Ciencia y fe.
¿Relaciones de complementariedad?
MANUEL CARREIRA
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Es para mí ciertamente una satisfacción el poder
hablar a gente que tiene intereses en todo lo que es el ámbito del
conocimiento humano, desde el conocimiento de la materia hasta el
conocimiento de Dios. Vamos a hablar de una manera muy esquemática de
lo que puede ser una relación muy constructiva entre dos modos diversos
de conocer, entre ciencia y fe.
Yo suelo decir que tal vez tengo una cabeza más
cuadrada de lo normal y no soy capaz de hablar de algo sin primero
decir que significan los términos claves. En este caso el término
ciencia y el término fe necesitan una explicación antes de tratar de
sus posibles relaciones, para poder entendernos sin confusión alguna.
Ciencia, en el sentido etimológico de la palabra,
es la búsqueda de conocimiento por referencia a las causas de aquello
que se estudia. Por tanto, una búsqueda que no se para en la simple
enumeración de hechos, en la colección de datos, sino que intenta
entender. Por eso la ciencia requiere raciocinio, que resulta en un
conjunto de ideas explicativas, primero para conocer las causas más
inmediatas, y finalmente para encontrar las causas últimas.
En el sentido técnico moderno de la palabra
ciencia –cuando se habla de un edificio de ciencias y otro de
humanidades en un campus– se restringe el significado para tratar
solamente del estudio de la actividad de la materia que puede tener
comprobación experimental. Esto quiere decir la palabra “ciencia”
cuando hablamos de las ciencias en el mundo moderno, cuando decimos que
la ciencia está influyendo en la sociedad en estos momentos. Se trata
pues de un estudio de la materia, de su actividad. Y este estudio
tiene que tener, finalmente, por lo menos en principio, una
posibilidad de comprobación experimental.
Voy a aclarar este punto un poco más con dos
ejemplos. Pueden leerse de vez en cuando, en alguna revista de
divulgación, artículos en que se habla de otros universos. La palabra
universo se identifica –en el sentido científico– con la totalidad de
aquello que es directa o indirectamente observable, con cualquier tipo
de instrumento. Por lo tanto hablar de “otros universos” es,
automáticamente, hablar de algo que no puede observarse ni directa ni
indirectamente. Es ciencia ficción. No se puede hablar de otro universo
como un tema científico. De la misma manera, hablar de un parámetro de
valor infinito es hacer ciencia ficción, porque nunca puede haber un
instrumento que mida algo con un valor infinito. Todo instrumento tiene
un umbral y un techo en su respuesta.
Hay que tener pues, muy claramente definido lo
que es el ámbito de la ciencia. Solamente la actividad de la materia
que puede comprobarse experimentalmente, aunque nos falte hoy la
tecnología para hacerlo.
Por otra parte la palabra fe tiene tres
significados que deben distinguirse muy claramente para no caer en
afirmaciones que son totalmente equívocas.
El primer significado de la palabra “fe” se
refiere a un modo de conocer que, en lugar de ser por experiencia
propia o por raciocinio propio, es conocimiento por testimonio. En este
sentido la palabra fe no tiene necesariamente conexión con nada de
ámbito religioso. Estamos aquí en una Universidad y creo que todos
nosotros podemos decir que, en este ambiente, en unos años recogemos
conocimientos recibidos de las mentes más preclaras de toda la historia
de la humanidad, que nosotros no hemos desarrollado ni hemos podido
comprobar directamente. Casi todo lo que conocemos lo conocemos por fe
humana. Primeramente, todo lo que es histórico sólo puede conocerse por
fe humana, pues no hay manera directa de comprobar lo que ya no existe.
Y todo lo que yo no puedo comprobar directamente por mis sentidos,
ayudados por cualquier instrumento, sólo lo sé por fe humana. Casi todo
lo que tengo como cultura científica o de cualquier otro campo, puedo
decir que lo tengo por fe humana. Si no hubiese este modo de conocer no
podría haber desarrollo cultural. Cuando alguien comentaba con
admiración los logros de Newton con su teoría de la gravedad, él dijo:
Si da la impresión de que yo he visto más lejos que otros, es porque me
he encaramado sobre los hombros de gigantes que me precedieron. Eso
mismo podemos decir todos.
Ahora bien, este modo de conocer por testimonio,
primero, da certeza. Cuando hay un juicio ante un tribunal, ¿cómo se
establece que alguien es inocente o culpable? Por testigos dignos de
fe. No se trata de nada de ámbito religioso. Y ese método da certeza
“fuera de toda duda razonable”.
Segundo: da certeza aun en contra del testimonio
de mis sentidos. Yo sé con certeza, basada en fe humana, lo que me dice
la teoría atómica. Y me dice que mi mano es una nube de partículas en
algo que es prácticamente todo vacío, y que la mesa también es una nube
de partículas en algo que es casi totalmente vacío. Y que cuando yo
quiero pasar mi mano a través de la mesa, no pasa porque hay fuerzas de
repulsión, pero que no hay nada sólido, ni en la mesa, ni en mi mano. Y
que cuando tropieza mi mano con la mesa, no llegan a tocarse jamás dos
partículas. Todo esto lo sé con certeza, a pesar de que va en contra de
lo que dicen mis sentidos.
Y esta fe humana no solamente me da certeza, aun
en contra de los sentidos, sino que me obliga a aceptar cosas que no
entiendo. Y si no hago eso no puedo progresar ni en la ciencia ni en
ningún otro ámbito. Hay una frase digna de recordar, de uno de los
grandes físicos del siglo XX, Richard Feynman, premio Nobel y con
discípulos premios Nobel. Dice taxativamente: Creo que puedo afirmar,
sin miedo a que nadie me contradiga, que no hay nadie en el mundo que
entienda la Mecánica Cuántica. Y eso lo dice él, que contribuyó mucho a
la Mecánica Cuántica. Tampoco sabe hoy nadie cómo es posible compaginar
las dos teorías fundamentales de la física moderna, la Relatividad
General y la Mecánica Cuántica, cada una perfectamente comprobada en su
ámbito, pero que son incompatibles entre sí. Y ese es tal vez el
desafío más grande de la física moderna. No hay lugar a duda de que son
verdad, cada una en su campo: será una verdad parcial, pero son verdad.
Pero no es posible entender cómo pueden conciliarse. Nadie lo entiende.
De modo que la fe humana primero es el modo más
amplio y valioso de conocer para avanzar en la cultura. Segundo, me da
certeza aún en contra de lo que dicen mis sentidos. Y tercero me lleva
a aceptar como verdadero lo que no entiendo. Todo esto se debe recordar
luego cuando hablemos de fe en el sentido religioso.
En esta fe humana entra todo lo que es historia,
como dije ya al principio. Con fe humana puedo conocer que existió por
ejemplo Sócrates. Y solo lo puedo saber por testimonios de sus
contemporáneos. Con el mismo tipo de certeza histórica tengo que
establecer que Cristo existió hace dos mil años y lo que enseñó. Por lo
tanto, nuestra fe en él, como base de una religión que no es ya
simplemente un conocimiento abstracto sino histórico, tiene que
fundarse en los mismos criterios y en la misma metodología que uso para
cualquier otro personaje histórico. Eso es lo que afirma la Iglesia. En
la encíclica La Fe y la Razón
el Papa deja muy claro que nuestra fe no se basa en cuentos ni en
mitologías, ni siquiera en un libro. Se basa en hechos históricos.
Una vez que tenemos este tipo de fe como modo de
conocer, pensemos en otro significado de la palabra, que usamos también
en la vida ordinaria. Alguien dice: Tengo unos dolores de espalda, que
me están haciendo la vida imposible, pero tengo mucha fe en un médico,
que sé que ha ayudado a muchas otras personas. Iré a él y haré lo que
me diga. Otro dirá que tiene mucha fe en un político (aunque sea más
difícil). Y otro dirá que tiene mucha fe en unas vitaminas o en un
método gimnástico. Como es obvio, en ninguno de estos casos se trata de
un aumento de conocimiento. Se trata de un acto de la voluntad, que
responde a un conocimiento, para dirigir la actividad de mi vida. En un
campo o en otro, voy a ajustar mi proceder a lo que una persona, o una
convicción, me lleve a hacer porque tengo conocimiento suficiente para
darles mi confianza. Esta es, pues, fe como confianza. Presupone la
anterior: yo no puedo tener fe en algo que no conozco. Pero ya no es un
acto de la inteligencia sino de la voluntad libre.
Esta voluntad libre, por prejuicios o cualquier
otro condicionamiento no intelectual, puede llevar a rechazar aun
aquello que está bien probado como conocimiento, incluso en una ciencia
experimental. En la Alemania nazi, por ejemplo, se decidió por decreto
que la Teoría de la Relatividad de Einstein debía rechazarse, porque
era “ciencia judía”. Los argumentos en su favor no bastaban. Era
ciencia judía, no podía ser verdad. En la Rusia soviética se rechazó la
genética moderna porque, según el dogma marxista, los niños de los
marxistas tenían que nacer ya marxistas. Y como la genética decía que
no se heredan los caracteres adquiridos, había que rechazar la
genética. Y se inventaron la genética de Lisenko y de otros, que tenía
como base la herencia de los caracteres adquiridos, aunque fuesen las
maneras de actuar y las ideologías de la política.
Esta fe-confianza, en el ámbito religioso, se da
con la cooperación de la gracia divina y puede llevar a incluso
milagros cuando alguien tiene una inspiración de confiar en Dios de tal
manera que en un caso concreto puede invocarle para que haga un
milagro. Obviamente es una fe en que no aumenta el conocimiento, sino
más bien una fe que afecta a la voluntad, que actúa libremente aun bajo
el influjo de la gracia, y es responsable de su respuesta como de todo
acto libre.
Pero tengan en cuenta que es de la voluntad de la
que estoy hablando. No es el sentimiento, no es una cosa que yo siento
dentro. No, el sentir no es parte de la fe sino parte de la emotividad.
Y no depende de mi voluntad el sentir o no sentir, ni tampoco de mi
entendimiento.
Hay, finalmente, otro nivel superior en el que se
dice que la fe es un don de Dios. Muchas veces yo he oído decir,
incluso a gente que enseñaba teología, que la fe tiene que ser sin
razones, porque la fe es puramente un don de Dios y no puede ser el
resultado de pruebas racionales. ¡Mentira! La fe como don de Dios, en
cuanto a su definición, no tiene nada que ver con los niveles
anteriores. Exige esos niveles anteriores, exige la racionalidad y
exige el acto libre. Pero la fe como don de Dios es lo que llamamos una
virtud teologal. La palabra “virtud” significa un agente activo, como
cuando alguien dice que una píldora “tiene unas virtudes curativas” muy
especiales. Es un agente activo sobrenatural, una nueva capacidad, dada
por Dios, que no afecta mi conocimiento en nada, ni tampoco afecta mi
voluntad directamente, pero que da a mis actos un valor eterno para mi
unión con Dios. Esa es la fe que se le da al bebé cuando se le bautiza,
aunque el bebé no se entera de nada, ni hace acto libre alguno.
Se supone que esta fe se da, o bien a quien ya
conoce a Cristo y ha decidido poner su vida de acuerdo con sus
enseñanzas, o a quien sus padres y padrinos prometen que se la va a dar
esa preparación para vivir de acuerdo con la fe que recibe. Esta fe
marca a la persona, le da esa nueva capacidad de tal manera que, ocurra
lo que ocurra, el bautismo ya nunca se repite. Aun a quien ha sido
luego infiel a ella y ha apostatado no se le vuelve a bautizar si se
arrepiente, porque la fe es una especie de injerto inamovible de
divinidad en el alma humana. Y esa fe sí es necesariamente sólo don de
Dios, porque sólo Dios puede dar un principio de vida divina que
capacita a la persona para vivir y a gozar con una vida propia de Dios
en la eternidad.
Como ven, los tres niveles de fe son claramente
muy distintos. Y no se puede decir: “Yo no tengo fe: si Dios no me la
ha dado ¿de qué se queja?”. Eso es una blasfemia. He respondido alguna
vez: “¿Cómo cree usted que Dios le va a dar la fe? ¿Mientras está
viendo la televisión, quiere que se la meta por un embudo en la cabeza?
¿Qué ha hecho usted por conocer históricamente las bases de la fe? ¿Qué
ha hecho para conocer los argumentos que hay acerca de la existencia de
Cristo y de su enseñanza? Si no ha hecho nada, no le eche la culpa a
Dios de que no tiene fe”.
Una vez que tenemos estos conceptos ya claros,
vemos que el conocer humano científico, que se basa en la actividad de
la materia que puedo comprobar con un experimento, me da una colección
de datos numéricos, de medidas. Y lo que no es medible no es parte de
la ciencia. Si yo veo una puesta de sol –como dice Carl von Weizacker-
puedo, mediante la espectroscopía física, explicar la intensidad de las
diversas longitudes de onda que producen los colores hermosos del
atardecer, y dar una razón de por qué ocurre así, pero no puedo dar una
razón científica de por qué me gusta contemplar ese espectáculo. El que
la puesta de sol sea hermosa no lo describe ninguna ecuación, no es
algo cuantificable. La ciencia solamente trata de los aspectos de la
actividad de la materia que son cuantificables y por eso pueden entrar
luego en cálculos, en ecuaciones, y me permiten a partir del presente
inferir el pasado y predecir el futuro.
Si solamente quiero tratar del aspecto de medida
cuantificable, sin preocuparme de qué es aquello de lo que hablo,
entonces desarrollo la matemática. Es el estudio de relaciones
puramente cuantitativas. Pues si yo digo: “dos y dos son cuatro”, me da
igual que ese dos sean dos estrellas, o dos botellas o dos dolores de
cabeza. Hablo solamente del número, del aspecto cuantitativo. Por eso
la matemática, en este sentido técnico que he usado hasta ahora para la
palabra “ciencia”, no es ciencia, porque no habla de la materia
concreta ni puede comprobarse con un experimento. Sino que el único
modo de desarrollar la matemática es por relaciones conceptuales
basadas en el concepto original de número que luego se va extendiendo.
Pero la matemática es un lenguaje muy preciso, muy exacto, muy
adaptado, precisamente, al estudio de relaciones cuantitativas.
Einstein comentó que era maravilloso que la
matemática estuviese tan bien adaptada para el desarrollo científico.
Con el debido respeto a Einstein, yo diría que es maravilloso en cuanto
que es algo que me satisface, sí, pero no es ningún misterio. Porque el
desarrollo científico se basa precisamente en medidas cuantitativas, y
la matemática está hecha para tratar de relaciones cuantitativas. Por
lo tanto es el lenguaje adecuado. Pero no me dice nada concreto de la
materia, porque no trata de la materia concreta.
Hay, además, la posibilidad de otro nivel de
raciocinio, que en lugar de utilizar el aspecto cuantitativo y buscar
refrendo experimental, solamente utiliza conceptos abstractos, sin
refrendo experimental ni expresión numérica posible, para hablar de
causas o parámetros que no son directamente observables. Por ejemplo,
para hablar de la finalidad de un objeto. Sea cual sea el objeto, no
puede expresarse su finalidad con ninguna ecuación, ni puede probarse
con ninguna medida de tipo experimental. Yo puedo darle a un científico
este vaso y por más que lo mida no puede demostrar que está hecho para
beber. Dirá que es algo que tiene la capacidad de contener arena, o
unas flores, o unos lápices, o ser decorativo, pero no puede demostrar
su finalidad. La finalidad no es un parámetro físico.
Tampoco puede emplearse la metodología
experimental para hablar de las preguntas más básicas: ¿qué es el
espacio como fundamento de la localización? No lo puede decir un
físico. ¿Qué es el tiempo? Einstein decía, con mucho sentido práctico y
común: Yo no hablo de espacio y tiempo; yo hablo de reglas de medir y
de relojes, porque esas son las cosas que yo puedo tratar en el
laboratorio. ¿Qué es el espacio? ¿Qué es el tiempo? Solamente un
raciocinio de tipo filosófico puede intentar responder.
Otra pregunta que menciona también Einstein, y la
menciona también otro gran físico moderno, John Archibald Wheeler: ¿por
qué hay algo en lugar de nada? Eso no lo puede responder ninguna
medida, ni ningún experimento. Ni siquiera puede un experimento
responder a la pregunta de por qué es el protón 1836 veces más pesado
que el electrón. Es un dato. Pero ¿por qué? Nadie lo sabe. Y así
sucesivamente: las preguntas más básicas no pueden responderse en el
nivel de comprobación experimental. Son filosofía.
Por último, queda aún otro nivel posible de
certeza y de conocimiento: el que haya una revelación en que se nos da
algo que la mente humana no es capaz de adquirir ni por trabajo
experimental ni por raciocinio propio. Si se da de hecho esa
revelación, es de suponer que trate de realidades de otro orden, de un
orden superior. Si se puede establecer históricamente que de hecho hubo
tal revelación y se puede establecer históricamente con certeza que esa
revelación es conocida con exactitud en su contenido, entonces cabe el
conocer algo que superaría a la mente humana en cualquier tipo de
estudio basado en nuestro raciocinio y nuestra experiencia. Esto es lo
que se afirma de la revelación judeocristiana: que se nos ha dado a
conocer algo acerca de Dios y acerca de sus planes para nosotros, que
nadie hubiese sido capaz de deducir con ningún tipo de raciocinio
filosófico.
Lo que si debe decirse es que todos estos modos
de conocer tienen que ser compatibles porque la verdad no puede
contradecir a la verdad.
Decía Einstein que todo trabajo científico se
basa en una doble suposición inicial: La primera: que el mundo existe
objetivamente, no es una ilusión debida a nuestra voluntad o
imaginación. La segunda: que ese mundo es cognoscible porque no es
absurdo. Y no es absurdo precisamente porque no admite contradicción.
Se ha discutido en años recientes por estudiosos
de la historia de la ciencia la razón de que no haya habido desarrollo
propiamente científico en ninguna de las grandes culturas orientales.
Desarrollaron tecnología: inventaron la imprenta, la pólvora, pero no
hicieron química. Desarrollaron astrología, como una caricatura de la
astronomía, pero no hicieron astronomía. ¿Por qué no? Porque no daban
valor a la objetividad del mundo, con el consiguiente menosprecio de su
estudio. Y querían que todos los puntos de vista fuesen compatibles
hasta el punto de que no aplicase el principio de contradicción a
ninguna afirmación o negación. Todo tenía que reducirse a una unidad de
orden superior. De esa manera la ciencia es imposible. Sin aplicar el
principio de contradicción, no puede uno ser racional.
Una vez que aceptamos que hay estos posibles
modos de adquirir conocimiento: la física como estudio de la materia en
todos los niveles (llamo física también a la química y a la astronomía,
en cuanto intentan comprender el funcionamiento de la materia), la
matemática como estudio solamente de relaciones cuantitativas, la
filosofía como estudio de la realidad material o no, pero en aspectos
no cuantitativos y no comprobables experimentalmente, y la teología
como estudio de verdades adquiridas por revelación, debemos
preguntarnos acerca del criterio de verdad en cada campo.
En el nivel científico, la certeza se basa en la
comprobación experimental. En el segundo nivel y en el tercero, la
matemática y la filosofía, la certeza se basa en el raciocinio lógico
basado en los tres grandes principios del pensar racional: el de
identidad, el de no contradicción, el de razón suficiente. En el cuarto
nivel se basa en la veracidad de quien revela con conocimiento infinito
y con sinceridad infinita. Si se puede establecer que de hecho se ha
dado la revelación, su criterio de certeza será precisamente la
autoridad del que revela.
Quedan así bien delimitados los campos para luego
buscar relaciones entre ciencia y teología. Más que hablar de
relaciones entre ciencia y fe, voy a hablar de relaciones entre ciencia
y teología. Porque ya he indicado que fe tiene tres significados
distintos. El contenido intelectual de la fe es el que la teología
estudia e intenta desarrollar: se ha definido a la teología como la fe
que busca entender.
Primeramente, debe ser obvio que del estudio de
la materia en su actividad, uno no puede extraer ninguna consecuencia
fuera de decir cómo actúa la materia. Por tanto, preguntar si dice la
ciencia que Dios existe o no, es tan absurdo como preguntarme si la
mecánica del automóvil me dice si el “Quijote” es una obra de gran
valor literario o no. La ciencia no tiene nada que decir de lo que no
es actividad de la materia. Por lo tanto quien mantenga que la ciencia
dice que Dios no existe, tiene inmediatamente que explicar con qué
experimento se determina si Dios existe o no. Como ven, no va a haber
respuesta.
Por otra parte, la teología no me va a decir nada
del comportamiento de la materia. Ni me va a decir si la materia
comenzó hace más miles de millones de años o menos, ni si comenzó
caliente o fría, en alta densidad o en poca. No le toca. La revelación
no es para evitarme a mí el trabajo científico. Hay una frase de San
Agustín que repitió el cardenal Baronio con el problema de Galileo: La
Biblia no me dice cómo van los cielos, sino cómo se va al cielo. No
mezclemos las cosas. Se dan ambas actitudes equívocas: la de quienes
dicen que la ciencia tiene que ser la que decida si Dios existe o no, y
la de quienes afirman que la Biblia tiene que darme conocimientos
científicos de cómo comenzó el mundo. Ni lo uno ni lo otro es aceptable.
La ciencia no tiene nada que decir acerca de
cuestiones que no tocan parámetros ni actividad de la materia. Y la
teología no tiene nada que decir sino acerca de Dios y de su plan para
nosotros. Por tanto no puede haber conflicto. El conflicto, cuando lo
hay o lo ha habido, se produce cuando se pasa una metodología propia de
un ámbito cognoscitivo a otro donde no es aplicable. Ante una pregunta
científica se quiere aplicar la metodología teológica. O ante una
pregunta teológica se quiere contestar con una metodología
experimental. Absurdo en ambos casos.
No puede jamás salirse la ciencia de su campo. No
solo en cuestiones religiosas: tampoco me dice nada del valor literario
de una obra, ni del valor pictórico de un cuadro, ni del valor ético de
una acción mía. A la ciencia no le toca nada de eso. Cientificismo
absurdo, que se dio en ambientes decimonónicos y que perdura hasta este
siglo, es decir que solamente la ciencia vale para dar conocimientos
verdaderos. Ninguna ciencia puede demostrar que asesinar a otro es
reprobable. ¿Con qué experimento se mide el valor ético de una acción?
Hay que ser claros y tajantes en esto, porque se
dicen muchas tonterías, sobre todo en los medios de divulgación. No, la
ciencia no puede decir nada de lo que no se experimenta. Ni siquiera
puede la ciencia demostrar que yo estoy pensando en algo que vale la
pena. Ni puede la ciencia explicar por qué entienden ustedes lo que
estoy diciendo y mi lenguaje no es simplemente una serie de sonidos
aleatorios. La ciencia no puede explicar la inmensa mayoría de las
cosas de la actividad humana, precisamente porque la actividad humana
no se queda en lo material. La ciencia no puede explicar mi libre
albedrío. Y aun los que quieren negarlo, si se creen víctimas de un
proceder injusto, inmediatamente exigirán responsabilidades. Entonces
sí que creen en el libre albedrío.
La ciencia es la manera más restringida de
conocimiento que existe. Solamente puede tratar de la actividad de la
materia, como ya he repetido muchas veces, y una actividad comprobable
con experimentos. Sólo de eso. De modo que todo el ámbito de la
actividad social, familiar, ética, artística, literaria, queda fuera de
la ciencia. Y, sin embargo, eso es lo que nos da precisamente cultura,
y dignidad humana, al actuar como personas. Y menos todavía puede decir
la ciencia ni una palabra en el orden de la revelación sobrenatural.
Entonces, ¿qué relación puede haber entre ciencia
y teología? Una relación de complementariedad. Esa sí, porque cada una
habla de una realidad parcial. Y con diversas visiones parciales, se
obtiene una visión más completa de la totalidad. Por ejemplo: ¿en qué
puede la teología completar a la ciencia? Puede completarla con ayuda
de raciocinios filosóficos acerca de las preguntas más básicas, como la
que trata del origen del universo.
La ciencia del siglo XX tuvo que enfrentarse, por
su propia metodología, con el hecho de que un universo infinito en
espacio y tiempo es incompatible con la ciencia física. Si el universo
tuviese una cantidad infinita de estrellas, habría una cantidad
infinita de masa alrededor de cada punto. Con una cantidad infinita de
masa, en cada punto tendremos un potencial gravitatorio infinito. Y si
todo punto tiene potencial gravitatorio infinito y no hay diferencias
de potencial, no puede haber fuerzas gravitatorias. Con un número
infinito de estrellas brillando siempre, el cielo sería tan brillante
de noche como la superficie del sol. Y como la ciencia sabe además que
cada estrella es un horno con una cantidad finita de combustible, que
todas las estrellas terminan consumiendo hasta apagarse, un universo
eterno ya no contendría estrellas, se habrían apagado todas.
La única alternativa era entonces –como lo sería
hoy– decir que, o el universo comenzó hace relativamente poco tiempo, o
nuevas estrellas tienen que estar continuamente apareciendo de la nada.
Y así la ciencia se encuentra, por su propia metodología, ante el
problema de la creación. O bien el universo comenzó y antes no había
universo material de ningún tipo, o tiene que haber creación continua
de nueva materia. Con ese planteamiento se pudo establecer a lo largo
del siglo XX cuál de las dos respuestas es correcta, por medidas
experimentales. Y las medidas experimentales nos dicen que el universo
sí tuvo un comienzo hace aproximadamente 14.000 millones de años. Se
han encontrado las reliquias de esa primera etapa del universo, la Gran Explosión,
pues hemos encontrado la radiación producida, el brillo de la gran
explosión, y hemos encontrado también las cenizas de las reacciones
nucleares de hace 14.000 millones de años.
Solo así se puede establecer que el universo
tiene sentido como sistema físico, y como sistema físico evolutivo.
Ahora bien: ¿qué había antes? La teoría de la relatividad de Einstein
contesta de una manera tajante: No hubo antes. El tiempo es un
parámetro de la materia; no hay tiempo si no hay materia. ¿Pero no pudo
el universo haber sido eterno? No. De ninguna manera, de acuerdo a las
leyes físicas. Entonces, ¿por qué hay algo en lugar de nada? ¿por qué
comenzó el universo? Y la respuesta es esa palabra creación, que hay
que incluir en el vocabulario de la física a partir de,
aproximadamente, 1930.
La idea de creación lleva lógicamente a un
raciocinio filosófico, porque la creación como tal no puede entrar
dentro de la metodología científica, ya que todo problema científico se
resuelve solamente a partir de condiciones iniciales y leyes de
desarrollo. Si la condición inicial es cero, no puede haber física ni
puede haber desarrollo. Ahí es donde la filosofía y la teología dan una
respuesta que va más allá de la metodología experimental.
Y ¿cuál es el sentido del universo? ¿Tiene una
finalidad el universo? El desarrollo de la ciencia lleva también a
predecir, sin alternativa posible, que todas las estrellas van a
apagarse. Y que el universo terminará siendo una gran burbuja de vacío,
oscuridad y frío. Entonces, ¿qué sentido tiene el universo? ¿para qué
existe? Es una pregunta que no puede responder tampoco ninguna medida
experimental. La respuesta tiene que venir de consideraciones
filosóficas y teológicas. Es que, a lo mejor –dicen algunos– el
universo es cíclico y se contrae y se expande eternamente. Como decía
un físico comentando esto después de un simposio de astrofísica
relativista, si es absurdo que un universo comience a existir para dar
lugar a tantas maravillas y luego destruirlo todo, más estúpido es
hacer eso una vez tras otra. Y así es. La respuesta no puede
encontrarse en repetir la misma estupidez indefinidamente.
Entonces, ¿tiene sentido el universo? No se lo
pregunte a un físico. Pregúntelo a un filósofo y a un teólogo. Y allí
encontrará una respuesta hermosa.
Pero son precisamente científicos los que se han
dado cuenta de que existen estas preguntas y han llegado a proponer y
desarrollar en gran detalle y profundidad el Principio Antrópico, que
viene a decir –por los datos y cálculos de la física– que el universo
existe para que se dé la vida inteligente. Una afirmación finalística,
pero que se obtiene de calcular por qué el universo es como es. Una vez
tras otra se llega a la consecuencia asombrosa de que cualquier cambio
en los parámetros de la materia o de las condiciones iniciales tendría
como consecuencia que no habría vida inteligente en ninguna parte.
Cambiando la densidad del universo, el valor de la fuerza gravitatoria,
el valor de la fuerza nuclear fuerte, el valor de la fuerza nuclear
débil, la masa del protón o del electrón, se llega una y otra vez a la
misma consecuencia: no podría darse vida inteligente.
¿Cómo determinamos la finalidad de un objeto? Por
la adecuación de sus propiedades a una misión determinada. Pues
bien, eso es lo que encontramos en el caso del universo. El universo es
como es, porque sólo de esta manera se puede dar la vida inteligente.
Por lo tanto el universo parece estar hecho para que exista el
ser humano, por lo menos en un lugar.
Aun así, queda más subrayada la pregunta de
finalidad última: ¿para qué vale que exista el ser humano, el animal
racional, si luego el universo va a llevar a la destrucción de todas
las estructuras incluyendo las que permiten la vida? Es precisamente
ahí donde la filosofía y la teología dan, una vez más, una respuesta
más completa.
En el hombre se da una actividad que no es
meramente de orden material. El pensamiento abstracto, la conciencia y
la actividad volitiva libre, exigen una causa no material. A la materia
en física la definimos por sus actividades según cuatro fuerzas nada
más: la gravitatoria, la electromagnética, la nuclear fuerte y la
nuclear débil. Lo que no puede explicarse en términos de esas cuatro
fuerzas no es materia ni se debe a la materia. Ninguna de esas cuatro
fuerzas ni las cuatro juntas pueden explicar el pensamiento abstracto,
de preocuparse –por ejemplo– por resolver el problema de Pitágoras.
Ninguna de esas fuerzas puede explicar la actividad libre. Ninguna de
esas fuerzas puede explicar la conciencia. Entonces, para buscar una
razón suficiente de que se da de hecho la conciencia, y la
actividad libre y el pensamiento abstracto, necesito aceptar una
realidad de orden no material, como necesito una realidad de orden no
material para que la materia comience a existir.
Una vez que obtengo esta conclusión de una
realidad no material, aparece como plausible, por lo menos desde el
punto de vista filosófico, que el desarrollo del universo que termina
con la destrucción de todas las estructuras materiales no implique el
que desaparezca lo que no es material. Así la filosofía abre una
ventana hacia una posible existencia, independiente de la materia, de
aquello que no es materia. El espíritu humano puede continuar
existiendo –al menos en principio– aunque se destruya la materia, a
pesar de que está unido a la materia.
Es ahora cuando la teología nos da la respuesta
más completa y más maravillosa: que en el plan creador de Dios el
espíritu humano y el cuerpo humano forman la unidad de persona que
tiene existencia para siempre. Como dice el Catecismo de la Iglesia
Católica, “fuera de los límites de espacio y tiempo” en los que actúa
la materia normalmente. ¡Entonces sí que es hermosa la visión total del
universo! La materia misma se salva de la destrucción.
En la teología cristiana se habla de un cuerpo
resucitado que, siendo cuerpo, es estructura material, puesto que no
tiene otro significado la palabra cuerpo. Pero un cuerpo que ya existe
fuera de espacio y tiempo, y que, por lo tanto, es ya inmune al
desgaste físico, metabolismo o cambio. Porque lo que no está en el
tiempo no cambia. Como Dios no está en el tiempo y no cambia.
Si así ayuda la teología a la ciencia, ¿ayuda
también la ciencia a la teología? Si, porque es precisamente el
concepto de materia que me da la ciencia lo que me permite hablar de un
cuerpo que tiene propiedades que son contrarias a mi intuición y a mi
experiencia vulgar, pero que están bien establecidas en trabajos de
laboratorio. Yo he dicho algunas veces que ningún teólogo debería
hablar de la resurrección sin antes estudiar física moderna. Porque hay
teólogos que tienen un miedo instintivo a aceptar lo que dice el
Evangelio de Cristo resucitado, porque están todavía pensando en la
materia según esquemas del medioevo.
En el laboratorio de la física moderna se
comprueba una y otra vez que una partícula, de alguna manera que no
entendemos, puede estar en dos sitios a un tiempo, o en varios más. Se
observa la difracción de partículas y de átomos enteros que pasan de
una manera distinta a través de una pantalla con rendijas, según
que una rendija esté abierta o dos o tres o cuatro. Y aunque se envíe
una sola partícula cada vez, la presencia de esas rendijas influye en
la trayectoria de la partícula. ¿Por qué? De hecho, la partícula se
comporta de esa manera, como si estuviese pasando por todas a un
tiempo. Esto no tiene nadie derecho a discutirlo, porque es un hecho
constante de nuestro laboratorio.
Es también la física moderna la que me dice que
un elemento material, una partícula, puede ir de un sitio a otro sin
pasar por el medio, sin haber estado nunca en el espacio intermedio.
Este efecto túnel es la base de gran parte de la electrónica moderna. Y
no se entiende, pero se ve que ocurre. Se ha hecho un experimento
reciente en que dos fotones, que salen simultáneamente de la misma
fuente, y llegan a una pantalla, uno siguiendo un camino sin obstáculos
y otro con una barrera, llegan en distintos momentos: llega antes el
que fue a través de la barrera. ¿Por qué? Porque se saltó la barrera.
Pasó de un lado al otro sin haber pasado por el medio, y con eso
recorrió menos distancia y llegó antes a la pantalla.
Y se habla de situaciones en que la materia se
compenetra… ¿hasta qué punto? El estudio del proceso evolutivo de
estrellas de diversa masa nos lleva a hablar de estrellas como el Sol
que terminan como una bola del tamaño de la Tierra, de materia
concentrada con una densidad de 50 ton/cm3. Cuando una estrella de 10
veces la masa del Sol termina su evolución nos deja una esfera de unos
20 Km de diámetro con densidades de 1000 millones de ton/cm3. Y en un
agujero negro la densidad va hacia valores que crecen sin límite, en un
tiempo que tampoco podemos calcular porque no hay razón de afirmar un
final ni para el proceso de contracción, ni para la densidad que se
produce. Y en el agujero negro queda la materia fuera del espacio y el
tiempo accesible a mis experimentos.
Todo esto no es ciencia ficción y no es teología
tampoco. Es ciencia. Pero me ayuda a entender que la materia pueda
existir de una forma incomprensible. Sí, me ayuda a eso. Y la misma
física extraña me ayuda incluso a entender un poco el significado de
que yo pueda resucitar con el mismo cuerpo que tenía antes. Aunque mi
cuerpo se haya deshecho y que alguno de sus átomos haya llegado a ser
incluso parte de otro cuerpo humano. Puede llegar uno a preguntarse de
una manera vulgar: ¿a quién le tocan entonces esos átomos? Pero no
tiene sentido físico la pregunta, porque es precisamente la ciencia
moderna la que me dice que las partículas elementales no tienen
individualidad propia.
Si me empeño en decir en que cada partícula es
distinguible de todas las demás del mismo tipo, los resultados
experimentales no están de acuerdo con la teoría. Tengo que aceptar que
dos electrones son indistinguibles y que no tiene sentido hablar de que
cada uno es cada uno. Entonces ¿cuál es mi cuerpo? ¿el que tengo ahora?
¿el que tenía hace 10 años?
¿el que tenía hace 20? No hay una sola partícula
en mí de las que había hace 20 años. Sin embargo, ¿es mi mismo cuerpo?
Si. ¿Por qué? Por la misma razón que permite hablar de mi cuerpo cuando
me refiero al que tendré al resucitar: que la materia se estructura de
tal modo que está hecha a la medida del espíritu con el cual se une.
Entonces será mi cuerpo, como lo es ahora y lo ha sido a lo largo de mi
vida.
Podemos afirmar, en resumen, que si la ciencia y
la teología no tienen una relación de conflicto, ni tampoco de
contribuir directamente cada una al campo de la otra, sí tienen valor
como maneras complementarias de entender la realidad total,
especialmente la realidad humana. En el hombre, el microcosmos de los
antiguos, se dan todos estos niveles de actividad, desde la actividad
física, química y biológica, hasta la actividad espiritual. Y en este
microcosmos estudiamos una realidad que no puede entenderse plenamente
en ningún modelo reduccionista: ni de tipo materialista, ni de tipo
idealista. Tenemos que conocer la realidad como es. Y el ser humano es
una maravilla de complejidad. En todos los niveles.
Por último, como una afirmación de corolario. Si
les he dicho que nadie entiende la Mecánica Cuántica, que nadie
entiende cómo se pueden conciliar la Relatividad y la Mecánica
Cuántica, si nadie puede dar una razón de por qué las masas y las
fuerzas son lo que son, no nos asustemos de que no podamos entender a
Dios en su Trinidad, de que no podamos entender la Encarnación, de que
no podamos entender lo que es de un orden muy superior en dignidad
entitativa a todo lo que es la materia. Si no puedo entender a la
materia ni me puedo entender a mi mismo, pobre sería Dios si tuviese
que medirlo por lo que yo puedo entender.
Precisamente en las mitologías humanas, ¿qué eran
los dioses? Meros superhombres con más potencia, más fuerza, pero con
limitaciones semejantes, con cuerpos necesitados de alimentos, sujetos
a rivalidades, luchas, frustraciones y vicios de todo tipo. Como
productos de la imaginación e inventiva humana, más o menos poética, no
tienen ninguna característica incomprensible, ni en su esencia ni en su
modo de existir. En cambio, el Dios que se nos manifiesta en la
revelación, el Dios que se nos manifestó totalmente en Cristo es
muchísimo más maravilloso que cualquier mitología pudiera haber
inventado. Esa es una razón más para aceptarlo.
Conferencia
del P. Manuel Carreira, S.J. PhD.
Pronunciada el viernes 8 de noviembre del 2002 en la Universidad San
Pablo
CEU, campus de Montepríncipe, durante el desarrollo de la II Semana de
la
Ciencia.
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