20. Los componentes éticos del sistema
islámico
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La Ley islámica
se designa con el término saría, que se puede traducir como
«senda»,
camino, en el sentido de norma a seguir; también como legislación. Esta
palabra
aparece solamente tres veces en el Corán:
«Él os ha dado
como senda [saría] de la religión lo que había ordenado a Noé,
lo que te
hemos revelado, lo que habíamos ordenado a Abrahán, a Moisés y a Jesús:
‘Estableced
la religión, y no os separéis a causa de ella’» (Corán 62/42,13).
«Luego te pusimos
en una senda [saría] del orden. Síguela, pues, y no sigas los
deseos de
quienes no saben» (Corán 65/45,18).
«A cada uno de
vosotros os hemos dado una senda [saría] y una conducta. Si Dios
hubiera
querido, hubiera hecho de vosotros una sola nación. Pero quería
probaros en lo
que os dio. Competid en buenas obras» (Corán 112/5,48).
A partir de estas
citas, no se saca mucho en claro. Su sentido apunta a la idea de una
voluntad
de Dios que hay que obedecer. Pero, a lo largo de la historia
musulmana, su
concepto conoció un enorme desarrollo, de modo que llegó a ocupar un
lugar
central y fundamental en el sistema islámico y en sus escuelas de
jurisprudencia. Hasta el punto de que podemos afirmar que el islam, más
que una
fe, es una ley que debe cumplirse, una
ley entendida como voluntad divina. Los musulmanes tienen el deber de
atenerse
estrictamente a la norma especificada: prescripciones, prohibiciones y
sanciones. No se trata de unos principios éticos. El énfasis se pone en
la
norma concreta, que, aunque se originara en circunstancias
particulares, se
convirtió en obligatoria con alcance universal, al creerse producto de
una
revelación de Dios. Más tarde, los jurisconsultos codificaron
minuciosamente
los comportamientos correctos en cada situación. Establecieron las
normas
concretas de lo permitido y lo prohibido, y los detentadores del poder
exigieron
su cumplimiento en virtud del carácter divino del mandato y de su papel
como
guardianes.
Lo más exacto es
decir que, en el islam, el derecho, todo él considerado divino,
puesto
que solo Dios es fuente de derecho, constituye y sustituye a la ética.
Lo
esencial es ceñirse a lo mandado: una ética de sumisión, que no
requiere el
ejercicio de la razón y la libertad, porque es absolutamente
heterónoma. La
aceptación de la voluntad divina revelada en sus más concretos
preceptos exige
la renuncia a la propia racionalidad humana y conlleva la negación de
toda
autonomía moral de las personas. La escuela de los mutazilíes, que
defendieron
el valor de la razón, fue reprimida y suprimida.
Recordemos,
además, que, en coherencia con ese enfoque teológico, se da una
identificación
o completa fusión entre lo que nosotros entendemos por política y lo
que entendemos
por religión. En efecto, el derecho islámico, o saría, no
distingue
entre religión y política, como tampoco entre lo público y lo privado.
Todo se articula
en un único orden teocrático, comparable a una modalidad sacralizada de
sistema
social totalitario.
Después de haber
analizado los componentes míticos y los rituales del sistema islámico,
abordamos ahora los componentes éticos, es decir, la forma expresiva
del ethos,
que trata de la acción, las decisiones, los modelos de comportamiento
práctico
y los fines concretos que uno debe alcanzar. El modo de actuar se
orienta, en
la práctica, en función de las normas particulares estatuidas, desde
las que se
juzga acerca de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo puro y lo
impuro,
lo lícito y lo ilícito. Esto significa que no cabe entender la ética
islámica
como una moral de principios de discernimiento desde los que se evalúa
la
acción, sino, a la inversa, como una moral de casos y preceptos
particulares
válidos por sí mismos, es decir, por cuanto tales preceptos específicos
han
sido dictados por la divinidad, según se cree (cfr. Aldeeb 2012 y
2014). No estamos
solo ante una moral heterónoma, sino ante una moral teónoma.
«¿Quién
administra el orden? Dirán: ‘Dios’» (Corán 51/10,31).
«Él administra el
orden desde el cielo hasta la tierra» (Corán 75/32,5; también 96/13,2).
«La orden de Dios
es una predeterminación predeterminada» (Corán 90/33,38).
«Esta es la orden
de Dios, que él ha hecho descender a vosotros» (Corán 99/65,5).
Los musulmanes
creen que ese Dios ordenante dictó su Ley, y cuentan la historia de que
la hizo
descender primero a Moisés, después a los profetas y finalmente a
Mahoma.
También creen que esa Ley divina es la escrita en todos los textos
sagrados,
pero los judíos y los cristianos la habrían falsificado, por lo que
solo son
válidas las disposiciones del Corán, luego amplificadas en la venerada
tradición mahomética, sistematizadas y codificadas definitivamente en
la
legislación islámica. En el fondo, como ya sabemos, la Ley islámica no
es más
que la Ley judaica adaptada a los árabes de los siglos VII y VIII, y
codificada
por los persas en el siglo IX.
Como hemos
señalado, el rasgo característico de la concepción del derecho en el
Corán y el
sistema islámico es que apenas hacen referencia a valores universales o
principios éticos y jurídicos. Así, en realidad, no se invoca la paz,
la
justicia, o la equidad, para contrastar si los preceptos concretos se
adecuan,
sino que se recopilan leyes coyunturales, y las reglamentaciones muy
pormenorizadas invaden todos los aspectos de la vida social y personal,
familiar y económica, política y religiosa, como disposiciones
obligatorias en
virtud del presunto imperativo divino. Y entonces, al cumplimiento
fáctico de
tales normas es a lo que se designa como equidad, justicia, o paz. Del
mismo
modo que tampoco se plantea una búsqueda independiente de la verdad,
sino que
al conjunto de los enunciados dogmáticos dados es a lo que llaman la
verdad.
La ética del
islam, por tanto, no se funda en la libre opción personal, a la luz de
principios éticos, sino que radica en la sumisión incuestionable a un
orden
político-religioso basado en el Corán y la zuna del profeta.
Vista en la perspectiva de la
evolución
interna del islam primitivo, el triunfo de Mahoma y su ley no solamente
significaba
la suplantación definitiva de Moisés (la alianza y la Torá), sino que
implicaba
asimismo la postergación definitiva de Abrahán, por más que se exalte
retóricamente la «religión de Abrahán», ya que este fue acreedor de la
promesa
por su fe en Dios, y fue justificado antes de la circuncisión y
antes
de que existiera la Ley; por tanto, con independencia de ellas.
En el plano de los hechos, el
valor supremo
del ethos islámico se cifra en un doble sometimiento: la
implantación
del poder musulmán (fundado fácticamente en la yihad), como
medio para la
imposición de la Ley de Dios (dictada míticamente en la saría).
Esta es
la autoasignada misión con la que pretenden justificarse los seguidores
de
Mahoma. Es la obligación primordial de todo musulmán en cuanto miembro
de la umma.
Así, la violencia se yergue como un deber ineludible, si bien adaptable
en
función de las circunstancias, en el proceso de universalización de la
Ley
islámica. En la práctica, se despliega históricamente como un ethos
de militarización
mesiánica, conquista y dominación, que desemboca en una obediencia
ciega a la
clase aristocrática militar, configurada luego como dinastía
mahomética, a la
que se han proclamado adscritos genealógicamente todos los detentadores
del
poder musulmán.
Las
fuentes primarias de la Ley islámica son, según sostienen los
musulmanes, el
Corán y los relatos de la tradición de Mahoma, o zuna, es decir, los hadices llamados auténticos, sobre todo
los de Al-Bujari y los de Muslim. En menor medida, se tiene en cuenta
también a
la vida (o sira) del enviado de
Dios, escrita por Ibn
Hisham, y los comentarios sobre el Corán, como el de Al-Tabari. Sobre
estos
fundamentos incuestionables, se habrían formulado los códigos de
derecho
islámico. Y en ellos siguen buscando su legitimidad los decretos o
fetuas emitidos
por los ulemas suníes, o los mulás chiíes, en cuanto reputados doctores
de la
ley. No obstante, como ya indicamos en el capítulo sobre las fuentes y
la
historia califal de los orígenes, en ese planteamiento hay algo que no
cuadra,
y es que los códigos que registran la Ley islámica son cronológicamente
anteriores a los hadices, sus supuestas fuentes. Pues las escuelas de
jurisprudencia datan sobre todo del siglo VIII, en tanto que las
biografías del
profeta son de finales del siglo VIII y del IX, y los hadices se
redactaron en
los siglos IX, X y XI. Resulta imposible que los fundadores de los
códigos
jurídicos del islam consultaran unas obras que aún no existían. Más
bien sería
al revés.
En cualquier caso,
desde el punto de vista del dogma islámico, lo incuestionable es que
Dios, en
cuanto creador, posee en exclusiva todo el derecho y que, propiamente,
solo él
tiene derechos, por lo que Dios representa la única fuente de
derecho
para la sociedad humana. Solamente Dios ordena y dicta la ley, por
medio de sus
enviados y, definitivamente, por medio del profeta árabe Mahoma. Se
asume, igualmente,
que sus mandatos revelados están escritos en el Corán y las
recopilaciones de hadices,
y que a partir de ahí se sistematizaron en el derecho islámico. Con
esta
mentalidad, el islam solo acepta el poder político basado en la
religión, que
se ejerce en nombre de Dios y aplicando su Ley: en esto consiste
estrictamente
la teocracia.
Esta visión
pertenece al relato mítico, que incluye a Dios y su profeta en el
núcleo de los
axiomas fundamentales de la religión islámica, como objeto de la
profesión de
fe. De ahí se sigue, en el ámbito de la ética y la política, la orden
de
someterse a la Ley de Dios y la obediencia a Mahoma. Ahora bien, en la
realidad
histórica, tanto en el plano del discurso como en el plano pragmático,
el único
que comparece es el personaje de Mahoma. Solo él está a nuestro
alcance. A fin
de cuentas, lo que se dice de Dios es Mahoma quien lo dice. Lo que se
dice que
manda Dios es Mahoma quien lo dice y lo manda. Por consiguiente, a
todos los
efectos, a contrapelo del mito, la única fuente de derecho constatable
radica
en el Corán y los dichos de la tradición del profeta. En el islam,
aunque no se
diviniza la persona de Mahoma, sí resulta divinizada su palabra, o lo
que es lo
mismo, el texto coránico que él habría dictado y los relatos de la
tradición que
recompilan sus dichos.
En el Corán, se
contabilizan unos 800 versículos en los que se decretan normas de
comportamiento práctico con carácter jurídico. Está claro que no se
trata solo de
religión, ni solo de ética en un sentido convencional. El Corán asume
las
características de un código civil y penal, si bien decretado por Dios.
Y esta
imagen jurídica de Dios se define sobre todo como una voluntad
omnímoda, no
tanto una racionalidad que permita discernir y esperar una coherencia
conforme
a ella. No se concibe como logos, ni como espíritu, sino como voluntad
fundada
en sí misma y su determinación, ante la que no cabe ya indagar nada,
sino tan
solo el acatamiento.
La clave de la
conducta para los musulmanes está en la obediencia a la ley,
una ley
justificada exclusivamente por su procedencia. De ahí el insistente
reclamo de
obediencia en el Corán, que se vuelve más apremiante sobre todo en los
capítulos posteriores a la hégira, donde exige obediencia 38 veces y
amenaza en
19 ocasiones a los que desobedecen al enviado.
«Al que obedece a Dios y a su enviado,
él lo hará entrar en jardines bajo los cuales correrán arroyos, donde
estarán
eternamente. (…) Al que desobedece a Dios y a su enviado, y transgrede
sus
normas, él lo hará entrar al fuego, donde estará eternamente» (Corán
92/4,13-14;
paralelo en 111/48,17).
«Los creyentes y las creyentes son
aliados unos de otros. Ordenan lo conveniente, prohíben lo reprobable,
elevan
el rezo, pagan el tributo, y obedecen a Dios y a su enviado» (Corán
113/9,71).
Porque, con toda
claridad: «El que obedece al enviado, ha obedecido a Dios» (Corán
92/4,80). En
la práctica, todo se resuelve en acatar y cumplir los mandatos de
Mahoma, pero
no solo cumplirlos: se exige además el hacerlos cumplir a los demás.
Otro concepto en
el que insiste el Corán y que recalca la idea de obediencia es el de
ser «sumiso»
(52 veces), «someterse» a Dios (21 veces) y aceptar la «sumisión» (8
veces). Es
lo que más adelante daría lugar a los términos «musulmán» (sumiso) e
«islam»
(sumisión).
«¡Señor nuestro!
Haz de nosotros unos sumisos a ti, y de nuestra descendencia una nación
sumisa
a ti» (Corán 87/2,128).
La exigencia de sumisión
no termina en la obediencia a los mandatos de Mahoma, sino que incluye
también
el someterse al juicio de Mahoma (Corán 92/4:65; 101/59:7; 102/24:51),
quien
acumulaba así el poder judicial además del legislativo el ejecutivo, el
militar
y el religioso.
Por otra parte, una
vez desarrollado el sistema legal islámico, este comporta la exigencia
de
expandir la instauración de sí mismo. Es sabido que sus preceptos
requieren y legitiman
la liquidación de cualquier religión concurrente, con el fin de hacerse
hegemónico. A pesar de que, en cierto versículo, se dice que Dios había
dado distintas
«sendas» a unos y otros (Corán 112/5,48), la jurisprudencia interpreta
que está
abrogado por los versículos que reclaman combatir hasta que solo quede
la
religión de Dios, o sea, el islam (Corán 88/8,39; 113/9,5; 114/110,2).
Como ya hemos
señalado varias veces, la mirada musulmana contempla el mundo dividido
en dos: la
casa o tierra del islam, donde impera la Ley islámica, y la tierra
de
la guerra, o conjunto de las gentes «infieles» o países no
musulmanes. La
expansión del imperio de esa ley tropieza con un foso de separación,
que debe
ser allanado.
El argumento por
el que este sistema islámico, organizado conforme a la ley de Mahoma,
se arroga
estar legitimado para extender la jurisdicción de esa ley al mundo
entero
estriba en su autodefinición como sistema perfecto, debido a su
procedencia
divina. De ahí que el objetivo estratégico de la yihad
se defina como «combate en el camino de Dios», que debe
librarse en todos los ámbitos, por todos los medios al alcance y sin
límite de
tiempo. Así, la saría y la yihad constituyen el núcleo
duro del
sistema islámico, su genoma de actuación ética, política y religiosa,
con un
significado pragmático eminentemente militar, de guerra por la
conquista del
mundo para someterlo a la Ley de Alá. El proyecto radica en instaurar
el
presunto reino de Dios en la tierra, en forma de teocracia islámica,
como un
califato mundial, o Estado islámico terrestre, basado en un
imperialismo
musulmán que domine y subyugue a todos los pueblos y culturas. Si lo
pensamos,
no es un proyecto muy distinto del que hallamos en las restantes
utopías
totalitarias, surgidas en la historia.
En resumen, la
concepción coránica de la actuación ética/política articula dos temas
centrales, inseparables, que se complementan como el fin y los medios.
Primero,
como finalidad, la sumisión a la Ley
islámica, predestinada a regular toda la organización social. Y
segundo,
la obligación del combate omnímodo contra los que se resistan, como
medio
imperativo, ordenado por Dios para imponerles dicha ley.
Al comienzo del
capítulo 9 de este libro, concerniente a las prohibiciones y las
prescripciones
rituales, ya hemos analizado la oposición halal/haram en
su
compleja significación de sagrado/profano, puro/impuro,
permitido/prohibido,
lícito/ilícito. Ahora vamos a explicitar otro aspecto práctico, que
vincula esa
oposición con su fundamento, que es la ley. El orden jurídico dictamina
todos
los comportamientos, su carácter legal, o ilegal, y sus modos
particulares. Así
controla el funcionamiento global de la sociedad islamizada.
Las determinaciones
normativas categorizan las actuaciones y los objetos con una etiqueta
que marca
su valor positivo o negativo: como halal, o como haram.
Los matices
de significado hacen que el concepto halal
se refiera a lo que es preceptivo frente a lo prohibido, aunque existe
también
una escala de grados. En términos éticos, establece lo que se considera
bueno.
Y su concreción está determinada por la Ley islámica, de modo que esta
tiene a
la vez un carácter jurídico, político y religioso. Su jurisdicción
abarca tanto
la acción ritual como la práctica en la vida real. La categoría halal delimita un sistema de prescripciones
y proscripciones que afecta a los alimentos y las bebidas, las
relaciones
sexuales, las operaciones financieras, en suma, todos los aspectos de
la vida.
Lo halal es lo legal, todo lo que
está ordenado, predeterminado o autorizado por la Ley islámica en su
particular
contenido, y lo que es compatible con ella.
De ahí que todo
lo que no se atenga fielmente a esa codificación legal tradicional sea
visto
como haram: algo malo, ilegal, impuro, reprensible. La noción
de haram funde en una sola la idea de
pecado y delito, por lo que la transgresión no se remite solo a la
sanción de Dios
(que castiga con las desgracias en esta vida y el infierno eterno),
sino que,
en casos tipificados, es objeto del castigo inmediato por parte del
poder: privación
de derechos, humillación pública, esclavitud, vejaciones corporales,
amputaciones, prisión, o pena de muerte.
Los eruditos
musulmanes establecen una escala, que va desde lo estrictamente
prohibido a lo
estrictamente obligatorio, con varios grados intermedios de permisión
que van
hasta lo simplemente desaconsejado. El sentido ético-legal de lo halal como bueno, puro, justo y
necesario se extiende, de manera relevante, al deber de ejercer la
violencia con
el fin de imponer la religión y la Ley islámica. Por eso, con respecto
a los no
musulmanes, incluidos judíos, cristianos y zoroástricos que resistan al
islam, se
considera halal y meritorio atacarlos
y asesinarlos, requisar sus propiedades, esclavizar a sus mujeres e
hijos. Incluso,
desde el punto de vista de los suníes, es halal,
un deber, practicar todas las coerciones contra los musulmanes
disidentes: chiíes,
ismaelíes, alauíes, drusos, y contra todos aquellos que, llegado el
momento,
sean declarados herejes, o apóstatas. Así lo requiere el imperio de la
Ley
islámica.
Desde un punto de
vista filosófico, observamos cómo esta ideología ha sustituido los
conceptos
éticos de bien y mal, de bueno y malo, por las nociones de halal
y haram, que ante
todo son conceptos jurídicos, que solo exigen el cumplimiento efectivo,
sin
necesidad de una actitud interior, ni de un juicio de valor. El ethos
musulmán, al identificar la ética con el comportamiento halal
de
sumisión plena a la Ley, exige un abandono completo de la propia
libertad en
aras de la devota adecuación a las reglamentaciones de una
jurisprudencia
sacralizada.
En coherencia
coránica, no sería necesario invocar el principio del talión, ni ningún
otro,
puesto que el fundamento de toda norma radica únicamente en la voluntad
de Dios
revelada en normas concretas, que no pueden deducirse de principio
alguno. De
hecho, lo que encontramos es el talión ya aplicado en ordenanzas con un
contenido específico.
Uno de los muchos
elementos que el islamismo adoptó del judaísmo fue la ley
del talión, como principio jurídico de retribución, como forma
primitiva de reciprocidad: «Ojo por ojo, diente por diente» (Éxodo
21,23-25;
Levítico 24,19-21; Deuteronomio 19,21). En efecto, el Corán lo recoge,
siempre
en suras posteriores a la hégira, cuando hay un afán por legislar:
«¡Vosotros que
habéis creído! Se os ha prescrito el talión en casos de homicidio:
hombre libre
por hombre libre, esclavo por esclavo, mujer por mujer. Pero, si
alguien es
perdonado en algo por su hermano, que la compensación se haga según se
convenga
y la indemnización proporcionada. Esto es un alivio por parte de
vuestro Señor
y una misericordia. Después de esto, quien viole la ley tendrá un
castigo
doloroso. En la ley del talión tenéis vida» (Corán 87/2,178-179).
«El mes sagrado
por el mes sagrado. Las cosas sagradas caen bajo la ley del talión. Si
alguien
transgrede contra vosotros, transgredid contra él en la medida que
transgredió
contra vosotros. Temed a Dios. Y sabed que Dios está con los que temen»
(Corán 87/2,194).
«En ella, les
hemos prescrito: ‘Vida por vida, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja
por oreja,
diente por diente y por las heridas el talión’. Quien renuncie a ello,
será una
expiación para él. Quienes no juzguen según lo que Dios ha hecho
descender, esos
son los opresores» (Corán 112/5,45).
Esta última aleya
alude literalmente a la Ley mosaica, aunque añade de su cosecha lo de
«nariz
por nariz, oreja por oreja», que no aparece en la Biblia.
La ética y el
derecho islámicos piden a los musulmanes, más que servirse de la razón
y la
libertad que Dios les concediera, obedecer servilmente las incontables
prohibiciones y prescripciones atribuidas a Mahoma y, en su mayor
parte, dictaminadas
por una pléyade de jurisconsultos medievales.
El tema de las
contradicciones normativas y su tratamiento mediante una teoría de la
abrogación adquiere una enorme importancia para afrontar el problema de
las
incoherencias y discordancias que presenta el Corán y tratar de darle
un
sentido. El hecho de que unos preceptos coránicos manden una cosa y
otros lo
contrario planteó históricamente la necesidad de elaborar la doctrina
de la
abrogación (la expusimos más ampliamente al tratar del Corán en el
libro La
genealogía del islam, 2021). Aunque, en cierto modo, esa necesidad
pone en
entredicho la creencia en que las normas islámicas son inmutables. Pues
no lo son
ni siquiera dentro del Corán. Este fenómeno, por lo demás comprensible
en unos
textos que tardaron años en componerse, prueba que hubo una evolución
desde el
protoislam y una sedimentación de sucesivos estratos redaccionales.
Un ejemplo
emblemático lo tenemos en el caso del vino: primero se considera «un
buen
sustento» (Corán 70/16,67), luego se afirma que «hay pecado y provecho»
(Corán
87/2,219), y finalmente está prohibido por ser «abominación y obra del
demonio»
(Corán 112/5,90).
Otro caso es la
orientación de la alquibla del rezo: una aleya dice que «de Dios es el
oriente
y el occidente. Dondequiera que os volváis, allí está el rostro de
Dios» (Corán
87/2,115), pero primero se rezaba mirando a Jerusalén, y luego otra
aleya ordena
mirar hacia la caaba de La Meca (Corán 87/2,144 y 149-150).
Lo
innegable
es que, en el corpus coránico, se advierten numerosas incoherencias y
hasta
contradicciones entre distintos versículos (cfr. Lisan 2018a), dando
lugar a
dudas acerca de lo que realmente manda el Corán. Para resolver este
conflicto y
determinar el valor de un precepto, es para lo que los juristas
musulmanes
elaboraron una compleja doctrina de la
abrogación.
En el derecho musulmán, la noción de
abrogación se define como «la
anulación parcial o total de la aplicación de una prescripción de la saría,
sobre la base de una indicación posterior que anuncia explícita o
implícitamente esa anulación» (Aldeeb 2016, 13). Es un recurso
imprescindible
para entender el Corán y para ejercer la función de jurista. Sin
embargo, no ha
dejado de plantear polémicas desde tiempos del profeta. Y no
hay acuerdo entre los autores musulmanes clásicos acerca de cuáles y
cuántos
son los versículos abrogados, que podrían ser cerca de 300, dispersos
en 71
capítulos. El fenómeno de la abrogación no es tan simple. Se han llegado a identificar diferentes tipos
de abrogación: un versículo abroga a otro, pero ambos permanecen en el
Corán;
unos versículos normativos revelados a Mahoma son luego reemplazados
por otros
con diferente contenido; un versículo revelado que se encuentra en el
Corán es
abrogado por un versículo que ha desaparecido del Corán; unos
versículos
revelados a Mahoma los hace olvidar Dios; unos versículos son revelados
por
satanás, pero son abrogados por Dios; unos versículos del Corán son
abrogados
por la tradición de Mahoma; una palabra de Mahoma es abrogada por un
versículo
coránico; y abrogaciones múltiples de versículos que se anulan uno a
otro en
cadena (cfr. Albeeb 2016, 14-15). Un estudio completo sobre este tema,
en L'abrogation
dans le Coran (Aldeeb 2021b).
El criterio general
establece que un versículo puede ser modificado o anulado por otro
revelado con
posterioridad, de modo que las prescripciones más recientes prevalecen
sobre las
más antiguas. En consecuencia, existen preceptos legales abrogantes
y
preceptos legales abrogados. En ciertos casos, esto entraña una
gran
trascendencia. Por ejemplo, según sostienen los autores musulmanes
clásicos, un
solo versículo, como el llamado «versículo de la espada» que manda
combatir
contra los no musulmanes (Corán 113/9,5), habría abrogado 124, o
incluso 140, versículos
de signo tolerante. Así, el resultado es que los mandatos más
intolerantes son
los únicos que quedan en vigor, al haber derogado a los que se les
oponen. Se
estima que el total de los versículos abrogados puede ascender a unos
trescientos.
En apoyo de la
doctrina de la abrogación, denominada a veces «ciencia del abrogante y
el
abrogado» (nasij / masuj), los musulmanes se remiten a una serie
de
afirmaciones del Corán, alusivas a la omnipotencia divina:
«Cuando
sustituimos una aleya por otra, y Dios es quien mejor sabe lo que hace
descender, dicen: ‘No eres más que un fabulador’. Pero la mayoría de
ellos no
saben» (Corán 70/16,101).
«Por toda aleya
que abrogamos o hacemos olvidar, aportamos una mejor que ella, o
semejante a
ella. ¿No sabes que Dios es todopoderoso?» (Corán 87/2,106).
«Dios borra o
confirma lo que él quiere. La madre del libro está junto a él» (Corán
96/13,39).
Hay exegetas que
buscan apoyo en otros versículos, pero su significado no es tan
explícito con
respecto a la abrogación en sentido estricto:
«Si quisiéramos,
haríamos desaparecer lo que te hemos revelado. Y no encontrarías ningún
protector contra nosotros» (Corán 50/17,86).
«Hoy os he
completado para vosotros vuestra religión, he cumplido mi gracia hacia
vosotros
y he aceptado el islam como religión para vosotros» (Corán 112/5,3).
Tampoco faltan
quienes nieguen esta doctrina de la abrogación, pero el hecho obvio es
que la Ley
islámica fijada históricamente supone, sin lugar a duda, una aplicación
tácita
o expresa de la abrogación. Y esta es una doctrina sustentada durante
siglos
por los autores clásicos musulmanes, como demuestra Sami Aldeeb en su
investigación sobre el tema (cfr. Aldeeb 2021).
Para la fe
islámica, dado que Dios es omnipotente, podía hacer cambios en el Corán
y los
hizo. Ahora bien, como la revelación está ya completa y clausurada con
Mahoma,
y codificada para siempre en la ley, entonces ya no cabe introducir
ninguna
innovación. En lo revelado y escrito en el Corán, existe una
direccionalidad
irreversible, subyacente en el tiempo de la secuencia cronológica de
las suras.
Lo que pasa es que esta secuencia se encuentra oscurecida e
invisibilizada por
el caótico orden en que aparecen los capítulos en la vulgata coránica.
De ahí la
importancia de reconstruir el orden temporal de los capítulos coránicos
para
saber cuáles son las últimas modificaciones reveladas, que normalmente
serían
las abrogantes. Se suele dar por sentado que los preceptos abrogantes
son los
que fueron codificados finalmente en la legislación islámica. Todo el
proceso
de la tradición que llevó a fijar el derecho islámico implica reconocer
que
hubo múltiples abrogaciones en el corpus coránico, sin embargo,
paradójicamente, se rechaza esta misma posibilidad de cambio para el
orden
jurídico establecido. La Ley islámica se considera como un sistema no
abrogable, inalterable e imprescriptible. Aquí tropezamos con el
insondable contrasentido
de que la Ley islámica pretende ser más inmutable que el propio Corán.
En suma, las ostensibles
contradicciones existentes entre unas aleyas y otras, entre unas normas
y
otras, se resuelven, internamente, mediante el mecanismo de la
abrogación. Pero
las aleyas supuestamente abrogadas no se han borrado del Corán, de
manera que
siguen estando ahí y de hecho son utilizadas, cuando conviene, como
señuelo
para desorientar o desarmar al enemigo. Es un caso concreto donde se
cumple la
regla del disimulo y el engaño.
Como
un caso
particular de abrogación se podría considerar la doctrina islámica del
disimulo,
una táctica que recibe distintos nombres (taqiya, tawriya,
kitman, murana, etc.). Es una forma de
camuflaje de la
identidad musulmana. Aunque
el islam prohíbe taxativamente a los musulmanes renunciar a su religión
bajo
pena de castigos eternos (Corán 70/16,106; 87/2,217; 89/3,86-87;
92/4,115), sin
embargo, les permite ocultar la verdad, mentir e incluso renegar de la
propia
fe ante los no musulmanes, con la finalidad de protegerse en
situaciones de
riesgo, y también como medio para promover la defensa del islam y la
propagación
de la fe. Esta práctica se apoya en la interpretación de unos
versículos
coránicos (Corán 89/3,28-29). Sami Aldeeb ha publicado un exhaustivo
estudio
sobre la exégesis de estos versículos, realizada por eruditos islámicos
a lo
largo de la historia (Aldeeb 2015).
De
manera
análoga, el islam prohíbe a los musulmanes mantener relaciones de
alianza o amistad
con quienes no son musulmanes, incluidos los judíos y los cristianos
(Corán
89/3,118; 91/60,13; 112/5,51; 113/9,23); pero los autoriza a pasar por
alto esa
prohibición, si obedecerla puede ponerlos en peligro, o si tienen
necesidad de hacerse
aceptar.
Así,
pues, en
determinadas circunstancias, el disimulo y el engaño se elevan a la
categoría
de comportamiento ético. Por mucho que el islam mande decir la verdad
(Corán
87/2,42), lo cierto es que, ante la opinión pública occidental,
musulmanes e
islamófilos suelen decir, con todo aplomo: «El islam significa paz»,
«Nosotros
respetamos la igualdad de las mujeres», «El verdadero islam es
tolerante», «Estamos
orgullosos de ser españoles, o franceses», «Rechazamos el terrorismo»,
«El
Corán nunca incita a la violencia», etc. Astuta retórica de propaganda,
que
falsea la historia, que encubre los textos y los hechos, a la que,
lamentablemente, acostumbran a adherirse los medios de comunicación
occidentales,
empeñados en que no se conozca la realidad de lo que ocurre (cfr. Lisan
2018).
El
musulmán está
autorizado a disimular y mentir sobre su fe, ya sea para salvar la
vida, ya como
astucia por el bien de la umma, en ejercicio de la yihad, en el
marco de
una mentalidad que entiende que hacer daño a los «infieles» constituye
una acción
moral, un derecho y un deber. A fin de cuentas, el propio Alá es quien
mejor
actúa con astucia (Corán 89/3,54) y quien convoca a la guerra para
imponer su
ley.
Recapitulemos:
el islamismo como sistema propende a la supresión del pensamiento
racional. No
es capaz de concebir que en Dios haya un logos. En vez de
alentar a la
búsqueda de la verdad, declara verdad su propio dogma y prohíbe
repensarlo. Como,
además, el Corán hace lícito el dolo ante el infiel, no es de extrañar
que de
ahí se siga el uso de sofismas sin perder la buena conciencia. Y si el
interlocutor
fuera sorprendido en una falsedad, no le faltará sagacidad para
apuntalar la
mentira manifiesta con otras todavía por descubrir.
El
derecho islámico se encuentra desarrollado históricamente por varias
escuelas
jurídicas que se consolidaron a partir del califato abasí, entre el
siglo VIII
y primera parte del IX. Existen cuatro escuelas de jurisprudencia
suníes
reconocidas: la hanafí, la malikí, la chafií, la hanbalí. Y dos
escuelas de los
musulmanes chiíes: la zaydí y la yafarí.
La mera
existencia de varias escuelas (madahib) sugiere que, en cierta
medida al
menos, hay algunos aspectos discutibles y que se admite alguna
disensión. Pero
las divergencias son todas menores o ínfimas, incluso entre el sunismo
mayoritario y el chiismo. Porque no cabe duda de que el fundamento
sigue siendo
para todos el mismo, el Corán y las tradiciones del profeta. Por muchas
variantes y matices debatidos que haya, nunca afectan al núcleo del
sistema
islámico, que, como tal, se sitúa al margen de cualquier
cuestionamiento y
nunca puede ser objeto de un examen crítico racional.
Los códigos
legales sistematizados por las escuelas de jurisprudencia se consideran
como plasmación
de la saría. Abarcan no solo lo que en un país moderno se
entiende por
ley, aludiendo a la legislación del Estado, sino también,
indistintamente, las
obligaciones rituales, las normas para el matrimonio, la economía y la
política, las reglas de comportamiento interpersonal, los buenos
modales y la
vida íntima, etc. La Ley somete a regulación estricta la existencia
entera de
los musulmanes en todos los aspectos, generando una casuística
infinita, en la
que el razonamiento personal solo se puede ejercer en el marco de lo
que está
mandado. Todo comportamiento debe someterse a lo decretado por la
inescrutable y
meticulosa voluntad de Alá. Y la función del orden político-religioso
estriba
en hacer cumplir los decretos divinos, recogidos en la Ley.
Los
jurisconsultos se proponen atenerse, ante todo, a lo que está explícito
en el
Corán y a la tradición de Mahoma. A partir de ahí, según cuál sea su
escuela, utilizan
con mayor o menor flexibilidad unos principios o criterios de
discernimiento e
interpretación legal elaborados históricamente. Un procedimiento es el consenso
(iŷma) de los doctores de la ley ortodoxos, ya sea a escala
local o
general, que, según algunos, exige la conformidad unánime de todos los
ulemas.
Este principio de interpretación es muy discutido: no todas las
escuelas lo
entienden de la misma forma, y algunas rechazan sin más su validez.
Entre los suníes,
se suele considerar que este criterio ya no es admisible, porque todo
estaría
ya fijado desde mediados del siglo IX. Los chiíes, en cambio, pueden
admitir
nuevos desarrollos por parte de los imanes. Otro procedimiento es la analogía
(qiyas) con relación a lo que está
prescrito en el Corán y la tradición
del profeta, de modo que se puede deducir por comparación una norma
adaptada a
las circunstancias. Este criterio ha sido muy controvertido, y es
rechazado por
las escuelas más rigoristas.
El criterio de
utilizar la razón humana y su lógica en la interpretación de
los textos
del Corán y la tradición fue defendido, durante un tiempo, en el siglo
IX, por
la escuela hanafí y, sobre todo, por la escuela teológica mutazilí; e
incluso
más tarde, de manera aislada, por algunos pensadores como Al-Farabi, o
Ibn
Rushd. Pero el destino de los mutazilíes, defensores de la razón, fue
el ser
perseguidos, y su escuela desapareció. Desde Al-Ghazali (Algazel), las
escuelas
reconocidas rechazan unánimemente cualquier autonomía de la razón, en
aras del
valor absoluto de la «revelación» y la estricta tradición.
La manera
particular como cada una de las escuelas emplea los criterios según su
propia
metodología pudo oscilar a lo largo del tiempo. En realidad, hubo
contaminaciones
históricas entre unas y otras, y una deriva común hacia el
tradicionalismo y el
legalismo, como una cosificación de la saría. En la actualidad,
con
excepción de los Estados islamistas (Irán, Arabia Saudí, Sudán, etc.),
los
Estados musulmanes hacen coexistir la «Ley islámica» con una
legislación o
constitución de tipo occidental. No obstante, la obligatoriedad
religiosa del
derecho islámico permanece, tal como la estatuyeron las escuelas
jurídicas
clásicas, cuyo perfil recordamos ahora muy sucintamente. En el sunismo
son
estas cuatro:
1. La escuela malikí recibió su nombre
del ulema Malik Ibn Anas
(711-795), quien sistematizó el
primer código jurídico islámico en un manual de derecho. Buscó sus
fundamentos,
aparte del Corán, en las tradiciones atribuidas a Mahoma y en la praxis
jurídica local de Medina. Es una escuela muy marcada por el
conservadurismo. Su
influjo es hoy predominante en el norte de África, Mauritania, Nigeria,
el alto
Egipto, Sudán y la costa oriental de Arabia.
2. La escuela hanafí
la fundó Abu Hanifa (699-767), nacido en Kufa, actual Irak. Desarrolló
una
doctrina más abierta y flexible en la interpretación de la Ley, cuya
meta sería
buscar la mejor solución para el bien de la comunidad. Admitió la
analogía y,
si esta no era concluyente, dejó margen a la dialéctica jurídica y a la
discreción y libre decisión del juez. Fue la escuela jurídica que la
dinastía
abasí adoptó oficialmente. Y volvió a ser oficial también en el Imperio
otomano.
Hoy día, esta escuela sigue teniendo fuerza en Turquía, Balcanes,
Egipto,
Siria, Irak, así como en parte de India, Pakistán y Asia central.
3. La escuela shafií debe su nombre a
Muhammad Ibn Idris Al‑Shafií
(767-820), natural de Gaza y eminente jurisconsulto en El Cairo. Se
propuso
unificar el derecho islámico, haciendo síntesis de las diferentes
escuelas. Elaboró
la teoría de los cuatro principios de la jurisprudencia: el Corán, la
tradición
del profeta, la inferencia por analogía y el consenso de los doctores.
Concedió
a la tradición el mismo valor que al Corán en cuanto fuente de la Ley.
Teorizó
sobre la doctrina de la abrogación, o revocación de una norma
jurídica
por otra posterior, en caso de haber contradicciones en las fuentes.
Al-Shafií
restringió el alcance de la analogía y rechazó cualquier ponderación
del juicio
personal, pues no admitía ninguna divergencia de opinión. Construyó un
sistema
tan cerrado que bloquearía todo desarrollo ulterior de la doctrina y el
derecho. Para él no vale apelar al espíritu del Corán, cuya
interpretación debe
atenerse estrictamente a las disposiciones de la tradición. Esta
doctrina de la
autoridad vinculante de la tradición se fue imponiendo también en las
demás
escuelas, hasta llevarlas al anquilosamiento. En la actualidad, los
seguidores
de Al‑Shafií se encuentran en el bajo Egipto, Siria, la costa
occidental de
Arabia, África oriental y Sureste asiático.
4. La escuela hanbalí se remonta a
Ahmad Ibn Hanbal
(780-855), que nació y murió en Bagdad. Discípulo de al-Shafií, empujó
el
tradicionalismo de su maestro hasta una posición extrema, insistiendo
en la
obligación de atenerse al sentido literal del Corán y de los hadices
(de los
que él mismo recopiló más de ochenta mil). Solo acepta la
interpretación
estrictamente literal del Corán y de la zuna, únicas fuentes del
derecho, cuyos
preceptos han de observarse meticulosamente. En contrapartida, puede
haber
cierta libertad para las cuestiones que no están resueltas expresamente
en los
textos canónicos. Esta escuela es la predominante hoy en Arabia Saudí y
Emiratos Árabes. En esta escuela hanbalí surgió, siguiendo las
doctrinas
integristas de Ibn Taimiya (1263-1328), el movimiento de renovación
arcaizante
o salafista denominado wahabí, iniciado en Arabia por Abd
Al-Wahhab (1703-1792).
Desde su fundamentalismo literalista pretende abolir todas las demás
escuelas, que
juzga poco ortodoxas.
El resultado del establecimiento de las
cuatro escuelas clásicas
es que, desde el siglo IX, solo es lícito interpretar el Corán y la
tradición
dentro del marco constrictivo impuesto por ellas. Se ha vuelto
imposible
cualquier deliberación jurídica independiente. En general, se mantiene
una
prohibición absoluta de la «innovación» (bidah), de todo lo que
se
oponga a la tradición (sunna). Admitir cualquier innovación en
el islam
está anatematizado como herejía y perdición (Al-Bujari, Sahih
Bukhari,
volumen 3, libro 49, nº 861; Sahih Muslim, libro 18, nº 4266).
Al menos
en el espacio del sunismo (en la actualidad el 83% de los musulmanes),
la tesis
mayoritaria sostiene que en el siglo cuarto de la hégira se instauró el
«cierre
de la puerta de la interpretación» independiente (iŷtihad). Ya
solo cabe
atenerse a la observancia formal e indiscutible de las leyes y los
ritos
decretados de una vez y para siempre. Así que el islam consagra la
clausura
definitiva tanto de la revelación, con la profecía de Mahoma, como de
la
interpretación teológica y jurídica, concluida por las escuelas de
jurisprudencia clásicas.
Por otro lado, en el ámbito jurídico chií,
destacan la escuela zaydí,
fundada por Zayd Ibn Ali Al-Husayn (695-740) y la escuela yafarí,
iniciada por Yafar Al-Sadiq (702-765), también denominada ismailí o
duodecimana, que es la mayoritaria. Dieron un mayor papel al
procedimiento de
exégesis racional (aql), siempre que esta sea compatible con el
Corán y
la tradición de Mahoma. Sin embargo, ahí tampoco cabe mucha
racionalidad, pues lo
que llaman «ciencia del Corán», «ciencia del hadiz» o «ciencia
islámica» es un
discurso de estilo enrevesado y estéril, basado en la presunción de que
la
verdad está ya precontenida plenamente en el texto estudiado, por lo
que resulta
más bien un método refractario al verdadero análisis racional.
Por lo demás, las diferencias entre las
escuelas de jurisprudencia
suníes y chiíes apenas son significativas, en la medida en que no
afectan a
nada fundamental de la fe. Todas ellas, tanto suníes como chiíes,
concuerdan en
que el Corán y la zuna de Mahoma conforman el núcleo duro, inalterable
por ser
de derecho divino. Según algunos eruditos, este núcleo sería lo
estrictamente islámico,
mientras que la jurisprudencia de las escuelas sería solo ley musulmana,
no revelada. Sin embargo, esta matización no parece afectar al carácter
obligatorio de los cánones tradicionales de la Ley y de las fetuas
decretadas
por los ayatolás, ulemas o muftíes.
Una vez que tenemos
una idea de las escuelas de jurisprudencia, es necesario caer en la
cuenta de
que los métodos o recursos jurídicos del consenso, la analogía, la
exégesis
racional... no constituyen, en realidad, procedimientos para la
elaboración e
instauración de la Ley, dado que se sostiene que tal potestad soberana
es competencia
exclusiva de Dios. Se trata solamente de modos subsidiarios de aclarar
y
aplicar en la práctica las normas que ya se dan por reveladas en el
Corán y la
zuna, y recopiladas en los códigos jurídicos.
Hemos constatado
ya cómo del Corán y la tradición mahomética, complementados por las
codificaciones jurídicas, se ha extraído una proliferación de
preceptos,
tendentes a controlar de forma exhaustiva todos los comportamientos de
la vida
social, política y económica, religiosa y militar, familiar y personal.
No tiene sentido,
ni parece posible, resumir aquí la normativa básica de los códigos de
derecho que
plasman la Ley, pero sí cabe hacer referencia a algunos preceptos más
significativos, a fin de clarificar la naturaleza de la Ley islámica y
su
relación con la conducta ética. Podemos comprender cómo ese sistema
legal se
sustenta en un totalitarismo teológico, con sesgo teocrático. Este es
el motivo
por el cual los Estados musulmanes no pueden suscribir la declaración
universal
de los derechos humanos. Lejos de las campañas actuales, destinadas a
camuflar la
significación de la saría y a engañarnos, pongamos en evidencia
un breve
epítome de las prescripciones básicas que estructuran ese sistema legal:
1. Obliga a creer
en Alá y en el profetismo de Mahoma, como supuesta revelación divina,
literal e
inmutable, fundamento incuestionable de todo saber y obrar para los
humanos. Establece
la obligatoriedad social y pública de los ritos islámicos: la profesión
de fe,
el rezo cinco veces al día, el tributo obligado, el ayuno de ramadán y
la
peregrinación. Prohíbe tajantemente abandonar el islam, acto que
incurre en
apostasía (Corán 70/16,106; 89/3,90-91; 87/2,217; 89/3,167; 92/4,137;
112/5,54;
113/9,74). Prohíbe criticar al islam y a Mahoma, acto que se considera
blasfemia (Corán 112/5,33).
2. Se instaura como
Ley a la vez religiosa y política, sobre el fundamento inamovible del
Corán,
que regula todos los aspectos de la vida en sociedad y funciona como
constitución suprema del Estado. Solo se acepta el poder basado en la
religión
(Corán 55/6,116; 62/42,15; 62/42,21; 65/45,18; 87/2,120; 90/33,36;
92/4,105;
102/24,51; 112/5,45; 112/5,48-49).
3. Estatuye por
principio la inferioridad y desigualdad jurídica de la mujer respecto
al
hombre: «Ellas tienen derechos similares a ellos, según los usos. Sin
embargo,
los hombres están un grado por encima de ellas» (Corán 87/2,228).
4. Impone un
régimen de matrimonio y parentesco oriental, tribal, en el marco de un
sistema
jurídico discriminatorio según el sexo. Autoriza la poligamia para los
hombres
ricos (Corán 92/4,3; 92/4,129), y el repudio de la esposa (Corán
87/2,227-233).
La mujer debe obedecer al marido (Corán 92/4,34). A la mujer no
musulmana, para
casarse con un musulmán, se la obliga a convertirse (Corán 87/2,221).
5. Considera
delito grave el adulterio (Corán 74/23,5-7; 90/33,30; 92/4,25), del que
la
acusación debe aportar cuatro testigos (Corán 102/24,4-5).
6. Considera
delito grave la fornicación o las relaciones sexuales entre no casados,
y
también la promiscuidad y las citas ilegales (Corán 42/25,68; 50/17,32;
102/24,2).
7. Considera
delito grave la homosexualidad, tanto masculina como femenina (Corán
39/7,81;
47/26,165; 48/27,55; 85/29,29; 92/4,15-16; 102/24,19).
8. Prohíbe la
prostitución de las mujeres musulmanas (Corán 102/24,33).
9. Manda que los
niños sean sometidos a la circuncisión, aunque esta no aparece
expresamente en
el Corán (91/60,4 y 6), tanto masculina como femenina, lo que conlleva
una
forma de mutilación genital.
10. Autoriza que
las niñas, antes de llegar a la pubertad, puedan ser obligadas a
contraer
matrimonio, concertado por sus padres.
11. Impone un orden
económico y financiero halal, cuyo modelo es el reparto
desigual del
botín (Corán 88/8,1; 88/8,41; 90/33,50; 101/59,6-7; 111/48,19-20).
Prohíbe el
préstamo con interés (Corán 84/30,39; 87/2,275-276; 87/2,278-280;
89/3,130;
92/4,161), aunque esta prohibición se burla mediante subterfugios. En
la
herencia, a la mujer le corresponde la mitad que al hombre (Corán
92/4,11-12).
12. Legaliza la
esclavitud y el mercado de esclavos, abastecido especialmente mediante
la yihad.
Los amos tienen libertad para tener relaciones sexuales con ellos
(Corán
70/16,71; 74/23,6; 79/70,30; 84/30,28; 90/33,50 y 55; 92/4,24-25;
92/4,36;
102/24,31). Pueden ser manumitidos en determinadas condiciones (Corán
87/2,177;
92/4,92; 102/24,33; 105/58,3; 112/5,89).
13. Basa la
justicia en el principio del talión (Corán 62/42,40-41; 70/16,126). En
cuanto
al testimonio, el de la mujer vale la mitad que el del hombre (Corán
87/2,282).
14. Prescribe
normas de vestimenta para las mujeres (Corán 90/33,32-33; 90/33,55;
90/33,59;
102/24,31; 102/24,60). Y también para el atuendo de los hombres (Corán
102/24,30; 102/24,58-59).
15. Establece
reglas de impureza y pureza que rigen las relaciones con el propio
cuerpo y con
los demás, para lo que exige abluciones y rituales de purificación
(Corán
92/4,43; 112/5,6; 87/2,222; 88/8,11).
16. Fija
prohibiciones alimentarias, como la carne de cerdo (Corán 55/6,145;
70/16,115;
87/2,173; 112/5,3). Prohíbe igualmente la carne de otros animales
impuros o no
sacrificados según el rito halal, y también la sangre (Corán
43/35,12;
55/6,118-119 y 121; 55/6,138-146; 60/40,79; 70/16,114-115;
87/2,172-173;
103/22,36; 112/5,1-5).
17. Prohíbe el
consumo de todas las bebidas alcohólicas (Corán 70/16,67; 87/2,219;
92/4,43;
112/5,90-91).
18. Prohíbe el
asesinato, pero, en ciertos casos, establece las razones legales para
matar y
el precio de la sangre, aplicando el talión (Corán 50/17,33;
87/2,178-179;
87/2,194; 92/4,92; 112/5,45).
19. El derecho
solo ampara plenamente a los súbditos musulmanes, por lo que los judíos
y los
cristianos en sociedades musulmanas son discriminados negativamente,
bajo el
estatuto opresivo de la dimma, especie de protectorado bajo la
Ley
islámica y con onerosos impuestos (Corán 113/9,29).
20. Los miembros
de religiones no monoteístas y los no creyentes están privados de todo
derecho
y amenazados de muerte o esclavitud. No cabe libertad de conciencia ni
de
religión (Corán 89/3,85), y hay obligación de someterlos a todos al
islam
(Corán 109/61,9; 113/9,33). La yihad está diseñada especialmente contra
ellos.
En su núcleo, la
jurisprudencia del sistema islámico consagra una jerarquía de poder
teocrático,
es decir, sancionado y santificado teológicamente, que viene a reforzar
las
brechas estructurales que dividen a la humanidad, al instaurar un ideal
de
supremacía del musulmán sobre el no musulmán, supremacía del árabe
sobre el no
árabe, supremacía del amo sobre el esclavo, supremacía del varón sobre
la
mujer. Con el agravante de creer que es Dios, el del Corán, quien
ordena todo
ese aparato legal y santifica las desigualdades y tropelías.
Una sociedad
regida por el derecho islámico se parece mucho a una amalgama de
cuartel,
convento y gran zoco, cuya máxima utopía parece fantasear con el
literario Bagdad
de Harún Al-Rashid. Por su irremisible arcaísmo, un estudioso crítico
del
sistema islámico ha llegado a escribir: «Los principios encerrados en
el Corán
son enemigos del progreso moral» (Ibn Warraq 1995: fin del capítulo 4).
Es importante no
olvidar que las incontables disposiciones de la Ley sagrada son
esencialmente
inmodificables según su propia concepción, una vez que fueron fijadas
autoritativamente
por las escuelas de jurisprudencia desde hace siglos, y porque, en
último
término, están fundadas en las prescripciones del Corán. El intento de
interpretarlo de otro modo incurriría en delito de apostasía.
No olvidemos que
el proyecto constitutivo y permanente del islam no es otro que la
instauración mundial
de esa Ley islámica sacralizada, y a ello se ordenan las estrategias de
la
yihad. Este fin de imponer la Ley de Dios es, desde el punto de vista
del
sistema islámico, lo que legitima la conquista mesiánica y la
dominación
imperial, al tiempo que sirve para cohonestar el recurso a la fuerza.
Como hemos
señalado, la atribución a la Ley islámica de un carácter sagrado y
divino se ha
convertido en un obstáculo insalvable para que los países de mayoría
musulmana
reconozcan la declaración universal de los derechos humanos, pues esta
declaración
es incompatible con dos dogmas: que solo el musulmán puede ser pleno
sujeto de
derechos, y que la fuente del derecho es únicamente Dios, que ha
revelado su
voluntad en el Corán. Por eso, un parlamento islámico nunca se concibe
como
sede de la soberanía nacional, sino como un órgano supeditado a la
soberanía
divina, de modo que solo es competente para legislar en el marco
preestablecido
por la saría.
Este sistema de
ideas es el que todo buen musulmán lleva inscrito en sus esquemas de
pensamiento, y, consciente o inconscientemente, opera en sus juicios
prácticos.
Más aún, es algo de lo que se siente orgulloso:
«Nuestro Corán es
una enciclopedia completa que no ha dejado de lado ningún aspecto de la
vida,
el pensamiento, la política, la sociedad, los secretos cósmicos, los
misterios
del alma, las transacciones económicas, el derecho de familia, sin que
dé una
opinión. Y lo más prodigioso y milagroso de la legislación coránica es
que vale
para todas las épocas» (presidente Sadat, citado en Aldeeb 2016: 5).
En la realidad de
los hechos, ese sistema ético legalista incentiva una especie de pasión
por
desprenderse de la propia razón, por eliminar todo margen de libertad.
Y, al
consagrar un cuerpo normativo definitivo e inmutable, desvela una
especie de
obsesión por suprimir el tiempo, congelándolo en el inalterable modelo
jurídico
de la Ley islámica, presuntamente válido para todas las épocas. Y, como
ya
hemos visto, la doctrina tradicional sentencia unánimemente que toda
innovación
constituye una forma de apostasía que solo conduce a la perdición.
La estricta e
inobjetable observancia de la Ley, sacralizada, no solo restringe la
libre
decisión individual en orden a la acción, sino que proscribe y persigue
todo
pensamiento crítico, toda libertad de conciencia y de religión, y toda
posibilidad de democracia política. Así, la sumisión a la Ley
teocráticamente
fundada, consuma la renuncia a la propia libertad personal y a la
autonomía de
las instituciones estatales.
Por consiguiente,
reafirmamos la conclusión de que la ética inherente a la Ley islámica
no deja
espacio para la libertad personal, salvo para que esta se niegue a sí
misma, no
hay lugar para el discernimiento, no cabe opción en conciencia. La
ética
propiamente dicha ha quedado abolida.
Aunque
«Dios perdona a quien él quiere y castiga a quien él quiere» (Corán
87/2,284),
la idea del castigo es la predominante. Según el Corán, aunque Dios
premia con
el paraíso (aparece 139 veces) y con el botín (10 veces), sobre todo
Dios castiga
(415 veces). Y caracteriza ese castigo como un «castigo doloroso» (62
veces),
un «castigo terrible» (12 veces), como «infierno» (121 veces), como
«fuego»
(182 veces).
Pero, a partir de
la hégira, el castigo no se pospone al último día, ni se confía solo a
Dios,
sino que Mahoma establece un régimen penal severamente punitivo,
supuestamente
fundado en la justicia divina revelada. Así, todo incumplimiento o
transgresión
de la Ley, siempre religiosa a la vez que política, no solo se
considera
pecado, sino delito. Las transgresiones están sancionadas por un
derecho penal
que administra un régimen de castigos crueles: flagelación, amputación,
lapidación, decapitación, crucifixión, esclavización, etc.
Es coherente afirmar
que la violencia está cristalizada ya en la legislación misma, como un
aspecto
de la yihad dirigida hacia el interior de la propia sociedad musulmana,
con el
agravante de que no se limita a formar parte de unos códigos
medievales, puesto
que los musulmanes reivindican su vigencia actual, en conflicto con la
modernidad. Baste una ojeada al moderno Código penal árabe
unificado de la
Liga Árabe, traducido y publicado por Sami Aldeeb (2016).
Fijemos la atención sobre la índole del
delito y del castigo típicos de
ese «código penal», que recoge el derecho islámico. Veamos unos cuantos
ejemplos
ilustrativos.
– La transgresión
de las prohibiciones alimentarias puede conllevar multa, cárcel y hasta
flagelación.
– El consumo de
bebidas alcohólicas o embriagantes puede acarrear multa, castigo de
cuarenta
latigazos, o cárcel.
– El
incumplimiento de las normas de vestimenta, como el velo femenino, se
penaliza
con multa o cárcel.
– La
desobediencia de la mujer puede ser castigada por el marido, que tiene
derecho a
pegarle (Corán 92/4,34).
– La fornicación,
la promiscuidad y las citas, tienen pena de cárcel, o flagelación.
«A la fornicadora
y al fornicador flageladlos a cada uno con cien azotes. No tengáis
compasión
hacia ellos en la religión de Dios, si creéis en Dios y en el último
día. Que
un grupo de creyentes sea testigo de su castigo» (Corán 102/24,2).
– El adulterio
conlleva pena de flagelación pública de cien latigazos, o lapidación a
muerte.
–- La
homosexualidad se penaliza igual que el adulterio, según el caso: cien
latigazos, o lapidación. Para las mujeres que cometen este delito, el
Corán
dictamina: «recluidlas en las casas hasta que la muerte las llame, o
hasta que Dios
les dé una salida» (Corán 92/4,15).
– El asesinato de
un musulmán se castiga, según la ley del talión, con pena de muerte, o
con la
venganza de sangre equivalente (Corán 50/17,33; 87/2,178-179; 87/2,194;
92/4,92;
112/5,45), salvo que se acuerde una indemnización. El de un no musulmán
se paga
a lo sumo con una multa.
– El robo está
penado con la amputación de la mano derecha; y la reincidencia, con la
amputación del pie derecho, y la cárcel. El bandidaje conlleva la
amputación de
la mano derecha y el pie izquierdo, y puede suponer cadena perpetua.
«Al ladrón y la ladrona, a los dos cortadles
las manos como retribución
por lo que han cometido, como escarmiento por parte de Dios» (Corán
112/5,38).
– La apostasía o
abandono de la religión islámica, la herejía y el ateísmo se castigan
con pena
de muerte, y los bienes adquiridos por el apóstata van a las arcas del
Estado.
La blasfemia y la crítica al islam o a Mahoma se castigan con
flagelación o
cárcel.
«Matadlos allí donde
os enfrentéis con ellos (…) La subversión es más grave que matar. (…)
Si
combaten contra vosotros, entonces matadlos. Esa es la retribución de
los descreídos»
(Corán 87/2,191-192).
– Los judíos y
los cristianos en la sociedad islámica, bajo régimen de dimmitud,
viven en
situación de opresión jurídica y económica:
«Combatid contra
aquellos a los que se les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el
último
día, no prohíben lo que Dios y su enviado han prohibido, y no profesan
la religión
de la verdad, hasta que paguen el tributo con su mano y en estado de
humillación» (Corán 113/9,29).
– Los miembros de
religiones no monoteístas y los ateos, si, una vez emplazados, rechazan
convertirse al islam, se manda que sean atacados y derrotados. Luego,
los
hombres adultos serán ejecutados y sus mujeres e hijos vendidos como
esclavos,
y sus bienes incautados. Dios quiere «exterminar a los no creyentes»
(Corán
88/8,7).
«¡Malditos! Donde se los encuentre serán
capturados y matados sin piedad» (Corán 90/33,61).
«La retribución de quienes guerrean contra
Dios y su enviado, y se
dedican a corromper en la tierra, es que sean matados, o crucificados,
o que se
les corten las manos y los pies opuestos, o que sean desterrados del
país»
(Corán 112/5,33).
Según manda el
Corán, todo musulmán tiene el deber de hacer cumplir lo que está
mandado y de impedir
lo que está prohibido (Corán 113/9,71). De ahí que, en general, la
instauración y el mantenimiento del orden
jurídico
islámico comporte la institucionalización de un sistema inquisitorial
permanente, así como la labor represiva de una policía religiosa
encargada
de promover la virtud y reprimir el vicio, con la finalidad de hacer
cumplir la
Ley islámica y aplicar su régimen penal.
De cara al público occidental, los
apologistas y proselitistas del
islamismo lo presentan como una religión simple en la teología, fundada
en la
unicidad de Dios, y sencilla en la práctica, vinculada la observancia
de los
cinco pilares del islam. Nada más lejos de la realidad: sobre la vida
de cada
musulmán gravita la Ley, la norma y la costumbre, como una pirámide
aplastante
de obligaciones, prescripciones, proscripciones y sanciones.
El peso de la Ley
islámica resulta tan abrumador y la rigidez de las escuelas
tradicionales tan
evidente, que algunos musulmanes en Europa, en particular conversos o
sedicentes reformistas, hablan de crear una escuela de jurisprudencia
islámica
europea, un fiqh europeo que pueda responder mejor a las
necesidades de
un contexto en el que el derecho islámico tradicional se ha vuelto tan
problemático. Pero
estas propuestas
de actualización no son creíbles. No parecen más que una fantasía
cristianesca,
que no arreglaría nada, porque, en todo lo fundamental, resultaría
necesariamente
un fiqh similar a los existentes, por la simple razón de que
estarían
obligados a incorporar lo establecido en el Corán y la tradición de
Mahoma. De
lo contrario, si fueran consecuentes con la reforma, estarían
postulando no
solo la liquidación de la Ley islámica realmente existente, sino
también una
desautorización en toda regla del propio Corán. Incurrirían en
apostasía y
serían acusados por ello.
Esos
bienintencionados reformistas suelen mimetizar el lenguaje más moderno
y
posmoderno, pero, al final, siempre, indefectiblemente, acaban
revalidando los
dogmas y las normas del sistema islámico. Y es que, si acordaran
eliminar
alguna norma coránica, por resultar bárbara, estarían poniendo en
cuestión también
las normas restantes, porque todas se apoyan en el mismo fundamento. Si
este se
cuestiona en unas aleyas, ¿qué motivo aducir para dejar de cuestionarlo
en todo
el sistema islámico?
Un ejemplo
paradigmático de hasta dónde llega el reformismo lo pudimos ver en
enero de
2020, con ocasión de la Conferencia Internacional para la Renovación
del
Pensamiento Islámico, celebrada en la Universidad de Al-Azhar, El
Cairo, con
representantes de 46 países. En el discurso de clausura, el gran imán
Ahmed
Al-Tayeb, en nombre de todos los clérigos allí presentes, declaraba
cuáles son
los límites para la reforma: «La renovación no es posible de ninguna
manera con
respecto a aquellos textos que son irrefutables en su certeza y
permanencia; en
cuanto a aquellos textos que no son del todo fiables, están sujetos a
interpretación». Esto quiere decir que los textos sagrados
fundamentales, el
Corán, pero también hadices como los volúmenes del Sahih Bujari,
no son
susceptibles de ningún cambio. Y solo algunos textos secundarios
estarían
abiertos a la reinterpretación (cfr. Ibrahim 2020).
Hay, pues, algo
fuera de duda: que todas las disposiciones legales recogidas en el
Corán y los
hadices auténticos se consideran «irrefutables», «permanentes» y no
susceptibles de cambio o interpretación. Ya conocemos cuáles son.
Históricamente,
el islam se cerró cada vez más desde la derrota de los mutazilíes
(mediados del
siglo IX), desde tiempos del filósofo Al-Ghazali (m. 1111), que
anatematizó
todo examen racional de la revelación, desde época del teólogo
integrista suní
Ibn Taimiya (m. 1328), quien argumentó que todo lo esencial del islam
ya está
decretado, no hace falta más analogía, ni más consenso, ni más
interpretación,
y toda innovación debe ser condenada. Lo único necesario es su
aplicación
implacable.
En conclusión,
por su naturaleza, por sus fuentes y su fin autoproclamado, la
sacrosanta Ley islámica
no admite una verdadera reforma, porque implicaría su destrucción y,
con ella,
el hundimiento del sistema islámico. Cuando uno se encuentra en un
callejón sin
salida, quizá solo le cabe desandar el camino.
Para entender
mejor el significado de la ética islámica, resultará esclarecedor
contrastarla
con la del evangelio cristiano, donde observamos una orientación
diametralmente
opuesta. En el cristianismo, hay una ética que enuncia principios y
valores,
más que normas concretas: justicia, amor al prójimo, renuncia al
estatus
(igualdad), amor a los enemigos… El fundamento ético se concibe como
una
actuación motivada por el Espíritu santo, cuyos dones en cada persona
pueden
ser diferentes.
No hay que pensar
que el cristianismo desprecie la ley. Reconoce su importancia, pero la
problematiza, no la absolutiza, ni diviniza jamás su literalidad. Da
prioridad
al Espíritu que inhabita en cada creyente, lo que remite a la
conciencia
individual. Por ende, relativiza toda ley concreta, deja abierto el
camino a la
revisión y la modificación de las leyes, pues afirma la preeminencia de
unos
principios que inspirarán las decisiones necesarias en el futuro. En
otras
palabras, la idea es que Dios, su Espíritu, habla a través de todos los
humanos
y en todas las épocas, no solo en un momento histórico y en una
revelación
cosificada y definitiva, cuya consecuencia lógica es postular la
clausura y
hasta la inutilidad del tiempo.
La historia sigue
abierta, como planteó el evangelio. Están de sobra numerosas prácticas
concretas, como la circuncisión, las prohibiciones alimentarias y las
reglas de
pureza, que eran señas de identidad judías y que la Ley islámica adoptó
como
normas esenciales. Porque, en el núcleo del decálogo, los mandamientos
son
básicamente prescripciones negativas: no matar, no robar, etc. El amor
a Dios y
al prójimo sobrepasan cualquier norma legal particular. Así, el campo
de
actuación queda abierto a la acción ética como ejercicio de la libertad
personal y social. Hay una ética fundamental de actitudes y una crítica
frente
al legalismo y la superstición.
Un ejemplo muy
elocuente lo hallamos en el contraste entre el Corán y el Evangelio con
respecto al talión. El evangelista Mateo escenifica cómo Jesús, en su
discurso
sobre la Ley de Moisés, rechaza abiertamente el principio
del talión:
Los apóstoles
Pablo y Pedro son taxativos en esta recomendación: «No devolváis a
nadie mal
por mal» (Romanos 12,17; 1 Tesalonicenses 5,15; 1 Pedro 3,9).
En el conjunto de
la ética islámica resulta inconcebible una actitud de reconocimiento y
aceptación hacia los no musulmanes. Al contrario, el Corán alienta al
odio y
llama al combate contra ellos, en las antípodas del «amor a los
enemigos» del
sermón de la montaña (Mateo 5,43-44).
El mensaje de
Jesús y todo el Nuevo testamento constituye una llamada que se
dirige al
individuo, que ha de responder libremente. Supone reconocimiento de la
libertad
de conciencia y de religión. La pertenencia a la comunidad de fe no se
funda en
la pertenencia a la familia, a la tribu, o a la nación. Lo común es un
mismo
Espíritu, no la demarcación cerrada de un pueblo, una cultura, una ley,
un
imperio. Aparte de esto, se traza una distinción de alcance estructural
entre
el ámbito de la religión y el ámbito de la política, que posibilita su
respectiva autonomía.
En fin, cabe
concluir que, en el contexto geográfico e histórico donde irrumpió el
islam, la
imposición del orden jurídico islámico provocó una brutal regresión,
con
respecto a la legalidad romana oriental, vigente a la sazón en Siria y
Palestina, cuyo más preclaro exponente sería el Código de Justiniano,
una
obra jurídica monumental.
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