Una defensa sin complejos de las Cruzadas

AUGUSTE MEYRAT






El libro de Raymond Ibrahim, Los defensores de Occidente, sostiene que las acciones heroicas de unos pocos grandes cruzados salvaron a Occidente de la conquista musulmana.

Pocos momentos de la historia son tan incomprendidos y cuestionados como las Cruzadas. Esta serie de violentos enfrentamientos entre las culturas cristiana y musulmana, que abarcó tres continentes y casi un milenio, ha  sido caracterizado como una inútil guerra de agresión. En opinión de la mayoría de los historiadores modernos, los cristianos beligerantes, codiciosos y racistas de Europa occidental fueron guiados periódicamente por un teócrata sanguinario de Roma para canalizar sus energías salvajes hacia el asedio de una fe rival, en la creencia ilusoria de que esto les garantizaría la admisión en el cielo, si no un reino terrenal que gobernar. El resultado no fue más que una matanza inútil por ambas partes.


Casi todo eso es falso. Las Cruzadas fueron guerras de defensa, en las que los cristianos intentaron expulsar a los invasores musulmanes extranjeros de tierras que habían sido cristianas. Lejos de ser salvajes no ilustrados, los cruzados eran una fuerza altamente organizada que superó los límites de lo que era posible en la guerra, el gobierno y la práctica religiosa. El gran sacrificio personal de los cruzados, junto con los argumentos morales contra el uso de la violencia, desmienten la idea de que lo hicieran para obtener beneficios personales.


En cambio, los invasores musulmanes se beneficiaron enormemente de sus conquistas. En esencia, se apropiaron de las riquezas que pertenecían a sus oponentes. Sometieron a los habitantes de aquellas regiones a esclavitud masiva, persecuciones periódicas e impuestos agobiantes, todo ello sancionado por sus escrituras y libros sagrados. Y casi todas sus victorias contra las fuerzas contrarias se debieron a la superioridad numérica y a las disfunciones internas de sus oponentes, más que a la superioridad estratégica, logística o tecnológica.


Lamentablemente, pocos historiadores se arriesgan a la ruina profesional desafiando la narrativa imperante en la academia y contando la verdadera historia de las Cruzadas. Sin embargo, Raymond Ibrahim hace caso omiso de tales preocupaciones y ofrece fascinantes perfiles de ocho grandes héroes de las Cruzadas en su libro Defenders of the West (Los defensores de Occidente. Héroes cristianos que lucharon contra el islam).


Como lingüista árabe y experto en historia y teología islámicas, es capaz de recurrir a fuentes primarias de ambos bandos del conflicto para ofrecer un relato más objetivo e imparcial de las Cruzadas. Y lo que es más importante, da prioridad al lector y a contar una historia. En su introducción, coincide plenamente con la tesis de Carlyle de que la historia "no es más que la biografía de los grandes hombres". Mientras que la mayoría de los historiadores modernos tienden a atribuir los acontecimientos del pasado a fuerzas impersonales (lo que se conoce como "historicismo"), Ibrahim reconoce y celebra los logros de individuos heroicos y la repercusión que tienen en el mundo. De este modo, demuestra que estos hombres no sólo fueron importantes para su época, sino que pueden seguir sirviendo de modelo para la gente de hoy.



La guerra por Tierra Santa


Aunque Ibrahim organiza sus capítulos cronológicamente, sus biografías funcionan mejor enmarcadas como tres conflictos regionales diferentes: la guerra por Tierra Santa y Bizancio, la Reconquista de la península española y la defensa de los Balcanes contra los turcos otomanos. Como relata Ibrahim, cada guerra tuvo su parte de éxito y de fracaso para Occidente, pero mucho de ello dependió de la jefatura y de lo unidos que estuvieran los reinos cristianos. Cuando los jefes eran fuertes y existía unidad, obtuvieron victorias a largo plazo (como en España); cuando los jefes eran fuertes, pero no existía unidad, sólo obtenían victorias a corto plazo (como en Tierra Santa y los Balcanes).


La guerra por Tierra Santa y Bizancio presenta la mejor visión de conjunto de las Cruzadas. Aunque los primeros cruzados reconquistaron muchos de los reinos a lo largo del Mediterráneo oriental, los cruzados de los siglos siguientes dedicaron la mayor parte de sus recursos a asegurar estos reinos y establecer puestos avanzados para facilitar las líneas de suministro. Finalmente, esos reinos y puestos avanzados acabaron perdiéndose, a medida que los jefes occidentales perdieron interés en las cruzadas.


En la primera cruzada, destacó Godofredo de Buillón, un noble que era "fuerte más allá de toda comparación, con miembros sólidamente formados y pecho robusto", según Guillermo de Tiro. Además, era extremadamente religioso y solía rezar y ayunar antes de las batallas. Ambas cualidades resultaron necesarias cuando Godofredo se enfrentó a un tipo de enemigo completamente diferente, que no tenía reparos en asesinar y torturar a inocentes y utilizar tácticas de terror para intimidar a sus oponentes. A pesar de ello, Godofredo y los demás cruzados lograron recuperar Antioquía y otras fortalezas en su marcha hacia Jerusalén.


En circunstancias adversas, estaban exhaustos, hambrientos y muertos de sed. A esto se sumaban las noticias de las atrocidades cometidas por los musulmanes, que masacraban a los hombres cristianos, violaban brutalmente y vendían a las mujeres y los niños como esclavos. Estas tácticas impedían que los simpatizantes locales ayudaran a los cruzados, que se vieron obligados a depender de sus débiles aliados bizantinos y de frágiles líneas de suministro que se extendían muchas leguas atrás. Finalmente, Godofredo ordenó la construcción de una torre de asalto y escaló las murallas de Jerusalén. El resultado de la prolongada frustración y las continuas atrocidades fue la famosa y sangrienta masacre de todos los habitantes de la ciudad: "la carnicería fue tan horrible que, una vez calmado el frenesí de la batalla, incluso los vencedores experimentaron sensaciones de horror y repugnancia". Por desgracia, mostrar piedad no era un lujo que los cruzados pudieran permitirse, si querían ganar la guerra.


En ningún otro lugar quedó mejor demostrada esta lección que en los dos reyes que intentaron aprovechar las primeras victorias de Godofredo un siglo después: Ricardo Corazón de León de Inglaterra y Luis IX de Francia. Demostrando una dureza y una inteligencia asombrosas, el rey Ricardo hizo honor al apodo de Corazón de León. Batalla tras batalla, Ricardo recuperó y reforzó los reinos cruzados de la costa y conquistó Chipre, gobernada entonces por un rebelde bizantino, Isaac Comneno.


La mayor parte del éxito de Ricardo podría atribuirse a un enfoque realista de la guerra, a la comprensión de la dinámica de la negociación y la ventaja, y a haber superado al famoso (y excepcionalmente tramposo) Saladino: "Ricardo... sacó a unos dos mil seiscientos cautivos musulmanes a la vista de Saladino y ordenó su ejecución". Si no se hubieran llevado a cabo acciones como éstas, Ricardo habría sucumbido rápidamente a las fuerzas enemigas o se habría retirado antes de tiempo como su viejo amigo el rey Felipe-Augusto de Francia.


En contraste con los logros de Ricardo, el rey Luis IX (san Luis) fue un "héroe trágico" de las Cruzadas. Suscitó asombrosas promesas y lo movían las mejores intenciones, pero solo experimentó continuos reveses durante su campaña en el norte de África. A diferencia de Ricardo, hombre gigantesco que imponía su autoridad con el ejemplo y la astucia, Luis era más enfermizo y devoto. Aunque gozaba del respeto de su pueblo y de sus compañeros, tuvo problemas para conducirlos en los momentos críticos de la lucha, lo que lo llevó a sufrir diversas emboscadas que le infligieron grandes pérdidas. Además, hubo brotes de peste, ya que el enemigo envenenó los pozos y obstruyó el río con cadáveres putrefactos; tuvo la mala suerte de luchar contra el sultán mameluco Baibars, un gobernante aún más despiadado y tramposo que Saladino.


Finalmente, el propio Luis fue hecho cautivo, aunque soportó valientemente las burlas y las torturas hasta que fue rescatado. Al final, Luis murió de enfermedad en su segunda Cruzada, y con él murió el movimiento cruzado. Mientras tanto, los invasores musulmanes volvieron a conquistar lo ganado por los cruzados y perpetraron atroces persecuciones contra la población cristiana.



Los vencedores


En los perfiles de El Cid (Rodrigo Díaz) y del rey Fernando III, Raymond Ibrahim consigue contar una historia más feliz sobre la Reconquista en España. Teniendo en cuenta las increíbles adversidades a las que se enfrentaron inicialmente, tras verse confinados en un rincón al norte de la península Ibérica, los cruzados españoles merecen un capítulo por su contribución. Desde alrededor del año 712 hasta 1492, el diminuto reino cristiano de Asturias, que apenas albergaba a una escasa población de refugiados cristianos, se expandiría hasta recuperar toda España y expulsar a los ocupantes moros.


Como demuestra Ibrahim en sus biografías de El Cid (1043-1099) y del rey Fernando III (1200-1252), hubo varios factores que condujeron a ello. El primero fue la superior jefatura y destreza de los dirigentes cristianos, tanto en el Cid como en el rey Fernando (también santo), que se abrieron paso entre las hordas de los ejércitos musulmanes y organizaron formidables asedios a las fortalezas enemigas.


El segundo factor fue que los reyes cristianos solían apoyarse unos a otros en su misión, mientras que los moros se encontraban disgregados, envanecidos y, por tanto, vulnerables. Y en tercer lugar, los españoles llegaron a comprender la inutilidad de permitir que una religión enemiga viviera entre su pueblo. Mientras que el Cid y muchos otros permitían a los residentes musulmanes practicar su fe, Fernando los obligó a marcharse porque "por muy indulgente que fuera un gobernante cristiano con sus súbditos moriscos, y por muy dóciles que éstos parecieran, siempre que se presentaba la oportunidad, los musulmanes se sublevaban inmediatamente". Esto ayudó a Fernando a consolidar las victorias de los anteriores cruzados españoles, al reconquistar la mayor parte de España y neutralizar posibles insurrecciones.



La resistencia en los Balcanes


Quizá los capítulos más interesantes del libro son los que se refieren a los cruzados balcánicos, que resistieron a los turcos otomanos desde finales del siglo XIV hasta finales del siglo XV. En lo que equivalía a una tarea ingrata que les valió la infamia tanto de sus contemporáneos como de los historiadores posteriores, estos héroes se enfrentaron a adversidades aún más imposibles que los cruzados anteriores.


Ibrahim comienza con el rey húngaro Juan Hunyadi, que se opuso a tener que pagar tributo a los turcos otomanos y lanzó una campaña de guerrillas contra los colosales ejércitos del sultán Murad. Fue uno de los primeros caudillos en mostrar la debilidad de los turcos, que nunca habían tenido que defender su territorio: "Tanto a cristianos como a musulmanes les impresionó especialmente que, en lugar de adoptar una posición defensiva, Hunyadi tomara realmente la ofensiva: cruzó ríos y montañas para enfrentarse a los turcos en sus propios dominios".


A pesar del éxito de Hunyadi, pocos reyes o nobles siguieron su ejemplo. Más bien, los gobernantes de Europa occidental estaban preocupados por otros asuntos más egoístas. Sólo la ciudad estado italiana de Venecia se implicó (pero ayudó a los turcos otomanos casi tanto como los combatió). Las otras excepciones a esta indiferencia general fueron los dos hombres sobre los que Ibrahim escribe en los dos capítulos siguientes: Jorge Castriota (a quien los turcos llamaban "Skanderbeg" ("príncipe Alejandro", en alusión a Alejandro Magno de Macedonia) y Vlad Drácula III (a quien los nobles rivales tachaban de vampiro).


Como ambos fueron cautivos de los turcos durante varios años, tenían razones personales para liberar sus reinos y un profundo conocimiento de la forma de actuar de los turcos. Lo mismo que Hunyadi, Skanderbeg y Drácula convirtieron su escaso número de efectivos en su fuerza, desbaratando ejércitos turcos grandes y mal organizados. La formación previa de Skanderbeg como jenízaro (la tropa de élite turca) le ayudó a dirigir sus fuerzas con vigor y eficacia. Por su parte, Drácula hizo un uso innoble del empalamiento (de ahí el nombre de Vlad el Empalador) y de las incursiones nocturnas. Pero ambos consiguieron dar la vuelta a la situación y frenar con éxito el avance turco en Europa.



Una alternativa peor


Para algunos lectores, el mayor punto fuerte de Los defensores de Occidente les puede parecer su mayor inconveniente: las gráficas descripciones que hace Ibrahim y su falta de simpatía por la civilización musulmana. Aunque la mayoría de los detalles truculentos proceden de las numerosas fuentes barajadas por Ibrahim, es evidente que él quiere presentar a los moros, a los turcos y a varias dinastías árabes bajo la luz menos halagüeña. Y por si las descripciones no fueran suficientes, establece también paralelismos con los terroristas musulmanes actuales.


Sin embargo, la violencia y las duras descripciones aportan un contexto importante que ayuda a explicar las medidas extremas que hubieron de tomar los cruzados, en particular Drácula. Esto puede resultar incómodo para los lectores que prefieran un enfoque más aséptico y equívoco de la historia, pero eso sería engañoso y falso.


En cuanto a lo que significaron para la civilización occidental, Ibrahim demuestra que las Cruzadas no sólo fueron necesarias, sino en último término morales y justificadas. Por feas que fueran a menudo, la alternativa de la rendición y la sumisión habría sido incomparablemente más fea.



FUENTE