Los dilemas del
islam
1.
Confrontación
histórica entre islam y cristiandad
PEDRO GÓMEZ
|
1. Un esquema de las confrontaciones
entre musulmanes y cristianos
2. La tolerancia y el acoso a las
iglesias cristianas antiguas bajo el
islam
3. La significación de los hechos
históricos para el presente
Vaya por delante
que aquí no pretendo contar
una breve la historia de la civilización musulmana, ni siquiera una
sucinta
historia de las relaciones entre islam y cristiandad, sino tan solo
pintar un
esquemático cuadro impresionista de las principales confrontaciones,
desde cierta perspectiva que realza el problema y su persistencia en el
tiempo.
Para empezar, en España, las representaciones llamadas de moros y
cristianos
han conservado la memoria teatralmente codificada de acontecimientos
históricos, en los que se confrontaron dos religiones, o mejor, dos
sociedades
construidas bajo el influjo de dos religiones: la cristiana y la
islámica. Este
tipo de confrontación se produjo no solo en la Península Ibérica, sino,
con
perfiles propios, en otros confines alcanzados por la expansión de los
imperios
musulmanes.
Las
representaciones populares de moros y
cristianos en su conjunto (véase Gómez García 1992, 1995, 1996, 2008)
son más
fieles a la verdad histórica que esa variante revisionista que, en un
patético
ejercicio más de magia que de política, aprobó en noviembre de 2009 el
Congreso
de los Diputados, en Madrid: una petición de perdón a los moriscos
expulsados
en el siglo XVII, ahora, cuando todos los protagonistas, tanto
ofensores como
ofendidos, llevan casi cuatrocientos años bajo tierra. La verdad de lo
ocurrido
es, sin duda, amarga y trágica. Pero ¿qué sentido tiene engañarse,
tratando de
sustituir la historia de los hechos por un simulacro moralizante, en
aras de una
dudosa pleitesía política?
En nuestro caso, la
historia levanta acta de
las derrotas de los moros y el triunfo de los cristianos,
así
como del desenlace final con la expulsión de los moriscos, en 1609, por
orden
del Estado absolutista. Así se cerró una época, mediante una resolución
política acorde con el espíritu del Barroco. Aquel desenlace,
evidentemente, no
puede satisfacer a una mentalidad democrática moderna (como tampoco a
quienes
pretenden una vuelta al medievo); pero, para bien y para mal, la
historia es
irreversible en sus acontecimientos, aunque sus estructuras sean a
veces
bastante más duraderas en el tiempo. En otra parte, he analizado y
criticado la
insuficiencia de la «solución» barroca (Gómez García 2008: pág. 102),
porque no
sirve en absoluto para arreglar el conflicto. También preguntaba por la
posibilidad de ir más allá, y en qué condiciones.
La situación de
nuestros días es la
resultante de una evolución enormemente paradójica. Por un lado, Europa
y
Occidente han avanzado en la línea de la libertad religiosa, reconocida
incluso
por la Iglesia católica y recuperada por las naciones que soportaron el
ateísmo
confesional soviético. Por otro lado, en cambio, los mundos del islam
se hallan
soliviantados por movimientos islamistas que reclaman la restauración
de la charía,
legislación medieval que regula minuciosamente todos los aspectos de la
vida
del musulmán, confundiendo lo religioso con lo político y lo social. Se
diría
que la modernización no ha penetrado apenas, o ha fracasado, o se busca
desesperadamente.
Los proyectos políticos islamistas oscurecen el horizonte como amenaza
de una
regresión de alcance catastrófico universal, por su oposición a la idea
de los
derechos humanos y al primado de la razón humana. Sin haberlo previsto,
parece
como si estuviéramos abocados a una nueva confrontación de «moros y
cristianos»; un conflicto, además que afecta no solo a España, sino a
Europa y
al mundo entero.
Está claro que el
planteamiento de la
transformación política en términos religiosos resulta extraño a
nuestra
mentalidad; pero no es así para los fervorosos creyentes que alardean
de su
lucha por implantar la justicia de la ley islámica o incluso por
destruir el
modo de vida de las sociedades modernas con el fin de islamizarlas.
Deberíamos
entender que lo que a nosotros nos parece una demencia inconcebible es
para
ellos la mentalidad normal, más aún, la verdadera visión del mundo
legitimada
por la idea de Dios que se piensa en sus cabezas. Europa y la comunidad
internacional, sin excluir a los países musulmanes (que también cuentan
con
pensadores reformistas), tendrán que promover todo tipo de estrategias
para
reafirmar y regenerar los logros de la modernidad, la ilustración, la
democracia, los derechos humanos, el pluralismo y la convivencia en una
civilización mundial.
1.
Un esquema de
las confrontaciones
entre musulmanes y cristianos
¿Será posible
tratar desapasionadamente de
los puntos de fricción entre el islam y el cristianismo, y –lo que no
es
lo mismo– entre el islam y el mundo moderno? Tal como están las cosas,
no queda
más remedio que hablar, debatir la cuestión, reexaminar la historia.
Aunque
esto nos lleve acaso, paradójicamente, a producir una nueva versión de
las
relaciones entre moros y cristianos, con rasgos peculiares, que se
agregaría a
la serie de las que han ido sucediéndose, pero mirando a un
entendimiento.
Los dramas de moros
y cristianos
estrictamente tales remiten a una coyuntura española, a un contexto
barroco, a
un paradigma católico tridentino, a un orden político absolutista;
pero, como
he indicado, no se circunscriben ahí. Su significado se comprenderá
mucho mejor
si levantamos la mirada más allá del enclave geográfico y si no lo
aislamos de
un antes y un después en el tiempo histórico.
Representan solo
unos fotogramas que se insertan en una película mucho más larga, en un
proceso
macrohistórico multisecular de interacciones. En realidad, su contenido
nos
remite a un problema estructural a escala mucho más amplia, que afecta
a las
complejas relaciones entre lo que, simplificando, se ha denominado la cristiandad
y el islam, entre imperios de signo cristiano e imperios de
signo
islámico. En los dos términos, enormemente cargados con toda clase de
denotaciones fácticas y connotaciones simbólicas e imaginarias, se ha
destacado
sobre todo la significación religiosa. Este ha sido el aspecto que se
ha
considerado más determinante en la mayoría de los contextos,
exceptuando sin
duda el de la modernidad ilustrada, industrial y democrática. Aunque
bien es
verdad que, en el mundo actual, la rémora no procede solo del
islamismo, sino
de todas las corrientes de filosofía política que se oponen a cualquier
proceso
de modernización. No obstante, aquí me limito solo a determinados
aspectos
concernientes al islam.
Así pues, será muy
clarificador ampliar el
panorama, más allá del fragmento o secuencia de las gestas hispánicas
de moros
y cristianos, y contemplar lo que aconteció en la historia. A nadie se
le
oculta que el planteamiento polémico viene dado ya desde los orígenes:
se
remonta atrás hasta el siglo VII. Y a través del tiempo, los
incontables
desenlaces de los conflictos y los apaciguamientos coyunturales no han
alcanzado una estabilidad duradera. Menos aún hoy, a la vista de las
convulsiones que agitan a los países musulmanes y ante la deriva
terrorista de
algunos movimientos islamistas radicales.
Los ataques del
terrorismo islámico a
intereses y personas de países occidentales, así como las amenazas a
los que
ellos –extemporáneamente– llaman «cruzados», y los llamamientos en
nombre de lo
más sagrado a la conquista de Al Ándalus y de Europa no son cosa
pasada, propia
de los libros de historia o de las novelas de aventuras, sino noticias
alarmantes de la prensa de estos últimos años, hasta hoy mismo. Es
verdad que
en los movimientos wahabíes o salafistas, o yihadistas, o
fundamentalistas islámicos en general, todo nos resulta anacrónico;
pero no lo
son las masas que los siguen, los medios tecnológicos y las armas
mortíferas
que manejan y los daños que causan y pueden amplificar. Porque no por
lo
erróneo y anacrónico del planteamiento son menos reales y actuales sus
perniciosos efectos.
Es necesario
rememorar la historia, prestar
atención a su dinámica y destacar algunos hechos que conviene no
olvidar, sobre
todo ante ese delirante discurso que convoca a recuperar la «tierra del
islam».
En rigor, a la muerte de Mahoma, esa tierra no abarcaba más que una
porción de
Arabia: la zona costera del Mar Rojo, con unas cuantas ciudades, parte
del
desierto y algunos de los oasis que jalonaban la ruta de las caravanas
hacia el
norte.
La historia resulta
enconadamente compleja y
es forzosa una drástica simplificación, que tendrá la ventaja de poner
de
relieve los hechos más significativos para nuestro propósito. Dicha
historia se
podría contar, de manera muy esquemática, así: El Imperio Romano, desde
tiempos
de Augusto y durante los primeros siglos de nuestra era, extendía sus
fronteras
por todas las regiones que circundan el mar Mediterráneo, incluyendo
Europa
hasta el Rhin y el Danubio, Asia Menor, Siria y Palestina hasta el
Éufrates,
Egipto, Abisinia y Norte de África hasta el Sáhara. La religión
cristiana, que
a partir de la segunda mitad del siglo I había empezado a difundirse en
medio
de graves conflictos con el poder, empezó a ser favorecida por el
emperador
Constantino a principios del siglo IV (Edicto de Milán, 313), y luego
declarada
religión única y oficial por el emperador Teodosio I, a fines del mismo
siglo
(392). Desde entonces, el Imperio Romano se convirtió en imperio
cristiano,
apoyado en la filosofía y el arte griegos, el derecho, las
instituciones y las
legiones romanas, la fe y la caridad de la Iglesia cristiana. La gran
Iglesia
católica (católico significa universal), en cuanto Iglesia
imperial que
definió su credo unitario en el concilio de Nicea (325), constituyó la
cristiandad antigua, organizada territorialmente en cinco patriarcados.
Estos
patriarcados cubrían todo el imperio y recibían el nombre de sus
metrópolis:
Jerusalén, Antioquía,
Alejandría,
Constantinopla y Roma.
La división
administrativa del imperio entre
occidente y oriente no alteró esa organización básica de la cristiandad
ni
afectó al ideal del Imperio universal, indisociablemente romano y
cristiano. Lo
que sí se produjo fue el desplazamiento del centro de gravedad de Roma
a
Constantinopla, agudizado por las irrupciones germánicas, durante los
siglos V
al VII. Esto queda refrendado por el hecho de que los primeros siete
concilios
ecuménicos del cristianismo se celebraran en ciudades de oriente. Hay
que
destacar el hecho de que, al disolverse el Imperio de occidente, no se
rompió
la unidad civilizatoria y económica, mantenida por la Iglesia y por el
comercio
mediterráneo respectivamente. En ella se integraron los nuevos reinos
surgidos
tras las invasiones de los germanos, cristianizados y romanizados, y
–siguiendo
al historiador Henri Pirenne– no hubo cambio de época histórica hasta
principios del siglo VIII (véase Pirenne 1971, págs. 10-20). Fue
entonces
cuando se dio una transición abrupta a otra época.
Lo que aconteció
fue que aquella situación de
la cristiandad establecida se vio gravemente conmocionada por la
imprevista
irrupción de un nuevo poder en la escena histórica. Como es sabido, en
el
primer tercio del siglo VII, se gestaba un movimiento
religioso-político
fundado por Abu l-Qasim Ibn Abdallah, más conocido por el sobrenombre
de Mahoma
(en árabe Muhammad, que en español significa Alabado o Bendito).
El islam surgió en
la desértica Península
Arábiga, en un contexto social caracterizado por el proceso de
unificación de
las tribus árabes hacia la formación de un Estado, seguida luego por la
expansión en un Imperio. En cuanto religión, el mahometismo
recogió tradiciones de sectas judías y cristianas marginales,
elaborándolas de
tal forma que en muchos aspectos entrañaba una regresión a los
teologúmenos más
arcaicos de la Biblia hebrea, del Yahveh belicoso y vengador. Sobre
esta
reformulación del monoteísmo (dicho sin adornos retóricos ni
idealizaciones
mistificadoras) se fundaba una sociedad teocrática, férreamente
sometida a una
legislación tenida como revelada por Dios y soporte, de hecho, de un
poder
despótico, reforzado mediante un severo régimen de amenazas y castigos,
que
llamaba a la guerra de expansión en nombre de la fe, con la promesa
bien
tangible de reparto del botín conquistado, aparte de maravillosas
compensaciones
en el paraíso de ultratumba.
Después de un
decenio de predicación en La
Meca, sin mucho éxito, Mahoma dio un giro hacia la creación de una
comunidad a
la vez religiosa y guerrera, acaudillada por el «profeta armado». A
partir del
año 622, desde la ciudad de Yatrib (luego llamada Medina) donde se
había
refugiado, Mahoma dirigió una incesante guerra de hostigamiento, hasta
conseguir la rendición de La Meca, ciudad donde entró como general
victorioso
en 630. Porque cabe opinar a favor o en contra de si Abu l-Qasim era un
profeta
enviado por Dios (algo solo objeto de creencia); pero lo que es
irrebatible,
por ser un hecho histórico corroborado por las propias fuentes árabes
(Ibn
Ishaq), es que fue un caudillo militar implacable y a menudo de una
gran crueldad,
hasta el final de sus días (véase Elorza, Ballester y Borreguero 2005).
Una vez
tomada La Meca, conquistó buena parte de Arabia, uniendo bajo su mando
a
numerosas tribus, en un Estado emergente. Como en todos los procesos
formativos
de un Estado, sin duda se alcanzó un progreso frente a los códigos
tribales
precedentes y se prohibieron algunas costumbres bárbaras, al tiempo que
se
ponía fin relativamente a la guerra a muerte entre unas tribus y otras.
Cuando
falleció Mahoma, en 632, a consecuencia del envenenamiento sufrido con
ocasión
de la conquista del asentamiento judío de Jaibar, los califas que le
sucedieron
sofocaron las revueltas, ampliaron su dominación y, en poco tiempo,
construyeron un Imperio musulmán. Esto se hizo a costa de territorios
del
Imperio Romano/Bizantino (hacia el norte y el oeste) y del Imperio
Persa
sasánida (hacia el este).
Surgidos del
desierto y aprovechando el mutuo
debilitamiento de las grandes potencias de la época, el Imperio
Bizantino y el
Imperio Persa, los árabes musulmanes conquistaron amplias regiones y
formaron
un imperio propio. Lo consiguieron en virtud del impulso ideológico de
la nueva
religión y la organización militar articulada para lo que entendían
como
combate por la fe (yihad). El significado pragmático de esa
palabra
queda incuestionablemente claro después de la hégira (en contextos
donde la
traducción adecuada es cada vez más la de «guerra» contra el infiel).
Mahoma
interpreta la historia universal como manifestación ininterrumpida de
Dios, a
cuya divina voluntad debe someterse todo ser humano. Lo sintetiza de
manera
contundente el conocido historiador de las religiones Mircea Eliade:
«Es, por
consiguiente, indispensable la guerra total y permanente para convertir
el
mundo entero al monoteísmo» (1983, pág. 92). Su expansión fulminante
haría
cambiar de época: «El orden mundial que había sobrevivido a las
invasiones
germánicas no pudo hacerlo a la del Islam, que se proyectó en el curso
de la
historia con la fuerza elemental de un cataclismo cósmico» (Pirenne
1971, pág.
19).
Cuando utilizo aquí
el concepto de confrontación,
este no se refiere a un choque puntual entre sociedades o Estados, sino
a un
proceso sostenido en el tiempo, plasmado en una cadena de
acontecimientos que
no solo se deben a causas coyunturales, sino que obedecen, a la vez, a
mecanismos más profundos y persistentes, capaces de dar juego en
contextos
históricos muy distantes.
Primera
confrontación: la comunidad
protoislámica contra Bizancio
En la primera ola
de conquistas, acaece en
sentido muy real la primera confrontación islamo-cristiana. El hecho es
que los
ejércitos de la primera comunidad protoislámica, con capital en Medina,
atacaron y ocuparon militarmente amplias provincias del Imperio
Bizantino.
Desde el punto de vista geopolítico, la expansión del islam se produjo
ocupando
y sometiendo tierras y ciudades que eran cristianas desde hacía siglos.
De tal
manera que de los cinco patriarcados de la Iglesia, se apoderaron
completamente
de tres, y parcialmente de los otros dos. La realidad documentada es
que el
islam como imperio naciente, organizado militarmente y en nombre de la
fe en
Alá, agredió a los territorios de la cristiandad, en toda regla, desde
el mismo
momento en que hacía su aparición en la escena de la historia.
El primer califa,
Abu Bakr (632-634), unificó
toda Arabia. En seguida, inició la expansión territorial hacia el
norte. Los
árabes musulmanes derribaron, en el primer enfrentamiento, al Imperio
Persa
sasánida (633-644). Al mismo tiempo, desataron sucesivos ataques contra
el
Imperio Bizantino, penetrando en Siria y Palestina (en 633). El segundo
califa,
Omar (634-644), arrebató a Bizancio toda Siria, con Damasco (ocupada en
635) y,
tras la gran victoria del río Yarmuk (636), tomó la ciudad de Antioquía
(que
cayó en 637), así como
Palestina con Jerusalén (conquistada en 638). Sin darse un
respiro,
dirigió su expedición de conquista hacia el oeste: Atacó a Egipto (639)
hasta
la rendición de Alejandría (642). Continuó la ofensiva por las
provincias bizantinas de África (643-708). En tiempos del tercer
califa, Utmán
(644-656), se apoderaron de Libia (647) y Trípoli; por mar, ocuparon
Chipre
(649) y Rodas (654), y saquearon Sicilia (652). A la vez, por el norte
de
Siria, avanzaron hasta Armenia (653). La flota musulmana derrotó a la
bizantina
en Félix (655). Todo esto, en tan solo veinte años. Entonces, el califa
Alí
acordó una tregua con los bizantinos (658).
Segunda
confrontación: el califato árabe
omeya invade Hispania
La segunda oleada
de conquistas, tras la
guerra civil árabe, produjo una nueva gran confrontación entre el islam
y la
cristiandad. Durante el mandato del fundador de la dinastía omeya, el
califa
Muawiya (661-680), que trasladó la capital de Medina a Damasco, los
musulmanes
reanudaron la ofensiva en el norte de África. Desde el año 670,
hostigaron al
Exarcado de Cartago, hasta arrasar la capital (en 698), siendo califa
Abd
al-Malik. El camino hacia occidente aún tropezó con la resistencia de
los
bereberes; pero, en 705, asentado ya su poder sobre la antigua
Mauretania, Musa
fue nombrado primer gobernador. Poco después, en 711, pasaron a la
Península
Ibérica y llevaron a cabo la conquista del Reino visigodo cristiano de
Hispania
(711-718). Numerosas diócesis dependientes del patriarcado latino de Roma
habían quedado destruidas y ocupadas antes de que el empuje musulmán
quedara
agotado: «Su avance invasor no cesará hasta comienzos del siglo VIII,
cuando
los muros de Constantinopla por una parte (717) y los soldados de
Carlos Martel
(732) por otra rompen su gran ofensiva envolvente contra los dos
flancos de la
cristiandad» (Pirenne 1971, pág. 19).
Así pues, la
expansión islámica sobre Europa
fue frenada, en oriente, por los bizantinos, cuya capital Constantinopla
había
sufrido un duro asedio árabe entre 668-669 y nuevos ataques entre
674-678,
frustrados por la flota bizantina de Constantino IV. En fin, la ciudad
rechazó
el último asedio dirigido por árabes, en 717-718. Mientras tanto, en
occidente,
los ejércitos musulmanes, que habían sobrepasado los Pirineos, fueron
derrotados por los francos en Poitiers, el año 732, y obligados a
retirarse al
sur de la cordillera. En otros escenarios de Asia oriental, la
expansión
militar islámica y árabe también llegó a su límite, al ser
detenida en
los confines de India (Multan, 713) y más tarde en China (Talas, 751).
«De este
modo acaba la supremacía militar del Imperio árabe. Las futuras
irrupciones y
conquistas del islam serán obra de unos musulmanes salidos de otras
raíces
étnicas» (Eliade 1983, pág. 95).
En apenas un siglo,
la fuerza conquistadora
del Imperio islámico destruyó el mundo antiguo, terminó con la
comunidad
mediterránea y, en particular, supuso para la cristiandad una
catástrofe de
magnitud histórica y mundial. Como escribe Hans Küng: «Las grandes
Iglesias
latinas de Tertuliano, Cipriano y Agustín desaparecieron. Los
patriarcados de
Alejandría, Antioquía y Jerusalén perdieron toda su importancia. En
resumen:
las regiones originarias del cristianismo (Palestina, Siria, Egipto y
el norte
de África) están ‘perdidas’ desde entonces para el cristianismo; las
conquistas
de las cruzadas no pasarán de ser puros episodios» (Küng 1994, pág.
353).
Si evocamos el
final del mundo antiguo y los
inicios de la edad media, el panorama mundial presentaba cuatro grandes
civilizaciones más o menos equivalentes entre sí: Europa, Oriente
Medio, India
y China. En ellas se habían afianzado básicamente cuatro grandes
tradiciones
religiosas, respectivamente: el cristianismo, el zoroastrismo, el
brahmanismo y
el budismo chino en coexistencia con el confucianismo y el taoísmo. Al
analizar
la geografía histórica de las religiones, Frank Whaling señala cómo esa
evolución se alteró bruscamente con la irrupción islámica: «De las
cuatro
grandes religiones, el cristianismo europeo fue la más asediada, por el
islam
al sur y por los tártaros y los mongoles al este» (Whaling 1999, pág.
26). Esta
tendencia no daría un giro hasta el auge de Occidente y la difusión de
su
religión, a partir del año 1500, fecha en la que podemos marcar la
apertura de
la era mundial.
Tercera
confrontación: en la época abasí,
hostigamientos y cruzadas
La historia no se
detiene con la primera gran
expansión islámica, sino que prosigue sinuosa pero persistentemente a
través de
las sucesivas épocas. Musulmanes y cristianos avanzan o retroceden,
reavivan
sus conflictos fronterizos y, en ocasiones, aciertan a vivir en paz.
Aunque
bien visto, el conflicto es permanente también en el seno del islam
desde el
principio. Ya el califa Alí se había visto envuelto en una guerra civil
por la
sucesión al califato, tras cuya pérdida (661) se escindieron sus
partidarios,
los chiíes. A mediados del siglo VIII, Abu-l Abbas aplastó a los omeyas
y, en 750,
implantó la dinastía califal abasí y construyó una nueva capital en
Bagdad (en
762). Este período bagdadí marcó el final del islam predominantemente
árabe.
Los abasíes integraron por igual a todos los conversos y asimilaron la
herencia
cultural persa y mediterránea, organizando un imperio universal, en el
que se
desarrolló la charía y se oficializaron las cuatro escuelas
jurídicas
clásicas o ritos ortodoxos suníes (malikí, hanafí, shafií y hanbalí).
Mientras, en el
mundo cristiano occidental,
obligado a desplazarse del Mediterráneo hacia el interior del
continente, se
consolidó durante un tiempo el Imperio Franco, que sentó las bases de
la Europa
medieval. Era un efecto de la invasión musulmana. En frase concisa:
«Carlomagno
resulta inconcebible sin Mahoma» (Pirenne 1971, pág. 22). Al amanecer
el siglo
IX, había cobrado cuerpo la idea de reinstaurar el Imperio Romano, una
idea
inspiradora, preñada de consecuencias políticas de largo alcance. En
navidad
del año 800, en Roma, el papa León III coronó como emperador de los
romanos a
Carlomagno. Dado que aún persistía la unidad eclesial de la cristiandad
y el
ideal de un único imperio universal cristiano, el nuevo emperador
franco hizo
que su dignidad imperial fuera reconocida por Miguel I, emperador de
Bizancio,
en 812. El Imperio Carolingio se consideraba, pues, como el Imperio
Romano de
Occidente restaurado; aunque como tal se disgregó pronto, en 889. Unos
decenios
más tarde, volvió a recomponerse en Europa central como Sacro Imperio
Romano
Germánico, con Otón I, en 962. Este ideal que vincula lo romano, lo
cristiano y
lo germánico permanecerá vivo durante mil años, orientando con gran
fuerza
ideológica la política europea y amoldando sus formas a los agitados
cambios de
época.
El hostigamiento
bélico de los musulmanes a
las tierras cristianas fue una constante durante los siglos IX y X. Por
ejemplo, a fines del siglo IX, se perdió Sicilia, Cerdeña y Córcega,
tomadas
por los sarracenos. Con todo, el califato abasí sufrió un largo
debilitamiento,
que se relaciona con el surgimiento de nuevos poderes islámicos (los
fatimíes
en Egipto, siglos X-XII) o islamizados (los turcos y los mogoles, de
procedencia asiática).
A principios del
siglo XI, en el año 1009, la
basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén fue incendiada y destruida por
orden
de al-Hakim, califa fatimí de Egipto. Al parecer, la noticia conmocionó
a
Europa occidental. Más tarde, en el último tercio del mismo siglo,
emergió
frente a Bizancio un nuevo poder hegemonizado por poblaciones turcas
islamizadas. Se trataba de los turcos selyuquíes (o selyúcidas),
dinastía
fundada por Sulaymán Ibn Qutulmish, en 1056. Saquearon Jerusalén, en
1070. Bajo
el mando del sultán Alp Arslán, infligieron una enorme derrota al
ejército del
emperador bizantino Romano IV en la batalla de Manzikert (1071), región
armenia. A partir de ahí, fueron poco a poco despojando a los
bizantinos de
casi toda la parte asiática de su imperio. Estos selyuquíes, tras una
importante victoria sobre los bizantinos en 1176, en Frigia, se
extendieron por
Asia Menor y establecieron allí el sultanato de Anatolia, que duró
hasta mitad
del siglo XIII, cuando fueron desbaratados por la invasión de los
mongoles, los
mismos que pusieron fin al califato abasí, arrasando Bagdad, en 1258.
Hacia finales del
siglo XI, la alarma por la
creciente expansión de los selyuquíes, los desmanes que cometían contra
los
peregrinos cristianos y el nuevo asedio de Constantinopla, en 1091,
están entre
los motivos que se utilizaron para la movilización de las cruzadas, que
enfrentaron a la cristiandad occidental con el islam, con el propósito
declarado de «defender los Santos Lugares y recuperar Tierra Santa». El
hecho
es que los ejércitos de la primera cruzada, convocada por el papa
Urbano II en
1095, arrebataron Jerusalén y Antioquía, en 1099. No nos detenemos en
la
compleja historia de las cruzadas, que marcan otra línea de conflicto
(en
realidad, no solo con el islam, sino con la ortodoxia bizantina, separada de Roma
desde
1054). Consignemos que, en 1291, tras la caída de San Juan de Acre,
tomada por
el sultán mameluco de Egipto, los últimos cruzados abandonaron sus
últimos
fortines.
En el mundo
musulmán abasí, después de
haberse desarrollado una filosofía y una teología racional (la mutazila),
desde finales del siglo XI (con la prohibición de la filosofía de Ibn
Rushd y
la exaltación del fideísmo de al-Ghazali) se impuso sin restricciones
el
irracionalismo. La desaparición del pensamiento racional se consumó en
el siglo
XIII (con el conservadurismo de Ibn Taimiya), consolidándose una
conjunción del
doctrinarismo jurídico de los ulemas y el fideísmo propio de las
hermandades
sufíes. Desde entonces, la corriente tradicionalista copó totalmente la
ortodoxia del islam, hasta nuestros días. En contraste, recordemos que,
precisamente en ese período, fue cuando se fundaron las universidades
medievales cristianas (Bolonia, en 1088; Oxford, en 1096; París, en
1150;
Módena, en 1175; Palencia, en 1208; Cambridge, en 1209; Salamanca, en
1218;
etc.).
Cuarta
confrontación: la expansión del
Imperio Otomano
Al finalizar el
siglo XIII (1299), se forjaba
otro poder musulmán con futuro: los turcos otomanos. Acaudillados por
el rey
Osmán I (u Otmán, de donde otomanos), se impusieron en Anatolia
y,
llevando adelante la yihad, fueron expandiéndose a costa del ya mermado
territorio del cristiano Imperio Bizantino. Los turcos otomanos
capturaron
Bursa (1325), que convirtieron en capital, y Nicea (1331), creando un
reino
poderoso y bien organizado. En 1354 conquistaron Gallípoli, en la costa
continental europea y bizantina, que serviría como cabeza de puente y
base para
su posterior avance por el sureste de Europa. En 1359, el sultán Orhán
I atacó
las murallas de Constantinopla, pero fue rechazado. En 1361, los
otomanos de
Murad I tomaron Adrianópolis (actual Edirne), adonde trasladaron su
capital. En
1363, conquistaron Felipópolis (hoy Plovdiv). En 1366, una cruzada
convocada
por el papa contra la amenaza turca acabó en completo fracaso. En 1389,
el
mismo sultán –que murió en combate– derrotó a los serbios en la batalla
de
Kosovo, abriendo la puerta de penetración en los Balcanes. En 1390,
Bayaceto I
(o Bayazid) completó la expulsión de los bizantinos de toda la costa
occidental
de Anatolia y conquistó Grecia: Atenas caería en 1397. Constantinopla
volvió a
ser sometida a terribles asedios por Bayaceto, en 1391 y 1396 –en un
cerco de
seis años–; luego, en 1411, por Musa; y en 1422, por Murad II, antes
del asalto
turcomusulmán definitivo. Estos cuatro asedios ocurrieron precisamente
siendo
emperador Manuel II Paleólogo –el que, en discusión con un sabio
islámico,
había argumentado que el uso de la violencia es contrario a la
naturaleza de
Dios–.
El 29 de mayo de
1453, ante el imponente
acoso de los jenízaros del sultán turco otomano Mehmed II, al que
apellidarían
el Conquistador, se desmoronaron finalmente las fortificaciones de
Constantinopla. Allí murió luchando su último emperador Constantino XI
Paleólogo, con lo que desaparecía el Imperio Romano Bizantino, por
entonces ya
apenas el vestigio de un reino impotente y abandonado. Había caído la
Segunda
Roma. Así, «para la cristiandad, tras la temprana pérdida de la tierra
tradicional cristiana en Oriente Próximo y en el norte de África,
también el
gran baluarte oriental, Bizancio, caía ahora en manos del islam» (Küng
1994,
pág. 269). La antigua capital del Imperio Romano se convirtió en
capital del
Imperio Otomano. Esta gesta de los otomanos abrió las puertas al
lanzamiento de
una tercera ola de conquistas del islam sobre Europa. Los ejércitos
turcos no
dejarían de ensanchar desde los Balcanes la tierra europea conquistada,
durante
el siglo XVI, y de constituir un serio peligro para Europa occidental
por
espacio de dos siglos.
Las tropas otomanas
de Solimán I el Magnífico
tomaron Belgrado (1521), derrotaron a los húngaros en la batalla de
Mohács
(1526) y llegaron hasta las puertas de Viena, que sitiaron en 1529;
pero fueron
vencidas por el emperador Fernando I de Habsburgo. La posterior derrota
de la
flota turca de Selim II en la batalla de Lepanto (1571), frente a la
Liga
Santa, formada por España (Felipe II), Venecia y el Papado (Pío V),
consiguió
que se mantuviera cierta contención del Imperio Otomano en las
fronteras del
Mediterráneo y de los Balcanes. Pero todavía en 1683, los otomanos
volvieron a
atacar Viena, aunque solo obtuvieron un nuevo fracaso.
El Imperio Otomano
alcanzó su esplendor
unificando gran parte del mundo islámico, extendiéndose en Europa hasta
Budapest y Odessa, incluyendo Grecia y los Balcanes, los territorios
junto al
Mar Negro, Asia Menor, Oriente Medio, Arabia, Egipto y el norte de
África.
Regresando a otras
coordenadas, en 1492,
había caído el reino nazarí de Granada, último bastión musulmán en la
Península
Ibérica, al tiempo que se iniciaba la formación de la España unificada
y su
imperio colonial. Como ya he señalado, hubo sublevaciones de moriscos,
una
guerra en Las Alpujarras y otros episodios que desembocaron en la
expulsión de
los musulmanes de España por Felipe III, a comienzos del siglo XVII.
En Europa central,
mientras tanto, el Sacro
Imperio Romano Germánico simbolizaba esa utopía milenaria de la unidad
cristiana, incluso por encima de las escisiones introducidas por la
Reforma
protestante. Así, por ejemplo, Carlos V (_1558) ostentaba como su
principal título el de Romanorum Imperator. Los avatares de esa
institución imperial terminaron definitivamente en 1806, siendo su
último
emperador «romano» Francisco II. Ese año, en efecto, el Sacro Imperio
fue
disuelto por decreto de Napoleón Bonaparte, que se había coronado
emperador de
los franceses dos años antes. Con la Revolución Francesa se produce una
decisiva inflexión en la historia de Europa y de Occidente,
tradicionalmente
cristianos. Mirando en perspectiva, se despliega la Ilustración, la
industrialización, la democratización y el proceso de secularización
concomitante. En una palabra, la modernización se yergue como el nuevo
horizonte de orden civilizatorio, con su inédita dinámica de
mundialización. La
matriz religiosa va pasando a un segundo plano, cediendo paulatinamente
el
protagonismo público a los derechos humanos y a la ciudadanía política.
Quinta
confrontación: declive del islam,
influjo occidental y yihadismo
El Imperio Otomano
se encontraba ya en pleno
estancamiento y decadencia a fines del siglo XVIII, cuando Napoleón
desembarcó
en Egipto (en 1798), como un episodio pasajero. A partir de esta época,
el auge
de la ciencia, la revolución industrial y el moderno armamento europeo
ejercieron una gran fascinación en los países musulmanes, donde se
dejará
sentir el influjo de occidente. A pesar de los pasos hacia la
modernización
impulsados por los sultanes de Estambul, desde la segunda mitad del
siglo XIX
se produjo un imparable declive interno, hasta el punto de que, tras el
desastre de la Primera Guerra Mundial se llegó al final del califato
otomano,
abolido formalmente por Kemal Atatürk, en 1923, dando así nacimiento a
la
Turquía contemporánea, despojada ya de su imperio. Arabia se había
sublevado ya
contra los otomanos y creó el actual reino saudí en 1932.
Los hechos
históricos nos muestran cómo, al
correr el siglo XIX, la extrema debilidad del mundo del islam no fue
capaz de
impedir que potencias europeas interfirieran en él con actuaciones
colonialistas,
que a su vez suscitaron movimientos de liberación. Holanda convirtió
Indonesia
en colonia nacionalizada entre 1800 y 1949. Gran Bretaña impuso su
gobierno
indirecto en India, entre 1848 y 1947; y estableció un protectorado en
Egipto,
de 1882 a 1922. Persia sufrió acometidas del Imperio Ruso y del Imperio
Británico, pero sin perder la independencia. Tras la disolución del
Imperio
Otomano, Irak fue controlado por Gran Bretaña entre 1920 y 1932, y
ocupado
militarmente durante la Segunda Guerra Mundial, hasta 1947. La Sociedad
de
Naciones apoyó el mandato británico sobre Palestina, desde 1918 hasta
1948; y
asimismo el mandato francés sobre Siria y Líbano, entre 1918 y 1946.
Italia
colonizó Libia desde 1912 hasta su independencia en 1951. Francia
estableció
progresivamente una colonia en Argelia, de 1830 a 1962; en Túnez, de
1881 a
1956; y un protectorado en Marruecos, de 1912 a 1956.
Inmediatamente
después de terminar la Segunda
Guerra Mundial, llegó un proceso general de independencia de los países
colonizados,
de modo que los países musulmanes se constituyeron en Estados, reinos o
repúblicas, desde el Magreb hasta Pakistán e Indonesia. Lo cierto es
que llevan
entre noventa años y medio siglo, cuando menos, de independencia
nacional, con
el destino formalmente en sus propias manos. Sin embargo, hasta ahora
no parece
que los esfuerzos de desarrollo y modernización hayan conseguido
despegar y
consolidarse. Tanto el panarabismo como el panislamismo han fracasado.
Todo
esto puede explicar el estado de agitación y frustración de esos
países, y sin
duda ha alimentado la reacción de movimientos salafistas y
fundamentalistas
islámicos. Estos levantan hoy bandera no solo de retorno a la charía,
a
la supuesta pureza del islam de los antepasados o de los califas bien
guiados,
sino que fomentan la represión de los cristianos del propio país, a la
vez que
relanzan un proyecto de violento rechazo contra Occidente. Las acciones
terroristas de Al Qaeda y otras organizaciones islamistas similares, en
los
últimos quince años, representan el extremo más agresivo. Los ideólogos
que se
presentan a sí mismos como moderados sostienen que «se trata no de
modernizar
el islam, sino de islamizar la modernidad» (Tariq Ramadan).
Por lo demás, el
eufemismo de la «alianza de
civilizaciones», propuesto como coartada para no mencionar siquiera el
conflicto existente, no parece que vaya a contribuir a nada realmente
importante, cuando ha optado desde el principio por escamotear dónde
están los
problemas, por olvidar la historia, por inventar protagonistas
inexistentes en
cuanto sujetos de acción (esas «civilizaciones») y, en definitiva, por
no
llamar a las cosas por su nombre, sembrando así confusión.
2.
La tolerancia
y el acoso a las
iglesias cristianas antiguas bajo el islam
Desde el siglo VIII
en adelante, en las
regiones dominadas por el islam, las iglesias cristianas como
comunidades
organizadas y con su jerarquía se vieron abocadas a suertes muy
cambiantes. Las
que no fueron destruidas y sobrevivieron al primer impacto obtuvieron
el
estatuto otorgado de súbditos «protegidos» (dimmies), que es la
fórmula
musulmana de tolerancia del otro, situado siempre en un plano de
subordinación.
Sin negar que hubo períodos de efectiva «tolerancia», también es cierto
que
hubo represión directa sobre los cristianos en las sociedades
musulmanas y que
esto es una constante que llega hasta nuestros días. Basta repasar la
hemeroteca para encontrar casos recientes de ataques violentos o de
persecución
jurídica en Pakistán, Malasia, Arabia, Irán, Irak, Líbano, Egipto,
Argelia,
Nigeria e incluso Turquía.
Nos estamos
refiriendo especialmente a la
suerte de iglesias, poco conocidas en Occidente, que datan de los
primeros
siglos del cristianismo y que, por tanto, son en esas tierras muy
anteriores a
la llegada de los musulmanes, que luego las dominaron. Haré solo una
reseña muy
sumaria de ellas.
La gran Iglesia
ortodoxa greco-bizantina
del patriarcado constantinopolitano fue barrida de Asia Menor (a partir
del
siglo XI) y en los Balcanes (a partir del siglo XIV). En cambio, se
expandió
entre los pueblos eslavos y, sobre todo, en Rusia.
Algunas iglesias
minoritarias de oriente
medio y norte de África están unidas a las grandes iglesias, sea a la
ortodoxa
de Constantinopla (Estambul) o a la católica romana. Por ejemplo,
mantienen la
comunión con Roma grupos de armenios, de caldeos y de coptos; y también
la
Iglesia apostólica siríaca maronita, en Líbano, Chipre, Siria,
Palestina
y Egipto (en total, unos tres millones de fieles cristianos).
Aparte están una
serie de iglesias
provenientes de los antiguos patriarcados de Antioquía, Jerusalén y
Alejandría,
cuya característica común estriba en su rechazo del concilio de
Calcedonia (año
451) y la profesión del monofisismo, o afirmación de una sola
naturaleza unida,
teoándrica, en Jesucristo, frente a la definición calcedoniense de dos
naturalezas, humana y divina. Mencionaré muy brevemente cuáles son esas
iglesias (véase Algermissen 1964).
La Iglesia
apostólica armenia, o gregoriana,
de confesión monofisita, ubicada al noreste de Anatolia, soportó la
persecución
de los turcos selyuquíes, de los mongoles y de los mamelucos, entre el
siglo
XIII y XV. En las postrimerías del Imperio Otomano, padecieron el genocidio
armenio en el siglo XX. Hoy son unos seis o siete millones, en
Armenia y
muy dispersos por Turquía, Georgia, Rusia, Siria, Irán. La máxima
cabeza
espiritual de esta iglesia reside en Etchmiadzin, República Armenia.
La Iglesia
ortodoxa siríaca de Antioquía,
o siriana, de tradición jacobita, defensora también del
monofisismo, fue
destruida por Tamerlán (Timur Lang), en su campaña de 1399. Actualmente
la
componen 500.000 fieles en Siria, Líbano, Turquía, Israel; sin contar
sus
seguidores en India. El patriarca siríaco de Antioquía tiene su sede en
Damasco, Siria.
La Iglesia
ortodoxa copta de Alejandría,
monofisita, fue inicialmente tolerada, pero luego oprimida por el
califa fatimí
al-Hakim (principios del siglo XI) y sistemáticamente expoliada bajo
las
dinastías de los mamelucos (siglos XIV-XV). En la actualidad, en
Egipto, Sudán
y la diáspora, los coptos ortodoxos suman alrededor de ocho millones.
El papa
copto tiene hoy su sede en El Cairo.
La Iglesia
ortodoxa copta de Etiopía,
no calcedoniense, resistió con persistencia la presión del vecino islam
y se
mantiene desde los primeros siglos. Cuenta hoy con unos 30 millones de
fieles.
La sede del patriarca etíope está en Addis Abeba (Etiopía). En años muy
recientes, ha obtenido la autonomía jurisdiccional la Iglesia
ortodoxa copta
de Eritrea, con sede en Asmara (Eritrea) y 1.700.000 fieles.
Más allá de las
iglesias del antiguo
territorio bizantino, encontramos la Iglesia asiria de oriente,
de
origen nestoriano, también conocida como caldea. Ya
desde el año
431 llevaba una vida autónoma. Evangelizaron hacia el oriente asiático,
hasta
el norte de India y parte de China. Pero los ejércitos mongoles de
Tamerlán,
islamizados, masacraron a los cristianos nestorianos, a fines del siglo
XIV.
Hoy son en torno a 400.000 fieles, localizados en Irán, Irak, Siria y
Estados
Unidos. El patriarca de esta iglesia reside actualmente en Morton
Grove,
Illinois, Estados Unidos.
Y, por otra parte,
la Iglesia ortodoxa
siria malankara, o tomasiana –ya que la tradición afirma
que su
origen se remonta a la predicación del apóstol Tomás–, creció en la
parte
suroccidental de India. Estrechamente conectada con la iglesia siria
oriental,
acepta como esta los tres primeros concilios ecuménicos. Ha llevado una
existencia muy azarosa. En la actualidad, la mayoría de sus miembros,
alrededor
de 2,5 millones, residen en la región de Kerala (India).
Esta coexistencia
de siglos en condiciones
adversas e inestables ha marcado, sin duda, una frontera interna entre
cristianismo e islamismo, en el mismo interior de los países
musulmanes, quizá
poco conocida; una contraposición a todas luces irresoluble. Ni las
episódicas
cruzadas ni los decenios
del
colonialismo beneficiaron gran cosa a esas iglesias cristianas, ni se
avanzó
nunca en un diálogo para el mutuo reconocimiento. Todo dependió
fundamentalmente de los avatares políticos, de la potencia dominante,
de la
fase de auge o decadencia. Resulta sorprendente, por ejemplo, que,
cuando Ali
Bey visitó Jerusalén, en el verano de 1807, la mayoría de los
habitantes de lo
que entonces no pasaba de ser una pequeña ciudad de treinta mil almas
eran
cristianos, aunque de varias confesiones:
«Cuéntanse en Jerusalén más
de siete mil musulmanes y de ellos dos mil en estado de tomar armas, y
más de
veinte mil cristianos de diferentes ritos: maronitas, griegos reunidos,
griegos
cismáticos, católicos romanos y latinos, armenios, etc. Los judíos son
en corto
número. Toda esta multitud de individuos de diversos cultos se tratan
de
cismáticos e infieles; creyendo cada rito firmemente poseer solo la
verdadera
luz del cielo y tener derecho exclusivo al paraíso, envía
caritativamente al
infierno al resto de los hombres que no son de su opinión» (Badía 1814,
pág.
435).
No obstante, el
ambiente resultaba
notablemente liberal en las relaciones sociales, los negocios y las
diversiones: «Los sectarios de Jesucristo van indistintamente mezclados
con los
discípulos de Mahoma, produciendo dicha amalgama en Jerusalén una
libertad
mucho más extensa que en algún otro país sujeto al islamismo» (Badía
1814, pág.
436).
En la actualidad,
la prohibición de la
presencia pública del cristianismo y de cualquier acto de proselitismo
cristiano es general en los países musulmanes, en algunos de los cuales
constituye un delito severamente castigado. El hecho es que los
cristianos
autóctonos siguen sufriendo una persecución a veces sistemática, desde
Indonesia a Marruecos, especialmente en Irán, Irak, Siria, Líbano,
Egipto y Sudán.
Las noticias sobre persecución legal, ataques violentos y exilio
forzado
aparecen con frecuencia en la prensa. Volveré sobre este asunto más
adelante,
en el capítulo sexto.
3.
La
significación de los hechos
históricos para el presente
Después de haber
descrito, hasta aquí, lo que
ha acontecido en la historia, ateniéndome a hechos conocidos, ¿cómo
podemos
comprender su significado? Descifrar el significado equivale a saber de
dónde
proceden las ideas que invocan los protagonistas del acontecer, captar
qué
tendencias sociales se imponen, qué finalidades humanas se alcanzan. En
medio
del fragor de lo que pasa, está en juego el rumbo que lleva la
evolución social
e histórica, así como la cuestión de discernir qué medios y qué fines
hemos de
tener por logros y proyectos defendibles como mejores para beneficio de
la
humanidad real y concreta.
Cada acontecimiento
nos evoca momentos y
contextos muy diferentes de la historia. Pero, cuando los consideramos
en
interrelación, puede evidenciarse una constante a través del tiempo. De
la
correlación observada emerge de pronto el sentido que se encuentra
virtualmente
en cada uno de ellos y actualizado solo en parte, por lo que tomado
aisladamente resulta poco o nada inteligible. Esa multitud de hechos
rememorados comportan un mismo significado de fondo que, en términos
generales,
nos emplaza a replantear el papel de la religión en la sociedad, la
relación de
la religión con el poder político y con la justificación de la
violencia.
Es muy verosímil
que Samuel Huntington no
lleve razón en su tesis sobre el «conflicto de civilizaciones». Ni
siquiera
está claro qué es una civilización. No obstante, es cierto que en el
plano
histórico-social y en el plano religioso ha habido y hay, a veces
latente, una
contraposición entre la tradición islámica y la tradición cristiana. Y
esa
tensión, bajo múltiples caras, presenta una historia tan larga como la
que va
desde el siglo VII al presente.
En concreto, los
hechos históricos más arriba
aludidos nos muestran indiscutiblemente la recurrencia de una
confrontación, en
distintos lugares y épocas, entre sujetos políticos muy diferentes,
pero
marcados todo el tiempo por una adscripción religiosa: una de signo
musulmán y
otra de signo cristiano. Es lo que se traslada al plano imaginario en
las
dramatizaciones de moros y cristianos. Sin duda, ocurre algo similar en
otros
escenarios más lejanos, allí donde existen fronteras del islam con
otras
religiones.
Partimos de una
época anterior al surgimiento
del islam, en la que se constituyó el Imperio Romano, cristianizado en
el siglo
IV. Este encarna uno de los protagonistas de la historia de la
confrontación.
Es evidente que su mensaje religioso y su proceso civilizatorio
provienen de
muy lejos, de siglos antes del nacimiento de Mahoma, y atraviesa por
innumerables encrucijadas y vicisitudes de todo tipo. En el mundo
cristiano
podemos descubrir la existencia de una idea matriz, que actuó durante
siglos
como ideal regulador de las construcciones civilizatorias que
se han
reclamado herederas de Grecia y Roma, en el helenismo, en la
cristiandad
medieval y el Renacimiento y, mutatis mutandis, en la
modernidad
occidental. Se trata de un modelo mítico y utópico, indudablemente,
pero no
solo eso, puesto que ha estado presente como fermento en la evolución
política,
económica y cultural (véase Lenoir 2007). El ideal universalista de la
romanidad
y la cristiandad cruza toda la historia de las sociedades europeas y en
él se
han integrado todas las poblaciones inmigrantes, incluidos los germanos
y los
eslavos, grupos hebreos (por ejemplo, los judíos conversos, o marranos,
desde el siglo XV) y numerosos musulmanes (por ejemplo, los moriscos
conversos
en el siglo XVI español); además, se ha expandido ampliamente por otros
continentes.
Por el lado de los
otros protagonistas
enfrentados, el desarrollo del califato omeya y abasí y de los
sucesivos
imperios islámicos incorpora a su manera la herencia grecorromana, así
como
otros legados de la Persia sasánida y de India. Aparece como un
proyecto de
vocación universalista que, más allá del inicial predominio árabe,
asimila a
persas y norteafricanos, a mongoles y turcos, a asiáticos y
subsaharianos. Y
también a europeos del sur. Sin negar que ha habido conversiones en un
sentido
o en otro, es un hecho notable que los seguidores del Corán acertaron a
levantar las barreras ideológicas y políticas más impermeables de las
que
tengamos noticia.
Parece inevitable
que dos mensajes religiosos
que, de modo análogo, se conciben a sí mismos como universales resulten
incompatibles entre sí, porque ambos aspiran estructuralmente a ocupar
el
espacio del otro. Hay una línea de demarcación, visible y mental, que
ha
prevalecido prácticamente infranqueable hasta hoy. Esto no quiere decir
que se
lo tengan que plantear de la misma manera, ya que en ciertos enfoques y
planteamientos cabe discernir un diferente significado de los hechos, a
pesar
de las analogías. El mensaje evangélico cristiano se presenta dirigido
a todas
las naciones, apelando a cada persona a la conversión a Dios y al
seguimiento
de Cristo. El mensaje coránico conmina a que cada humano reconozca al
musulmán
que lleva dentro y confiese su fe en Dios/Alá y se someta en los
términos que
exige Mahoma (que es, para el punto de vista islámico, el transmisor de
la
voluntad divina).
Las expansiones
imperiales del islam son
acontecimientos políticos y militares, claro está, pero en la mente de
sus
protagonistas se ven como cumplimiento de un mandato divino, como un
deber
religioso. De ahí la coherencia subjetiva de quienes se proponen
recuperar las
tierras que alguna vez fueron musulmanas (por inaceptable que sea la
idea de
que un territorio profese alguna fe) y de quienes legitiman su derecho
a la
conquista del mundo entero en nombre de Alá. Esta es, a mi juicio, la
clave
fundamental de interpretación de los hechos históricos de la
confrontación
entre musulmanes y cristianos, que radica en la subjetividad de unos y
otros.
Los condicionamientos materiales que explican la historia seguramente
son
dispares en cada época, y pueden analizarse, pero además hay que tener
en
cuenta la importancia de esta invariante teológica, que no ha
dejado de
estar subyacente durante los últimos catorce siglos.
Mientras no se
salga del paradigma mental
donde opera esa invariante teológica, no cabe esperar que deje de
reavivarse y
resurgir la secular confrontación, puesto que ese recurso
ideológico/religioso
permanece ahí, en la reserva, como un poderoso instrumento del que
echar mano
en momentos de crisis o de gestación de un nuevo núcleo de poder.
Mientras siga
teniendo un sentido, para unos destinatarios sin mejor horizonte, la
llamada al
combate por Dios (yihad) cobrará actualidad con la virtualidad
intrínsecamente política que le es inherente. Y como en toda creencia
religiosa, la referencia al pasado mitificado constituye un componente
de la
actuación en el presente, reforzada por la eficacia simbólica del
relato
sagrado en el comportamiento de los creyentes.
Todo enfrentamiento
con los musulmanes, sea
de cristianos, o de judíos, o de budistas, o de hinduistas, comporta
una
dimensión teológica, de autocomprensión de la propia fe y de la fe del
otro.
Implica una problemática hermenéutica, de interpretación. Y muy
probablemente
será imposible dialogar con quien por principio rechaza toda
interpretación y
se atiene a un literalismo del texto –que en eso consiste el
fundamentalismo–.
El fundamentalista se caracteriza entre otras cosas porque ignora que
es
fundamentalista; si fuera capaz de reconocerlo, estaría empezando a
dudar de su
verdad absoluta. Esta esclerosis dogmática es un riesgo en el que ha
incurrido
la historia de todas las tradiciones religiosas y filosóficas sin
excepción,
pero, cuando se vuelve dominante, produce ceguera masiva e invencible a
sus
seguidores. De ahí que la controversia teológica no deba temerse ni
rehuirse,
pues es una garantía del pensamiento sano. En ella, la pretensión de
verdad y
el concepto de revelación serán asuntos de importancia crucial.
Otra cuestión es si, en la conciencia y en el
mundo modernos, no han quedado
sobrepasados los planteamientos religiosos y confesionales del pasado,
al
encontrarnos todos inmersos en un contexto mental, científico,
económico,
político, social y cultural de alcance global. Pero, por lo pronto, nos
encontramos con la realidad de la llegada e inserción masiva de
población
musulmana en los países europeos, acontecimiento que suscita muchas
preguntas
sobre el presente y el fututo del islam y el de Europa.
Notas
. Después de su destrucción en la guerra judía, en el
año 70, los
romanos reconstruyeron la ciudad con el nombre de Colonia Aelia
Capitolina. Más
tarde, tras la cristianización del imperio, recuperaría su nombre
original,
Jerusalén.
. No existe razón alguna convincente para
autocensurarse y evitar este
término, cuyo significado denotativo, según el diccionario, es
sencillamente
«religión fundada por Mahoma», salvo que uno se pliegue a la creencia
de
aquellos que afirman –contra toda evidencia histórica– que no es Mahoma, sino Alá, el fundador del islamismo.
Esta última
denominación, que el diccionario define como «conjunto de dogmas y
preceptos
morales que constituyen la religión de Mahoma», posee un sentido
genérico para
designar esta religión, y es un término atestiguado al menos desde el
siglo
VIII (en la versión latina de la controversia entre un sarraceno y un
cristiano, de Juan Damasceno, se habla del Eslamismum que Muchamethus
anunció). Hoy se observa, en algunos autores, una
tendencia a distinguir
entre «islam» e «islamismo», reservando este último término para el islam
político.
. Antioquía, que perteneció a la Siria romana, se halla
actualmente en
territorio turco.
. Las cruzadas se convirtieron también en guerra contra
Bizancio. En
la cuarta cruzada, los ejércitos occidentales conquistaron
Constantinopla, en
1204, e instauraron allí un imperio latino que duró hasta 1261.
. Los resultados políticos y religiosos de las cruzadas
fueron
efímeros, pues tanto el reino de Jerusalén como los principados de
Edessa y
Antioquía fueron pronto reconquistados por los musulmanes en el siglo
XII.
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