Los dilemas del
islam
4. Ortodoxia del
islam tradicional mayoritario
PEDRO
GÓMEZ
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1. Las fuentes canónicas del islam: El
Corán y la tradición
2. Las incongruencias, la doctrina de
la abrogación y la yihad
3. El islam histórico y algunas claves
explicativas
4. El Corán y el judaísmo
5. El Corán y el cristianismo
6. Una tolerancia desmentida por los
hechos
Al abordar el
estudio de la doctrina del
islam, islamismo o mahometismo (en el sentido del diccionario),
encontramos una
inmensa e inabarcable maraña de documentos históricos, textos
fundacionales y
traducciones, exégesis, movimientos sociorreligiosos y políticos,
escuelas
jurídicas, sitios en Internet, noticias de prensa, vídeos y grabaciones
de
audio, acontecimientos y lugares islámicos, mezquitas, tiendas, gente
por la
calle con atuendo característico... Bajo la identidad musulmana
encontramos
mundos tan abigarradamente dispares que, si hubiera que tener una
versión por
verdadera, habría que desechar por falsas todas las demás. A pesar de
lo cual,
no se puede negar que hay algo subyacente que permite considerar la
existencia
de una «ortodoxia», establecida por las escuelas islámicas
tradicionales y
compartida formalmente por la inmensa mayoría de los musulmanes, que
integran
lo que denominan umma, entendida hoy como «comunidad islámica
mundial».
Todos convergen en la medida en que se remiten a las mismas fuentes, a
los
mismos textos, a las mismas instituciones,
y se basan en interpretaciones similares del mensaje islámico. A pesar
de todo,
puesto que sería imposible ni siquiera dar un giro alrededor de esa
galaxia
inconmensurable, me veré forzado a una gran simplificación y a
detenerme
solamente en algunos puntos que me parecen significativos.
1.
Las fuentes
canónicas del islam: El
Corán y la tradición
Es un hecho
comprobable que todos los
musulmanes del mundo aceptan un núcleo de componentes fundacionales e
históricos del islam. Estos componentes son incuestionables y
absolutamente
intangibles, excepto para las corrientes reformistas. Para hacernos
cargo de
ellos, los presento no como lo haría un musulmán desde su creencia,
sino en una
enumeración de acuerdo con su jerarquía de importancia interna y de
dependencia
genética: 1º, el personaje de Mahoma; 2º, la recitación escrita del
Corán; 3º,
las recopilaciones de hadices, o hechos y dichos de Mahoma, relatados
por sus
compañeros, que son la base de la zuna o tradición; 4º, las
codificaciones de
las escuelas jurídicas suníes y chiíes, que establecieron en un momento
del
pasado las interpretaciones autorizadas de la charía, la ley
islámica y
musulmana; y 5º, el cuerpo de clérigos o doctores de la ley (alfaquíes,
ulemas,
mulás) que aplica la jurisprudencia ortodoxa ya fijada y,
eventualmente, emite
fetuas instando a su cumplimiento ante un caso determinado. Cabe
afirmar que,
en el orden psicológico o subjetivo, el factor determinante es en
realidad el
primero. En el orden jurídico y sociopolítico, el factor determinante
en la
práctica es el quinto, pues este es el que, de facto, dictamina cómo
han de
entenderse los demás y el que vela por la intangibilidad de la
tradición.
Desde un punto de
vista lógico e histórico,
resulta probado que el primer fundamento y el primer paso del creyente
es el
reconocimiento de Mahoma, puesto que este es quien transmite el Corán.
Sin
aceptar la palabra de Mahoma y sin fiarse de él, no habría posibilidad
de
aceptar el recitado coránico como «revelación» y «palabra divina», tal
como él
lo presenta. Esta prioridad de creer a Mahoma continúa siendo la
condición latente,
imprescindible y permanente sobre la que se funda la creencia y la
religión de
todo musulmán. La fe en la revelación de Dios/Alá reposa en la fe en la
fiabilidad de Mahoma. Si Mahoma perdiera su credibilidad, se hundiría
la fe en
el Corán, puesto que Mahoma se presenta como el único en recibir la
definitiva
revelación divina; y, por consiguiente, se hundiría también el
fundamento de
todas las demás tradiciones islámicas. Nadie puede creer directa e
inmediatamente en el Corán como palabra de Alá, porque el Corán no se
da sino
por la mediación de Mahoma, quien afirmaba que Alá le comunicaba su
palabra,
luego puesta por escrito en el Corán, donde se relata que Alá hablaba
mediante
un ángel a Mahoma. Y puesto que, después de Mahoma, no hay constancia
de que
Alá comparezca ante ningún otro humano, para transmitir su palabra, ni
por
inspiración, ni detrás de un velo, ni por medio de un ángel (Corán
42,51), en
definitiva, nos vemos obligados a constatar que solo contamos con lo
que Mahoma
dice acerca de Alá y lo que Alá –en el Corán– dice acerca de Mahoma,
por boca
de este último dictando el Corán. De modo que quienes creen a Mahoma
pueden
llamarlo «mensajero» o «profeta», como él se autoproclamó. Y esta
creencia
forma parte intrínseca del enunciado de la profesión de fe islámica,
que consta
de una doble cláusula: «Atestiguo que no hay más dios que Alá, y que
Mahoma es
el mensajero de Alá».
El cuerpo de
derecho islámico, sistematizado
por las escuelas de jurisprudencia, se considera como concreción de la
llamada charía (etimológicamente, camino o senda), una
codificación derivada de las
fuentes del Corán y de las tradiciones sobre Mahoma. Abarca no solo lo
que en
un país moderno se entiende por ley, aludiendo a la legislación del
Estado,
sino también, indistintamente, las obligaciones rituales, las normas de
comportamiento interpersonal y privado, los buenos modales, etc., de
tal manera
que la charía –insisto en ello– impone la regulación estricta
de la vida
entera de los musulmanes en todos los aspectos, generando una
casuística
infinita, en la que la opinión personal se restringe a ejercerse en el
marco de
lo que está mandado. La razón humana debe doblegarse a lo «revelado» y
atenerse
a lo establecido por los doctores de la ley, renunciando a cualquier
autonomía.
Todo comportamiento humano debe someterse a lo decretado por Alá desde
su
inescrutable voluntad. Y el cometido de la política es hacer cumplir el
decreto
divino. El ideal subyacente a este imperio de la voluntad divina aspira
a una
sociedad teocrática o, lo que es lo mismo, un sistema totalizador de la
vida
implantado en nombre de Alá.
El sistema de la charía,
desarrollado
históricamente por las escuelas jurídicas, se ha basado en varios
principios o
criterios metodológicos que son fundamentalmente los siguientes:
Primero. Lo que
está en el Corán, o Alcorán,
libro que se considera revelado a Mahoma por el Creador, por medio del
ángel
Gabriel. La versión canónica consta de ciento catorce capítulos o suras
de muy
diferente extensión, sumando en total unos seis mil doscientos
versículos,
denominados aleyas. La historia oficial supone que el material
contenido en el
libro se recogió a lo largo de los últimos veinte años de la vida de
Mahoma, en
las ciudades de La Meca (612-622) y Yatrib/Medina (622-632). La
ordenación de
los capítulos es un tanto caótica, ya que no sigue un orden
cronológico, sino
que resultó de anteponer los suras más largos y posponer los más
cortos. La
redacción del texto que llega hasta la actualidad, pasando por famosos
recitadores y por textos escritos hoy desaparecidos, tardó al menos dos
siglos
en fijarse, debido, en parte, a las deficiencias de la escritura
arábiga hasta
que incorporó signos diacríticos y a la más que probable exposición a
las interpolaciones.
Segundo. Lo que
está en la zuna (sunna)
o tradición de Mahoma que se cree transmitida por sus parientes y
compañeros.
Se halla recopilada en colecciones de miles y miles de sentencias
mahométicas,
que son los llamados hadices. En general consisten en breves
relatos de
dichos y hechos de Mahoma, tenidos como ejemplares para todo buen
musulmán. De
las seis recopilaciones de hadices más antiguas y clásicas, tenidas por
auténticas, las dos más prestigiosas y más citadas son la de al-Bujari
(Muhammad
Ibn Ismail al-Bujari, fallecido en 870) y la de Muslim (Abul Husayn
Muslim Ibn
al-Hayyay, fallecido en 875).
Aunque ofrecen una genealogía de testigos de la transmisión, que sirven
para
apoyar la autenticidad del hadiz, la realidad es que todas las
colecciones
datan de la segunda mitad del siglo noveno, unos dos siglos y medio
después de
fallecido Mahoma. Aparte de
los hadices, poseen categoría de fuente tradicional reconocida en algún
grado:
el libro de Ibn Sa'd al‑Baghdadi (784-845) Kitab al-Tabaqat al-Kabir,
que contiene la vida de Mahoma; la célebre biografía Vida del
enviado de
Dios, de Ibn Hisham (m. 833), que incorpora parcialmente otra
anterior,
debida a Ibn Ishaq (704-767); y la Historia de los profetas y reyes
y el Comentario al Corán, de al-Tabari
(838-923).
Tercero. Lo que se
deduce por analogía (qíyas)
con lo que está prescrito en el Corán y la zuna. Este principio ha sido
muy
controvertido, es rechazado por las escuelas más estrictas y, en
definitiva,
siempre tienen preeminencia las otras dos fuentes primarias. En
cualquier caso,
se da por supuesta la obligación indiscutible de configurar el presente
a
imagen y semejanza de los modelos sacralizados del pasado.
Cuarto. Lo que ha
fijado el consenso (iyma'a)
de doctores de la ley ortodoxos, sea a escala local o exigiendo la
conformidad
unánime y universal de todos los ulemas. Este principio de
interpretación es
muy discutido: no todas las escuelas lo entienden de la misma manera, y
algunas
rechazan sin más la validez del consenso. Entre los suníes, se suele
considerar
que este criterio ya no es admisible, pues todo estaría interpretado y
fijado
desde mediados del siglo IX. Los chiíes, en cambio, pueden admitir
nuevos
desarrollos por parte de los imanes.
En algún momento de
la historia, se utilizó
un quinto principio, consistente en la aplicación de la razón humana
y
su lógica para la investigación de los textos del Corán y la tradición.
Este
principio fue defendido por la escuela jurídica hanafí y, sobre todo,
por la
escuela teológica mutazilí, en el siglo IX; y más tarde,
minoritariamente, por
algunos pensadores posteriores, como al-Farabi o Ibn Rushd.
Pero el destino de los defensores de la razón fue el ser perseguidos
hasta su
desaparición. Desde al-Ghazali (Algazel), todas las escuelas
reconocidas
rechazan cualquier autonomía de la razón, en aras del valor absoluto de
la
«revelación» y la tradición escolástica.
En el segundo y
tercer siglo del islam, en
zonas culturalmente distintas del imperio califal, surgieron escuelas
jurídicas
diferenciadas, de las que, en el ámbito suní, han permanecido cuatro
con una
fuerte implantación hasta el presente. La manera particular como cada
una de
las escuelas (madahib)
emplea en su metodología los principios mencionados es clara en su
planteamiento, pero también variable a lo largo del tiempo (véase Küng
2004,
págs. 306-314). En realidad, ha habido contaminaciones históricas de
unas a
otras, y cabe constatar una especie de deriva común hacia el
tradicionalismo y
el legalismo en su jurisprudencia (fiqh), como concreción
práctica de la charía. Además, habría que tener en cuenta
cómo, en cada Estado, la «ley
islámica» coexiste actualmente con una legislación o constitución
afines a las
occidentales. Las cuatro escuelas jurídicas clásicas o ritos del
sunismo son:
1. La escuela malikí
recibe su nombre
del ulema Malik Ibn Anas
(710-795), quien sistematizó el primer código jurídico islámico en un
manual de
derecho. Buscó sus fundamentos, aparte del Corán, en los hadices de
Mahoma y en
la praxis jurídica mediní. Esto significa que utilizó como norma el
derecho
consuetudinario sancionado por el consenso local de los doctores de
Medina, que
más tarde quedaría inmovilizado. Es la escuela más marcada por el
conservadurismo. En la actualidad su influjo es predominante en el
norte de
África, Mauritania, Nigeria, el alto Egipto, Sudán y la costa oriental
de
Arabia.
2. La escuela hanafí
se remite a Abu
Hanifa (699-767), nacido
en Kufa, actual Irak. Desarrolló una doctrina más abierta y flexible en
la
interpretación de la ley islámica, cuya meta sería buscar la mejor
solución
para el bien de la comunidad. Toma como punto de partida el Corán y la
zuna,
pero admite la analogía y, si esta no es concluyente, deja margen a la
dialéctica jurídica y a la discreción y libre decisión del juez. Fue la
escuela
jurídica oficial durante la dominación de la dinastía abasí. Y volvió a
serlo
también en el Imperio Otomano. Hoy día, esta escuela sigue teniendo
fuerza en
Turquía, Balcanes, Egipto, Siria, Irak, así como en parte de India,
Pakistán y
Asia central.
3. La escuela shafií,
un siglo
posterior a las anteriores, fue
fundada por Muhammad Ibn Idris al‑Shafií (767-820), natural de Gaza y
eminente
jurisconsulto en El Cairo. Se propuso unificar el derecho islámico,
haciendo
síntesis de las diferentes escuelas, por lo que se le ha calificado
como padre
de la jurisprudencia musulmana. En efecto, en él madura la transición
desde las
escuelas antiguas a un nuevo paradigma. Fue él quien elaboró la teoría
de los
cuatro principios de la jurisprudencia: el Corán, la zuna (los hadices,
descartando las tradiciones locales), la inferencia analógica y el
consenso de
los doctores. Como fuentes de la ley, su método da la mayor importancia
a los
hadices de Mahoma, a los que confiere el mismo valor que al Corán en
cuanto
fuente del razonamiento jurídico. Trata de establecer reglas estrictas
para
evitar en lo posible cualquier arbitrariedad jurídica. Y descarta las
tradiciones locales. Asimismo, teoriza sobre el concepto de abrogación,
o
revocación de una norma jurídica por otra posterior, en caso de
hallarse
contradicciones en las fuentes. Argumenta que las sentencias de Mahoma
poseen
la inspiración divina y, por lo tanto, su autoridad es inapelable. Al
final, el
propio Corán debe interpretarse a la luz de la zuna del profeta.
Al-Shafií restringe
el alcance del uso de la
analogía y rechaza cualquier ponderación del juicio personal. No cabe
ninguna
divergencia de opinión. Toda decisión jurídica debe extraerse de los
preceptos
explícitos en las tres fuentes, el Corán, la zuna de Mahoma y el
consenso
universal de todos los musulmanes; o bien, se debe buscar un precedente
análogo
en esas fuentes, sin poder entrar jamás en contradicción con ellas. De
este
modo, al-Shafií construye un sistema tan cerrado que bloquea todo
desarrollo
ulterior de la doctrina y del derecho. Ni siquiera vale ya apelar al
espíritu
del Corán, cuya interpretación queda completamente subordinada a lo
establecido
por la tradición de los hadices. El tradicionalismo saldrá reforzado.
Con el
tiempo, la doctrina shafií acerca de la autoridad vinculante de la
tradición
acabó imponiendo su rigidez en las demás escuelas y empujándolas
fatalmente al
anquilosamiento. A la escuela shafií pertenecería un teólogo tan
influyente
como al-Ghazali. En la actualidad, sus partidarios se extienden por el
bajo
Egipto, Siria, la costa occidental de Arabia, África oriental y Sureste
asiático.
4. Por último, la
escuela hanbalí se
remonta a Ahmad Ibn Hanbal
(780-855), que nació y murió en Bagdad. Discípulo de al-Shafií, condujo
el
tradicionalismo de su maestro hasta una posición extrema. Insistió en
la
obligación de atenerse al sentido literal del Corán y de los hadices
(de los
que él mismo recopiló más de ochenta mil). Solo acepta la
interpretación
estrictamente literal del Corán y de la zuna, únicas fuentes de la charía,
cuyos preceptos han de observarse meticulosamente. En contrapartida,
puede
haber cierta libertad para las cuestiones que no están resueltas
expresamente
en los textos canónicos. Esta escuela es la predominante hoy en Arabia
Saudí y
Emiratos Árabes. En esta escuela hanbalí surgió, inspirado además en
Ibn
Taimiya, el movimiento de renovación arcaizante o salafista denominado wahabí,
iniciado en Arabia por Abd al-Wahhab (siglo XVIII). Desde su
literalismo
fundamentalista pretende que sean abolidas todas las demás escuelas,
que estima
poco ortodoxas.
La herencia de
estas cuatro escuelas clásicas
de jurisprudencia, aun reconociendo su gran labor de sistematización
del
derecho islámico, presenta históricamente un balance negativo. El
resultado es
que, desde el siglo IX, solo sea lícito interpretar el Corán y la
tradición
dentro del marco constrictivo de dichas escuelas. El deber de la
imitación
estricta ha vuelto virtualmente imposible cualquier deliberación
jurídica
independiente y ha asfixiado toda creatividad, condenando en
consecuencia
cualquier innovación. En general, se mantiene una prohibición absoluta
de
innovación (bid'a).
Este término,
opuesto a tradición (sunna), alude a algo nuevo que no ha
existido antes
ni tiene analogía con nada anterior. Admitir tal novedad en el islam es
reprobable y está anatematizado como herejía y perdición (al-Bujari, Sahih
Bukhari, volumen 3, libro 49, nº 861; Sahih Muslim, libro
18, nº
4266). Al menos en el espacio del sunismo, la tesis mayoritaria
sostiene que en
el siglo cuarto de la hégira se produjo el «cierre de la puerta de la
interpretación» independiente (iytihad), lo que supone
proscribir todo
espíritu crítico. Tras la derrota de los mutazilíes y la proscripción
de
pensadores como Ibn Rushd, la mayoría suní (en la actualidad el 83% de
los
musulmanes), se atiene a la observancia formal e indiscutible de las
leyes y
los ritos decretados de una vez para siempre –a menos que esto llegue a
ser
revisado mediante reformas que revisen la tradición y reinterpreten las
fuentes–.
Por otro lado, en
el ámbito de la
jurisprudencia chií, destacan la escuela zaydí (de Zayd Ibn
Ali
al-Husayn (695-740) y la escuela yafarí (de Yafar al-Sadiq
(702-765),
también denominada ismailí o duodecimana, que es la mayoritaria. Se
dice que
dan un mayor papel al procedimiento de exégesis racional (aql),
siempre
que esta sea compatible con el Corán y la tradición de Mahoma. Sin
embargo, no
cabe mucha racionalidad. Según se comprueba en libros y en Internet, lo
que en
los medios musulmanes llaman «ciencia del Corán», «ciencia del hadiz» o
«ciencia islámica» es un discurso de estilo enrevesado y estéril, cuya
condición preliminar estriba en la renuncia al análisis racional y en
la
presunción de que la verdad está ya precontenida plenamente en el texto
estudiado, de manera que, aunque se admitieran interpretaciones nuevas,
es
teológica y metafísicamente imposible avanzar más allá o producir un
conocimiento realmente nuevo.
Por lo demás, las
diferencias entre las
escuelas de jurisprudencia suníes y chiíes apenas son significativas,
en la
medida en que no afectan a nada importante o fundamental de la fe.
Todas las
escuelas jurídicas, tanto suníes como chiíes, concuerdan en sostener
que el
Corán y la zuna (los hadices) de Mahoma conforman el núcleo duro,
inalterable
por considerarse de derecho divino. Constituye lo estrictamente islámico,
según algunos comentaristas, que opinan que la jurisprudencia de las
escuelas
hay que valorarla solo como ley musulmana, no revelada. Sin
embargo, no
parece que la plasmación de la charía en las fetuas de los
ayatolás,
ulemas o muftíes deje de tener una vigencia jurídica obligatoria.
De cara al público,
los apologistas y
proselitistas del islamismo lo presentan como una religión simple en la
teología, fundada en la unicidad de Dios, y sencilla en la práctica,
vinculada
básicamente a la observancia de los cinco pilares del islam, que
constituyen
las obligaciones primarias de todo musulmán. De manera que bastaría con
cumplir
los cinco preceptos:
– Primero, el
testimonio (shahada) o
profesión de fe en que no
hay más dios que Alá y que Mahoma es su mensajero.
– Segundo, el azalá
o rezo conforme al ritual
prescrito: cinco veces
al día y en la mezquita sobre todo los viernes.
– Tercero, el
azaque o pago del tributo
legalmente estipulado.
– Cuarto, el ayuno (sawm)
durante el
mes de ramadán según las
prescripciones.
– Quinto, la
peregrinación (hayy) a la
«casa de Alá», a venerar
la piedra negra de la Kaaba en La Meca.
Señalemos, de paso,
que algunos especialistas
consideran que hay otro pilar fundamental, que sería la yihad, como
deber de
combatir con todos los medios por la defensa y expansión del islam.
Pero ya se
tratará de esto en su momento, más adelante.
Esa simplicidad con
la que se presenta la
religión islámica, a poco que investiguemos la realidad, se nos
descubre más
bien como aparente, como una racionalización un tanto superficial, que
conecta
bien con el desconocimiento o la desorientación intelectual de muchas
personas
y con la buena predisposición del psiquismo religioso de quienes creen
hallar
una respuesta satisfactoria a su devoción interior, a su desilusión
ideológica
o a su anhelo de acogida social. Por lo demás, como es obvio, este
mecanismo
psicosocial funciona de forma parecida en cualquier otra religión y
cada
individuo o comunidad lo proyecta en la fe que encuentra, o encuentra
la fe al
proyectar dicho mecanismo.
Más allá de la
impresión de simplicidad, hay
que ser honestos y señalar que esos llamados pilares del islam
representan solo
el diminuto vértice de una colosal pirámide de preceptos,
prescripciones y
proscripciones, no menos obligatorios, destinados a regular
minuciosamente la
existencia entera de los musulmanes, desde el útero a la tumba y desde
el
amanecer al ocaso. Las cinco prosternaciones del azalá compendian
simbólicamente las infinitas prosternaciones mentales y
comportamentales a las
que se ven compelidos, en una concepción del ser humano cuyo ideal
propone la
completa sumisión a las regulaciones fijadas para siempre por el Corán,
la
tradición (millares de hadices) y los dictámenes (tendentes al
infinito) de las
escuelas de jurisprudencia, ancladas en la ortodoxia medieval de hace
diez
siglos. Esta sumisión comporta la renuncia de facto a todo atisbo de
autonomía
individual. No es que no quepan espacios de actuación libre –y hasta
despótica–, sino que siempre se requiere el previo refrendo jurídico,
sea el
visto bueno de los alfaquíes o el apoyo de algún subterfugio legal.
Ese intrincadísimo
aparato de regulación, a
la vez religiosa, social, política y personal, que manda «ordenar el
bien y
prohibir el mal» (más claramente: imponer la charía y perseguir
a los
incumplidores y opositores), plantea a sus seguidores un sinfín de
problemas y
conflictos de todo tipo, que el mismo sistema se ofrece a resolver,
pero que,
paradójicamente, no existirían si él no los generara.
Ahora bien, al
insistir en los cinco pilares
y en la proliferación jurídica no se explicita adecuadamente la
estructura
asimétrica que sustenta el edificio de la sociedad islámica. Junto a
los
pilares que sirven para mantener las relaciones entre musulmanes y
unificar la umma,
o comunidad creyente, en la práctica hacia dentro, hay que
poner al
descubierto, al mismo tiempo y en el seno mismo del sistema, una triple
asimetría fundamental sobre la que se asienta: la estratificación
social basada
en la discriminación de sexo (que margina a las mujeres), la
estratificación
social basada en la discriminación de clase económica (que privilegia a
los
ricos y poderosos) y la estratificación social basada en la
discriminación de
religión (que subordina a judíos y cristianos, porque no se concibe que
pueda
haber politeístas ni ateos en una sociedad musulmana).
Con todo, el cuadro
no estaría completo si no
resaltamos explícitamente la práctica hacia fuera, en relación
con las
sociedades exteriores a la umma, es decir, con los no
musulmanes. Aquí,
encontramos el mandato ortodoxo de actuar «en la senda de Alá», que
consiste en
la lucha (yihad) por la supremacía final del islam (Corán 2,193).
Esquematizando, en esta relación caben varias estrategias,
condicionadas por
las circunstancias. Según la correlación de fuerzas, si los musulmanes
se
hallan en situación de superioridad, su deber es el combate, la
victoria y el
reparto del botín. Si están en situación de debilidad, buscarán la
tregua,
mientras procuran el fortalecimiento. Por otro lado, según sea la
religión de
los otros, si se trata de monoteístas, llegado el momento, ha de
observarse
esta secuencia: advertencia para que acepten el islam; y ante la
negativa,
ataque, subordinación estructural y exacción permanente. Cuando se
trata de
politeístas (y ateos), la pauta es: advertencia y, ante al rechazo,
ataque y
liquidación (muerte) o apropiación del botín (venta, esclavización,
asimilación
forzosa). Al menos, todo esto es lo que manda la doctrina clásica, y no
consta
que ninguna escuela jurídica o autoridad religiosa lo haya abolido.
Desde un enfoque
más teórico y crítico, ¿cómo
habría que comprender el éxito de semejante sistema islámico? Se podría
pensar
que, en la evolución histórica, la religión de Mahoma fue un sistema de
creencias y prácticas seleccionado por las condiciones de la expansión
económico-militar, ocurrida en el territorio árabe, a principios del
siglo VII.
Pero no es exactamente así, porque el islam no preexistía a la
unificación
árabe, no era anterior al proceso
que llevó, mediante la práctica del saqueo, la guerra intertribal y la
acumulación supratribal, a la formación del Estado, con Mahoma como
máxima
autoridad política, militar y religiosa. Más bien, se diría que el
islam fue
ideado para llevar a cabo ese plan y reforzarlo ideológicamente, a
medida que
desarrollaba su capacidad para subyugar los espíritus de aquellas
gentes. Las
superestructuras se fueron creando en interacción con la transformación
de las
infraestructuras y de las estructuras políticas, dando por resultado un
sistema
caracterizado por la economía de expoliación (conforme al modo de
producción
tributario), el confinamiento de la mujer en el sistema de
reproducción, el
completo control ritual de la sociedad, la destrucción o el
sometimiento de los
enemigos, el legalismo arbitrista como canalización del dominio y la
supremacía
militar. Un filósofo de la sospecha podría especular con la hipótesis
de que
todo ello se aglutinó en virtud del ardid de hacer pasar la voluntad de
poder
de un hombre sagaz por voluntad sagrada de Alá.
Al principio, el
mensaje predicado por
Mahoma, durante el período de La Meca y con escaso impacto, contenía
fundamentalmente exhortaciones y consejos, pero no legislación y
mandatos
obligatorios, tal como queda reflejado en los capítulos mecanos del
Corán. Pero
la actitud del predicador y su mensaje se revolucionaron en la fase de
Medina. Tal vez por
necesidad de
adaptarse a las nuevas circunstancias, o por la dinámica de una defensa
que se
transformó en ataque, las intuiciones prístinas de la «revelación»
experimentaron una serie de mutaciones, una desviación creciente y una
remodelación hacia el islam político, militar y económico. El mecanismo
de la
agregación de aliados para la guerra mediante la coerción de la guerra
o la
amenaza, y la acumulación de recursos mediante el expolio de riquezas
producidas por otros, vencidos o subyugados, resultó tremendamente
eficaz,
empezando por los judíos de Medina, la conquista de La Meca y el
sometimiento
de las tribus árabes. Después, vendría el asalto al imperio romano y al
persa.
Esta historia inicial y fundacional resultó fundamental para fraguar el
modelo
coránico. Se organizó un dispositivo ideológico, ritual y
jurídico-militar,
conformado como una implacable maquinaria de poder, destinada a operar
el
sometimiento de sociedades y mentes humanas. El secreto radicaba en
creer y
hacer creer que se trataba de obtener el sometimiento al Dios
omnipotente.
Sobre la base de
esa presunción de fe, se
levantó el sistema, y a ella se ha remitido siempre su mantenimiento y
su
expansión. Es innegable que se dan elementos similares en otras
creencias. Pero
cada una presenta un perfil peculiar. ¿Cómo se gesta en concreto la fe
islámica
del musulmán? En el plano individual y de manera general, se puede
explicar que
alguien se hace musulmán por haber nacido en una familia o un entorno
social
islámicos. Pero, más en detalle, la génesis psicosocial se podría
describir, de
forma simplificada, mediante alguno de los siguientes esquemas. Uno: A
uno le
muestran un libro, el Corán, y le dicen que allí está escrito lo que
Dios/Alá
reveló a Mahoma; y, sin prueba alguna de ello, uno se lo cree y se
adhiere con
sus sentimientos religiosos. Dos: Otra posibilidad es que uno
personalmente lee
el Corán y se cree, sin medio de comprobarlo, lo que el libro dice de
sí mismo,
a saber, que todo lo allí escrito es literalmente palabra de Dios.
Tres:
También puede ser que a uno le cuenten que tal y tal afirmación está
revelada y
escrita en el Corán, o que hay personas que lo han leído y dicen que
así está
escrito y revelado verdaderamente. Y uno, entonces, de oídas y sin
prueba
alguna de tal revelación, se lo cree sinceramente. A partir del momento
en que
uno se lo ha creído, todo lo que esté escrito se tendrá
incuestionablemente por
verdadero (porque, según dicen, lo dice Dios) y se tendrá por bueno
(porque,
según está escrito, o lo dice el mensajero, o lo dice Dios). Una vez
llegado a
este punto, aquel que duda, o piensa o siente lo contrario, por un
instante, experimenta
que salta en su mente la advertencia de que caerán sobre él los
tremendos
castigos que el libro asegura que Alá/Dios le enviará. La mano divina
no es
visible, claro está, aunque infunda un miedo profundo y quizá esto
baste. Pero,
si socialmente uno ve la mano humana dispuesta a castigar y hasta dar
muerte en
nombre de la invisible, entonces queda del todo patente una poderosa
razón para
la sumisión, sin requerimiento de más pruebas.
2.
Las
incongruencias, la doctrina de la
abrogación y la yihad
Desde un enfoque
histórico-crítico, en toda
religión podemos encontrar puntos débiles, que la relativizan y
desvelan su
contingencia. A veces, cuanto más grande es la ambición de absoluto,
más se
trasluce la finitud humana. El Corán y Mahoma no están exentos de estos
síntomas. No es complicado encontrar en ellos afirmaciones a partir de
las
cuales se desvelaría el carácter falible, o demasiado humano, del
texto, que,
en algún punto, casi da pie para impugnarse a sí mismo. En efecto,
tomemos en
serio lo que dicen algunas aleyas, que se comentan a continuación.
Primera: «Te hemos
enviado a los hombres como
mensajero. Dios basta como testigo» (Corán 4,79). Pues bien, respecto a
esta
primera afirmación, que pone a Dios como testigo único y suficiente de
que
Mahoma es su mensajero, cabría decir que nadie, que sepamos, tiene a su
alcance
semejante testimonio. Todo gravita sobre el argumento de la autoridad
divina;
sin embargo, esta resulta absolutamente incontrastable. El único que
realmente
compareció como «testigo» fue el presunto mensajero, que invocaba como
testigo
de su misión a Dios. Pero, al mismo tiempo, se dice que Dios no habla
más que
por boca del propio Mahoma. En esta circularidad, se da una petición de
principio. Además, cualquiera que asegurara haber recibido el
testimonio divino
tendría igualmente pendiente el ofrecernos una prueba convincente de
ese origen
divino.
Segunda: «Quien
obedece al mensajero obedece
a Dios» (Corán 4,80 ). Esta afirmación es de índole pragmática: de lo
que se
trata es de obedecer al mensajero, para lo cual se aduce la suposición,
no
demostrada, de que tal cosa equivale a obedecer a Dios. Esta
equivalencia
carece de apoyo evidente, puesto que ya sabemos que nunca comparece el
testigo
divino ante los mortales. Lo que sí obtenemos es una clave normativa:
lo que se
exige, en la práctica, es aceptar lo que dice Mahoma y obedecer a
Mahoma. Esto
es todo lo que el creyente tiene a su alcance. Lo recalca esta otra
aleya:
«¡Temed a Alá, y obedecedme a mí!» (Corán 26,108). Porque «Quien
desobedezca a
Alá y a su mensajero se habrá extraviado manifiestamente» (Corán
33,36). La
retórica teológica no tiene otro fin que a cumplir una función de
refrendo y
autolegitimación.
Tercera: «¿No han
examinado el Corán? Si no procediera
de Dios, encontrarían en él numerosas contradicciones» (Corán 4,82).
Por si el
argumento del testimonio de Dios (inverificable) no bastara, se recurre
a otro
argumento de tipo lógico, racional y verificable, a favor de la
procedencia
divina del mensaje: se arguye la ausencia de contradicciones internas
en el
texto coránico. Pero es que no es ese precisamente el caso. El hecho
comprobado
es que encontramos en el Corán las contradicciones que él mismo afirma
inexistentes, y son numerosas. La conciencia de este hecho fue la que
condujo a
la formulación de la doctrina de la abrogación. Esta se creó
como un
instrumento para solventar los evidentes casos de discrepancia interna,
incoherencia o contradicción entre unas aleyas y otras (más de un
centenar).
Más tarde se proscribiría la exigencia lógica. Se produjo el cierre
total de la
interpretación (iytihad), excepto entre los chiíes, de manera
que se
proscribió definitivamente todo examen racional, declarando intangible
el Corán
y sus lecturas tradicionales. Ya solo cabía la imitación (taqlid)
y la
aplicación estricta de las interpretaciones tradicionales, sin hacer
preguntas.
El peso del fideísmo es tal, en creyentes, que para ellos no puede
haber
contradicciones y, por consiguiente, dejan de percibirlas.
A veces, el intento
de justificación se
desmorona por sí solo, se rebate a sí mismo sin proponérselo. Por
ejemplo, la
doctrina más central del islam es la afirmación de la unidad de Dios (tawhid)
y la negativa a asociar a nadie con él. Sin embargo, observamos que ya
la misma
fórmula del credo islámico (que, por cierto, no aparece como tal en el
Corán)
da lugar a una discordancia de la unicidad, al asociar a Mahoma con Alá
tan
íntimamente que no se conoce, en plenitud, a este sino por aquel. Esto
se significa,
con claridad, en el hecho de haber introducido a Mahoma formando parte
indivisa
de la profesión de fe: «Atestiguo que no hay más dios que Alá y Mahoma
es el
mensajero de Alá». Un exegeta más incisivo y drástico podría especular
que no
es solo que Mahoma se asocie a Dios, sino que, en el funcionamiento
práctico de
la fe, en cierto modo lo sustituye, puesto que el creyente solo puede
tener
constancia de lo que dijo Mahoma: todo lo que se dice acerca de Dios es
Mahoma
quien lo dice; y asimismo, todo lo que en el Corán se dice acerca de
Mahoma es
Mahoma quien lo ha dictado. Y solo a él se le escuchó hablar, por más
que
dijera que aquello procedía de una revelación divina, inescrutable.
Durante el período
de La Meca, Mahoma
predicaba la fe en la unidad de Dios, que, no obstante, ya estaba en el
monoteísmo hebreo y cristiano, e incluso en la filosofía helénica.
Pasemos por
alto la tentación de Mahoma, en La Meca, cuando –aunque luego
rectificó– llegó
a reconocer como intercesoras a las «hijas de Alá», Lat, Uzza y Manat
(mencionadas en Corán 53,19-20), tres diosas veneradas en Arabia y
pertenecientes al panteón preislámico. Lo cierto es que la fe
inicialmente
predicada se habría visto, luego, enturbiada por el desarrollo ulterior
del
islam, en Medina. Se operó una asociación de Dios con otro, al vincular
a Alá
obligatoriamente con Mahoma, como el mediador del que depende la
definitiva
revelación divina, fundamental en la profesión de fe y en la
conformación de
todo el régimen de vida de los creyentes. Pero, además de estas
incoherencias,
la predicación fue derivando cada vez más hacia la imagen de un
Dios/Alá
belicoso, castigador, vengativo y arbitrario. El infierno es un tema
central en
la predicación de Mahoma: el Corán dedica más menciones a la amenaza
del
infierno (367 aleyas) que a la promesa del paraíso (312 aleyas) (véase
Phipps
1999, pág. 203). Con posterioridad, el tradicionalismo consagrará esa
imagen
amenazante en una concepción de la divinidad más bien irracionalista,
garante
de un abrumador normativismo teocrático.
Las fuentes
islámicas no atribuyen gran
importancia a los milagros como prueba de la fe, o motivo para creer,
aunque no
los excluyen del todo. Uno de los más destacados sería ese
acontecimiento
maravilloso narrado en el sura 17, titulado El viaje nocturno:
«Gloria a
quien hizo viajar a su siervo una noche, desde la Mezquita Sagrada
hasta la
Mezquita Lejana, cuyos alrededores hemos bendecido para mostrarle parte
de
nuestros signos» (Corán 17,1). Aunque no faltan algunos comentaristas
que lo
interpretan como un sueño o una visión, la tradición ortodoxa más
extendida
sostiene que se trata de un viaje real, ocurrido el año 621, desde la
mezquita
de La Meca a la mezquita lejana de Jerusalén. Tal pretensión resulta
doblemente
increíble. Primero, por lo fantástico del propio viaje. Pero, además,
porque en
absoluto se puede aludir a una «mezquita» de Jerusalén (supuestamente,
la
mezquita de Al-Aqsa) en vida de Mahoma, máxime en esa fecha, cuando
todavía
faltaban diecisiete años para que Jerusalén fuera conquistada por el
califa
Omar (en 638) y noventa años para que se completara la edificación de
Al-Aqsa.
Era imposible que en Jerusalén existiera mezquita alguna. Y lo más
verosímil es
que tampoco hubiera ninguna mezquita en La Meca, con anterioridad a la
toma de
la ciudad por los musulmanes, en el año 630.
El problema de las
incongruencias del texto
coránico se hizo patente cuando se recopiló el Corán y se dieron cuenta
de que
había incoherencias y hasta contradicciones entre unas aleyas y otras
de
pasajes diferentes. La llamada «ciencia islámica» propuso la doctrina
de la
abrogación, que sostiene que la validez de una aleya determinada ha
sido
suprimida o cancelada por otra aleya cronológicamente posterior y
referida al
mismo asunto (con la cuestión concomitante de averiguar dicha cronología). Es muy probable que el
problema
se hubiera planteado ya en vida de Mahoma, pues así se refleja en dos
aleyas:
«No abrogamos ninguna ley ni la hacemos olvidar sin traer otra mejor o
similar.
¿Acaso no sabes que Alá tiene poder sobre todas las cosas?» (Corán
2,106).
«Cuando ponemos una aleya para sustituir a otra, y Alá bien sabe lo que
hace»
(Corán 16,101). Por lo general, se trata de versículos dictados en La
Meca, que
habrían sido abrogados por otros, dictados más tarde en Medina y de
carácter
más duro.
Aunque no haya
unanimidad, el hecho es que
hay constancia de numerosas abrogaciones (más de 170) reconocidas
ampliamente
por la tradición y aceptadas hoy como válidas. Pueden consultarse en
Internet.
Entre otros
ejemplos, podemos evocar las
aleyas más tolerantes con las bebidas alcohólicas (Corán 2,219 y 4,43),
que
habrían sido abrogadas por otra aleya rigorista del sura quinto (Corán
5,90-91).
Pero, sin duda, la
ilustración más importante
de esa sustitución de una «revelación» por otra la tenemos en la teoría
y la
práctica de la yihad. Los especialistas que lo han investigado señalan
una
sucesión de cinco fases. El Corán, en sus pasajes más antiguos,
entiende la yihad como una actitud pacífica y no violenta del
creyente, que debe responder al
mal con el bien, pacientemente, dejando a Dios la sanción: «Ten
paciencia con
lo que dicen [los incrédulos] y apártate de ellos discretamente» (Corán
73,10).
«No es igual obrar el bien y obrar el mal. Rechaza el mal con buena
actitud y
entonces tu enemigo se convertirá en tu amigo ferviente. Pero esto solo
lo
consiguen los que son pacientes» (Corán 41,34-35). «Recibirán doble
recompensa
por haber tenido paciencia, por haber respondido al mal con buena
actitud»
(Corán 28,54). «Responde al mal con buena actitud. Sabemos bien lo que
murmuran
de vosotros» (Corán 23,96).
En la última etapa
de La Meca, antes de la
huida a Yatrib, apreciamos un cambio de actitud. En vez de responder
amablemente, se autoriza la defensa en forma de venganza puntual:
«Quien toma
venganza, cuando ha sido agraviado injustamente, no incurrirá en falta»
(Corán
42,41). «Si os agreden, responded del mismo modo que os han agredido.
Pero, si
sois pacientes, es mejor para vosotros» (Corán 16,127).
Después del
traslado a Medina, se convierte
en norma el combatir a los que atacan y, si es preciso, exterminarlos;
pero
está prohibido ser los primeros en atacar: «Combatid en la senda de Alá
contra
quienes combatan contra vosotros, pero no seáis vosotros los agresores.
Dios no
ama a los agresores. Matadlos dondequiera que los encontréis y
expulsadlos de
donde os hayan expulsado. Pues la opresión es peor que el homicidio.
(...) Esa
es la retribución de los incrédulos» (Corán 2,190-191). Mahoma va
implantando
un régimen de castigos para los agresores: «El castigo de quienes hacen
la
guerra a Alá y a su mensajero y siembran corrupción en la tierra será
que sean
matados sin piedad, o crucificados, o amputados de manos y pies
opuestos, o
desterrados del país. Así sufrirán humillación en esta vida y un
terrible
castigo en la otra» (Corán 5,33).
Más adelante, la
lucha armada se amplía y
queda permitida no solo en defensa propia, sino específicamente en
defensa
de la religión, de manera que este se estipula como motivo de
guerra justa:
«Fueron expulsados injustamente de sus hogares solo por haber dicho
‘Nuestro
Señor es Alá’. Si Alá no hubiera vencido a los incrédulos por medio de
los
creyentes, se habrían derruido monasterios, iglesias, sinagogas y
mezquitas,
donde se invoca sin cesar el nombre de Dios. Pero Alá, ciertamente,
socorre a
quien defiende su religión» (Corán 22,40).
Finalmente, el
Corán legitima el tomar la
iniciativa con la espada contra los no creyentes, llegando a
alentar e
incluso ordenar la agresión planificada y la conquista militar con el
fin de
imponer el islam: «Cuando os enfrentéis a los infieles, asestad los
golpes de
espada en el cuello hasta derrotarlos. Entonces, atadlos fuertemente.
Luego,
liberad a los que os parezca o pedid su rescate, y que así acabe la
guerra.
(...) Alá guiará a quienes combatan y hará que prosperen (...) Oh
creyentes, si
lucháis por Alá, él os auxiliará y afianzará vuestros pasos. ¡Perezcan
quienes
no creen!» (Corán 47,4-8). «¡Que no piensen los infieles que van a
escapar! ¡No
podrán! Preparad contra ellos toda la tropa y toda la caballería que
podáis,
para aterrorizar a los enemigos de Alá que son los vuestros» (Corán
8,59-60).
«¡Oh profeta, exhorta a los creyentes al combate! Si hay entre vosotros
veinte
hombres tenaces, vencerán a doscientos. Y si cien, vencerán a mil
infieles»
(Corán 8,65). El tono de la yihad va subiendo gradualmente, hasta
desembocar en
el sura 9, una de las últimas «revelaciones» coránicas, en la célebre
«aleya de
la espada», que dice: «Cuando hayan pasado los meses sagrados, matad a
los
asociadores dondequiera que los encontréis. ¡Capturadlos! ¡Cercadlos!
¡Tendedles emboscadas en todas partes!» (Corán 9,5).
Este precepto
revoca los anteriores y
constituye el mandato definitivo de Alá, que establece la obligación de
combatir a los no musulmanes hasta conseguir su rendición. Es un deber
absoluto, no condicionado a ninguna agresión previa de los no creyentes
y sin
límites en su proyección ulterior. Después de la caída de La Meca ante
las
tropas de Mahoma y dominada buena parte de Arabia, persistió el
llamamiento a
la guerra por el islam, es decir, a una acción ofensiva persistente,
que mira
más allá, empezando por la expulsión de los judíos y cristianos de
Arabia y la
expedición contra los bizantinos del Norte: «¡Combatid contra quienes,
habiendo
recibido el Libro, no creen en Alá ni en el último Día, ni prohíben lo
que Alá
y su mensajero han prohibido, ni practican la religión de la verdad!
Hasta que,
humillados y sometidos, paguen el tributo» (Corán 9,29). Este mismo
sura
promete a los soldados que mueran en la yihad que irán inmediatamente
al
paraíso, a los «jardines en los que gozarán de delicia sin fin» (Corán
9,21 y
72).
En suma, queda
claro que por yihad se
entiende la guerra instituida
por Dios, para extender el islam a territorios no islámicos y para
defender al
islam en peligro. Así se le manda a todo musulmán, a quien se conmina a
no
volver la espalda, salvo que esté incapacitado.
He expuesto cómo
opera el principio de
abrogación, según el cual la tradición musulmana mayoritaria sostiene
que todas
las alusiones coránicas a la tolerancia hacia otras religiones han sido
revocadas por esta última aleya. El comentario de Abdel Ghani Melara,
en su
canónica traducción del Corán, anota expresamente: «Esta es la aleya
conocida
con el nombre de ayatus‑saif (aleya de la espada) que abroga
todas las
disposiciones anteriores concernientes a las relaciones con los no
musulmanes».
En consecuencia, habrían sido abolidas unas 113 aleyas anteriores, que
muestran
alguna tolerancia religiosa hacia otras creencias y esta sería la
última
palabra del Corán acerca de la yihad: la umma, en permanente
estado de
guerra con el mundo no musulmán. Es verdad que hay otros eruditos
musulmanes
que discrepan de una interpretación así y llegan a afirmar que les
parece de
una estupidez incomprensible, pero son una exigua minoría.
Por lo demás, el
mismo tipo de evolución
aparece atestiguado en los
hadices, donde se cuenta que Ibn Abbas, primo paterno de Mahoma,
sostenía que
la aleya que dice «Será Alá quien juzgue a los creyentes, los judíos,
los
sabeos, los cristianos, los zoroastrianos y los asociadores, el día de
la
resurrección» (Corán 22,17) había sido abolida y sustituida por esta
otra: «Y
si alguien desea una religión diferente del islam, no se le consentirá
y en la
otra vida será de los perdedores» (Corán 3,84). De modo que la cuestión
de las
abrogaciones no es algo hipotético, ni se trata de una innovación
tardía, sino
que se remonta a los orígenes. La controvertida cuestión de las
abrogaciones
constituye un tema clásico de la jurisprudencia islámica, a lo largo de
la
historia, muy probablemente como uno de los modos de salvar las
visibles
discrepancias entre diferentes pasajes del texto coránico.
3.
El
islam histórico y algunas claves explicativas
No cabe duda de que
la evolución
histórica del conglomerado que se pone a sí mismo bajo la denominación
de islam
presupone, como ya se ha visto, una referencia intrínseca y permanente
al
núcleo doctrinal, a las fuentes narrativas y a las escuelas jurídicas
islámicas. Pero no está tan claro que esta referencia baste para
explicar la
conformación, declive y caída de los imperios islámicos, de la llamada
«civilización islámica». Ni tampoco para explicar el actual auge de los
movimientos islamistas o para adivinar el futuro del islam. De hecho,
se han
formulado varias teorías al respecto. No entro en un estudio histórico,
que
aquí sería desproporcionado, pero aludiré muy brevemente a cuatro
autores que,
a mi juicio, dan una visión interesante de la trayectoria seguida.
La obra de Hans
Küng, El islam. Historia,
presente, futuro (2004), presenta un compendio excelente. Trata
todas las
cuestiones, con valentía, lucidez y un talante favorable al
entendimiento con
el mundo musulmán. Aplica un método de análisis de los cinco paradigmas
que
detecta en las sucesivas épocas del islam:
– Primero, el paradigma
de la comunidad
protoislámica
(622-661), capital Medina, que termina con la escisión de la
protocomunidad
(cisma del chiismo) y la primera confrontación con la cristiandad de
Bizancio.
– Segundo, el paradigma
del imperio árabe,
es decir, del
califato omeya (661-750), capital Damasco, que incluye la confrontación
islamo-cristiana en Hispania.
– Tercero, el paradigma
del islam clásico
como religión universal,
durante el califato abasí, con capital en Bagdad (750-1258). Fin de la
filosofía árabe. Se produce la confrontación de las cruzadas.
– Cuarto, el paradigma
de ulemas y sufíes
(desde el siglo
XIII). Se expanden las escuelas jurídicas como fuerza política y el
sufismo
como movimiento de masas. Ortodoxia tradicionalista de Ibn Taimiya. Se
forman
tres nuevos imperios: El imperio turco otomano (1299-1923), cuya
confrontación
con los cristianos culmina en la caída de Bizancio, en 1453. El imperio
persa
safávida (1501-1722). El imperio indio mogol (1526-1857). La decadencia
musulmana propicia el tardío colonialismo europeo y también el contacto
con la
modernidad.
– Quinto, el paradigma
de modernización,
tras la Primera Guerra
Mundial. Se funda la república de Turquía y el reino de Arabia Saudí.
Tras la
Segunda Guerra Mundial, los países musulmanes acceden a la
independencia, con
regímenes que oscilan entre la modernización laica y la regresión al
fundamentalismo islámico.
A Hans Küng lo
mueve el deseo de diálogo y
aboga por un islam renovado, capaz de contribuir a la paz entre las
religiones,
condición a su vez para la paz entre las naciones. En su enfoque,
intenta
transmitir una visión multidimensional del islam, considerando cada
época como
una constelación global en la que se articulan los distintos
componentes
socioculturales, destacando el peso decisivo del factor religioso.
Sostiene que
para explicar la expansión inicial no es suficiente la debilidad de los
enemigos, que realmente se dio, ni la concurrencia de determinadas
condiciones
políticas, demográficas y económicas. Critica a los investigadores que
«intentan
restarle toda importancia al factor religioso en las conquistas y se
esfuerzan
por poner de relieve sobre todo la influencia conjunta de cuantos factores
no religiosos sea posible» (Küng 2004, pág. 197). Pero, si la clave
decisiva corresponde a la religión, habrá que adjudicarle
intrínsecamente a
esta tanto el esplendor imperial como el lado oscuro de la barbarie, la
rapiña,
las masacres...
Las conclusiones de
otro autor, Ibn Warraq,
trazan unas diferencias netas entre realidades que se amparan bajo la
misma
denominación de «islam», lo que induce a una grave confusión. Su tesis
es que:
«Es
posible distinguir tres
islames: islam 1, islam 2, e islam 3. El islam 1 es lo que Mahoma
enseñó, es
decir, sus enseñanzas tal como están contenidas en el Corán. El islam 2
es la
religión explicada, interpretada y desarrollada por los teólogos a
través de
las tradiciones (hadices), incluyendo la charía y la ley
islámica. El
islam 3 es lo que los musulmanes han hecho y han logrado, es decir, la
civilización islámica. (...) El islam 3 es la civilización islámica,
que
alcanzó cumbres de esplendor a pesar del islam 1 y el islam 2, y no
gracias a
ellos» (Ibn Warraq 1995, pág. 33).
Por consiguiente,
según esta última teoría,
los factores civilizatorios procedieron de otra parte, de Bizancio,
Persia,
India y China, de donde se tomaron las infraestructuras productivas, la
burocracia política, la técnica militar, las ciencias y las artes, para
la
organización imperial. Al mismo tiempo, utilizaron la religión de
Mahoma como
ideología de la supremacía de las élites dominantes, como referente
moral
legitimador de la conquista y como coartada jurídica para el
disciplinamiento
de los pueblos colonizados, de los súbditos islamizados y de las
mujeres
subordinadas. Los apologistas del origen endógeno de la civilización
islámica
contarían cada vez con menos argumentos convincentes, máxime si tenemos
en
cuenta que el islam 1 y 2 se han preservado hasta hoy, sin poder
impedir el
declive de la civilización musulmana.
El economista
Joseph Schumpeter, por su lado,
sustenta una hipótesis que relativiza el valor explicativo que cabe
atribuir al
islam en cuanto religión. Demostró hace tiempo, en un estudio
monográfico sobre
las conquistas musulmanas y el imperialismo árabe (1950), que la
expansión tuvo
un motor menos idealista que la fe. Según lo resume Ibn Warraq:
«Los
árabes fueron siempre
un pueblo guerrero que vivía del pillaje y la explotación de los
pueblos
sedentarios. El islam era una maquinaria de guerra que no se detenía
ante nada
una vez que se había puesto en marcha. En una teocracia guerrera de esa
índole,
la guerra es una actividad normal. Los árabes ni siquiera tenían que
buscar un
motivo para librar sus guerras; su organización social las necesitaba,
pues sin
victorias se habría derrumbado. Se trataba, pues, de un expansionismo
desprovisto de un objetivo concreto, un expansionismo brutal y basado
en la
necesidad. Las conquistas árabes habrían existido igualmente sin el
islam.
Algunos rasgos particulares del imperialismo árabe pueden explicarse
por las
palabras del profeta, pero su fuerza no se origina en estas. Mahoma no
habría
tenido éxito si hubiera predicado la humildad y la sumisión. Para los
guerreros
árabes, «verdadero» significaba «vencedor» y «falso» significaba
«vencido». Así
pues, la causa primordial de las conquistas no fue la religión, sino
más bien
un ancestral instinto guerrero» (Ibn Warraq 1995, pág. 234).
En una teoría
parecida, viene a coincidir la
investigadora Patricia Crone (1987), al analizar el comercio de La Meca
y el
surgimiento del islam. Diríamos que Mahoma ofreció a los árabes algo
que entraba
en sus usos arraigados: razias y conquistas militares con las
consiguientes
recompensas materiales en forma de botín, mujeres, esclavos y tierras.
Y encima
elevó esa práctica a la categoría de un deber sagrado (yihad),
redirigiendo la
guerra intestina entre tribus hacia la conquista exterior, en nombre de
Alá. El
éxito del islam naciente, entonces, se explicaría por el éxito de los
mecanismos de enriquecimiento a los que se unció; no a la inversa.
Desde una
perspectiva materialista cultural,
que otorga la primacía a las infraestructuras, el futuro de los
movimientos de
renovación islamista y de los países regidos por la ley islámica
dependerá de
cómo acierten a abordar la modernización del sistema productivo y de la
organización de la sociedad, así como de su encaje en el proceso de
globalización. Por ejemplo: «El futuro de la República Islámica de Irán
no se
decidirá en función del fundamentalismo de los mulás, sino en función
de las
tendencias secularizadoras de la industrialización y el precio del
petróleo»
(Harris 1999, pág. 149). Seguramente la demografía, la emancipación de
la mujer
y el liberalismo democrático tendrán también su papel, sin excluir una
eventual
reforma del islam.
4.
El
Corán y el judaísmo
La huida de Mahoma
y sus
seguidores a Yatrib (Medina) y los acontecimientos que sobrevinieron en
relación con las tres tribus judías de esta ciudad, marcaron una
impronta que
llegaría a ser determinante para la conformación de la actitud
musulmana con
respecto a los judíos. Mahoma se consideraba a sí mismo como el último
«profeta» de la tradición monoteísta mosaica, por lo que pensaba que
los judíos
eran los mejor predispuestos a abrazar la nueva fe islámica. En Medina,
desde
el año 622 de la era común, Mahoma adoptó varias prácticas judaicas,
como los
rezos diarios mirando en dirección a Jerusalén, el ayuno en Yom Kippur
y una
serie de normas alimentarias. Pero la esperanza de Mahoma se vio
defraudada, y
su irritación lo llevó a desencadenar una creciente hostilidad y
persecución
contra aquellos judíos, al tiempo que introdujo cambios para
diferenciar su
religión: sustituyó la alquibla orientada a Jerusalén, en el rezo, por
la
orientación hacia La Meca (Corán 2,142), trasladó el ayuno al mes de
ramadán y
prohibió el consumo de vino, entre otros.
La reacción contra
los judíos fue terrible y
así lo recogen el Corán, los hadices e Ibn Ishaq. El balance es el
siguiente.
Mahoma confiscó las propiedades de la tribu de los Banu Qainuqa (a
ellos alude
Corán 3,12-13) y les dio un ultimátum para abandonar Medina en el plazo
de tres
días; despojados de todo, tuvieron que huir a Siria. Poco después,
asoló las
plantaciones de la tribu de los Banu Nadir y los expulsó de la ciudad,
«por
resistirse a Alá y a su mensajero» (véase Corán 59,3-4); los musulmanes
se
repartieron sus haciendas. Más tarde, en 627, la tribu de los Banu
Quraiza fue
acusada de cooperar con los mecanos y asediada, hasta que se rindieron
a
Mahoma; los hombres fueron todos atados y, al negarse a convertirse al
islam,
decapitados uno a uno. No falta la sanción divina para esta masacre:
«Hizo
salir de sus fortalezas a la gente del Libro, que habían prestado
ayuda.
Infundió el terror en sus corazones. A unos les habéis dado muerte, a
otros los
habéis hecho prisioneros. Y os ha dado en herencia su tierra, sus casas
y sus
bienes» (Corán 33,26-27). Desde entonces, el Dios del Corán aparece
como un
acérrimo enemigo del pueblo judío, y esto serviría de legitimación a la
teología musulmana para perpetuar la inquina antijudía a lo largo de la
historia.
En La Meca, a
principios del siglo VII, la
mayoría de la población daba culto a uno u otro de los más de
trescientos
cincuenta ídolos erigidos en la Kaaba y alrededores, dentro del recinto
del
templo. Durante generaciones, los guardianes del santuario fueron del
clan
Hashim, encuadrado en la tribu Quraish, al que pertenecía la familia de
Abu
l-Qasim Ibn Abdallah, Mahoma. Pero no toda la ciudad era politeísta.
Allí
habitaban, desde antiguo, grupos de religión judía y cristiana, sin
contar
otras gentes que pasaban por allí con el tráfico de las caravanas.
Había
también hanifíes, adoradores de un Dios supremo, creador del
mundo. Esto
significa que el monoteísmo no era en absoluto desconocido. Más bien
constituyó
un legado recibido, sobre el que se fue perfilando paulatinamente una
imagen de
Dios con los rasgos del Alá coránico. Discuten los especialistas cual
fue la
principal influencia en el pensamiento teológico de Mahoma. Una
hipótesis
acreditada muestra la gran semejanza de creencias con lo que aparece en
escritos de una secta del judaísmo samaritano (véase Elorza 2008, págs.
59-74).
Lo que parece más que probado, a la vista de las múltiples referencias
del
Corán y de sus estratos más antiguos, es que su contenido se
constituyó,
originariamente, como un sincretismo de herencias procedentes, en
parte, de la
Biblia hebraica y, en parte, de algunos evangelios cristianos.
Un gran porcentaje
del texto coránico
consiste en una evocación de narraciones de las escrituras hebreas y
cristianas, de las que Ibn Abdallah se sirvió, a fin de componer las
admoniciones que él dictaba, mediante un procedimiento de adaptación
libre y
sumaria. En ocasiones, el Corán confunde en un mismo pasaje sucesos
bíblicos
que están separados cronológicamente varios siglos (véase Phipps 1999,
pág.
102). Al parecer, hay ciento veintitantas aleyas que reconocen
expresamente que
hay otras revelaciones anteriores de Alá y, en una primera época,
Mahoma
exhortó a la tolerancia hacia ellas. El credo coránico incluye como
propio lo
que Alá reveló a Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las doce tribus, lo
que
entregó a Moisés, Jesús y otros profetas (Corán 2,136 y paralelo 3,83).
Pero,
con frecuencia, las referencias a otras profecías aparecen
reelaboradas, desde
una posición en la que Mahoma se autopresenta como culmen de los
profetas, a la
vez que reprocha a todo el profetismo anterior el ser incompleto o
haberse
desviado. Reconoce a Jesús y a Moisés, pero retrotrae la genealogía del
islam
hasta Abrahán, en busca no solo del origen de la verdadera fe, sino del
antepasado biológico de la población árabe, a través del linaje de
Ismael. ¿La
legitimidad del Corán depende de la tradición bíblica? Pero, si depende
solamente de la «revelación» de Alá, ¿que falta le hacen las escrituras
hebreas
y cristianas? La actitud de Mahoma hacia ellas resulta ambivalente: por
una
parte, le sirven como aval, mostrando que Dios se revela por medio de
profetas;
las menciona para entroncar con su historia y obtener legitimidad para
la propia
predicación, hasta el punto de identificarse con ellas como algo sobre
lo que
él ostenta la máxima autoridad. Sin embargo, por otra parte, las acusa
de haber
tergiversado el mensaje divino. Las afirma y las niega a la vez,
efectuando una
nueva narración, claramente desfigurada, si la comparamos con las
versiones
bíblicas originales. Esta acusación contra los judíos servirá, en
adelante, de
modelo a la actuación de sus seguidores, que oscilarán históricamente,
según
les convenga, entre una tolerancia interesada y una persecución
implacable. En
suma, la funcionalidad de todas las genealogías proféticas es siempre
la misma
en el Corán: poner de relieve la preeminencia de Mahoma, autoproclamado
mensajero de Alá. Con este fin, se apropia del legado de los profetas
antiguos,
remontándose hasta Abrahán, alterando y reinterpretando a su
conveniencia lo
que relatan las escrituras de la Biblia hebrea y del Evangelio.
Sin duda, la
historicidad de los relatos del
Pentateuco es casi siempre problemática. Pues es evidente que no podían
pretender hacer historia en el sentido moderno, cuando no existía tal
concepto
ni estaban disponibles los métodos historiográficos. Pero se diría que
quien,
más de mil años después, viene a contarnos los mismos relatos,
notablemente
alterados y sin posibilidad de haber contado con fuentes alternativas,
sin duda
está en desventaja. En efecto, numerosos pasajes del Corán evocan
esquemáticamente antiguos pasajes bíblicos (el tanaj), traídos
de
memoria y adaptados a los propios fines. Solo cabe entender esta
versión más
reciente como una forma de creación narrativa, que recrea otras formas
narrativas anteriores, de las que a todas luces depende. Por consabido
que sea
este tipo de recurso ideológico, no está de más el destacarlo.
Tomemos como
ejemplo la historia o leyenda de
Abrahán y su descendencia, en lo tocante a la alianza con
Dios. Está
escrito en el libro del Génesis:
«Dios
replicó: – No; es Sara quien te va a
dar un hijo, a quien llamarás Isaac; con él estableceré mi alianza y
con sus
descendientes, una alianza perpetua. En cuanto a Ismael, escucho tu
petición:
lo bendeciré, lo haré fecundo, lo haré multiplicarse sin medida,
engendrará
doce príncipes y haré de él un pueblo numeroso. Pero mi alianza la
establezco con
Isaac, el hijo que te dará Sara el año que viene por estas fechas»
(Génesis
17,19-21).
El Corán, en
cambio, da preferencia siempre a
la mención de Ismael, el hijo de Agar, la esclava de Abrahán, a quien
incluye
entre los grandes «profetas». Asimismo, sustituye el destinatario de la
alianza, omitiendo a Isaac y haciendo recaer la promesa divina en
Ismael y sus
descendientes, supuestamente los árabes o agarenos. Según el relato
coránico, Abrahán habría emigrado
a Arabia con su esposa Agar y su hijo Ismael,
para establecerse en La Meca y allí construyó, con ayuda de este hijo,
el
santuario de la Kaaba (versión que no concuerda en absoluto con el
Abrahán de
la historia bíblica):
«Cuando
hicimos el templo
como lugar de reunión y refugio para las gentes, utilizando el sitial
de
Abrahán como oratorio. Y concertamos una alianza con Abrahán e Ismael,
diciendo: Purificad mi templo para que lo circunvalen, hagan retiro y
oración.
(...) Acordaos de cuando Abrahán e Ismael levantaron los cimientos del
templo y
dijeron: (...) Señor nuestro, haznos sumisos a ti y haz de nuestra
descendencia
una comunidad sumisa a ti» (Corán 2,125-128).
La redacción del
pasaje citado del Génesis se
remonta al siglo IX o X antes de Cristo, atribuido a las fuentes
elohísta y
yahvista. El Corán, compilado al menos quince siglos después, a todas
luces se
formuló sin haber consultado los textos bíblicos, sino conociéndolos
solo de
oídas, como era normal en una cultura eminentemente oral. No cabe
pedirle a
Mahoma muchas precisiones exegéticas en sus esquemáticas rememoraciones
de
historias del pentateuco bíblico. Pero tampoco cabe dudar de que lleva
a cabo
una reinterpretación, con un sesgo acorde con sus propósitos. Así lo
podemos
comprobar observando cómo se apropia de la genealogía profética,
arrebatándosela a los judíos, tal como queda diáfano en el sura
tercero. En él,
lanza graves invectivas contra los judíos y llega a acusarlos de
corromper la
revelación de Dios en la Escritura:
«Entre
ellos hay quienes
tergiversan el Libro cuando lo recitan para que creáis que es parte de
él,
cuando en realidad, no pertenece al Libro. Dicen que procede de Dios,
cuando en
verdad no procede de Dios. Inventan mentiras acerca de Dios a
sabiendas» (Corán
3,78).
Se alardea, además,
de que Dios ya había
anunciado a los profetas precedentes la llegada de un mensajero (el
propio
Mahoma) al que todos deberían obedecer (3,81). La apropiación es tan
completa
que la saga de profetas bíblicos se sobreentiende ya como musulmana,
sin el
menor escrúpulo:
«Di:
Creemos en Alá y en lo
que nos fue revelado, en lo que se reveló a Abrahán, Ismael, Isaac,
Jacob y las
tribus, y en lo que Moisés, Jesús y los profetas recibieron de su
Señor. No
hacemos distinción entre ellos y nos sometemos a Él» (Corán 3,83).
Y para completar el
carácter absoluto de la
nueva religión, en la aleya siguiente, lanza la advertencia tajante de
esta
aleya antes citada: «Y si alguien [musulmán] desea una religión
diferente del
islam, no se le consentirá y en la otra vida será de los perdedores»
(Corán
3,84).
Da la impresión de
que los judíos de carne y
hueso, así como su versión de la escritura, se han convertido, para
Mahoma, en
un estorbo. De ahí que encontremos, en el Corán, una serie de anatemas
contra
los judíos, que eclipsan del todo las referencias favorables de los
primeros
tiempos del mensaje de Mahoma. Los motivos teológicos estriban en que
se les
inculpa de haber falsificado la escritura dada por Dios (Corán 3,78;
4,46;
7,162) y de haber abandonado una parte de su mensaje (Corán 2,85;
5,13), por lo
que merecen la cólera divina:
«Han
incurrido en la ira de
Alá y se les ha impuesto el yugo de la miseria. Por no haber creído en
la
revelación de Alá y haber matado a los profetas sin razón. Por haber
desobedecido»
(Corán 3,112).
«No
cejarán en el empeño de
corromperos. Desean vuestra ruina. El odio asoma por sus bocas...»
(Corán
3,118-120).
«Alá
los maldice por su
incredulidad...» (Corán 4,46). Este sura incluye tremendos alegatos
contra los
judíos (véase Corán 4,44-59 y 4,153-161).
«El
castigo de quienes hacen
la guerra a Alá y a su mensajero y siembran corrupción en la tierra
será que
sean matados sin piedad, o crucificados, o amputados de manos y pies
opuestos,
o desterrados del país. Así sufrirán humillación en esta vida y un
terrible
castigo en la otra» (Corán 5,33).
Este tipo de
condenas, presentadas como
expresión de la voluntad divina, dan amplio soporte a una mentalidad y
una
justificación teológica antijudías en el islam, desde el principio.
Difícilmente puede desprenderse de ahí la más remota actitud de
verdadera
tolerancia hacia los no musulmanes en general o hacia los judíos en
particular.
¿Y hacia los cristianos? En numerosos pasajes coránicos, alguno de los
cuales
ya he citado, comprobamos que la condena va dirigida no solo contra los
judíos,
sino también contra los cristianos:
«¡Combatid
contra quienes,
habiendo recibido el Libro, no creen en Alá ni en el último Día, ni
prohíben lo
que Alá y su mensajero han prohibido, ni practican la religión de la
verdad!
Hasta que, humillados y sometidos, paguen el tributo» (Corán 9,29).
«Los
judíos dicen: ‘Uzayr es
hijo de Dios’. Y los cristianos dicen: ‘El Mesías es hijo de Dios’.
Estas son
las palabras de sus bocas, imitando las palabras de los anteriores
infieles.
¡Que Dios los destruya! ¡Son unos herejes!» (Corán 9,30).
A judíos y
cristianos, por negarse a creer en
Alá, se les califica como «lo peor de la creación» (Corán 98,6).
5.
El Corán y el
cristianismo
Según las
informaciones disponibles, parece
ser que la relación de Mahoma con los cristianos no fue tan agresiva
como con
los judíos, sin dejar de ser hostil. No solo era cristiano un tío de su
primera
mujer, sino que, con seguridad, tuvo contacto con grupos de
judeocristianos y
de gnósticos cristianos (o nazareos), quizá más que con cristianos
bizantinos
de la gran Iglesia. Las referencias recogidas en el Corán reflejan
doctrinas de
esas corrientes antiguas y pluriformes del cristianismo de los primeros
siglos,
que luego acabarían extinguiéndose a consecuencia de la expansión del
islam.
La relación del
islam con el cristianismo a
lo largo de la historia, marcada desde el principio por la ambigüedad
inscrita
en el legado mahomético, se ha movido casi siempre en el terreno de la
confrontación, según se expuso en el capítulo primero. En su texto, el
Corán
reconoce a Jesús (Isa), hijo de María, como profeta importante,
con
atributos que parecen situarlo por encima de todos los demás profetas,
a
excepción del propio Mahoma. Lo designa como Mensajero, Mesías (Cristo,
Ungido), Palabra de Dios, a quien Dios ha dado su revelación, la
verdad, el
Evangelio y el Espíritu Santo, con signos evidentes (Corán, suras 2, 3,
4, 5,
19, 43, 57, 61). Por ejemplo: «Dimos a Jesús, hijo de María, signos
evidentes y
lo fortalecimos con el Espíritu Santo» (Corán 2,87; 2,253; 43,63).
«Jesús, hijo
de María, es Mensajero de Dios, quien le dio el Evangelio» (Corán
57,27).
El Corán hace
mención expresa de la
anunciación a María y la concepción virginal de Jesús, engendrado sin
padre
humano (Corán 19,16-37; 3,45-60). Asimismo, encontramos en él varias
referencias sumarias a la vida y milagros de Jesús, con claros ecos de
textos
cristianos apócrifos (Corán 5,110-118), algunos de los cuales se
descubrieron
en los manuscritos de Nag Hammadi, en 1945, cuyos códices en papiro
están
depositados actualmente en el Museo Copto de El Cairo. Pero lo cierto
es que el
Jesús coránico no coincide ni en los dichos, ni en los hechos, ni en la
misión
con el Jesús del Nuevo testamento (véase Phipps 1999, págs.
104-106), ni
contiene ninguna de sus enseñanzas.
El Corán utiliza a
Jesús, ante todo, en la
búsqueda de legitimación a partir de revelaciones anteriores, ya
indicada. Así
se advierte en la pretensión coránica de que Jesús anunció a un
mensajero que
vendría después de él, «llamado Ahmad» (Corán 61,6). Ahmad es uno de
los
nombres que se dan a Mahoma y significa «Loable». Otra tradición
islámica
sostiene, además, que la promesa del envío de un Paráclito, hecha por
Jesús a
sus discípulos (Evangelio de Juan 14,16 y 16,13), se refiere al envío
de
Mahoma. En definitiva, la alta valoración mahomética de Jesús el Mesías
tiene
fuertes contrapuntos. Hay una reiterada y fundamental negación de la
divinidad
de Jesús, de su filiación divina: «Los cristianos dicen: El Mesías es
el hijo
de Dios (...) ¡Que Alá los maldiga!» (Corán 9,30). «Es impropio de Alá
tener un
hijo» (Corán 19,35). De ahí la insistencia en el apelativo «Jesús, el
hijo de
María», que se repite más de veinte veces, en clara oposición a la idea
de Jesús,
el hijo de Dios.
Mahoma despliega
una diatriba constante en
defensa de la unicidad de Dios, insistiendo en que no se le puede
asociar
nadie: «Alá no perdona que se le asocie con nadie» (Corán 4,48). Este
afán le
induce a recusar el misterio cristiano de la Trinidad divina, porque él
lo
interpreta como si se tratara de tres dioses: «No digáis de Dios más
que la
verdad: que el Mesías, Jesús, hijo de María, es solamente el mensajero
de Dios
y su Palabra (...) ¡No digáis Tres! (...) Dios es solo un Dios Uno»
(Corán
4,171). O también: «No creen, en realidad, quienes dicen: ‘Dios es el
Mesías,
hijo de María’» (Corán 5,17). En efecto, la doctrina de la Trinidad
(que, para
el cristianismo, en modo alguno es contraria al monoteísmo) es
percibida de
forma tan confusa que lo que
el Corán parece haber entendido es que los cristianos consideran que
Jesús es
un dios y su madre María es una diosa al lado de Dios (Corán 5,116),
cosa que
hace desmentir al propio Jesús, en las dos aleyas siguientes. Ya es
sabido que,
de semejante percepción se sigue la acusación de politeísmo o idolatría
(shirk),
el peor pecado que cabe cometer contra Dios, un pecado imperdonable y
merecedor
de terrible castigo (véase Corán, 4,116; 6-14-15; 10,66-70).
Está claro que
Mahoma rechaza la idea de la
condición divina de Jesús y de su madre (¿o el Espíritu Santo?), desde
su
principio que rechaza toda forma de «asociación» de otro junto a Dios.
Este
rechazo puede ser, en parte, coincidente con la doctrina cristológica
de
algunos grupos judeocristianos coetáneos (cristianos judíos y árabes de
corrientes minoritarias del cristianismo antiguo), que subsistían en la
periferia de la gran Iglesia imperial y su ortodoxia. Pero no solo se
cuestiona
la divinidad del Mesías.
Otra tesis
conflictiva frente al cristianismo
está en la negación coránica de la crucifixión de Jesús. En medio de
una de las
invectivas contra los judíos, Mahoma les echa en cara su incredulidad,
«por
haber dicho: ‘Hemos dado muerte al Mesías, Jesús, hijo de María, el
mensajero
de Dios’. Sin embargo, no lo mataron ni lo crucificaron, sino que les
pareció
así. Y quienes discrepan de esto están confusos, no tienen conocimiento
y
siguen meras conjeturas. Pues, con toda certeza, no lo mataron, sino
que Dios
lo elevó hacia Sí» (Corán 4,157-158). Por tanto, lo que se afirma es la
ascensión de Jesús hacia Dios, sin pasar por la crucifixión: «Dios
dijo:
‘Jesús, voy a llamarte a Mí, voy a elevarte a Mí’» (Corán 3,55). No es
extraño
que, desde esa perspectiva, muchos seguidores del Corán tachen la
representación
de Jesús crucificado como blasfemia e idolatría. Esta negación de la
muerte de
Jesús en la cruz choca frontalmente con los Evangelios cristianos
canónicos,
pero hay que recordar que es una interpretación formulada ya por el
docetismo
cristiano del siglo II, condenado como herejía. En este sentido, hoy se
puede
demostrar que la cristología coránica no es original, sino que está
tomada de
las creencias de grupos gnósticos cristianos. Estos gnósticos, de
cultura
originalmente helenística, no podían concebir que el Cristo Salvador
hubiera
muerto en la cruz y, en consecuencia, niegan el hecho en sus escritos.
Así se
encuentra en Hechos apócrifos de Juan (Piñero y del Cerro
2004):
«Tampoco yo soy el que está sobre la cruz» (Hechos de Juan 99,1). Y
también en Apocalipsis
de Pedro, donde se establece una alambicada dicotomía entre el
Jesús de la
pasión, que es solo un cuerpo físico, contradistinto del «Jesús el
Viviente»,
el Salvador de origen divino, que permanece separado de aquel e
invulnerable
(Piñero y otros 2000, III, págs. 162-163). Por lo demás, volviendo al
texto
coránico, hallamos allí incoherencias sobre la inmortalidad de Jesús
(que
parece supuesta en su elevación hacia Dios), o su mortalidad, a la que
aluden
varias aleyas (Corán 19,33; 21,34; 3,79; 5,17).
Lo cierto es que el
Corán no solo niega la
filiación divina y la crucifixión de Jesús, sino que «no hay ni un solo
hecho
importante referido a la vida, obra y persona de Jesucristo que la
teología de
Mahoma no niegue, tergiverse, desfigure o, como mínimo, pase por alto»
(W. A.
Rice, citado en Ibn Warraq 1995, pág. 76). Solo conocemos muy
fragmentariamente
las fuentes cristianas concretas, canónicas o apócrifas, que pudieron
influir
en el predicador del Corán, pero salta a la vista la amalgama que ha
llevado a
cabo. Recoge elementos de evangelios canónicos, como el episodio de
Zacarías y
el nacimiento de Juan Bautista (Corán 3,37-41), que solo están en el
Evangelio
de Lucas, y algunas menciones que apuntan al Evangelio de Juan; pero
sobre todo
hay huellas del evangelio apócrifo de la infancia de Tomás y, como ya
he
indicado, de escritos de las sectas gnósticas.
La actitud a veces
ambivalente y
aparentemente contradictoria de Mahoma, con respecto a los cristianos,
quizá se
explique mejor si tenemos en cuenta que se refiere a diferentes grupos
o
corrientes dentro del cristianismo. En efecto, Mahoma sustenta un
recurrente
rechazo de los «asociadores» y pone en guardia contra los apóstoles,
los monjes
y los cristianos ortodoxos, que –según él– habrían corrompido el
evangelio de
Jesús. Viene a decir que el evangelio contiene dirección y luz, pero
sus
seguidores se desvían, llevados por sus pasiones. Por eso, advierte:
«¡Creyentes! ¡No toméis como amigos a los judíos y los cristianos! Son
amigos
unos de otros. Quien de vosotros se haga amigo de ellos será uno de
ellos. Alá
no guía a la gente inicua» (Corán 5,51). Pero, al mismo tiempo,
manifiesta una
aceptación de los cristianos nazareos, probablemente
judeocristianos, a los que
designa como «los más
amigos de los creyentes» (Corán 5,82). De hecho, el islam incipiente se
asemeja
a un híbrido de ideas del judeocristianismo y del gnosticismo
cristiano, cuyas
sectas se le incorporarían en buena medida. Otra posibilidad es que al
menos
algunas de las alusiones contra los cristianos sean un añadido
posterior,
dirigido contra los cristianos bizantinos, según cree poder demostrar
Antoine
Moussali (1996), islamólogo de origen libanés.
Bien pudiera ser
que nunca alcancemos a
entender correctamente lo que, al respecto, figuraba en la transmisión
original
de Mahoma, ya que no parece aceptable la idealización, sacralización y
divinización del Corán que ha efectuado la ortodoxia islámica, no
siempre
compatible con los datos históricos. Más allá de los errores de
interpretación
debidos a las fluctuaciones del texto, fijadas al introducirse el
sistema de
signos diacríticos consonánticos y vocálicos, y más allá de las
lecturas que
retroproyectan la ortodoxia tradicional, queda por resolver el problema
de las
posibles modificaciones e interpolaciones añadidas al texto coránico, producidas incluso con
posterioridad a la compilación oficial de Zayd Ibn Tabit, ordenada por
el
califa Utmán, hacia el año 650. Los más antiguos ejemplares conservados
del
Corán datan del siglo IX, época en la que se decantó el texto
definitivo que
llega hasta nosotros.
Pero, sea cual sea
la génesis de su
composición y más allá de las matizaciones que quepa hacer, la
advertencia de
Mahoma contra la amistad de los infieles permanece en pie y es
calificada como
un «bello modelo» del que convierte en prototipo al mismísimo Abrahán,
quien,
identificado cual musulmán, habría dicho a su parentela: «Renegamos de
vosotros. La enemistad y el odio se interpondrán para siempre entre
nosotros y
vosotros, hasta que creáis en el Dios único» (Corán 60,4).
La consecuencia de
esa enemistad contra
judíos y cristianos es la impugnación de las afirmaciones
–bienintencionadas, o
cínicas– de la supuesta tolerancia del islam con respecto a otras
religiones.
Aun cuando ofrecen citas del Corán en su favor, están invariablemente
sacadas
de contexto y, en él, significan exactamente todo lo contrario. Cuando
nos
recuerden el famoso lema: «No hay coacción en religión» (Corán 2,256),
examinemos el significado contextual, según el cual no se admitirá que
nadie
presione al musulmán para abandonar el islam. No se trata de la
libertad
religiosa, sino de su negación. Cuando el texto dice: «Cada comunidad
tiene un
mensajero» (Corán 10,48), o «Todo mensajero habla en la lengua de su
pueblo,
para que les explique con claridad» (Corán 14,4), sigamos leyendo para
observar
que esa alusión a los profetas anteriores se hace siempre en un
contexto en el
que sus seguidores merecen el castigo divino. Porque el argumento
coránico
central es que todos los demás han distorsionado la palabra de Dios y
andan
extraviados, que solo Mahoma ofrece la plena revelación, por lo que a
esos
otros pueblos se les permite conservar su religión, pero deben ser
sometidos y
humillados y, el día del juicio, recibirán un castigo severo. Más aún,
aquí se
podría plantear la cuestión de si esas aleyas, residualmente
tolerantes, no
habrán sido invalidadas, según la doctrina de la abrogación,
generalmente
aceptada por la ortodoxia islámica.
En cualquier caso,
lo que queda fuera de toda
duda es que existe discrepancia entre el Corán y el Evangelio. Según
podemos
leer en el Corán, Mahoma se apropia de la figura de Jesús como profeta,
al
tiempo que elabora su propia interpretación del Mesías. No pretendo, en
estas
páginas, aunque sería pertinente, una investigación acerca de las
semejanzas y
diferencias entre las fuentes cristianas y las islámicas. Me voy a
limitar a
unas breves observaciones de trazo grueso, tendentes a impugnar la
falsa idea
posmoderna de que todas las religiones son iguales. Otra cosa es que, a
lo
largo de la historia, en todas se produzcan ramificaciones dispares,
momentos
de esplendor, desarrollos aberrantes y reformas. Una de las claves de
discernimiento estará en preguntarse por la coherencia o incoherencia
con
respecto al mensaje fundacional respectivo, inscrito en el núcleo
constitutivo
del sistema religioso, aun cuando las formas históricas concretas
puedan
apartarse de él.
Lo más probable es
que sea un error imaginar
que el cristianismo y el islamismo son religiones que van en paralelo,
o que es
factible tender puentes de equivalencia entre ellas y llegar fácilmente
al
mutuo entendimiento. Lejos de eso, sus mensajes más bien se dirigen en
sentidos
contrapuestos, de modo que, posiblemente, quien avanza hacia uno se
distancia
del otro. Por ejemplo, si pensamos en la afirmación de la libertad
personal, la
paternidad de Dios, la fraternidad, la igualdad de todos los seres
humanos, la
promoción de la mujer, la libertad de elección, la ausencia de tabúes
alimentarios, la no violencia y el perdón, la razón crítica, el
conocimiento
científico, la separación de los poderes espiritual y temporal, la
democracia,
los derechos humanos, a pesar de todas las traiciones en el plano de
los hechos,
tales progresos de signo humanista se pueden entender como derivados
del
mensaje de Jesús o coherentes con él (véase Lenoir 2007, págs. 63-77).
Sin
embargo, resulta mucho más complicado encontrar la coherencia con el
mensaje
islámico, formulado en el Corán y en los documentos de la tradición.
Sería un
contrasentido llamar liberación a la sumisión, y viceversa. No es
cuestión de
personas, todas dignas de respeto, sino de los significados codificados
en cada
sistema de creencias. Tampoco es cuestión de la práctica, en la que
hallaremos
de todo: los cristianos pueden «islamizar» y ahí está la historia de
las
iglesias para mostrar hasta qué punto. Lo mismo que los musulmanes
pueden
actuar en convergencia «cristiana», de facto, en la medida en que dejen
en la penumbra
el rigorismo de sus fuentes y las miren a través de un entendimiento
racional
(Ibn Rushd) o de una interpretación simbólica (Rumi).
A principios del
siglo XX, en la revista The
Muslim World, W. A. Rice escribió: «en cierto sentido, el islam es
la única
religión anticristiana» (citado en Ibn Warraq 1995, pág. 76). También
se ha
escrito que el islam es la única religión que en su ideario propone la
eliminación de todas las demás (implícito en Corán 2,193). En realidad,
incluso
las referencias del Corán a Jesús y al Evangelio constituyen un intento
claro
de apropiación y sustitución, una forma de desautorización de la fe
cristiana y
de ataque implacable contra el cristianismo.
Aunque está fuera
de duda que el islamismo y
el cristianismo comparten parcialmente una genealogía histórica, es
evidente
que también difieren. Si hiciéramos el experimento, muy simplificado,
de
comparar la filosofía inherente a los llamados cinco pilares del islam
con la
filosofía del evangelio de Jesús, hallaríamos un marcado contraste. Por
supuesto, el evangelio también chirría con numerosos desarrollos
históricos de
la iglesia cristiana, pero no tratamos ahora de eso. Como es sabido,
los
pilares señalan las cinco acciones que el musulmán debe practicar,
conforme a
lo prescrito: la profesión de fe en Alá y en Mahoma, el rezo varias
veces al
día y el viernes en la mezquita, el ayuno en el mes de ramadán, la
limosna como
contribución social y la peregrinación a La Meca. En las cinco
prácticas de la
religión islámica destaca su realización en el espacio público y junto
con los
demás creyentes; pues constituyen obligaciones que se han de cumplir
socialmente, tal como está mandado.
Pues bien,
ciñéndonos a la filosofía o el
espíritu subyacentes, en la práctica de los pilares, observamos
aspectos que
contrastan vivamente con la actitud que Jesús recomienda en los
evangelios. 1)
Él no pide una fórmula de profesión de fe, sino la conversión interior
y la
confianza en el amor paternal de Dios. 2) En el evangelio según Mateo,
Jesús
dice que, al orar, te retires al secreto de tu soledad; y critica a los
que
oran haciendo ostentación en público. 3) Enseña a sus discípulos que no
hay por
qué ayunar, pero el que ayune, que alegre la cara para que no se note
(Mateo
6,1-18). 4) Les recomienda que, cuando den limosna, no se entere nadie.
5) Dice
a la samaritana que no es necesario ir a ningún templo para adorar a
Dios en
espíritu y en verdad (Juan 4,23). En fin, el mensaje reitera que es más
importante el espíritu, que hace evolucionar, que la ley que petrifica
el
pasado. Parece innegable que, en cuanto al planteamiento de las
actitudes
fundamentales, resalta un vigoroso contrapunto, por mucho que en el
curso de la
historia se produzcan tremendas inconsecuencias. Por parte de la
religión
islámica, el énfasis está en el cumplimiento exterior de los pilares, a
los que
hay que agregar una infinidad de preceptos (Corán, hadices, charía),
que
gravitan sobre el creyente y amenazan con aplastar todo resquicio de
libertad o
autonomía, en un afán de normar, en nombre de Alá y Mahoma, hasta los
más
insignificantes aspectos de la vida pública y privada.
6.
Una
tolerancia
desmentida por los
hechos
Todo el mundo ha
oído mil veces, repetido sin
pestañear por periodistas ignaros, intelectuales correctos y amigos de
la
«alianza de civilizaciones», ese cuento pueril de la idílica
convivencia, en el
Al Ándalus medieval, de las tres culturas o religiones, de moros,
cristianos y
judíos, en virtud de la «inmemorial y nunca suficientemente alabada
tolerancia
del islam». Nada más lejos de la realidad histórica. El historiador
Richard
Fletcher, en su libro Moorish Spain, desmonta el mito de la
«tolerancia
islámica» y de la Edad de Oro musulmana en España, demostrando cómo
llegó a
formarse semejante imagen falseada: «la España mora no fue una sociedad
cultivada y tolerante ni siquiera en su época de mayor ilustración»
(Fletcher
1992, págs. 171-173). No debería hacer falta evocar las Memorias de
los
mártires, escritas por Eulogio de Córdoba a mediados del siglo IX,
testimonio de primera mano de cual era la situación de los mozárabes y
hasta
dónde llegaba la presunta tolerancia religiosa. Pero hay ceguera
voluntaria.
Teólogos, muy lúcidos en su crítica del cristianismo, se obnubilan ante
el
mahometismo y rechazan el «mito de la supuesta intolerancia fanática
del islam»
(Armstrong 2000a y 2000b; Tamayo 2009). Pero, a pesar de ellos, este es
uno de
los mitos que están definitivamente acreditados por la prosaica
facticidad
histórica.
La sedicente
«tolerancia» (véase Spencer
2005) solo la conciben los musulmanes, en realidad, a partir de la
hegemonía
incuestionable del islam y dentro del marco jerárquico de su supremacía
política y social. Resulta evidente que no se trata, en absoluto, de un
reconocimiento de la igualdad de derechos del otro (concepto, por lo
demás, no
desarrollado antes de la edad moderna). En concreto, los musulmanes
cifran su
idea de tolerancia, sobre todo, en dos cosas: la institución de la dimma
(estatus
jurídico de súbdito, de clase inferior, para judíos y cristianos) y la
ideología de la «no coacción» en materia de religión.
En primer lugar, la
institucionalización de
la dimma se planteó históricamente en el contexto de la
victoria militar
islámica sobre sociedades donde había otros seguidores del monoteísmo,
como es
el caso de los judíos, los cristianos y los zoroástricos. El punto de
partida
es la concepción mahomética, según la cual es misión esencial de los
musulmanes
obligar a todos los demás a someterse al islam. Por eso, en nombre de
Alá, deben
proponer a los no musulmanes una invitación (dawa) para que
reconozcan
el mensaje de Alá y acepten la fe islámica. A partir de este momento,
hay que
seguir un protocolo prefijado. Si la invitación propuesta es respondida
favorablemente, es preferible la «paz» (Corán 8,61), es decir, la
rendición:
así, los otros se unen al islam y se obtienen nuevos aliados, que se
agregan a
la comunidad, para llevar adelante la yihad.
Pero, si no dan una
respuesta afirmativa y no
se avienen al sometimiento, todas las escuelas de jurisprudencia (fiqh)
interpretan el Corán y los hadices en el sentido de que la guerra (yihad)
es un deber colectivo y sagrado contra los increyentes, siendo ocasión
igualmente para la expansión de territorios bajo control del islam. La
«invitación» funciona como un ultimátum, seguido, llegado el caso, de
una
intervención militar: «¡Que no crean los infieles que van a escapar!
¡No
podrán! ¡Preparad contra ellos toda la fuerza, toda la caballería que
podáis,
para aterrorizar al enemigo de Alá y vuestro» (Corán 8,59-60). Si los
increyentes rehúsan, es lícito a los ojos de Alá declararles la guerra,
degollarlos, decapitarlos, masacrarlos hasta vencer y amarrar bien a
los
derrotados. Luego, es discrecional escoger entre quitarles la vida,
soltarlos,
poseerlos o venderlos como esclavos, o pedir un rescate por ellos.
Todos los
bienes y pertenencias de los vencidos serán repartidos como botín,
conforme a
las promesas divinas y las disposiciones del Corán (véase Corán 48,20;
8,41).
Cuando la población se somete al islam, accediendo a la alianza o
derrotada en
la guerra, si es gente cristiana, zoroástrica o judía, puede permanecer
como no
musulmana, subordinada en una especie de protectorado (dimma).
En este
sentido es en el que no se obliga a los «infieles» a convertirse en
musulmanes.
Y no parece que hubiera gran interés en ello, dado que resultaba más
ventajoso
reducirlos a la condición de dimmíes (como los mozárabes de la
España
musulmana), que mantienen su fe, a cambio de ingresar en un estatus
jurídico de
clase sometida, condenados de por vida a soportar onerosas exacciones
tributarias (yizia) y ser públicamente humillados (véase Corán
9,29).
Esos
comportamientos con respecto a los que
no creen en el islam encajan bien en la imaginación musulmana, donde
hay
trazada una división, al mismo tiempo antropológica y geopolítica, que
se
remonta a los tiempos del Corán. La humanidad se entiende esencialmente
escindida en dos categorías: musulmanes y no musulmanes. Ya el propio
Mahoma
utilizó la expresión «tierra de infiel» (Dar al-Kufr), con
referencia a
La Meca todavía no conquistada. Más tarde, en el siglo XIII, el
sistematizador
del conservadurismo, Ahmad Ibn Taimiya, estableció la contraposición
entre la
«tierra del islam» (Dar al-Islam) y la «tierra de la guerra» (Dar
al-Harb). Dentro del mismo paradigma, el ayatolá Jomeini de Irán
concebía
las relaciones internacionales dividiendo el mundo en Dar al-Islam
y Dar
al-Shirk («tierra de politeísmo»), para recalcar que los impíos
idólatras,
que asocian otros dioses con Alá, deben ser combatidos. Más cerca de
nosotros,
algunos portavoces del islam supuestamente «moderado» y «moderno», como
Tariq
Ramadan, proponen considerar a Europa como «tierra de acuerdo», donde
convivir
musulmanes y no musulmanes. Pero esta propuesta, aparentemente
razonable, nos
están ocultando el verdadero sentido islámico de esa expresión: la
ortodoxia
sostiene que no se puede llegar a verdaderos acuerdos con las naciones
no
musulmanas (salvo tácticamente), mientras no se alcance la supremacía
sobre
ellas. Solo entonces habrá Dar al-Sulh («tierra de pacto»),
pues no cabe
tregua hasta que los infieles se hallen sometidos al islam. Así lo
manda el
texto coránico: «Combatid contra ellos hasta que cese su oposición y la
religión sea solamente la de Alá» (Corán 2,193). Las organizaciones del
radicalismo islámico y el yihadismo traducen este mandato en sólido
fundamento
de su programa político y, llegado el caso, de sus agresiones violentas.
Por otra parte,
quizá la referencia más
frecuentemente repetida, en defensa de la tesis de que el islam es una
religión
de paz y tolerante, estriba en una frase que, como especie de talismán,
se
apresuran a citarnos muchos musulmanes y amigos suyos, cuando desean
parecer
liberales: «No hay coacción en religión» (Corán 2,256). Pero ¿qué
significa
esta famosa frase? ¿Realmente significa una tolerancia coránica en
materia de
fe y religión? Aunque la mayor parte de los exegetas la explican en ese
sentido, mi hipótesis es que, si atendemos bien al contexto, la frase
posee un
sentido opuesto al que se le quiere dar y no tiene nada que ver con una
apología de la tolerancia religiosa. He aquí algunas traducciones de la
aleya
al español:
«No
cabe coacción en
religión. La buena dirección se distingue claramente del descarrío.
Quien no
cree en los taguts y cree en Dios, ese tal se ase del asidero
más firme,
de un asidero irrompible. Dios todo lo oye, todo lo sabe» (Corán 2,256.
Traducción de Julio Cortés).
«¡No hay apremio en
la religión! La rectitud se distingue de la aberración. Quien es infiel
a Tagut
y cree en Dios, se ha cogido al asa más fuerte, sin grieta. Dios es
oyente,
omnisciente» (Corán 2,257. Traducción de Juan Vernet).
«No
cabe coacción en asuntos
de fe. Ahora la guía recta se distingue claramente del extravío: por
eso, quien
rechaza a los poderes del mal y cree en Dios, ciertamente se ha
aferrado al
soporte más firme, al que nunca cede: pues Dios todo lo oye, es
omnisciente»
(Corán 2,256. El mensaje del Qur'an. Traducción de Muhammad
Assad y
Abdurrasak Pérez).
«No
hay coacción en la
práctica de Adoración, pues ha quedado claro cuál es la buena dirección
y cual
el extravío. Quien niegue a los ídolos y crea en Allah, se habrá
aferrado a lo
más seguro que uno puede asirse, aquello en lo que no cabe ninguna
fisura. Y
Allah es Oyente y Conocedor» (Corán 2,255. El noble Corán.
Traducción de
Abdel Ghani Melara Navío, impresa en Medina).
«No
está permitido forzar a
nadie a creer. La guía se ha diferenciado del desvío. Quien se aparte
de
Satanás y crea en Allah, se habrá aferrado al asidero más firme [el
islam], que
nunca se romperá. Y Allah es Omnioyente, Omnisciente» (Corán 2,256. El
sagrado Corán. Traducción realizada en Arabia Saudí).
La clave de
intelección está en caer en la
cuenta de que este pasaje coránico, de la época de Medina, se dirige a
los
musulmanes que se han comprometido con la verdad del islam y que, por
consiguiente, no admitirán que nadie los presione para abandonar su
religión
(se usa la palabra din, que alude específicamente al islam).
Esta es la
coacción (ikrah) que no cabe: no se admite que ningún musulmán
sea
empujado a dejar su fe; es decir, se prohíbe la incitación a la
apostasía (ridda);
porque, según continúa la misma aleya, ahora está claro cuál es el
camino
verdadero y el creyente que ha rechazado los ídolos y cree en Alá
cuenta con un
firme soporte, que no se puede romper. La traducción más exacta,
entonces,
sería: «Ninguna coacción a la religión [del islam]».
Esa interpretación
se corrobora a la luz de
otra aleya anterior, del período de La Meca, donde también se habla de
«coacción» en el mismo sentido: «Quien reniegue de Alá después de haber
creído,
no quien lo haga bajo coacción mientras su corazón permanece firme en
la fe,
sino quien abra su pecho a la infidelidad, ese tal incurrirá en la ira
de Alá y
tendrá un castigo terrible» (Corán 16,106). En ambos casos, la
«coacción» alude
a una fuerza que presiona al musulmán para que abandone la religión
islámica.
Pero en el sura 2, que es posterior, la posición se ha endurecido y
quien está
en posesión de la verdad no debe ceder a coacción alguna. No se trata
de
tolerancia sino de condena de la apostasía. Esta forma de entenderlo
evita la
incoherencia interna que se daría en la propia aleya 6,256 y resulta
más
consistente con todo el contexto del Corán (tan pródigo en invectivas
implacables contra las demás religiones), que no el hacernos creer en
una
súbita y fugaz apología de la libertad religiosa. Aún hoy, hay países
musulmanes
donde está establecida, por ley, la pena capital para quienes abandonan
el
islam, acto considerado apostasía. Pero incluso donde no se castiga con
la
muerte, la conversión a otra religión, por ejemplo, al cristianismo,
significa
la muerte civil del converso. En el islam, solo hay una puerta de
entrada, no
hay puerta de salida.
Uno no acierta a
entender a quién se pretende
engañar con la afirmación de que el islam y el Corán reconocen la
libertad de
religión, como dice, por ejemplo, la Declaración de Topkapi, de
la
conferencia internacional sobre los musulmanes de Europa, para lo cual citan,
además del
versículo de la coacción, el siguiente: «¡Que crea quien quiera, y
quien no
quiera que no crea!» (Corán 18,29). Suena magnífico, pero es totalmente
inaceptable
que oculten lo que continúa diciendo esta misma aleya, lanzando una
condena
brutal contra el que no crea: «Pero sabed que tenemos preparado para
los
infieles un fuego cuyas llamas los rodearán. Cuando sofocados pidan de
beber,
se les verterá un líquido como de metal fundido que les abrasará el
rostro.
¡Qué pésima bebida y qué horrible paradero!» (Corán 18,29). Ante
semejantes
inconsecuencias, uno se pregunta si mediante esta clase de escarnios
contribuirán a disipar la islamofobia que lamentan.
En fin, tal como
está escrito en sus textos
fundamentales y sus escuelas históricas, lo cierto es que el islam se
presenta
a sí mismo como una religión de intolerancia respecto al no musulmán y
una
religión de guerra contra el infiel, por más que muchos fantaseen otra
cosa.
Cuando habla de paz, siempre se refiere a la rendición del otro y a la
dominación omnímoda del islam. Cuando quiere mostrarnos la tolerancia,
señala
al sometimiento de los no musulmanes en la sociedad musulmana. En
definitiva,
lo que la presunta «tolerancia islámica» significa es, de hecho, que no
se
tolera socialmente ningún poder distinto del islam, ninguna
autoridad fuera
del Corán, ninguna coacción religiosa sobre los musulmanes, ninguna
«apostasía»
de un musulmán, ninguna reclamación de igualdad de derechos por parte
de los dimmíes,
ningún proselitismo de otra religión. Nada por el estilo parece
compatible con
la noción hoy común de tolerancia. Y es que, para el tradicionalismo,
las ideas
de paz, veracidad, igualdad, amistad, solidaridad o armonía social solo
tienen
sentido en el interior de la comunidad de los musulmanes (en la umma) . Nunca en las relaciones
con los
de fuera. El paradigma mental maniqueo de la divisoria entre nosotros
y ellos prevalece, en la estela de la
aleya: «Mahoma es
el mensajero de Alá.
Aquellos que están con él son duros con los infieles y compasivos entre
sí»
(Corán 38,29).
Notas
. Para una
exposición completa y bien documentada del complejo sistema de normas
sociales,
jurídicas y religiosas características del islam, así como de su
evolución
histórica y situación actual, es recomendable la obra de Giorgio
Vercellin, Instituciones
del mundo musulmán (1996).
. He aquí dos
transliteraciones
un poco diferentes del enunciado de la profesión de fe islámica (shahada),
la fórmula ritual que el converso debe pronunciar ante testigos, y por
supuesto
en árabe, para ser admitido en la comunidad musulmana: La ilaha
illa Allah,
Muhammad Rasul Allah. O bien, esta otra variante, que reproduce lo
que el
imán hace repetir al neófito: Ašh~du anna l~ il~ha ill~ [A]llâhu wa anna Muhammadan
rasãlu l‑lâh.
. Al-Bujari
afirma haber recopilado más de 300.000 hadices, de los que seleccionó
7.275, incluyendo
algunas repeticiones. Muslim examinó 300.000 y los expurgó hasta dejar
solo
unos 7.190 en su colección. Las cuatro restantes recopilaciones son: la
de Abu
Dawud (Abu Dawud Sulayman Ibn Ashat, +888),
quien
recogió 50.000 y escogió 4.800 hadices. La de al-Nasai (Ahmad
Ibn Shuaib
al-Nasai, +915),
que incluye 5.270 hadices. La de al-Tirmidhi
(Abu Isa Muhammad Ibn Isa al-Tirmidhi, +892),
que
contiene 3.982 hadices. Y finalmente, la de Ibn Mayah (Abu
Abdul Rahmán
Ahmad, +886),
que cataloga 4.341 hadices, de los que 3.002
aparecen también en las otras cinco colecciones. En el chiismo, las
colecciones
de hadices tenidos por auténticos no difieren mucho de las suníes,
salvo en la
cadena de transmisión que invocan, procedente más bien de Alí, el yerno
de Mahoma,
a través de sus descendientes. Las más reconocidas son la de Yakub
al-Kulini (+939),
la de Ali
al-Babaway al-Qummi (+991)
y la de al-Hasan al-Tusi (+1068).
. En la
tradición de Mahoma, junto a los hadices, se suele incluir las primeras
biografías de Mahoma: la sira de Ibn Ishaq (+768)
y la sira de al-Waqidi (+822).
. Los libros de
Ibn Rushd (Averroes) fueron quemados y su autor desterrado en 1195, por
orden
del sultán almohade Abu Yusuf Yaqub, a quien servía.
. Subrayemos
que no se trata de escuelas filosóficas ni teológicas, sino de
jurisprudencia (fiqh,
«ciencia de la aplicación de la charía»), en un sentido en el
que el
derecho es indistintamente canónico y civil, simultáneamente religioso
y
estatal.
. Unas glosas sobre la gravedad que la tradición
islámica atribuye a
las innovaciones pueden verse en este enlace.
. Para un
amplio estudio de la sociedad de La Meca en la época del surgimiento
del islam,
véase el libro de Patricia Crone (1987).
. Mondher Sfar
proporciona una clave de
lectura del Corán: «El Corán está atravesado
por dos
lógicas que podrían aparecer contradictorias. Por un lado, la lógica
guerrera:
es lo que he designado como epopeya: Dios decide sobre la suerte de una
ciudad,
envía un mensajero y luego la ciudad es destruida. Sobre esta lógica se
monta,
por decirlo así, otra lógica totalmente diferente: es la lógica
contractual:
Dios dicta al hombre un conjunto de reglas, o un código que debe regir
la vida
familiar, social y religiosa. Al final de los tiempos, se le pedirán
cuentas
sobre su cumplimiento o no de esas reglas. Estas dos lógicas algo
contradictorias atraviesan de cabo a rabo el conjunto de la obra
coránica. Se
explican de dos modos. Por una parte, biográficamente: reflejan dos
fases en la
epopeya mahometana: primera, la guerra contra la ciudad de La Meca en
manos de
los infieles quraishíes y, segunda, el establecimiento de una comunidad
musulmana urbana en Medina. Son los dos movimientos fundantes de la
historia de
la gesta de Mahoma. La otra explicación de la doble dimensión
ideológica: la
coexistencia en el medio árabe de aquella época de dos culturas: la
cultura
nómada guerrera, y la cultura sedentaria. Así se explica la importancia
en el
Corán y en la biografía profética de los actos de razia dirigidos por
Mahoma,
que constituyen una parte nada despreciable del corpus de la tradición».
. El Corán no presenta sus
suras o capítulos en orden
cronológico,
pero desde antiguo los investigadores se han preocupado por datar, en
lo
posible, la transmisión de cada sura. Puede consultarse una propuesta
de orden
cronológico del Corán en este enlace.
Julio
Cortés, en la
introducción a su versión del Corán, reproduce la
clasificación de los suras por períodos realizada por Régis Blachère en
el
prefacio de su traducción francesa del Corán (Cortés 1980, pág. 34). La
edición
bilingüe árabe-español, de la Universidad de Medina, supervisada por
Muhammad
Isa García, pone en el encabezamiento de cada sura el año o el momento
probable
de su «revelación».
Una
versión francesa del Corán
según un hipotético orden
cronológico
reconstruido.
. En la obra Sahih, del
imán al-Bujari (siglo IX), hay registrados
más de 7.000 hadices. De
ellos, el 97% de las referencias a la yihad tratan de la guerra y solo
el 3%
del «esfuerzo moral». El 20% de esos hadices de Mahoma están dedicados
a la
política. Por otra parte, la más prestigiosa biografía antigua de
Mahoma, la de
Ibn Ishaq, dedica el 75% de su relato a la yihad guerrera.
. Parece
diáfano que, en aquella época y en Arabia, no existían ejemplares de la
Biblia
ni de los Evangelios en una compilación completa, ni en un solo
volumen.
Probablemente habría algunos textos concretos, en poder de unos grupos
u otros
de judíos o de cristianos, portadores igualmente de versiones orales de
lo que
les pareciera más significativo. Algunos de esos grupos, con toda
seguridad,
eran heterodoxos respeto al judaísmo o el cristianismo «oficial». Esto
podría
explicar, por ejemplo, que el Corán mencione como «mensajeros» de Dios,
por su
nombre, a Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob, Moisés, Jesús. Luego añade «y
los
profetas», pero lo cierto es que no aparece nunca ni un solo nombre de
los que
la Biblia denomina expresamente profetas: ni de los mayores (Isaías,
Jeremías, Ezequiel y Daniel), ni de los doce menores. Este
hecho parece
corroborar la hipótesis de la relación de Mahoma y la génesis del
mensaje
coránico con una secta judía samaritana, que se atenía solo a la Torá,
es
decir, admitía exclusivamente el Pentateuco (los cinco primeros libros
de la
Biblia hebrea). Respecto a las referencias coránicas al Nuevo
testamento,
de manera parecida, está documentada la influencia de los evangelios
llamados
apócrifos.
. Esa negativa
de las «gentes de la Escritura» a secundar a Mahoma parece haber
obsesionado a
este hasta que falleció. Cuenta Ibn Sa'd en su biografía: «Cuando
estaba cerca
de la agonía, el profeta se tapaba con una sábana la cara; pero
entonces se
sintió peor, se descubrió la cara y dijo: ‘Que la condenación de Alá
caiga
sobre los judíos y los cristianos que han convertido las tumbas de sus
profetas
en objeto de culto’» (Ibn Sa'd, pág. 322).
. Al parecer,
Mahoma interpreta erróneamente la expresión «hijo de Dios» en el
sentido de un
hijo engendrado físicamente por Dios en una mujer. Esta idea es tan
ajena al Nuevo
testamento como a las formulaciones cristológicas de la Iglesia.
También
salta a la vista la incomprensión del concepto cristiano de la unicidad
de Dios
por parte de Mahoma, que pensaba que el cristianismo adora a tres
dioses,
cuando el credo del concilio de Nicea comienza categóricamente: «Creo
en un
solo Dios...». Por lo demás, el Corán muestra una extraña confusión
sobre la
Trinidad del único Dios, que no solo entiende como tres deidades
distintas,
sino que identifica una de ellos como María (Corán 5,116). Por si fuera
poco,
identifica disparatadamente a María la madre de Jesús con María la
hermana de
Moisés y Aarón (Corán 3,36; 19,28-34. Números 26,59).
. La
designación de nazareos, nazoreos o nazarenos tiene un sentido múltiple
y
complejo, de modo que judeonazareísmo abarca grupos radicales,
apocalípticos,
ebionitas. Para ellos, Jesús no es un salvador divino, porque solo Dios
puede
librar del mal, sino que es solamente el Mesías mandado por Dios,
nacido milagrosamente
por la acción del Espíritu en María. Es justo la visión sostenida por
el Corán
y los musulmanes. Un tío de Jadicha, Waraqa Ibn Nawfal, que bendijo su
matrimonio con Mahoma, se dice que era sacerdote nazareo.
. Las
investigaciones más modernas acerca de la elaboración del texto del
Corán
proponen hipótesis muy alejadas de lo que cuenta la tradición: véase
Lüling
1974, Moussuli 1996, Sfar 2000.
. Las
traducciones del Corán al español son objeto de controversia.
Diferentes
corrientes manejan versiones discrepantes. La página de Mundoarabe.org,
con
sede en Madrid y orientación antioccidental, afirma pretenciosamente:
«Hay una
sola traducción al castellano reconocida por una autoridad islámica del
mundo
árabe. Es la elaborada por Abdelgani Melara y publicada con
autorización del
ministerio de Asuntos Islámicos de Arabia Saudí. Todas las demás
traducciones
de El Corán al castellano no valen ni el papel en el que están
impresas».
. El comentario
de Abdel Ghani Melara a la citada aleya abona la interpretación en esta
línea.
Su argumento es «que las aleyas que hablan de no combatir son mequíes y
esta es
medinense, cuando la orden de combatir ya había sido establecida»
(comentario a
la aleya 2,255 en su traducción). Si, a pesar de todo, se interpretara
la aleya
en el sentido de que no se coaccione a nadie a ser musulmán, esto hay
que
entenderlo necesariamente en relación con las disyuntivas siguientes:
si es
gente de la escritura, el ser sometidos a la dimma; y si es
gente pagana
o politeísta, el ser eliminados y sus bienes confiscados. Robert
Spencer admite
que la frase prohíbe forzar la conversión al islam como religión, pero
distingue un doble significado de «islam»: 1) la religión como fe en
Alá y
Mahoma; 2) el sistema de leyes y normas sociales dictado por Alá a
través de
Mahoma. En lo primero, no habría coerción; pero, en lo segundo, la
coacción es
una obligación fundamental de todo musulmán, hasta imponer la ley
islámica a
los Estados no musulmanes. De ahí que «lo que se difundió por la fuerza
fue la
hegemonía política y social del sistema islámico. Las conversiones al
islam
fueron una consecuencia de la imposición de ese sistema, cuando los dimmíes
comenzaron
a experimentar su miseria» (Spencer 2007, pág. 145). El mismo Sayyid
Qutb
parece coincidir, cuando afirma que no hay que mezclar dos cosas
distintas que
son perfectamente compatibles: «primero, que esta religión prohíbe la
imposición de su creencia por la fuerza, como está claro en la aleya
‘No hay
coacción en religión’ (...) mientras que, por otro lado, se trata de
aniquilar
a todos los poderes políticos y materiales que se interponen entre las
personas
y el Islam, o que obligan a un pueblo a inclinarse ante otro y les
impiden
aceptar la soberanía de Alá» (Qutb 1964, pág. 66).
. La Declaración de Topkapi
se hizo pública en
Estambul, al
final de una conferencia internacional sobre los «Musulmanes de
Europa», el 2
de julio de 2006:
. Resulta
significativa la frase final de la Declaración de Topkapi:
«Abogamos por
reforzar el sentimiento de solidaridad entre nosotros y reafirmar la
visión
universal de paz, fraternidad, tolerancia y armonía social del Islam».
Adviértase
que la «visión universal» es la del islam, que quede claro.
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