14. Moisés
prototipo de Mahoma
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Empecemos
por la historia de Moisés tal como la encontramos en las narraciones
bíblicas. Las
gestas de Moisés están ampliamente expuestas a lo largo del libro del
Éxodo.
Asimismo, se reiteran y continúan en el libro de los Números, desde el
capítulo
9. Y hay una nueva versión en el Deuteronomio, donde además se narra la
muerte
de Moisés (Deuteronomio 34,1-12). En esos textos se intercalan
capítulos
normativos, tocantes a la organización social, el sacerdocio, el templo
y el
culto.
En
su formación histórica, los libros del Pentateuco (llamados de Moisés,
y
también conocidos como Torá) son resultado de una compleja evolución
que
integró varias tradiciones, hasta cristalizar en el texto canónico al
cabo de
siglos. Con el paso del tiempo, el sistema de la Torá se volvió
imposible de cumplir,
sobre todo después de la destrucción del Segundo Templo. Entonces hubo
varios
procesos de renovación en marcha, entre ellos uno condujo hacia el
judaísmo
rabínico y otro hacia el cristianismo.
La
historia bíblica de Moisés suele ser conocida, empezando por su
nacimiento en
la tribu de Leví, del pueblo israelita, exiliado y oprimido en Egipto.
Se salvó
de la muerte gracias a que su madre lo puso dentro de una cesta
calafateada, en
la orilla del río, donde lo encontró la hija del Faraón (Éxodo 2,1-10).
En
el monte Horeb o Sinaí, se le apareció en una zarza ardiendo el ángel
del
Señor, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, y lo designó enviado para
sacar al
pueblo de Israel de Egipto (Éxodo 3,1-12). Dios le otorgó poderes para
hacer
prodigios y signos (Éxodo 4,1-9). Moisés y Aarón presentaron ante el
Faraón la
petición de que dejara salir a su pueblo, con el fin de dar culto a
Yahveh, sin
conseguirlo (Éxodo 5,1-9). Entonces anunciaron el castigo de las
plagas, que cayeron
sobre la sociedad egipcia (Éxodo 6,28 a 12,34), hasta que el Faraón
cedió
(Éxodo 12,31-32). Tras despojar a sus vecinos egipcios, los israelitas
partieron, «unos seiscientos mil hombres de a pie, sin contar los
niños» (Éxodo
12,37). Poco después, los egipcios salieron en persecución de Israel
(Éxodo
14,5-14). Moisés y su pueblo atravesaron el mar Rojo, y allí pereció
ahogado el
Faraón con su ejército (Éxodo 14,15-31).
Durante
la larga marcha por el desierto, cabe destacar varios acontecimientos.
Dios les
dio leyes y mandatos, y los puso a prueba (Éxodo 15,25). Yahveh les
hizo
llegar, para comer, codornices y el maná (Éxodo 16,1-36). Para calmar
la sed,
Moisés hizo brotar agua de una roca, golpeándola con su bastón (Éxodo
17,1-7).
El
primer encuentro armado con enemigos fue la batalla contra los
amalecitas.
Moisés envió a su general en jefe, Josué, al mando de las tropas, y
mientras el
primero oraba en lo alto del monte, «Josué derrotó a Amalec y a su
gente a filo
de espada» (Éxodo 17,8-16). Moisés, por consejo de su suegro Jetró,
instituyó
los jueces para que administraran justicia, a disposición del pueblo
(Éxodo
18,13-26).
Cuando
llegaron al desierto de Sinaí, Moisés subió al monte a hablar con
Yahveh (Éxodo
19,3-9). Allí tuvo lugar la teofanía divina (Éxodo 19,10-25). Y Dios
pronunció
las palabras del decálogo (Éxodo 20,1-21). A continuación, se detalla
el código
de la alianza, con numerosas normas y disposiciones (seguramente muy
posteriores) sobre asuntos civiles y sobre fiestas, sobre la
construcción del
santuario, los sacerdotes y el culto. «Cuando acabó de hablar con
Moisés en el
monte Sinaí, le dio las tablas de la alianza: tablas de piedra,
escritas por el
dedo de Dios» (Éxodo 31,18).
En
este punto se narra el episodio del becerro de oro, fabricado por
Aarón, ante
el que el pueblo se postró y ofreció sacrificios como a su Dios, en
ausencia de
Moisés (Éxodo 32,1-14). Al bajar del monte, Moisés se encolerizó,
arrojó y
rompió las tablas de la Ley (Éxodo 32,15-24). Entonces, no se hizo
esperar el
castigo: se desencadenó la violencia sagrada, motivada por la
transgresión
contra la verdad revelada, y se produjo una depuración drástica y
despiadada del
propio pueblo. Es lo que comprobamos en el episodio, poco recordado,
que cuenta
el castigo por el extravío del becerro de oro:
«Moisés,
viendo que el pueblo estaba desmandado por culpa de Aarón, que lo había
expuesto al ataque enemigo, se puso a la puerta del campamento y gritó:
‘¡A mí
los de Yahveh!’ Y se le juntaron todos los hijos de Leví. Él les dijo:
‘Esto
dice Yahveh, el Dios de Israel: Ciña cada uno la espada al muslo; pasad
y
repasad el campamento de puerta en puerta matando, aunque sea al
hermano, al
compañero, al pariente, al vecino’. Los levitas cumplieron las órdenes
de
Moisés, y aquel día cayeron unos tres mil hombres del pueblo» (Éxodo
32,25-28).
Moisés
intercedió por su pueblo y prosiguieron el camino como pueblo elegido
(Éxodo
33,16-17). Deseó ver la gloria de Dios, pero no pudo ver su rostro
(Éxodo
33,18-23). Dios renovó su alianza, hubo nuevas tablas y nuevo decálogo
(Éxodo
34,1-28). Por haber hablado con Dios, la gloria se reflejaba en el
rostro
radiante de Moisés, que se puso un velo sobre la cara y solo se lo
quitaba para
hablar con Dios (Éxodo 34,33-35).
El
libro de los Números reanuda la historia. Continuaron las etapas por el
desierto y, cada vez que el pueblo se lamentaba, Moisés intercedía ante
Dios,
que le concedía su gracia (Números, capítulos 11 al 14). Acaeció la
rebelión de
Coré, Datán y Abirán, seguida del correspondiente castigo (Números
16,1-35). Tras
muchas peripecias, se dirigieron hacia Transjordania, combatiendo a los
amalecitas, los edomitas, los amorreos,
los
moabitas y los cananeos, hasta
conquistar la tierra a filo de espada;
se asentaron en sus ciudades y se repartieron su territorio (Números
21,21-35;
capítulos 31 al 34).
Por
último, el Deuteronomio vuelve a contar, en una nueva elaboración, la
historia
de Moisés y el pueblo de Israel, en alianza con Dios. Presenta un nuevo
cuerpo
legal de mandatos y decretos religioso-políticos, presentados en forma
de tres
grandes discursos de Moisés. Cuando aún no habían atravesado el río
Jordán,
Moisés encargó a Josué la misión: «¡Sé fuerte y valiente! Tú
introducirás a
este pueblo en la tierra que Yahveh prometió dar sus padres, y tú les
repartirás la heredad» (Deuteronomio 31,7). Pero Moisés solo vio la
tierra
prometida desde lejos, desde lo alto del monte Nebo, frente a Jericó. Y
allí
murió y lo enterraron en el valle de Moab (Deuteronomio 34,1-12).
La figura de Moisés está muy presente por
todo
el Nuevo testamento: su nombre aparece 79 veces (25 veces en
los
sinópticos; 13, en el evangelio de Juan; 18, en los Hechos; 10, en las
cartas
de Pablo). El nombre de Jesús se repite 794 veces; el de Pablo, 162; el
de
Pedro, 156; el de Abrahán, 74; el de Isaac, 21; el de Jacob, 27.
En los textos cristianos, Moisés representa
la
religión y la Ley judías, respecto a la cual se define la renovación
formulada
por Jesús. Un relato fundamental es el del sermón de la montaña en el
evangelio
según Mateo (5,1 a 7,29), aunque no mencione explícitamente a Moisés.
Este
pasaje desarrolla una toma de postura crítica en relación con la Ley y
los Profetas,
sin romper con ellos, sino destacando lo fundamental de su mensaje.
En el mismo evangelio de Mateo, siguiendo de
cerca a Marcos, Jesús manda al leproso que quedó limpio que cumpla con
lo que
prescribió Moisés (Mateo 8,4). En el relato de la transfiguración,
aparecen
Moisés y Elías conversando con Jesús (Mateo 17,3). En la cuestión del
divorcio,
Jesús interpreta restrictivamente a Moisés (Mateo 19,7-9). Los saduceos
citan a
Moisés en un debate sobre la resurrección (Mateo 22,24). Jesús denuncia
que en
la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos, y
advierte que
hay que cumplir lo que ellos dicen, pero no lo que hacen (Mateo 23,2-3).
El evangelio según Lucas, en el relato de la
infancia de Jesús, hace ver que sus padres cumplían la Ley de Moisés,
en la
presentación en el templo (Lucas 2,22-24). Reitera la misma idea en los
episodios del leproso curado (Lucas 5,14), la transfiguración (Lucas
9,30) y el
debate sobre la resurrección (Lucas 20,28 y 37). Además, Lucas alude a
Moisés
en relatos específicamente suyos como el del rico epulón y el pobre
Lázaro
(Lucas 16,29-31), el de los discípulos de Emaús (Lucas 24,27), y en las
palabras que Jesús dirige a sus apóstoles, tras la resurrección, al
despedirse
de ellos: «Es necesario que se cumpla todo lo escrito en la Ley de
Moisés y en
los Profetas y los Salmos acerca de mí» (Lucas 24,44).
Las elaboraciones teológicas y cristológicas
del evangelista Juan y de las cartas del apóstol Pablo son notablemente
más
complejas, y no podemos entrar aquí en su análisis. Me limitaré a
subrayar que
ambos insisten en la novedad que supone Jesús, como superación del
sistema de
la Ley, por ejemplo en este versículo:
«Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la
gracia y la verdad han llegado a ser por Jesús Mesías» (Juan 1,17).
Especial importancia entraña el episodio de
la
mujer adúltera, que, según la Ley mosaica, debía ser apedreada, pero
Jesús se
opone e impide que lo hagan (Juan 8,3-11).
Pablo, por su parte, problematiza si la
justicia procede de la Ley o de la fe (Romanos 10,5-6). Su respuesta
más
brillante se encuentra en la carta a los gálatas, donde preconiza la
liberación
de la Ley, cumplida en la liberación que aporta Cristo, haciendo hijos
adoptivos de Dios a quienes tienen fe: «Antes de llegar la fe,
estábamos presos
bajo la Ley, custodiados hasta que la futura fe se revelara. De modo
que la Ley
fue nuestra preceptora hasta Cristo, para que por la fe seamos justos»
(Gálatas
3,23-24). Pues, escribe Pablo, «para la libertad nos ha liberado
Cristo:
manteneos firmes y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud»
(Gálatas
5,1).
Así, el movimiento judío de renovación que
evolucionó hacia el cristianismo universalizó le fe de Israel.
Desreificó y
relativizó la Ley mosaica, como letra que mata, humanizó la presencia
de Dios y
antepuso la experiencia de participación en el Espíritu que iría
guiando hacia
la verdad en el tiempo histórico.
Una visión totalmente contraria es la que
hallamos
en el Corán y el islamismo, que se presenta como en posesión de la
verdad
acabada y definitiva, formulada en la literalidad de un libro trasunto
de la
Torá y divinizado, cuyo profeta dice ser solo el transmisor, si bien
con la
misión añadida de imponer su cumplimiento por todos los medios.
La figura
coránica de Moisés, pese a su decisiva importancia, ha sido poco
estudiada y
tematizada por los investigadores. Veamos qué lugar ocupa en El Corán.
Según la
edición de Al-Azhar, como ya sabemos, el libro consta de 6.236
versículos, y la
temática a la que están dedicados estos versículos se reparte de manera
desigual:
– Un
25% de los versículos trata de historias o personajes de la Torá judía
y del
Evangelio cristiano.
– Un
59% aproximadamente, algo más de la mitad, recoge discursos,
exhortaciones, diatribas
e himnos.
– Un
13% establece normas y reglamentaciones religiosas o sociales.
– Un
2% reproduce leyendas árabes preislámicas.
– Un
1% recoge leyendas judías extrabíblicas y persas.
Los
personajes a los que más extensión se dedica, y que demuestran la
filiación
fundamental del sistema islámico, son:
– Sobre
Moisés: 502 versículos.
– Sobre
Abrahán: 245 versículos.
– Sobre
Noé: 131 versículos.
Como se
observa, a Moisés se le dedica el doble de versículos que a Abrahán. El
nombre
de Moisés se menciona 137 veces (113 menciones en 27 capítulos
antehegíricos;
24 menciones en 7 capítulos poshegíricos), también el doble que el
nombre de
Abrahán. Parece evidente que más que la «religión de Abrahán», el islam
es ante
todo la religión de Moisés.
En el
texto coránico, en los capítulos donde se narra con cierta extensión la
historia de Moisés y el éxodo de Egipto, el relato aparece bastante
resumido y
remodelado. Lo encontramos por sextuplicado, en estos pasajes:
Capítulo
7: desde 39/7,103 hasta 39/7,160.
Capítulo
20: desde 45/20,9 hasta 45/20,99.
Capítulo
26: desde 47/26,10 hasta 47/26,68.
Capítulo
28: desde 49/28,2 hasta 49/28,82.
Capítulo
10: desde 51/10,75 hasta 51/10,93.
Capítulo
2: desde 87/2,47 hasta 87/2,93.
Moisés está
incluido siempre en los numerosos sumarios coránicos de profetas
hebreos. Por
cierto, advirtamos que el Corán denomina a todos «profetas», a
diferencia de la
Biblia, que considera a Moisés enviado de Dios y caudillo del pueblo de
Israel,
pero no «profeta» como dice el Corán (44/19,51). Tampoco fue profeta
Aarón
(Corán 44/19,53). Antes de Moisés, hubo patriarcas, no
profetas. Sin
embargo, el Corán llama profeta a Noé (Corán 44/19,58), a Abrahán
(Corán
44/19,41), a Isaac y Jacob (Corán 44/19,49), y hasta a Ismael (Corán
44/19,54;
56/37,112). Propiamente, los profetas hebreos aparecieron más tarde,
surgieron como
contrapunto a la institución monárquica, tanto en el reino de Israel
como en el
de Judá.
Los
relatos coránicos sobre Moisés ofrecen, en líneas generales, los mismos
hechos
que la Biblia, pero son más esquemáticos y difieren en muchos detalles,
hasta
el punto de que alteran la historia en ciertos aspectos.
En
comparación con el relato de la Biblia acerca de Moisés, el Corán
resulta
sincrético: cambia o añade elementos narrativos no coincidentes, que
proceden
de la literatura rabínica o de leyendas judías y, a veces, exhibe una
confusión
de personajes o de épocas. He aquí una selección de discordancias:
– Corán
39/7,107: Moisés tiró su bastón. En Éxodo 7,10, es Aarón quien tira el
bastón
que se convierte en serpiente.
–
Corán 39/7,145: dice «le escribimos, en las tablas, una exhortación
sobre todo y
una explicación de todo», o sea, la Torá completa. En Éxodo 24,12;
31,18;
32,15-16 se habla solo de dos tablas de la Ley.
–
Corán 39/7,148: hicieron un becerro que mugía. Pero Éxodo 32,4-6 y
Deuteronomio
9,16 hablan solo de un becerro de oro.
–
Corán 45/20,57: se acusa a Moisés de brujería. No en el relato bíblico,
aunque
sí en una leyenda judía.
– Corán
45/20,59: convocatoria para el día de la gran
fiesta del Faraón. La Biblia no habla de ese día de fiesta, pero sí lo
hace una
leyenda judía.
– Corán
49/28,6: sitúa a Amán junto al faraón. En la
Biblia aparece en el libro de Ester, mil años después.
–
Corán 49/28,12: el niño Moisés se negaba a mamar. El relato de Éxodo
2,1-9 no
cuenta ese detalle, procedente de otra leyenda judía.
–
Corán 49/28,15: Moisés mata a un hombre de otro clan judío. La Biblia
dice que
mató a un egipcio (Éxodo 2,11-15).
– Corán
49/28,38: Faraón manda construir una torre
para llegar a Dios. No está en la Biblia: quizá es una confusión con la
torre
de Babel (Génesis 11,1-9).
– Corán
51/10,90-92: finalmente el Faraón cree en el
Dios de Israel, y este salva su cuerpo a fin de que sea un signo para
sus
sucesores. Esto responde a una leyenda judía. Pero la Biblia cuenta que
el Faraón
murió ahogado junto con todo su ejército (Éxodo 14,26-28).
– Corán
69/18,60-82: se relata la peripecia de Moisés
con un mozo que lo instruye. No está en la Biblia y los especialistas
no se
ponen de acuerdo sobre su origen.
– Corán
87/2,136 y 89/3,84: se afirma que Dios no
hace distinción entre los profetas. La tradición judía, sin embargo,
considera
a Moisés como el más grande; y el propio Corán (87/2,253) dice que
favorece a
algunos enviados más que a otros.
– Corán
92/4,153: el pueblo del libro pidió a Moisés
que les hiciera ver a Dios. En la Biblia es Moisés quien pide ver a
Dios (Éxodo
33,18; también en Corán 39/7,143).
–
Corán 107/66,11: habla de la conversión de la mujer del Faraón, que
carece de
paralelo en la Biblia.
1) la misión
de Moisés y su actuación como enviado de Dios a los hebreos e
intermediario;
2) el pueblo
de Israel, o de Moisés, y sus andanzas como pueblo elegido por Dios;
3) el libro
de Moisés, la Torá, que no solo cuenta la historia, sino que contiene
codificado el dispositivo legal que se fue decantando y seguía vigente
en la
vida de los judíos.
Estos temas se evidencian como plenamente
judíos. Y su esquema
coincide con el planteado por Mahoma en su predicación. Es también el
que
adoptaron los «creyentes» árabes que secundaron al profeta, todo
conforme a la interpretación
del mesianismo nazareno, razón por la cual comportaba además ciertos
elementos
cristianos heterodoxos. Y es, finalmente, lo que se halla recogido en
las
páginas del Corán, si bien en ellas se fueron sedimentando con el
tiempo nuevas
capas de escritura y significación. Pasemos ahora a analizar cada uno
de esos
tres temas, con
la atención puesta en su evolución:
la misión del profeta, el pueblo elegido y el libro revelado.
Moisés personifica un caudillo que, por orden
divina, dirige a las tribus israelitas, se enfrenta al imperio egipcio
y se
libra de él, y organiza un esbozo de confederación o Estado naciente
(los
jueces), bajo un régimen teocrático constituido por la Ley y los
mandatos de
Dios, disciplinado con castigos ejemplares, lanzado a batallas contra
otros
pueblos, en orden a la conquista militar y la posesión de la tierra de
promisión. No hace falta una gran imaginación para caer en la cuenta de
que el
comportamiento de Mahoma se identifica enteramente con esa figura de
Moisés,
presentado como enviado y profeta, que ejerce como revelador,
pontífice,
legislador, conductor político-militar del éxodo y visionario de la
conquista.
«Dios dijo: ‘¡Moisés! Yo te he elegido entre
los
humanos, con mis envíos y mis palabras. Toma, pues, lo que te he dado,
y sé de
los agradecidos’» (Corán 39/7,144; también: 45/20,13; 25/20,41).
«¡Pueblo mío! Entrad en la Tierra santa que
Dios os
ha prescrito, y no volváis la espalda. Entonces regresaréis como
perdedores»
(Corán 112/5,21).
Lo verdaderamente significativo del Corán
está en el
hecho de que lleva a cabo una apropiación de la historia de Moisés por
parte de
Mahoma y los árabes conversos, de modo que usa el discurso bíblico como
modelo
de identificación e instancia de legitimación para la práctica en
curso: una
práctica de consolidación del caudillaje de Mahoma sobre las tribus
sarracenas,
la agresión militar contra los imperios romano y persa, la conquista
del
territorio de Siria y Palestina, y el eventual exterminio de los
enemigos.
Está claro que el patrón profético que sigue
Mahoma
se aleja del pacifismo evangélico cristiano y también del profetismo
hebreo del
período monárquico, para remontarse al yahvismo o judaísmo más arcaico,
el de
las leyendas tribales y las guerras santas. Ese patrón ignora que lo
característico de los profetas radica en la crítica al poder y, en
cambio, se
inspira en los episodios más beligerantes de la historia de Moisés.
En las referencias al pueblo israelita, el
Corán
destaca la tendencia a apartarse del verdadero Dios y a ser remiso para
obedecer las órdenes de combatir que da Moisés:
«Dijeron: ‘Oh Moisés, nosotros no entraremos
ahí
nunca, mientras ellos estén ahí. Ve tú con tu Señor y combatid.
Nosotros nos
quedamos aquí’. Dijo: ¡Señor! No cuento más que conmigo y mi hermano.
Distingue, pues, entre nosotros y ese pueblo perverso» (Corán 112/5,24).
Mahoma se atiene, por tanto, al paradigma de
Moisés.
Él también encuentra resistencia. El ataque a los territorios y pueblos
hallados
en el camino hacia la conquista de la tierra prometida se convierte en
objeto
de imitación. Tacha a esos pueblos de opresores (como se acusaba a los
egipcios), o los inculpa de idólatras (como a los amalecitas, edomitas,
amorreos, moabitas y cananeos), emplazándolos a la rendición o al
exterminio. La
meta final será la victoria y el reparto del botín en nombre de Dios.
Todo ello
justificado y santificado por la creencia en que uno es el portavoz de
una
revelación que presume estar en posesión de las claves y el código
definitivo
para ordenar la historia humana, aunque tal vez solo la precipite al
colapso.
Lo cierto es que, unos años después, desde
Yatrib/Medina, el ejército de Mahoma se movilizó desde el desierto
hacia el
norte, conforme a un plan de ataque para entrar en Palestina por
Transjordania,
tal vez imitando el camino seguido por Moisés. Pero, en esta ocasión,
Mahoma y
sus sarracenos fueron derrotados por la guarnición bizantina, en la
batalla de
Muta, en 629 (cfr. Corán 84/30,2-4).
Por el contrario, sí está documentada la
batalla de
Gaza, en 634, en la que el ejército de Mahoma venció y asesinó al
capitán
general de Heraclio en la zona, dejando expedito el camino hacia
Jerusalén. En
paralelo con Moisés, Mahoma no alcanzó a ver Jerusalén conquistada,
dado que su
muerte acaeció el año 632 (o, según otros, en 634, quizá en un primer
ataque
frustrado a la ciudad). Fue luego el general Omar, como nuevo Josué,
quien tomó
Jerusalén y llevó a cabo la conquista de la tierra prometida, y mucho
más.
En 636, aconteció la batalla del río Yarmuk,
en la
que los sarracenos infligieron una gran derrota a las tropas de
Heraclio. En consecuencia,
se apoderaron de Damasco y, a fines de 637, tomaron Jerusalén, donde
Omar entró
triunfalmente a principios de 638. Inmediatamente, emprendió allí la
reconstrucción del templo, acentuó la observancia de la Ley y la
expectativa
del regreso del Mesías alcanzó el paroxismo. Pero, hacia 640, la
frustración de
la expectativa mesiánica condujo a la ruptura de la coalición con los
nazarenos
judíos y a un cambio de rumbo histórico.
Parece una constante histórica. Cuando el
inicial
proyecto mesiánico fracasa, los que detentan el monopolio del poder se
empecinan y manipulan el discurso liberador del inicio, hasta
convertirlo en pura
ideología para perpetuarse en la dominación. Es lo que hemos observado
tantas
veces en la historia, sobre todo en el proceder de los sistemas
totalitarios.
Y, como en estos, también en el islam naciente se introdujo el culto a
la
personalidad, mitificando a Mahoma.
Basta observar cómo, en los
capítulos cronológicamente últimos, Mahoma es promovido a la categoría
de profeta y
sello de los profetas. Decenios
después de su muerte, acabó siendo objeto central de culto, al
insertarse su
nombre en la profesión de fe islámica y al sacralizarse el Corán
atribuido a él,
el mediador por antonomasia de la voluntad divina.
La
enorme importancia otorgada a Moisés en el Corán refuerza la teoría del
origen
del islam en el movimiento nazareno, integrado por judíos étnicos
fieles a la
Ley de Moisés, pero que, a la vez, reconocían a Jesús como profeta y
como personaje
con una función mesiánica en el último día. Mahoma y sus seguidores
recibieron,
sin duda, la herencia de la teología y la ideología del mesianismo
milenarista
nazareno.
«En el pueblo de Moisés, hay una nación que
se
dirige con la verdad, y por esta ejerce la justicia» (Corán 39/7,159).
«Dijimos a los hijos de Israel: ‘Habitad la
tierra.
Cuando venga la promesa de la otra vida, os llevaremos en tropel’»
(Corán
50/17,104).
«Dimos
a los hijos de Israel el Libro, la sabiduría y la profecía, les hemos
concedido
cosas buenas y los hemos favorecido con respecto a todo el mundo»
(Corán
65/45,16).
«¡Hijos de Israel! Recordad mi gracia con la
que os
agracié y que os he favorecido con respecto a todo el mundo» (Corán
87/2,47).
La elección del pueblo de Israel está
nítidamente
expuesta en el Corán, en la medida en que recopila pasajes de la Biblia
hebrea,
narra la saga de los profetas desde Noé a Abrahán, Isaac y Jacob, y da
un
protagonismo de primer orden a Moisés (Corán 38/38,47; 89/3,33).
«Cuando se les dice: ‘Creed en lo que Dios ha
hecho
descender’, dicen: ‘Creemos en lo que descendió sobre nosotros’. No
creen en lo
que vino después, que es la verdad, que confirma lo que ya tienen. Di:
‘Entonces,
¿por qué matasteis antes a los profetas de Dios?’» (Corán 87/2,91).
«¡Pueblo del Libro! ¿Por qué no creéis en los
signos
de Dios?» (Corán 89/3,98).
«Hicimos un pacto con los hijos de Israel y
les
mandamos enviados. Cada vez que un enviado vino a ellos con algo que no
deseaban, a unos los desmintieron y a otros los mataron» (Corán
112/5,70).
«Los hijos de Israel que no creyeron fueron
maldecidos por boca de David y de Jesús, hijo de María, porque
desobedecieron y
transgredieron» (Corán 112/5,78).
El procedimiento retórico del Corán estriba
en
reforzar la culpa del pueblo de Israel remontándola hacia atrás, por
haber idolatrado
al becerro y por haber desobedecido a Moisés en tiempos del éxodo, con
el
objetivo de que las acusaciones de desobediencia, rebeldía o
alejamiento de
Dios acaben recayendo con más peso sobre los judíos contemporáneos de
Mahoma, para
así justificar su descalificación (Corán 87/2,92-93).
«Si volvéis la espalda… yo ya os he hecho
llegar
aquello con lo que he sido enviado. Mi Señor hará que os suceda otro
pueblo
distinto de vosotros, y no podréis hacerle ningún daño» (Corán 52/11,57)
«Esos son a quienes dimos el Libro, la
sabiduría y
la profecía. Si no creen en ello, se lo confiamos a otro pueblo que sí
cree»
(Corán 55/6,89).
«Así hemos hecho de vosotros un
pueblo justo,
para
que seáis testigos ante los hombres, y que el enviado sea testigo ante
vosotros»
(Corán 87/2,143).
«Vosotros sois el mejor pueblo
suscitado
entre los
humanos. Ordenáis lo lícito, prohibís lo ilícito, y creéis en Dios. Si el pueblo
del Libro hubiera creído, hubiera sido mejor para ellos. Hay creyentes
entre
ellos, pero la mayoría son perversos» (Corán
89/3,110).
«¿Quién tiene una religión mejor que quien es
sumiso
a Dios, obrando bien, y sigue la religión de Abrahán, siendo recto?»
(Corán
92/4,125).
En consecuencia, los protagonistas son
entonces los
nuevos «creyentes», «los que han creído» (passim en el Corán),
que se apropian
de la elección, excluyen de la umma a los judíos, de modo que
finalmente
el texto coránico los denigra, los estigmatiza y los deshumaniza,
porque, como el
musulmán repite tantas veces al día con el rezo de la primera sura, van
por el
camino de los que concitan la ira de Dios:
«Dirígenos
por el camino recto (…) no el de los que han incurrido en la cólera»
(Corán 5/1,7).
«Cuando
transgredieron lo que se les había prohibido, les dijimos: ‘Convertíos
en monos
despreciables’» (Corán 39/7,166; también en 87/2,65).
«Los
que Dios ha maldecido, contra los que está en cólera, él los ha
convertido en
monos y en cerdos» (Corán 112/5,60).
La
narración coránica refiere la historia de cómo Dios entregó las tablas
de la Ley
a Moisés (Corán 39/7,145; 39/7,154), pero en lo que más insiste es en
que Dios
reveló a Moisés el Libro, o sea, la Biblia hebrea, al menos el
Pentateuco. El
vocablo «libro» aparece 259 veces (139 en capítulos antehegíricos; 120,
en los
poshegíricos). Pero ¿a qué libro se refiere? El término «Corán» lo
encontramos
70 veces (61 antes de la hégira, 9 después). Pero ¿a qué se llama
Corán? Y el
término «Torá», que en principio no se presta a equívocos, incide 18
veces
(todas menos una en suras posteriores a la hégira). ¿Qué significa todo
esto?
Dejamos
pendiente un estudio más profundo y cualitativo de las palabras «Libro»
y «Corán»,
para limitarnos aquí a una aproximación más de conjunto. Al examinar
cada uno
de los versículos donde se menciona el Libro, con su contexto
inmediato, descubrimos
que hay gran cantidad de casos ambiguos y oscuros, por lo que el
recuento de
las referencias concretas solo puede aspirar a un grado de probabilidad.
Sobre
la palabra libro. Si dejamos aparte los casos en que se refiere
a un
significado común, o designa el libro donde se anotan los actos buenos
y malos
de cada uno, o alude a libros de otros enviados, nos quedan tres o
cuatro veces
en las que se trata del Evangelio, y una mayoría, en torno a 190, que
se
refieren al libro de Moisés (la Biblia hebrea), y alrededor de unas 30
veces en
las que parece referirse al Corán de Mahoma. Pero, respecto a esto
último,
¿cómo puede el Corán mencionarse a sí mismo como libro, cuando aún no
existía
como libro y sus capítulos aún estaban en trance de revelación? Quizá
solo se
explique mediante una ulterior intervención masiva en el texto.
Sobre
el término Corán. Siguiendo a la tradición musulmana, se suele
creer que
designa el libro que históricamente se ha llamado así, el libro sagrado
del
islamismo, que en seis ocasiones es calificado como «Corán árabe»
(Corán
45/20,113; 53/12,2; 59/39,28; 61/41,3; 62/42,7;
63/43,3). Pero ni siquiera esto es evidente. No es descartable
que ese
Corán no fuera sino el leccionario que contenía una traducción árabe
del libro
de Moisés y era utilizado por la comunidad de Mahoma en sus reuniones
de culto.
Tal es la tesis defendida por Gabriel Théry (1955-1964), por Joseph
Bertuel
(1981-1984), Édouard-Marie Gallez (2005) y otros.
En
cualquier circunstancia, tanto antes como después de la hégira, la
Biblia
hebrea constituía la escritura de referencia para la comunidad de
Mahoma (unida
al movimiento nazareno). De ella se habla con reverencia, exhortando a
recordarla
y seguir sus mandamientos. No es
otro
que el libro de Moisés, que poseen los judíos y que, en un momento
dado, había
sido vertido al árabe por Waraqa
Ibn Naufal.
«Pues dimos a Moisés el Libro como
culminación por
el bien que había hecho, explicación de todo, dirección y misericordia.
(…) Este
es un Libro que hemos hecho descender, bendito. Seguidlo, pues, y
temed» (Corán
55/6,154-155).
«Dimos
a Moisés la dirección y dimos en herencia el Libro a los hijos de
Israel»
(Corán 60/40,53).
Más
aún, cuando el Corán alude al Corán, repite una y otra vez que lo que
en él ha descendido,
o ha sido revelado, no es más que una confirmación, una
exposición en
lengua árabe, de lo que se había revelado, con anterioridad, sobre todo
a
Moisés.
«Lo
que te hemos revelado del libro es la verdad, confirmando lo que estaba
antes
de él» (Corán 43/35,31).
«Este
Corán no podría ser inventado fuera de Dios. Pero es una confirmación
de lo que
estaba antes de él, y una exposición del Libro, no hay ninguna duda»
(Corán
51/10,37).
«No
es un relato inventado, sino una confirmación de lo que había antes de
él»
(Corán 53/12,111). También: 55/6,92.
«Antes
de él, el Libro de Moisés era guía y misericordia. Este es un libro que
confirma, en lengua árabe, para advertir a los injustos, y un anuncio
para los
que obran bien» (Corán 66/46,12).
«[A
los hijos de Israel] Creed en lo que he hecho descender, confirmando lo
que
estaba con vosotros» (Corán 87/2,41). La misma idea en: 87/2,89, 91,
97, 101.
«Ha hecho
descender sobre ti el libro con la verdad, confirmando lo que está
antes de él.
Y ha hecho descender la Torá y el Evangelio, antes, como dirección para
los
humanos» (Corán 89/3,3-4).
Así,
conforme a numerosos pasajes del Corán, resulta indiscutible que la
religión de
la sumisión a Dios es la de la Biblia, la del pueblo de Israel, la
revelada a
los patriarcas, a los profetas, a Moisés y a Jesús. No es otro el
«islam» (sumisión)
del que se habla en Corán 89/3,84, salvo que se dé un sesgo anacrónico
a la
traducción.
«Di: ‘¿Quién hizo descender el
libro
con el que vino Moisés como luz y dirección para los humanos? Lo
registráis en
hojas [de las que] mostráis [lo que queréis], y ocultáis mucho,
mientras se os
enseñó lo que no sabíais, ni vosotros ni vuestros padres’. Di: ‘Es
Dios’.
Luego, déjalos seguir en sus divagaciones» (Corán 55/6,91, considerado
poshegírico).
A pesar de todo, durante un
tiempo, parece
que se trató de evitar la ruptura, quizá con la esperanza de atraer a
los
judíos para la propia causa:
«No discutáis con el pueblo del Libro sino
con
buenos modales, salvo con los que hayan sido injustos. Decid: ‘Hemos
creído en
lo que ha descendido sobre nosotros y en lo que ha descendido sobre
vosotros.
Nuestro Dios y vuestro Dios son uno solo. Y es a él a quien somos
sumisos’»
(Corán 85/29,46).
«¡Hijos
de Israel! … No disfracéis la verdad de falsedad, y no ocultéis la
verdad, que
conocéis» (Corán 87/2:42).
«¿Pretendéis
entonces que os crean, aunque un grupo de ellos escuchaba las palabras
de Dios
y luego las desplazaba, después de que él se las razonó, a sabiendas?»
(Corán
87/2,75).
«¡Ay
de aquéllos que escriben el Libro con sus propias manos y luego dicen:
‘Esto es
de parte de Dios’, a fin de venderlo a bajo precio! ¡Ay de ellos por lo
que sus
manos han escrito! ¡Y ay de ellos por lo que realizan!» (Corán 87/2,79).
«¿Creéis,
entonces, en parte del Libro, y no creéis en otra parte?» (Corán
87/2,85).
«Pero
algunos de ellos ocultan la verdad a sabiendas» (Corán 87/2,146).
«Quienes
ocultan lo que hemos hecho descender como pruebas y dirección, después
de que
lo manifestamos a los humanos en el Libro, esos incurren en la
maldición de
Dios y de los humanos» (Corán 87/2,159).
«Quienes
ocultan lo que Dios ha hecho descender del Libro y lo venden por un
bajo precio,
esos solo ingerirán fuego en su vientre» (Corán 87/2,174).
«¡Pueblo
del Libro! ¿Por qué disfrazáis la verdad de falsedad, y ocultáis la
verdad que
conocéis?» (Corán 89/3,71).
«Entre
ellos hay algunos que tergiversan con sus lenguas el Libro para que
creáis que eso
está en el Libro, cuando no está en el Libro en absoluto. Dicen: ‘Esto
es de
parte de Dios’, cuando no es de parte de Dios. Dicen mentiras sobre
Dios, a
sabiendas» (Corán 89/3,78).
«Cuando
Dios hizo un pacto con aquellos a los que dio el Libro: ‘Manifestadlo a
los
humanos, no lo ocultéis’. Pero ellos se lo echaron a la espalda y lo
malbarataron» (Corán 89/3,187).
«Entre
los judíos están aquellos [que] desplazan las palabras de sus
posiciones»
(Corán 92/4,46).
«Pero, como rompieron su
compromiso,
los hemos maldecido y hemos endurecido sus corazones. Desplazan las
palabras de
sus posiciones, y han olvidado una parte de lo que se les recordó. Tú
no
dejarás de ver una traición por su parte, excepto unos pocos de ellos»
(Corán
112/5,13).
«¡Pueblo del Libro! Nuestro
enviado ha
venido a vosotros, manifestándoos mucho de lo que escondéis del Libro,
y agraciando
mucho. Una luz y un Libro manifiesto os han venido de Dios. Por medio
de él,
Dios dirige a quienes buscan su aprobación (…) por un camino recto»
(Corán
112/5,15-16).
«¡Oh enviado! Que no te entristezcan los que
se
apresuran al descreimiento entre los que dijeron: ‘Hemos creído’ con
sus bocas,
mientras que sus corazones no han creído. Hay entre los judíos [un
grupo] que
escucha la mentira, [te] escucha [para decir mentiras sobre ti a] otras
gentes
que nunca han venido a ti, y desplaza las palabras de sus posiciones»
(Corán
112/5,41).
Cuando los investigadores
reconstruyen la historia de la composición del Corán, descubren muchos
cambios
acumulados a lo largo del tiempo, como capas que se fueron
sedimentando. A
veces pueden reflejar una evolución acaecida al compás de los hechos
durante
los años de actividad de Mahoma, pero con frecuencia se trata de
modificaciones
añadidas, de solapamientos, superposiciones o reinterpretaciones que
alteraron ya
sea el texto o ya la comprensión de su significado, manipulando la
escritura o
la lectura anterior, todo ello facilitado por la falta de
especificación del
contexto real. Solo en líneas muy generales y para aspectos
particulares,
resulta significativa la sucesión en el tiempo, que grosso modo
se
correspondería con el orden cronológico de los capítulos del Corán.
A veces, bastan unas pinceladas sobre el
lienzo para
cambiar el color de la escena descrita o la fisonomía del personaje.
Una frase
o una palabra hábilmente insertada es suficiente para cambiar el
sentido del
texto.
Vamos a exponer solo algunos ejemplos
relacionados
con el tema de Moisés, su pueblo y su Libro, que finalmente son
subsumidos y
sustituidos desde la perspectiva del Corán.
La
sustitución del profeta, del pueblo y del libro
Como ya
henos analizado, en estos tres temas interrelacionados, la misión de
Moisés, la
elección del pueblo israelita y la revelación del Libro, se produce en
el Corán
una sucesión de modificaciones textuales y hermenéuticas.
En primer
lugar, la figura central de Moisés va siendo sustituida por la
referencia
Abrahán y, finalmente, por el propio Mahoma:
Capa A. Inicialmente, el Moisés coránico,
elegido
por Dios, enviado con la Ley y caudillo de Israel se corresponde con el
relato
bíblico.
Capa B. Pero luego, se nota un intento de
superar la
religión de Moisés, teorizando una «religión de Abrahán» más
originaria, con la
que entroncaría Mahoma.
Capa C. Mahoma solo consigue, bajo la
etiqueta de
religión de Abrahán, ocupar el lugar de Moisés para las tribus árabes,
adaptarles la Ley mosaica y el culto mosaico.
Capa D. Como nuevo Moisés, Mahoma se pone a
la
cabeza de las tropas sarracenas que emprenden la conquista de la tierra
prometida.
El episodio del «viaje nocturno» (véase un
poco más
adelante) aporta una prueba clara de esta sustitución de Moisés por
Mahoma. La
imitación llega hasta el extremo de que, mar tarde, se representará
pictóricamente a Mahoma con un velo cubriéndole la cara, lo mismo que
se cuenta
de Moisés en la Biblia.
En segundo lugar, lo que concierne a los
judíos como
el «pueblo de Moisés», el «pueblo del Libro», o los «hijos de Israel»,
presenta
una evolución análoga:
Capa A. Aparecen, extensamente, como los
destinatarios
privilegiados de la elección divina y de la alianza, portadores del
Libro revelado,
con la sabiduría, la luz, la buena dirección, la misericordia y la
sumisión.
Capa B. Las historias de sus profetas y, en
grado
eminente, Moisés y Jesús, son los paradigmas de lo que Dios ha hecho
descender,
pero se los mira desde una visión mahomética, al tiempo que se inserta
a Ismael
en el relato.
Capa C. Luego, se acusa a los judíos de no
creer en
Dios y de desmentir y matar a sus profetas.
Capa D. Finalmente, el pueblo hebreo es
reemplazado
por un nuevo pueblo de creyentes, que no son otros que los seguidores
de
Mahoma.
En tercer lugar, respecto al «Libro de
Moisés», la
Torá, comprobamos que el Corán va elaborando posiciones más complejas,
que
nunca se aclaran del todo, y que podemos esquematizar así:
Capa A. Lo que Dios ha revelado a Moisés
contiene la
verdad y es la guía para la comunidad de Mahoma.
Capa B. Lo que se revela al profeta árabe no
es sino
una confirmación de lo que había descendido antes sobre Moisés.
Capa C. Empieza a haber disonancias con la
interpretación del Libro que hacen los judíos, hasta llegar a acusarlos
de
ocultar partes del libro y de haberlo falsificado.
Capa D. Al final, se postula el abandono de
la
Biblia, para sustituirla por el Corán árabe, en ruptura definitiva con
los judíos
y los cristianos.
A través de estas alteraciones semánticas, el
último
Corán rechaza al pueblo elegido hebreo, arrogándose la elección, y a
fortiori estigmatiza a todos los demás pueblos tachándolos de
asociadores o
ateos. La consecuencia es que consagra el modelo islámico de exclusión,
división basada en la fe, predisposición al odio, no solo de los
enemigos
realmente existentes, sino de los constituidos como tales por el propio
discurso
tendente a imponer el dominio
absoluto de
la religión de Alá (Corán 88/8,39).
Los creyentes en ese modelo, que contempla y
justifica la expropiación de los derechos inherentes al otro, así como
la
apropiación de sus bienes y personas, encuentran en la teología
teocrática (más
que monoteísta) del Corán la coartada perfecta para lanzarse sin
escrúpulos al
sometimiento por la fuerza y la dominación, y estos terminan
constituyendo un
fin en sí mismo.
La quibla o
dirección adonde mirar cuando se reza se adoptó, muy probablemente, de
los
nazarenos que, como los judíos (1 Reyes 8,44; Daniel 6,11), rezaban
orientándose
hacia la ciudad santa de Jerusalén. Pero hay versículos donde se afirma
que el
rostro de Dios se halla presente por todas partes, de modo que se
podría rezar
en cualquier dirección:
«De Dios es
el oriente y el occidente. Adondequiera que os volváis, ahí está el
rostro de
Dios» (Corán 87/2,115; igual 87/2,142 y 87/2,177).
No obstante,
según el Corán, al principio, Mahoma rezaba en dirección a Jerusalén, y
solo
posteriormente decidió volverse hacia el «santuario prohibido» o
sagrado,
supuestamente el de La Meca, dado que no se menciona el nombre de la
ciudad.
«Vuelve,
pues, tu rostro hacia el lado del santuario prohibido. Dondequiera que
estéis,
volved vuestros rostros hacia ese lado» (Corán 87/2,144; lo mismo en
87/2,149 y
87/2,150).
La interpretación de este cambio es que el
versículo
87/2,115 fue abrogado por el 87/2,144. Pero Dan Gibson demuestra en sus
investigaciones que los versículos 87/2,143-145, así como 111/48,24
(que nombra
La Meca) no están en los manuscritos más antiguos, sino que fueron
añadidos
durante el califato abasí (Gibson, Qur'anic Geography, 2011:
435-436).
Por consiguiente, se han ido superponiendo
hasta
tres capas, para al final dar vigencia solo a la última, la que manda
orientar
la alquibla hacia la caaba de La Meca, que acabó de imponerse de manera
general
a mediados del siglo VIII.
La invención del viaje nocturno de Mahoma
En este
caso, un relato original de la subida de Moisés al monte Sinaí está
sobrescrito
con el «viaje nocturno» de Mahoma al santuario lejano de Jerusalén y su
subida
el cielo para hablar con Dios y recibir el Corán. Literalmente, Mahoma
ocupa el
lugar de Moisés.
La sura 17
se titula El viaje nocturno, referido a Mahoma. El primer
versículo
cuenta que, una noche del año 622, el profeta viajó «desde el santuario
prohibido hasta el santuario lejano», supuestamente desde La Meca hasta
Jerusalén.
«Exaltado
sea el que hizo viajar a su siervo, de noche, desde el santuario
prohibido al
santuario lejano, cuyos alrededores hemos bendecido, a fin de hacerle
ver
algunos de nuestros signos. Él es el que todo lo oye, el que todo lo
ve» (Corán
50/17,1).
Si se
elimina lo que no sería sino un añadido posterior («del santuario
prohibido al
santuario lejano, cuyos alrededores bendijimos, a fin de hacerle ver
algunos de nuestros signos. Él
es el que todo lo oye, el que todo lo ve»), el
texto queda diáfano y enlaza a la perfección con el versículo siguiente:
«Gloria a
aquel que hizo viajar una noche a su siervo. […] Dimos a Moisés el
libro, del
que hicimos una dirección para los hijos de Israel» (Corán 50/17,1-2).
De modo que el «siervo»
mencionado en el primer versículo no es otro que Moisés, de
quien el relato bíblico cuenta que subió al monte Sinaí
para
recibir la Ley.
Si hubiera
sido un relato sobre Mahoma, de tanta importancia, es muy extraño que,
entre
las numerosas inscripciones existentes en el Domo de la Roca, allí en
el monte
del templo, lugar privilegiado donde el profeta árabe habría aterrizado
y desde
donde habría subido al cielo, no se encuentra ninguna alusión a ese
viaje
nocturno. Esto prueba que la leyenda de ese viaje simplemente no
existía a
finales del siglo VII, cuando se edificó el Domo, por lo que tampoco
podía
estar en el Corán. Y así se comprueba en los manuscritos más antiguos.
A primera vista, resulta
evidente que
casi todos los «profetas» que cita el Corán están tomados de la Biblia,
y los
enumera con total claridad: Isaac, Jacob, Noé, Abrahán, David y
Salomón, Job y
José, Moisés y Aarón, Zacarías, Juan, Jesús y Elías, Ismael y Eliseo,
Jonás y
Lot (cfr. Corán 55/6,83-87).
El
Corán se apropia tan abiertamente de los «profetas» bíblicos que solo
cabe deducir
que el islam consiste en una adopción y adaptación de la religión
judía, siguiendo
los pasos de sus profetas:
«Estos
son los que Dios ha dirigido. Confórmate, pues, a su dirección» (Corán
55/6,90).
Sería
más tarde, en los años de Medina, cuando se atribuiría a Mahoma la
categoría de
profeta, reforzada con la pretensión de ser el último y definitivo.
Si
llevamos a cabo un estudio comparado de los «profetas» reseñados en el
Corán
con sus homónimos de la Biblia, de donde fueron tomados, se comprueba
cuán
ambiguo es, en cada caso, el parecido entre el personaje que aparece en
un
texto y el descrito en otro. Por mucho que coincidan el nombre y
ciertos
aspectos del relato, es razonable dudar de que se trate de la misma
figura, por
lo esquematizada, y a veces desfigurada, que está. Esto tiene como
resultado
que, en lo concreto, el personaje no significa exactamente lo mismo, no
es ya
el mismo, sino al modo de una caricatura. Lo que presenta el Corán es
el
resultado de un proceso de apropiación. La figura de Mahoma, en
principio émulo
de los profetas bíblicos, se transformó en un operador mediante el cual
se produjo
una asimilación del judaísmo a los árabes y una asimilación de los
árabes a un
judaísmo arabizado.
De
manera análoga, los «profetas» y el Jesús mencionados en el Corán
aparecen
desnaturalizados y apropiados por Mahoma, puesto que son presentados
como si
fueran profetas musulmanes (en el sentido del islamismo), cosa ya
anacrónica,
que evidentemente jamás fueron. Entre los propósitos de esa
metamorfosis, uno
parece diáfano: justificar la figura mahomética de profeta armado,
convertido
en jefe militar y príncipe de las tribus del Hiyaz.
Entre
los personajes bíblicos mahometizados, Moisés es el único que reúne en
sí mismo
las atribuciones de enviado por Dios y de suprema autoridad religiosa y
política
del pueblo hebreo (Éxodo 2 y siguientes).
David
fue rey, pero no profeta, que en aquel entonces lo era Samuel,
precisamente en relación
crítica con el rey, lo que, a contrapelo de Mahoma, manifiesta más bien
un
modelo de distinción instituida entre la función regia y la profética.
Quizá
para desdibujar este hecho, el Corán no dice una palabra sobre profetas
tan
importantes como Oseas, Amós, Isaías, Jeremías, o Ezequiel.
En
cuanto a Jesús, si se lo puede considerar profeta, desde luego no cabe
llamarlo
«rey» o mesías político, salvo en el sarcástico sentido del letrero
mandado
colocar sobre la cruz por Pilato.
Los
personajes bíblicos, tal como son mencionados en el Corán, ni en su
función, ni
en sus hechos y palabras responden al perfil de los relatos de la
Biblia y el
Evangelio. Ahí están los textos para comprobarlo, si es que uno quiere
superar
el desconocimiento, la miopía o el gusto por el autoengaño.
En
efecto, vemos cómo se instaura una teología de la sustitución, que
lleva a cabo
la suplantación de las grandes figuras de Israel y del cristianismo.
Los
profetas coránicos con nombre bíblico no son, por su perfil, sino
marionetas
movidas por los hilos de Mahoma. Evidentemente, resulta una pretensión
aberrante que Abrahán fuera un profeta musulmán, o que el islamismo
existiera antes
que el judaísmo y el cristianismo, o que estos dos se desviaran de
aquel, que
sería la única religión originaria y verdadera. Como escribe Bat Ye'or,
para
esa teología califal: «Jesús es musulmán y no judío; el cristianismo
desciende
del islam y no del judaísmo. La Biblia es un plagio falsificado del
Corán; no
solo le es inferior, sino que le es posterior» (2005: 280). Por absurdo
que nos
parezca, desde el punto de vista de las creencias coránicas:
«El
cristianismo no se vincularía con el judaísmo, sino con el islam, pues
todos
los profetas de Israel, desde Adán y Eva, Abrahán, Moisés, David y
Salomón, e
incluso Jesús, son considerados como musulmanes. El islam se convierte
en el
primer monoteísmo, precediendo al judaísmo y al cristianismo» (Ye'or
2005:
284).
El
mismo diagnóstico lo encontramos en la islamóloga francesa Anne-Marie
Delcambre,
cuando analiza esa delirante reconversión en «El cambio de identidad de
los
personajes bíblicos en el Corán» (Delcambre 2004: 44-48).
En
realidad, lo que se constata es que los textos del Corán, atribuidos a
Mahoma,
con siglos de posterioridad sobre los otros y sin ninguna fuente
alternativa,
distorsionan, manipulan y reelaboran a su conveniencia elementos de las
escrituras judías y cristianas, tanto canónicas como extracanónicas,
con la
pretensión añadida de ocupar su lugar, como si la versión coránica
fuera la
verdadera y las otras fueran aberrantes. Ahora bien, desde el punto de
vista
histórico, es el relato coránico el que falsea los textos originales y
lleva a
cabo una maniobra de islamización de la Biblia, del personaje de Moisés
y de la
figura de Jesús.
Antoine
Moussali, acreditado islamólogo libanés, nos sugiere un dictamen
certero,
cuando se pregunta: «¿No se trata más bien, en lo que concierne al
islam, de un
fenómeno muy particular, que es radicalmente diferente de la revelación
bíblica, con la que no tiene gran cosa que ver?» (Moussali 1998: 41).
Los
judíos y los cristianos, que realmente comparten la Biblia hebrea, no
hallarán
nada de sus propias enseñanzas en las páginas del Corán, mientras que
este,
apoderándose de unas sumarias referencias a las tradiciones judía y
cristiana,
persigue el objetivo evidente de desacreditarlas y apropiarse de su
prestigio,
hasta suplantarlas por completo. Este mismo autor nos ofrece un
matizado
estudio comparativo de las tres religiones (cfr. Moussali 2000).
Como la apropiación musulmana
de la
herencia bíblica no se hizo con espíritu de integración y continuidad,
sino con
propósitos de ruptura, exclusión y sustitución, de ahí que fuera
inevitable
clausurarse en un nuevo profeta, un nuevo libro y un nuevo pueblo, en
discordia
sin fin con el resto de la humanidad.
Bibliografía
citada
Bertuel,
Joseph
1981 L'islam. Ses véritables origines. 1. Un
prédicateur à la Mecque. París, Nouvelles Éditions Latines.
1983 L'islam. Ses véritables origines. 2. De
La Mecque à Médine. París, Nouvelles Éditions Latines.
1984 L'islam. Ses véritables origines. 3.
Vres
un islam árabe autonome. París, Nouvelles Éditions Latines.
Delcambre,
Anne-Marie
2004
«Le changement d'identité des personnages bibliques dans le Coran
(exemples
d'Abraham et de Jesus)», en Enquêtes sur
l'islam. En hommage à Antoine Moussali. Desclée de Brouwer.
Gallez,
Édouard-Marie
2005 Le messie et son prophète. Aux origines
de l'islam, Tome 1, De Qumrân à Muhammad. Tome 2, Du
Muhammad des califes au Muhammad de l'histoire. París,
Éditions de Paris.
Moussali,
Antoine
1998
La croix et le croissant. Le
christianisme face à l'islam. Éditions de Paris, 2005.
2000
Judaïsme, christianisme et islam. Étude
comparée. Éditions de Paris.
Schaffner,
Ryan
2016 The Bible through a Qur’ānic Filter. Scripture
Falsification (Taḥrīf) in
8th- and 9th-Century Muslim Disputational Literature. The Ohio
State
University.
Théry,
Gabriel [seudónimo: Hanna Zakarias]
1955 De Moïse à Mohammed. L'islam,
entreprise
juive. 1. Chez l'Auteur.
1956 De Moïse à Mohammed. L'islam,
entreprise
juive. 2. Chez l'Auteur.
1963 De Moïse à Mohammed. L'islam,
entreprise
juive. 3. París, Éditions du Scorpion.
1964 De Moïse à Mohammed. L'islam,
entreprise
juive. 4. París, Éditions du Scorpion.
Ye'or,
Bat
2005 Eurabia. L'axe euro-arabe. Éditions
Jean-Cyrille Godefroy, 2006.
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