Los dilemas del
islam
3.
Difícil
integración de los musulmanes
PEDRO
GÓMEZ
|
1. La autoexclusión en una sociedad
paralela
2. El significado del velo que cubre a
la musulmana
3. La segregación social de la mujer
4. Las polémicas a propósito de la
mezquita
5. Los problemas de integración y el
futuro de Europa
Anexo. Sobre el léxico procedente
del árabe
El centro de
investigación Pew Research
Center (http://pewresearch.org/ ), con
sede en
Washington, promueve, desde 2001, The Pew Forum on Religion &
Public Life (http://pewforum.org/ ), que
lleva a cabo sondeos,
análisis demográficos y otras indagaciones científicas sobre
importantes
aspectos de la religión y la vida pública en todo el mundo. Según un
informe
publicado recientemente (véase Pew Research Center 2011), en una
prospectiva de
evolución entre 2010 y 2030, el aumento de la población musulmana en el
mundo
tenderá a enlentecer, al disminuir la tasa de natalidad. La comunidad
de
creyentes del islam será algo más de una cuarta parte de la población
del
planeta, el 26,4% (habiendo pasado de los 1.300 millones actuales a
2.200
millones de personas, para una población mundial total de 8.300
millones). La
velocidad de crecimiento de la población musulmana duplica la del resto
del
mundo. Dentro de dos décadas, Pakistán será el país musulmán más
poblado,
superando a Indonesia. Y los fieles de Alá se distribuirán de la
siguiente
manera: el 60% en la región Asia-Pacífico, el 20% en Oriente Próximo,
el 17,6%
en África subsahariana, el 2,7% en Europa y el 0,5% en América.
En Europa, la
población musulmana aumentará
más que en España en seis países: Irlanda, Finlandia, Noruega, Suecia,
Italia y
el Reino Unido. En Francia y Bélgica constituirán más del 10% de la
población.
En España, de aquí hasta 2030, la población musulmana aumentará en
torno a un
82%, de modo que los seguidores del islam pasarán a ser el 3,7%, cerca
de dos
millones de personas. Estos nuevos musulmanes llegarán sobre todo
mediante la
inmigración, igual que ahora. Los datos de este estudio ofrecen una
proyección
muy ponderada.
La presencia actual
y el incremento previsto
de musulmanes en estos países no son un hecho que se pueda disimular,
porque
sus consecuencias, que sin duda conllevan aspectos positivos, están
originando
también zonas de fricción. Y estas tienen que ver precisamente con
cuestiones
relativas a la religión. En abril de 2011, entró en vigor en Francia la
ley que
prohíbe el uso del «velo integral» en sitios públicos. Al mismo tiempo,
el
gobierno de Sarkozy planteó un debate sobre la laicidad del Estado y
propuso
legislar en un futuro sobre numerosos asuntos que afectan a los
musulmanes y
que suscitan polémica. Se considerarían contrarios a la ley: el rezo
del azalá
en la vía pública, los menús especiales por causas religiosas en los
comedores
de los colegios, el rechazo de un médico en el hospital o centro de
salud en
razón de su sexo o su religión. Se revisaría la financiación de los
centros
religiosos, así como la forma de sacrificar animales según el rito
islámico. Las
empresas no deberían ceder a exigencias de sus empleados en materia
religiosa,
como los ayunos, salvo que se hayan pactado desde el principio en el
contrato.
Timothy Garton Ash,
catedrático de Estudios
Europeos en la Universidad de Oxford, opina que «el modelo francés no
sirve»,
desde el punto de vista de un liberalismo defensor generoso de la
libertad de
expresión. Cree que «existen grandes problemas que dificultan la
integración de
las personas de origen inmigrante y religión musulmana en la mayoría de
las
sociedades de Europa occidental» (2011, pág. 33). Y señala que Europa
ha
cometido graves errores de acto y omisión, sobre todo en nombre de un
multiculturalismo «equivocado y lleno de relativismo cultural».
Curiosamente no
menciona errores por parte musulmana, excepto los del islamismo
violento y los
de algún marido despótico. Parece sobreentender que el islam
mayoritario,
que es el tradicionalista, es solo una religión como otra cualquiera,
para lo
que ignora los rasgos de esa tradición que resultan incompatibles con
los
principios democráticos, así como el carácter indisociablemente
cultural,
religioso y político de su doctrina.
No es ningún
secreto la dificultad que
muestran muchos inmigrantes musulmanes para integrarse en la sociedad
europea.
Podemos aceptar que las condiciones de vida que encuentran no sean muy
favorables a la integración en determinados casos. Pero hay que
preguntarse,
también, si no se da de hecho una tendencia hacia la autoexclusión, si
no hay
algunos grupos con decidida voluntad de no integrarse, y si
esto tiene
algo que ver con la propia naturaleza de la mentalidad islámica.
1.
La
autoexclusión en una sociedad
paralela
Desde el punto de
vista de la ortodoxia
mayoritaria, por principio, los musulmanes fieles a su tradición más
ortodoxa
nunca deben integrarse en una misma sociedad con quienes no son
musulmanes. Si
son minoría, no se integrarán; si son mayoría, no integrarán a los
demás. La
concepción de la «revelación» coránica como única y absoluta verdad
lleva a sus
seguidores a creerse con derecho a ejercer el dominio social en nombre
de la
divinidad, de manera que los otros –salvo que se conviertan– tienen que
ser
combatidos, sometidos, pero nunca integrados en pie de igualdad.
El sistema islámico
tradicional establece
normas y mecanismos de inclusión/exclusión, dispuestos en múltiples
facetas de
la vida. Cuando los musulmanes están en situación minoritaria y en una
sociedad
extraña, ese modelo de comportamiento se adapta a las circunstancias y
permanece radicalmente refractario al reconocimiento del pluralismo
social,
político y religioso. Entonces, dan tiempo a que la semilla islámica
vaya
germinando en el invernadero de la autoexclusión, en espera de que se
vayan
creando condiciones propicias a su implantación social. De modo que se
desarrolla una especie de sociedad paralela, delimitada por la
oposición
entre islámico y no islámico.
Para ello,
instauran sistemáticamente
fronteras simbólicas y prácticas, que trazan líneas de demarcación
mediante
normas que determinan lo puro y lo impuro, lo lícito y lo ilícito, lo
permitido
y lo prohibido. En no pocos casos, tales normas chocan con la
normalidad de las
sociedades europeas. Algunas pueden quedar dentro del ámbito privado,
como las
referidas al contacto con lo impuro, el lavado ritual, el aseo o la
menstruación. Pero otras tienen repercusiones inevitables en el ámbito
de la
sociedad civil, en la economía y en la política del Estado. O incluso
comportan
cierta forma de sectarismo que predispone a la discriminación contra
los no
musulmanes. Recordemos algunos ejemplos, fijando la atención en lo que
realmente ocurre.
Aparecen en
aspectos básicos de la vida
cotidiana, como el vestido, la alimentación y las relaciones
familiares. Las
prohibiciones alimentarias imponen otra barrera para efectuar el cierre
sobre
sí de la comunidad y dificultar el trato con los no musulmanes. Los
alimentos
considerados halal (permitidos por el islam) implican la
prohibición de
la carne de cerdo, de las bebidas alcohólicas y toda una casuística
respecto a
otros animales. Según noticias de agosto de 2010, el 4% de la carne y
el 8% de
los embutidos comercializados en España están elaborados conforme a las
prescripciones islámicas. Desde el punto de vista sanitario, el
procedimiento halal no pasará de ser una superstición; pero el
negocio halal, mezcla de
religión y comercio, no cesa de crecer y ha encontrado ya un espacio en
los
frigoríficos de los supermercados. El mercado de productos halal supera
ya al
sector de alimentos ecológicos. La Junta Islámica ha creado la
denominada
Asociación Alimentación y Salud Halal, con la facultad de emitir
certificados
acerca de la genuina calidad halal.
En cuanto al
régimen familiar, parece
evidente que la poligamia (un varón con más de una esposa legal)
representa
algo incompatible con la tradición europea y entra en conflicto con la
legislación de todos los Estados europeos. En Francia, el código penal
considera delito la poligamia y la sanciona con penas de hasta un año
de cárcel
y 45.000 euros de multa. No obstante, se calcula que podrían ascender
hasta 20.000
las familias que de hecho practican la poligamia en el país,
principalmente
entre inmigrantes africanos. Suelen utilizar subterfugios, como casarse
por el
rito musulmán sin inscribir la unión en el registro civil, presentar a
las
esposas como amantes, inscribir a los hijos como de madre soltera, etc.
En
España, la poligamia también figura en el código penal, castigada con
penas de
hasta un año de cárcel. Sin embargo, la Junta Islámica de España,
siendo
presidente Mansur Escudero, solicitó varias veces la regulación de la
poligamia, para «garantizar los derechos de la mujer» (sic).
¿Los
derechos de la mujer, o los privilegios del varón? La polémica
pretensión está
aquí, tanto como la poliginia clandestina.
La difusión de la
llamada «banca islámica»,
aún poco perceptible entre nosotros, introduce otra práctica a
contrapelo de
los usos económicos y financieros modernos.«El tamaño de los activos
que
cumplen con la charía se estima actualmente en 400.000 millones
de
dólares. Creemos que el mercado potencial para los servicios
financieros
islámicos se aproxima a los 4 billones de dólares. Esto supone que el
sistema
financiero islámico cuenta solo con una cuota del 10% entre la
comunidad
musulmana de todo el mundo», explicó en París Anuar Hasún, analista de
la agencia
de calificación crediticia (http://www.webislam.com/?idt=6115
). Es considerada como única «banca halal» (véase http://www.webislam.com/?idt=15312
). En el fondo, responde a una visión medieval de la usura
(Corán
2,275), absolutamente anacrónica. Pero ahí está, disimulando el cobro
efectivo
de intereses tras ingeniosas fórmulas de artimaña financiera. La
segregación
simbólica es lo importante.
Otro escollo
estriba en la concepción
teocrática inherente al islam y a su historia, a la que por principio
repugna
toda idea de democracia. Esto no quiere decir que no haya musulmanes
demócratas, por supuesto. Pero hasta hoy, islam y democracia se dan más
bien en
relación inversa. Incluso entre los renovadores del mundo musulmán, hay
división de posiciones: unos abandonaron el islam para intentar la
modernización (Kemal Atatürk, los partidos socialistas árabes), otros
ignoran
los derechos humanos y la verdadera democratización, por creerlos
occidentales,
en nombre del islamismo (el ayatolá Jomeini en Irán, los Hermanos
Musulmanes,
los movimientos inspirados por el salafismo). En España, los
supuestamente más
abiertos no salen del laberinto de su ambigüedad. Y los
fundamentalistas tienen
muy claro que nunca aceptarán la democracia de los países occidentales
ni se integrarán
en la sociedad, pues eso significaría renunciar a los propios
principios:
«Esperar que esto sea así
significa que no se comprende qué es el Islam. Islam no puede estar
sometido a
ningún sistema o ideología. Si es este el caso, entonces deja de ser
Islam. No
es como el cristianismo. Al ser la última guía divina para la raza
humana, no
puede tener un papel secundario, debiendo concedérsele la supremacía
permitiendo que se imponga sin restricción alguna» (Bewley 2005, pág.
16).
No cabe duda de que
los países musulmanes
evolucionarán, porque nadie puede sustraerse a las transformaciones de
la
historia. Pero, mientras tanto, una fidelidad ciega a la letra del
Corán y la
zuna puede desembocar
en las
aberraciones más insospechadas. Por ejemplo, en el campo artístico.
Ciertos
preceptos tomados a ultranza pueden conducir hasta la prohibición de la
música
sacra, pasando por la aniquilación de las artes plásticas, la supresión
de las
pinacotecas y la destrucción de la escultura y la imaginería. Caso
extremo,
pero elocuente, fue la demolición de los gigantescos Budas de Bamiyán,
en
Afganistán, dinamitados por los talibanes en marzo de 2001, ante el
estupor del
mundo entero.
La visión islámica
del mundo que ha sido
predominante hasta hoy quedó marcada, desde hace siglos, por un
imperativo de
eliminación de la autonomía de la razón humana (que, por tanto, no se
concibe
como aquello que constituye y unifica a la humanidad), en aras de una
concepción de la soberanía divina, a partir de la cual se articula un
dispositivo sociocultural de dominación y sometimiento. De modo que
quienes no
se sometan deberán ser combatidos hasta el final, hasta que la religión
de Alá
domine en el mundo entero (véase Corán 2,193; 9,33). Así, en los
tiempos
originarios, la lucha se dirigió contra los idólatras de La Meca,
contra los
judíos de Medina y los cristianos; desde la época califal, se fue
extendiendo
contra toda otra religión. Porque, para la mentalidad islámica
ortodoxa, la
humanidad está dividida en creyentes (los «musulmanes») e «infieles» (kufar,
los no musulmanes), una contradicción que –según creen– solo puede
superarse
con la supremacía de los primeros. De ahí que al verdadero creyente le
resulte
impensable la integración en una sociedad infiel. En estricta ortodoxia
islámica, todo no musulmán no solo es alguien a quien le falta la fe,
sino que
es siempre un reo, en cuanto culpable de no someterse a «Dios» y a su
«mensajero». Este puede ser motivo suficiente, en principio, para
declarar la
guerra a los no musulmanes, por obstruir la causa de Alá, y para
definir los
países extranjeros como «tierra de la guerra» (Dar al-Harb).
Una exclusión tan
tajante del otro por su
diferencia religiosa, cuando no se limita al plano de las ideas, sino
que
tiende a configurar todo un sistema de comportamiento social y
político, ¿no
entraña una verdadera xenofobia estructural? Mientras no acometa una
decidida y
deseable evolución, el islam en Occidente sigue siendo
predominantemente el de
las escuelas jurídicas clásicas, cuyos métodos tradicionalistas obligan
a
pensar el presente en función del pasado y, en consecuencia, impiden
sistemáticamente hallar las soluciones necesarias en las situaciones
nuevas de
la sociedad contemporánea. Constituye una constricción mental que hace
que los
musulmanes se sientan en tierra extraña, tierra de infieles, tierra
hostil; de
modo que, en realidad, sus creencias operan como un mecanismo generador
de una
sociedad paralela. Fomentan, en efecto, modos de organización social
incompatibles con la sociedad europea y con la modernización mundial,
frente a
los cuales pretende presentarse como una alternativa a la totalidad.
Los rasgos más
visibles de semejante
«alternativa», que en parte ya he señalado, son los que preconizan los
islamistas de todo el mundo, con diferentes grados de finura
lingüística. En un
breve sumario: la imposición de prohibiciones sobre la indumentaria, la
comida,
la bebida, el sexo y las costumbres; un sistema de parentesco y
matrimonio
machista; la subordinación femenina; los castigos corporales; el
régimen
político teocrático; la banca y las finanzas islámicas; la cosmovisión
y las
fiestas islámicas; el rechazo de la ciencia moderna; la fusión de
religión y
política; el repudio de la libertad religiosa; la afirmación del
carácter
eterno, no histórico ni interpretable, del Corán; el antijudaísmo y el
anticristianismo. ¿Qué cabe esperar, si llegara el momento en que
rasgos como
estos se encontraran en la mente y en la agenda de millones de
inmigrantes y
comenzaran a postularlos como su deber más auténtico y a exigirlos
socialmente
como un derecho irrenunciable?
2.
El
significado del velo que cubre a la
musulmana
La escritora
marroquí Fatima Mernissi no
estuvo muy inspirada el día en que declaró, en una entrevista, que a
fin de
cuentas el velo de las musulmanas no es más que un «trozo de tela».
Ella misma,
que ha denunciado la situación generalizada de confinamiento y opresión
de la
mujer en el mundo árabe, sabe muy bien que no. No es solo un trozo de
tela,
como nadie diría que lo es la bandera de una nación. Ni tampoco es una
prenda
de vestir como otra cualquiera. En todas sus formas, el velo islámico
es ambas
cosas, tela y prenda, pero convertidas en significante con una
sobrecarga de
significado, determinada por el código sociorreligioso al que pertenece. Su significación
no la
inventa quien observa y acaso critica el uso del velo, ni depende de la
mujer
que se cubre la cabeza con él. Pudiera ocurrir que esta mujer no sepa
darnos
una explicación, del mismo modo que hay tantos millones de personas que
recitan
los suras del Corán en árabe, aprendidos de memoria, sin entender nada,
sencillamente porque desconocen la lengua. No por ello dejan de tener
un significado
para quien conoce el código.
En este asunto del
velo topamos con una
cuestión que no surge ahora. Sería aconsejable el estudio, muy
completo, Disquisiciones
sobre el velo islámico, de Katjia Torres y Juan Antonio Pacheco
(2008), que
indagan los fundamentos de este uso en la tradición islámica y
reflexionan
sobre el velo en la modernidad árabe. En efecto, por un lado, la
cuestión tiene
una historia y, por otro, ha cobrado notable actualidad. En el momento
de nacer
la moderna república de Turquía, su fundador, Mustafá Kemal, en 1924,
vetó
legalmente el uso del velo tradicional. En los albores de la
independencia de
Egipto, en 1923, la iniciadora del movimiento feminista árabe Huda
Chaaraui y
sus compañeras se despojaron de sus velos y los arrojaron al mar, en un
acto
reivindicativo de la igualdad de la mujer. Durante las décadas de 1920
y 1930,
hubo tentativas de abandonar el velo en Turkestán, Uzbekistán,
Afganistán e
Irán, incluso con apoyo gubernamental, pero estos intentos no lograron
consolidarse.
Mohamed Sayed
Tantawi, el gran muftí de
Egipto, gran imán de la mezquita de Al Azhar y gran jeque de la
Universidad del
mismo nombre en El Cairo, en 2009, dictaminó que las estudiantes
universitarias
no debían llevar velo integral, que cubre incluso la cara. En Siria, el
Ministerio de Educación ha decidido recientemente que, en las
universidades
sirias, no se puede asistir a clase con el rostro cubierto, aunque sí
admite el
pañuelo. Actualmente no es obligatorio el velo en Jordania. No lo era
en
Palestina antes del auge del partido fundamentalista Hamás, o
Movimiento de
Resistencia Islámico, pero la situación ha empeorado. En la franja de
Gaza, una
mujer palestina de 28 años, Ayat, declaraba en una entrevista que ella
lleva
velo o pañuelo desde que entró en la universidad; ahora trabaja para un
ministerio y justifica así su actitud con el velo: «Creo en él y me
siento muy
cómoda. Me aleja de los problemas y me da libertad para moverme sin que
me
conozcan. Nadie me obliga y lo hago porque quiero» (El País, 8
de agosto
de 2010). Pero la autojustificación no acaba de ocultar del todo la
verdad,
pues confiesa que, si no lo se lo pusiera, tendría problemas y no
podría
moverse con libertad. Evidentemente lo que ella quiere no es cubrirse,
sino
evitar las consecuencias desagradables de no hacerlo.
En Marruecos, el
sultán Mohamed V, en cuanto
Comendador de los Creyentes, levantó la obligación de llevar el velo o
pañuelo,
dejando libertad a las mujeres, en 1957, cuando el país alcanzaba la
independencia.
Hoy son los islamistas quienes arremeten contra esa liberalidad, de
modo que,
hace veinte años, llevaban el velo un treinta por ciento de las mujeres
y hoy
lo llevan en torno al setenta por ciento. En la Argelia independiente,
tras
aprobarse la constitución de 1963, el presidente Ben Bella presentó un
programa
de liberación femenina, que estimulaba a las mujeres a abandonar el
velo e
integrarse en la vida social y política.
Lo que parece
innegable es que existe una
polémica en torno a los velos islámicos, sea cual sea el nombre con que
se los
designe y el diseño que presenten. Es frecuente observar que hoy se ha
trazado
una distinción muy clara entre el velo integral (el burka,
típico
de Afganistán y parte de Pakistán e India; y el niqab, típico
sobre todo
de Arabia Saudí) y, por otro lado, el velo, pañuelo, toca o manto, que
cubre la
cabeza y, a veces, también los hombros o todo el cuerpo, pero deja ver
la cara
(hay modelos variables en su forma y denominación: hiyab, shayla,
chador, etc.). Las restricciones que en la
actualidad se están
estableciendo en Europa y también en algunos países de mayoría islámica
se
refieren sobre todo al «velo integral» y su difusión.
Los datos actuales
referentes al velo
islámico en Europa muestran situaciones muy dispares, dentro de una
tendencia general al aumento de su uso. Por ejemplo, en Gran Bretaña,
donde no
se le ponen obstáculos, la preferencia por el velo se ha triplicado en
la
generación más joven y se está convirtiendo en una marca de segregación
voluntaria. En Holanda, las universidades prohíben el acceso de las
jóvenes con
velo integral por razones de seguridad; y más recientemente, el
Gobierno ha
decidido vetar y multar el uso del burka en sitios públicos:
«Cubrir por
completo el rostro choca con el principio de igualdad entre hombres y
mujeres.
También impide el reconocimiento mutuo sobre el que se basan las
relaciones
sociales» (El País, 17 de septiembre de 2011, pág. 34). En
Bélgica, con
el fin de no abandonar a las mujeres a mecanismos de regresión
religiosa, una
ley de abril de 2010 establece que quienes «se presenten en espacios
públicos
con el rostro cubierto o disimulado, total o parcialmente, de forma que
no sean
identificables» serán sancionados con multa e incluso con una pena de
reclusión
de uno a siete días. En Francia, desde 2004, está en vigor una ley que
estableció el veto al velo o pañuelo en los centros de enseñanza y, en
septiembre de 2010, el Senado ha aprobado una ley contra el velo
integral (niqab y burka), que sanciona con 150 euros de
multa a la mujer que vaya
vestida con él en el espacio público, incluida la calle; y aquel que la
obligue
a llevar esa prenda se expone a una multa de 30.000 euros y hasta un
año de
cárcel. Aquí argumentan que se trata de preservar la laicidad y de
proteger los
derechos de las mujeres frente a la imposición machista.
En España, hasta
hace no mucho, eran más bien
pocas las mujeres musulmanas que llevaban velo; sin embargo, cada vez
se ven
más y la razón parece evidente: la presión procedente del islamismo
patriarcal
y los nuevos aires de afirmación islámica, en ocasiones
fundamentalista. Ha
habido una creciente controversia, sobre todo desde la primavera de
2010, a
propósito de varias incidencias. La más destacada ha sido el caso de
Najwa, en
un instituto de Pozuelo de Alarcón, provincia de Madrid: una niña de 16
años a
quien se impedía entrar a clase por llevar puesto el pañuelo, dado que
las
normas del centro prohíben cubrirse la cabeza en clase. Ha habido,
además,
casos de mujeres que se han negado a descubrirse en el hospital o ante
la
justicia. Una serie de municipios catalanes han votado mociones de
censura,
proscribiendo el uso del velo integral en sus dependencias. En las
universidades han hecho su tímida aparición las primeras muchachas
cubiertas
con velo y no será de extrañar que pronto se plantee algún conflicto.
Decenas de
asociaciones de musulmanes
residentes en España se han movilizado sobre todo por el caso de Najwa,
haciendo causa común contra la restricción del velo islámico en los
colegios y
han convocado a una actuación conjunta de todos los musulmanes de
España, al
tiempo que pedían a los imanes de las mezquitas que en el sermón del
viernes
defendieran la obligación religiosa del llamado hiyab.
Asimismo, han
solicitado el apoyo de otros colectivos españoles. No obstante, las
opiniones y
razones que se han agitado durante meses han sido poco concordantes.
Diferentes
imanes sostienen: «El hiyab no es un símbolo ni religioso ni
machista,
forma parte de la práctica religiosa de la mujer musulmana». «El velo
es una
necesidad religiosa, no un símbolo». «Todos los musulmanes saben que
llevar el
pañuelo es un mandato de Dios». «Las musulmanas (...) se deben regir
por lo que
ordena el Corán y la charía. Y entre esas obligaciones está el
uso del hiyab,
una prenda que también embellece a las mujeres». «El burka es
una orden
coránica especial asignada a las esposas del profeta Mahoma (...) El hiyab
o
velo es un deber religioso para toda mujer creyente». Pero otros no se
ruborizan al afirmar que el veto al uso público del burka «atenta
contra
la libertad de nuestras mujeres a vestir como quieran». A fin de
cuentas, esa
prenda «no hace daño a nadie», arguye Said Hamdouni, conocido e
influyente
salafista de Reus (Tarragona), cuya esposa viste el niqab –según
él–
«voluntariamente».
Saida Boudaghia,
periodista y vicepresidente
de la Fundación Centro de Estudios Hispano-Marroquí de Madrid, admite
que hay
cada vez más musulmanas cubiertas con velo: «Se nota que hay una
influencia
general, un fenómeno de imitación, como ocurre con todas las modas.
Pero
también hay otras dos razones: el deseo de reafirmar su identidad
musulmana y
la presión que soportan por parte de una sociedad, la musulmana,
totalmente patriarcal»
(El País, 2 de mayo de 2010). Por su lado, Waleed Saleh
Alkhalifa,
profesor del Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la
Universidad
Autónoma de Madrid, asevera que el Corán no ordena a las mujeres
cubrirse con
el velo. No está tan claro (véase Torres y Pacheco 2008, págs. 59-61;
Vercellin
1996, págs. 176-180).
A veces, eximios
representantes musulmanes y
estudiosos del islam y hasta defensores de los derechos humanos se
empeñan en
que no hay que hacer un problema del asunto del velo. Descalifican,
contra toda
evidencia, lo que denominan «el falso debate sobre el velo» (Caresche
2010,
págs. 75-76), una afirmación tan inadmisible como decir que es falso el
debate
sobre la situación de la mujer musulmana. Para más escarnio, no faltan
versados
en leyes que intentan defender la intangibilidad del velo acogiéndose
al
presunto amparo de la ley de libertad religiosa, la Constitución
y la Declaración
de los derechos humanos. Este intento de justificación invocando
las
libertades individuales no se tiene en pie, pues en el asunto del velo
realmente no hay opción personal, dado que se trata por principio de
una
imposición comunitaria, tendente a negar toda opcionalidad a las
implicadas.
Sea cual sea el
modo de cubrimiento corporal
que imponga un tipo u otro de prenda de vestir, con un grado mayor o
menor de
supresión de la personalidad femenina, el significado práctico y
doctrinal de
fondo permanece, por mucho que quede latente e incluso pase
desapercibido a
primera vista. El genéricamente llamado «velo» representa mucho más que
el
velo, puesto que expresa la vinculación a todo un sistema de prácticas
islámicas y una visión del mundo en confrontación con la conciencia
moderna.
Sin entrar en la cuestión de si un Estado democrático debe, o no, vedar
el velo
islámico u otras manifestaciones religiosas en el espacio público, en
cualquier
caso, es conveniente aclarar y entender lo que significa el uso del
velo y
explicárselo incluso a sus portadoras. Pues no es imprescindible que
estas sean
conscientes del significado de lo que practican para actuar de acuerdo
con él.
El significado del velo islámico se sustenta en la pragmática social
musulmana,
es decir, en el orden de interacciones y regulaciones que operan en el
comportamiento social y cultural; en segundo lugar, se apoya en una
larga
tradición islámica tanto suní como chií; y por último se fundamenta
claramente
en las sentencias de Mahoma y también en el Corán.
Una muchachita de
doce años a la que le llega
la menarquia y se pone el pañuelo en la cabeza va anunciando a todo el
mundo
que ya ha tenido la primera regla. No es algo privado. A partir de ese
momento
y con ese símbolo, comienza a emitir una serie compleja de mensajes que
el
simbolismo del velamiento corporal condensa y hace presentes. La
musulmana
envelada pasa a ser percibida ante todo por el velo o el pañuelo que
lleva como
obligación y que, sometiéndola a la reclusión femenina (purdah),
la
convierte, antes que en persona, en estandarte que exterioriza y
recuerda
socialmente lo que determinan los códigos de la tradición cultural
musulmana,
la ley islámica y el texto coránico. El significado difundido es
polisémico y
viene a decir sin palabras, entre otras muchas connotaciones
con un
contenido práctico:
– Esta mujer con
velo es musulmana, pertenece al islam. Así marca la
diferencia frente a las demás mujeres, las «increyentes».
– Su padre es un
musulmán y no un «infiel».
– Esta mujer o bien
es ya esposa de un musulmán, o bien está
disponible para casarse –o que la casen– con un musulmán. Está vedada
como
posible cónyuge a todos los no musulmanes.
– Sus hijos serán
necesariamente hijos de musulmán
y serán educados como musulmanes.
– Sus hijas
únicamente podrán contraer matrimonio con varones
musulmanes.
– Esta mujer está
inserta en un sistema familiar y matrimonial que
permite la poligamia como privilegio del varón, por lo que decidirá su
marido,
mal que a ella le pese personalmente.
– Esta mujer con
velo debe mantener una distancia social, destinada a
dificultar la cercanía y la amistad con las personas «infieles»
(amistad que
está prohibida por el Corán).
– Esta marca
indumentaria contribuye a dificultar que ella encuentre
trabajo fuera de casa. Al restringir su presencia pública, aumentará el
confinamiento doméstico de la mujer, cuyo efecto será el incremento de
la tasa
de reproducción.
En Europa, la
visibilidad pública del velo
islámico es correlativa con el fracaso de la integración y el retroceso
en el
proceso de asimilación de los musulmanes en estos países. Opera
asimismo como
un rechazo simbólico a las costumbres occidentales, azuzado por la
prédica de
los tradicionalistas. Hoy, el dilema entre integración e integrismo
atraviesa
el continente en todas direcciones.
Llama la atención
que el precepto de que
vayan cubiertas constituye una obligación en la vestimenta de las
mujeres que
carece de equivalente tan visible y obligatorio en los varones
musulmanes, lo
que es una muestra más de la desigualdad en tantos aspectos entre unas
y otros.
Es uno de esos casos en que una creencia religiosa utiliza la
diferencia
biológica sexual para instituir y consagrar un orden femenino
discriminado
respecto al masculino. Pero todavía resalta más la demarcación hacia
fuera: la
voluntad de segregar la propia comunidad frente a los «increyentes» o
«infieles», para lo que también sirve eficazmente ese marcado
indumentario de
las féminas. El deber de cubrirse, por tanto, forma parte de un sistema
de
control de la sociedad musulmana mediante el control del matrimonio,
dentro de una
concepción del parentesco en la que la transmisión de los rasgos y
esquemas
culturales islámicos se vuelve aún más importante que la transmisión de
contingentes demográficos, aunque, en ciertos contextos, parece que
ambos
planos se asocian, como si dijéramos, sometiendo la biología a la
teología.
Los niveles de
significación señalados hasta
aquí se convierten a su vez en significantes de nuevos significados
emergentes,
que insisten en la inferioridad y discriminación de la mujer en la
visión del
mundo y la práctica social del islam mayoritario. Cabría enumerar gran
cantidad
de limitaciones y prohibiciones que los juristas islámicos hacen recaer
sobre
las mujeres por el simple hecho de serlo. Baste una muestra:
«Se prohíbe a toda mujer: 1)
ser jefe de Estado; 2) ser juez; 3) ser imán; 4) ser tutor; 5) salir de
su casa
sin autorización de su marido o su tutor; 6) estar a solas con un
hombre
extraño; 7) estrechar la mano de un hombre; 8) maquillarse o perfumarse
para
salir de su casa; 9) descubrirse el rostro, por miedo a la «tentación»;
10)
viajar sola; 11) heredar el mismo monto que un hombre; deberá
conformarse con
la mitad; 12) atestiguar en casos de hudud(4);
ha de aceptar que su testimonio solo vale la mitad del de un hombre;
13) tomar
parte en los rituales religiosos cuando tiene la menstruación; 14)
elegir dónde
desea vivir, mientras no sea aún fea ni vieja; 15) casarse sin permiso
de su
tutor; 16) casarse con un no musulmán; 17) divorciarse de su marido(5)» (Ibn Warraq
1995, pág.
308).
Desde un punto de
vista crítico, atento a la
libertad personal de la mujer, la imposición del velo y sus
significados
prácticos ponen en evidencia la falta de respeto de los varones
musulmanes
hacia sus mujeres, esposas, hermanas e hijas. Ellos, claro está, no lo
han
inventado ni decidido por su cuenta, sino que es algo estructural. Todo
esto no
se debe a maldad personal o a inquina contra el sexo femenino, sino que
detrás
de esas ideas y prácticas yace una tradición multisecular de
infravaloración de
la mujer, instituida y avalada por personajes eminentes que creen
firmemente
que Alá las creó para ser
esposas y
madres sumisas.
El segundo califa,
Omar (+644), recomendó: «Impide que las
mujeres aprendan a escribir. No consientas sus caprichos». El yerno de
Mahoma y
cuarto califa, Alí (+661), sentenciaba: «Una mujer es
enteramente malvada, ¡y lo peor es que es un mal necesario! Nunca pidas
consejo
a una mujer, porque este no tiene valor alguno. ¡Escóndelas para que no
puedan
ver a otros hombres! (...) ¡No permanezcas mucho tiempo en su compañía,
porque
serán tu perdición!». Algunos hadices son muy explícitos: «No enseñéis
a leer a
las mujeres, enseñadlas a hilar». «Las mujeres tienen menos razón y
menos fe».
El paladín
histórico de la ortodoxia,
al-Ghazali (+1111), escribe que la esposa
debe ser virtuosa y obediente, ha de ocuparse del hogar y estar
dispuesta en
todo momento a complacer los deseos sexuales de su marido. Al mismo
tiempo,
aconseja a los hombres que, si con una esposa no les basta, tomen
alguna más
hasta cuatro; pero, como tener cuatro mujeres a la vez puede resultar
muy
costoso, es preferible que despidan a una y se casen con otra. Esta
visión se
impuso absolutamente sobre la de al-Farabi, que sostenía la igualdad de
facultades
intelectuales entre hombre y mujer, y sobre la de Ibn Rushd (Averroes),
quien
criticaba la marginación social en la que se mantenía a la mujeres
impidiéndoles que se formaran.
En tales
tradiciones (citadas en Ibn Warraq
1995, págs. 277-278) no existe la menor noción de igualdad
interpersonal de la
pareja en el matrimonio. El prototipo que suelen proponer como modelo
ejemplar
y sublime de enamoramiento y amor perfecto es la relación de Mahoma con
Aisha.
Pero es sintomático que se olviden de mencionar algunos detalles
reveladores:
Las fuentes nos cuentan que, a instancias de Mahoma, ya cincuentón, el
padre de
Aisha, Abu Bakr, venció sus escrúpulos iniciales y la obligó a
desposarse
cuando la niña solo contaba seis años. Mahoma aguardó hasta que Aisha
cumplió
los nueve años para consumar el matrimonio. Como marido celoso, la
mantenía en
casa, oculta detrás de una cortina (Corán 33,53) con las demás mujeres
y,
obviamente, ella debía compartir los amores de su amado esposo con las
otras
esposas, por no mencionar a las esclavas. Los hadices son aún más
explícitos en
este aspecto del velamiento del cuerpo femenino (véase Torres y Pacheco
2008,
págs. 63-72).
El poder de los
hombres sobre las mujeres
viene justificado, en esa mentalidad, tanto por la inferioridad
«natural» y la
limitada capacidad de razonamiento atribuida a las féminas, como por el
mandato
«divino» consignado en el Corán. Porque la costumbre y la ley se nutren
de la
fuente coránica. Lo que se desarrolla en la historia de las sociedades
musulmanas se remonta hasta el mismo texto coránico. Allí, por más que
algunos
modernizadores a medias no lo quieran ver, hay alusiones directas a los
velos y
se instauran los principales significados y preceptos reveladores de
una
concepción misógina y sustentadores de un orden de supremacía masculina.
Dejando aparte las
aleyas donde el «velo» (hiyab)
alude a una cortina en sentido simbólico (Corán 7,46; 17,45; 19,17;
38,32; 41,5
y 42,51), así como las referidas en particular a las mujeres de Mahoma
(Corán 33,32-33
y 33,53), están ahí las aleyas que mencionan expresamente el deber de
todas las
musulmanas de llevar velo, manto o alguna clase de ropa de calle que
las cubra
de manera específica:
«Manda a las creyentes que
bajen la mirada, que no cometan obscenidades y no muestren sus encantos
más que
lo exterior, que cubran sus pechos con el velo y solo dejen ver sus
encantos a
sus maridos...» (Corán 24,31).
«Manda a tus esposas, a tus
hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran con el manto hasta
abajo.
Es mejor para que se las distinga y no sean molestadas» (Corán 33,59).
«Las mujeres que ya no
engendran y no esperan casarse, no incurren en falta si se quitan los
velos,
siempre que no muestren sus encantos; pero será mejor si se abstienen
de ello»
(Corán 24,60).
De este último
precepto, que dispensa a las
mujeres mayores de la obligatoriedad de cubrirse con velos, aunque lo
aconseja,
cabe inferir que su uso era obligatorio entre la menarquia y la
menopausia. La
imposición del velo constituye «una clara señal del dominio masculino:
para el
padre y los hermanos, la mujer es una mercadería que hay que vender
intacta;
para el marido es un objeto del que hace uso en el hogar y que luego
recluye,
bien tapado, para que nadie más pueda codiciarlo» (Ibn Warraq 1995,
pág. 302).
En estas circunstancias, el velo evidencia una forma objetiva de
maltrato al
sexo femenino, aun cuando la mujer se resigne, se adapte, porque no le
queda
otro remedio, o haga de la necesidad virtud, mostrando así el orgullo
de ser
musulmana.
En cualquier caso,
con velos y sin ellos, lo
que no puede soslayarse es que hay una arraigada visión de la mujer
como ser
inferior y que los alfaquíes, ulemas y mulás recurren en última
instancia al
Corán para probarlo y callar la boca a quienes pretendan discutirlo.
Sin duda
encontraremos algunas aleyas que alaban tal o cual valor femenino, pero
el
balance es indefectiblemente peyorativo para la mujer, «ese ser que se
cría
entre caprichos y es incapaz de razonar con claridad» (Corán 43,18):
«¡Creyentes! Se os ha
prescrito la ley del talión en casos de homicidio: hombre libre por
hombre
libre, esclavo por esclavo, mujer por mujer» (Corán 2,178). Parece
claro que la
mujer nunca tiene el mismo estatus jurídico que el varón, sino siempre
inferior. Habrá que desconfiar de las traducciones que enmascaren esto.
«Si te preguntan por la
menstruación, di: es una impureza. Absteneos, pues, de vuestras mujeres
mientras dure la menstruación y no tengáis relaciones maritales con
ellas hasta
que se hayan purificado» (Corán 2,222).
«Vuestras mujeres son
vuestro campo. Acceded a vuestro campo como queráis» (Corán 2,223).
«Los hombres están un grado
por encima de sus mujeres» (Corán 2,228).
«Casaos con las mujeres que
os gusten: dos, tres o cuatro. Pero, si teméis no ser justos, casaos
con una
sola o recurrid a vuestras esclavas» (Corán 4,3).
«Alá manda respecto a
vuestros hijos: El varón heredará el doble que la hembra» (Corán 4,11).
«Contra aquellas de vuestras
mujeres que cometan adulterio, buscad cuatro testigos. Si atestiguan en
su
contra, recluidlas en casa hasta que mueran o hasta que Alá provea otra
sanción» (Corán 4, 15). Más adelante, se estipulan cien latigazos a los
adúlteros (Corán 24,2) y que, si el marido no tiene testigos más que él
mismo,
basta con que jure cuatro veces por Alá, ante un juez, que dice la
verdad
(Corán 24,6). Luego, los hadices de Mahoma legalizaron la pena de
muerte
mediante lapidación.
«Los hombres tienen
autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Alá ha dado
a unos
más que a otras y porque las mantienen con sus bienes (...) A aquellas
que
temáis que se rebelen amonestadlas, dejadlas solas en el lecho,
pegadles para
que recapaciten» (Corán 4,34). Según la doctrina de los ulemas, el
marido tiene
derecho a imponer un castigo corporal a su esposa, cuando esta se niega
a
embellecerse para él, cuando rehúsa satisfacer sus apetitos sexuales,
cuando
sale de casa sin permiso o sin un motivo reconocido por la ley y cuando
descuida los deberes religiosos.
«¡Creyentes!, cuando vayáis
a rezar (...) si habéis tocado a una mujer y no encontráis agua para
purificaros, buscad arena limpia y pasadla por el rostro y las manos»
(Corán
4,43 y 5,6).
A la vista de
semejante concepción y de las
prácticas históricas que en ella se legitiman, prácticas no ya
discriminatorias
sino a veces verdaderamente aberrantes (como la lapidación, los
latigazos, la
mutilación genital, las amputaciones), algunos observadores encuentran
en la
ortodoxia del islam una causa fundamental de la opresión de las mujeres
musulmanas y un enorme obstáculo para la mejora de su situación, en la
medida
en que consagra la supuesta inferioridad femenina en el plano físico,
intelectual, moral, jurídico y social. Lo peor es que este
avasallamiento de la
mujer se presente como ordenado por Alá en el Corán y reforzado por los
hadices
y por los dictámenes de las escuelas jurídicas.
En este duro
contexto, se inscribe la
obligación de ponerse el velo, pañuelo o manto, como un ejercicio de
poder
simbólico específicamente islámico. Mediante él, en las sociedades
occidentales, el islam exhibe sus propios símbolos con la pretensión de
una
superioridad incuestionable, que exige de todos una aceptación
reverencial. En
conjunto, la exhibición del velo en España es un aspecto de la
autoafirmación
musulmana frente a la sociedad no musulmana, a la que se quiere hacer
saber la
decidida voluntad de no integrarse. Traduce, así, una forma larvada de
xenofobia. Significa «la autoafirmación no solo de una religión, sino
de un
pueblo» (Caldwell 2009, pág. 271), o más bien, de la identificación
total entre
ambos. En último término, su función es pregonar la supremacía de la
«ley de
Dios» en la comunidad política, postulando la noción de que a ella ha
de
someterse la ley del Estado, conforme al principio de indisociabilidad
entre lo
religioso y lo político.
Cabe imaginar, por
un momento, el escándalo
que se formaría si un gobierno europeo osara decretar que las mujeres
musulmanas llevaran obligatoriamente un distintivo, un velo, como señal
de
identificación étnica y religiosa. Con seguridad, toda la población
islámica y
a la cabeza sus organizaciones, junto con las asociaciones pro derechos
humanos
y otras ONG pondrían el grito en el cielo y en la calle. Convocarían en
seguida
manifestaciones de protesta contra el racismo, la xenofobia, la
islamofobia, la
conculcación de los derechos humanos y la violencia contra la mujer.
Por
supuesto, a ningún Estado europeo se le ocurrirá tal cosa. Sin embargo,
es
indudable que hay algunas instancias donde se ha decidido que las
mujeres
musulmanas deben adaptarse al velo y a todo lo que conlleva. Y nadie
rechista,
ni protesta, ni sale en defensa de la libertad de esas mujeres, sino
todo lo
contrario. Pues bien, la opresión «amiga» no es menos detestable, sino
más.
Sorprende que los
muslimes moderados y hasta
algunos que pasan por renovadores tomen partido a favor de envelar a
las
mujeres musulmanas: «El velo no es solo una apariencia, es una muestra
de la
dignidad y de la personalidad de la mujer» (Mohamed Abdelrahim,
mezquita de
Assalam, Murcia). «El velo no tiene nada que ver con la sumisión»
(Yusuf
Hernández, Federación Musulmana de España). «El uso del velo es un
derecho
individual inalienable» (Abdennur Prado, en Webislam). No hay
nada tan
perverso como distorsionar la realidad así: enmascarar una costumbre
arcaica
detrás de un lenguaje moderno, restar importancia al simbolismo con el
fin de
preservarlo, buscar amparo en los derechos y libertades democráticas
precisamente para algo que implica su negación comunitarista.
Decepciona que,
cada vez que llega una ocasión de clarificar, solo nos ofrezcan más
confusión.
Porque el hecho palmario es que la mujer no es libre para quitarse el
velo y que
este se convierte en máxima expresión cotidiana de la servidumbre
femenina.
Mantiene a las mujeres en una permanente minoría de edad. Sometidas a
una
oscura presión o amenazadas con severos castigos, se ven obligadas en
silencio
a hacer de su cuerpo un mástil donde enarbolar por las calles la
bandera del
islam, ante los ojos indiferentes de toda la sociedad.
Invocar la libertad
personal, en semejante
contexto, no pasa de ser una vana ilusión, cuando se está en vías de
regresión
a una ortodoxia medieval que rechaza la racionalidad y la condena como
herejía.
Más aún, esa práctica social religiosa de la exhibición del velo
islámico,
con ser importante, no es sino un precepto más del enorme conglomerado
de
normas prácticas que someten a estricta disciplina los cuerpos y mentes
de los
musulmanes, en general, pero muy especialmente de las musulmanas,
compelidas a
una forma de segregación social basada en la diferencia biológica de
sexo.
3.
La
segregación social de la mujer
El apartamiento
obligatorio de las mujeres en
el seno de la propia comunidad musulmana produce en esta una sociedad
dual,
escindida entre el orden masculino y el femenino, en todos los ámbitos
de la
vida social, sobre todo en la esfera pública. Todo varón tiene
prohibido tocar
la mano de una mujer que no sea la propia. Pero con respecto a la
esposa, el
trato ya no es tan delicado. Todavía hoy, a muchos les parece normal el
maltrato: «Pegar a las mujeres es indudablemente uno de los medios para
corregirlas», según Ghazi al-Shimari, experto saudí para asuntos
familiares. Un
imán declaraba a la televisión de Catar, en agosto de 2004: «Hay que
saber que
pegarle a la esposa es un castigo islámico que no se puede rechazar,
porque ha
sido prescrito al hombre por su Creador». Estos puntos de vista no son
tan
lejanos, si tenemos en cuenta que la ideología saudí, el wahabismo, es
una de
las que prosperan en España. No hace tanto que un imán de Fuengirola
fue
juzgado por haber escrito en ese sentido. La policía marroquí estima
que, en su
país, un 40% de las mujeres sufren vejaciones por parte de sus maridos.
En varios Estados
musulmanes, el castigo de
latigazos y la condena a muerte por lapidación recae sobre los
adúlteros, sobre
todo sobre la mujer adúltera. En Irán, el código penal vigente desde la
revolución
islámica de 1979 establece la lapidación para los adúlteros, bastando
el
testimonio de cuatro varones, o de tres varones y dos mujeres; aunque
algunos
ayatolás discrepan y sostienen que no hay base religiosa para ese tipo
de
castigo. El salafismo ultraortodoxo no duda de que lo manda la charía:
En Tarragona, en 2009, fueron detenidos miembros prominentes de un
grupo
salafista que había formado una especie de tribunal y que había
condenado a
muerte a una mujer de origen magrebí, acusándola de cometer adulterio.
Afortunadamente, la mujer logró escapar y pedir auxilio en una
comisaría (El
País, 6 de diciembre de 2009, pág. 38). En la provincia afgana de
Badghis,
distrito de Qadis, en agosto de 2010, una mujer de nombre Bibi Sanubar,
viuda y
encinta, fue acusada de adulterio, condenada en un juicio sumario,
presidido
por el mulá talibán Mohammed Yousif, humillada con 200 latigazos en
público y
ejecutada personalmente por el propio juez con tres disparos (El País,
10 de agosto de 2010).
Por otra parte, la
institución de la
poligamia, en forma de poliginia para el hombre, que puede contraer
hasta
cuatro matrimonios legales compatibles entre sí, se debe interpretar
como otra
manifestación muy importante de la asimetría social, jurídica y
religiosa entre
los sexos. Tras la revolución islámica, para las mujeres iraníes:
«la opresión de la que son
víctimas va más allá del aspecto de su vestimenta: se hace abolición de
las
restricciones a la poligamia, la edad del matrimonio se retrotrae de
los 14 a
los 9 años, la custodia de los hijos se reserva al marido en caso de
divorcio,
etc. Las prohibiciones que se les imponen hacen que desaparezcan de la
vida
pública» (Ferro 2002, pág. 165).
En su origen
pragmático, la poligamia islámica
se constituyó como un sistema eficaz para el reforzamiento de la
sociedad a
costa de las mujeres. Operaba funcionalmente como un sistema utilizado
para
establecer alianzas políticas (ya practicado por Mahoma en persona);
como un
sistema de seguridad social, destinado a incorporar a las viudas de
guerra, que
desempeñó un papel importante en la guerra contra La Meca y en la
expansión
árabe posterior; como un sistema idóneo para reforzar el prestigio de
la clase
dominante musulmana (los pobres nunca han tenido más de una esposa); y
en suma,
como parte del sistema de sometimiento de las mujeres en cuanto
subclase
social, catalogada un poco por encima de los esclavos y de los infieles.
Por otro lado, el
matrimonio de niñas
menores, concertado por los padres y frecuentemente con hombres
mayores,
constituye una costumbre arraigada en países musulmanes como Arabia,
Yemen,
Afganistán, Pakistán o Bangladesh. Es algo contrario a las convenciones
internacionales, pero plenamente conforme con la ortodoxia islámica.
Ante un
caso controvertido, el gran muftí de Arabia Saudí, suprema autoridad
religiosa,
jeque Abdulaziz al-Sheij, declaraba: «Una mujer de 10 o 12 años es
casadera, y
quienes piensan que es demasiado joven están equivocados y están siendo
injustos con ella» (El País, 15 de enero de 2009, pág. 29).
La realidad es que
tanto la obligación del
velo como esos otros usos y costumbres sancionados por la tradición
forman
parte de un aparato de exclusión, cuyo principal objetivo es distinguir
y
separar, en una especie de obsesión por mantener la distancia entre
hombre y
mujer, de manera análoga a como se marca, aún más radicalmente, la
divisoria
entre musulmán e infiel. El mantener la distancia busca, en último
término,
garantizar la jerarquía de subordinación entre el que manda y quienes
tienen la
obligación de obedecer.
4.
Las polémicas
a propósito de la
mezquita
Si nos referimos al
islam tradicional en su
concepción mayoritaria, la denominación de islam político
conlleva una
cierta redundancia, puesto que la dimensión política no es específica
de un
sector particular, sino que se concibe que el islam, desde su origen,
siempre
ha sido a la vez e indisociablemente una religión y un régimen
político. Por
eso, carece de sentido la distinción entre un islam político y otro que
no lo
es, al menos mientras no se reconozca la autonomía secular del Estado
con
respecto a la fe religiosa. Los musulmanes necesitan topar con límites
sociopolíticos específicos, de manera análoga a los que en su día se
impusieron
a la Iglesia católica. No valen subterfugios. Evidentemente, la
«libertad de
expresión» no puede ser el verdadero motivo, sino la coartada, para
unos
comportamientos inspirados en una ideología que preconiza la supresión
de dicha
libertad. Lo que digan las personas implicadas, como es de esperar,
solo da
constancia de la ideología que manejan para legitimarse subjetivamente.
Pues,
para que un sistema funcione, no es imprescindible que cada persona sea
consciente de las razones explicativas de su comportamiento –según nos
enseña
la antropología–.
Con frecuencia, han
surgido conflictos
alrededor de ese símbolo eminente de la sociedad islámica, que es la
mezquita.
En Suiza, la oposición local a la construcción de minaretes en las
mezquitas se
convirtió en una iniciativa política votada en referéndum: en noviembre
de
2009, el 57,5% de los helvéticos apoyaron el impedimento legal a la
construcción de alminares, con la idea de prevenir una islamización no
deseada
del país. Se agudiza la sensibilidad ante la presencia de símbolos
percibidos
como algo inquietante. En Estados Unidos, donde la presencia del islam
es
escasa y no planteaba problemas antes del trágico 11 de septiembre de
2001,
también han saltado chispas: en agosto de 2010, un 56% de los
neoyorquinos se manifestaba
contrario a la construcción de un centro islámico (nombrado Cordoba
House,
clara evocación del califato omeya cordobés), que incluye una gran
mezquita, en
las cercanías del emplazamiento que ocuparon las Torres Gemelas del
World Trade
Center, en Manhattan.
El rezo varonil del
azalá en una calle de
París no es anecdótico. Para la doctrina de los orantes, escenifica la
islamización de un lugar público, que es transformado en mezquita, en
un trozo
de «tierra del islam». Hay que insistir en que, para ellos, no se trata
solo de
religión como se entendería en la tradición cristiana. Constituye un
error
fundamental verlo así, puesto que en la fe islámica –insistamos una vez
más– no
existe distinción entre religión y política: sus fuentes nunca
concibieron la
una separada de la otra.
Para un europeo de
espíritu liberal, pero
ingenuo, hechos tales como levantar un centro de culto, o adosarle un
alminar
desde cuya altura convoque el almuédano a los mahometanos en las horas
de
oración, o alfombrar una calle para el azalá, y otros del mismo signo,
pueden
interpretarse como acciones sin mayor importancia, incluso pintorescas.
La
ingenuidad radica en el desconocimiento del significado de tales gestos
en el
código de sus protagonistas. El significado es la ocupación de espacios
públicos, con un valor simbólico de islamización de la sociedad. Se
enmarca en
un plan general de arrancar al Estado democrático el reconocimiento
oficial de
prácticas islámicas que coimplican dimensiones religiosas y políticas,
y esto
incluso en las instituciones públicas (exigiéndoles que se atengan a
preceptos
de la charía). En algunos casos, como en Andalucía, el
significado lo
proclaman abiertamente los imanes fundamentalistas: el objetivo es la
reversión
de la historia y la reconquista de la tierra perdida. Nadie podrá
ignorar cual
es el sentido simbólico de las persistentes reclamaciones sobre la
catedral,
antigua mezquita, de Córdoba, para «rezar» en ella. El azalá es un acto
de
culto que obedece a un precepto religioso-político, uno de los
«pilares» del
islam, cuya finalidad última confesada es llegar a implantarse como
única forma
verdadera de religión.
Sabemos que gran
parte de las grandes
mezquitas y centros culturales islámicos existentes en España siguen la
tendencia wahabí y han sido, o son, financiados con fondos saudíes. De
las
doscientas mezquitas que hay en Cataluña, según datos oficiales,
cuarenta se
adscriben a la corriente salafista, a un fundamentalismo islámico
retrógrado.
En agosto de 2010, saltó a la prensa una polémica en Lérida, entre el
imán de
la mezquita de la calle Nord, Abdelwahab Houzi, y el ayuntamiento de la
ciudad,
cuyo alcalde acusaba al imán de fundamentalismo e intolerancia. La gran
mezquita de la M-30 de Madrid, o las mezquitas de Málaga, Marbella y
Fuengirola
obedecen a la doctrina wahabí, en consonancia con el origen de sus
benefactores. En Andalucía, en general, la corriente más extendida
parece ser
la malikí, dominante en Marruecos; pero, en los últimos años, numerosas
comunidades se hallan sometidas a la influencia del wahabismo saudí.
En Granada, desde
hace más de 40 años, hubo
grupos sufíes de conversos a los que se fueron agregando otros, hasta
ser
desbordados por los inmigrantes. En 1966, se fundó el Centro Cultural
Islámico
de Granada. De él surgió la Asociación Musulmana de España, registrada
oficialmente en 1971. En 1980, se creó la Sociedad para el Retorno al
Islam en
España, que luego se escindirá. La Comunidad Musulmana de Granada
(COMUGRA) se
integró en la Unión de Comunidades Islámicas de España (UCIDE),
mientras que la
Comunidad Islámica en España se radicalizaba en la senda del Movimiento
Mundial
Morabitun. Suya es la «mezquita mayor de Granada», edificada en el
barrio del
Albaicín con apoyo financiero del emir de Sharjah, Emiratos Árabes
Unidos, e
inaugurada en el verano de 2003.
Al Morabitun
constituye un movimiento
sectario, fundado por el escocés Ian Dallas, convertido al islam en
1967, en
Fez, Marruecos, quien se presenta como jeque Abdel Kader Al‑Murabit, o
bien
como Dr. Abdalqadir as‑Sufí. El ideario morabitun, de orientación
fundamentalista peculiar, preconiza la negación radical de la sociedad
occidental y de toda la organización social europea, así como la
implantación
de facto de la ley islámica, dentro de una militancia donde religión y
política
están fundidas en un solo poder. Aquí, su principal objetivo persigue
la
reconquista para el islam del antiguo territorio de Al Ándalus, es
decir, la
España musulmana, como primer paso en el marco de un proyecto de
expansión
mundial. El integrismo
morabitun es
tan extremo y alucinante que su fundador sostiene que la organización
terrorista Al Qaeda es un instrumento al servicio de Estados Unidos y
que el
wahabismo es un movimiento de traidores incultos que propagan una
doctrina no
solo desviada del islam, sino propia de una secta ortodoxa del judaísmo.
Dallas ha expuesto
recientemente sus ideas en
el libro La hora del beduino, inspirado en la mitología del
islamismo
fundamentalista y, dada su formación occidental, buscando apoyatura en
citas de
conspicuos pensadores nazis (Dallas 2007, págs. 304-312). Desarrolla
una
especie de delirio apocalíptico, desde una visión psicótica de la
historia.
Considera que los musulmanes que viven en Europa son los actuales beduinos,
que destruirán todas las instituciones modernas y se alzarán con todo
el poder
económico, político y cultural del mundo, bajo la bandera verde del
islam. Su
meta es la instauración de un nuevo orden: «El islam ya es, en
consecuencia, el
Nomos que pondrá fin a la larga noche del nihilismo» (Dallas 2007, pág.
327).
Este proceso en ciernes, según él, desembocará en la restauración del
califato
universal:
«Su éxito pondrá fin a ese
largo período de oscuridad que comenzó en 1789. La Revolución de los
banqueros-ateos está a punto de finalizar. Le seguirá la restauración
del
gobierno personal. Se conseguirá por fin la restauración de la Realeza.
El Gran
Interregnum habrá por fin terminado. La hora del Beduino ya ha
comenzado»
(Dallas 2007, pág. 331).
La mezquita de
Granada se precia de haber
acuñado monedas de oro y plata para el pago interno del azaque. En sus
publicaciones, electrónicas e impresas, siguen la táctica de hacerse
portavoces
de los motivos de descontento existente en nuestra sociedad
contemporánea, como
señuelo para atraer a personas insatisfechas o desorientadas y, acto
seguido,
presentarles el islam como la auténtica «alternativa». Aunque esto
último
pertenezca al plano de la pura fantasía, puede propiciar la oportunidad
de
encandilar a alguna gente desprevenida y crédula.
En la provincia de
Almería, la inmigración
musulmana ha superado ya las cien mil personas. Habitualmente, parece
no haber
problemas serios. Aunque en El Ejido, en febrero de 2000, estalló un
conflicto
grave y alarmante, una «caza al moro» desatada por motivos laborales y
culturales, y con cierto tufo racista. El aspecto religioso no apareció
entonces, al menos directamente. No obstante, en años más recientes, se
nota
cierta tendencia a plantear exigencias como necesidades del colectivo
musulmán.
En agosto de 2010, el imán de Almería, Abdallah Mhanna, reivindicaba
que el
Ayuntamiento y la Autoridad Portuaria tienen la «obligación» de
construir una
mezquita, para que los viajeros puedan hacer su rezo, durante el tiempo
de
espera en el puerto almeriense, cuando van a cruzar el Mediterráneo
rumbo a sus
países.
En diversas
localidades de Andalucía,
Cataluña y Madrid, colectivos musulmanes reclaman que se les autorice
una
almacabra o cementerio musulmán aparte, donde enterrar a sus difuntos
en
mortaja, directamente en tierra y sin ataúd, conforme a su rito.
A escala
particular, cada reivindicación
concreta basada en el islam podría parecernos insignificante y hasta
anecdótica; pero solo lo es a condición de perder de vista el conjunto.
Pues, a
escala macrosocial, todas las piezas encajan, aun cuando sus actores no
lo
piensen, en el ensamblaje del proyecto de islamización de Europa: el
Euroislam,
una meta en el horizonte, por la que muchos musulmanes concitan sus
esfuerzos.
De cualquier modo, hay casos que son por sí mismos representativos.
Como
ejemplo, la pretensión de la Junta Islámica de que se le ceda la
catedral de
Córdoba (por aquello de que hace ocho siglos fue mezquita), para
realizar en
ella el azalá, el culto divino de los mahometanos. Así lo solicitaba
insistentemente Mansur Escudero, en los últimos años. En vista de la
negativa
del obispo y el cabildo catedralicio de la diócesis, el miércoles santo
de
2010, se sirvieron de un grupo de turistas musulmanes procedentes de
Austria
para organizar el rezo ritual islámico en el templo cristiano. La
tensión fue
tal que tuvo que intervenir la policía. A nadie se le debería ocultar
el
significado de semejante acción ritual en aquel contexto: ¡el triunfo
simbólico
de regresar y recuperar de algún modo la gran mezquita de la antigua
capital
del califato medieval de Occidente! Para disimular, el encubrimiento
ideológico
echaba mano de tópicos como el diálogo interreligioso, la tolerancia
con las
otras tradiciones, la convivencia entre culturas y el ecumenismo. Todos
ellos
son valores más bien cristianos modernos, a los que es absolutamente
refractario el islam ortodoxo. Mientras tanto, a ninguno se le
ocurriría
reivindicar para una liturgia cristiana la que fuera basílica de Santa
Sofía,
en Estambul... O podríamos imaginar la condena que fulminaría, como
profanación
merecedora de la pena capital, cualquier tentativa de unos ecuménicos
cristianos que, disparatadamente, desearan rezar un piadoso viacrucis
alrededor
de la Kaaba, que se dice levantada por Abrahán, el padre común de la
fe, en el
patio de la mezquita Masjid al‑Haram de La Meca.
Ante asuntos como
el de las mezquitas, la
posición de muchos cristianos españoles es errática. La ignorancia de
las
instituciones católicas y de los fieles de a pie con respecto a la
historia y
el sistema del islam está ampliamente acreditada. Las propuestas de
diálogo
interreligioso planteadas por algunos teólogos progresistas,
desnortados ante
el islam realmente existente, ponen de manifiesto tal desatino
doctrinal y
tanto angelismo, que no parecen darse cuenta de estar haciendo el juego
al
adversario. Pues del intento de comprensión han pasado a la
idealización y la
apología del mahometismo. Algunos movimientos cristianos de base dan
muestras
de una alarmante desorientación, que no se puede disculpar en nombre de
la
buena voluntad. Durante muchos años, no han tenido el menor empacho en
ejercer
una acerada crítica de la jerarquía católica. Por ejemplo, el 24 de
octubre de
2006, publicaban una carta abierta al arzobispo de Granada, en tono
agresivo
desde la primera a la última línea. Lo acusaban de que su
comportamiento con
respecto a los curas, los seminaristas, las órdenes religiosas y la
ciudad no
era evangélico, ni cristiano, ni católico. Lo tildaban de fariseo,
insensato,
ultraconservador y persona non grata. Y lo conminaban de manera
fulminante: «¡Señor arzobispo de Granada, váyase o cambie!». Y no pasó
nada.
Pues bien, los mismos que rubricaron esa carta elaboran y airean, en
2010,
manifiestos de apoyo a los musulmanes que pretenden usar la catedral de
Córdoba
para el culto islámico, cosa cuya naturaleza no cristiana no haría
falta
demostrar. El asunto saltó a la opinión pública por el altercado
ocurrido en la
catedral.
Estos cristianos
valedores del islam recurren
a una serie de tópicos piadosos, sin duda bienintencionados pero
equivocados,
desplegando una retórica deplorable. En el manifiesto, hablan de «orar
a Dios
en un mismo espacio compartiéndolo con otras manifestaciones
religiosas». Así,
bajo «otras manifestaciones religiosas» camuflan el propósito real,
evitando
mencionar de qué religión se trata en concreto, aunque se
sobreentiende. Al
mismo tiempo, dan por supuesto que el Dios de los cristianos y el Alá
de los
mahometanos, en cuanto ideas y en la concepción de su relación con los
humanos,
tienen mucho en común. Tal presuposición resulta a todas luces
infundada, si se
analiza despacio la historia de sus confrontaciones y se examinan
comparativamente
las respectivas teologías.
Del hecho de que
«este monumento sea
considerado patrimonio de la humanidad» parecen deducir que cualquiera
tiene
derecho al usufructo, aunque de nuevo apuntan tácitamente a un único
beneficiario. Más de la mitad del documento se explaya en líricas y
legendarias
evocaciones relativas al emplazamiento de la mezquita, con intervención
de
Salomón y David, los iberos y el dios Jano, los visigodos y los omeyas,
antes
de aterrizar en el dato relevante: «el 29 de junio de 1236, el obispo
de Osma
la consagró para el culto católico, convirtiéndola en la catedral de
Córdoba».
Hace casi ocho siglos de eso (y fue en julio, no en junio). Pero el
empeño no
varía: la catedral no pertenece a sus dueños legales, sino al
«patrimonio
mundial» y, al parecer, está destinada por su metafísica esencia
histórica al
«encuentro de civilizaciones».
Por si esa «esencia
histórica» de la antigua
mezquita, hoy catedral, no acaba de ser convincente, el texto hace una
incursión moralista y falsamente ecuménica, rememorando a Jesús de
Nazaret, que
mandó ofrecer la otra mejilla, y a Juan XXIII, el Papa bueno, que
«abrió las
ventanas de la Iglesia», a fin de que los cristianos de base apoyen el
que se
abran las puertas de la catedral de Córdoba a los musulmanes,
calificados de
«hermanos y hermanas» que profesan la misma fe abrahánica y rezan al
mismo Dios
de Abrahán. Ahora bien, se les puede replicar que, según una exégesis
más
sólida, Jesús habló de poner la otra mejilla como forma de plantar cara
sin violencia
al que nos ataca. Y que Juan XXIII abrió las ventanas de la Iglesia
para que
saliera el integrismo y para favorecer la modernización eclesial. En
consecuencia, los cristianos no tienen por qué abrir ninguna puerta ni
a los
adversarios del cristianismo ni a la medievalización de las
conciencias. En
cuanto a la identificación con una misma fe abrahánica, tal cosa es un
mito que
se puede desmontar fácilmente, si uno se toma la molestia de cotejar la
figura
de Abrahán que aparece en el relato del Génesis, capítulos 16
al 22, con
la del Ibrahim/Abrahán musulmán descrito en el Corán, suras 2 y 37.
Basta
fijarse en las alteraciones introducidas y en la hábil sustitución de
Isaac por
Ismael como heredero de la promesa divina.
Finalmente, por si
los especiosos argumentos
aún no han seducido al reticente lector, el manifiesto acude a la
simple
demagogia: «La mezquita es patrimonio del pueblo de Córdoba, de
Andalucía». No
obstante, en buena lógica, de ahí se seguiría que, como ese pueblo es
mayoritariamente cristiano, pues su catedral es de su Iglesia. Pero no.
Tachan
al obispo de «señor feudal» y desautorizan al cabildo catedralicio,
mientras
que ellos se erigen a sí mismos en los auténticos portavoces del
«pueblo». Y
suplantando el lugar del pueblo, han decidido cómo hay que llevar a
cabo el
encuentro entre diferentes culturas y religiones; esto es, cediendo sin
reciprocidad alguna y sumándose al proyecto de los musulmanes que se
han
propuesto islamizar Andalucía.
Resulta muy
llamativo que Comunidades
Cristianas Populares del Estado Español publicara como propio, el día
14 de
abril de 2010, un documento que ya había aparecido el día 7 de abril en
el
diario Córdoba, y que Webislam se había apresurado a celebrar
difundiéndolo en su portada de Internet al día siguiente, http://www.webislam.com/?idt=15682. El
original, «La
mezquita, destino universal», es de un profesor que firma como asesor
de la
Cátedra de Interculturalidad de la Universidad de Córdoba –uno diría
que ahí la
idea de la «interculturalidad» se ha extraviado por los derroteros
irracionales
del multiculturalismo y el relativismo cultural–. Los comunitarios
apenas se
molestaron en retocar el título, que pasó a ser «Una mezquita
universal» (la
catedral ha desaparecido) y en convertir el singular «desde mi fe» en
plural
«desde nuestra fe»
Pero, a todas
luces, esa fe se halla en
estado de confusión,
puesto que les conduce a situarse más cerca de la Junta Islámica que de
la Iglesia
Católica. El ejercicio de la crítica a la propia tradición cristiana,
habitual
en esas comunidades de base, debería haberlos habilitado para no ser
lelos ante
otras religiones. Si uno es crítico, lo coherente sería extender la
tarea crítica
también a los fundamentos de la religión islámica y a las actuaciones
públicas
de sus seguidores.
En fin, constituye
un grave error practicar
el irenismo religioso bajo capa de diálogo o de supuesto «ecumenismo».
Dado
que, para el islam premoderno y mientras no prospere una reforma
ilustrada, la
vida religiosa es indisociable de la vida política, entonces el mismo
hecho que
el ingenuo cristiano interpreta simplemente como oración a Dios, en
templo
ajeno, representa para el astuto musulmán una victoria política contra
los
infieles en la senda de Alá. Y también es un motivo de júbilo para el
islamismo
fundamentalista, que tiene declarada la guerra a Occidente. El utopismo
no
debería volver a nadie tan ajeno a las realidades de este mundo. Hay
que saber
que la cuestión planteada respecto al azalá comporta implicaciones
políticas. Y
hay que asumir que la política moderna es y debe ser autónoma, laica,
basada en
análisis políticos. ¿No era un esperpento el sindicato UGT de Córdoba
pidiendo
públicamente que se cediera la catedral para el rezo musulmán, porque
eso
crearía puestos de trabajo?
Semejante caso de
islamofilia en relación con
la catedral de Córdoba solo tiene un lejano precedente en el general
Franco.
Este católico general, en 1974, otorgó al entonces presidente de Irak,
Sadam
Husein, jefe supremo de un partido político laicista, el privilegio de
rezar en
la antigua mezquita cordobesa, ante el mihrab de estilo bizantino,
preservado
durante tantos siglos por la tolerancia cristiana y restaurado en la
época en
que era Ministro de Información y Turismo don Manuel Fraga Iribarne.
5.
Los problemas
de integración y el
futuro de Europa
Ocurre, cuando la
razón y la palabra se ponen
al servicio incondicional de una idea previamente adoptada, de unos
intereses y
de la propaganda, que se renuncia a la búsqueda de la verdad.
Exactamente igual
que cuando se entregan ciegamente al servicio de la fe. Entonces, el
discurso
pierde su dimensión clarificadora y se emplea para enmascarar la acción
que
realmente se está llevando a cabo. Prospera el doble lenguaje, la
ambigüedad,
la incoherencia y el engaño. También hay casos en los que, por el
contrario, se
dice lo que se piensa y se manifiesta la intención efectiva, por mucho
que
desde fuera nos parezca una obsesión mitomaníaca. Por ejemplo, cuando
unos
fundamentalistas declaran que su objetivo es recuperar Al Ándalus e
islamizar
Europa. ¿Quiere esto decir, acaso, que desean asimilarse a la sociedad
europea?
Pero es que la oscuridad del significado no afecta solo al discurso y
la actuación
de los extremistas, sino que se cierne sobre el fenómeno global de la
inmigración en Europa.
No es aquí el lugar
para dilucidar si la
inmigración en general, y muy especialmente la musulmana, aporta
beneficios
económicos importantes, si estimula la productividad, si ayuda a salvar
el
Estado de bienestar. A todo ello ha respondido negativamente
Christopher
Caldwell, demostrando que «los efectos sociales, espirituales y
políticos de la
inmigración son enormes y duraderos, mientras que sus efectos
económicos son
insignificantes y transitorios» (Caldwell 2009, pág. 50). Esta tesis
cuenta en
su apoyo con investigaciones bien fundamentadas. La inmigración se
concibió, al
principio, solamente como laboral, económica y temporal, pero al
transformarse
de hecho en asentamiento permanente, pasó a convertirse en inmigración
cultural, religiosa y con aspiraciones políticas.
Christopher
Caldwell está tan alejado del
nocivo relativismo multiculturalista como de la despreciable xenofobia.
Lo que
él pretende es que no cerremos los ojos a la realidad de lo que pasa,
ante la
perspectiva de «un pueblo que conquista pacientemente las ciudades de
Europa,
calle por calle» (Caldwell 2009, pág. 221). Es una manera empírica de
describir
la evolución que hemos podido observar, en los últimos años, en
numerosos
sitios de España y Andalucía. Por ejemplo, en Granada somos testigos de
que hay
calles de la Alcaicería y la Calderería que han sido completamente
ocupadas por
tiendas de «moros». Ninguna objeción, hasta que escuchamos a algunos de
ellos
afirmando rotundamente, en tono autocomplaciente y desafiante: «Granada
es
nuestra».
En efecto, hay
musulmanes que se muestran
eufóricos con vistas a su futuro en España y Europa, mientras aguardan
o
propician el establecimiento del islam en todo el continente:
«El primer objetivo de los
musulmanes en España y en Europa es preservar nuestro din [religión] y
el de nuestros hijos. (...) un entorno comunitario generoso y activo
que
proteja y fortalezca la identidad musulmana de nuestros jóvenes. (...)
Vivimos
en una época excepcional. Es un momento de cambios históricos
profundos. La
presencia y el arraigo de los musulmanes en España y en Europa es un
hecho
innegable. Los musulmanes no podemos desperdiciar la oportunidad
histórica que
tenemos. (...) Para protegernos y para defendernos, los musulmanes de
Europa
necesitamos estar unidos. Todas las iniciativas de colaboración,
coordinación y
cohesión entre nosotros, más allá de los contextos nacionales, bajo el
amparo
de las instituciones comunitarias. Más allá también de las diferencias
secundarias, los musulmanes tenemos una unidad fuerte que debe
plasmarse en el
terreno organizativo. Esos son nuestros retos. Dicho esto, veo un
futuro muy
esperanzador para el Islam en España y en Europa» (Mezquita de Granada,
entrevista en Al Yazira, 23 septiembre 2007:
Ese entusiasmo
contrasta con la actitud
autoflagelante de tantos europeos, atormentados por la mala conciencia
asumida
por algo que ellos nunca hicieron personalmente, desde la que vindican
que la
venida masiva de inmigrantes es consecuencia del colonialismo, o
incluso que es
una manera retorcida de continuarlo. Algunos como Karen Armstrong
llegan a
atribuir a los efectos del colonialismo el origen del fundamentalismo
(Armstrong 2000b), como si este no fuera un planteamiento recurrente
desde los
orígenes y a lo largo de la historia del islam. El caso es sentirse
culpables a
toda costa. Los argumentos falaces desempeñan la función de ocultar las
causas
sociológicas verdaderas de por qué emigran y, de paso, escamotean la
evidencia
de que, en realidad, hoy son los que llegan quienes están colonizando
Europa de
manera incoativa.
La autocrítica
europea es sana, siempre que
sirva para renovar y regenerar lo mejor de la propia tradición, como
hizo la
Reforma, la Ilustración, el progreso científico y la revolución
democrática.
Pero no parece, en absoluto, que quienes ponen en entredicho
radicalmente las
instituciones europeas puedan contribuir mucho a la renovación y mejora
de
Europa.
Europa se ha
construido sobre unos valores
culturales determinados, a lo largo de los siglos y a través de
infinidad de
conflictos y traumas. Y aún no se puede decir que esté plenamente
consolidada
desde el punto de vista político como Unión Europea. No es un disparate
imaginar que un injerto cultural y religioso muy heterogéneo podría
comprometer
su futuro. Una religión no solo extranjera, sino extraña a los
fundamentos de
la sociedad europea, salvo que evolucione y se modernice, acabará
alterando la
naturaleza de esta sociedad. Pero esa improbable reforma no se atisba
aún por
ninguna parte.
¿Puede alguien
sensato creer que el
repertorio religioso tradicionalista de la mayoría de los inmigrantes
musulmanes va a enriquecer o mejorar la sociedad española, en ningún
sentido
favorable a la apertura y el pluralismo? Tampoco parece verosímil que
el islam
ortodoxo vaya a enriquecer la religión aquí establecida, como algún
ingenuo
piensa, más aún cuando lo que se proponen es reemplazarla, según
declaran sin
recato los más fervorosos muslimes. Por lejano que nos parezca, ese
propósito
de colonización religiosa no debe tomarse a la ligera. Menos aún debe
confundirse con un avance de la libertad de conciencia. No es una
promoción de
la libertad religiosa en nuestra sociedad, sino una amenaza contra
ella. ¿Por
qué? Porque el tradicionalismo difunde un sistema que execra la
libertad de
conciencia, aunque no desdeñe aprovecharse de ella.
Se podría decir que
la evolución del
cristianismo y la del islam, a pesar de haber incurrido ambos
históricamente en
desarrollos y vicios similares, en el fondo se guían por inspiraciones
contrapuestas. En el cristianismo, se mantiene la distinción
categorizada entre
religión y política, aun cuando establece una alianza entre ellas;
pero, sobre
ese fundamento, puede aceptar con menos dificultad la laicidad del
Estado. En
cambio, la religión islámica se caracteriza desde el origen por la
politización
de la fe y por la identificación indisociable del orden político con el
orden
religioso. Así ha podido comprobarse en el cariz político que ha
impregnado
casos como la polémica del velo islámico, la construcción de mezquitas,
la
formación de partidos políticos musulmanes, las reivindicaciones de
privilegios
abusivos (reclamar la catedral de Córdoba para el azalá, etc.). No hace
falta
mencionar la deriva extrema de ciertos grupos en la línea del
fundamentalismo y
su radicalización en el yihadismo y el terrorismo.
Una concepción de
la política cuyo objetivo
fundamental estriba en imponer una religión resulta tan dañina como una
religión
cuyos principios esenciales postulan obtener el poder político. Pues
bien, la
indistinción islámica de política y religión potencia su pretensión de
reestructurar todo el sistema social. Allá donde se encuentra, el islam
tradicional nunca es un factor que se añade, sino un factor antagónico
y
alternativo frente a la cultura europea. Esto significa que, a más
islam, menos
Europa. Y no hablo de las personas como tales, pues, a fin de cuentas,
no
tienen ninguna culpa de haber nacido donde lo han hecho y haber educado
su
religiosidad íntima en ese entorno. Me refiero al sistema religioso
cerrado,
que conforma la estructura mental, inculcando representaciones
imaginarias,
valores, metas y esquemas de comportamiento social. Ese sistema habrá
que
analizarlo, conocerlo, cuestionarlo y enmendarlo, como también hacen
los
musulmanes reformistas. Y habría que ofrecer a las personas una
formación más
abierta.
Sin duda, los
inmigrantes vienen a Europa con
la motivación legítima de querer «vivir mejor». Pero, en el pensamiento
de
muchos, esto no significa necesariamente que quieran un modo de vida
europeo.
Lo más frecuente es que busquen mejores recursos para llevar una vida
senegalesa, marroquí, turca o paquistaní. Por lo tanto, no existe el
menor
deseo de asimilación ni de integración. Es decir, para ellos, el afán
de vivir
mejor en Europa es perfectamente compatible con la adhesión al rechazo
de la
sociedad europea y sus valores y, en ambientes muy ideologizados, con
la
cooperación en proyectos tendentes a la obstrucción o la destrucción de
la
cultura occidental.
Una tesitura
ambivalente, ante la que pueden
verse emplazados los inmigrantes musulmanes, es la de considerarse
miembros de
la nación donde residen o incluso donde se han nacionalizado (por
ejemplo,
españoles), y entonces la norma suprema es la Constitución democrática;
o bien
considerarse principalmente miembros de la comunidad islámica, con el
deber de
imponer su comunitarismo y la charía por encima de la
Constitución. De
hecho, gran parte de los musulmanes residentes en Europa opinan que las
leyes
del islam son incompatibles con las leyes civiles del país. Hay un
conflicto a
la hora de definirse según la categoría de «ciudadano» y,
simultáneamente,
según la de «musulmán». Los documentos disponibles indican que solo una
minoría
tiene clara la opción de considerarse, en primer lugar, ciudadano del
país,
mientras que los demás tienden a identificarse ante todo como
musulmanes, e
incluso se decantan por los postulados típicos del islamismo militante,
si bien
no necesariamente violento.
Otra contradicción
interna vivida se da en
esa mentalidad que cree firmemente que su religión es la única
verdadera y que
«Dios» omnipotente está totalmente de su parte, hasta el punto de que
los no
musulmanes son unos degenerados, pero a la vez comprueban cómo casi
todos los
países islámicos se encuentran entre los más atrasados del mundo. A
muchos de
estos les resulta demasiado fácil proyectar la culpa en otros países,
en lugar
de preguntarse por la propia responsabilidad o incluso meditar –si es
que tiene
algo que ver– en la aparente situación de abandono en que los ha dejado
el
Omnipotente.
Por las
dificultades específicas que
presentan, el hecho es que el proyecto de integrar a los musulmanes
realmente
existentes en la sociedad española carece, hoy por hoy, de perspectivas
de
éxito. Y posiblemente quepa formular el mismo diagnóstico para toda
Europa.
Cada vez son más y se adaptan menos.
Mientras los europeos autóctonos menguan demográficamente y defienden
sus
principios con tibieza, la población musulmana crece y se aferra
fervientemente
a sus creencias tradicionales. En algunos casos, la posible adaptación
está
siendo obstaculizada directamente, allí donde funcionan mecanismos de
control
social sobre la comunidad: los más «religiosos» se erigen en vigilantes
de los
demás y los coaccionan o amenazan de varias maneras, ejerciendo sobre
las
familias una presión difícilmente resistible. Quien se adapta a los
usos
europeos corre el riesgo de que lo tengan por disidente, lo aíslen y le
retiren
la palabra.
No parece, pues,
que la tendencia dominante
vaya hacia la asimilación, como algunos dirigentes políticos
pensaron
con ingenuidad: la segunda o tercera generación aceptaría en todos sus
aspectos
el sistema cultural nacional; se convertirían a la religión cristiana o
a la
laicidad, a los usos y costumbres locales, al estilo de vida y los
valores, la
gastronomía y la moda occidental. Antes bien, con las obvias
excepciones
individuales, ni siquiera vamos hacia la integración en la
diferencia,
que supondría aceptar sinceramente el marco democrático y las leyes
nacionales,
aprender la lengua local, actuar como ciudadanos, pero conservando
ciertas
peculiaridades culturales de otro origen. Si de los asimilados decimos
que conviven y de los integrados que coexisten, entonces ¿qué
hacen los
demás? En el peor de los casos, la inmigración musulmana no integrada
podría
estar formando la base social con la que especulan los partidarios del
fundamentalismo religioso-político, que creen contar con un aliado
futuro para
las fuerzas antidemocráticas, en su lucha contra las libertades y los
valores
ilustrados y cristianos.
Un aspecto
colateral de las disonancias en la
integración cultural tiene que ver con la adopción de un lenguaje que,
para el
uso normal de la lengua, supone una arabización incorrecta. La
presencia de
españoles convertidos al islam y la llegada masiva de inmigración
musulmana ha
empujado a la elaboración de traducciones en soporte impreso y en un
sinnúmero
de páginas digitales donde se vierte la doctrina islámica en lengua
española.
Esto ha derivado en el uso de una jerga específica, dentro de un cierto
proceso
de arabización, que suele amalgamar religión con cultura, y confundir
cultura
con lengua; y que, a veces, refleja un deficiente conocimiento del
español.
Al hablar de
arabización, no me refiero al
estudio de la lengua árabe o alguno de sus dialectos, siempre loable,
ni al
hacer que los niños memoricen el Corán en árabe, sin entender nada,
sino a
determinadas consecuencias de la exaltación del árabe como lengua
sagrada y
hasta divina. Esto origina un fenómeno de mimetismo que conduce a los
conversos
a la adopción de una onomástica exótica –generalmente un nombre propio
en
árabe, conservando los apellidos–; pero sobre todo comporta una
extendida
distorsión terminológica de la lengua española. En cuanto a lo primero,
los
conversos acostumbran a vincular su islamización con la arabización del
nombre
propio, al modo de aquella costumbre según la cual los frailes y las
monjas de
ciertas órdenes religiosas católicas, al hacer los votos en el
convento,
cambiaban su nombre de seglares por otro de su devoción. Así, Antonio
pasa a
llamarse Abd al-Rahmán; Vicente o Francisco es ahora Mansur; Aureliano
es ahora
Nafia; Carlos es ahora Mustafá. De modo que florecen entre nosotros
nombres
como Hashim, Bashir, Yahia, Abdennur, Yaratullah, Muhámmad, Abdelmunin,
etc.,
todos ellos seguidos de apellidos castellanos, catalanes o vascos. En
la misma
onda, no es de extrañar que los nuevos correligionarios pasen a
saludarse entre
ellos con un fervoroso salam aleikum.
Por otro lado, como
es lógico, el uso de
extranjerismos arábigos puede estar justificado en determinadas
ocasiones,
sobre todo cuando se trata de términos técnicos difícilmente
traducibles; pero,
en la mayoría de las páginas musulmanas de Internet en español,
tropezamos más
bien con una contaminación de vocablos debida al desconocimiento de la
lengua
española, más la complicación añadida por las formas dialectales del
árabe y
por los diversos patrones de transliteración. Sería necesario saber y
tener en
cuenta que no pocos términos del vocabulario islámico más común están
ya
asimilados, desde hace siglos, y se encuentran en el diccionario de la
Real
Academia. Por consiguiente, al hablar o escribir en español, lo más
correcto
será utilizar ordinariamente las palabras consagradas por el uso y por
los
académicos de la lengua, dejando la pretensión de purismo árabe para
las
investigaciones especializadas. No tiene mucho sentido en español
escribir Alláh en vez de Alá, salat en vez de azalá, zakat
en vez de azaque, fatwa en vez de fetua,
o Muhammad en
vez de Mahoma (véase el Anexo
al final de este capítulo).
Encontramos,
además, otras palabras
utilizadas en lengua arábiga, siendo así que tienen una traducción
directa y
simple en español, por lo que, en la mayoría de las ocasiones, huelga
conservar
el arabismo.
Parece como si ese
vocabulario exótico
cumpliera una función iniciática, de comunicación sagrada entre los
miembros
del grupo elegido. Esta contaminación lingüística afecta también a los
conversos. Inviste las palabras de un aura mágica, una carga afectiva y
una
eficacia simbólica, vivida en cierta penumbra entre el arcano
incomprensible y
la teofanía iluminada de quien cree haber traspasado el umbral de la
gnosis
verdadera.
A un nivel más
profundo, subyacen
incompatibilidades muy difíciles de superar. En oposición a todo
consenso para
una ética universal, la ética musulmana tradicional – mientras no se
produzca
una modernización del pensamiento islámico– no parece conciliable en
determinados puntos clave. Y los musulmanes son los primeros en
recalcarlo.
Desde luego, no coincide con la ética común europea: ni la ética de los
negocios (el islam condena el interés bancario); ni la ética del
matrimonio (el
islam impone la inferioridad de la esposa y permite la poliginia); ni
la ética
religiosa (el islam prohíbe el cambio de credo a sus seguidores); ni la
ética
política (el islam rechaza la democracia como contraria a la soberanía
de Alá);
ni la ética alimentaria (el islam prohíbe una serie de alimentos no halal);
ni la ética indumentaria (el islam prescribe el velo a las mujeres y la
barba a
los hombres).Y esto son solo unos cuantos ejemplos de un conflicto
sistémico. Además,
tropezamos con la
disparidad del calendario: solar el europeo, lunar el islámico. No es
ya que no
coincida la numeración del año (2011 se corresponde más o menos con
1432 de la
hégira), es que no se superponen exactamente los meses, ni la semana
comienza
el mismo día. Y el día festivo no es el domingo, sino el viernes. Y el
ciclo
anual de festividades es evidentemente otro. La reclamación práctica de
cada
uno de estos aspectos introducirá un motivo constante de fricción en la
vida
social. Ahora bien, lo más importante radica en comprender que no se
trata de
un problema de meras costumbres o hábitos inadaptados, sino que debemos
buscar
los fundamentos y las causas últimas en la ortodoxia del sistema
tradicional
del islam, que, congelado en el medievo, sigue siendo el mayoritario en
nuestros días.
Anexo.
Sobre el
léxico procedente del
árabe
Enumero a
continuación, como muestra
significativa, algunos de los vocablos que son utilizados de manera
incorrecta
con más frecuencia. Se antepone la palabra correcta en español, junto
con la
definición que da el diccionario, seguida de las formas inapropiadas:
- Alá.
Nombre que dan a Dios los musulmanes y, en general,
quienes hablan árabe. No Alláh.
- aleya.
Versículo del Corán. No aleyah.
- alfaquí.
Entre los musulmanes, doctor o sabio de la ley. No faqih.
- almacabra.
Antiguo cementerio de moros. No maqbara.
- almimbar.
Púlpito de las mezquitas. No minbar, ni mimbar.
- almuédano
(o muecín). Musulmán que desde el alminar
convoca en voz alta al pueblo para que acuda a la oración. No almuhédano,
ni muezín.
- alquibla.
Punto del horizonte o lugar de la mezquita hacia
donde los musulmanes dirigen la vista cuando rezan. No quibla,
ni qiblah.
- ayatolá.
Entre los chiitas islámicos, título de una de las
más altas autoridades religiosas. No ayatollah.
- azalá. m.
Entre musulmanes, oración. No salat.
- azaque.
Tributo que los muslimes están obligados a pagar de
sus bienes y consagrar a Alá. No zakat, ni zakah.
- azora.
Nombre que se da a los capítulos del Corán. No surah.
[Esta entrada ha sido suprimida del diccionario de la Academia en las
últimas
ediciones. Sin embargo, hay arabistas y traductores del Corán que
siguen
utilizando la palabra.]
- cadí.
Entre turcos y moros, juez que entiende en las causas
civiles. No qadí.
- califa.
Título de los príncipes sarracenos que, como
sucesores de Mahoma, ejercieron la suprema potestad religiosa y civil
en
algunos territorios musulmanes. No khalifa.
- chií (o chiita).
Partidario del chiismo. No shií.
- Corán (o alcorán).
Libro en que se contienen las
revelaciones de Alá a Mahoma y que es fundamento de la religión
musulmana. No Qur'an.
- cúfico.
Se dice de ciertos caracteres empleados antiguamente
en la escritura arábiga. No kúfico.
- emir.
Príncipe o caudillo árabe. No amir.
- fetua.
Decisión que da el muftí a
una cuestión jurídica. No fatwa, ni fatua.
- gehena.
Infierno, lugar de castigo
eterno. No yahannam, ni jahannam.
- hadiz.
Relato referido a dichos y
hechos de Mahoma. No hadith, ni jadit.
- hégira.
Era de los musulmanes, que
se cuenta desde el año 622, en que huyó Mahoma de La Meca a Medina. No hijra,
ni hiyra, ni higrah.
- imán.
Encargado de presidir la
oración canónica musulmana. No imam.
- islamismo.
Conjunto de dogmas y
preceptos morales que constituyen la religión de Mahoma. No se refiere
solo a
las variantes radicales o fundamentalistas del islam.
- jeque.
Entre los musulmanes y otros
pueblos orientales, superior o régulo que gobierna y manda un
territorio o
provincia, ya sea como soberano, ya como feudatario. No shaykh,
ni sheij.
- jerife.
Descendiente de Mahoma. No cherif,
ni sharif.
- macsura.
En una mezquita, recinto
reservado para el califa o el imán en las oraciones públicas, o para
contener
el sepulcro de un personaje tenido en opinión de santidad. No maqsura,
ni maqsurah.
- madraza.
Escuela musulmana de
estudios superiores. No madrasa, ni medresa, ni medersa.
- Mahoma.
No Muhammad, ni Mohammad,
ni Mohamed.
- mahometismo.
Religión fundada por
Mahoma. No es un término ofensivo, sino descriptivo.
- marabú.
Ave zancuda, semejante a la
cigüeña (...) es considerado como animal sagrado. No marabout.
- Meca. No Makka.
- Medina.
No Madina, ni Madinat,
ni Medinah.
- mihrab.
En las mezquitas, nicho u hornacina que señala el
sitio adonde han de mirar quienes oran. No mihrah.
- Moisés.
Nombre del personaje bíblico. No Musa, ni Muza.
- mulá.
Intérprete de la religión y la ley islámicas. No mullah.
- razia.
Incursión, correría en un país enemigo y sin más
objeto que el botín. No razzia.
- suní (o sunita).
Se dice de una de las dos ramas
principales de la ortodoxia islámica. No sunnit.
- sura. m.
Cada una de las lecciones o capítulos en que se
divide el Corán. No surah, ni surat, ni la sura.
- ulema.
Doctor de la ley mahometana. No ulama.
- valí. En
algunos Estados musulmanes, gobernador de una
provincia o de una parte de ella. No wali.
- yihad. f.
Guerra santa de los musulmanes. No jihad, ni el yihad.
- zuna.
Ley tradicional de los mahometanos, sacada de los dichos y sentencias
de
Mahoma. No sunnah. [Los
académicos de la lengua, al parecer olvidados de
este vocablo, han propuesto sunna,
como nuevo artículo para la 23ª
edición del diccionario.]
Notas
. Del árabe sunnah, tradición. No intento
transcribir la palabra
árabe, sino utilizar la palabra española. El Diccionario de la
Real
Academia recoge la voz zuna: «Ley tradicional de los
mahometanos, sacada
de los dichos y sentencias de Mahoma». Este vocablo está atestiguado en
Luis de
Mármol Carvajal (1600) y en Benito Jerónimo Feijoo (1736).
. Lo decisivo está en lo que un símbolo simboliza en su
propio sistema
de referencia. Por eso no sirve la comparación con otros usos del velo
en otros
contextos. Por ejemplo, cuando una mujer lo usa como un tocado
ocasional, o por
moda. Todavía en los años cincuenta del siglo XX, las mujeres católicas
entraban a la iglesia con velo, hasta que llegó la reforma litúrgica
del
concilio Vaticano II, en 1962. Pero aquel velo, lo mismo que la toca de
algunas
congregaciones de monjas, poco o nada tiene que ver con el velo de las
musulmanas, precisamente por lo heterogéneo de los significados, los
usos y las
sanciones presentes en cada caso.
. Se da un postulado endogámico según el cual los genes
de los no
musulmanes no se mezclarían nunca con los de una mujer musulmana, al
implantar
un mecanismo que, de no fallar indefinidamente, tendería a la creación
de una
raza aparte de la humanidad general –y
destinada a dominarla, según la
propia creencia–. Pero falla inevitablemente
por el lado de los
hombres muslimes, que sí pueden casarse con mujeres no musulmanas. En
realidad,
ahí se aplica el mismo principio de las castas superiores hindúes: los
varones,
y solo ellos, pueden contraer matrimonio con mujeres de una casta
inferior, que
así es elevada e incorporada al rango superior; la mujer nunca se
desposará con
un varón de casta inferior.
. El término huduh se refiere a casos de
delitos graves para
los que se estipulan severos castigos: apostasía, blasfemia, asesinato,
adulterio, fornicación, robo, ingestión de vino...
. En algunos casos sería necesario matizar afirmaciones
tan taxativas.
Para una exposición más ponderada del derecho al repudio o divorcio,
véase
GiorgioVercellin, Instituciones del mundo musulmán, 1996, pág.
165-166
(véase también Ruiz-Almodóvar 2005).
. La palabra árabe alláh significa simplemente
«dios», pero, al
referirnos a un contexto específico de las creencias musulmanas, se
advierte
que no alude a una idea genérica de Dios, que pueda ser compartida sin
más por
judíos, cristianos u otros creyentes en Dios (a pesar de la efímera
ocurrencia
de la aleya 29,46 del Corán). Por esta razón, utilizo a propósito el
término
Alá, para marcar la discrepancia conceptual de la peculiar visión o
imagen de
Dios elaborada por Mahoma, tal como aparece en el Corán y los hadices y
como la
desarrolla la tradición islámica.
. El movimiento morabitun ha levantado, con
anterioridad, la mezquita Ihsan Mosque, en Norwich, Inglaterra; y la
Jumu'a
Mosque of Cape Town, en Suráfrica. Y pretende construir otra gran
mezquita en
Sevilla:
. En los Altos de Chiapas, México, un español de
nombre Aureliano Pérez Iruela, que se hace llamar emir Nafia, junto con
otros
seis españoles del movimiento Morabitun, predicó el islam a los
indígenas
tzotziles y creó una comunidad musulmana de más de trescientas
personas; al
cabo del tiempo, la mayoría se han rebelado, denunciándolo porque
«durante
quince años vivieron sometidos, esclavizados, explotados, manipulados y
discriminados»; «nos trataba con la punta del zapato, es un tirano,
peor que
Hitler (...) No nos dejaba hablar nuestra lengua materna, vestirnos con
nuestras ropas tradicionales, no nos dejaba comer las tortillas de
maíz, ir al
médico, ni ir a la escuela», declaró Carlos Arturo Gómez, portavoz
indígena.
Resulta más que patente que los mecanismos ideológicos, incluido el
engaño y el
autoengaño, operan sin cesar como un sistema inmunológico destinado a
garantizar un espacio de creencias y prácticas férreamente defendido de
las
influencias del entorno social ordinario.
Véase
la noticia, en Observatorio
Ciudadano, 22 de febrero de 2009:
Otros
indígenas ya habían denunciado
abusos de la secta morabitun, protegida por el Ejército Zapatista de
Liberación
Nacional (EZLN): «Chamulas islámicas: igualdad genérica en el discurso,
servidumbre tradicional en los hechos»:
. Puede consultarse en Internet sitios de los
morabitunes. La página del fundador:
Asimismo,
la página de la Comunidad
Islámica de España:
La
página de la mezquita de Granada:
La
página de la mezquita de Sevilla:
La
Fundación Educativa Al Ándalus:
Madrasa
Editorial:
La
página de European Muslim Union. The European Foundation:
Un
estudio sobre el Movimiento Mundial
Morabitun, en Internet:
La
página de Living Islam - Islamic
Tradition, que pretende un islam tolerante, cataloga a los morabitun
como
«secta peligrosa»:
. En España, los inmigrantes
dan un índice del 45% de abandono escolar
en la enseñanza obligatoria.
. Algunos ejemplos de estos
términos seguramente innecesarios: arkan
= pilares [del islam]; dawa = predicación; din =
religión; fiqh
= jurisprudencia; yama'a = grupo o asociación; hayy =
peregrinación; halal = lícito o permitido; haram =
ilícito o
prohibido; jutba = sermón; shahada = testimonio de fe; tafsir
= comentario [del Corán]; tawhid = unidad [de Dios].
. Aunque tratáramos de
ocultarlo, el hecho es que en bastantes países
de tradición islámica se dan comportamientos, no meras opiniones sino
prácticas
sociales, que allí son normales, hasta el punto de estar sancionadas
por las
leyes y respaldadas por la religión (en opinión de sus protagonistas),
y que,
sin duda, en los países occidentales constituyen delito: poligamia,
matrimonio
forzado, matrimonio infantil, castigo del marido a la mujer, amputación
de
miembros, circuncisión femenina, lapidación o cárcel por adulterio,
persecución
por homosexualidad, venganza de honor, pena capital a los apóstatas y
blasfemos,
aceptación de la esclavitud, justificación de la violencia contra otras
religiones y contra el ateísmo, etc. Por el contrario, en Europa,
encontramos
ciertos comportamientos perfectamente constitucionales que están
tipificados
como delito en algunos de aquellos países: abandono del islam, libertad
de
expresión incluida la crítica a la fe y las instituciones religiosas,
conversión al cristianismo, construcción de iglesias, préstamo con
interés,
defensa de la laicidad del Estado, libertad indumentaria, consumo de
carne de
cerdo, ingestión de bebidas alcohólicas, etc. ¿Qué pasa, entonces,
cuando un
grupo importante de población de origen musulmán inmigra a una sociedad
europea, manteniendo el pleno convencimiento de la legitimidad e
incluso la
superioridad de las propias creencias, usos y costumbres? No es
necesario que
nadie busque el conflicto: ya viene dado objetivamente. Un devoto
creyente,
acaso sin darse cuenta, se puede encontrar actuando como un delincuente
ante
las leyes europeas, tanto más cuanto más fiel observante sea de ciertos
aspectos de su tradición.
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