El Corán y los Evangelios. Estudio comparativo
Epílogo

PEDRO GÓMEZ





Hubo un tiempo en que creía posible una reforma del islam. Conforme he profundizado mis investigaciones sobre del sistema islámico, he ido comprendiendo hasta qué punto tal reforma resulta una ilusión de todo punto imposible. ¿Por qué?

 

Un proceso de reforma exigiría, ante todo, modificar o descartar buena parte de la literalidad del texto coránico, siendo así que para todo musulmán el Corán constituye un libro divino, perfecto, inmutable, intangible, infalible y eterno.

 

Exigiría, también, poner en cuestión la historicidad de La vida del enviado de Alá, escrita por Abd Al-Malik Ibn Hisham, que, desde el siglo IX, ha sido venerada como biografía canónica del profeta.

 

Exigiría, además, desacralizar la atribución a Mahoma de las colecciones de relatos, conocidos como hadices, incluidos el Sahih Al-Bujari y el Sahih Muslim, a los que la tradición islámica les reconoce un carácter cuasi revelado.

 

Exigiría, por último, relativizar históricamente la validez de las escuelas de jurisprudencia y, por consiguiente, la vigencia de la Ley islámica, o saría, cuyas codificaciones legales son consideradas definitivas por los musulmanes.

 

Al haber conferido a esos cuatro fundamentos una naturaleza absolutamente inalterable, como un bloque compacto envuelto por un tabú sacral, el sistema islámico no dejó posibilidad de evolución. En las sociedades islámicas, nadie se atreverá a plantear una crítica radical abiertamente. Todos saben a la perfección que el musulmán que plantee una reforma será acusado de apostasía y blasfemia, y se hallará expuesto a graves castigos.

 

Desde finales del siglo XIX, no han faltado diferentes reformistas que han tratado de compaginar la tradición islámica con los valores de la modernidad, pero en general evitan las cuestiones de fondo. Y no han obtenido el menor éxito. El hecho más elocuente es que quienes se han atrevido a proponer una verdadera reforma yendo a las raíces han sido severamente sancionados, como pasó con el filósofo sirio Muhammad Shahrur (1938-2019), que fue declarado apóstata por Al-Azhar; o con el teólogo sudanés Mahmoud Mohamed Taha (1909-1985), que fue juzgado y ajusticiado en la horca.

 

El islam quizá colapse solo, quizá sea vencido, pero reformarlo es imposible, porque no cabe reformarlo sin destruirlo, sin abandonar sus fundamentos de siempre. Los que han propuesto reinterpretaciones progresistas de los documentos fundacionales, todos, los tergiversan con exégesis que falsean los significados y ofrecen una visión, moderna o posmoderna, ostensiblemente ajena al contenido de los textos.

 

Llevan razón los clérigos con más autoridad en el mundo islámico, cuando sostienen públicamente que cualquier reforma innovadora será considerada como una nueva religión, otra, y que el islam tendrá el deber de combatirla. Esto es lo que hay. Y responde a la esencia del islam y a su historia concreta. En definitiva, todo apunta a la conclusión lógica de que el sistema islámico es irreformable.

 

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Entretanto, en los países occidentales, en España y en toda Europa, por lo que respecta a las relaciones con el islam y los musulmanes, la realidad es que los partidos políticos gobernantes han mantenido estrategias temerarias, sin haber consultado nunca a los ciudadanos de sus propias naciones, por intereses que un día deberán explicar y con consecuencias nocivas que ya estamos padeciendo. Los votantes, por su parte, engañados o sabedores, han sido y son cómplices objetivos de la devastación cultural en curso, de la degeneración histórica y la amnesia del pasado. 

 

Sobre el horizonte se ciernen y avanzan las sombras a ojos vista. Los intelectuales desaparecieron hace tiempo. En los medios, el periodismo crítico no existe. En las iglesias, sin sacerdotes, el cristianismo parece resignado a su extinción. Y el Papa de Roma, en Abu Dabi, confraterniza con el gran imán de la mezquita Al-Azhar.