. Y tendrán en la otra vida un gran castigo»
(Corán
112/5,33).
«El que se
alíe con Dios,
con su enviado y con los que han creído... La coalición de Dios será la
vencedora» (Corán 112/5,56).
«Un resguardo
por parte
de Dios y su enviado con respecto a los asociadores con los que habéis
hecho un
pacto» (Corán 113/9,1).
«Un anuncio a
los humanos
de parte de Dios y de su enviado, en el día de la gran emigración:
'Dios y su
enviado están en paz con los asociadores'» (Corán 113/9,3). Abrogado
por
113/9,5.
«¿Cómo habrá
para los
asociadores un pacto por parte de Dios y de su enviado, salvo aquellos
con los
que habéis hecho un pacto junto al santuario prohibido?» (Corán
113/9,7).
«Si amáis a
vuestros
padres, vuestros hijos, vuestros hermanos, vuestras esposas, vuestra
tribu, las
fortunas que habéis adquirido, un negocio cuyo declive teméis y las
viviendas que
os agradan, más que a Dios, su enviado y la lucha en su camino,
entonces
aguardad hasta que venga Dios con su orden» (Corán 113/9,24).
«Combatid
contra los que
no creen ni en Dios ni en el último día, que no prohíben lo que Dios y
su
enviado han prohibido, y no profesan la religión de la verdad, entre
aquellos a
los que se les dio el libro, hasta que paguen el tributo con su mano y
en
estado de desprecio» (Corán 113/9,29).
«Si no es el
hecho de que
no hayan creído en Dios ni en su enviado, no hacen el rezo sino como
perezosos,
y no pagan sino a disgusto» (Corán 113/9,54).
«Si solamente
aceptaran
lo que Dios y su enviado les han dado, y dijeran: 'Dios nos basta. Dios
nos
dará su favor, lo mismo que su enviado'» (Corán 113/9,59).
«Os juran por
Dios para contentaros.
Pero Dios y su enviado tienen más derecho a que los contenten. ¿No
saben que el
que se opone a Dios y a su enviado tendrá el fuego de la gehena, donde
estará
eternamente?» (Corán 113/9,62-63).
«¿Es que
ridiculizáis a
Dios, sus signos y su enviado?» (Corán 113/9,65).
«Los
creyentes y las
creyentes son aliados unos de otros. Ordenan lo conveniente, prohíben
lo reprobable,
acuden al rezo, pagan el tributo, y obedecen a Dios y a su enviado»
(Corán
113/9,71).
«Se han
desquitado solo
porque Dios, así como su enviado, los ha enriquecido concediéndoles su
favor. Si
se arrepienten, será mejor para ellos» (Corán 113/9,74).
«Aunque pidas
perdón para
ellos setenta veces, Dios no los perdonará jamás, porque no han creído
en Dios
y en su enviado» (Corán 113/9,80).
«No han
creído en Dios y
en su enviado, y han muerto como unos perversos» (Corán 113/9,84).
«Creed en
Dios y combatid
junto con su enviado» (Corán 113/9,86).
«Y los que
decepcionan a
Dios y a su enviado se han quedado en casa. Un castigo doloroso
alcanzará a los
que no han creído de entre ellos. (…) No hay problema para los débiles,
ni para
los enfermos (…) si son sinceros con Dios y su enviado» (Corán
113/9,90-91).
«Dios y su
enviado juzgarán
vuestra obra» (Corán 113/9,94).
«Los que han
tomado un
santuario para el perjuicio, la increencia y la separación entre los
creyentes,
y como guarida para quien había guerreado contra Dios y su enviado
anteriormente» (Corán 113/9,107).
En fin, toda
esta avalancha de citas demuestra hasta qué punto el
Corán vincula íntimamente a Dios y su enviado. Así se remarca también
en dos
ocasiones, en las últimas suras según el orden cronológico, cuando el
discurso se
dirige a gentes de fuera, quizá no árabes, o tal vez enemigos, en
cualquier caso
no creyentes, que son llamados a unirse a la causa, esto es, al bando
donde
están Dios, su enviado y los creyentes:
«El que se
alía con Dios, su enviado y los que han creído» vencerá
(Corán 112/5,56).
«[Si se
arrepienten y pagan…] Hacedlo, y Dios, su enviado y los
creyentes verán vuestras obras» (Corán 113/9,105).
Al mirar
panorámicamente el Corán, vemos cómo, a lo largo de las suras, el
personaje
innominado ofrece una doble cara, o, mejor, evoluciona de una a otra:
primero, se
presenta como predicador que advierte del día del juicio y, luego, se
convierte
en jefe político y militar, que reclama obediencia ciega y convoca a la
guerra
escatológica, espada en mano.
Su inspiración procede de
Moisés, el
personaje que más destaca y al que más extensión se le dedica en el
Corán.
Moisés, como caudillo que libera a su pueblo y lo conduce hacia la
conquista de
la tierra prometida, aparece como el profeta por antonomasia, aunque
llamarlo
profeta no concuerde mucho con la Biblia. En la edición y redacción del
texto
coránico, se detectan no pocos episodios atribuidos a Mahoma, pero que
deben
leerse como episodios de Moisés, según muestra Fred M. Donner (2010).
Por
ejemplo, Corán 88/8,41: el día de la liberación y el encuentro de los
dos
ejércitos, que la tradición identifica como la batalla de Badr, debía
referirse
originalmente a Moisés escapando del faraón.
La noción de «profeta», en
el Corán, no equivale del todo al
concepto del profeta bíblico. En general, la Biblia no sitúa a los
profetas en
el poder, sino más bien en actitud crítica frente al poder político.
Hubo algunas
excepciones, como Elías y Eliseo, en el siglo IX a. C., que guerrearon
y
derrocaron una dinastía para imponer otra. Pero lo típico es que los
grandes profetas
ofrezcan una resistencia no violenta a los abusos de poder, como
hicieron
Isaías, Jeremías, Ezequiel o Daniel. No sorprende que a ninguno de
estos
últimos se los mencione en el Corán, mientras que allí son relevantes
las
figuras de Elías (Corán 55/6,85; 56/37,123; con alusiones en otros
pasajes,
como la sura 74) y Eliseo (Corán 38/38,48; 55/6,86). Está claro que la
figura
coránica del profeta no solo profiere un mensaje de parte de Dios, sino
que es
un dirigente político que ejerce el poder en nombre de Dios. De ahí que
Moisés aparezca
como el principal prototipo de profeta en el Corán.
Ahora bien, lo que no encaja
en absoluto es meter a Jesús en
semejante molde, como ocurre en el Corán, pues esto representa una
grave tergiversación
de todo lo que conocemos sobre su vida.
En cuanto a Mahoma, no
sabemos con certeza si él mismo se proclamó
profeta. La categorización específica de Mahoma como «profeta» (nabí),
exaltado
y mitificado como tal, parece haber sido póstuma. En su vida, investido
de una
mentalidad nazarena radical, actuó como caudillo apocalíptico militar,
creyendo
que la Hora ya había llegado y que él iba a ser protagonista del último
Día.
Empezó a eliminar a todo el que se le oponía y se lanzó a la guerra de
conquista, hasta morir no se sabe muy bien cómo. Luego, muy
tardíamente, la
tradición musulmana lo engrandecerá como gran profeta guerrero. Los
biógrafos de
la corte exaltan sus gestas: cómo se enardecía en medio del fragor de
las
batallas, en el frenesí de las masacres y el acre olor de la sangre, el
relinchar de la caballería, los alaridos salvajes de la soldadesca, las
apocalípticas jaculatorias de «solo Dios es grande», los lamentos de
los abatidos,
los chasquidos de espadas y cimitarras, y no descansaba hasta haber
culminado
la terrorífica sarracina con el degüello de los rendidos renuentes a
convertirse
y la esclavización de sus mujeres e hijos (véase la biografía de Ibn
Hisham).
Si atendemos a la división
cronológica de los capítulos coránicos,
ya hemos señalado que, durante la primera época se habla de él
fundamentalmente
como «anunciador y advertidor» y, en menor medida, como «enviado». Solo
en el
período de la hégira se le llama a Mahoma «profeta». Literalmente, la
palabra profeta,
o profetas, suman 75 apariciones en el Corán:
– En suras antehegíricas: 17
veces (3 plural; 14 singular), pero ninguna
de ellas se refiere a Mahoma.
– En suras poshegíricas: 58
veces (19 plural; 39 singular); entre
ellas, están las 30 referidas a Mahoma.
Así pues, está claro que el
término «profeta» no siempre remite a
Mahoma. En las 86 suras anteriores a la hégira, contabilizamos que el
vocablo
sale 14 veces (nombrando a Moisés, Aarón, Abrahán, Isaac, Ismael,
Jacob, Idris,
Jesús); pero ninguna vez se llama profeta al predicador. Pues,
aunque es
verdad que hay una doble incidencia (Corán 39/7,157 y 158), que dice
«profeta
de los gentiles», constituye una expresión sin corroborar en ningún
otro
versículo y, probablemente, interpolada anacrónicamente en medio de un
relato
sobre Moisés. Por consiguiente, antes de la hégira nunca se emplea
«profeta» en
alusión a Mahoma.
Es en las 28 suras del
período posterior a la hégira, donde se le
aplica la designación de «profeta», hasta sumar 39 incidencias de la
palabra «profeta»
en singular (en sentido genérico y mencionando a Samuel, Juan Bautista
y
Abrahán). A Mahoma, sin nombrarlo, se refiere en 30 casos,
supuestamente, en
trece de los cuales presenta la forma de interpelación directa «¡Oh
profeta!».
Ahora bien, más interesante
aún que el número es averiguar con qué
se asocian las menciones a Mahoma, es decir, qué es lo que caracteriza
aquí la
actuación del profeta. Porque, si el calificativo no se la adjudica con
anterioridad, queda claro que solo se le otorga la categoría de profeta
tras la
hégira, esto es, en la época del profeta armado. Esto implica que el
concepto
de profeta no se limita a designar a aquel que amonesta en
nombre de
Dios, sino que adquiere un nuevo significado. El profeta es el que
asume el
poder político y militar, el que dirige la yihad, la guerra en el
camino de
Dios. Es necesario repasar lo que nos
especifican
los versículos pertinentes, para comprobar cómo se articula el relato
mítico
(ser enviado, ser profeta) con unas relaciones sociales bien
determinadas, que
alcanzarán un estatuto jurídico. Veámoslo de forma sumaria.
Por un lado, el Corán
insiste en que los profetas siempre
tropiezan con un enemigo y con frecuencia son perseguidos y hasta
matados
injustamente (Corán 87/2,61; 89/3,112; 89/3,181).
Por el contrario, ser
profeta en el caso de Mahoma pronto se
caracteriza por ser un personaje poderoso que persigue y que mata a sus
opositores, y convoca a la guerra contra los que no se someten, todo
ello como
cumpliendo un mandato divino: «¡Oh profeta! Incita a los creyentes al
combate»
(Corán 88/8,65).
El Mahoma profeta actúa como
un rey despótico sobre los creyentes
(Corán 90/33,6); no se le puede hablar con libertad (106/49,2). Hay que
someterse a su juicio (Corán 92/4,65; 102/24,51). Está prohibido
disentir de él
(Corán 92/4,115). Hay que prestarle juramento de lealtad (Corán
91/60,12).
El Mahoma profeta tiene
todos los derechos sobre sus esclavas y prerrogativas
con respecto a las mujeres creyentes, si quiere tomarlas por esposas
(Corán
90/33,50). El profeta se arroga regalías en el reparto del botín de
guerra y las
convierte en norma para sus sucesores (Corán 88/8,1; 88/8,41;
101/59,6-7).
El profeta tiene el deber de
guerrear contra quienes se nieguen a
seguirlo: «¡Oh profeta! Lucha contra los que no creen y los hipócritas.
Sé rudo
con ellos» (Corán 107/66,9; 113/9,73).
El profeta debe ser
implacable y no implorar perdón ni siquiera
por sus parientes que no hayan creído (Corán 113/9,113).
No cabe ninguna ambigüedad
en el retrato que el Corán dibuja del
anónimo predicador, anunciador, advertidor, enviado y, finalmente,
profeta.
Mahoma fusiona la figura de profeta y la de rey, en el sentido de
déspota
autocrático, que emula la imagen y semejanza de un Dios amo del mundo,
con el
que comparte la autoridad para dominar, legislar, premiar y castigar. A
sabiendas de que no es tanto autoridad moral, sino poder militar. Cabe
aventurar que la predicación de Mahoma no hubiera llegado a ser nada
perdurable, si no se hubiera impuesto con el filo de la espada y
consolidado
bajo la amenaza de la espada. El mismo «enviado de Dios» así lo
reconocía: «Sabed
que el paraíso está bajo las sombras de las espadas» (Al-Bujari 1997, libro 56, capítulo 22, hadiz número 2818).
No parece importar mucho que
en esa evolución se den por verídicas
unas aseveraciones históricamente erróneas o incoherentes, por ejemplo:
que Dios
había enviado a cada pueblo un profeta, que a los árabes no había
llegado hasta
entonces ningún enviado, que él era el primer enviado por Dios a los
árabes,
que los judíos y los cristianos habían alterado la Biblia, que Mahoma y
el
Corán están dirigidos a toda la humanidad.
Al analizar y comparar los
distintos pasajes, se nota la maniobra
tardía de encumbramiento de Mahoma, de la que se desprende que la
evocación de
los otros profetas resulte un falso reconocimiento. El Corán se apropia
de
ellos para utilizarlos como trampolín del profeta árabe. Pero, al
final, después
de haber comenzado por equipararlos, acaba descalificando a todos los
demás
profetas, y acusando a sus seguidores por falsear las escrituras
reveladas. La
tradición musulmana solo los entiende como precursores parciales del
mensaje
mahomético, de modo que interpreta que Mahoma es el profeta definitivo
y último,
y está por encima de todos, destinado a reemplazarlos. Aunque esto
contradice
otros pasajes coránicos. Al final, termina por imponer silencio a Dios,
que tras
Mahoma ya no hablará más, cuando antes lo había presentado enviando
profetas a
los diferentes pueblos, a lo largo de toda la historia.
Con toda seguridad, el
Mahoma
histórico no predicó un mensaje dirigido a todos los hombres. Durante
las
primeras décadas de expansión, los migrantes árabes conquistadores
reservaban
para sí sus típicas creencias, que ni siquiera formaban aún una
religión
diferenciada. Más tarde, cristalizó la denominación de islam y, solo
bajo el
poder de la dinastía abasí, el islamismo se abrió a los no árabes y
empezó a
verse como religión universal (cfr. Ohlig 2007). Solo entonces, la
concepción
islámica del mundo se constituyó en un sistema semiótico independiente
Las fuentes
clásicas del islam que
versan sobre la biografía y la historia de Mahoma trazan de él un
retrato como
héroe implacable y vengativo, un santo violento, que suele resultar
chocante
para toda sensibilidad que no sea musulmana.
Tal
como lo transmite Ibn Hisham, en ciertos pasajes de la Vida
del enviado de Dios,
Mahoma muestra en Medina un comportamiento violento en extremo: parece
haber
disfrutado matando a sus enemigos en el combate, o haciéndolos asesinar
en su
presencia una vez derrotados. En más de una ocasión, Ibn Hisham lo
describe
reunido con sus compañeros después de una batalla, haciendo bromas
macabras
sobre los muertos.
La
originalidad de Mahoma, que es tributario del monoteísmo judío, cuyo
gran
relato está contenido en la Biblia hebrea, no estriba en una nueva
aportación
teológica, sino en una adaptación de la Biblia a los árabes. Y si algo
peculiar
lo caracteriza es el sesgo que normaliza el odio y el asesinato
político como
parte integrante de la religión, en un momento histórico en que tanto
el
cristianismo como el judaísmo rabínico habían evolucionado en la
dirección
opuesta, más pacífica.
El Dios coránico
manda al profeta
combatir contra los que no crean e implantar el reino mesiánico por la
fuerza.
En coherencia, él mitifica y sacraliza la guerra, alardea de
acometividad y
reivindica el terror.
«Según Abu Huraira,
el enviado de Dios
dijo: ‘He sido enviado con las expresiones más breves que tienen el más
amplio
sentido, y yo he vencido por el terror (infundido en el corazón del
enemigo). Y
mientras dormía, me fueron traídas las llaves de los tesoros de la
tierra y
fueron puestas en mi mano’. Abu Huraira añadió: ‘El enviado de Dios
dejó el
mundo, y ahora sois vosotros los que extraéis esos tesoros’».
Esa afirmación «yo
he vencido
por el terror» no es una metáfora, sino que remite al Corán 3,151:
«Infundiremos
el terror en los corazones de los que no creen». Y remite al contexto
de la
actuación de Mahoma en una serie de casos notorios de su vida en los
que
liquida a sus oponentes. Remitimos a varios de ellos:
– El
asesinato de Umm Qirfa:
– El
exterminio de los Banu Quraiza en Yatrib:
– El
asesinato del pastor tuerto:
– El
asesinato del poeta judío Abu Afak:
– El
asesinato de Asma Ibn Marwan:
– La
lista negra de opositores mequíes eliminados:
– El
asesinato del jefe judío y poeta Kab Ibn Al-Ashraf:
– El
caso de Muhayyisa Ibn Masud y Huwayyisa:
– La
muerte de Kinana y como botín su esposa Safiya:
– La
mezquita de la oposición, violencia entre musulmanes:
Si es
cierto que, con el paso del tiempo, las religiones pueden propender a
alejarse
de su mensaje original, dando lugar de facto a abusos, prepotencia y
hasta
atrocidades, en el caso del islam, todo ese giro perverso aconteció muy
pronto,
ya en la vida y la persona del mismo fundador. En el período posterior
a la
hégira, los éxitos militares obtenidos al socaire de la teología
milenarista de
los nazarenos y el exaltado fervor de los sarracenos condujo a Mahoma a
encumbrarse a sí mismo conforme al modelo de Moisés, como caudillo, y
como
profeta enviado a los árabes. Pero, como atestiguan las fuentes, debió
sucumbir
a la tentación, puesto que en la práctica se caracterizó por el afán de
poder,
la intemperancia sexual, la codicia del botín, el odio a los enemigos y
una
despiadada crueldad en el empleo implacable de la espada contra todo el
que no
se le sometiera. Todo eso, santificado con la creencia de que así se
sirve a la
causa del reinado de Dios.
La fórmula «temed a Dios y
obedecedme a mí» se halla diez veces en
el Corán. En la sura 26, es como un estribillo que se repite hasta ocho
veces,
como si fuera un salmo responsorial. Ahora bien, ¿quién reclama
obediencia? La
reclaman estos personajes:
– Noé (Corán 47/26,108 y
110).
– Hud, profeta de los aditas
(Corán 47/26,126 y 131).
– Salih, profeta de los
tamudeos (Corán 47/26,144 y 150).
– Lot (Corán 47/26,163).
– Suaib, profeta de los
madianitas (Corán 47/26,179).
Aparte, hay otras dos
incidencias atribuidas a Jesús (Corán 63/43,63
y 89/3,50. Por lo tanto, la expresión «obedecedme a mí» no se pone
nunca en
boca de Mahoma, pero sí se repite que hay que obedecer al enviado.
La
sura 72 advierte de ello y hay otros 25 versículos poshegíricos que lo
recalcan
insistentemente. Aparte de los ya citados, leamos otros cuantos:
«Obedeced a Dios y al
enviado. Si
vuelven la espalda... Dios no ama a los descreídos» (Corán 89/3,32).
«Obedeced a Dios y al
enviado. Quizá
se os tenga misericordia» (Corán 89/3,132).
«Dirán: '¡Ojalá hubiéramos
obedecido a Dios y hubiéramos obedecido
al enviado!'» (Corán 90/33,66).
«No hemos mandado a ningún
enviado
sino para que sea obedecido, con el permiso de Dios» (Corán 92/4,64).
«Quienes obedecen a Dios y
al enviado, esos estarán con quienes
Dios ha agraciado entre los profetas, los veraces, los testigos y los
virtuosos»
(Corán 92/4,69).
«¡Vosotros que habéis
creído! Obedeced a Dios, obedeced al enviado,
y no hagáis vanas vuestras obras» (Corán 95/47,33).
«Di: 'Obedeced a Dios y
obedeced al enviado!' Si luego vuelven la
espalda...» (Corán 102/24,54).
«Elevad el rezo, pagad el
tributo, y obedeced al enviado. ¡Quizá
se os tenga misericordia» (Corán 102/24,56).
«Obedeced a Dios y obedeced
al enviado, y protegeos. Si volvéis la
espalda…» (Corán 112/5,92).
El mandato se recalca con
insistencia. Sin embargo, la
historiadora y arabista Jacqueline Chabbi sostiene que la obediencia a
Dios y a
Mahoma es un tema desarrollado tardíamente, y tiene un claro origen
califal
(cfr. Chabbi 1997).
Como
ya hemos indicado, en las 86 suras consideradas del período de La Meca
(610-622), el Corán presenta a Mahoma solo como predicador y
amonestador, cuyo
papel autodeclarado era anunciar a sus compatriotas árabes un mensaje
que no
era más que un recuerdo de la revelación hecha a Moisés en el Monte
Sinaí y a otros
profetas judíos, o madianitas, edomitas y nabateos.
Lo que
la tradición musulmana cuenta como huida de Mahoma y sus compañeros de
La Meca
a la ciudad oasis de Yatrib, supuestamente en 622, marcó el inicio de
una etapa
distinta, con un giro radical en el comportamiento y la doctrina
mahomética. Lo
podemos comprobar igualmente en el Corán. Al examinar los capítulos
coránicos
reordenados cronológicamente, y aunque este orden solo sea
aproximativo, vemos
cómo se despeja un trasfondo histórico subyacente al texto, en el que
se va
completando la estructura de la mitología coránica. Se percibe la evolución
del personaje, de su doctrina y sus gestas, a través de una
concatenación de
etapas, que configuraron el primitivo islamismo y culminaron, después,
en la teología
del imperio califal. Esta evolución quedó sedimentada en el texto en
forma de
una superposición de estratos de significación que se fueron agregando y a veces entremezclando a lo largo del tiempo:
1. El punto de partida
radica en la
creencia previa de que hay un Dios que manda enviados o profetas
suyos.
Esto justifica que los haya, y lo hace verosímil. Así, el Corán afirma
que Dios
ha enviado uno a cada nación (Corán 51/10,47; 70/16,36).
2. El Corán, por una parte,
menciona
por su nombre a varios profetas bíblicos y otros de la región
(tamudeos,
aditas, madianitas), y considera que todos son iguales, que no hace
«ninguna
distinción» entre unos profetas y otros (Corán 87/2,285; 89/3,84;
92/4,152).
3. Por otra parte, afirma
literalmente que Dios favorece a ciertos profetas más que a
otros y los
sitúa en un grado superior, por ejemplo, a David al darle los salmos
(Corán
50/17,55). Pero, sobre todo, el relato coránico concede la mayor
importancia y
extensión a Moisés con la Torá, y a Jesús con el Evangelio (Corán
87/2,253). Y
finalmente recuperó el personaje de Abrahán, con una interpretación que
le
atribuye la fundación de una religión primigenia y unos rollos
escritos, desde
luego al margen de toda evidencia histórica (Abrahán no aportó ningún
libro, ni
instauró una religión o una ley, ni podía ser «musulmán» en un sentido
propio).
4. Mahoma manifiesta que él
ha sido
enviado como profeta para los árabes, a los que repite una y
otra vez
que él viene a confirmar lo que había en los libros de la Torá y del
Evangelio
desde antes, por lo que él solo es un anunciador y advertidor de ellos
para el
pueblo árabe en lengua árabe.
«Así hemos hecho descender
un Corán árabe» (45/20,113; 53/12,2).
«Para que seas de los
advertidores en lengua árabe manifiesta»
(47/26,194-195).
«Para que adviertas a gentes
a quienes no ha venido ningún
advertidor antes de ti» (Corán 49/28,46).
«Así te hemos revelado un
Corán árabe, a fin de que adviertas a la
madre de las ciudades y a los que están alrededor de ella» (Corán
62/42,7)
«Tú no eres más que un
advertidor y cada pueblo tiene un dirigente»
(Corán 96/13,7).
5. En una fase ulterior,
investido
como enviado y profeta, Mahoma polemiza doctrinalmente con los
que no lo
creen, con los judíos y los cristianos, a quienes llega a acusar de
haber
falsificado sus libros sagrados, mientras que el Corán estaría
preservado de
toda falsificación (Corán 54/15,9). Para mayor ironía, lo que se puede
demostrar
históricamente es todo lo contrario, como se verá en el próximo
capítulo.
6. Al final, se postula a
Mahoma como el último profeta y
el único portador de la religión de la verdad, con la misión de
ganarse
como prosélitos a los árabes, pero también a la gente del libro (Corán
112/5,19), y al mundo entero (Corán 42/25,1; 58/34,28). Pero, cuando
dice: «¡Oh
humanos! Yo soy el enviado de Dios a todos vosotros» (Corán 39/7,158),
es un
versículo interpolado). En una sola ocasión, se le llama «sello de los
profetas»
(Corán 90/33,40); esto se analizará más adelante.
«La religión ante Dios es el
islam»
(Corán 89/3,19).
«Al que busque una religión
distinta
del islam, no se le tolerará» (Corán 89/3,85).
«Hoy he completado para
vosotros
vuestra religión (…) y he aprobado el islam como religión para
vosotros» (Corán
112/5,3).
7. En consecuencia, una vez
afianzado en el poder político-religioso, Mahoma se lanza a imponer esa
verdad
por la fuerza: polemiza contra las demás religiones y convoca a la
lucha contra
ellas, hasta que la religión de Alá prevalezca sobre toda otra, y
únicamente
quede la religión de Alá.
«Combatid hasta que no haya
más
subversión y que toda la religión sea de Dios» (Corán 88/8,39).
«Es él quien ha enviado a su
enviado
con la dirección y la religión de la verdad, a fin de que la haga
prevalecer
sobre toda otra religión» (Corán 109/61,9; 111/48,28; 113/9,33).
La
leyenda tradicional de la acción de Mahoma destruyendo los ídolos del
santuario
de La Meca para dejar un solo Dios, situada en el plano simbólico,
posee una
estructura homóloga con la destrucción de los poderes tribales para
imponer un solo
poder religioso, político y militar bajo su mando.
En la
cronología coránica, el protagonista de las suras adjudicadas al
período de
Medina se convierte en «profeta», con el significado de la autoridad
suprema de
un movimiento milenarista, que capitanea la guerra santa y legisla
sobre el
orden social, en función de presuntos mandamientos divinos, comunicados
en una
revelación de la que él se reserva la exclusiva. Por el mismo
procedimiento,
consagra sus privilegios en lo que respecta a las mujeres, las
riquezas, los
honores y el poder absoluto, tal como haría cualquier sátrapa oriental,
sin que
a los creyentes les parezca nada extraño.
La
instauración del aparato de poder musulmán consolidó la religión
política de
Mahoma, sustentada en una ideología, metamorfoseada en teología
califal, que acabó
de moldear el libro sagrado, y cuyos efectos podemos sintetizar en
algunos
rasgos sobresalientes:
– El
reforzamiento religioso de la política estimula una movilización de
carácter mesiánico
guerrero ofensivo.
– El
mesianismo coránico, o mahometismo, opera como una ideología de
conquista, o
sea, de anexión violenta, impulsada, tanto de facto como
doctrinalmente, por el
afán de obtener botín y dominio.
– Ese
mesianismo legitima la violencia en nombre de Dios, por medio de una
militarización de la fe y la teología, y una teologización de la
guerra, expresada
en el concepto de yihad (o combate en la senda de Alá).
– La
radicalización ideológica impone la intolerancia religiosa ante toda
resistencia al mensaje profético, como reflejan ejemplarmente las
historias de
la eliminación de las tres tribus judías de Yatrib. Más tarde, se
plasmaría en
la dimmitud como fórmula jurídica de sojuzgamiento y
explotación social
de los judíos y los cristianos en las tierras ocupadas.
– El
orden social descansa en la jerarquía, la desigualdad y la
discriminación de
las mujeres, y estas tienen obligación de someterse al hombre, como
seres
inferiores teológica y jurídicamente.
–El
sistema jurídico, sacralizado, genera codificaciones sumamente
ordenancistas, que
incluye un régimen penal muy represivo y bárbaro.
La
evolución de Mahoma y sus seguidores en la dirección reseñada conseguía
legitimarse
en virtud de la fe en que se trataba de la realización efectiva de lo
que, en
el plano imaginario, se anunciaba como el reino del Mesías. Pero, en el
plano
de la realidad social, lo que ocurría es que el paraíso y el infierno,
antes
confiados a Dios en la otra vida, se anticipaban ya en este mundo por
mano del
poder político-militar organizado por Mahoma y sus herederos los
califas. En
lugar del paraíso, el premio tangible se concretaba en el botín de
guerra, la
conquista de las tierras de otros y la explotación de los sometidos,
esclavos y
dimmíes. En vez del infierno, el castigo se ejercía cruelmente en la
guerra
contra los infieles y los disidentes. Las tierras arrebatadas, las
ciudades y
los campos, todo el reino, todo el imperio quedaban aherrojados bajo un
sistema
de teocracia califal, el orden islámico, que, pese a su barbarie
histórica,
presumía de estar divinamente revelado y ser, por ello, inmutable.
Todo
este proceso se puso en marcha a tenor de la deriva de Mahoma, desde el
proyecto de guerra milenarista predicado en los años de La Meca, hasta
su
puesta en práctica en los años de Medina. Esta transformación explica
el doble mensaje que encuentran en el Corán
algunos autores (cfr. Elorza 2008), incluidos pensadores musulmanes,
como el
teólogo sudanés Mahmud Muhammad Taha (cfr. Aldeeb 2018). Pero, no
parece convincente
que sean dos mensajes, sino simplemente la teoría y la práctica de un
único
mensaje mesiánico-milenarista en desarrollo.
Es innegable que el
islamismo acabó
dando origen a una nueva religión, independiente del judaísmo y el
cristianismo. Pero no fue ese su propósito inicial. Participaba de un
movimiento entre los muchos que agitaban el Cercano Oriente, en medio
de una
gran diversidad de iglesias, sectas y sinagogas. Hacia los años 740, el
doctor
de la Iglesia Juan Damasceno todavía consideraba el islamismo como una
herejía
cristiana. Si acudimos al Corán, es patente que se va agudizando la
confrontación con los judíos y los cristianos, suponemos que con los
judíos
rabínicos y con los cristianos de las grandes Iglesias. Pero la
posición más
cimentada es que el Corán desciende no con un nuevo mensaje, sino como
recordatorio y refrendo de lo que ya se había revelado. Y esta idea
recorre
todo el texto coránico.
En efecto, la aseveración de
que el
Corán, y por tanto Mahoma, no trae un mensaje nuevo, sino que confirma
las
escrituras que había antes de él, aparece claramente 14 veces en sus
páginas,
tanto en suras anteriores como en suras posteriores a la hégira.
– Antes de la hégira: 6
veces.
– Después de la hégira: 8
veces.
Leemos que lo
que se ha revelado en el Corán no es una fabulación, sino «una
confirmación de
lo que está antes de él» (Corán 43/35,31; 51/10,37; 53/12,111). Se dice
diáfanamente que es un libro que viene a confirmar en lengua árabe lo
que ya está
en «el libro de Moisés» (Corán 66/46,12; 66/46,30).
«Este es un libro que hemos
hecho
descender bendito, que confirma lo que está antes de él, a fin de que
adviertas…» (Corán 55/6,92).
En capítulos
poshegirianos, se hace una afirmación genérica de que cada enviado
viene con un
libro y una sabiduría que confirma lo que ya está ahí (Corán 89/3,81).
Se hace una
comparación con Jesús, quien con el Evangelio, en el que hay dirección
y luz,
confirmó «lo que estaba antes de él en la Torá» (Corán 112/5,46;
89/3,50;
109/61,6). Así hay que entender a Mahoma y el Corán: el libro que Dios
ha hecho
descender, viene a confirmar «lo que está con ellos», lo cual sugiere
que la
comunidad contaba con un ejemplar de la Torá o la Biblia hebrea (Corán
87/2,41;
87/2,89; 87/2,91; 87/2,97; 87/2,101; 89/3,3; 92/4,47).
«Hemos hecho descender a ti
el libro
con la verdad, que confirma lo que está antes de él en el libro que
predomina
sobre él» (Corán 112/5,48).
Este planteamiento de
reconocimiento
de las escrituras precedentes por parte de Mahoma, quien simplemente
recuerda
su mensaje, aparece corroborado también por la mención explícita y en
sentido
positivo de la Torá judía y el Evangelio cristiano; aunque
probablemente no
fuera la Biblia hebrea completa y ciertamente no eran los cuatro
evangelios,
sino una versión del Evangelio de Mateo recortada, propia de los
nazarenos. En
total, el Corán mienta la Torá 18 veces; y el Evangelio, 12 veces. De
esas
menciones, 8 utilizan la expresión «la Torá y el Evangelio», en
capítulos
posteriores a la hégira, con una sola excepción (en Corán 39/7:157).
Entre las
citas correspondientes están: Corán 89/3,48; 89/3,65; 112/5,66;
112/5,68;
112/5,110.
«Él ha hecho descender sobre
ti el
libro con la verdad, que confirma lo que está antes de él. Y él ha
hecho
descender la Torá y el Evangelio» (Corán 89/3,3).
Por último, en la sura
penúltima
cronológicamente, a propósito de la promesa divina de que los que
mueran en la
yihad irán al paraíso, se agrega «y el Corán» al rango de los otros dos
libros
sagrados:
«Una verdadera promesa para
él,
contenida en la Torá, el Evangelio y el Corán» (113/9,111).
Todo este discurso de la
continuidad
profética y revelatoria resulta perfectamente coherente con la
afirmación
mahomética de que él no es más que un enviado para advertir, recordando
y
traduciendo al árabe lo que ya estaba en los libros de Moisés y de
Jesús. Por
consiguiente, él no aportaba ningún nuevo mensaje. Solo una puesta en
práctica
del antiguo mesianismo en aquel contexto histórico del siglo VII.
«Exaltado sea
el que hizo viajar a su siervo,
de noche, desde el santuario prohibido al santuario lejano, cuyos
alrededores hemos
bendecido, a fin de hacerle ver algunos de nuestros signos. Él es el
que todo
lo oye, el que todo lo ve» (Corán 50/17,1).
Según
los musulmanes, Mahoma realizó un vuelo, guiado por el ángel Gabriel, a
lomos
de un jumento alado, con rostro de mujer y cola de pavo real, desde el
santuario prohibido (la mezquita Al-Haram) de La Meca al santuario
lejano (la
mezquita Al-Aqsa) de Jerusalén. Aterrizó en la explanada del templo,
donde dejó
marcada la huella de su pie sobre la roca, y desde allí habría
ascendido al
cielo, donde Dios le reveló el Corán.
Pero
sabemos que esa manera de manifestarse o revelarse el Corán aún no se
había especificado
a mediados del siglo VIII. Pues Juan Damasceno, en 746, recoge la
opinión común
entonces de que la revelación de Mahoma había tenido lugar durante el
sueño.
Algunos
coranólogos actuales sostienen que esta sura 17 se escribió
probablemente para
justificar la conquista de Jerusalén, en 637-638 (Leila Qadr). El
estrato más
antiguo del texto se refería, inspirado en una versión midrásica del
capítulo
19 del Éxodo, a la subida nocturna de Moisés al monte Sinaí, donde
recibió la
Torá (estrato A del texto). En
tal caso, el relato original de la subida de Moisés aparece luego
sobrescrito
con el «viaje nocturno» de Mahoma al santuario lejano de Jerusalén y su
subida
el cielo para hablar con Dios y recibir el Corán.
Pero, si
suprimimos del primer versículo la interpolación posterior, que desvía
el
protagonismo de Moisés a Mahoma, con esta rectificación, se recupera
una perfecta
coherencia entre el versículo primero y el segundo, que habla
precisamente de
Moisés. El texto queda así:
Dimos a
Moisés el libro, del que hicimos una dirección para los
hijos de Israel» (Corán 50/17,1-2).
Por tanto, el
«siervo» mencionado no es otro que Moisés,
cuando subió
al monte Sinaí para recibir la Ley. Esto demuestra que el primer
versículo
actual sufrió una interpolación tardía con la mención anacrónica de un
«santuario
lejano», en Jerusalén (estrato B superpuesto), supuestamente la
mezquita
Al-Aqsa. Asimismo, se alteró el significado, con el fin de encumbrar a
Mahoma
como profeta y dar carácter divino al Corán. Esta interpretación
encaja,
además, con el hecho de que el capítulo 17 se había titulado antes Los
hijos
de Israel, y no El viaje nocturno, un cambio que no deja de
ser
elocuente.
Más
aún, la leyenda del viaje nocturno de Mahoma no solo es inverosímil,
sino que
afirma cosas imposibles, porque entonces, en 622, cuando se supone que
tuvo
lugar el viaje, no existía ningún santuario en el monte del templo de
Jerusalén, donde solo había escombros. La construcción del Domo o
Cúpula de la
Roca no se inició hasta el año 692, por mandato del califa Abd Al-Malik
(reinó
685-705). Y la mezquita Al-Aqsa se edificó a partir de 710, en época de
Al-Walid I. Esto sugiere que la leyenda del viaje nocturno de Mahoma no
pudo
escribirse, ni estar en el Corán, antes de entrado el siglo VIII. Y
efectivamente, no consta en los manuscritos más antiguos.
El Corán poshegírico no solo
habla de un profeta, sino que hay una
aleya, única, un hápax, que la tradición interpreta como que Mahoma es
el
último de los enviados y el colofón de los profetas, el definitivo:
«Mahoma es (…) el enviado de
Dios y el sello de los profetas»
(Corán 90/33,40).
Esta mención de Mahoma es
probablemente un añadido posterior al
texto, según diversos análisis. Además, la misma pretensión de ser
«sello de
los profetas» no es original, pues ya se utilizó para Mani, el fundador
del
maniqueísmo, en el siglo III. Ya antes, la misma categoría se le había
aplicado
a Juan Bautista, como el último de los profetas (Mateo 11,13 y Lucas
16,16).
Por otro lado, podría
significar otra cosa, dado que la expresión «sellar
la profecía» o al profeta se encuentra en Daniel 9,24, donde tiene el
sentido
de llevar a cabo la profecía: el enviado la va a realizar. Y todavía
cabe otra
posibilidad: al leer el versículo a través del siroarameo, Christoph
Luxenberg
sostiene que la palabra no significa sello, sino testigo, de
modo que él
lo traduce como «testigo de los profetas» que lo habían precedido, algo
más
consistente con lo que se repite en el Corán. Finalmente, se podría
entender el
sello en el sentido del sello que empleaban los reyes para firmar sus
documentos: sería la rúbrica de lo dicho por los profetas.
La lectura musulmana del
«sello de los profetas», convertida en
doctrina que considera a Mahoma como el profeta último y definitivo,
implica
que ya no habrá más profetas, lo que determina que en el islam ya no
haya
profecía, ni se admita que pueda haberla. Después de Mahoma, nadie más
recibirá
mensajes de Dios, ni podrá decir una palabra en nombre de Dios. Hay que
entender que, gracias a que había profecía, Mahoma pudo ser profeta,
como otros
antes que él, en lugar de la pretensión un tanto irracional de que, por
ser
profeta Mahoma, ya nadie lo será nunca más, de modo que en adelante
Dios es
inaccesible, salvo por medio de la revelación de Mahoma. Lo cual
implica la
pretensión de privar a Dios de la libertad de enviar nuevos mensajeros.
Ciertamente,
los musulmanes acabaron diciendo sobre Mahoma mucho más de lo que él
dijo nunca
acerca de sí mismo.
Esta visión contrasta con la
del cristianismo, donde se admite el
don de profecía, donde hubo profetas itinerantes en los primeros
siglos, donde
desde el principio se destacó la venida, la comunicación y la
inhabitación del
Espíritu de Dios en todos y cada uno de los discípulos, junto a la idea
de que
la verdad completa está por llegar.
El islam se independizó como
nueva religión a medida que se
transformó en un mahometismo, mitificando al Mahoma histórico,
constituyéndolo en el profeta definitivo y prácticamente único. Esto
separó
finalmente a los musulmanes de los nazarenos. La sumisión a Dios se
ejercía,
desde entonces, como sumisión y obediencia a Mahoma. En su vida, Mahoma
había historificado
el mito mesiánico-milenarista; sus sucesores mitificaron la historia de
Mahoma,
que pasó a ser el modelo del creyente y hasta entró a formar parte de
la
fórmula de profesión de fe islámica.
El Jesús del Corán no
coincide en
absoluto con el Jesús de Nazaret de los evangelios, puesto que el
Corán, aparte
de rechazar su condición como Hijo de Dios (Corán 112/5,117), niega que
fuera
crucificado, muerto y resucitado (Corán 92/4,157). En cambio, presenta
a Jesús,
el hijo de María, como si fuera un profeta del islam, y como si hubiera
sido
enviado cual precursor de Mahoma. En efecto, la tradición musulmana
pretende
que la promesa de la venida de un paráclito, hecha por Jesús, se
refiere a
Mahoma. De modo que habría anunciado la llegada futura del profeta del
islam.
Esto lo apoyan en este versículo del Corán:
«Cuando Jesús, hijo de
María, dijo: '¡Oh, hijos de Israel! Yo soy
el enviado de Dios a vosotros, para confirmar lo que está antes de mí
en la
Torá, y para anunciar un enviado que vendrá después de mí, cuyo nombre
es
Ahmad'» (Corán 109/61,6).
«Entonces, si alguien os dice que
el Mesías está aquí o allí, no le hagáis caso. Pues surgirán falsos
mesías y
falsos profetas, que harán prodigios y portentos, hasta el punto de
engañar, si
fuera posible, a los elegidos» (Marcos 13,21-22).
«Surgirán
muchos falsos
profetas y engañarán a muchos» (Mateo 24,11; también Marcos 13,6 y
Lucas 21,8).
«Cuidado con
los profetas falsos, esos que se os acercan con piel
de oveja, pero por dentro son lobos rapaces» (Mateo 7,15).
«Amigos míos,
no deis fe a cualquier inspiración; sometedlas a
prueba para ver si vienen de Dios, pues ya han salido en el mundo
muchos falsos
profetas» (1 Juan 4,1).
«Es más,
llegará la hora en que todo el que os dé muerte piense
que da culto a Dios» (Juan 16,2).
En
conclusión, lo que Jesús anuncia y promete a sus discípulos no
es otra cosa que la venida del Espíritu Santo sobre ellos, igual que
había
venido sobre él, esto es, una inspiración interior y no ninguna ley
teocrática:
«El
paráclito, el Espíritu Santo, que el
Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo
que yo
os he dicho» (Juan 14,26).
«Cuando
llegue él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad
completa» (Juan 16,13). Y esta venida es la que se describe en el
relato del
mismo evangelista (Juan 20,22-23), así como en los Hechos de los
apóstoles
(Hechos 2,1-4).
El
fundador del islam es presentado a los creyentes musulmanes como el
modelo por
excelencia de hombre perfecto. Esto se apoya en la interpretación de un
texto
coránico que exhorta a imitar
al enviado, presuntamente Mahoma: «Tenéis, en el enviado de Dios, un
buen
modelo para todo el que espera en Dios y en el último día, y se acuerda
mucho
de Dios» (Corán 90/33,21). Algunos críticos señalan que este versículo es un retoque tardío del texto. La expresión «buen modelo» aparece solo un par de
veces más, referida a Abrahán y quienes iban con él (Corán 91/60,4 y 6).
Tal como lo pintan las
fuentes muslimes clásicas, el profeta
militar Mahoma era un individuo carismático, pero fanático y sensual,
cuya
principal pasión fue, sin duda, la guerra, potenciada por una ideología
milenarista.
El dogma de la
perfección ejemplar del profeta se
suele repetir de manera unánime y
beatífica, con tan escasa
reflexión que no se dan cuenta de cómo suena a sarcasmo, pues el
comportamiento
del personaje, observado en cualquier otro, sin duda sería calificado
de muy
poco edificante. Baste, como muestra de ceguera voluntaria, lo que
escribe el
marroquí Ahmed Abu Zayd, en el prefacio a su vida de Mahoma:
«La
excelente biografía del Profeta (la paz sea con él) ofrece lecciones de
una
elevada moral y rinde un gran servicio a la humanidad, porque es un
fiel
registro de la vida del Mensajero, un claro espejo de su nobles normas
morales,
sus costumbres, cualidades ideales, así como una fuente de luz hecha
descender
desde el cielo para mostrar a la humanidad el camino recto. Los
musulmanes, y
la gente en general, pueden encontrar en sus páginas el noble modelo de
la
perfección humana, encarnada en la vida de un hombre que realmente
caminó sobre
la tierra y realmente vivió entre la gente» (Abu Zayd 2003: 7).
Parece claro que
esta propuesta
paradigmática obedece al mecanismo antropológico de la mímesis, en el
sentido de
René Girard, mediante el cual se llega a hipostasiar como modelo a
imitar el
comportamiento de Mahoma. Pero esto, al hacerse de forma tan literal
como se
hace, prescribe al musulmán la abjuración de su libertad personal, en
aras de
un mimetismo gregario. En concreto, ser musulmán sería imitar a Mahoma,
literalmente ser mahometano, como exige el Corán. Sin embargo, eso ni
siquiera
es factible dentro de su propia lógica. Por ejemplo, ¿cómo imitarlo en
algo tan
fundamental como recibir de un ángel la palabra divina? Lo que se exige
resulta
imposible, entraña una contradicción. La explicación quizá sea que, en
realidad, lo que se pide no es imitación, sino obediencia: se
pide
obedecer al Mahoma mitificado, como a Dios, algo reiteradamente
explícito en
muchas otras aleyas. En consecuencia, no cabe la imitación, porque esta
postula
el hacerse iguales. Solo cabe la obediencia, actitud típica de
inferiores, de
criados y subalternos: en efecto, se exhorta a ser sumisos al buen
modelo.
En cualquier caso,
al postularse una
sumisión omnímoda al modelo, el resultado previsible será que se
arruinen las
posibilidades de desarrollo personal. En definitiva, si nos atenemos al
Corán,
el creyente no es libre más que para renunciar a su libertad, ni debe
razonar
más que para negar su propia racionalidad. Y ambas cosas, para
amoldarse e
inmolarse a una voluntad divina, cuya pretensión de estar revelada de
forma
literal e inmutable ata las manos tanto al hombre como a Dios.
No se sabe a ciencia cierta
cuántas esposas y concubinas tuvo. En las
páginas finales de la Vida del enviado de Dios, Ibn Hisham
ofrece la
versión de que Mahoma «se casó con trece mujeres» (Ibn Hisham 2015:
805-807). También
dice que, cuando murió, dejó nueve viudas: Aisha Ibn Abu Bakr, Sauda
Ibn Zamaa,
Zaynab Ibn Yahs, Umm Salama o Hind Ibn
Abu Umaya, Hafsa Ibn Omar, Umm Habiba o Ramla Ibn Abu Sufyan, Yuwayriya
Ibn
Al-Harit, Safiya Ibn Huyay, Maymuna Ibn Al-Harit. De modo que ya habían
fallecido Jadiya Ibn Juwaylid, Zaynab Ibn Juzayma, Asma y Amra.
Si
alguien siente curiosidad por la tradición sobre los matrimonios del
santo
profeta, puede consultar esta página de Al-Islam.org (consultado en
2021).
Algunas
historias resultan un tanto hiperbólicas, como las que aseguran que «un
profeta
tiene la potencia de cuarenta hombres, y Mahoma tenía la potencia de
cuarenta
profetas». El discurso hagiográfico tradicional sostiene que mantenía
relaciones con sus esposas por estricto turno, cada noche con una. A
todas
luces, todo esto forma parte del mito o la leyenda, pues varias fuentes
han
dejado constancia de las rivalidades y rencillas que había entre ellas,
así
como de la indisimulada inquina que las de mayor edad sentían contra
Aisha y
contra la esclava egipcia copta, llamada María, que dio a Mahoma un
hijo varón,
muerto en extrañas circunstancias.
A las
esposas de Mahoma se refieren varios pasajes coránicos, en los que se
les hacen
severas advertencias para que sean discretas, creyentes, devotas,
arrepentidas,
siervas de Dios y ayunantes (Corán107/66,1-5). Hay otras alusiones a
las
mujeres del profeta árabe, en las que se las llama madres de los
creyentes
(Corán 90/33,6); se les promete una gran recompensa si se portan bien,
o un
castigo doble si son deshonestas (Corán 90/33,28-34); cuando lleguen
visitas a
la casa, deben ocultarse detrás de una cortina, y cuando salen a la
calle deben
cubrirse con un manto (Corán 90/33,53-55 y 59).
El
profeta, aparte del derecho que posee sobre sus esclavas, goza de la
facultad para
contraer matrimonio, si él quiere, con toda mujer que se le ofrezca,
siempre
que él entregue la dote prescrita. A sus esposas puede llamarlas a su
lecho
según le parezca y hace bien así, mientras que ellas deben estar
contentas con
lo que él les dé (Corán 90/33,50-51).
«Cuando
Zayd había terminado con ella, te la dimos en matrimonio, a fin de que
no haya
ningún reparo para los creyentes en casarse con las esposas de sus
hijos
adoptivos, cuando estos han terminado el compromiso con ellas» (Corán
90/33,37).
Con todo, unos versículos
más abajo, Alá le impone un límite: «En
adelante no te está permitido tomar mujeres, ni cambiarlas por esposas,
aunque
te atraiga su belleza, a excepción de las esclavas que poseas» (Corán
90/33,52).
Todavía
más desconcertante, si cabe, parecerá la historia del matrimonio del
profeta
con Aisha, hija de su más veterano general y posterior califa, Abu
Bakr, si
hemos de creer la tradición, que en este caso sí cumple criterios de
historicidad, al menos el criterio de dificultad, el de discontinuidad
y el de
testimonio múltiple.
«Narrado por
Aisha: El profeta me desposó cuando yo era una niña
de seis años. Fuimos a Medina y permanecimos en la casa de Bani
al-Harith bin
Khazraj. Entonces me puse enferma y se me cayó el cabello. Más adelante
mi
cabello creció de nuevo y mi madre, Um Ruman, se me acercó mientras
estaba yo
jugando en un columpio con unas amigas mías. Me llamó y yo acudí a
ella, sin
saber lo que deseaba hacer conmigo. Me cogió de la mano y me hizo
aguardar a la
puerta de la casa. Me quedé sin aliento entonces y, cuando mi
respiración se
recuperó, ella tomó un poco de agua y me frotó con ella la cara y la
cabeza.
Luego me llevó dentro de la casa. Allí, en la casa, vi a unas mujeres
Ansari
[al servicio del profeta] que dijeron: ‘Los mejores deseos y la
bendición de
Dios y buena suerte’. Entonces ella me confió a ellas y ellas me
prepararon
(para el matrimonio). Inesperadamente, el enviado de Dios vino a mí por
la
mañana y mi madre me entregó a él. En ese momento yo era una niña de
nueve años
de edad» (Al-Bujari, Sahih, volumen 5, libro 58, hadiz nº 234).
«Narrado por
Aisha: Que el profeta se casó con ella cuando tenía
seis años y consumó su matrimonio cuando ella tenía nueve años, y luego
ella
permaneció con él durante nueve años (esto es, hasta la muerte de él)»
(Al-Bujari, Sahih, volumen 7, libro 62, hadiz nº 64).
«Narrado por
Aisha: Que el profeta se casó con ella cuando tenía
seis años y consumó su matrimonio cuando ella tenía nueve años. Hisham
dijo: ‘He
sido informado de que Aisha permaneció con el profeta durante nueve
años (esto
es, hasta la muerte de él)’, lo que conoces por el Corán [de memoria]»
(Al-Bujari, Sahih, volumen 7, libro 62, hadiz nº 65).
«Narrado por
Ursa: El profeta firmó (contrato de matrimonio) con
Aisha cuando ella tenía seis años de edad y consumó su matrimonio con
ella
cuando tenía nueve años, y ella permaneció con él durante nueve años
(esto es,
hasta la muerte de él)» (Al-Bujari, Sahih, volumen 7, libro 62,
hadiz nº
88).
Otro aspecto
escasamente ejemplar, y que refuerza lo establecido
en el Corán sobre el trato a la mujer (92/4,34), se encuentra en el
relato de
cómo el profeta del islam golpeó a su joven esposa. Las relaciones
matrimoniales
entre Mahoma y Aisha distaron mucho de cualquier idealización
hagiográfica. En
efecto, en cierta circunstancia, el profeta la castigó dándole un golpe
doloroso en el pecho:
«Muhammad ibn
Qays dijo un día: '¿Queréis que os cuente bajo mi
autoridad y la de mi madre?' Nosotros pensamos que se refería a la
madre que lo
engendró. Pero dijo: Aisha dijo: '¿Queréis que os cuente sobre mí y el
enviado
de Alá?' Dijimos: 'Sí'. Ella dijo: 'Cuando llegó la noche en la que el
profeta
solía estar conmigo, él se dio la vuelta y se quitó su manto, se sacó
los
zapatos y los puso cerca de sus pies, extendió un extremo de su vestido
sobre
la cama acostándose sobre ella hasta que pensó que yo estaba dormida.
Entonces
tomó despacio su manto y se puso los zapatos lentamente, abrió la
puerta, salió
y la cerró suavemente. Yo me cubrí la cabeza, me puse mi chal, me
envolví con
mis ropas y seguí sus pasos hasta que llegó al Baqui [cementerio de la
gente de
Medina], donde se detuvo de pie durante largo tiempo, luego levantó sus
manos
tres veces, luego volvió y yo también volví, apresuró sus pasos y yo
apresuré
los míos, corrió y yo también corrí, entró (a la casa) y yo también lo
hice,
pero antes que él. Cuando me acostaba en la cama, entró y dijo: ‘¿Qué
pasa
contigo? ¡Aisha! ¡Estás agitada!’ Dije: ‘No pasa nada’. Dijo:
‘Infórmame o me
informará el Sutil, el Sabedor’. Dije: ‘¡Enviado de Alá! ¡Que mi padre
y mi
madre te sirvan de rescate!’ Y le conté toda la historia. Dijo:
‘¿Entonces tú
eras esa sombra que vi frente a mí?’ Dije: ‘Si’. Entonces me golpeó en
el pecho
causándome dolor, y luego dijo. ‘¿Piensas que Alá y su enviado serían
injustos
contigo?’ Dije: ‘Lo que sea que la gente oculte Alá lo sabe’» (Muslim, Sahih,
Libro de los funerales, capítulo 35, hadiz 2256; en la versión
española, aquí
citada: Libro de los funerales, capítulo XXX, hadiz 2127).
Por último, parece oportuno
señalar la
existencia de una apologética musulmana que trata, por todos los
medios, de
ocultar o desmentir estos hechos de la vida de Mahoma, atestiguados por
las
fuentes islámicas más acreditadas. Tal apologética, sin embargo, es
desmentida
por otros muslimes, como se puede comprobar en WikiIslam.net, Respuestas
a
la apologética sobre Mahoma y Aisha (consultado en 2021).
Estas nupcias
con Aisha niña y su relación con ella han tenido una repercusión
persistente en
las sociedades musulmanas, que han permitido el matrimonio de hombres
adultos
con menores impúberes, vigente aún hoy donde rige la ley islámica.
También
perdura el derecho del marido a castigar a su esposa. Y es que, no solo
los
ampara la ley islámica, sino que están ejercitando la virtud de imitar
al «buen
modelo» a la que exhorta el Corán.
En la tradición musulmana se
refleja con nitidez y crudeza el
comportamiento de Mahoma con relación a las mujeres adúlteras. Queda
descrito
sin paliativos en varios casos que se narran, tanto en la biografía
escrita por
Ibn Hisham, como en las compilaciones de hadices llamados auténticos.
En la biografía de Mahoma
En la Vida del enviado
de Dios, compuesta por Ibn Hisham
(m. 833), podemos leer un episodio muy significativo de cómo actuó
Mahoma,
cuando le presentaron a un hombre y una mujer adúlteros para que los
juzgara:
«Al poco de la
estancia de Mahoma en Medina, se reunieron los rabinos para juzgar a
un hombre
casado que había cometido adulterio con una mujer judía casada también.
Ellos dijeron:
'Enviad a este hombre y esta mujer a Mahoma, pedidle que juzgue el
caso y
prescriba el castigo. Si decide condenarlos a la pena de flagelación
(según
la cual los delincuentes son azotados con un látigo de varas de dátil
mojadas
en resina, luego les pintan la cara de negro y los montan sobre dos
burros con
la cara vuelta hacia la grupa), entonces obedecedle, pues es un
príncipe, y
creed en él. Pero si los condena a ser lapidados, es un profeta,
entonces
estad en guardia contra él, no sea que os despoje de lo que tenéis'.
Pidieron el juicio del enviado y este fue
a donde estaban los rabinos sentados, y les dijo: 'Traedme a vuestros
sabios'.
Y le trajeron a Abdullah ben Suriya, que
era el más sabio, pese a ser uno de los más jóvenes. El enviado habló a
solas
con él e hizo que le confirmara bajo juramento que, de acuerdo con la
Torá,
Dios condena a lapidación al hombre que comete adulterio tras el
matrimonio.
Suriya añadió: 'Ellos saben que eres un profeta inspirado, pero te
envidian'.
Entonces el enviado salió y ordenó que los
culpables fueran apedreados delante de la mezquita. Cuando el hombre
sintió la
primera piedra, se agachó sobre la mujer para protegerla de las
piedras, hasta
que ambos quedaron muertos. Esto es lo que Dios hizo por su enviado,
exigir el
castigo por adulterio de esas dos personas.
El enviado preguntó a los judíos qué los
había inducido a abandonar la lapidación por adulterio, estando
prescrita en la
Torá. Dijeron que ese castigo se había observado hasta que un hombre de
sangre
real cometió adulterio, y el rey no permitió que fuera lapidado.
Cuando,
después de esto, otro hombre cometió adulterio y el rey quería que
fuera
apedreado, dijeron: 'No, a menos que permitas que el primer hombre sea
apedreado también'. Entonces todos acordaron recurrir a la flagelación,
y así
se extinguió tanto la memoria como la práctica de la lapidación.
Entonces, el enviado de Dios dijo: 'Yo he sido hoy el primero en restaurar el
mandato de Dios, su escritura y la obediencia a ella'» (Ibn Hisham, Sira,
capítulo 10, versión abreviada).
En los hadices de Mahoma
Del mismo episodio de
adulterio y castigo relatado por Ibn Hisham,
encontramos otra versión en la compilación de hadices de Mahoma que la
tradición atribuye a Muslim, el imán Muslim Ibn Al-Hayay Al-Naisaburi
(821-875),
con algunas diferencias narrativas.
«Abdullah
Ibn Umar relató que un judío y una judía que habían cometido adulterio
fueron
llevados ante el enviado de Alá. Entonces el enviado de Alá fue a ver a
los
judíos y les preguntó: '¿Qué encontráis en la Torá (como castigo) para
el que
comete adulterio?' Dijeron: 'Ennegrecemos sus rostros y los montamos en
un
burro con sus rostros dirigidos hacia direcciones opuestas (espalda con
espalda), y luego son llevados alrededor de la ciudad'. Pidió: 'Traedme
la
Torá, si habéis dicho la verdad'. La trajeron y la leyeron, hasta que
al llegar
al versículo del apedreamiento, el joven que la estaba leyendo puso su
mano
sobre el versículo del apedreamiento y leyó solamente lo que estaba
antes de su
mano y lo que seguía. Abdullah Ibn Salam, que estaba con el enviado de
Alá,
dijo: 'Ordénale que levante la mano'. Entonces la levantó y debajo de
ella
estaba el versículo del apedreamiento. Entonces el enviado de Alá dictó
sentencia y ambos fueron apedreados. Abdullah Ibn Umar dijo: 'Yo fui
uno de los
que los apedreó y vi cómo él la protegía con su cuerpo de las piedras'»
(Muslim, Sahih, libro 17, número 4211).
Pero,
además, los hadices de Muslim describen otros casos de condena por
adulterio,
en los que Mahoma mandó apedrear hasta la muerte a unos adúlteros, ya
se tratara
de una mujer árabe, de una mujer judía, o de una pareja de judíos:
«Imran
Ibn Husain contó que una mujer de (la tribu de) Yuhaina fue a buscar al
enviado
de Alá, porque había quedado embarazada a consecuencia del adulterio.
Ella le
dijo: '¡Oh enviado de Dios! He cometido una falta que lleva un castigo,
impónmelo'.
El enviado de Dios hizo llamar a su tutor y le dijo: 'Trátala bien,
pero cuando
haya dado a luz tráemela'. Él hizo lo que se le había pedido. Entonces
el
enviado de Dios dictó la sentencia sobre ella. Ataron a la mujer,
envolviéndola
con sus vestidos, y entonces mandó que la apedrearan hasta morir.
Luego,
pronunció la oración fúnebre» (Muslim, Sahih, libro 17, número
4207).
En
otro pasaje, se repite el mismo hadiz, si bien relatado por Yahya ibn
Abu
Kazir, y con la misma cadena de transmisores (cfr. Muslim, Sahih,
libro
17, número 4208).
A
continuación del anterior, se cuenta cómo Mahoma condena a muerte a una
beduina
casada, mientras que al cómplice solo lo castiga con cien latigazos y
un exilio
temporal:
«Abu
Hurayrah y Zayd ibn Jalid Al-Yuhani relataron que un hombre de los
árabes del
desierto fue a ver al enviado de Alá y le dijo: '¡Oh enviado de Alá! Te
ruego
por Alá que me des un juicio de acuerdo con el libro de Alá'. El otro
demandante, que era más versado, dijo: 'Sí, juzga entre nosotros de
acuerdo con
el libro de Alá y permíteme (decir algo)'. El enviado de Alá dijo:
'Habla'.
Dijo: 'Mi hijo servía en la casa de este y cometió adulterio con su
esposa. Fui
informado de que mi hijo merecía ser apedreado. Entonces di cien cabras
y una
esclava como compensación por ello. Y pregunté a los sabios y ellos me
informaron que mi hijo tenía que recibir cien latigazos y ser exiliado
por un
año y que la mujer tenía que ser apedreada'. Entonces el enviado de Alá
dijo:
'¡Por Aquel en cuyas manos está mi vida! Juzgaré entre vosotros de
acuerdo con
el libro de Alá. La esclava y las cabras deben ser devueltas, a tu hijo
hay que
castigarlo con cien latigazos y un año de exilio. Y ¡oh Unays! (ibn
Zuhaq
Al-Aslami), por la mañana ve con esa mujer y, si ella confiesa,
apedreadla'. Él
fue por la mañana y ella confesó. Entonces pronunció la sentencia y
ella fue
apedreada» (Muslim, Sahih, libro 17, número 4209).
Este
mismo hadiz está repetido, invocando los mismos transmisores, pero
atribuido a
Al-Zuhri (cfr. Muslim, Sahih, libro 17, número 4210).
Otro
episodio del mismo género lo hallamos en la condena a muerte por
lapidación
dictada por Mahoma contra un hombre y una mujer judíos:
«Ibn
Umar relató que el enviado de Alá mandó apedrear por adulterio a dos
judíos.
Eran un hombre y una mujer que habían cometido adulterio. Los judíos
los habían
llevado ante el enviado de Alá.» [El resto del hadiz prosigue
exactamente igual
que el citado más arriba, en el número 4209.] (Muslim, Sahih,
libro 17,
número 4212).
Contraste
con el comportamiento de Jesús ante la adúltera
La
diferencia resulta evidente, cuando comparamos la actitud y el
comportamiento de
Mahoma, dando curso a la violencia, con el comportamiento y la actitud
de Jesús
impidiendo la violencia contra la mujer adúltera. El episodio lo narra
el
evangelista Juan:
«Jesús
se fue al monte de los Olivos.
Al
alba, se presentó de nuevo en el templo y acudió a él el pueblo en
masa; él se
sentó y se puso a enseñarles.
Los
letrados y los fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en
adulterio y,
poniéndola en medio, le dijeron:
–
Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio; en la
Ley nos
mandó Moisés apedrear a esta clase de mujeres; ahora bien, ¿tú qué
dices?
Esto
se lo decían con mala idea, para poder acusarlo. Jesús se agachó y se
puso a
escribir con el dedo en el suelo.
Como
persistían en su pregunta, se incorporó y les dijo:
– Aquel
de vosotros que no tenga pecado, sea el primero en tirarle una piedra.
Él,
agachándose de nuevo, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír
aquello, se fueron saliendo uno a uno, empezando por los ancianos, y lo
dejaron
solo con la mujer, que seguía allí en medio.
Se
incorporó Jesús y le preguntó:
–
Mujer, ¿dónde están?, ¿ninguno te ha condenado?
Respondió
ella:
–
Ninguno, Señor.
Jesús
le dijo:
–
Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante, no vuelvas a pecar»
(Evangelio de
Juan 8,1-11).
Resulta
imposible negar que las dos figuras contrapuestas representan
arquetipos
opuestos de actitudes ante la vida, encarnan el espíritu de dos
religiones y civilizaciones
incompatibles entre sí. El mensaje de Jesús llama a tomar la cruz y
seguir su
mandamiento del amor, con la inspiración del Espíritu, que sopla donde
quiere. El
mensaje de Mahoma conmina a los creyentes a tomar la espada e imitar al
profeta,
luchando para imponer por la fuerza el sometimiento a la inmutable Ley
islámica.
En
última síntesis, Mahoma, elevado de la historia al mito, constituye el
único
fundamento del islamismo. Su figura quedó incrustada en la abigarrada
taracea
de las suras coránicas y, a partir de ahí, fue replicada hasta el
paroxismo en
las fuentes de la tradición, como en un juego de espejos infinitos que,
una vez
decretado el fin de la revelación y el cierre de la interpretación,
produce la
ilusión de poder cancelar el tiempo de la historia humana.
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