19. Los sacrificios animales y humanos
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Desde
los ensayos antropológicos pioneros debidos
a Marcel Mauss (1899), se han ido proponiendo muy diferentes
interpretaciones
del sentido religioso del sacrificio. Sin embargo, no contamos con una
teoría
general del sacrificio bien consolidada, aunque sí con múltiples
elementos
teóricos para ir avanzando en el análisis. En principio, todo concepto
de sacrificio
tiene como contexto la lucha por la vida, y afrontar este conflicto
implica la
adopción de un marco de creencias acerca de cómo potenciar la propia
vida.
«La
práctica sacrificial expresa
simbólicamente que una vida vive a costa de otra vida y es, a la vez,
un
intento de utilizar esta relación en provecho propio: entregando o
incluso
destruyendo otra vida, se asegura e incrementa la propia» (Theissen
2000: 155).
En medio de la
competición por los mismos bienes, materiales y espirituales, el
desprendimiento ritual de una parte (que se inmola u ofrece en
sacrificio), a
veces con el sentido de expiación para congraciarse con la divinidad,
tiene
como finalidad garantizar la conservación de la mayor parte, o lograr
un
incremento importante, sea real o imaginario. Según este enfoque, en
una
situación donde las posibilidades son limitadas, el objetivo es siempre
buscar
una ganancia de vida, pagando un coste, sacrificando otras vidas. O
bien, en un
sentido radicalmente distinto, podría ser también entregando la
propia vida
por otros.
Gerd
Theissen agrupa las teorías del sacrificio
en tres categorías. La primera es la teoría de la oblación,
según la
cual, con la ofrenda o los dones ofrecidos, sacrificados, el grupo
pretende
conseguir el favor de los dioses. La mediación entre lo profano y lo
sagrado se
produce con la destrucción de la ofrenda, que simboliza una entrega de
los
propios oferentes, de la que se espera una compensación por parte del
poder
divino.
La
segunda es la teoría de la comunión,
según la cual, al participar en la consumición del animal sacrificado,
se
produce una íntima unión con él. Ese animal es a veces el tótem
representativo
de los antepasados y de los dioses, y, en virtud de la comunión
festiva, los
oferentes se apropian de su fuerza.
En
tercer lugar, la teoría de la agresión
afirma que los ritos sacrificiales intentan dar salida de alguna manera
al
malestar y la agresividad vivida. René Girard formula una versión de
esta
teoría, según la cual todo objeto deseable conduce a la rivalidad y al
conflicto por la posesión de ese objeto, porque el deseo tiende a
imitar el
deseo del otro. Los sacrificios tienden a encauzar el conflicto
suscitado, desviando
la agresión hacia un chivo expiatorio (cfr. Girard 1972 Y 2003).
Entonces, el
sacrificio comporta una destrucción del animal como víctima, un modo de
simbolizar que los oferentes se desprenden de la parte peligrosa de sí
mismos y
la alejan de su vida cargando la violencia sobre otro (cfr. Theissen
2000:
87-90).
Los
diferentes tipos de ritos sacrificiales
cumplen, según el caso, funciones de oblación, de comunión o de
agresión, que
conservan el esquema básico de su significado, aunque varíen las formas
concretas y aun cuando se combinen entre sí:
«Muchos
tipos de sacrificio reunían elementos
de las tres funciones. Los oferentes eligen entre tres posibilidades de
incrementar las propias oportunidades de vida dentro de la escasez:
bien
activan el poder de alguien más fuerte en beneficio propio, y entonces
el
sacrificio es un don que se hace al más fuerte; bien cargan el daño en
el más
débil, al que de otro modo habría que soportar, y entonces se trata de
un
sacrificio de agresión a un indefenso: bien comparten las oportunidades
de
vida, de acuerdo con unas normas sociales, entre las personas en
competencia, y
entonces el sacrificio pasa a ser sacrificio de comunión» (Theissen
2000:
189-190).
En
suma, quienes ofrecen el sacrificio pretenden
aumentar sus posibilidades en la vida mediante esas tres estrategias,
que
pueden ser complementarias, según el contexto o según las relaciones
sociales o
interhumanas concretas. El incremento de poder se busca por medio del
rito de
entrega a alguien más fuerte (sacrificio de oblación); o por medio del
rito que
descarga el peso sobre una víctima vicaria más débil (sacrificio de
agresión);
o por medio del rito de identificación con otros reconocidos como
igualmente
fuertes (sacrificio de comunión). Además de la función simbólica, estas
prácticas rituales proporcionan modelos de comportamiento para
situaciones
reales de la vida.
Visto
desde otro ángulo, las acciones
sacrificiales aplican mecanismos simbólicos que comportan aspectos
opuestos y
complementarios, tendentes a rechazar o conseguir, alejar o acercar,
negar o
afirmar. Unos elementos rituales se orientan preferentemente a la liberación del mal, la execración de
todo lo negativo: expían el pecado, alejan la enfermedad y la muerte,
expulsan
los demonios, envían lejos el chivo expiatorio, matan al diablo, hacen
penitencia, imponen castigos, o asesinan a los enemigos (yihad). Otros
elementos
rituales se dirigen al aumento del bien,
propician el favor y el auxilio: entregan la ofrenda y el don para
recibir la
gracia u obtener la recompensa, ponen en común los bienes en favor de
todos, se
unen para ser más fuertes en la conquista y para el reparto del botín.
Los
mecanismos implicados, en cuanto tales, aparecen
como esquemas formales y vacíos, cuyo significado dependerá de los
contenidos particulares
que se le asignen en la mitología de cada sistema religioso concreto.
«Reza a tu Señor y ofrece
sacrificios» (Corán
15/108,2).
«Cumplid la peregrinación y la visita
por Dios. Si estáis impedidos, ofreced una víctima que os sea
asequible. No os
rapéis la cabeza hasta que la ofrenda llegue al lugar [de inmolación]»
(Corán
87/2,196).
«¡Vosotros que
habéis creído! No matéis al animal de caza mientras estéis en estado de
consagración. Cualquiera de vosotros que lo mate deliberadamente, su
pago es
uno de su rebaño semejante al que ha matado, según el juicio de dos
justos de
entre vosotros, una ofrenda que hará llegar a la caaba» (Corán
112/5,95).
Los sacrificios
de animales están estrictamente regulados, y en ellos hay que atenerse
a las
formas prescritas, evitando todo aquello que está prohibido (Corán
112/5,2). Los
hadices de Muslim contienen un Libro de los sacrificios, donde
estos se
regulan con toda minuciosidad (Muslim Ibn al-Hayyay, 2006:
583-589). En conclusión, los sacrificios cruentos se incluyen entre los
componentes rituales del sistema islámico.
En
principio, la ofrenda de sacrificios
humanos no se da en el contexto inmediato de la liturgia islámica.
Encontramos,
incluso, una condena de los sacrificios de niños (Corán 55/6,137). No
obstante,
hay ciertas aplicaciones de la muerte sobre humanos que comportan un
inequívoco
sentido religioso. No se trata de una metáfora o una hipérbole. Aparte
del
sacrificio del cordero en la fiesta que recuerda a Abrahán y del rito
halal en
el sacrificio de animales, se confiere un significado manifiestamente
cultual y
ritual a los castigos de pena capital regulados por el derecho islámico
(la saría), y de manera eminente a las
masacres ejecutadas por la espada de la yihad.
En
el seno de la sociedad islámica, la pena de
muerte está ordenada para los transgresores de la Ley, apóstatas,
adúlteras,
idólatras, así como para determinados cautivos, y la ejecución adopta
el
protocolo de un ritual cruento. Tales muertes se infligen como obra de
religión
y en nombre de Alá. Los hadices relatan el caso ejemplar de la masiva
ejecución,
presidida por Mahoma, en la plaza delante de la mezquita de Medina,
donde el
profeta hizo decapitar a novecientos hombres de la tribu judía de los
Banú
Quraiza, en abril de 627, según la tradición. Narran también, entre
otros, el
caso de una mujer adúltera a la que Mahoma sentenció a muerte, en
seguida mandó
que la ataran envuelta en sus vestidos y que la apedrearan, hasta que
murió, y
entonces él mismo pronunció la oración fúnebre (cfr. Muslim, Sahih,
libro 17, hadiz 4207).
El islam sustenta
la doctrina de «la lealtad y la enemistad» (al-wala' wa-l-bara'),
que
manda amar y odiar por la religión de Alá. El Corán prohíbe tomar como
aliados
a gente no musulmana (Corán 91/60,1; 92/4,89 y 144; 112/5,51 y 54).
Citando el
ejemplo de Abrahán, da una fórmula expresiva respecto a los allegados
descreídos: «la enemistad y el odio han aparecido entre nosotros y
vosotros
para siempre» (Corán 91/60,4). Exige a los musulmanes que renuncien y
repudien
a sus parientes que no se hagan musulmanes y crean solo en Alá, «aunque
sean
sus padres, sus hijos, sus hermanos, o de su tribu» (Corán 105/58,22;
también
113/9,23). La tradición protoislámica habla de varios compañeros de
Mahoma que
rechazaron y hasta asesinaron a sus propios parientes no musulmanes
como
manifestación de lealtad a Dios y su enviado: hubo quien mató a su
padre, o a
su hermano; el primer califa, Abu Bakr, intentó matar a su hijo; y el
segundo
califa, Omar, asesinó a varios parientes opuestos al islam.
Esa cosmovisión
escinde el mundo en dos partes inconciliables: los seguidores de
Mahoma, que
integran la umma islámica (Dar al-islam, la «casa del
islam»),
frente a las restantes personas, tribus y pueblos (Dar al-kufr,
la «casa
de los infieles»), que se conciben como deshumanizados. La Ley islámica
ordena
a los musulmanes luchar contra ellos permanentemente y subyugarlos, con
el fin
de engrosar la suprema supertribu de la umma. Esta se
constituye
haciendo prevalecer los vínculos religiosos, islámicos, por encima de
los
vínculos de sangre tribales. De ahí nace la yihad.
Si tenemos en
cuenta el marcado carácter sagrado inherente a la yihad, la visión del
tema
cambia radicalmente. El Corán manda declarar la yihad en nombre de Dios
contra
todo el que se resista al dominio musulmán. Los combatientes y los
terroristas
islámicos realizan sus ataques al grito de «¡Alá es grande!», al tiempo
que
exhiben una fe ciega en que tales matanzas de humanos forman parte de
su deber
religioso. El combate en el camino de Dios, que es la yihad, asume un
indudable
carácter sacrificial, y lo hace en un doble sentido: por un lado, con
el
sacrificio de la propia vida de los yihadistas por la causa de Dios y,
por
otro, con la matanza de los enemigos en aras de la misma causa y por
mandato
divino.
Respecto al
primer sentido, el Corán define con precisión la actitud de entrega del
musulmán a la yihad como parte de un contrato que Dios hace con los que
luchan dispuestos
a dar su vida. Recordemos la teoría del sacrificio como oblación.
«Que
combatan, pues, en el camino de Dios
quienes cambian la vida de aquí por la vida venidera. Quien combata en
el
camino de Dios, ya sea muerto o ya venza, le daremos una gran
recompensa»
(Corán 92/4,74).
«Dios ha
intercambiado las vidas y las fortunas de los creyentes [por la promesa
de] que
irán al paraíso. Ellos combaten en el camino de Dios, matan y se hacen
matar.
Una verdadera promesa suya…» (Corán 113/9,111).
Y la aleya que
sigue inmediatamente después explicita, con toda nitidez, que esos que
combaten
en el camino de Dios, los que matan y se hacen matar, son los mejores
musulmanes, los que verdaderamente cumplen con los pilares del islam:
«Estos son los
que se arrepienten, adoran, alaban, ayunan, se arrodillan, se
prosternan,
ordenan lo lícito y prohíben lo ilícito, y observan las normas de Dios»
(Corán
113/9,112).
Pero semejante
sacrificio de oblación de los yihadistas supone una ofrenda perversa,
ya que
enmascara la agresión. Lo principal que se persigue no es inmolarse,
sino
arrebatar a los otros el objeto deseado por la umma; mientras
que la
inmolación propia es solo un efecto secundario inevitable, al que se
promete
una compensación.
En
efecto, en el segundo sentido, el
combate de la yihad aparece como sacrificio de agresión. La conexión
entre
acción ritual y acción armada es intrínseca a la concepción coránica,
por
cuanto la yihad es descrita como forma eminente de dar culto a Dios y
luchar
por la implantación de la fe y la Ley islámicas. En cuanto religión
política, el islamismo
convierte la acción política y
militar en sacramento religioso, puesto que la actuación pragmática del
combate
comporta necesariamente una sobrecarga simbólica, sin la que no se
sustentaría.
Los países no musulmanes que sufren el ataque yihadista son
considerados no
solo como enemigos, sino como ofrendas inmoladas, exigidas por Dios y
su
profeta.
«Combatid en el
camino de Dios contra los que combaten contra vosotros (…) Matadlos
allí donde
os enfrentéis con ellos, y expulsadlos de donde os hayan expulsado. La
subversión es peor que matar. (…) Combatid contra ellos hasta que no
haya más
subversión y la religión pertenezca a Dios » (Corán 87/2,190-193).
«Malditos. Donde
se los encuentre serán capturados y matados sin piedad» (Corán
90/33,61).
«Capturadlos y
matadlos allí donde os enfrentéis con ellos. Os hemos dado plena
autoridad
sobre ellos» (Corán 92/4,91).
Las
citas pueden ser muchas más, y lo veremos
en el capítulo de este libro dedicado a la yihad. Este tipo de mandatos
coránicos son a la vez órdenes de batalla y reglas rituales. El
significado es
que el islam ritualiza la guerra. La ha convertido en un sacrificio
cruento con
la finalidad sagrada de propiciar, mediante la acción violenta y el
derramamiento de sangre, el advenimiento del reino de Dios en versión
zelota.
A
los que rehúsan
unirse a la causa se los considera enemigos, y a los enemigos, acusados
de
descreimiento, se los categoriza como enemigos de Dios; y en cuanto
tales son merecedores
del fuego del infierno y pasan a ser víctimas cuya destrucción y muerte
(sacrificio
de agresión) complacerá a la divinidad. Los enemigos matados en la
yihad no son
simples muertos, son vistos como
víctimas
propiciatorias, cuya matanza se
entiende como ofrenda de sacrificios humanos conforme a lo que el Dios
coránico
manda, con el fin de implantar su Ley a mayor escala y obtener su
bendición. La idea
subyacente implica el principio de que la
mejora de la propia vida solo se obtiene arrebatándosela a los demás.
Las
víctimas pueden ignorar por completo lo que se les viene encima, pero
los
victimarios, en su afán de culpar a otros del propio infortunio, siguen
puntualmente
las pautas de un sacrificio de agresión: 1) se autoerigen a sí mismos
como
justos; 2) se autoconvencen de que Dios está de su parte
exclusivamente; 3)
designan a otros como culpables y pecadores y los declaran enemigos; 4)
descargan la violencia contra esos otros, que, en realidad, representan
chivos
expiatorios sobre los que se proyecta la propia maldad (a la vez que se
codician
sus apetecibles bienes); 5) al destruir o derrotar a las víctimas de la
agresión, liberan sus bienes para los vencedores, que entonces se
apoderan de
ellos, como el botín al que creen tener derecho; y 6) interpretan todo
este
proceso como cumplimiento de la promesa y bendición de Dios, a cambio
de los
sacrificios humanos inmolados.
Está
claro que la
yihad encaja como sacrificio de agresión, en el que los no musulmanes
cargan
con la culpa que la umma musulmana les achaca, al declararlos
enemigos,
antes de descargar sobre ellos toda la violencia destructiva y letal.
Conforme
a la lógica sacrificial del chivo expiatorio, es siempre el inocente
quien de
hecho paga por el culpable (cfr. Girard 2003).
Por
tanto, el Corán y el islamismo
preservaron o restauraron el
culto sacrificial de los antiguos, y consagraron una nueva modalidad de
sacrificios en el campo de batalla: la inmolación del enemigo y de uno
mismo,
combinando agresión y oblación. Al oficiante perfecto de ambas lo
llaman «mártir»,
que aquí es el que mata y se hace matar en palabras del Corán
(113/9,111) y así Dios lo perdona y lo hace entrar al
paraíso
(Corán 95/47,4-6). Porque el Dios coránico ama a los que
combaten y matan por su
causa (Corán 109/61,4) y está con ellos (Corán 113/9,123), y hasta mata
por
mano de ellos (Corán 88/8,17). Estamos ante una lógica
perversa, que llama «mártir»
al que muere matando, es decir, ejerciendo la violencia, cuando él solo
la
sufre porque previamente decidió ejercerla y porque la ejerce sobre
otros, de
por sí víctimas inocentes de la culpa que se les achaca. Nadie podrá
negar el carácter ritual y
sagrado de la guerra yihadí, y
de esas extensiones suyas que son los atentados actuales del terror
islámico.
Estamos,
al mismo tiempo, ante una
teología deleznable, que avala esos ritos cruentos, supuestamente
necesarios
para aplacar la cólera divina. El Corán dibuja una imagen de Alá como
un Dios
sádico, sediento de sangre, un tirano ansioso por la sumisión total del
hombre.
Y funda un poder político a semejanza de ese Dios, y viceversa. Es
clemente y
misericordioso exclusivamente con los que se han sometido al islam.
Pero una
imagen de Dios que exige sacrificios humanos sin fin, y no el fin de
los
sacrificios humanos, no es más que un avatar de Moloc, aquel baal
cananeo, en
cuyo culto se inmolaban seres humanos inocentes.
En
síntesis, el
Corán sustenta una interpretación sacrificial de la guerra, de la
violencia
sobre los oponentes, justificada por el supuesto fin sacrosanto de
traer la
salvación al mundo. Su idea es la de un Dios que da órdenes para matar
a los «enemigos
de Dios», que exige sacrificios cruentos. Se trata de una visión
arcaica que tendría
históricamente un ominoso futuro en las ideologías revolucionarias
modernas,
cuando legitiman y practican el asesinato de los «enemigos del Pueblo»,
actuando
como religiones políticas guiadas por una ética primitiva y mortífera.
Es
el lado oscuro de
toda utopía, obnubilada por la fantasía de que la destrucción de los
disidentes
propiciará la llegada del reino, sea burgués, anarquista, comunista,
nazi, o de
cualquier otro signo. Porque el terror está inscrito en el núcleo
esencial de
las utopías, cuya promesa resulta siempre falsa. Pero no existe ninguna
relación
causa-efecto entre la hecatombe y el paraíso, salvo como ruda
ensoñación de una
dialéctica irracional, desmentida una y otra vez por los hechos
históricos. Sin
embargo, lamentablemente, ese
mismo
pensamiento patológico persiste en los mitos y la mística que avalan la
violencia revolucionaria, con una fe ciega en que la sangre de los
enemigos propiciará
la salvación, de manera que sus organizaciones están dispuestas a
decretar el
asesinato en masa a fin de implantar por la fuerza su infernal paraíso.
En
el islamismo, encontramos una fuerte
regresión en la historia de las religiones. El budismo había dado un
paso hacia
la desacralización de la violencia, al suspender los sacrificios
tradicionales
instaurados por los Vedas. En la religión del antiguo Israel, distintos
profetas proclamaron que Dios quiere justicia y no sacrificios; y, más
tarde, el
judaísmo sinagogal abandonó por completo los sacrificios animales.
En
cuanto al cristianismo, Dios Padre
quiere que todos los hombres se salven y, en su sistema simbólico, no
solo no
reclama sacrificios de los humanos, sino todo lo contrario. En Jesús es
Dios
quien se «sacrifica» por la humanidad. La entrega de Jesús revela un
atípico Mesías,
víctima inocente que desenmascara el mecanismo de la violencia y rompe
con su
lógica inhumana. Según la carta a los Hebreos, el sacrificio único de
Cristo abrió
a los humanos todas las riquezas de Dios, demostró la ineficacia de
todos los
demás sacrificios, inútilmente repetidos (Hebreos 10,3 y
10-12), y condenó la maldad de la
violencia
sagrada, que recae indefectiblemente sobre inocentes. Es un nuevo tipo
de
sacrificio, que destierra para siempre el simbolismo del chivo
expiatorio, quita
a la violencia todo carácter sagrado, la desacraliza, la deslegitima.
Expulsa
los rituales sangrientos de la religión y, consiguientemente, postula
la
repulsa de la violencia en la vida social y política. De ahí que el
buen cristiano
tome conciencia del cambio de significado introducido por la muerte de
Cristo y
esté dispuesto a asumir la propia culpa, e incluso la culpa ajena, en
un
esfuerzo paciente para procurar el bien de los otros, de todos.
La
posición sacrificial del Corán y su
exaltación de la violencia resulta plenamente coherente con el hecho de
que
niegue la crucifixión de Jesús y, por tanto, el valor salvífico de su
muerte y
su renuncia a ejercer violencia. En cambio, el cristianismo primitivo
encontró,
en la interpretación sacrificial de la entrega de Jesús, un significado
soteriológico, que se extiende de la muerte a la resurrección, porque,
según
argumentaba el apóstol Pablo: «Dios no genera la salvación matando,
sino a
través de la muerte y la resurrección, es decir, mediante la
superación
de la muerte» (Theissen 2000: 182).
El ritual islámico establece una continuidad
entre la representación
simbólica y la realización práctica del proyecto mahomético de
dominación,
disfrazado de lucha por el reino escatológico. Los ritos sacrificiales
se basan
en una ecuación mediante la cual, una vez resuelta, se espera obtener
un
balance favorable. Como hemos visto, en los sacrificios de agresión de
carácter
social, los oficiantes cargan sus propios males sobre las víctimas,
convertidas
en chivos expiatorios, y se afanan en destruirlas en cuanto sujetos
libres. Desde
este punto de vista, la yihad es, por antonomasia, un sacrificio de
agresión, que
Alá manda repetir hasta que toda otra religión y civilización sea
sustituida
por el islam.
Ese
tipo de sacrificio entraña una política
y una teología de sustitución, que ya mencionamos en los
capítulos sobre
Abrahán, Moisés, María y Jesús. Al lanzar la violencia sagrada contra
otros, en
realidad, aparte de subyugarlos, se busca apoderarse de sus bienes
materiales y
espirituales. Es el sacrosanto botín que Alá concede al pueblo
musulmán. En
concreto, históricamente, constatamos el frenesí del poder islámico,
desde el
principio, por ocupar el lugar de los romanos (bizantinos) y por
conquistar
Constantinopla. Lo advertimos todavía hoy, en las estrategias
islamistas dirigidas
a hacerse con Europa.
En
efecto, podemos enumerar, como
muestra tomada del Corán, un elenco de sustituciones muy
significativas, consumadas
siempre a costa de «sacrificar» a otros.
–
La sustitución de la genealogía de
Abrahán, poniendo en el lugar de Isaac a Ismael (Corán
56/37,101-107).
–
La sustitución del pueblo elegido, de
los «hijos de Israel», por los «hijos de Ismael», es decir, por la umma
árabe como nuevo pueblo elegido, verdaderamente sumiso (Corán 87/2,143; 89/3,110; 113/9,39).
–
La sustitución de los relatos de la
Biblia hebrea y del Evangelio por la versión mahometizada en el Corán,
como
nuevo libro sagrado (Corán
45/20,2; 45/20,113; 53/12,2;
98/76,23; 112/5,15-16; 113/9,111). Los profetas bíblicos son
presentados como
si
fueran musulmanes, que transmiten el mismo mensaje que Mahoma (Corán
112/5,15-16)
–
La sustitución de la Ley de la Torá
mosaica por una adaptación árabe, que es el derecho islámico como nueva
Ley de
Dios.
–
La sustitución de Moisés, en la sura
17, por Mahoma como nuevo profeta, que acaba reemplazando a todos los
demás (Corán
90/33,40).
–
La sustitución de Jesús por un «hijo
de María» islamizado, despojado de su filiación divina (Corán
63/43,59; 112/5,17). En este sentido, el nombre de Jesús es suplantado
en muchos
pasajes del texto coránico. O
será cambiado por el de Mahoma en las inscripciones del Domo de la Roca.
–
La sustitución de una idea de
revelación como inspiración del profeta o del autor de un texto
sagrado, por el
dogma de un dictado literal de Dios.
–
La sustitución de Jerusalén por La
Meca, como nueva ciudad santa y como nueva orientación de la alquibla
en el
culto (Corán 87/2,144; 87/2,149
y 150); sustitución del templo y
su sanctasantórum por el
nuevo santuario mequí y la caaba (Corán 87/2,127; 89/3,96-97).
–
La sustitución de las lenguas hebrea,
aramea y griega por el árabe como nueva lengua sagrada (Corán
53/12,2; 61/41,3; 62/42,7; 63/43,3; 70/16,103).
–
La sustitución, en la práctica, de la
fe en Dios por la obediencia a su enviado Mahoma (Corán 92/4,80).
–
La sustitución del emperador por el
califa, de la basílica por la mezquita, del calendario solar por el
lunar, de
la cruz por la media luna…
La
agresión sacrificial se consuma en la
derrota de las víctimas y en la apropiación de sus tierras, riquezas y
personas.
Su procedimiento es la sustitución sistemática de las religiones judía
y
cristiana por la
religión de Alá (Corán 88/8,39). No es solo
una expropiación de las riquezas materiales, sino que se lleva a cabo
un saqueo
cultural metódico. En cierto modo, constituye un proceso de canibalismo
religioso, al fagocitar la tradición bíblica; y a la vez político, al
atacar y someter
a los otros a las instituciones del poder islámico (Corán
113/9,29). En numerosos
contextos, perpetra
también una sustitución demográfica, ya sea por absorción, arabización
e
islamización de las poblaciones de los países conquistados, ya sea por
medio de
migraciones que alteran y minan la cohesión de la sociedad local o la
nación
que aspira a someter.
Semejante
imperativo de concebir la vida
desde la necesidad estructural de chivos expiatorios impide al
islamismo y a
sus adeptos integrarse en plano de igualdad con las demás naciones,
metafísica
y teológicamente categorizadas como objetivos de la yihad, ya sea por
la
fuerza, ya por el sometimiento voluntario al orden islámico. En ambos
casos el
resultado es el mismo: la inmolación de los no musulmanes como víctimas
propiciatorias, exigidas por Alá en el Corán. Esta violencia de la
yihad,
disfrazada de sacralidad, encubre una gran mentira sobre la
justificación de
los sacrificios y la sangre como algo grato a Dios. Semejante barbarie,
por sí
sola, bastaría para impugnar definitivamente la santidad del Corán.
Bibliografía
citada
Girard, René
1972 La violencia y lo
sagrado.
Barcelona, Anagrama, 1983.
2003
El
sacrificio. Madrid, Ediciones Encuentro, 2012.
Mauss,
Marcel (y Henri Hubert)
1899 De la naturaleza y
funciones del
sacrificio. Barcelona, Seix Barral, 1970.
Muslim Ibn al-Hayyay,
Abu Al-Nusain
2006 Sahih Muslim.
Traducción al idioma español por Abdu Rahmán Colombo Al-Yerrahi,
Oficina de
Cultura y Difusión Islámica Argentina.
Theissen, Gerd
2000 La
religión de los primeros cristianos. Una teoría del cristianismo
primitivo.
Salamanca, Sígueme, 2002.
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