La izquierda
moral
se ha convertido en enemiga de la moral
JEAN-PAUL FHIMA
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En Francia, los laicos se han convertido en gente
que hay
que colgar, en enemigos que hay que abatir desde la cuna, y quienes
lanzan la
alerta sobre el islamismo, en peligrosos fascistas que hay que meter en
chirona.
Una caza de brujas se cierne sobre los espíritus
libres y
sobre los intelectuales que, escapando a todo dictado político y
mediático, buscan
comprender de dónde procede el mal que corroe al país.
¿Quién quiere hacerlos callar y por qué? ¿Quién
ha decidido
que su útil combate estaba perdido de antemano? ¿En nombre de qué
derecho, en
nombre de qué moral?
La moral antirracista, indigenista,
inmigracionista,
antitrumpista, vivirjuntista, nointegracionista (complételo usted)
decreta,
estatuye, recomienda, impone y dicta sin concesión que su visión del
mundo, su
mirada sobre la historia, son el punto de vista clarividente, sus ideas
universales de buen sentido y verdad no pueden ser, en ningún caso,
desmentidas
ni rechazadas.
Así que hemos llegado al último estadio de un
largo proceso
de inversión de valores, que transforma, desde hace demasiado tiempo
ya,
las mejores intenciones del mundo en sombrías paletadas de tierra sobre
nuestra
tumba.
La lucha contra el racismo era en otros tiempos
un compromiso
noble, una virtud humanista, una ética irreprochable. Hoy se ha
convertido en
un mandato desviado y virulento, dogmático y lleno de odio, activista y
fanático, que prohíbe toda crítica o exégesis.
El antirracismo se ha convertido en un racismo
intolerante e
injusto que criminaliza, con razón, la distinción de razas, pero lo
hace para
excusar mejor las derivas del comunitarismo, edulcorar el impacto del
terrorismo, alentar sin distinción las reivindicaciones identitarias, a
la vez
que impide con todas las fuerzas incluso el uso de palabras como
identidad
nacional, patriotismo, cristianismo.
Después de más de un año de hipocresía sin
precedentes, en
este bello país de Francia, del que yo me pregunto si todavía es el
mío, ¿cómo
dejar a otros en exclusiva el campo de la moral? ¿Por qué dejar al
ciego el
derecho a decir lo que yo puedo ver?
En este tiempo de desaprobación y de ucases que
envenenan a
los individuos y que intentan meter miedo, la libertad de opinión y
expresión
es el arma, la última arma de la que podemos disponer aún para
levantarnos
contra semejantes extravíos.
Tanto peor si es grande el riesgo de verse
vilipendiado sine die, desde que uno abre la boca,
con el insulto supremo de "secuaz de extrema derecha", o también
"horrible islamófobo", o (complételo usted mismo). La calumnia y la
difamación, trivializada hasta la náusea, son las últimas herramientas
de
propaganda del ejército de los bienpensantes, que
despachan certificados de conformidad y amistad.
Porque a nadie se le oculta que, en adelante, el
lavado de
cerebro indigenista e indigesto, que sopla sobre la sociedad francesa
como
un aire pestilente de otros tiempos, ataca a quienes hablan, desvelan,
argumentan y destruyen uno a uno, con un discurso sin violencia ni
desdén,
las débiles demostraciones falaces de esa izquierda moral que los
quiere
prohibir. Que desea, sin complejos ni remordimientos, en total
contradicción con
sus propios valores, expulsarlos del espacio público como apestados,
excluirlos
sin discusión de la inteligencia colectiva, descalificarlos para el
arte de
discurrir y polemizar libremente en democracia.
En suma, la izquierda moral no quiere ya
discutir, ni
intercambiar, ni debatir. La izquierda moral no está ya en el tiempo de
la
interlocución honrada, que anima al diálogo y al pensamiento
contradictorio,
sin pretender convencer ni ser convencida. Ahora, esta izquierda
abominable,
siempre dispuesta a llorar por los muertos, a llevar flores y derramar
una
lágrima, a condición de no ver, ni señalar, ni mencionar a los
criminales; esta
izquierda inicua y cruel practica sin reparos un ostracismo social
indigno para con
los mejores combates que ella libró en otro tiempo.
Las palabras, las que dicen y rebaten, analizan y
buscan
comprender, esas palabras que hablan con toda libertad son el último
salvavidas, la última dignidad. ¿Por qué renunciar a ellas?
La izquierda moral no se equivoca en ello. Quiere
someter a
los intelectuales recalcitrantes que le señalan sus propias mentiras y
errores;
desea sin límite entregarlos a la venganza popular, dividiendo la
sociedad en
lugar de construirla; se empeña en condenarlos al silencio mediante
procesos
judiciales; se obstinan en arrojarlos a los perros con la complicidad
insensata
de periodistas descerebrados e incultos que se erigen a sí mismos en
Gracos
justicieros. Su propaganda se dirige contra los espíritus libres,
porque
reconoce en
su compromiso una fuerza peligrosa e incontrolable que amenazaría, al
final,
con despertar en los más desfavorecidos una duda filosófica, una chispa
de
lucidez, una interrogación legítima que llevaría finalmente a una
pregunta
simple y clara: ¿y si esa izquierda estuviera equivocada? ¿Y si esa
izquierda
moral se hubiera convertido en enemiga de la moral? ¿Y si mi propia
familia
política y de corazón, esa izquierda irreprochable que habla en nombre
de los
pobres y los débiles, si esa izquierda no me dijera ya la verdad?
Asociaciones antirracistas como el Movimiento
contra el Racismo y por la Amistad entre los Pueblos y la Liga
Internacional Contra el Racismo y el Antisemitismo se han querellado
este
año contra Georges Bensoussan, historiador de renombre y especialista
en
historia del Magreb, reprochándole simplemente cumplir con su oficio de
historiador y hablar de un antisemitismo musulmán de raíces profundas y
antiguas. El experto, mesurado y honesto, absuelto en primera instancia
y luego
en la apelación, se ha visto tratado como el peor de los delincuentes y
arrastrado ante los tribunales por esas mismas asociaciones, como un
paria.
Inocente y limpio del insulto racista que se le quería echar encima, ha
recibido el agradecimiento sin ceremonias del Memorial del Holocausto,
donde
colaboraba desde hacía 25 años. La izquierda moral ha perdido su
proceso, pero
a menudo gana vapuleando al otro, a quien disgustan las heridas de
honor, porque
esa izquierda indigna quiere hacer daño, aunque sea dando golpes bajos
para no
perder la cara.
La Liga Internacional Contra el Racismo y el
Antisemitismo la emprende, hoy, contra Zemmour, el autor más leído de
Francia, al que nos encanta odiar. Lo vemos en el sitio de esa
asociación, al
mismo nivel de un cantante macarra que confunde la promoción de su
álbum con la
pura incitación al odio que algunos imbéciles felices se atreven a
comparar con
la poesía de Brassens.
Zemmour,
pero está también Onfray, despedido de
la
Universidad Popular de Caen, y lo mismo Finkielkraut, molestado en
París por
militantes anticapitalistas, excitados y agresivos. Serían entonces una
especie de "criminales del pensamiento", simbólicamente peligrosos,
porque transmiten un mensaje más nocivo e inquisitivo que el primero,
más
débil, que ha salido directamente de los callejones de la periferia
urbana, y que canta con toda la inocencia de su arte, contoneándose
estúpidamente en un clip, o en el patio de un palacio de la República.
Decididamente la izquierda de hoy hace gala de una obscenidad sin
complejos.
Esa izquierda está en el poder. Esa izquierda
está en
marcha. Ella hace su ley y saca sus puños, amenaza e intimida, ficha y
clasifica, distingue y opone a los progresistas que la siguen y los
populistas
que la perturban. En estos tiempos calamitosos, el poder en nuestra
República
no es ya el de la democracia. La izquierda moral vocifera y se impone
no por la
fuerza del número, sino por la de la disuasión arbitraria. Distribuye
las
cartas de nobleza y las insignias multicolores, pero también las culpas
y las
advertencias. Trae la lluvia y el buen tiempo, hace callar los rumores
y le
encantaría encerrar a sus adversarios en asilos psiquiátricos. Tiene
mucho
pundonor, se hace fotos provocativas con criaturas medio desnudas, pero
lleva
cuenta de las camisas y los trajes de los demás. Indecente.
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