Los dilemas del
islam
7. Vía de la
aclimatación del islam
PEDRO
GÓMEZ
|
1. La idealización falaz del islam
tradicional
2. La intangibilidad de la figura de
Mahoma y del Corán
3. La aclimatación del islam en la
sociedad democrática
Las
interpretaciones tradicionales del islam
y sus escuelas clásicas son bastante homogéneas y han sido muy estables
durante
siglos, a causa del estancamiento de las sociedades musulmanas. En
nuestros
días, al imponerse las turbulencias de la modernidad, al romperse los
enclaustramientos de las sociedades premodernas, se ha planteado, a los
musulmanes sensibles a los cambios, la ineludible necesidad de ofrecer
un nuevo
rostro del islam. Esto ocurre sobre todo en el contexto de las
sociedades
industriales y secularizadas, donde los musulmanes se encuentran en
minoría. El
remozamiento se advierte, en especial, como una táctica de creación de
imagen
en los medios de comunicación y en Internet. En medio de la avalancha
enorme de
páginas digitales, vídeos y libros, encontramos gran disparidad en las
tendencias ideológicas; pero, en general, se intuye una coincidencia en
el
propósito de renovar las apariencias y la presentación pública, pero de
tal
forma que se mantenga intacto el fondo tradicional de siempre, según la
perspectiva de cada cual. Así, unos nos ofrecen su ortodoxia, más o
menos
áspera, a través de una estética y una tecnología moderna que disimula
la
antigualla. Otros diseñan versiones en un lenguaje más aséptico,
presentando
como normal una visión de la vida totalmente medieval y periclitada.
Otros,
adoptan un aire de espiritualidad beatífica o angelical, sobre un
subsuelo de
trampas legalistas. Otros están a la caza de las modas intelectuales
del
momento, para apropiarse hábilmente de su retórica.
En todos los casos,
lo que más llama la
atención es el empeño generalizado por presentar un islam edulcorado,
almibarado, idealizado, mitificado, que resulta falaz. Si el integrismo
salafista lleva a cabo el encubrimiento de su afán político, bajo capa
de
piedad y caridad, aquí son los moderados quienes desean modernizarlo
todo, para
que no cambie nada. Y, al final, a contrapelo de sus intenciones,
acaban siendo
meros defensores del islam ortodoxo tradicional, envuelto en papel de
celofán.
Es lo que suelen hacer en España los musulmanes nuevos: operan algunas
transacciones en cuestiones secundarias, en busca de una aclimatación
del islam
a la sociedad actual. Tal vez renueven la espiritualidad, pero jamás la
teología.
Tal vez acepten adaptarse a la sociedad democrática, pero su mente está
dividida entre la libertad y la sumisión a la ley religiosa. Tal vez
sus
interpretaciones ya no sean las tradicionales, pero son incapaces de
cuestionar
los fundamentos mismos.
1.
La
idealización falaz del islam
tradicional
En contra de los
tópicos panegíricos, la
realidad histórica desvela que los imperios del islam no brillaron,
precisamente, por haber sido espacios de paz y tolerancia. Pero es
innegable
que, aparte de establecer un régimen político, el islam incluye también
una
religión y muchas personas han encontrado en él una sintonía con su
experiencia
espiritual interior, y lo viven como algo valioso, que da sentido a su
existencia. Lo que ocurre es que esa dimensión de espiritualidad,
presente en
todas las religiones e incluso en ciertas filosofías e ideologías, no
basta por
sí misma para garantizar el valor de las formulaciones especificadas en
sistemas de creencias, códigos morales y rituales. Cuando el creyente
lo da por
descontado y no quiere dudar, aunque se tropiece con manifestaciones
concretas
muy objetables, entonces tiende a cerrar los ojos ante todo lo negativo
y,
mediante una fortísima represión inconsciente, despliega en su mente
una
fantástica idealización: genera el relato de un islam maravilloso, de
las mil y
una mitificaciones. El estudioso ha de recurrir a los métodos de la
sospecha.
Así, encontramos
presentaciones idílicas y
espiritualistas, como la que resume Don Belt: «La paz es la esencia
misma del
islam (...) El significado de los versículos que prescriben el yihad
contra los
enemigos de Dios es para la mayoría de los intérpretes del Corán el
‘esfuerzo’
o la ‘lucha’ interior que debe librar cada individuo en la búsqueda de
la
iluminación y la pureza espiritual» (Belt 2002, pág. 38-39). No sé si
debe
sorprendernos que este enfoque mirífico sea frecuente en Europa, en
ciertas
obras dirigidas al público no musulmán, por ejemplo, en autores como el
pensador francés Roger Garaudy (Promesas del islam, 1981, y Los
integrismos, 1990); la teóloga británica Karen Armstrong (El
islam,
2000a, Las raíces del fundamentalismo en el judaísmo, el
cristianismo y el
islam, 2000b, y Mahoma. Biografía del profeta, 2006); o el
teólogo
Juan José Tamayo (Islam. Cultura, religión y política, 2009).
Volvamos a hacer
una breve gira por algunos
sitios islámicos de Internet, bien pertrechados de material digital
para el
adoctrinamiento, con el fin de percibir cómo se utiliza el lenguaje y
el diseño
para dar una imagen embellecida, épica, modernizada, edulcorada,
lenificada y
seductora. En la página de Nur Islam, aleccionan sobre la
esencia del
islam y expresan lo más sublime sobre la perfección divina del sagrado
Corán:
«Ningún intérprete, por cultivado y experto que sea, podrá jamás
transmitir, en
lengua alguna, la fuerza espiritual y el encantador atractivo del
Corán. El
Corán es –y así lo hizo Dios– inimitable; y queda muy lejos, de la
imaginación
y de la energía humana, producir nada semejante» (consúltese este enlace).
La página de Islamgurea
coloca, en su
frontispicio, una definición clásica, tachonada con tópicos
progresistas: «El
Islam es un sistema ético‑moral‑global cuyos fines se resumen en
promover el
bien y la virtud, y erradicar el mal y la depravación, en vías de un
auténtico
desarrollo humano en todas las facetas de la vida y en equilibrio con
la
naturaleza. Por eso los musulmanes sabemos que el Islam es la mejor
alternativa
para todos y todas» (véase este enlace).
La Junta
Islámica de España ofrece, en
su presentación, ¿Quiénes somos?, el sumario de un programa
liberal.
Pero, a todas luces, ha olvidado mencionar una sola palabra sobre el
mensaje
específico de ese islam «universalista» y cómo se aterriza en la
práctica (para
eso, habrá que atender a sus actuaciones): «Las líneas de trabajo
seguidas por
Junta Islámica se han caracterizado por impulsar el desarrollo de la
libertad
de conciencia, propiciando espacios comunes de encuentro e intercambio
sobre
temas de interés social, económico, cultural y religioso, abiertos a
todas las
personas, entidades e instituciones de la sociedad» (tomado de esta página).
Islam en línea da una faz política y
religiosamente correcta (mientras destaca su profusa publicidad de
viajes a
Marruecos). Facilita recursos islámicos, entre ellos para la formación
infantil. Entre sus capítulos de portada, se encuentran enlaces que
desarrollan
temas tales como: el estado islámico como modelo de igualdad, justicia
y
derechos humanos; el «amor del profeta Muhammad hacia los niños»; los
derechos
y libertades de la mujer en el islam; las revelaciones científicas
coránicas,
por ejemplo, los «datos embriológicos en el sagrado Corán»; el islam y
la
salud, con una demostración de «la nocividad de la carne de cerdo»;
unas
lecciones de cristología coránica contra el Jesús del cristianismo; el
«pacifismo del islam» según el verdadero significado de la yihad
(consúltese
este enlace).
La Unión de
Mujeres Musulmanas de España
pone a la vista su idea fundacional: «La necesidad de recuperar y
promover el
protagonismo que el Islam otorga a las mujeres, rescatando los
fundamentos de
complementariedad de los géneros, así como la igualdad en derechos y
obligaciones entre mujeres y hombres que las Sagradas Escrituras y
Allah
reconoce». Parece incuestionable que estas ideas expresan aspiraciones
igualitarias y emancipadoras de las autoras. El problema es que, en las
fuentes
del islam, no hay nada de eso que recuperar. Todo lo contrario.
Deberían
empezar por reconocer, honradamente, que se trata de planteamientos
ilustrados
de la modernidad, del todo ajenos al modelo islámico de mujer, tanto en
las
fuentes islámicas como a lo largo de la historia, lo cual, en
consecuencia,
exige una revisión a fondo (véase el enlace).
En El Sendero
del Islam, nos saludan
abiertamente con una presentación de sus fines y su simbología peculiar:
«Bienvenidos
a la página
principal del sitio El Sendero del Islam publicación del Centro de
Altos
Estudios Islámicos, entidad creada y dirigida por el imán Mahmud
Husain, que
tiene como objetivo la difusión de la doctrina islámica para los
hispanoparlantes, basándose en los métodos más tradicionales
establecidos.
En
este sitio encontrarán
las enseñanzas más simples como también las más profundas sobre esta
forma de
vida Revelada.
El
símbolo de nuestra
comunidad son la espiga, la rosa y la espada. La espiga, alimento del
espíritu;
la rosa blanca, pureza y belleza que manifiesta el Amor del que todo lo
une en
la elevación del desapego a lo inferior, hacia la Luz eterna; la
espada,
esfuerzo y lucha interior espiritual, que todo lo ofrece por sí mismo
con el
Poder y la Fuerza infinitas de lo Santo. Los tres símbolos son uno solo
y el
mismo, como Unidad que se manifiesta en el significado de la Realidad»
(tomado
de esta página).
Aquí, se dan
idealmente la mano la revelación
y la metafísica, pero al menos nos advierten de que el islam que vamos
a
encontrar es el «basado en los métodos más tradicionales». En el plano
de la
política, con palabras igual de floridas, nos predican el dogma de que
solo el
Estado islámico aporta y enarbola la realización de la justicia, en
grado sumo.
La edulcoración de
las creencias coránicas y
la falaz idealización del islam, como religión espiritual, junto con el
diplomático encubrimiento de las prácticas personales, sociales y
políticas
asociadas, lleva consigo, indefectiblemente, una exaltación y
divinización del
libro del Corán. El mismo proceso de mitificación y mistificación se
aplica a
la idealización de la figura de Mahoma como «mensajero de Dios» y como
modelo
cabal de hombre perfecto, adornado con todas las virtudes y despojado,
por
cierto, de buena parte de las facetas más hoscas que relatan las
fuentes.
Finalmente, podemos desvelar cómo han elucubrado una estilización de la
idea de
Alá, como Dios clemente y misericordioso, poniendo sordina a las más
abundantes
aleyas coránicas en las que aparece como amenazador, castigador y
terrorífico.
El tipo de presentación más habitual pone de manifiesto una especie de duplicidad
recurrente, que acaba traicionándose a sí
misma. Como si cada
afirmación o imagen significara dos cosas diametralmente opuestas: en
el plano
intelectual, camufla un doble sentido (de modo que el visitante no
advierta el
verdadero significado); y en el moral, utiliza un doble rasero (al
final, solo
quienes se someten a la ley islámica son dignos de respeto o tratados
con
equidad). Sugiramos algunos ejemplos: la denominación «religión de paz»
puede
ocultar una actitud hostil o, incluso, el propósito de la yihad contra
las
otras religiones; la expresión «en la senda de Alá» suele disimular su
significado de conquista del mundo para el islam; la palabra
«tolerancia» se
hace compatible, tácitamente, con la exacción y la humillación de los
judíos y
cristianos; el concepto de «martirio» se superpone a la acción del
terrorista
suicida que comete un asesinato indiscriminado; el lema de la «igualdad
de la
mujer» quizá esconde la privación de derechos y la poligamia. Etcétera.
El
resultado es el encubrimiento sistemático de lo que realmente supone el
orden
islámico, tras un andamiaje de eufemismos.
2.
La
intangibilidad de la figura de
Mahoma y del Corán
Desde la óptica de
ese caleidoscopio en el
que se ven imágenes tan dispares, según el ojo de quien mira, ¿qué
decir de la
figura de Abu l-Qasim Ibn Abdallah, Mahoma? Hay incontables biografías,
comenzando por la primera, canónica, que data de un siglo después de la
muerte
de Mahoma: La vida del mensajero de Alá, la sira por
antonomasia,
escrita por Ibn Ishaq (a mediados del siglo VIII, que se ha conservado
inserta
en la obra de Ibn Hisham, 2004). Tiene el mérito de contar las facetas
más
espinosas de la personalidad y la actividad del biografiado.
Entre las más
recientes, encontramos
demasiadas hagiografías, más que biografías, que sitúan a Mahoma por
encima de
todos los grandes hombres de la humanidad, con la consiguiente
idealización del
personaje y falseamiento de la historia. En películas como El
mensaje
(1977), protagonizada por Anthony Quinn en el papel de Mahoma (y
financiada por
Muamar el Gadafi), no es solo el rostro del personaje lo que se oculta.
En la
miniserie Islam. Imperio de fe (Gardner Films Inc., 2000) se
ofrece un
cuento épico-pueril, con aires de las mil y una noches, plagado de
tópicos. Y
no digamos nada de las inefables vidas de santo y héroe, divinizado en
la
práctica, con las que uno se topa, por doquier, en las páginas
islámicas de
Internet.
En cuanto a los
libros, no son solo autores
musulmanes los que se afanan en la glorificación de Mahoma,
describiendo una
figura históricamente sesgada y en última instancia mendaz. Es lo que
ocurre en
el planteamiento que sostiene la teóloga británica Karen Armstrong, en
su
libro, ya citado, Mahoma. Biografía del profeta (2006), tan
encomiástica
que lo considera «un profeta para nuestro tiempo»; y de manera parecida
el
teólogo español Juan José Tamayo, en el capítulo 3 de su libro, también
mencionado, Islam. Cultura, religión y política (2009), donde
emula a la
Armstrong. Así corren el riesgo de agregar sus voces al coro de los
mitificadores y a la latría de facto «de uno de los hombres más
excepcionales
de la historia». En un sentido diametralmente opuesto, apunta la
semblanza de
Mahoma con la que concluye Ibn Warraq su Por qué no soy musulmán
(1995,
págs. 319-327), o el libro de Robert Spencer La verdad sobre Mahoma
(2006). Ambos hacen más justicia a los hechos históricos conocidos a
través de
las fuentes islámicas.
Al leer unas biografías y otras, el problema es que no todo puede ser
igualmente verdad. Ni cualquier método es válido. Ni se le puede
justificar
todo, para lucubrar una representación sublime de Mahoma, sumo ideal
humano y
dechado de perfección, a quien el buen musulmán debe imitar. Tal
exaltación,
mirada fríamente, se parece mucho a una especie de delirio, de ebriedad
intelectual inducida por el entusiasmo religioso, o una simple muestra
de
credulidad, tan grande como irremediable.
En realidad, no se
sabe nada de Mahoma por
ninguna fuente independiente, sino solo por las fuentes islámicas. Aun
así,
estas, que lo veneran como profeta, también lo presentan como un hombre
y, como
tal, falible. El propio Corán reconoce indirectamente la pecabilidad
del
mensajero: «Alá te ha perdonado...» (9,43). Pero no podemos pensar que
la
falibilidad se reduzca a algunos fallos o debilidades. Las indudables
dotes del
personaje y la especial protección de Alá no bastan para convalidar y
dar por
buenos todos sus comportamientos. Será imprescindible considerar la
época
histórica y el abismo entre el contexto de entonces y el de ahora. Pero
no deja
de parecer verosímil que hoy, en cualquier país democrático, una
persona que
llevara a cabo determinadas acciones, como algunas que están
atestiguadas en el
Corán, los hadices y la sira, podría ser imputado por graves
delitos.
Porque, salvando el anacronismo y sabiendo que estamos imaginando una
ficción,
así se enjuiciarían actuaciones tales como el asalto a mano armada
contra
caravanas y enclaves tribales; el perjurio por ruptura de pactos
ratificados;
el genocidio de todos los varones judíos (entre setecientos y
novecientos) de
la tribu Banu Quraiza, en Medina; el tráfico de esclavos con los hijos
de los
vencidos; la apología reiterada de la persecución ideológica, en los
llamamientos a la guerra contra los miembros de otras religiones; la
inducción
al asesinado de oponentes políticos, como en los de Ka'b al-Ashraf, Abu
Afak,
Asma bint Marwan y Sallam Ibn Abu al-Huqayq; la violación en el caso de
María
la Copta; algo que hoy se llamaría pederastia, en el caso de Aisha; la
poligamia; etc. Todo esto se encuentra documentado en Ibn Ishaq (en Ibn
Hisham
2004, citado en Elorza, Ballester y Borreguero 2005). Más aún, no sería
de
extrañar que su organización, tal como se comportaba, fuera puesta
fuera de la
ley y proscrita como asociación de malhechores o como secta
destructiva. He
dicho que esta forma de juzgar las cosas es una ficción, solo una
conjetura
anacrónica e imposible, aunque los hechos antiguos sean verídicos.
Ahora bien,
¿qué pensaremos ante la evidencia de que hay seguidores actuales
dispuestos a
emular aquellos comportamientos? No parece sensato mirar a otra parte,
mientras
muchos no vacilan en buscar justificación a todo, punto por punto, e
inventan
toda clase de recursos sofisticados para exculpar
lo que sea y, si llega la ocasión, acabar considerando como excelsa
virtud lo
que no es más que una atrocidad moral.
Y es que nuestra
mentalidad normal, moldeada
culturalmente por el cristianismo, dista mucho de la normalidad
musulmana. Lleva
razón el autor que escribe la introducción a un Corán en francés:
«Al
imaginario occidental le
resulta imposible asociar la espiritualidad con imágenes de violencia,
venganza
y sensualidad. Un profeta que confiesa que le gustan por encima de todo
las mujeres,
los perfumes y los caballos, que permite masacres -aunque
le guste también mucho la oración–, tiene pocas probabilidades
de atraer la adhesión de una mentalidad moldeada por siglos de
tradición
evangélica. El ejemplo de un Mahatma Gandhi o el de un Dalai Lama se
valoran en
Occidente porque encarnan una espiritualidad universal que privilegia
la no
violencia y la compasión. Mahoma lo tendrá siempre muy difícil para ser
considerado por los no musulmanes como un auténtico hombre de Dios» (enlace).
Es comprensible
que, también a algunos
seguidores de Mahoma, más despiertos, les resulte penoso o traumático
el
descubrir la catadura moral y política de aquel al que creen como el
definitivo
mensajero de Dios y que se les propone como prototipo impecable del
musulmán.
En su descargo, concedamos que el personaje vivió en otros tiempos,
lejanos y
revueltos, absolutamente anacrónicos para nuestra mentalidad actual.
Pero,
entonces, ¿no será igualmente anacrónico, para nuestros días, el
mensaje
anunciado en aquellas agitadas circunstancias?
Por último, otra
idealización, aún más
esencial, es la que se plasma en la idea de Dios, con los rasgos
peculiares que
lo invisten como Alá, concebido como creador y mantenedor de cuanto
acontece en
el universo, omnisciente y omnipotente, pero, sobre todo, como
legislador de
los preceptos a los que ha de atenerse la vida de los musulmanes. Si
analizamos
el Corán, lo más definitorio de la idea de Dios en la religión islámica
no es
tanto su abstracta unidad y unicidad, ni los atributos de clemente y
misericordioso con los que se le alaba al principio de cada sura, ni
los
noventa y nueve nombres con los que Mahoma designa a Alá. Lo
verdaderamente
peculiar reside en el carácter, las actitudes que manifiestan sus
palabras, sus
juicios severos sobre el bien y el mal, sus órdenes inapelables, sus
premios y
castigos predestinados. Muestra un perfil antropomórfico tomado de la
Biblia
hebrea, incluidos los pasajes más crueles de la Torá, pero proyectado
aún más
allá en forma de odio y de guerra contra los no creyentes (véase Corán
2,193;
8,39; 8,59-60; 9,5). El creyente pensará que él no es quién para
enjuiciar a la
divinidad. Pero, desde una óptica humana, uno podría imaginar
fácilmente que,
si juzgáramos a un monarca que actuara con tales modos, describiríamos
su
comportamiento diciendo que adopta relaciones despóticas hacia sus
súbditos;
que planea el genocidio de sus enemigos; que da la imagen de un poder
abrumadoramente
terrorífico, tanto por sus incesantes amenazas de punición como por sus
promesas supeditadas a un sometimiento ciego y a una obediencia hasta
la muerte
por su causa; que los salva o condena según una arbitraria voluntad,
porque
nada es bueno o malo en sí mismo, como conclusión de nuestra
experiencia o
nuestro discernimiento racional, sino exclusivamente porque el rey lo
manda
así.
No obstante, los
hechos muestran que la
adhesión de los profundos sentimientos religiosos personales a una
imagen determinada
de la divinidad puede impedir el mínimo de distanciamiento mental
necesario
para objetivar el sistema de significaciones que comporta. Y peor aún:
la menor
duda o crítica dispara automáticamente un mecanismo psicológico de
defensa, que
le hace al creyente huir como el calamar o agredir como el áspid. Si
esto
acontece en un contexto de tabúes socioculturales y sanciones penales,
el
pensamiento libre está, de plano, proscrito, perseguido y castigado.
Las idealizaciones
de la tradición musulmana
tienen otra cara, que se deja ver en la denigración de la sociedad
occidental,
en el marco de la estigmatización general que lanzan sobre todos los no
musulmanes, llevada al extremo por el fundamentalismo. En efecto, la
denuncia
de la decadencia occidental, del materialismo de su modo de vida, de la
inmoralidad de sus mujeres, etc., deriva claramente del dogma previo de
la
pertenencia al mundo de los «infieles» (kufar). Daría igual cual
fuera
en concreto el estilo de vida occidental. Sería criticado como vil,
porque el
Corán así lo decreta: «Las peores bestias, ante Alá, son los infieles,
porque
no creen» (Corán 8,55). Si la mujer europea es desenvuelta en sociedad,
se dirá
que es puta, frente a la circunspección de la musulmana; pero, si se
porta de
manera recatada, se dirá que es mojigata, frente a la sensualidad de la
musulmana. Y es que ya está esencialmente definida, de antemano, por el
hecho
de no ser musulmana, un hecho marcado por la tradición con una
negatividad
intrínseca. En esta onda discriminatoria emite la ideología del
islamismo
fundamentalista, que, a través de los sermones ominosos de imanes poco
ilustrados sobre la propia historia, promueve el casi secuestro de sus
propias
mujeres, la aversión culpabilizadora contra la sociedad moderna,
plagada –según
ellos– de irreligiosidad, música y sexo, y el miedo pavoroso al sistema
de vida
liberal de Occidente. Sobre este trasfondo de las idealizaciones de lo
islámico, ampliamente difundidas entre la inmensa mayoría de los
musulmanes, se
recorta el perfil de aquellos que desean adaptar el sistema del islam a
las
sociedades europeas.
3.
La
aclimatación del islam en la
sociedad democrática
Los intentos de
adaptación del islam al
entorno moderno, de los que a veces se precian algunos musulmanes más
abiertos,
entre nosotros, suelen no ir más allá de un reformismo superficial. Se
presentan con un lenguaje liberal, parcialmente progresista y
democrático,
retóricamente feminista; pero lo determinante está en su convicción de
que las
fuentes islámicas son intocables, un tabú absoluto. Las versiones
modernas que
nos ofrecen de la doctrina o la normativa islámicas son solo
interpretaciones
subjetivas, voluntaristas, que ellos superponen a determinadas citas
coránicas
o jurídicas, pero que, cuando las analizamos a fondo, casi siempre
significan
exactamente lo contrario. De manera que estos renovadores se ven en
grandes
apuros, cada vez que se topan con alguien que entiende del tema y
señala las
inconsecuencias. Por eso, califico esta tendencia como aclimatación
del
islam, teniendo en cuenta las acepciones que el diccionario da de
«aclimatar»:
«Hacer que se acostumbre un ser vivo a climas y condiciones diferentes
de los
que le eran habituales». «Hacer que algo prevalezca y medre en parte
distinta
de aquella en que tuvo su origen».
En su
autopresentación en Internet, la Junta
Islámica de España ofrece un ideario de índole paladinamente
modernizadora:
«Desde
la
independencia, Junta Islámica se ha configurado como una organización
libre,
abierta y plural, con objetivos propios, buscando siempre la mejor
manera de
integrar el Islam en el espacio laico de nuestra sociedad,
promocionando las
libertades básicas, los derechos humanos, el diálogo interreligioso, la
igualdad de género, la libertad de expresión y conciencia, el respeto
mutuo, la
convivencia pacífica entre los seres humanos y la preservación del
medio
ambiente. En definitiva, Junta Islámica promueve la apuesta por el
desarrollo
de un Islam universalista que aúne los valores espirituales con la
modernidad y
los mejores logros de la democracia»
(enlace).
Esta declaración de
portada enuncia un programa
perfectamente moderno, al menos en sus palabras. Sería inobjetable, si
no
conociéramos luego las posturas que la Junta Islámica o sus miembros
adoptan
ante problemas concretos. Casi siempre resultan ambivalentes y, en el
plano
teórico, adolecen de la ausencia total de un verdadero replanteamiento
de la
teología coránica. Hemos podido observar, por ejemplo, lo siguiente: la
prédica
del diálogo interreligioso y el respeto mutuo es compatible con el
apoyo al
allanamiento de la catedral de Córdoba, que fue una agresión simbólica;
la
voluntad de integración en el espacio laico y la modernidad no obsta
para
reivindicar extemporáneamente la devolución del «patrimonio musulmán
arrebatado» en la edad media, que no pasa de ser una derecho fantasioso
de un
sujeto inexistente; la igualdad de género, reivindicada verbalmente, no
impide
salir en decidida defensa del velo obligatorio para las musulmanas, que
significa la inferioridad de la mujer, como es sabido; la proclamada
asunción
de los mejores logros democráticos da alas para solicitar la
legalización de la
poligamia, como han reiterado, o para patrocinar un partido político
exclusivo
para musulmanes. Este tipo de comportamientos, más reales que la
retórica de
una declaración, ¿no hace sospechar que se está anteponiendo la charía
al derecho civil e incluso a los derechos humanos?
Una versión
eminente de este islam
aclimatador y acomodaticio es la que encontramos en un sector de los
musulmanes
europeos, al estilo del suizo Tariq Ramadan (profesor de estudios
islámicos
contemporáneos en la Universidad de Oxford), el francés Fouad Alaoui
(vicepresidente de la Union des Organisations Islamiques de France) o
Abdennur
Prado (dirigente de la Junta Islámica de España). Cuando se plantean
crear una
instancia de «renovación» o adaptación del islam a Europa, lo que
proponen es
poner en marcha una escuela de jurisprudencia (fiqh)
específicamente
europea. Prado lo ha declarado con toda precisión: «No se trata de
revisar el
texto del Corán, sino el fiqh tradicional. Se trata de volver
al Corán, insha
Al-láh» (6 de febrero de 2010). Caigamos en la cuenta del alcance
alicorto
de lo que se propone: no incluye una nueva teología, ni una filosofía,
ni un
estudio crítico de las fuentes o de la historia; ni siquiera una nueva
ética. Su
objetivo reside en crear una institución que fije, con rango jurídico,
las
resoluciones obligatorias para los musulmanes europeos, pero sin
revisar en
nada el fundamento. Es obvio que la aclimatación no toca la cuestión de
la fe.
No obstante, sus consecuencias prácticas serían de gran alcance: se
trata de
controlar el poder político-religioso sobre los musulmanes de Europa.
Lo más
grave es que los políticos demócratas europeos no se percaten de que
ese fiqh,
en la medida en que dictaminaría sobre asuntos que competen a la
justicia
ordinaria (tocantes a la charía y, por tanto, no solo
religiosos, sino
relativos a todos los aspectos de la vida), significaría la
introducción en
Europa de un principio jurídico extraño al derecho constitucional y un
poder
sociopolítico al margen de las instituciones democráticas. No seamos
cándidos:
están proponiendo algo profundamente reaccionario como si fuera un
avance.
Esa propugnada
escuela europea de
jurisprudencia islámica vendría a proseguir y consolidar la actuación
hoy
desempeñada por el Consejo Europeo de Fetuas e Investigación (fundado
en
Dublín, en 1997), que ofrece a los musulmanes europeos «directrices
aclimatadas
a sus circunstancias» (Luz Gómez, El País, 12 de mayo de 2010,
pág. 31).
Todo ello, para la edificación de lo que ellos mismos denominan el
«Euroislam»,
pero sin transgredir el marco de la «cosmovisión islámica». ¿En qué
línea va
esa «aclimatación»? Dicho Consejo lo preside el reputado clérigo suní
Yusuf
al-Qaradawi y, entre sus pronunciamientos, ha emitido fetuas que
dictaminan «la
prohibición para la mujer de cortarse el pelo sin el permiso del
marido, el
derecho del hombre a impedir que su esposa visite a quien él decida, la
licitud
de la pena de muerte para el apóstata (...), y la defensa de la
poligamia»
(Antonio Elorza, El País, 19 de junio de 2010, pág. 21). Las
ideas
fundamentalistas del teólogo al-Qaradawi gozan de gran influencia. Su
libro Lo
lícito y lo ilícito en el islam, recurre a las compilaciones de
hadices
para fundamentar prescripciones tales como la execración de todo
contacto
físico, incluso ocasional, con una mujer que no sea la propia; la
prohibición
de tener perros; la ilicitud de imágenes en las casas. Su «aperturismo»
llega
hasta matizar que está permitida la ablación del clítoris, con tal que
sea solo
parcial, para lo que interpreta sibilinamente un oscuro hadiz. Por esta
vía,
¿no se trata de permanecer en el islam tradicionalista, pero
ocultándolo
cuidadosamente tras una fraseología modernizante?
En un congreso
sobre inmigración, organizado
por la Universidad de Almería, en abril de 2010, la islamóloga
Yaratullah
Monturiol pronunció un discurso en apariencia abierto y hasta
posmoderno, pero
plagado de trampas sutiles. Habló de la necesidad de «diálogo» entre el
islam y
la sociedad moderna. Usó un lenguaje tomado de cierta izquierda
marginal y del
feminismo; e incluso hizo una crítica al comunitarismo, aunque
confundiendo
constantemente cultura con religión. Su postura abierta pretendía
evitar, a
toda costa, que los musulmanes se encierren en un gueto. Y la razón de
esto
parece evidente, aunque ella no la explicara. Si se trata de islamizar
la
sociedad, meterse en un gueto equivale a aislarse y estorbar el fin
principal.
Al referirse a una «alternativa a la globalización» dejó sobreentender
que no
hay otra más que el islam. Le atribuyó una «misión salvífica», pues
devolvería
al mundo a la «espiritualidad natural», por supuesto, la islámica. Se
detuvo a
contraponer tal espiritualidad a lo que ella llamó instituciones
religiosas
tribales, camuflando así el hecho de que a lo que el islam se opone es
a otras
grandes religiones, puesto que a nivel de tribu no hay aún institución
religiosa. ¿Y qué comentar acerca de esa filosofía obsoleta, que
imagina como
«natural» algo que solo puede ser cultural? Luego, como para captar la
benevolencia del público, enunció la tesis de que todas las religiones
tienen
un «mensaje humanista». Tal afirmación me parece harto dudosa, porque,
si
humanismo significa autonomía del hombre y su razón, difícilmente cabe
sostener
que las formas religiosas teocráticas contengan ni una brizna de
humanismo, en
el sentido propio del concepto.
Yaratullah se
declaró defensora del
«feminismo islámico», asegurando que su ser feminista no podía rechazar
esa
pertenencia. A continuación, señaló que existe otro feminismo islámico
de
«musulmanas culturales», pero arremetió contra ellas, advirtiéndoles de
que se
deben islamizar confesionalmente, para que su feminismo sea
verdaderamente
islámico. Con ello, estaba avisando que no hay lugar en el mundo
musulmán para
un feminismo que no sea religioso. Como buena feminista, opinó que en
Europa
hay que revisar la práctica de los matrimonios forzosos. Y en el plano
teórico,
invocó una interpretación del Corán según la cual todas las
estipulaciones
religiosas que apoyan la inferioridad de las mujeres no son islámicas;
sin
embargo, no hizo una sola cita del texto coránico, ni expuso un solo
principio
en el que basaba su hermenéutica. Aquella ponencia solo podría seducir
a quien ignore
los textos sagrados. La ponente, como cabía esperar, no terminó sin
antes
lanzar los improperios rituales contra la «islamofobia».
Daisy Khan,
musulmana estadounidense,
participante en el congreso sobre «feminismo islámico», organizado por
la Junta
Islámica Catalana, en Madrid, en 2010, pontificó sin recato que «el
Corán,
intrínsecamente, garantiza la igualdad de derechos a las mujeres y, de
hecho,
el profeta era un feminista de su tiempo (...) Ayudaba en casa,
respetaba a las
mujeres, fue monógamo durante quince años cuando los hombres tenían
varias
esposas» (El País, 29 de octubre de 2010, pág. 64).
La antropóloga
angloiraní Ziba Mir Hosseini,
ponente en el mismo congreso, también abogó por el «feminismo islámico»
como un
nuevo tipo de feminismo, hijo –según ella– del islam político, que ha
dado
conciencia a las mujeres. Está basado en el rechazo de la
«interpretación
patriarcal de los textos sagrados», que ha de ser sustituida por una
«interpretación igualitaria de las escrituras» coránicas (véase El
País,
1 de noviembre de 2010, pág. 30). Pero ese enfoque supone
(erróneamente) que
solo hay interpretaciones, como si el «patriarcalismo» no estuviera en
la
formulación misma del Corán, como si las fuentes islámicas no
contuvieran ya la
discriminación de la mujer. ¿No hay que afrontar esto exegéticamente, y
empezar
por reconocerlo? No es legítimo epistemológicamente efectuar una
«relectura»
actual de los textos, sin explicitar primero cual es el significado
original,
cual la historia posterior y qué clase de ruptura implica la nueva
opinión
defendida desde el feminismo.
Esta perspectiva
profeminista, carente de
fundamento en las fuentes islámicas, se difunde con mucho éxito,
haciéndola
pasar, fraudulentamente, por valor coránico. La Liga de Mujeres
Musulmanas de
Los Ángeles proclama que:
«la
igualdad espiritual, la
responsabilidad y el compromiso, tanto de los hombres como de las
mujeres, es
un tema ampliamente desarrollado en el Corán. La igualdad espiritual
entre
hombres y mujeres frente a Dios no se limita a las cuestiones meramente
espirituales y religiosas, sino que constituye la base de la igualdad
en todos
los aspectos temporales del esfuerzo humano» (citado en Spencer 2007,
pág. 90).
En Nueva York, en
2005, una musulmana
liberal, Amina Wadud, que se atrevió a dirigir la oración, afirmaba que
los
hombres y las mujeres son iguales en el Corán, y que se debe a una
distorsión
posterior el que los musulmanes crean que las mujeres están destinadas
al
marido y al hogar (véase Spencer 2007, pág. 89). La abogada egipcia
musulmana
Nawal al-Saadawi, militante feminista, ha declarado: «Nuestra religión
islámica
ha otorgado a las mujeres más derechos que cualquier otra religión y ha
garantizado su honor y su orgullo» (citado en Spencer 2007, pág. 90).
El fin es bueno,
pero no justifica los
medios. Si los prejuicios de los no musulmanes tergiversan la
percepción del
islam, no la tergiversan menos quienes montan su progresismo sobre una
falsificación de la historia. El escritor egipcio Alaa al-Aswany, que
tiene el
mérito de impugnar el islamismo retrógrado y propugnar una sociedad
musulmana
democrática, sostiene que el odio al islam ciega al occidental,
impidiéndole
descubrir la verdad sobre el islam. Por eso, escribe:
«No
sabrá que la esposa del
profeta no tenía nueve años, sino diecinueve. No sabrá que el islam da
a
hombres y mujeres total igualdad de derechos y obligaciones. No sabrá
que, para
el islam, si alguien mata a un inocente es como si hubiera matado a
todo el
mundo. Y nunca se enterará de que el niqab no tiene nada que
ver con el
islam, sino que es una costumbre que nos llegó con el dinero del Golfo
de una
atrasada sociedad del desierto. El occidental nunca se enterará de que
el
verdadero mensaje del islam es libertad, justicia e igualdad. Ni de que
garantiza la libertad de creencias, es decir, que quienes quieren creer
pueden
creer y quienes no lo desean no tienen por qué hacerlo. Ni de que la
democracia
es esencial para el islam, porque un musulmán no puede llegar al poder
sin el
consentimiento y la decisión de los musulmanes» (al-Aswany, El País,
17
de julio de 2009, pág. 25).
Realmente, ¿quién
es el que no sabe? Este
prestigioso autor está confundiendo el deseo con la realidad y
produciendo una
fábula irreal, una mitificación sin base alguna histórica o exegética.
Por
desgracia, muy poco de lo que dice quedará en pie, en cuanto lo
contrastemos
con los datos disponibles.
Hoy es frecuente,
por lo visto, que ciertos
musulmanes que se presentan a sí mismos como «moderados» e incluso
«progresistas» expongan, en su edificante discurso, afirmaciones
sorprendentes
acerca del mensaje coránico: que el islam es una religión de paz, ajena
a la
violencia; que el islam no se propaga mediante la fuerza; que la yihad
no
supone en absoluto dar muerte a los no musulmanes; que el islam respeta
a los
cristianos; que el islam aboga por la tolerancia hacia las demás
religiones y
por la libertad religiosa; que el islam no oprime a las mujeres, sino
que establece
la igualdad de la mujer; que el islam acepta abiertamente las ciencias
modernas, etc. Son sintomáticos los malabarismos y fingimientos a los
que se
ven forzados a recurrir. En el fondo, suponen un reconocimiento
indirecto de la
superioridad cultural de esos valores y, al mismo tiempo, un
encubrimiento
vergonzante de la doctrina expuesta por las fuentes islámicas y por las
interpretaciones ortodoxas mantenidas mayoritariamente.
Ante este tipo de
aserciones, empeñadas en
atribuir al islam o al Corán tales valores modernos, cuando es
verificable todo
lo contrario, nos asalta, inevitablemente, la pregunta de por qué esa
imperiosa
necesidad de fingir o sesgar. La única respuesta plausible es que,
entre los
aclimatadores, nadie se atreve a sugerir siquiera la mínima objeción al
sagrado
Corán. Prefieren atribuirle lo que no dice, antes que cuestionar su
autoridad
como palabra absoluta, perfecta, inmutable y eterna de Alá. Pero el
problema es
que, por ese camino, esos musulmanes acomodaticios llevan todas las de
perder,
porque cualquier entendido en ciencia islámica los refutará en un abrir
y
cerrar del libro. Y además no se libran de exponerse a ser acusados de
«innovación» o apostasía, más o menos lo mismo que si plantearan de
frente la
necesidad de revisar las fuentes, situarlas en relación con su momento
histórico y tamizar su contenido, postulando una verdadera reforma.
Notas
1.
Los
prejuicios y las tergiversaciones están muy arraigados desde siempre.
Ya
ocurría entre los cristianos del siglo VIII: «En el mundo griego se
difundió
toda una serie de juicios (Mahoma como impostor, epiléptico,
Anticristo, siervo
de Satán) y leyendas: el Corán le habría sido enseñado a Mahoma por un
monje
cristiano, al que luego asesinó» (Küng 2004, pág. 25). Juan Damasceno
escribió,
en Jerusalén, una célebre Controversia
de un sarraceno y un
cristiano,
hacia el año 730.
2.
No es
necesario ensañarse con el conquistador de La Meca. Por eso no
concuerdo con
ciertas posiciones de apologetas cristianos que difaman en exceso a
Mahoma, sin
caer en la cuenta de la propia propensión hacia otro fundamentalismo de
cuño
propio.
3.
Se cuenta que
uno de sus compañeros justificaba la fogosidad de Abu l-Qasim Ibn
Abdallah
sentenciando que: «un profeta tiene la fuerza de cuarenta hombres, y
Mahoma
tiene la fuerza de treinta profetas». Para compensar, se subraya que él
era
justo, pues cumplía religiosamente con el deber de la rotación con las
coesposas, acudiendo cada noche al aposento de aquella a la que tocaba
el
turno.
4.
Respecto a la
primera afirmación, que niega que Mahoma consumara el matrimonio con
Aisha a
los nueve años, son las fuentes canónicas musulmanas las que lo dicen.
En la
colección de hadices Sahih de al-Bujari, se repite el dato
cuatro veces;
tres de ellas, narrado por la propia Aisha (al-Bujari, vol. 5, libro
58, nº
234; vol. 7, libro 62, nº 64 y nº 65) y la cuarta, narrada por Ursa
(al-Bujari,
vol. 7, libro 62, nº 88). Los relatos coinciden en que Mahoma formalizó
el
matrimonio cuando Aisha tenía seis años y lo consumó cuando tenía nueve
años, y
permaneció con él nueve años, hasta su muerte. Esto parece indicar que,
al
morir su esposo, Aisha contaba con 18 años de edad. Mal pudo casarse
con él a
los 19. Respecto a algunos otros puntos, se analizan y refutan en este
mismo
trabajo.
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