La
controversia religiosa actual y la necesidad de una teoría científica
de la
religión
PEDRO GÓMEZ
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"La religión no es
una
cuestión de hechos, sino de significados" (Huston Smith 1991: 24).
En el contexto de estos tiempos desnortados, la
problemática tocante a la
religión ha irrumpido con insistencia al primer plano de la actualidad.
No es
tan solo una cuestión académica, sino uno de esos temas con
implicaciones
sociopolíticas nacionales e internacionales, que levantan pasiones,
ante los
que casi nadie permanece indiferente. Unos y otros toman partido. Un
hecho que
llama la atención es la fuerza con que han salido a la palestra no
pocos
antagonistas de las creencias y las instituciones religiosas. Así
ocurre cada
vez más en España, si bien lejos de la altura intelectual alcanzada en
algunas
polémicas originadas en otros países de Europa y en Estados Unidos.
En esta exposición, pretendo pronunciarme en plan
hipotético y modesto,
sabiendo que ninguno de nosotros puede escapar del todo a insospechados
prejuicios entre los que habitamos. Solo quisiera permanecer sensible a
las
razones del adversario. Y que el lector, cuando encuentre sometida a
crítica
una idea, entienda que criticar una idea no implica en absoluto
descalificar a
las personas que puedan sustentarla.
El método y las
distinciones iniciales
Haré una declaración metodológica preliminar:
estoy convencido de que en
ciencias humanas y filosofía no hay más remedio que echar mano de una
pluralidad de métodos, gracias a los cuales avanzamos en una constante
interacción entre el mundo exterior de lo estudiado y el mundo interior
del
investigador, poblado de conceptos, esquemas, conjeturas y teorías,
enmarcado
en los supuestos tácitos de un paradigma subyacente. A fin de cuentas,
la
metodología empleada descansa en la laboriosidad de un cerebro
adiestrado, a lo
largo de medio siglo de autoorganización al borde del caos. Desde esta
óptica,
el buen paradigma usa múltiples herramientas en una mirada compleja que
posee
la virtud de volver la realidad cada vez más inteligible.
Al debatir sobre cuestiones de religión, queda
siempre pendiente el ir
decantando el significado de casi todas las palabras. Ahora quisiera
llamar la
atención sobre unas distinciones muy elementales que hay que grabar en
la
mente: no es lo mismo la Iglesia institucional que los fieles de la
Iglesia; no
es lo mismo la Iglesia católica o el catolicismo que el cristianismo;
no es lo
mismo el cristianismo que la religión; no es lo mismo una religión que
otra.
Por mucho que el cristianismo sea una religión, el catolicismo sea una
iglesia
cristiana y la jerarquía católica sea una parte de la Iglesia de Roma,
no son
escalas superponibles. Además, cada una de ellas, muestra
históricamente una
heterogeneidad interna enorme, según la época e incluso en la misma
época,
según el contexto. Y agreguemos una distinción suplementaria, la que se
da
entre los fenómenos religiosos como parte del sistema cultural y, de
otro lado,
los estudios que los toman como objeto de investigación. La importancia
de
estas distinciones estriba en que lo que se afirma de una cualquiera de
esas
instancias con toda probabilidad será inexacto, inadecuado y hasta
erróneo con
respecto a las demás. Es necesario, pues, en cada momento, delimitar y
precisar
lo más posible de qué estamos hablando, so pena de extraviarnos en una
selva de
confusiones, en vez de rastrear el camino del examen crítico.
El confusionismo en
materia de religión
En España, en numerosas producciones de tipo
histórico, literario,
artístico, cinematográfico y filosófico con marchamo "progresista",
no es raro observar una veta de animosidad frente la Iglesia católica.
En
ocasiones, es patente una actitud de recelo ante el cristianismo o ante
la
religión, que tiene eco en algunos sectores de la opinión pública.
Escojo un
par de ejemplos cotidianos, tomados al azar.
El primero, con el que me tropecé hace poco, es
una Premio Nacional de Artes
Plásticas, en una entrevista con motivo de una exposición. Cuenta que
está
preparando una pieza sobre Teresa de Jesús. Destaca cómo la santa "se
sobrepuso a lo que la rodeaba a través del misticismo". Luego expone
una
reflexión personal de apariencia profunda: "De hecho creo que toda mi
obra
es bastante mística, no religiosa. Se puede ser laico y místico"
(Soledad
Sevilla, El País, Babelia,
10-10-2015). Sin duda, estas
frases serán significativas para la autora, pero, para la mirada
crítica,
denotan una confusión conceptual deplorable acerca de qué se entiende
por
religión y por laicidad. A mí me suenan como si alguien quisiera
convencerme de
que juega al fútbol, pero eso no es deporte; o que toca la guitarra,
pero eso
no tiene que ver con la música, porque no usa partitura. Desde una
mirada
antropológica, carece de sentido situar la mística fuera del ámbito de
la
religión, máxime cuando se está evocando el referente de Teresa de
Ávila.
Otro ejemplo es un escritor galardonado con el
Premio Cervantes, en una
reciente tribuna abierta sobre "Fe y razón". Con excelente estilo, el
escritor expone su crítica desde un planteamiento del tema que solo
cabe
calificar de rancio, al tiempo que asume paladinamente una
interpretación
literal y pueril del mito bíblico de la creación, hasta el punto de
confundirlo
con el "creacionismo" contrario a la teoría de la evolución, típico
de ciertos medios protestantes de Estados Unidos (Juan Goytisolo, El País,
9-8-2015).
Una muestra más de lo enmarañado del tema: en un
artículo aparecido en una
revista de teología, una profesora universitaria de filosofía
interviene en el
debate sobre la posibilidad de incluir los estudios de teología entre
las
titulaciones de la universidad pública. Su posición es declaradamente
contraria
y el principal argumento aducido sostiene que la disciplina teológica
no
satisface los criterios epistemológicos como ciencia que se les exigen
a las
demás ciencias, puesto que sus enunciados y dogmas no se atienen a los
requerimientos de lo que los expertos entienden por "conocimiento",
"verdad", "racionalidad" y "evidencia". En
consecuencia, el artículo concluye con un rechazo frontal:
"La teología no puede pretender formar parte
del currículum universitario como una ciencia con capacidad para entrar
en diálogo
interdisciplinar con otras ciencias. El diálogo y la
interdisciplinariedad
requieren similitud de estatus y la Teología no cumple los requisitos
para ser
considerada una disciplina científica. Un científico en el ejercicio de
su
profesión y un teólogo en el ejercicio de la suya no tienen nada de qué
hablar" (María José Frápolli 2012: 462).
Si este último aserto lo tomamos en serio, dado
que el artículo supone de
hecho estar hablando con varios teólogos, entonces hemos de colegir que
quien
ocupa el lugar del científico no lo está haciendo en el ejercicio de su
profesión… En cualquier caso, aparte la ironía, podemos estar de
acuerdo en no
admitir en la universidad materias que comporten alguna clase de
adoctrinamiento confesional. Ahora bien, es dudoso que ese sesgo sea
inherente
a todo estudio teológico. Ciertamente no es ese el enfoque de los
estudios de
teología allí donde existen, por ejemplo, en prestigiosas universidades
de
Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos.
Por otro lado, el desarrollo argumentativo
resulta un tanto precario y
falaz. Primero, porque evidencia escasa información acerca de las
disciplinas
teológicas y de lo que realmente se estudia en las facultades de
teología.
Segundo, porque parece poco serio acotar el sentido de lo que es la
teología a
partir de una definición extraída del prólogo de un manual de teología
sistemática (Webster 2007, The
Oxford handbook ofsystematic
theology), adscrito además a una orientación
notablemente conservadora. Y tercero, porque esgrime una concepción
epistemológica
tan estrecha que apenas sirve hoy para las ciencias físicas, y pasa por
alto el
hecho de que los criterios epistemológicos de las ciencias físicas no
pueden
cumplirse en las ciencias humanas. Si fuera consecuente del todo, la
autora
tendría que preguntarse si la filosofía cumple los requisitos para ser
considerada "disciplina científica", y si, de no serlo, debe
permanecer en la universidad pública… Por la misma razón habría que
suprimir
las carreras literarias, artísticas y jurídicas, dado que no tienen
estatuto de
ciencia ni la literatura, ni el arte ni el derecho. En definitiva, ese
canon de
cientificidad tan restrictivo al que el mencionado artículo se adhiere
no es el
adecuado para discernir sobre la cuestión planteada acerca de la
teología.
El fantasma del
fanatismo
Mirando atrás en la historia de España, en otras
épocas hubo pensadores
heterodoxos y no faltaron enemigos políticos de la Iglesia. Pero hoy
encontramos no tanto un debate intelectual, sino más bien cierta
tendencia
perceptible, no casual, a posicionamientos ideológicos y políticos
contra la
iglesia, el cristianismo y la religión. En algunos medios, no solo se
hace
profesión personal de ateísmo, sino que se crean asociaciones con el
programa
de un laicismo ateo y militante. Solamente lo describo. En lo teórico,
suelen dar por descontada la impugnación de aquello que rechazan,
coartada
perfecta para conservar intacta la ignorancia. A través de sus
querencias, se
adivina que son epígonos tardíos de los mentores revolucionarios de los
siglos
XIX y XX. No se ha avanzado nada. Ya entrados en el siglo XXI, la
nesciencia en
materia de religión es algo tan bien repartido que lo comparten por
igual
izquierdas y derechas. Sin embargo, es una parte de aquellas la que
destaca en
un aspecto conflictivo: se ha propuesto, al parecer, recuperar como
táctica
política la tradición antirreligiosa, la misma que otrora incubó la
persecución
religiosa anticatólica en 1931 y entre 1936-1939 (desencadenada, como
es
sabido, por organizaciones socialistas, anarquistas y comunistas de
entonces,
categorizadas por algunos estudiosos como "religiones políticas" o
"religiones de salvación terrestre"). Hoy estamos en otra época, pero
existe un mecanismo permanente: a la larga, los desenfoques teóricos
tienen repercusiones
prácticas. Y los conflictos de intereses realimentan distorsiones
ideológicas.
El riesgo subsiguiente es la patología social que deriva hacia el
fanatismo
ideológico, la siembra de odio y, en último término, la instigación al
asesinato.
El estado de confusión
es global
En la actualidad, y no solo en España, el
desapego respecto a las
instituciones religiosas se expande como ingrediente de una mentalidad
difusa,
cuyas causas complejas seguramente requieren una investigación más a
fondo. El
papel de la iglesia y el propio cristianismo se ha desdibujado en
nuestra
sociedad "en crisis". De manera que la actitud y la autocomprensión
con respecto a la religión en general y a las iglesias cristianas en
particular
aparece afectada por un problema de etiquetado de las distintas
posiciones, un
problema de clarificación e identificación personal y un problema de
análisis
conceptual y construcción teórica.
Puesto que el estado de confusión en lo relativo
a la pertenencia religiosa
se halla, como todo, en vías de mundialización, ampliaré mi análisis
sintomático a un ejemplo fuera de nuestras fronteras. Pues no solo aquí
es de
buen tono desmarcarse de lo religioso. Michelangelo Pistoletto
es un artista nacido en Italia, en 1933. El veterano artista, a sus
ochenta
años, dice proseguir su lucha contra el capitalismo consumista y seguir
comprometido en promover un cambio responsable en la sociedad.
Entrevistado por El País (24
de octubre 2013), declara entre otras cosas:
"Siempre he sido muy
sincero. Por eso, en mi trabajo he buscado la verdad. En lugar de creer
en
Dios, yo pienso. No puedo afirmar que exista o no, porque de eso se
ocupa la
ciencia. Como a casi todos, me gustan los cuentos de hadas, las
leyendas, pero
no son ciencia.
Soy de los que creen que los
artistas tenemos que ocuparnos de la humanidad, unir la ética con la
estética."
Confía apasionadamente en que la esperanza que
nos queda es el arte:
"Creo en sus posibilidades [del arte] para
hacer que el pensamiento evolucione y para mover las emociones.
Pensamiento y
emoción son la base de la espiritualidad en la que yo creo".
Aquí tenemos una clara muestra de los
malentendidos y confusiones que
abundan entre tanta gente, incluidos artistas e intelectuales, en
relación con
la religión y con la idea de Dios. Pistoletto
contrapone "creer en Dios" y "pensar". Con respecto a la
cuestión de la existencia de Dios, añade sin inmutarse que debe
resolverla la
ciencia. Ahora bien, esto último conlleva un error de grueso calibre,
puesto
que precisamente la cuestión de Dios es una de las que escapa por
principio a
la competencia de la ciencia, conforme a una concepción rigurosa del
método
científico. Luego, el artista da a entender que la creencia en Dios
pertenece a
la categoría de los cuentos y las leyendas, que evidentemente no son
ciencia.
Pero también debería caer en la cuenta y pensar detenidamente que
tampoco es
ciencia la literatura, ni la música, ni las demás artes, ni la ética,
ni la
política.
El artista Pistoletto "piensa", pero,
según lo que él mismo dice, el contenido de este pensar se manifiesta
en creer
que los artistas han de ocuparse de la humanidad uniendo ética y
estética.
Implica también, para él, creer en las posibilidades del arte para
promover el pensamiento y la emoción humana. Y afirma finalmente que
cree
en una espiritualidad basada en el pensamiento y la emoción. No sería
difícil
demostrar que estas elevadas creencias en que él cifra su actitud
espiritual
constituyen de hecho el núcleo de una actitud religiosa. Pues, en el
plano
vital y pragmático, la diferencia entre religión y espiritualidad
resulta tan
sutil que me parece del todo insignificante.
Por ende, la fe bien entendida y el pensar bien
entendido no solo no se
oponen, sino que convergen, si es que no llegan a ser lo mismo. Lo que
se opone
a ambos, en el orden epistemológico, es el conocimiento científico, que
es
evidentemente fundamental e imprescindible, pero neutral con referencia
a los
valores. Estos son absolutamente necesarios para vivir, de tal manera
que es en
el terreno del valor y el sentido donde se juegan las verdaderas
oposiciones
subyacentes en las palabras de Pistoletto: buscar la
verdad frente a la mentira y la ignorancia, la justicia frente al
capitalismo
voraz, la belleza que estimula la inteligencia y el sentimiento frente
a la
insensibilidad, la espiritualidad humanista frente al materialismo
frívolo. Así
descubrimos la fe imprevista del ateo Pistoletto.
Suponer que la oposición radical está entre fe en Dios y ateísmo, entre
creer y
pensar, entre religión y avance de la humanidad delata ante todo la
profunda
confusión en que andan sumidas tantas personas que, por lo demás,
pretenden ser
y en buena medida son críticas. Más bien se trata de diferentes
lenguajes -religioso,
filosófico, estético, literario-, sin duda no científicos, pero
abiertos a las
aportaciones de las ciencias. Y lo decisivo estriba en lo valioso que
un
lenguaje comunica, sabiendo que todos y cada uno de ellos pueden emitir
tanto
benéficos mensajes como mensajes dañinos para la humanidad, por
lamentable que
sea.
En fin, a la vista de lo que el artista dice que
piensa, queda
meridianamente claro que el "buscar la verdad" en su trabajo no se
refiere en absoluto a la verdad del saber científico, sino a cierta verdad
del arte. Esto significa que cabe alcanzar verdades específicas
por vías
distintas de la ciencia y, por tanto, siendo consecuentes, habría
razones para
aceptar que también sea legítimo buscar la "verdad" de la religión.
Es sintomática la manera subjetiva como
individuos o grupos tratan de marcar
las distancias: uno piensa que la suya es la religión verdadera y la de
los
demás, falsa o herética; otro cree que lo suyo es religión y lo de los
demás,
superstición; otro dice que lo suyo no es religión, sino filosofía, o
que es
espiritualidad, no religión; otro da por sentado que la propia visión
es
científica y todo lo demás oscurantismo. En fin, no digo que, en algún
caso,
estas apreciaciones no sean ciertas, pero en general su validez
objetiva está
por demostrar.
Así, pues, no es fácil salir del embrollo. Lo que
para los protagonistas
quizá constituye una verdad subjetiva evidente, tras ser examinado
desde la
mirada crítica del investigador, antropólogo o filósofo, puede
desvelarse, en
realidad, como un autoengaño complaciente. Todo progreso del
conocimiento exige
romper con las apariencias.
La internacional atea
y sus oponentes
Entre las corrientes de pensamiento de la
Ilustración hubo voces críticas y
deletéreas contra la religión. Durante la Revolución francesa, la
guillotina
sacó las consecuencias más radicales y superó en elocuencia fáctica
todos los
argumentos antirreligiosos. En el siglo XIX, se levantaron los
liquidadores
teóricos de la esencia de la religión. En el XX, sus secuaces políticos
aplicaron la receta de la persecución violenta revolucionaria contra
las
instituciones religiosas en buen número de naciones supuestamente
civilizadas.
Con todo, a la vista está que ni la dudosa razón de la fuerza más
brutal, ni la
fuerza de las más afiladas razones han alcanzado un balance definitivo,
ni en
el plano teórico ni en el político. La polémica continúa, agitada ahora
por
algunos científicos, obsesivos portaestandartes de un nuevo ateísmo
militante.
A su vez, en el terreno de la guerra, en sentido literal, no cesa de
crecer la
macabra cosecha de muertos a causa de la religión, en unos sitios en
nombre del
islamismo yihadista, como, en otros, en nombre de la ideología de
cualquier
dictadura totalitaria.
Ciñéndonos solo al ámbito teórico, la
confrontación se planteaba
tradicionalmente entre razón
y fe (siglos XIX y XX), con
un
sesgo sobre todo crítico-filosófico. En los últimos decenios, en
cambio, el
planteamiento se hace en términos de oposición entre ciencia y religión,
en forma de beligerancia pretendidamente científica de ciertos físicos,
biólogos y otros pensadores en una batalla sin cuartel contra toda
religión.
En efecto, en el panorama intelectual occidental
de esta incipiente
centuria, observamos una oleada de obras demoledoras contra "la
religión", procedentes de científicos y filósofos que militan en un
neoateísmo
radical. Algunos autores destacados: André Comte-Sponville
y Michel Onfray en Francia; Karlheinz
Deschner en Alemania; Richard Dawkins y Stephen
Hawking en Gran Bretaña; Michael Shermer, Steven
Weinberg, Christopher Hitchens, Sam Harris, Daniel Dennett y Lawrence
M. Krauss
en Estados Unidos. Estos últimos son promotores de la Alianza Atea
Internacional, una federación mundial de organizaciones de propaganda a
favor
del ateísmo. Llama la atención que, paralela y paradójicamente, en los
mismos
países y durante el mismo período, se hayan producido los mayores
avances en
los estudios sobre las religiones, desde el punto de vista histórico,
filológico y antropológico social. Lo que pasa es que no hay la menor
comunicación entre los prohombres de un bando y del otro. Aunque a
veces hay
casos sorprendentes, como el del filósofo inglés Antony Flew,
abanderado del ateísmo más combativo durante cincuenta años, que más
tarde, en
una entrevista de 2004, acepta la existencia de Dios, al menos en
sentido
deísta. Y en 2008, publica un libro bajo el título Hay Dios.
Enumeraré solo una sucinta selección de obras que
han atizado esta diatriba
impulsada por el nuevo ateísmo.
En el trasfondo, al menos en varios de
los autores, la fuerza de su motivación proviene del terror, el trauma
y la
indignación producidos por los ataques perpetrados en nombre del
islamismo,
contra las Torres Gemelas de Manhattan, en Nueva York, y contra el
edificio del
Pentágono, en Washington.
Publicado en 2001:
- Steven Weinberg, Plantar cara. La ciencia y sus adversarios
culturales.
En 2002:
- Michael Shermer, Por qué creemos en cosas
raras.
En 2004:
- Sam Harris, El
fin de la fe. Religión, terror y el futuro de la razón.
En 2005:
- Michel Onfray, Tratado de ateología. Física
de la metafísica.
En 2006:
- André Comte-Sponville, El alma del ateísmo.
Introducción a una espiritualidad sin Dios.
- Richard Dawkins, El espejismo de Dios.
- Daniel Dennett, Romper el hechizo. La religión como
fenómeno natural.
- Sam Harris, Carta
a una nación cristiana.
En 2007:
- Stephen W. Hawking, La teoría del todo. El origen y el destino
del
universo.
- Christopher Hitchens, Dios no existe. Lecturas esenciales para
el no
creyente.
Y del mismo autor: Dios no es bueno. Alegato contra la
religión.
En 2010:
- Stephen W. Hawking (y Leonard Mlodinow), El
gran diseño.
En 2012:
- Lawrence M. Krauss, Un universo de la nada.
Por Internet circula un vídeo, de casi dos horas
de duración, que registra
una elocuente conversación entre cuatro de esos próceres del ateísmo ya
mencionados: el escritor y periodista angloamericano Christopher
Hitchens, el
neurocientífico y filósofo norteamericano Sam Harris, el biólogo
evolutivo
británico Richard Dawkins y el filósofo de la ciencia estadounidense
Daniel
Dennett. Al unísono, se lamentan de la actitud de los creyentes en su
cerrazón
dogmática, en sus infundadas creencias, en su susceptibilidad ante
cualquier
cuestionamiento de la fe. Les parece evidente que las religiones como
tales
están profundamente equivocadas. Para Dennett, constituyen un cúmulo de
trucos
circulares que delatan que no es una forma de pensar válida. ¿Qué
objetar? Está
bien cuestionar el dogmatismo, la superstición, el autoengaño, el
oscurantismo,
el dualismo. No está mal la salvedad de rescatar algunos elementos de
la
tradición religiosa, como los logros estéticos, como lo espiritual y lo
místico
(Harris), como la experiencia de lo numinoso no sobrenatural
(Hitchens). Lo que
no queda mínimamente claro es qué ideas están implicando al hablar
acerca de
religión, Dios, sobrenatural, creyente, etc. Dan por buenas y
representativas
las opiniones populares, indoctas y fundamentalistas, sin ruborizarse
al
reconocer que han soslayado toda confrontación con los especialistas en
teología y en historia de las religiones.
Para ser equitativos, quizá como contrapeso,
debemos dejar constancia de que
hay también científicos de primera fila, defensores de la
compatibilidad entre
ciencia y religión, y que han escrito libros en defensa de esta tesis,
a veces
polemizando con sus colegas del otro bando:
- Stephen Jay Gould, Ciencia versus religión. Un falso conflicto
(1999).
- Francis S. Collins, ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica
de la fe
(2006).
- Trinh Xuan Thuan, La melodía secreta (1988); El cosmos y el
loto. Confesiones de un astrofísico (2011); Deseo de infinito
(2013).
Además, existe una Sociedad Internacional para la
Ciencia y la Religión, con
sede en Reino Unido: http://www.issr.org.uk/
Merecería la pena afrontar pormenorizadamente las
razones y los hechos
esgrimidos en la controversia que atraviesa todas esas publicaciones.
Quizá lo
haga en otros textos, pero tal objetivo excede con mucho el espacio de
esta
exposición. Me voy a limitar a algunas deliberaciones generales, una
especie de
prolegómenos dirigidos a desbrozar los enfoques implícitos, las
estrategias
puestas en práctica y los presupuestos teóricos subyacentes. Trato de
contribuir a disipar las confusiones más comunes entre conceptos que
pertenecen
a distintos niveles descriptivos, con lenguajes absolutamente
diferentes, como
son el de la explicación científica y el de la significación religiosa.
Es
imperativo deslindarlos con precisión, aunque sea compendiosamente,
antes de
preguntarnos por su eventual interacción.
Por una concepción
científica de la ciencia
Mirando atrás, durante gran parte de la historia
de las sociedades humanas,
los saberes mezclaban indistintamente los conocimientos empíricos con
los
relatos mitológicos. Solo los despegues del pensamiento racional en
distintas
civilizaciones empezaron a trazar una sinuosa línea divisoria con
respecto al
mito, pero en realidad las filosofías continuaron combinando lo que
ahora
llamaríamos ciencia con toda clase de especulaciones metafísicas y
consideraciones éticas. Propiamente, no hubo ciencias en el sentido
moderno
antes del siglo XVII. Aun así, a pesar de una ingente labor de
clarificación
teórica, todavía hoy observamos que la mayoría de los científicos no
tienen una
idea clara del alcance epistemológico y los límites metodológicos del
conocimiento científico. Al cabo de tres siglos, la confusión y la
extrapolación a dominios metacientíficos (como la ética, la política,
la
religión) sigue siendo lo normal, salvo en las tareas estrictas de la
investigación especializada; de tal manera que no pocos físicos,
biólogos o
psicólogos, quizá sin advertirlo, dan un paso ilícito adentrándose en
un
discurso filosófico, preñado de afirmaciones metafísicas, éticas y
religiosas.
Está claro que eso ya no lo hacen en cuanto científicos, pero parece
que ellos
no lo saben y no caen en la cuenta de que han transgredido su propia
jurisdicción.
La tesis fundamental defendida en estas páginas
sostiene que la ciencia
moderna, con sus contrastadas teorías, solo puede alcanzar conclusiones
válidas
en campos de investigación estrictamente demarcados por una línea
divisoria que
la epistemología se encarga de acotar. En otras palabras, el conocimiento
científico en cuanto tal es constitutivamente neutral con respecto a la
filosofía, con respecto a la moral y a la religión, lo mismo que
con
respecto a la poesía, al arte o al deporte. De la teoría científica no
puede
deducirse consistentemente ningún deber, ninguna fe, ningún ideal
estético,
ninguna afición. Al otro lado de los dominios de la ciencia se
extienden los
sistemas de creencias: la visión del mundo, los modos de vida con las
justificaciones que los sustentan, las ideologías, los ritos, las artes.
Para caracterizar con claridad la demarcación,
podemos convenir en que el
discurso religioso, lo mismo que el filosófico (cuando este no se
convierte en
sucedáneo de la ciencia o en lacayo suyo), se ocupa de formular juicios
de
valor, es decir, enunciados orientativos, normativos, prescriptivos, a
diferencia de las ciencias positivas, que se atienen a exponer juicios
de
hecho, enunciados descriptivos, modelos matemáticos acerca de los
sistemas
observables y sus posibilidades.
Hablando con propiedad, el conocimiento
científico de la naturaleza no
alcanza a descubrir en ella aspectos no científicos como la belleza, o
la
bondad. Estas emergen en la valoración estética o ética, que solo tiene
sentido
para la humanidad en su experiencia vivida y pensada. En la naturaleza
vista
físicamente no hay música, ni arte, ni moral, ni Dios, ni religión:
todo eso lo
ponemos nosotros los humanos como creación cultural. En el reino
animal,
exceptuado el ser humano, no hay percepción de la belleza y ejercicio
de la
libertad o la responsabilidad, ni religión, ni lengua hablada, ni
ciencia. Las
mismas ciencias de la cultura, las sociales y humanas, tratan de
objetivar los
sistemas lingüísticos, éticos, estéticos, políticos, religiosos: los
describen
y explican sus mecanismos y funciones. Pero, en cuanto ciencias,
tampoco se
adscriben a ninguna ética, estética, política, religión o literatura.
Describen
científicamente los sistemas de valores, pero sin poder pronunciarse
acerca de
su valor. La adopción de un valor u otro no incumbe al científico en
cuanto
científico, sino en cuanto persona, ciudadano, creyente, literato o
músico.
Esto es así porque el valor de lo bello, lo bueno, lo divino, lo
humano, el ser
no son nunca parámetros que puedan figurar en una ecuación científica
o en una hipótesis teórica. Tampoco indican propiedades o cualidades
que tenga que cumplir la explicación científica, a la que basta con ser
verdadera en el sentido de contrastable conforme a un modelo. Ni
siquiera se
pueden suponer como postulados necesarios para al desarrollo del
conocimiento científico.
Debemos quitarnos de la cabeza la idea de una
ciencia mitificada como único
saber, por mucho que sea el más exacto en orden a la explicación (y la
manipulación) de los sistemas. La física nuclear explica el mecanismo
de fisión
del átomo. Sin embargo, la fabricación y el lanzamiento de una bomba
atómica
sobre Hiroshima no se deducen de ninguna teoría física. Son decisiones
situadas
en otro plano.
En este orden de ideas, por citar un ejemplo
paradigmático relativo al
cristianismo, parece claro e indiscutible que del estudio del Jesús de
Nazaret
histórico no se deduce linealmente la fe cristiana. Esta constituye una
opción
personal de quienes se adhieren a valores y significados personificados
en ese
Jesús. Sin embargo, desde el punto de vista de la historia, lo lógico
es
esperar que los historiadores, sean creyentes o no, lleguen a la misma
reconstrucción de los hechos, concuerden básicamente en lo fundamental
sobre la
figura histórica. Algo así como no es imprescindible ser músico para
ser
historiador de la música o musicólogo.
En síntesis, la ciencia
es una práctica social humana cuyo cometido
estriba en aportar conocimiento objetivo del mundo, la vida y la
conciencia, de
modo que explique sus estructuras y funciones y explore sus
posibilidades. Pero
no es la única práctica cognitiva existente. Está la reflexión filosófica,
que pretende una comprensión de las relaciones entre los conocimientos
y se
centra en la experiencia humana del mundo y de sí mismo, a la vez
biológica,
sociocultural y mental. En fin, hay una narrativa, como la semiótica
religiosa, que expresa significados profundos, vividos en esas
mismas
experiencias, mediante codificaciones de la imaginación, en forma de
mitos,
ritos y preceptos que inspiran, orientan y encauzan la práctica social
e
individual.
El científico en
cuanto persona, como cualquiera, es libre de tener
la filosofía y la religión que desee, pero estas no forman parte de
ninguna
teoría científica ni se deducen necesariamente de ella. Son producto de
otras
facetas del pensamiento, cada una de ellas autónoma y de un género
irreductible,
si bien es verdad que todas concurren bajo la consideración del sujeto
humano
pensante. Hay que respetar los saberes científicos, que pueden y deben
enriquecernos, pero también las sabidurías ancestrales que los exceden
y que
precedieron en miles de años a la ciencia moderna.
En conclusión, la ciencia no impone ninguna
filosofía (a lo más puede
mostrar que el lenguaje de ciertos enunciados filosóficos está
obsoleto, porque
se sirve de conceptos científicos caducos). Al menos en principio, esta
neutralidad epistemológica y metodológica la reconocen científicos muy
dispares: "La ciencia no es una filosofía ni un sistema de creencias"
(Wilson 1998: 69). O dicho aún más explícitamente:
"La finalidad de la
ciencia es la comprensión del mundo de los fenómenos. Describe y
explica la
naturaleza sin imponer ninguna visión filosófica: su vocación no es
esa. La
ciencia es una herramienta que no es en sí ni buena ni mala, que no
impone
ninguna ética o moral. (...) Dado que no impone ninguna filosofía, la
ciencia
no puede guiarnos cuando se trata de moral y ética" (Trinh Xuan Thuan
2008: 49-50).
Si esto es así, ninguna ciencia, en cuanto tal,
es competente para
determinar los fines prácticos de la acción humana. Tal cosa es tarea
de la
filosofía y la religión, que a veces pueden resultar indiscernibles
entre sí en
cuanto a su funcionalidad. Pues, cuando la filosofía preconiza un modo
de vida,
cabe preguntarse si no constituye una forma de religión en sentido
genérico. De
manera parecida a como la religión, en cuanto visión del mundo,
equivale a una
forma de pensamiento filosófico. En los límites últimos, más allá del
enigma
que es resoluble y de lo ignoto que un día se conocerá, todo esfuerzo
del
pensamiento presiente el misterio, que, en sí mismo, es indecidible e
inefable,
aunque se pueda evocar.
Un tema muy distinto es que las ciencias
constituyan de hecho el mejor
instrumento para conocer con objetividad los sistemas naturales y
sociales de
nuestro mundo y que, de este modo, contribuyan a ilustrar, criticar e
informar
nuestra comprensión y nuestras decisiones. Nada excluye que los juicios
de
hecho y los juicios de valor puedan y deban cotejarse entre sí "desde
fuera", complementarse e incluso corregirse recíprocamente en
determinados
aspectos, a fin de dar coherencia a nuestra visión del mundo y con
vistas a la
actividad práctica. Según una frase atribuida a Einstein: "La ciencia
sin
religión está coja, la religión sin ciencia está ciega". Ahora bien, no
hay un puente necesario entre ellas, sino que es nuestra conciencia en
ejercicio la que ha de hacerse cargo de sendos registros y hacerlos
dialogar:
ciencia y creencia, conocimiento y valoración, saber y sabiduría.
La convicción de
ateísmo excede toda ciencia empírica
La mitología de la Modernidad proclamó triunfante
que la humanidad había
alcanzado la "edad de la razón". Pero existe un lado oscuro de la
Ilustración, que prestó un mal servicio a la racionalidad y a los
humanos, al
sacralizar la razón científica como apoteosis de un empirismo miope y
de un
hegemonismo de la ciencia como única verdad posible. En la experiencia
humana,
sin embargo, hay verdades que exceden la racionalidad científica.
Habría que
evitar la falacia de la evidencia
incompleta, en la que se incurre al
restringir la razón a la ciencia, al oponer sin restricciones la razón
(totalmente buena) a la religión (totalmente mala). En buena lógica, lo
que hay
que oponer, en el ámbito de la religión, son formas razonables y formas
insensatas. Y en el plano de la ciencia, separar epistemológicamente
formas de
la razón bien fundadas frente a formas mitificadas, cuya presunta
cientificidad
queda manifiestamente en entredicho. O caen en lo grotesco: por
ejemplo,
después de la anexión napoleónica de Bélgica, la iglesia neoclásica de
san
Jacques-sur-Coudenberg, en Bruselas, se convirtió
durante un tiempo (1795-1802) en templo consagrado a la diosa Razón.
Ante la recurrente crítica a la religión por
parte de algunas personalidades
científicas, a veces pretendidamente en nombre de la ciencia, se hace
necesaria
una revisión epistemológica de los argumentos empleados, con el fin de
discernir cuál es su alcance y hasta qué punto pueden ser, o no,
concluyentes.
Creo que, si establecemos bien las competencias, una crítica
"científica" a la religión solo sería admisible con respecto a
intromisiones de esta en el plano científico, con respecto a las
aserciones de
alcance teórico y de naturaleza empírica insertas en los discursos
religiosos o
filosóficos. A la inversa, tampoco parece legítima una crítica
"religiosa"
a la ciencia, a no ser en lo tocante a sus aplicaciones y a sus
implicaciones
sociales. De ahí que esté justificada la crítica filosófica o ética a
las
opiniones que, en nombre de la ciencia, se pronuncien sobre cualquier
valoración de sentido o sinsentido, bondad o maldad, belleza o fealdad.
La creencia religiosa, como la convicción
irreligiosa, lo mismo que el
razonamiento filosófico, no es competente para aportar conocimientos
objetivos
acerca del mundo. Su dominio es el de la reflexión sobre la
experiencia, el de
la sabiduría que inspira las opciones de valor, cuando se trata de
sancionar lo
"aceptable", lo "preferible". En realidad, el ser humano
debe hallar sus valores autónomamente en cada uno de los campos
prácticos de la
vida y en cada situación. Y esto, en lo referente tanto a los
contenidos
concretos normativos, cuanto al procedimiento de buscar libremente lo
más
valioso para la sociedad, para la persona, para la humanidad, en el
marco de
una visión del sentido del mundo que jamás despejará del todo su
incertidumbre.
En suma, la ciencia no engendra sabiduría. La ciencia engendra
conocimiento y
técnica. Solo la sabiduría engendra ética.
Por eso, el ateísmo no puede ser una conclusión
científica, aunque sí una
opción filosófica del científico, como de cualquiera, en cuanto
persona. La
filosofía materialista de Feuerbach fundamentó su ateísmo en una
"reducción antropológica" de determinada teología (cfr. Feuerbach
1841 y 1845). Y Karl Marx pensó que la tarea de crítica filosófica a la
religión
estaba terminada definitivamente con los análisis feuerbachianos. Es
evidente
que Marx se equivocaba, porque el debate sigue abierto. También el
ateísmo
sociopolítico marxiano ha sido sometido históricamente a la prueba de
la
praxis. En ausencia de conocimientos sobre la religión, que solo las
ciencias
humanas posteriores llegarían a facilitar, las críticas a la religión
del siglo
XIX y parte del XX se revelan hoy, en buena medida y más allá de las
brillantes
intuiciones, como una maraña de especulaciones bizantinas, cuando no
como una
fogosa proyección de las fantasías de sus autores sobre el objeto de
estudio,
enmascaradas en una apariencia de racionalidad, pero sin más apoyo
efectivo que
las propias evidencias subjetivas, puestas por lo general al servicio
de una
ideología política.
Así, pues, el ateísmo reivindicable por la
ciencia es exclusivamente un ateísmo
metodológico, que representa más bien cierta clase de
agnosticismo: la
conciencia de que no le compete pronunciarse sobre cuestiones
teológicas. El
método científico se prohíbe a sí mismo cualquier dictamen a favor o en
contra
con respecto a la cuestión de Dios o del absoluto, porque se trata de
un asunto
que se le escapa por principio. Aclaremos, no obstante, que las
ciencias
antroposociales sí se ocupan de la religión y sus manifestaciones como
objeto
de investigación, pero metodológicamente deben abstenerse de cualquier
toma de
partido ideológica y mantener la neutralidad
axiológica exigible a
toda ciencia. Tan improcedente es que un científico, en cuanto tal, se
declare
ateo como que se declare creyente. Las disputas en el plano de las
filosofías
no se pueden dirimir científicamente (solo cabría señalar los
eventuales
errores empíricos).
Siempre que se habla de ateísmo se está inmerso
en el ámbito de las ideas
religiosas, se adopta un discurso más allá de las teorías científicas.
La
convicción atea aparece paradójicamente como una opción religiosa,
puesto que
se sitúa en relación de oposición con otras creencias de fe, como una
creencia más.
Del mismo modo que lo moral y lo inmoral pertenecen al ámbito de la
moralidad,
la posición religiosa y la irreligiosa pertenecen al dominio de las
opciones en
materia de religión.
Para una conciencia autocrítica, toda convicción
religiosa constituye una
construcción humana, forma parte de un sistema cultural de signos, de
modo que
el absoluto o la divinidad solo están ahí como figuraciones semióticas,
como
ideas, como mitos, es decir, como realidades del espíritu. Así, cuando
alguien
habla de la "muerte de Dios" solamente connota la de una idea
particular acerca lo divino. Y cuando una idea decae, en seguida es
sustituida
por otra que ocupa su lugar. Puede desaparecer socialmente una
concepción
particular de lo divino o lo sagrado. Las religiones mueren. Pero,
¿será
posible dejar vacío su lugar? Es dudoso, puesto que estamos tratando de
un
universal cultural. A todas luces, históricamente, los movimientos
ateos nunca
han dejado la sede vacante: han puesto en el lugar divino al Hombre, la
Razón,
el Progreso, el Superhombre, el Proletariado, la Revolución, la
Evolución, el
Capital, la Ciencia, la Nación. Estas ideas mitificadas llegan a
ocupar el lugar de los "postulados sagrados últimos" (Rappaport. Ni
siquiera la doctrina del nirvana comporta un ateísmo consecuente o un
nihilismo, sino que alude a un estado mental pleno de significado. Como
tampoco
la Nada de los místicos equivale literalmente a nada.
Entonces, ¿es imposible que haya sociedades o
personas humanas sin
religión en sentido estricto (no que rechacen tal o cual
religión
determinada, o todas las conocidas)? Para contestar, habrá que empezar
siempre
aclarando qué estamos sobreentendiendo por "religión" y qué habría
que entender por "religión" antropológicamente, es decir, desde el
enfoque etic al que debe aspirar la objetividad propia de las ciencias
humanas. La pregunta acerca de la posibilidad de una vida humana
estrictamente
irreligiosa recibe una respuesta negativa. Resulta imposible, porque en
el
comportamiento están en juego, al menos implícitamente, aun cuando uno
no se
pronuncie o los niegue explícitamente, unos valores que ocupan de facto
el
lugar de "postulados sagrados últimos" y desempeñan su función. Sean
los que sean, asumen de alguna manera un carácter religioso, a veces en
variantes en las que cabe apreciar un matiz pararreligioso,
seudorreligioso o
incluso antirreligioso. Porque tener una religión no consiste solo en
estar
afiliado a una institución o una tradición explícitamente religiosa.
Quien
evoca algún mito que da significado a su vida, quien participa en algún
ritual
con el que sintoniza interiormente, quien actúa según normas éticas,
quien está
vinculado a alguna comunidad de convivencia, en realidad posee una
religión en
su vida, aunque piense lo contrario. Y es que, más allá de cuestiones
nominalistas, "la preocupación espiritual es incluso esencial a la idea
más laica o más secular del hombre" (Gauchet 1985: 302).
Analizada críticamente, la misma posición del
ateísmo juega no en el vacío
sino en el espacio de la religión, en el que -como ya he dicho-
representa una
opción, una variante: como mínimo, la religión en grado cero, aunque
quizá esto
sea más típico del agnosticismo teórico. Dicho de otra manera, la
afirmación de
la inexistencia de Dios pertenece al campo de la creencia o convicción
de
índole religiosa, no al del saber científico. Todo el que sostiene una
actitud
respecto a la religión, sea positiva o negativa, pone en práctica una
actuación
de carácter religioso. Y quien dice algo acerca de Dios efectúa un
pronunciamiento
teológico, hasta cuando está elaborando una ateología. Pues ni
siquiera se puede definir el ateísmo si no es por referencia a alguna
negación
de Dios, al menos tácita, lo cual exige que el ateo conciba en su
cabeza una
idea del Dios cuyo rechazo da contenido cabal a su ateísmo. En general,
el ateo
se considera tal con respecto a una idea de dios socialmente
determinada. Pero,
con frecuencia, lo que ocurre es que una idea de lo divino o una
sacralidad es
sustituida por otra, de hecho, sin que la autocomprensión atea
subjetiva tenga
importancia explicativa. Sería un caso típico de quien solo ve como
religión
las creencias de los demás y no las propias.
El comportamiento más común en el terreno de la
crítica religiosa es que una
religión sea atacada desde otra, como si la impugnación de una posición
religiosa solo pudiera realizarse desde otra en el mismo plano. Los
teístas
arremeten contra los ateos, y viceversa. Pero esa confrontación no es
desde
fuera, sino que se da necesariamente en el terreno de las creencias
religiosas.
Pues la actitud vivida que define la religión no implica una afirmación
específica de la existencia de Dios, sino que estriba en pronunciarse
sobre un
orden sagrado, en dictaminar sobre el valor ético, sobre la legitimidad
del poder,
sobre el sentido o sinsentido de la existencia humana. Incluso la
negación de
la religión que se entiende a sí misma como secular o laicista efectúa
positivamente un pronunciamiento en el mismo plano y acerca del mismo
objeto.
Así, el ateísmo que ataca la religión está reclamando para sí una
verdad de
alcance religioso. Obsérvese cómo las creencias y los comportamientos
de
algunas asociaciones ateas y laicistas militantes emulan y reproducen,
a veces,
rasgos específicamente religiosos e incluso ostensiblemente clericales.
El ateísmo pretendidamente científico adopta una
posición errónea en el
campo de la ciencia (dada la imperativa neutralidad axiológica del
conocimiento
científico), mientras que, en cuanto ateísmo de convicción personal,
está
asumiendo paradójicamente una posición en el ámbito de las creencias de
índole
religiosa/filosófica. En efecto, tanto el ateísmo como el agnosticismo
solo
significan algo por referencia a sistemas religiosos determinados. En
términos
absolutos, no serían más que palabras vacías. Cabe que alguien rechace
un
sistema de creencias y valores, pero la pretensión de no tener
absolutamente
ninguna creencia o ningún valor parece más bien una fantasía, o peor,
un estado
patológico, de anomía, de disolución social o personal, donde ha
desaparecido
todo vestigio de humanidad. Es cierto que, para sostener esta tesis de
que es
imposible que haya gente absolutamente sin religión (no sin tal o cual
religión
concreta), hay que aclarar bien –insisto de nuevo en ello- qué
entendemos por
"religión" en un sentido antropológico.
El laicismo, que en principio no debe confundirse
con el ateísmo, constituye
también una posición religiosa, a pesar de lo que pudiera parecer,
precisamente
porque sostiene una tesis en lo que respecta al puesto de las
instituciones
religiosas en el orden social. Puede tener solo un significado
negativo: el
Estado se inhibe de adoptar una confesión religiosa, con el fin de
establecer
la libertad religiosa en la sociedad y garantizarla a los individuos.
Pero, cuando
un Estado laico pretende imponer su propia confesión ideológica,
entonces esta
se convierte en una criptorreligión tendente a suplantar a la otra. En
ciertos
casos, este planteamiento adopta la forma visible de antirreligión,
dando un
sentido radical al laicismo. (Es lo que ocurre, por ejemplo, con el
movimiento
Europa Laica y sus filiales, como Granada Laica, en la medida en que
exhiben la
pretensión de eliminar la religión de la sociedad.) Si hablamos de
laicidad,
en un sentido más neutro, el concepto se refiere en el fondo a la
autonomía de
cada uno de los subsistemas de la sociedad. Cada dominio se rige por
sus
propios principios y su racionalidad específica, tanto la política,
como la
economía, como la ciencia, como el arte o la literatura; pero tan
pronto como
aparecen las cuestiones relativas al significado último, a los fines
humanos,
se hace presente la dimensión religiosa, oscilando entre un lenguaje
más
metafórico y un lenguaje más abstracto o filosófico.
Alguien preguntará, porque a veces se oye hablar
de esto, si una religión
bien enfocada ha de ser hoy laica. La respuesta puede ser afirmativa,
pero solo
en el sentido de que también la institución religiosa debe defender la
laicidad
del Estado, a fin de evitar la sumisión de las restantes instituciones
sociales
a un orden sacralizado, a la vez que se previene la propia
sacralización de
estas, como condición para preservar la libertad de las personas en los
diferentes ámbitos, incluida la libertad de conciencia y la libertad
religiosa.
Las abusivas
extrapolaciones del cientificismo
Hoy, entre personas cultas, la ignorancia en
temas de religión es tan normal
como la falta de conciencia crítica epistemológica, que suele afectar
también a
la mayoría de los científicos. Por eso, no es raro encontrar laicistas
y ateos
militantes cuya argumentación resulta precrítica, por cuanto se
precipitan,
acaso sin saberlo, hacia los espejismos del cientificismo. Este
pretende que la ciencia es un saber omnímodo y que tiene respuestas
para todo.
Pero, al no respetar la demarcación epistemológica del conocimiento
positivo,
el científico incurre en un cientificismo que no pasa de ser una
posición
ideológica cuestionable. En efecto, el cientificismo se funda en un
fraude
epistemológico y sus tesis constituyen una forma de seudociencia. Los
cientificistas hacen que la ciencia mute en una forma de superstición,
porque
la fuerzan a pronunciarse en términos que no le competen: dando
interpretaciones de sentido, pronunciándose acerca de valores, hablando
de
asuntos teológicos. Sobre todo, porque traicionan el método propio de
la
ciencia, al asumir tesis que no se pueden someter a prueba empírica. De
alguna
manera, convierten la "ciencia" en un sucedáneo de religión. La
teoría científica como tal debe desterrar las espurias extrapolaciones
del
cientificismo.
Toda actitud vivida que atribuye un valor algo o
alguien, que afirma la
legitimidad de un orden social (existente, o alternativo), implica en
la
práctica una actitud religiosa, aunque explícitamente niegue la
religión y
entienda la propia postura como laica o secular (pretendiendo con esto
que no
es religiosa, ya que se tiene por religión solo la de los demás). Toda
asignación de valor sobrepasa necesariamente el mero conocimiento
objetivo de
la realidad y, por tanto, supone una toma de posición con respecto a
ella que
da un salto al terreno filosófico y de la creencia.
En resumen, creo que queda suficientemente
probada la imposibilidad de un
ateísmo científico, es decir, fundado en la ciencia, porque tal
pretensión
radica en un cientificismo insostenible desde el punto de vista de las
exigencias metodológicas. No obstante, lo reitero, sí hemos de
reconocer la
legitimidad del ateísmo como opción filosófica. Esta se apoya en sus
propias
interpretaciones y apuestas, y asume sus propios riesgos. Pero mala
filosofía
será si extrapola abusivamente los datos o las teorías. Toda persona
bien
formada se verá en la obligación de rebajar las pretensiones de la
ciencia,
consciente de que sus métodos imponen límites precisos e insuperables.
El
físico Steven Weinberg, notorio por su escepticismo y ateísmo, lo
reconoce:
"Así que aparentemente hay un misterio que la ciencia no eliminará".
Es evidente que esta incompletitud no prueba nada, pero incapacita para
refutar
nada.
El argumento de las
maldades de la religión no es concluyente
Con mucha frecuencia lo que se aduce contra la fe
religiosa son
argumentaciones de orden práctico. Muchos ateos miran la religión a
través de
la lente de las barbaridades cometidas en su nombre, o abusando de
ella,
dejando fuera de foco todo lo demás. Esta crítica tiene fundamento en
los
hechos. Pero sus conclusiones solo serán verdaderas, en buena lógica,
para el
tipo de casos que están considerando. Extrapolar el veredicto negativo
al
complejo fenómeno de la religión constituye una generalización
distorsionada.
Semejante táctica es equiparable a la contraria, y tan rechazable como
ella,
cuando se exponen solo las bondades asociadas con el comportamiento
religioso,
soslayando todo lo demás.
Algunos ateos convencidos dicen que han llegado a
la conclusión de que Dios
no existe al contemplar el panorama de las enormes atrocidades
cometidas en
nombre de Dios. Pero un argumento así solo tiene fuerza si afirma lo
que niega.
Tal como se formula, encierra una paradójica contradicción, porque, si
Dios no
existe para el ateo, carece de sentido que este tome en cuenta la
premisa de
que esas atrocidades sean realmente atribuibles a Dios.
Habría que abstenerse de las simplificaciones que
descalifican toda religión
de manera lineal, al modo de Christopher Hitchens (2007), cuando
identifica
religión con teocracia y esta con fanatismo. Si queremos ser coherentes
en la
denuncia de las barbaridades, no ocultemos que también la razón
filosófica y la
investigación científica han promovido y legitimado comportamientos
opresivos
con el mundo y con los seres humanos, de manera semejante a la que se
atribuye
a los dioses más despóticos. Si analizamos los acontecimientos
históricos,
debemos concluir que el ateísmo no ha acreditado un comportamiento más
humanista, sino que, de hecho, ha estado íntimamente implicado en los
sistemas
totalitarios del siglo XX.
El método de argumentación de los adalides ateos
de estos últimos años,
basado en el filtrado y la generalización de lo negativo, les conduce
con
demasiada frecuencia a ofrecernos un discurso plagado de paralogismos,
sofismas
y falacias. Del mismo modo que los desmanes perpetrados en nombre de
una
religión los utilizan para rechazar de plano todo sistema religioso,
habría
motivos para renegar de toda institución humana. Por ejemplo, los
execrables
experimentos con humanos realizados en Auschwitz por el doctor Mengele,
hechos
en nombre de la ciencia, y los desarrollos teóricos puestos al servicio
de las
masacres bélicas constituirían una prueba de cargo para la
descalificación
radical de la ciencia. Pero, para ser lógicamente coherentes, la
repulsa debe
dirigirse hacia ese tipo determinado
de ciencia, hacia ese tipo
determinado de religión. De lo contrario, con un enfoque
equivocado,
acabaríamos postulando el absurdo de que todas las instituciones de la
civilización deben ser abolidas.
La opción religiosa
del científico resulta irrelevante
Otra línea de argumentación utilizada, con la
idea de mostrar la oposición
entre cristianismo y ciencia, consiste en destacar el carácter
cristiano de
pensadores que han tenido conflictos con la ciencia, por ejemplo,
citando a los
malhadados apologistas del "diseño inteligente". En cambio, no
mencionan jamás la condición de cristianos de grandes figuras de la
ciencia
moderna: Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Pascal, Leibniz,
Newton,
Linneo, Mendel, Maxwell, Lemaître, Heisenberg. Creo
que ninguno de los dos planteamientos es concluyente, ni a favor ni en
contra.
El argumento del ateísmo o el laicismo militante
de unos científicos frente al
teísmo o el cristianismo explícito de otros científicos resulta un
argumento
que se desmorona solo. El salto imposible entre conocimiento positivo y
convicción de fe no se salva a base de prestigio. La pretensión es tan
vana
como esa pugna latente entre listas de egregios científicos, unos
cristianos,
otros ateos, que podemos encontrar en la Wikipedia (véase List
of christian thinkers in science, List of jesuit scientists, List of
atheists in science and thechnology). La conclusión más sensata
apunta a la
irrelevancia de la ciencia para ser buen creyente, y la irrelevancia de
la
creencia o increencia para ser buen científico.
En fin, se impone admitir el ateísmo metodológico
en las ciencias, en todas
ellas: físicas, biológicas y antroposociales. Y esto, por las mismas
razones
teóricas por las que es preciso rechazar el ateísmo cientificista (la
negación
supuestamente "científica" de la creencia en Dios) en cuanto
ideología no solo antirreligiosa sino igualmente anticientífica.
La teoría de la
mentalidad primitiva es muy arcaica
Otra estrategia elucubrada por algunos pensadores
intenta trazar una línea
demarcatoria que confina el pensamiento religioso en una fase arcaica,
inferior, superada. Así, acusan a la religión de representar algo
propio de la
sociedad primitiva, una forma de pensamiento ilógico, una proyección
ilusoria,
una actitud infantil. A esto subyace un esquema evolucionista social
decimonónico, hoy desacreditado por la investigación histórica y
antropológica.
El iniciador de la sociología Auguste Comte habló de dos estados
precientíficos
de la humanidad, mítico y metafísico, superados por el científico
positivo. El
filósofo Ludwig Feuerbach describió la esencia de la religión como una
proyección ilusoria que debería ser disuelta por la conciencia crítica
racional. El fundador del psicoanálisis Sigmund Freud la describió como
rasgo
de una personalidad infantil contrapuesta a la madurez del adulto. El
etnólogo
Lucien Lévy-Bruhl tipificó una mentalidad prelógica o primitiva,
anterior al
desarrollo del pensamiento lógico (aunque más tarde se retractaría). En
realidad, todos estos planteamientos impedían comprender el fenómeno,
al
reducirlo arbitrariamente a alguno de sus aspectos y al interpretarlo
con una
mirada peyorativa. Sin muchos matices ni distinciones, tacharon al
pensamiento
simbólico de primitivo, ilógico, ilusorio e infantil, en lugar de
esforzarse por
entender su función y reconocer el hecho de que ambos registros
coexisten
siempre, simultáneamente, en la realidad humana. Una de las
demostraciones más
lúcidas en esta línea la encontramos en Claude Lévi-Strauss, cuando
concluye
que el "pensamiento salvaje" es tan lógico como el civilizado o
científico:
"A la vez, se superaba la
falsa antinomia entre mentalidad lógica y mentalidad prelógica. El
pensamiento
salvaje es lógico, en el mismo sentido y de la misma manera que el
nuestro,
pero como lo es solamente el nuestro cuando se aplica al conocimiento
de un
universo al cual reconocen simultáneamente propiedades físicas y
propiedades
semánticas. Una vez disipado este error de interpretación, sigue siendo
verdad
que, en contra de la opinión de Lévy-Bruhl, este pensamiento avanza por
las
vías del entendimiento, y no de la afectividad; con ayuda de
distinciones y
oposiciones, y no por confusión y participación" (Lévi-Strauss 1962:
388).
Y es que, a partir de una raíz común y de
idénticos mecanismos fundamentales,
se da un doble despliegue del pensamiento humano, presente tanto en las
sociedades arcaicas como en las civilizaciones modernas. El pensador
Edgar
Morin, en su obra El método, analiza las características de estas dos
modalidades: las del pensamiento mítico-simbólico-mágico y las del
pensamiento
racional-empírico-técnico. Según él, existe una unidualidad de ambos
tipos de
pensamiento. Por eso, "sería un grave error creer (y sin duda sería
esto
una creencia mítica) que el Mito ha sido expulsado por la racionalidad
moderna"; el mito tiene que ver con los aspectos insondables de la vida
y
la muerte y con el misterio del ser; pero mana de la misma fuente, de
"los
principios fundamentales que gobiernan las operaciones del
espíritu/cerebro
humano" (Morin 1986: 183-184). "El pensamiento
empírico/técnico/racional se polariza en la objetividad de lo real. El
pensamiento mitológico se polariza en la realidad subjetiva" (Morin
1986:
186). Por tanto, hay que concebir a la vez la complementariedad y el
antagonismo
de los dos modos de pensamiento. El enfoque correcto no es que uno
evoluciona a
partir del otro, sino que se da una evolución histórica de cada uno,
relativamente autónoma, unas veces potenciándose entre sí y otras en
conflicto
mutuo.
Cabe comparar las
religiones en un doble plano
Otorgar un estatuto teórico específico a la
producción de significados que
por principio caen fuera del discurso científico no equivale en
absoluto a dar
por buena cualquier forma de religión, ni a darlas a todas por
equivalentes.
Como todas las creaciones culturales, deben estar sujetas a la
deliberación
libre sobre su sentido y su valor. No todas las obras musicales poseen
la misma
calidad. Ni todas las filosofías son igualmente razonables. Ni todas
las
creencias son igualmente plausibles.
Encuentro decepcionante en esos físicos y
biólogos del nuevo ateísmo que, al
argumentar sobre temas religiosos, demuestren una simpleza tal que, si
actuaran
igual en su profesión, habrían sido expulsados de ella. Se asemejan a
unos
clérigos celosos entregados ciegamente a la apología de sus creencias.
Más allá
de que sea aceptable la crítica de lo obviamente criticable, la
presentación de
la religión que ofrece un Dawkins o un Dennett resulta maniquea y deja
escapar
todos los aspectos favorables que también pueden ser representativos de
las
tradiciones religiosas, sus propuestas de sentido de la vida, o las
funciones
terapéuticas desempeñadas en el orden social y psicológico. Otra cosa
llamativa
es que, en general, esos autores críticos se sirvan siempre de una
lectura
literal y muy conservadora de los documentos y den preferencia a las
formas más
incultas y sectarias. Lo cuestionable no es tanto que critiquen la
religión,
sino qué religión critican.
Puesto que andamos tan escasos de los criterios
clave necesarios para
discernir en lo referente a los tipos de religión, habría que ensayar
la
formulación de algunas diferencias. Por ejemplo, un criterio productivo
podría
ser calibrar el grado de autonomía concedida a las dimensiones no
específicamente
religiosas de la vida social e individual. No hay espacio para la
autonomía
cuando la institución religiosa pretende regular directa o
indirectamente todas
las instancias de la vida, mediante preceptos que unas veces se
pretenden
"revelados", y otras dimanan de una fuente de sabiduría antigua o de
una filosofía elevada al rango de dogma. Asumimos que una conciencia
moderna no
puede tolerar semejante merma de libertad. Esto vale para rechazar todo
aspecto
opresor de los sistemas religiosos, así como todos sus simulacros,
sucedáneos y
máscaras, incluidas las posiciones cientificistas. Ya es proverbial la
falta de
autocrítica que nos aqueja a todos, y que se trasluce, como ya he
sugerido, en
el hecho de que, de ordinario, a las creencias de los otros las
llamamos
supersticiones y a las nuestras, convicciones. A nuestros rituales los
consideramos ceremonias y a los de los demás, arte de magia.
A mi modo de ver, hay un error de análisis en el
enfoque hoy tópico que
agrupa, a un lado, la ciencia y la filosofía crítica, a veces con un
aura
revolucionaria, y, en el otro lado, la religión, colgándole siempre el
sambenito de reaccionaria, irracional y anticientífica. Sin duda, este
punto de
vista refleja situaciones históricas, como la del enfrentamiento
jacobino con
el Antiguo Régimen, pero ese esquema esconde graves distorsiones
epistemológicas y políticas. Con toda probabilidad, el llamado "proceso
de
secularización" se entiende mal y da pie a un cúmulo de equívocos. Por
mi
parte, pienso que las oposiciones pertinentes en el plano teórico no
son entre
ciencia y religión, ni entre autonomía política y organización
religiosa, sino
las que se establecen entre la esfera de la ciencia y, en el polo
opuesto, la
esfera de la filosofía y la religión; y en la práctica social, entre la
autonomía del Estado y el clericalismo de la institución religiosa.
Esto, en
definitiva, exige distinguir entre una religión obsoleta y una religión
adecuada a la sociedad y la conciencia modernas. La pretensión atea o
laicista
de acabar con toda religión supone una actitud tan reaccionaria como lo
peor de
la mala religión, a la que, en el fondo, aspira a sustituir. Por el
contrario,
secularizar, en el buen sentido, significará modernizar la religión, no
eliminarla. El programa de independizar las instituciones del
sometimiento a la
religión como institución de poder no justifica el proponerse la meta
de
suprimir toda religión. Basta con instaurar y garantizar la libertad de
las
personas para disentir de un sistema religioso, para adherirse a otro
de su
elección, para rechazarlos todos, o, llegado el caso, para crear uno
idiosincrásico.
Por último, me inclino a favor de la hipótesis
que sostiene que no todas las
religiones son iguales. Y análogamente, no todos los dioses son
iguales. De ahí
que sea ineludible para las ciencias humanas el análisis comparativo de
las
diferentes formas y el discernimiento del carácter de cada una de las
propuestas. Otra cosa es el grado de valor atribuible a cada variante.
La
respuesta a esto ya no compete a la ciencia, sino a una deliberación
filosófica. Apostemos por el valor de libertad para los individuos, el
valor de
justicia para la sociedad y el valor de supervivencia para la especie.
Y,
mientras sea posible, hagamos lo que esté en nuestra mano por mantener
este
orden de prioridad, antes de que el deterioro de las circunstancias
venga a
imponernos como ineludible el orden inverso, con mengua de la justicia
y la
libertad.
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