21. La política islámica como régimen de
teocracia
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El sistema
islámico no distingue entre religión y política. El concepto de
política se
autodefine como una política que es la puesta en práctica de la
religión
fundada en el Corán. La clave reside en el sometimiento obediencial a
Mahoma,
porque:
«El que obedece
al enviado, ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80).
De
modo que la obediencia a Dios se traduce en
términos de obediencia al profeta; y esta se transfiere a la obediencia
a
quienes administran la herencia mahomética:
El
poder procedente de Dios, mediante el
profeta, objetivado en la Ley e impuesto por el gobernante, rige la
sociedad
musulmana, cuyo sometimiento al gobernante, a la Ley y al profeta se
entiende
finalmente como sumisión a Dios.
El
islam es, ante todo, un sistema jurídico,
del que forma parte la religión y la política, como conjunto de
obligaciones impuestas
a los individuos, sometidos a la colectividad por el poder que dice
actuar en
nombre de Dios y por mandato divino. El mecanismo básico del sistema
islámico
estriba en la entronización de la Ley islámica en el aparato del Estado
y en la
sociedad. Al mismo tiempo, comporta aspiraciones a universalizarse, a
expandirse
imperialmente conforme a la utopía de un califato mundial.
Entre
los rasgos definitorios de este sistema
político islámico, que ha configurado durante siglos la mentalidad y la
sociedad musulmana, cabe destacar:
–
La identificación completa o indistinción entre
religión y política: las leyes que rigen la sociedad poseen un carácter
religioso, pues articulan la Ley de Dios, que se supone revelada, por
lo que constituyen
un orden heterónomo, de normas absolutamente imperativas e intocables.
–
La atribución de carácter sagrado a todos
los preceptos de la Ley se apoya en que remiten su fuente al Corán y la
tradición del profeta, aunque históricamente fueran fijados por las
escuelas de
jurisprudencia bajo supervisión califal.
–
El rechazo de todo orden jurídico que no sea
a la vez orden religioso, y viceversa, de modo que no se puede
reconocer más
poder que el de Dios, administrado de hecho por quienes dicen ser sus
representantes: en esto consiste la teocracia.
–
La sumisión irrestricta que el ethos
islámico exige a los musulmanes con respecto al sistema teocrático se
objetiva en
el derecho islámico y en una oligarquía religioso-política.
–
La polivalencia de la Ley islámica, que regula
sin excepción todos los aspectos de la vida social y personal, hace
depender de
ella la economía, la política, la familia, los saberes, el
comportamiento, el
sentimiento y el pensamiento.
Dado
que no entra fácilmente en los esquemas
occidentales, es necesario insistir en la inseparabilidad de religión y
política: para la visión mahometana se trata de dos conceptos
equivalentes e
intercambiables, como dos aspectos de la misma realidad. De ahí que el
islamismo sea, a la vez, ideología política y creencia religiosa. Y
esta
religión política totaliza la existencia entera de sus seguidores. La
fusión
del poder religioso y político adopta la figura histórica del califato. Formalmente, el califato fue
abolido por Kemal Atatürk, en 1924, pero su restauración continúa
siendo la
gran añoranza del islamismo.
La
necedad, o la astucia, hace que algunos se
empeñen en negar la existencia de una autoridad propiamente religiosa
en el
sistema islámico, por el simple hecho de que sus jerarquías no
coincidan con el
modelo de otras organizaciones religiosas. La autoridad religiosa y su
férreo
poder sobre la sociedad musulmana resulta indiscutible en todo el mundo
islámico. En efecto, aparte de la suprema figura del califa, se hallan
estatuidas las funciones específicas de los imanes, los ulemas o
alfaquíes, y los
muftíes. La mezquita-universidad de Al-Azhar y su gran imán ostentan el
máximo
rango en el mundo suní. En el chiismo, hay una jerarquía de clérigos
ayatolás, además
de mulás y de imanes. Existen centros, instituciones y personajes
investidos de
autoridad para pronunciarse doctrinalmente, o para emitir fetuas. En
nuestros
días, vemos jefes supremos de la revolución islamista. Y a nivel
mundial, operan
grandes instituciones como la Organización para la Cooperación
Islámica, la
Conferencia Islámica, la Liga Islámica Mundial, el Congreso Islámico
Mundial,
entre las organizaciones islámicas internacionales que pugnan por
organizar,
dirigir y controlar el funcionamiento global del sistema. Lo que
ciertamente no
cabe en el islam, ni hubo nunca, es una institución religiosa
independiente del
Estado, ni un Estado independiente de la religión.
En
resumen, la sacralización del poder
político y la politización del poder religioso, es decir, su
identificación en
uno solo constituye un rasgo esencial del islam. Por eso, es exacto
catalogarlo
como sistema teocrático. Es una forma específica de totalitarismo, que
se
ejerce, no invocando al mítico Pueblo, sino en nombre de Dios y de su
inapelable voluntad, pretendidamente revelada y codificada en unas
leyes y disposiciones
medievales, tal como las analizamos en el capítulo anterior. La
sociedad
entera, y en ella las personas, queda convertida en un acantonamiento
de cuerpos
y espíritus bajo un régimen de sumisión. No tiene mucho sentido hablar
de «islam
político», como si pudiera haber otro. El islam es político, o no es
islam. Es
teocrático, o no es islam.
En
el plano de los hechos históricos,
funciona como dictadura teocrática, gestionada por una oligarquía que
se
postula descendiente de Mahoma, y sin duda lo es simbólica y
operativamente,
puesto que descansa en los dogmas del Corán y en los ejemplos de la
actuación
del profeta en Medina, convertido en jefe de Estado con todos los
resortes de opresión
y coacción en sus manos. Desde un punto de vista histórico, sin duda,
representa un insigne precedente de cuantos sistemas totalitarios han
surgido
con posterioridad, hasta nuestros días. Lo expresa en pocas palabras
Stefan
Zweig, a propósito de la tiranía de Calvino en Ginebra:
«Una
dictadura que no haga uso de la violencia
resulta impensable e insostenible. Quien quiere conservar el poder
necesita
tener en sus manos los medios del poder. Quien quiere imponerse debe
tener
también el derecho a castigar» (Zweig 2001: 35-36).
La
teocracia islámica instauró, en cuanto dictadura
de derecho divino, la desigualdad de derechos en el propio seno de la umma.
Y privó radicalmente de toda igualdad legal a los no musulmanes,
incluidos en
la sociedad, pero excluidos de la umma político-religiosa.
Ya
sabemos que la Ley coránica legitima y
manda hacer la guerra a los paganos y los ateos (Corán 109/61,9;
113/9,33). Establece
que, una vez vencidos, se los conmine a convertirse al islam y, si se
niegan, que
los varones sean decapitados, sus riquezas confiscadas y sus familiares
vendidos como esclavos. A quienes forman parte de otra religión que
cree en un
solo Dios, también es un deber atacarlos y, una vez derrotados, si se
someten, se
les impone un estatuto legal (Corán 113/9,29), que los confina
socialmente como
gente de rango inferior, denominados dimmíes.
El
destino último de los transgresores, en
consonancia con el orden teocrático, es la condena al infierno, especie
de
mazmorra de fuego que sirve de cárcel política eterna. El Corán se
refiere al
infierno en cerca de 150 ocasiones, de las cuales muy pocas se
relacionan con
faltas morales o delitos comunes. El 94% de las veces se envía al
infierno por
manifestarse en desacuerdo con Mahoma, un acto catalogado como grave
delito
político. Así, todos aquellos que critiquen al islam o se opongan a su
hegemonía no solo se exponen a las agresiones de la yihad, sino también
a las
penas eternas con las que la teocracia islámica se cierra sobre sí
misma.
El
sistema sustentado por los califas construyó
históricamente un imperio como una variante de totalitarismo
doctrinalmente respaldado
por la Ley divina. No es totalitario solo en cuanto sistema político
estrictamente tal, sino que, en su concepción y su funcionamiento
práctico, como
ya hemos repetido, invade todos los aspectos de la vida social y
personal,
mediante infinidad de disposiciones y prohibiciones derivadas del
Corán, los
hadices y la vida de Mahoma, interpretados como voluntad divina,
sistematizada en
la Ley islámica. Opera como una ideología en extremo totalista, que lo
controla
todo, lo político y lo religioso, lo social y lo individual, lo público
y lo
privado, suprimiendo la autonomía en todos los aspectos de la vida
humana.
Para
allanar el camino a la implantación de
este sistema de dominación, desde el principio se empleó y justificó la
fuerza
armada. Lo observamos ya en la actuación de Mahoma y sus compañeros, y
luego en
el proceder de los califas. El libro sagrado santificaba el proyecto de
destrucción de los oponentes, tachados de infieles, y señalaba como
objetivo
inmediato abatir las sociedades y las iglesias cristianas de Palestina,
Siria y
Egipto. Luego, se amplió hacia el oeste y hacia el este, hasta
territorios de
gentes que no adoraban al Dios único. Los hechos históricos dan
testimonio de
las incesantes agresiones de los musulmanes a lo largo de los siglos. Y
en
nuestros días, la historia de la yihad prosigue en la efervescencia del
islamismo.
El
delirante y deletéreo proyecto de
islamización del mundo, que aspira a la globalización del totalitarismo
teocrático codificado en el Corán, desarrollado en la tradición califal
y la Ley
islámica, amenaza con la medievalización de las sociedades, la
demolición de
los logros de la civilización moderna, la persecución de las libertades
individuales y políticas, la abolición de los derechos humanos, la
postergación
de las mujeres, la descomposición de la racionalidad humana, la
corrupción
ética de la convivencia. Para ello, parecen contar con la estolidez, la
ceguera,
la desidia y la connivencia de una generación de ilusos académicos,
periodistas,
políticos y clérigos occidentales.
El
sistema político islámico, a partir del
Corán y el califato, se constituyó como una teocracia, al adoptar como
estructura fundamental una ley supuestamente divina, que no era sino
una
traslación de la Ley judía adaptada a los árabes. En sus formas
visibles,
adquirió la configuración típica de un despotismo oriental, que
incorporaba
elementos mesopotámicos. La consecuencia es que no se trata solo de una
organización política más o menos autoritaria, sino que comporta unos
fundamentos institucionales esencialmente antidemocráticos, contenidos
en el
Corán.
Es
vana la tentativa de esos apologetas del
islam que pretenden que, en su religión, hay ciertos elementos
prefiguradores
de la democracia. Para ello, aducen dos conceptos que contendrían un
sentido «democrático»,
cuando en realidad, si los analizamos, implican su palmaria negación.
El
primero es la idea del «consenso»
(iŷma), es decir, el acuerdo entre los doctores de la ley,
ulemas o
mulás, que alude a un procedimiento de interpretación de la Ley
islámica, que
en sí es incuestionable; pero los jurisconsultos clásicos ya fijaron
históricamente
la correcta interpretación de la Ley, por lo que hoy solo cabe
cumplirla y
hacerla cumplir, pero nunca promulgar nuevas leyes que enmienden las ya
establecidas.
El
segundo concepto es el de la institución de
la «consulta» (shura, majlis-ash-shura),
que se refiere
al consejo de asesores del califa, que son nombrados por él y que, de
hecho, se
hallan enteramente subordinados a su poder absoluto. El califa actúa
como
vicario del profeta y en nombre de Dios. El consejo que lo asiste está
compuesto en exclusiva por la alta aristocracia y, a veces, incorpora a
algunos
gobernadores de las provincias. En cualquier caso, no se ve el menor
asomo de
representación popular, ni nada que se parezca de lejos a un factor
democrático.
Además,
conviene no olvidar que los judíos y
los cristianos, la población dimmí, se
encuentran estructuralmente marginados en el seno de la sociedad
musulmana,
subyugados para siempre a un estatuto de subordinación, que restringe
gravemente sus derechos en todos los órdenes. Ni atisbo de igualdad
ante la
ley.
Con
toda razón, el sistema islámico, fundado
en Mahoma y el Corán, ha sido clasificado como una variante de despotismo
oriental. Los análisis comparativos de Karl Wittfogel (1957), que
citan
repetidamente el caso de la organización sociopolítica islámica,
aportan los
argumentos y evidencias necesarios para esta conceptualización. El
fenómeno del
totalitarismo es muy antiguo. Y el totalitarismo islámico ofrece una de
sus
cristalizaciones históricas más persistentes.
El
rasgo diferencial del sistema sociopolítico
islámico se lo confiere la teología coránica, al estatuir que
únicamente Dios tiene
derechos y solo él puede ser sujeto de la soberanía. No se concibe otra
fuente
de poder y no se espera nada nuevo del futuro. De ahí se deduce que a
las
autoridades islámicas solo les compete la misión de hacer cumplir los
preceptos
divinos, revelados de una vez para siempre. Los súbditos musulmanes
están,
expresa y absolutamente, excluidos del poder político. Y la oligarquía
que lo
ejerce no obra en nombre propio, ni en nombre del pueblo, de la umma,
sino en nombre de Dios, que dictó la Ley y exige su cumplimiento. Todo
esto da
pie, a pesar de la opinión en contra de Wittfogel (1957: 119 y 122), a
considerar el despotismo islámico como un régimen teocrático, si la
teocracia
se define como «forma de gobierno en que la autoridad política se
considera
emanada de Dios, y es ejercida directa o indirectamente por un poder
religioso,
como una casta sacerdotal o un monarca».
Es
cierto que no se diviniza expresamente al
profeta Mahoma, ni al califa, heredero de su autoridad, pero ellos
jamás actúan
sino en representación del orden divino y legitimados por él. El mismo
perfil
teocrático es lo que vuelve imperativa la política militar de la yihad,
caracterizada como guerra determinada teológicamente, querida por Dios
y
llevada a cabo como «combate en el camino de Dios»:
«La
tendencia organizadora de la guerra
islámica está destacada de un modo significativo en el pasaje del
Corán, que
asegura el amor de Alá a los que luchaban por él ‘en filas que parecen
un
edificio compacto’ (Corán 61,4). Más tarde muchos escritores musulmanes
discutieron cuestiones militares» (Wittfogel 1957: 85).
El
gobierno islámico comporta
ineluctablemente la dimensión religiosa, teológica, y no puede
despegarse de
ella, so pena de quedar desprovisto de toda legitimidad. De hecho, el
califa no
solo administró siempre los asuntos religiosos, sino que dirigía el
culto y
gobernaba en representación vicaria de Dios y su profeta.
«Bajo
el Islam, el liderazgo político y
religioso era único en origen, y huellas de este acuerdo sobreviven a
través de
toda la historia de esta creencia. La posición del soberano islámico
(califas y
sultanes) sufrió muchas transformaciones, pero nunca perdió su cualidad
religiosa. Originariamente los califas dirigían la gran oración
comunal. Dentro
de sus jurisdicciones los gobernadores provinciales dirigían la
plegaria
ritual, particularmente los viernes, y también pronunciaban el sermón,
la jutba.
Los califas nombraban el intérprete oficial del derecho sagrado, el
muftí. Los
centros de culto musulmanes, las mezquitas, eran esencialmente
administradas
por personas directamente dependientes del soberano, como los cadíes; y
las
donaciones religiosas, los wakf, que daban el principal sostén
a las
mezquitas, a menudo, aunque no siempre, eran administradas por el
gobierno. A
través de toda la historia del islam el caudillo siguió siendo la
autoridad
suprema en los negocios de la mezquita; ‘interfería en la
administración y la
transformaba según su voluntad’, y ‘también podía intervenir en los
negocios
internos de las mezquitas, quizá por medio de sus agentes regulares’»
(Wittfogel 1957: 122).
El
califa estaba obligado a someterse a
la sagrada Ley islámica, de la que emanaban sus amplias competencias:
«El
califato… era un despotismo que ponía un poder sin límites en manos del
gobernante» (Wittfogel 1957: 128). Pero esto no alteraba «la sustancia
del
absolutismo islámico», un poder que remitía a Mahoma, a la vez profeta
y jefe
de Estado, constituido en el prototipo de déspota teocrático, como
ideal del
califa, con la única diferencia de que este último ya no ejerce la
profecía,
sino que administra la legada por Mahoma. Más allá aún, en el trasfondo
mítico,
el arquetipo de ese poder omnímodo no es otro que el de un Dios
todopoderoso,
que actúa a través de las mediaciones del poder.
En
definitiva, la lógica del poder
político islámico deriva de su fundamento teológico, de un Corán que
describe
la imagen de un Dios amo absoluto del universo, muy en coherencia con
la
estructura totalitaria asiática. El sistema islámico constituye, pues,
una
variante típica de despotismo oriental, que asumió la forma específica
de
teocracia esbozada en el Corán. Todo musulmán ortodoxo considera que el
gobierno es de Dios, que dicta su voluntad, revelada en el Corán y la
tradición, codificada en la Ley islámica, e impuesta, si es preciso,
por la
fuerza y mediante el terror (Corán
88/8,12; 89/3,151).
Este
paradigma político, de matriz
teocrática, es por el que suspiran y por el que luchan todas las
organizaciones
islámicas del mundo, legales e ilegales, también en los países
occidentales. La
mayoría de ellas, abiertamente o no, están asociadas con el movimiento
internacional de la Hermandad Musulmana. Comparten con Al-Qaeda, el
Estado
Islámico y los Morabitun el mismo objetivo, que es la creación de un
califato
mundial (cfr. Dallas 2008). En los países democráticos, están
construyendo una
sociedad paralela e infiltrando las instituciones (cfr. Caldwell 2009).
Respecto
a la democracia, la usan tácticamente con la finalidad de destruirla.
En sus
proclamas, anuncian que el islam volverá a Europa como conquistador y
vencedor,
Al-Qaradawi dixit.
Los
sistemas teocráticos, en particular el
islámico, se caracterizan por atribuir a la divinidad la formulación de
las
leyes y normas dadas en la historia de la sociedad. Esta atribución
resulta teológicamente
confusa y acaba desvelando una contradicción. Para un creyente, puede
parecer consistente
la idea de que Dios se asocie con el plano de los valores éticos, por
ejemplo,
con la santidad, la justicia, la misericordia, la igualdad, etc., en
cuanto forman
parte de los postulados sagrados últimos (cfr. Rappaport 1999), que
regulan en
última instancia la legitimidad de un orden sociocultural.
Ahora
bien, desde un enfoque racional, hay que
precaverse de los riesgos de vincular a la divinidad con sistemas
históricos
concretos, con leyes particulares, hasta el punto de acabar
considerando
inmutables unas normas y fórmulas debidas a circunstancias pasajeras.
Pues efectuar
esta asociación equivale a divinizar, indebidamente, esos sistemas y
esas leyes,
que por fuerza son de este mundo y están sujetos a las mutaciones del
tiempo
histórico.
Por
consiguiente, categorizar como «Ley divina»
lo que no es más que legislación humana, surgida de una sociedad y en
una época,
cae en el error de atribuir a tal normativa un carácter divino y
absoluto, o lo
que es lo mismo, incurre en el contrasentido de divinizar realidades
relativas de
este mundo. Y se podría argüir que eso significa una tácita blasfemia
contra
Dios, e incluso una forma sutil de idolatría, por cuanto se toma como
divino algo
meramente humano, producto de la historia, contingente, obsolescente y
cambiante. La sacralización y la adoración con fe ciega de una
jurisprudencia
humana no solo incurre en idolatría, sino que incide inevitablemente en
detrimento de los valores, o los principios, a los que los preceptos
legales
dicen servir: la justicia, la misericordia, la santidad, la libertad,
la
racionalidad y el amor a Dios y al prójimo, que quizá un día pudieron
inspirarlas, pero que nunca deberían confundirse con ellas.
De
vez en cuando, tropezamos con autores o
conferenciantes que se empeñan en hacernos creer que el Corán admite la
libertad religiosa, para lo que citan una aleya que supuestamente
afirma que no
se puede coaccionar a nadie en materia de religión. Para admitir
semejante
afirmación, tendríamos que olvidarnos de pronto de todo lo que sabemos
acerca
del islam y volvernos crédulos ante el discurso de una apologética
mendaz,
porque esa interpretación es contraria a toda evidencia. Analicemos el
texto
del versículo (Corán 87/2,256), porque aquí está la piedra de toque
para
calibrar la verdadera naturaleza del sistema islámico.
El
término «coacción» es muy poco utilizado en
el Corán, apenas una decena de veces. En cuatro de ellas forma parte de
una
frase hecha, «por obediencia o por coacción», que se traduciría «de
grado o a
la fuerza». En otras, alude a otras cuestiones que no vienen al caso. Y
quedan
tres que sí interesan para este punto concerniente a la religión. Una
parece
recriminar el comportamiento del profeta en un momento temprano de su
predicación: «¿Eres tú quien coacciona a los humanos para que sean
creyentes?»
(Corán 51/10,99). Pero esta aleya podemos dejarla de lado, ya que los
especialistas concuerdan en que está abrogada por otros versículos
posteriores
de signo intransigente.
Por
fortuna, encontramos otro versículo que
resulta aclaratorio: «El que no cree en Dios, después de haber creído,
salvo el
que ha sido coaccionado, mientras que su corazón se tranquiliza por la
fe»
(Corán 70/16,106). Aquí se habla de alguien que ha creído, es decir,
que se ha
hecho musulmán, y luego sufre presiones por parte de otros para dejar
de serlo.
Pues bien, esta tesitura es la que mejor nos ayuda a entender el
significado de
la sentencia aducida: «Ninguna coacción en la religión» (Corán
87/2,256).
Si
tenemos en cuenta, además, que, en el Corán
y para los musulmanes, «la religión» es por antonomasia el islam,
entonces, lo
que la frase quiere decir es que no se permite que nadie coaccione a un
musulmán para que deje su religión. Esta idea queda aún más clara
cuando leemos
completo ese mismo versículo 256, con lo que continúa diciendo:
«Ninguna
coacción en la religión. La buena
dirección se distingue del extravío. El que no cree en los ídolos y
cree en
Dios se agarra al asidero más seguro, que es irrompible» (Corán
87/2,256).
Esto
refuerza la interpretación que hemos dado
de la célebre frase inicial del versículo con el argumento de que la
«buena
dirección» (el islam) no debe confundirse con el «extravío» que supone
la
religión de los otros, considerados idólatras. Mientras que el que cree
en Alá
se ha agarrado a lo seguro y no debe consentir ninguna coacción, o lo
que es lo
mismo, no se tolera que nadie trate de convencer al musulmán para que
abandone
el islam. Por consiguiente, en la sentencia aducida no se dice nada en
absoluto
sobre la libertad religiosa, como malinterpretan algunos ingenuos, o
taimados,
sino todo lo contrario.
«A
quien se separe del enviado, después de
haberse manifestado en él la dirección, y siga un camino diferente
(...) lo
quemaremos en la gehena» (Corán 92/4,115).
Pero
es que, incluso en el caso de que fuera
admisible la lectura «liberal» de la frase, carecería de toda vigencia,
pues ese
versículo estaría abrogado por otros posteriores, en particular por uno
tan
fundamental como es el versículo de la espada (Corán 113/9,5). Por lo
tanto,
está perfectamente claro que, una vez que uno se hace mahometano, debe
rechazar
cualquier presión para volver a su religión anterior, o para abandonar
el
mahometismo, so pena de severos castigos (Corán 70/16,106; 87/2,217;
89/3,86-87; 92/4,115), porque taxativamente «la religión ante Dios es
el islam»
(Corán 89/3,19). Y «el que busque una religión distinta del islam, no
se le
tolerará» (Corán 89/3,85).
No
queda la menor duda acerca de cuál es la coacción
que el Corán rechaza de plano: la que se hace al musulmán. Lo cual se
complementa con esa otra coacción que el Corán manda que los musulmanes
ejerzan,
tantas veces cuantas incita a combatir a las demás religiones, hasta
que «toda
la religión sea de Dios» (Corán 88/8,39; 114/110,2) y finalmente el
islam «prevalezca
sobre toda otra religión» (Corán 109/61,9).
Este
tema puede ampliarse, si se desea, consultando
el minucioso y documentado estudio de Sami Aldeeb sobre la aleya de la
coacción
en la religión, en correspondencia con diferentes pasajes del Corán y
con los
relatos de Mahoma, y a la luz de las interpretaciones realizadas por
los
exegetas musulmanes a lo largo de los siglos (cfr. Aldeeb 2015 y 2021).
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2021 Kein Zwang im Glauben.
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