Una apología
del
islam
ANTONIO ELORZA
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Comentarios
sobre el libro de Juan José Tamayo, Islam.
Cultura, religión y política.
Madrid, Trotta, 2009.
La tendencia
despuntó entre nosotros
ya con el 11-S
y cobró forma definitiva como consecuencia del 11-M. La intención de
fondo no podía ser más plausible: se trataba de evitar que los
sangrientos atentados del terrorismo islamista diesen lugar
a una ola de xenofobia
y de odio contra todo lo que oliera a musulmán, árabe o magrebí. Tal
era el razonamiento que esgrimía el responsable de El País respecto de
mi artículo titulado "Yihad en
Madrid", que al fin apareció fuera del lugar habitual de mis
colaboraciones en la sección
de Opinión, allá por la
página 34, mientras la
misma era presidida por otro artículo, esta vez de
Juan Goytisolo, donde toda conexión
entre terrorismo e islam era negada. Siguió la condena de mi ensayo
por islamófobo, a cargo de dos prohombres de la comunidad
musulmana. La verdad es que,
por fortuna, no tuvo lugar la temida
explosión de islamofobia, pero
la propensión a rehuir el enfrentamiento con la realidad
en este tema se mantuvo, e incluso se
consolidó al cobrar forma la
iniciativa gubernamental de la Alianza
de Civilizaciones, tal y como
pudo comprobarse en las reacciones oficiales
(Miguel Ángel Moratinos, Máximo Cajal) y oficiosas
ante el episodio
de las caricaturas danesas.
En esta
corriente se inscribe el libro recién publicado del teólogo Juan José
Tamayo, hombre cargado de méritos y distinciones. Sirva de
muestra un párrafo de su introducción: el islam,
escribe, "posee una rica herencia en materia de derechos humanos,
de libertad religiosa, de
respeto hacia la increencia y de igualdad de género [no hay más que
leer
el Corán, nota A. E.], que viene a desmentir
la tan extendida idea de su connatural incompatibilidad con la
democracia,
con los derechos humanos, con las libertades individuales y
con la igualdad entre hombres y
mujeres". Por desgracia, tan estupendas ideas
no encajan, según Tamayo, "con la tozuda realidad
en muchos países de mayoría musulmana",
de manera que el problema consistiría en recuperar esos
planteamientos doctrinales y aplicarlos a
las sociedades aludidas mediante el citado eufemismo.
De acuerdo con lo anterior,
Tamayo plantea en su libro una apología del islam en el sentido
clásico,
con un reconocimiento vago de las insuficiencias reales
que es compensado de inmediato
con una búsqueda de elementos positivos,
por inconsistentes que estos sean.
El propósito sigue siendo encomiable: crear las condiciones
para un diálogo interreligioso. Lo
que ya no encaja es la necesidad de forzar el análisis hasta el punto
de anularlo y de verse obligado a espigar una y otra vez citas traídas
por los pelos, ignorando las declaraciones
centrales, a veces de sobra conocidas, y dejando de lado aspectos
fundamentales de la concepción ortodoxa del islam suní.
Así, mientras procede a la búsqueda de elementos
favorables en el Corán, la Sunna, esto es, los hadices, sentencias y
hechos ejemplares del Profeta que con el Corán integran
el núcleo de la ley sagrada, de la sharia, es
totalmente ignorada. Si Tamayo hubiera leído
los hadices o, en el caso de leerlos, tomara en cuenta
sus prescripciones, todo lo que afirma
sobre la yihad, sobre la mujer o sobre los derechos humanos pasaba a
carecer
de sentido. Si no tenemos idea de lo que expresa una doctrina, ¿cómo
escribir sobre ella? Es claro que Tamayo no ha
tomado en consideración un solo hadiz sobre la inferioridad
radical de las mujeres, el
papel de la menstruación como base de
impureza, su condición de
desagradecidas respecto de los maridos que
las mantienen, la consiguiente asignación de las féminas al papel
de pobladoras mayoritarias del infierno.
Y aunque salgamos de los hadices y entremos en el Corán,
¿cómo puede declarar que «el
Corán [es] instrumento de liberación
de la mujer", si existen versículos como el 4,34 donde su desobediencia
–no la insubordinación, como menciona Tamayo–
genera el deber del castigo físico de
la infractora? Tampoco son
aceptables sus consideraciones acerca de los
castigos para los fornicadores, ya que una vez más ignora
unos hadices que siguen siendo por desgracia la base de la
jurisprudencia en los países islámicos donde rige la sharia.
Por otra parte, está bien subrayar la sanción de la
personalidad jurídica de la mujer, pero al mismo tiempo hay que
recordar
que su base es una vez más el reconocimiento de
una inferioridad que tiene su expresión
y fundamento en la validez de su testimonio como la mitad del expresado
por el hombre. Lógicamente, Tamayo
no vincula esta cuestión con los
aspectos represivos del vestido. Nos sitúa ante un desfile de mujeres
musulmanas eminentes, lo
cual poco tiene que ver con el fondo de la cuestión, salvo, claro es, a
fines apologéticos.
El capítulo sobre
la yihad constituye todo un ejemplo de cómo rehuir un tema esencial,
acudiendo a citas sobre comentarios y a descalificaciones; en este caso
le toca a Bernard Lewis, como si
no existiera una amplísima bibliografía, adscribiéndole nada menos que
a Gustavo Aristegui en calidad de discípulo. Penoso. Asume el cuento
de que la yihad es solo defensiva,
citando para ello siete versículos, y pasa por alto todo lo que en el
Corán
y en los hadices, cientos
de hadices, hace de la yihad desde la Hégira ante todo esfuerzo
bélico con los bienes y las vidas en la senda de Alá. De nuevo, ¿cómo
puede escribirse de algo tan crucial
sin una atención a los textos que lo
definen nítidamente? Lo que un comentarista incorpore, resulta
secundario. Analicemos lo que ofrece la doctrina
que se trata de defender. Esta premisa está
ausente en el libro.
El repaso de otros aspectos llevaría a idénticos
resultados. Las buenas intenciones no pueden compensar la falta de
análisis, y
tampoco el islam necesita abogados defensores.
Revista
de Libros
Fundación Caja
Madrid
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Islam.
Cultura, religión y política
JUAN JOSÉ
TAMAYO
Madrid,
Trotta, 2009.
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