El caso
Galileo y la Iglesia, más allá del tópico
HANS KÜNG
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Pero ¿cómo
reacciona la Iglesia a esta
nueva imagen del mundo? ¿Cómo se posiciona ante este copernicano
«cambio de la
constelación global», ante este «cambio de paradigma»?
La Iglesia
contra la ciencia
Es sabido -y
resulta significativo- que ya
el canónigo Copérnico pospusiera hasta poco antes de su muerte la
publicación
de la obra a la que dedicó su vida... ¡por miedo a ser incluido en el
Índice y
a ser condenado a la hoguera! ¿Se trata quizá de un miedo típicamente
católico-romano a lo nuevo, en especial a la nueva filosofía de la
naturaleza,
a la nueva ciencia natural? No; los reformadores Lutero y, sobre todo,
Melanchton
condenaron asimismo la obra de Copérnico. Pero, dado que solo estaba
fundada
teóricamente y se suponía que había sido propuesta a modo de hipótesis,
pensaron que podían ignorarla. Por otra parte, Copérnico no fue
incluido en
el Index romano de libros
prohibidos hasta 1616, cuando el caso Galileo
cobró relevancia. Con ello, la religión se convirtió en un poder
obstinado; y
la Iglesia católica, en una institución que, en vez de fomentar el
entendimiento, el esfuerzo y la reflexión intelectuales, reclama
censura, Index
e inquisición.
En 1632 Galileo
fue citado y condenado por
la Inquisición romana a causa de la violación de la prohibición de
enseñar
la doctrina heliocéntrica que le había sido impuesta en 1616. La tan
citada
frase sobre la Tierra: «A pesar de todo, se mueve», probablemente no
fue dicha
por él. A diferencia de lo que con frecuencia se afirma, tampoco es
cierto que fuera
torturado. En cualquier caso, la presión a la que se ve sometido es tan
grande
que el sabio, como fiel católico, abjura de su
«error» el 22 de junio de 1633. Así y todo, es condenado a un arresto
domiciliario perpetuo en su residencia de Arcetri, donde todavía
disfruta de
ocho años de vida -los últimos cuatro, ciego- rodeado de sus discípulos
y donde
concluye la obra sobre mecánica y las leyes de la caída de los cuerpos
que
tanta influencia tuvo en el desarrollo posterior de la física.
«Según el estado
actual de los 'estudios
sobre Galileo', es innegable que en 1633 el Santo Oficio se equivocó en
el
dictamen y que Galileo solo era responsable en parte de lo que se le
achacaba»,
afirma contra los todavía hoy activos apologetas católico-romanos el
historiador de la Iglesia Georg Denzler en un artículo titulado «Der
Fall
Galilei und kein Ende» [El caso Galileo, una historia todavía sin
final].
El conflicto de
Galileo con la Iglesia,
¿fue un desafortunado caso aislado? No; fue un sintomático precedente
que
contaminó de raíz la relación de la entonces emergente ciencia con la
Iglesia y
la religión, sobre todo si se tiene en cuenta que la actitud de Roma,
lejos de
modificarse con el tiempo, aún se endureció más a la vista del progreso
de la
ciencia (y, más tarde, especialmente a la vista del impulso que Charles
Darwin
confirió a la investigación biológica). Tras la funesta excomunión que
Roma
decretó contra Lutero y los protestantes, el caso Galileo ocasionó un
casi
silente abandono de la Iglesia católica por parte de los científicos,
así como
un permanente conflicto entre la ciencia y la teología «normal»
dominante; de
ahí que España e Italia, sometidas al látigo de la Inquisición,
permanecieran hasta
el siglo xx sin generaciones de científicos dignas de mención. Pero la
represión eclesiástica no consiguió imponerse a la evidencia
científica.
El triunfo de
la ciencia
Ni siquiera Roma
pudo impedir el colapso
del edificio medieval del mundo, en el que el disco de la Tierra se
encontraba
situado entre el cielo, arriba, y el infierno, abajo; ni siquiera ella
pudo
detener el desencantamiento del mundo y la superación de la fe medieval
en el
diablo, los demonios, las brujas y los magos. Es cierto que, todavía
cincuenta años
después de la condena de Galileo -¡con la Iglesia católica en el punto
álgido
de la Contrarreforma y el triunfalismo barroco!-, la nave principal de
la iglesia jesuita de Roma, San Ignacio, fue decorada toda ella
programáticamente
con un enorme fresco del cielo, en el que se representa a la Trinidad y
a todos
los ángeles y santos, como si no se hubiera inventado el telescopio y
no
hubiera tenido lugar un cambio de paradigma en la astronomía y la
física. Pero,
a la larga, la ilusión artística no pudo frenar la revolución
científica. Y
así, las tradicionales instancias dadoras de sentido fueron perdiendo
poco a
poco fuerza de convicción.
Después de que el
caso Galileo hubiera
servido con frecuencia como inspiración para creaciones literarias -del
marxista Bertolt Brecht, el judío Max Brod, la católica Gertrude von Le
Fort,
entre otros-, el papa Juan Pablo II, quien dictaminaba sobre el control
de la
natalidad y la ordenación sacerdotal de las mujeres de forma tan
infalible -¡y
tan equivocada!- como sus predecesores lo hacían sobre astronomía y
heliocentrismo, suscitó en nuestros días desconcierto entre algunos
científicos
e historiadores con sus ambivalentes declaraciones sobre el caso
Galileo: en
1979 anunció con toda solemnidad su intención de que una comisión
investigadora
reexaminara el caso Galileo Galilei trescientos cincuenta años después
de la
muerte del científico de Pisa. Pero, una vez que dicha comisión hubo
concluido
sus trabajos, en el discurso pronunciado el 31 de octubre de 1992, el
papa
evitó reconocer con claridad la culpa de sus predecesores y de la
Sancta
Congregatio Inquisitionis (hoy llamada «Congregación para la Doctrina
de la
Fe»); en vez de ello, hizo responsable de los hechos a la «mayoría de
los
teólogos» de entonces, sin especificar más: «una rehabilitación que, en
realidad, no tuvo lugar».
¡Pero ya hacía
tiempo que Galileo había
sido rehabilitado por instancias competentes! De hecho, sus ideas
fueron ya
confirmadas al cabo de algo más de dos generaciones por el no menos
genial
matemático, físico y astrónomo inglés sir Isaac Newton (1643-1727),
catedrático
en Cambridge. En su obra principal, Philosophiae naturalis
principia mathematica, publicada en 1687, Newton
formuló
los tres axiomas de la mecánica y, vinculada a ellos, la ley de
la
gravedad, que había descubierto veinte años antes: todo aplicado
también al
movimiento de los cuerpos celestes. De este modo, hizo posible una
«mecánica celeste».
Pues es una y la misma fuerza de gravedad la que hace caer a la manzana
del
árbol y la que liga la Luna a la Tierra. Además, Newton desentrañó la
naturaleza de la luz y la óptica e inventó -al mismo tiempo que
Leibniz- el
cálculo infinitesin1al y diferencial. Mientras que Kepler y Galileo
propusieron
elementos fragmentarios de una teoría abarcadora, Newton formuló a
partir de
tales aportaciones y otros descubrimientos un nuevo y convincente
sistema del mundo, expuesto de forma racional en leyes cuantitativas
y matemáticamente exactas. Con ello, Newton se convirtió en el segundo
fundador
de la ciencia exacta (después de Galileo), en el iniciador de la física
teórica
clásica.
Hans
Küng, El principio de todas las cosas.
Madrid, Trotta, 2007: 20-22.
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