Los dilemas del islam

9. Pasos hacia el nuevo paradigma

PEDRO GÓMEZ




1. Superaciones necesarias para la evolución del islam
2. Un esfuerzo por ser saludablemente críticos y libres
3. Asumir los logros y trascender los límites de la modernidad


Se entiende por paradigma la trama, normalmente imperceptible a primera vista, de opciones, conceptos fundamentales y principios de organización subyacentes a un sistema o subsistema cultural. Cuando se producen mutaciones o reajustes estructurales importantes, se habla de revolución paradigmática o emergencia de un paradigma nuevo. Esto puede acontecer en la ciencia, en la economía, en la política y también en la religión. En las fases de transición, entre el nuevo paradigma y los antiguos se da una pugna por la hegemonía. Pero el que uno llegue a ser dominante no significa necesariamente que los demás desaparezcan. Incluso los más obsoletos pueden coexistir durante mucho tiempo, aunque se haya cambiado de época.


Para pensar en la emergencia de un nuevo paradigma islámico, nos puede servir como punto de comparación la secuencia de transformaciones que se operaron en el cristianismo y en Europa a partir de la Ilustración (1). Allí se dio una ruptura total con el pasado y una nueva visión del mundo se fue expandiendo de forma radical revolucionaria o de forma gradual; con regresiones al antiguo régimen y con desviaciones dictatoriales o totalitarias tanto de izquierda como de derecha. Pero el nacimiento del nuevo paradigma moderno ya había acontecido: «por la primacía de la razón frente a la fe; por la superioridad de la filosofía (con su giro al hombre) frente a la teología; por la prioridad de la naturaleza (ciencia natural, filosofía natural, religión natural, derecho natural) frente a la gracia; por la hegemonía del mundo, que se seculariza cada vez más, frente a la Iglesia. En una palabra: frente al cristianismo, a lo específico cristiano, se acentúa ahora constantemente lo humanum, lo humano general» (Küng 1994, pág. 683). En este sentido, estamos en otro contexto social y en otro paradigma noológico: «La cristiandad europea ha desaparecido para siempre y se ha implantado un nuevo pluralismo religioso y secular» (Whaling 1999, pág. 31). El régimen de cristiandad pertenece a otra época de la historia, a la que no es posible volver.


En síntesis, lo que el nuevo paradigma postula es el primado y la universalidad de la razón humana, la libertad, la igualdad, la fraternidad de todos los seres humanos. Este y no otro es el desafío que la religión islámica y el mundo musulmán tienen delante, inexorablemente. En adelante, toda fe religiosa que no sea capaz de insertar o reinterpretar estos valores modernos en el núcleo de su mensaje habrá quedado obsoleta y estará condenada a funcionar como un instrumento de oscurantismo y opresión. Cualquier sistema de creencias (sea religioso o ideológico o cultural) que ofrezca «menos» que el humanismo antropológico ilustrado supone un menoscabo de la dignidad humana.



1. Superaciones necesarias para la evolución del islam


La posibilidad de superación de la línea de fractura producida por los choques entre religiones acontecidos desde el siglo VII pasa por la evolución de los sistemas religiosos, que han de aprender a insertarse en el contexto de la modernidad mundial. La pretensión universalista, nunca realizada, que confrontaba al islamismo con el cristianismo, se realizará fuera de ellos, en un mundo estructuralmente laico, pluralista y democrático. A cada tradición religiosa le incumbe elegir entre quedarse resentida al margen, o bien participar en el proceso de unificación y pacificación planetaria, aportando los valores que crea poseer, para integrarlos en la universalidad concreta en formación. Esto exige a todos reformas, como las que a regañadientes han tenido y tendrán que encajar las iglesias cristianas, la católica, las protestantes y las ortodoxas. Los países musulmanes y los musulmanes en cualquier país tendrían, en principio, la posibilidad de recorrer ese camino con mayor rapidez y menos traumáticamente, puesto que hoy ya se han generalizado los instrumentos tecnológicos, económicos y sociopolíticos de la modernización. Es y será un contrasentido utilizar tales medios para reforzar la medievalización de las conciencias. Por mucho que hayan sufrido las secuelas históricas de la colonización, no cabe ocultar las causas endógenas de orden sociopolítico y el papel preponderante del tradicionalismo religioso. Para salir de los tiempos oscuros, es un deber ofrecer resistencia tanto a la «evangelización» como a la «islamización» entendidas como formas religiosas de matriz política y proyectos más o menos encubiertos de teocracia.

 

Para la necesaria evolución de los sistemas religiosos tradicionales y su puesta al día, de forma que contribuyan constructivamente a la convivencia global y la paz mundial, se requiere la superación de grandes obstáculos acumulados en su tradición. El sistema islámico no es un caso aparte. Sus obstáculos específicos ya se han mencionado y presentan un arraigo y una inercia tan formidable que se dirían imposibles de superar. Porque, en este ámbito, la reforma moderna no ha logrado nunca consolidarse: «En ninguna parte del mundo islámico de los siglos XVII y XVIII, ni siquiera en Irán, donde cabe constatar una reavivación de la filosofía, se puso en marcha un cambio de paradigma hacia la Modernidad semejante al acontecido en Occidente» (Küng 2004, pág. 461). Todavía hoy, el islam se manifiesta como la religión más renuente frente a la modernización y vive, con más virulencia que nadie, un conflicto fundamental entre tradición e innovación (2), cuya salida no se vislumbra por ahora. No obstante, hoy se puede cobrar conciencia y señalar las mutaciones necesarias para que se produzca la evolución. En la línea del pensamiento de los musulmanes reformadores, expondré siete superaciones concretas.



Superar la discriminación de las personas en función del sexo


La concepción coránica no deja lugar a dudas en lo que respecta a la discriminación de la mujer: «Los hombres están un grado por encima de sus mujeres» (Corán 2,228). Ya se desarrolló en un capítulo anterior. Los derechos de la mujer están disminuidos en herencia, divorcio, testimonio¼ por no hablar de la vida cotidiana. De manera semejante, la institución de la poligamia no es sino una confirmación de cómo están infravaloradas, religiosa y jurídicamente, las mujeres en razón de su sexo y sometidas al dominio masculino. Y no hay que olvidar su confinamiento al margen del espacio público, la segregación en el rezo, las restricciones a la libertad de movimientos, las imposiciones indumentarias, los castigos corporales y las amenazas de muerte por lapidación u otros medios, en caso de relaciones sexuales que «mancillan» el honor familiar. Todo ello, sancionado no solo por la costumbre sino por el derecho islámico tradicional.


El influjo de la modernidad en las sociedades musulmanas ha tropezado, aquí, con un escollo formidable. La supremacía masculina, instituida en la organización social y en la mentalidad incluso de la mayoría de las mujeres, no podrá superarse sino a costa de grandes esfuerzos y reformas surgidas desde dentro.



Superar la prescripción o prohibición indumentaria y alimentaria


La reglamentación religiosa, que sacraliza o execra formas de vestirse y arreglarse, que discrimina entre lo que es bueno y malo para comer y beber, cuando carece de un fundamento universalmente objetivable, no puede tener más función que un ejercicio de sometimiento al poder y la discriminación respecto a los que no pertenecen a la comunidad de creyentes. En este sentido, cabe cuestionar, por ejemplo, la falta de libertad para el afeitado de los varones y más aún en lo que se refiere a la obligación femenina de llevar velo islámico.


En cuanto a la nutrición, está ahí la noción de halal, que designa lo permitido por la ley islámica (en contraposición a haram, que significa lo ilegal o prohibido). En concreto, se determina qué alimentos se pueden comer y qué bebidas se pueden beber, imponiendo el tabú sobre una serie de sustancias: la carne de animal encontrado muerto; la sangre; la carne de cerdo; la de animal sacrificado en un nombre que no sea el de Alá; la de animal asfixiado o muerto a palos, de una caída, etc. (Corán 2,173 y 5,3); los depredadores con colmillos; los asnos; los insectos, excepto la langosta; las bebidas alcohólicas. Hay disputas entre suníes y chiíes acerca de qué pescados y mariscos están permitidos o prohibidos. Entre las escuelas suníes, la hanafí sostiene que están proscritos el cangrejo, la gamba, el bogavante, la almeja, etc.


Para una persona libre, se diría que, en lo tocante a la comida y la bebida, solo son razonables los criterios científicos, sanitarios, culinarios y ecológicos, frente a cualquier creencia carente de todo fundamento en tales criterios. Sin embargo, el 70% de los musulmanes del mundo busca que los alimentos lleven el «certificado halal», acaso más importante que el registro de Sanidad. Y con el rótulo de halal se anuncian restaurantes, carnicerías, cocinas, productos y apartados especiales para las carnes en los hipermercados (3). Vale que, en el espacio de la sociedad civil, la gente se rija por sus creencias, siempre que no contravengan la ley y que no traten de imponerlas a los demás mermando su libertad. Lo que resulta incomprensible y lamentable, desde el punto de vista de la laicidad del Estado, es que se ofrezca dieta halal en instituciones oficiales, pertenecientes al espacio de lo público.



Superar la tolerancia asimétrica de las otras creencias


El islam estricto, como ya ha quedado expuesto más arriba, concibe una estructura de la sociedad intrínsecamente jerárquica, estratificada en tres órdenes de gentes: Primero, los creyentes musulmanes, que son los únicos a quienes se reconoce plenitud de derechos. Segundo, los «infieles», que creen en Dios, aunque su religión es imperfecta, que son tolerados y se encuentran en situación de inferioridad y subordinación jurídica. Y tercero, los politeístas o paganos, que carecen de todo derecho. Salvo en la convivencia a niveles populares (véase Rodríguez Molina 2007), no cabe afirmar que en la estructura del poder nunca haya habido verdadera tolerancia (4). Lo que suele denominarse «tolerancia», en referencia a ese tipo de sociedad jerárquica, regida por los principios coránicos, alude en concreto a esa condición de «protegidos» (dimmies), reservada a judíos, cristianos y mazdeístas persas. Todos ellos, previo reconocimiento incondicional del dominio musulmán, obtenían un estatuto subalterno, que implicaba ciertos derechos (a conservar la vida y posesiones) y estrictas obligaciones, como: 1) Pagar la capitación, impuesto especial del que uno podía quedar exento solo si se convertía al islam. 2) No faltar al respeto a la religión musulmana públicamente. 3) No faltar al respeto a la figura de Mahoma. 4) No atentar contra la vida ni propiedades de musulmanes, ni inducirlos a renegar de su fe. 5) No casarse con una mujer musulmana ni tener relaciones sexuales con ella, ni siquiera en un burdel. En cambio el musulmán sí puede casarse con una «protegida». 6) No avisar al enemigo, ni dar hospitalidad a extranjeros no musulmanes, posibles espías. También está prohibido transmitir información confidencial del islam. En cualquier caso, semejante ortodoxia no contempla, ni por asomo, una igualdad jurídica con los musulmanes.


Desde el origen, la tolerancia trazada por Mahoma se halla en una aporía insuperable, que se deriva de la contradicción entre el declarado alcance universal de la revelación y el choque con la pluralidad de credos religiosos. Creen que el islam ha aportado la superación final de ese conflicto. Pero realmente no es así: «los musulmanes se enorgullecen de profesar el valor universal de grandes principios: libertad, igualdad, tolerancia, y revocan el crédito que pretenden afirmando al mismo tiempo que son los únicos en practicarlos» (Lévi-Strauss 1955, págs. 404-405). Nunca se sale de la ansiedad que genera la perpetua dilación del pleno reconocimiento del otro como otro. No valdrán respuestas simples para salir airosos frente a tantas contradicciones e inconsecuencias.


En una sociedad moderna, donde el islam fuera compatible con la democracia –como creen que es posible algunos intelectuales–, el ideal de tolerancia tendrá que ser muy distinto, a fin de hacer sitio a la igualdad ciudadana, a los derechos y libertades individuales y al pluralismo para todos.



Superar la identificación entre religión y política


Una característica fundacional y, hasta ahora, permanente del islam ha sido que en las sociedades musulmanas no se da, ni se concibe, una separación entre religión y política. Poco después de la hégira, Mahoma instituyó la comunidad de creyentes (umma) como una organización indisociablemente religiosa-política-militar (5). Nunca distinguió entre ley religiosa y ley civil. Esta es una diferencia significativa con respecto al cristianismo (6), pese a que  en la historia de este haya habido diversos modos de vinculación entre la Iglesia y el Estado. La figura del califa es el máximo exponente de un poder único, conforme a la doctrina musulmana: «El islam (...) nunca ha trazado una raya de separación entre religión y sociedad» (Küng 1994, pág. 294). En un sistema así, parece inherente el riesgo de que la religiosidad sea utilizada por quienes dominan el aparato del poder, ya sea para oprimir a los propios súbditos, ya para perseguir a los adversarios, ya para dar una legitimación religiosa a las guerras y los saqueos.


En ausencia de una separación de los poderes del Estado, la religión y la sociedad civil, solo cabe temer el gobierno de los clérigos (como los ayatolás iraníes), los regímenes corruptos, las revoluciones dictatoriales, en definitiva, alguna forma abierta o enmascarada de teocracia y negación de los derechos humanos. Una constitución política moderna ¿no excluye por principio el conferir un valor absoluto, en el plano sociopolítico, a un «libro revelado», a unos «relatos del profeta» y a unas reglamentaciones del «camino» tradicional preceptivo?


En los países de predominio musulmán, las organizaciones islamistas, en la medida en que aspiran a instaurar un poder teocrático, representan un riesgo inminente de regresión a concepciones y prácticas medievales, heterónomas, antimodernas y antidemocráticas, por mucho que se presten a entrar en el juego de las libertades políticas.


Respecto a la integración de los inmigrantes musulmanes en las sociedades democráticas europeas, que ya se abordó en el capítulo 3, el sociólogo y pensador Giovanni Sartori no esconde su escepticismo. Porque «incluso cuando no hay fanatismo sigue siendo verdad que la visión del mundo islámica es teocrática y que no acepta la separación entre Iglesia y Estado, entre política y religión» (Sartori 2001, pág. 53). Y, sin embargo, esa separación es constituyente de la civilización liberal, de la sociedad abierta y pluralista. En realidad, los derechos humanos, como derechos universales e inviolables del individuo, difícilmente son compatibles con la ley coránica en sus interpretaciones más extendidas y reconocidas entre los musulmanes. El inmigrante, beneficiado con la acogida, debe corresponder recíprocamente, asumiendo los principios democráticos. Lo contrario no es defendible: «el contraciudadano es inaceptable».


Frente al encono que la discordia religiosa suscita en las relaciones sociales, cabe postular la irrelevancia de ser cristiano, o judío, o musulmán, o budista, para ser ciudadano europeo o español. De lo contrario, el riesgo para la democracia persistirá, en la medida en que la confesionalidad religiosa sea considerada lo fundamental para el orden social, por un sector de la sociedad. La misma defensa de la libertad religiosa es la que conlleva, como un requisito, la impertinencia de lo religioso para la definición de la ciudadanía. Cuando una religión (o una ideología política) se oficializa, ya no hay ciudadanos, sino súbditos o correligionarios, junto a la exclusión, la discriminación y probablemente la persecución de los oponentes al credo oficial.



Superar la justificación de la violencia en nombre de Dios


La ley islámica tradicional ordena castigos corporales, amputaciones y decapitaciones de creyentes transgresores o delincuentes, al tiempo que una legitimación jurídica a la amenaza de muerte latente para todo aquel que, siendo emplazado a someterse a Dios, se niegue. Hemos de ver estos extremos como una consecuencia de la férrea vinculación entre religión y política, la confusión de ambas en una sola realidad, como queda patente en la noción de yihad –cuando no se escamotea una parte de su significado–. Es verdad que no encontraremos tradición religiosa que no se haya aliado con el poder político y que no haya bendecido la violencia militar contra sus enemigos. No se han librado ni los mensajes más pacíficos, como el budismo y el cristianismo. Pero en estos casos, el ejercicio de la violencia llegó en un tiempo posterior. La idea de «cruzada» es contradictoria con el mensaje original cristiano y ajena al cristianismo del primer milenio (7). En cambio, en el islam, encontramos que la práctica de la violencia armada juega un papel primordial desde la fundación de la comunidad y en sus expansiones posteriores.


La predicación y la actuación de Mahoma, a partir de la huida a Yatrib, sembraron la semilla de una religión agresiva, y aquí radica una clave estratégica para entender el fenómeno de la expansión musulmana en diversos contextos históricos. Nadie puede negar que hay numerosos pasajes del mensaje según los cuales matar al «infiel» y al «idólatra» está permitido, o incluso mandado, si es «por la causa de Dios» y la dominación de la verdadera fe. «¡Gustad el castigo merecido por no haber creído!» (Corán 8,35).


En la estela de su fundador, el islam conformó, desde el principio, un complejo religioso-militar. La trama ideológica coránica va predisponiendo las mentes y las relaciones sociales, de forma latente, hasta el momento en que las circunstancias favorecen el recurso a la violencia, que se estima legítimo. La guerra significa ahí la continuación de la predicación por otros medios, y es concebida y vivida como un deber religioso de lucha (yihad) en la senda de Alá. En esta mentalidad, la religión y la militancia política y –llegado el caso– la acción militar ponen en práctica una misma causa sagrada, a la que no repugna en absoluto el uso de la fuerza. En nuestro tiempo, es fácil detectar la difusión sistemática del odio contra Occidente, mezcla de celos y orgullo, que acumula la energía y la tensión espiritual que, un día u otro, podría estallar, a no ser que sean desactivados los previsibles detonadores proporcionados de los proyectos islamistas.


Cuentan las crónicas que Manuel II Paleólogo, que a la sazón se hallaba como rehén del sultán Bayaceto, mantuvo en Angora (Ankara), a comienzos de 1391, un diálogo con un sabio persa musulmán, en el que debatieron acerca de la verdad de la respectiva religión. El eminente cristiano, según el espíritu de la época, argumentaba así:


«Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba. (...) Dios no se complace con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas... Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona» (tomado del profesor Theodore Khoury, en la edición de la obra Veintiséis diálogos con un persa, diálogo 7) (8).

 

No imaginaba el futuro emperador de Bizancio cuánta razón le asistía, a la vista de los hechos ulteriores. Logró escapar del cautiverio, fue entronizado en marzo del mismo año como Manuel II y, durante su reinado, tuvo que resistir nada menos que a cuatro encarnizados asedios de Constantinopla por parte de los sultanes otomanos.


Pero la fuerza de la espada también ha intervenido para dirimir las disensiones internas del islam. Con el paso del tiempo, el esplendor de la Sublime Puerta –el Imperio Otomano– se oscureció en el estancamiento y la decadencia. Entonces surgieron brotes rebeldes, enarbolando el estandarte del retorno a la pureza del islam primitivo, a la fe de los antepasados (salafismo). Esto desembocó, desde mitad del siglo XVIII, en movimientos integristas asociados con formaciones armadas de ataque. El restaurador árabe fundamentalista, Muhammad Ibn Abd al-Wahhab (de donde el nombre de su secta, el wahabismo), propugnaba la purificación del islam, eliminando los diferentes ritos y escuelas tradicionales, para ceñirse solo a la simplicidad del texto literal del Corán. Cobró fuerza al hacerse prosélito y aliado suyo el gran jeque Ibn Saud, con cuyos ejércitos fue imponiendo una reforma (1747) retrógrada y rigorista. Alí Bey lo narra así:


«Una vez admitida la reforma de Abdulwehab por Ibn Saaud, abrazáronla todas las tribus sometidas a su dominio. Fue también pretexto para atacar a las tribus vecinas, que sucesivamente fueron colocadas en la alternativa de adoptar la reforma o perecer al filo de la espada del reformador. Al morir Ibn Saaud, su sucesor Abdelaaziz continuó empleando aquellos medios enérgicos e infalibles: a la menor resistencia atacaba con decidida superioridad, y desde luego los bienes y propiedades de los vencidos pasaban a manos de los wehabis» (Badía 1814, pág. 362).

 

Otro descendiente suyo, Abdul Aziz III Ibn Saud creó el reino de Arabia Saudí, en 1932. Hoy día, los wahabíes son unos 100 millones, en medio de los 1.200 millones de musulmanes. El rígido islam wahabí sirve de arquetipo inspirador a diversos islamismos fundamentalistas por todo el mundo. Más aún, opera muy activamente en la financiación de comunidades musulmanas en Europa y España. La restauración del islam en nombre de una idealización de sus orígenes es propensa a empuñar las armas. Si atendemos a la doctrina y a la práctica histórica, semejante proceder no solo no repugna a los salafistas, sino que es coherente con los textos fundacionales. De ahí la necesidad intrínseca e inaplazable de reforma.



Superar la pretensión de una revelación divina literal


La idea de revelación, tal como la entiende la tradición coránica, constituye el presupuesto y fundamento sobre el que se apoya todo el edificio del islam como religión «revelada». Unas palabras o unos textos, no tenidos como humanos, sino atribuidos literalmente a Dios, como «revelación» suya, adquieren a los ojos del creyente un valor absoluto, indiscutible, que no admite la menor impugnación. Así, la concepción del Corán como libro celestial y eterno, escrito en árabe y dictado por el ángel Gabriel al hombre Mahoma, se convierte en el fundamento para postular su perfección absoluta, su valor literal y su vigencia permanente, y para excluir todo intento de interpretación como blasfemia. Pero ¿no es eso mitificar unos escritos innegablemente humanos, que solo se explican en un contexto histórico? Aparte de la ingenuidad epistemológica que semejante concepción mítica entraña, la divinización del libro choca frontalmente con hechos conocidos y se enfrenta a contradicciones de diversa índole. En primer lugar, hay pasajes coránicos que afirman normas o criterios discordantes entre sí. Ya se trató, en el capítulo 4, la doctrina de la abrogación, que explica que las aleyas más recientes son los que valen y derogan a las más antiguas. Ahora bien, esta postura ¿no equivale a admitir una evolución interna en el propio texto coránico, algo poco compatible con su presunto carácter absoluto? En segundo lugar, la tradición atestigua que fue el califa Utmán (año 656) quien mandó poner en orden los suras del libro (puestas por escrito por algunos seguidores de Mahoma) y se piensa que fijó el texto canónico del Corán. Pero, por otro lado, la escritura árabe original carecía de vocales, y la notación vocálica mediante signos diacríticos se fue añadiendo más tarde, hasta quedar fijada en el año 786. De manera que no es descartable que esta nueva fijación textual introdujera un nuevo factor de incertidumbre insalvable en el significado de numerosos pasajes; o que todavía hubiera ciertas interpolaciones hasta el siglo IX, del que datan los códices más antiguos conservados.


En otro orden de cosas, en lo que atañe a la doctrina ortodoxa, las interminables controversias habidas desde los primeros tiempos evidencian que siempre ha habido interpretaciones históricas en el islam. Solo cabe entender como interpretaciones las narraciones recogidas en la zuna: los miles de hadices atribuidos a Mahoma, las reglamentaciones minuciosas de la charía, la proliferación de las escuelas jurídicas. Más aún, la propia idealización mitificadora del Libro, eterno e irrefutable, ¿puede ser otra cosa que una interpretación hecha por los mismos que creen en eso? Habrá que volver la mirada al filósofo Ibn Rushd (Averroes), quien, en el siglo XII, argumentaba a favor de la legitimidad de una interpretación racionalista hecha desde el presente.


La fidelidad a ultranza a unos textos y costumbres del pasado, dogmatizados, sacralizados, tan característica del tradicionalismo, el salafismo y el fundamentalismo, arrastra consigo la exigencia de sacrificar la libertad de los vivos en aras de lo que determinaron los muertos. Pero es más lógico enterrar a los muertos y recibir su herencia solo a beneficio de inventario. No sea que las deudas de todo tipo, contraídas por los difuntos, recaigan sobre sus herederos y arruinen toda posibilidad de ser libres a quienes ahora están vivos.


Desde un punto de vista teórico, dada la indemostrabilidad de la revelación, es lícito afirmar que la «verdad revelada», en cuanto tal, carece de estatuto epistemológico propio. Lo que se entiende por revelación, definida como un conocimiento atribuido a la comunicación directa y fehaciente de una divinidad trascendente, solo puede enmarcarse en el orden de la creación mítica, la experiencia mística, la elaboración teológica, la norma moral, etc., y pertenece, por completo, al registro del pensamiento simbólico, típico de la humanidad. Pero, por eso mismo, es algo que no excede los límites de lo humano.


Si se despejaran las brumas de tantos mitos obnubilantes, la verdad de la llamada revelación radica en la relatividad histórica de todo lo que se afirma como revelado. Toda sacralización de algo como absoluto, hecha por humanos, y toda absolutización de lo sagrado, humanamente concebida, contradicen en su pretensión el insoslayable carácter histórico, temporal y creativo de la existencia humana, de la vida y del mismo universo, reino de la relatividad, abierta a la indeterminación del futuro. Nunca se ha sacralizado nada que no sea –al analizar su contenido– una producción relativa y perteneciente al mundo vivido por una sociedad humana. La afirmación de su carácter sobrenatural o sobrehumano, en la medida en que siempre es un humano quien la hace, solo puede ser gratuita en lo que respecta a la pretensión de alcanzar algo «por encima» de lo humano. Además, no cabe absoluto ni determinismo absoluto en este universo abierto. Toda idea de lo absoluto que alguien pueda hacerse será forzosamente relativa y, por tanto, inadecuada y ciega respecto a su presunto objeto. Más aún, la revelación en un sentido estricto es un imposible. Si su supuesto sujeto/objeto sobrepasa toda experiencia humana, entonces lo que sobrepasa completamente y por principio la capacidad humana queda fuera del alcance humano.


Toda formulación intelectual, simbólica y lingüística, cae necesariamente dentro de los límites de nuestra humana razón y juicio, nuestro cerebro y nuestra cultura. En realidad, no puede ser de otra manera: Todo concepto de Dios es un ídolo. Todo lo que se diga sobre Dios es siempre un hombre quien lo dice. En todas partes donde se ha dicho «esto es revelado» o «esto es palabra de Dios» han sido hombres quienes lo han dicho. Este tipo de consideraciones elementales y sensatas podría inmunizarnos frente al fanatismo al que propenden todos los sistemas de ideas que crean su propia sacralidad indiscutible, inmutable, intocable y postulan su omnipotente absolutez, ya se trate de religiones reveladas o no, monoteístas, politeístas o sin dios, ya se trate de ideologías políticas de derechas o de izquierdas, nacionalistas, ecologistas o antisistema. Solo si despojamos a los sistemas religiosos e ideológicos de la amenaza de muerte que pende sobre los discrepantes, habrá condiciones para hablar de ellos y perder el miedo a debatirlo todo entre nosotros. Solo así, será posible alcanzar acuerdos sobre los intereses comunes reales, preservando un pluralismo de opciones e interpretaciones, cada una de las cuales deberá argumentar en función de una razón compartida, sin invocar el viejo truco autolegitimador de presentarse como «revelación divina», ante la que es obligatorio callar la boca y apagar el pensamiento.


El planteamiento mismo de la idea de revelación incurre en un círculo vicioso: Lo revelado depende de la fe, que depende de la revelación. En la práctica, lo que se quiere decir, cuando algo es tenido por «verdad revelada», ha de reinterpretarse como una manera de dar importancia a lo que uno cree, atribuyéndole la máxima categoría y valor concebible.


Al retirar a los mitos y a los textos «sagrados» la pretensión, a todas luces desmesurada, de ser codificaciones de verdades definitivas y eternas, se los libera de la esclerosis y se los devuelve a la historia de la que surgieron. Así, no solo no pierden, sino que ganan credibilidad, aportando lo que realmente son: condensados de experiencia humana, dignos de consideración, de ser repensados, pero también puestos a prueba mediante el análisis, la crítica y el discernimiento práctico. En vez de entenderlos como modelo arquetípico e inmutable para acuñar todo tiempo futuro (con lo que destruyen la posibilidad inventiva que les dio origen), se verá en ellos una realización de esta facultad y una invitación a emular la creación de nuevas soluciones en la convivencia humana y la filosofía de la vida.



Superar la concepción mítica de la historia


Todo sistema de creencias que se eleva a idealización absoluta genera una mitología del modelo definitivo e insuperable al que solo cabe acatar y doblegarse, como un tiempo primordial de plenitud y objeto de imitación para cualquier tiempo vivido, del que no cabe esperar ya nada nuevo que sea valioso. Así, el islam fundamentalista exhibe mecanismos implacables en el empeño por suprimir la historia del tiempo real, a partir de la mitificación de la historia de Mahoma, el Corán y la zuna. Al mitificarlos, categorizándolos como revelación absoluta de lo eterno, les sustrae su carácter temporal de producto histórico y constituye, de ese modo, una máquina dispuesta a engullir todo el tiempo ordinario, concebido como caos, sin sentido por sí mismo, a no ser que se someta a lo estipulado de una vez para siempre por la voluntad divina.


Por el contrario, en este mundo no existe nada por encima del tiempo; nada por encima de los acontecimientos históricos, que dan origen a cuanto cristaliza en sistema social, naturaleza y cultura humana. De ahí se desprende que todo lo cultural –incluido lo religioso– está producido por y para las sociedades y los individuos humanos. El sujeto humano tiene estructuralmente la capacidad y, en consecuencia, la obligación de ejercer su pensamiento en la reconsideración de toda idea, teoría y creencia. Lo mismo que el futuro no está escrito en ninguna parte, tampoco la verdad, cuya búsqueda permanece siempre abierta más allá de las verdades encontradas. Es fundamental la libertad de conciencia. Toda entidad noológica (idea, teoría, mito, creencia) constituye un objeto susceptible de análisis, de interpretación, de valoración. Y nadie tiene derecho a negar este derecho a pensar.


La sacralización de una idea nacida en el tiempo opera en ella la idealización más absoluta, la convierte no solo en un dogma sino en un ídolo, en un poder fetichista que somete inmoralmente a muchedumbres de individuos, apoderándose de sus mentes. Pero las ideas están hechas por las personas y para las personas; y no a la inversa.


En fin, cuanto más persistan obstáculos como los reseñados más arriba, tanto más urgente será la necesidad de ilustración y modernización, la necesidad de admitir el pluralismo y la laicidad propios del Estado democrático (9). Aclaremos que la laicidad del Estado (que no ha de confundirse con el laicismo anticlerical o antirreligioso) consiste en devolver la religión a la sociedad civil, como dimensión perteneciente a la libertad de los individuos. Esto, claro está, supone despojar al poder político de todo carácter sagrado, reconocer la pluralidad de opciones legítimas (y, por tanto, el relativismo de la política, en el marco de una norma común que garantice los derechos); supone también renunciar a la violencia como medio para resolver los conflictos y solventar las diferencias en la sociedad y en el mundo.



2. Un esfuerzo por ser saludablemente críticos y libres


Rara vez faltan esos histriones que reclaman «respeto» como ardid para acallar toda discrepancia o crítica. Nos conminan a «respetar a la iglesia», a «respetar al islam». Sin duda, ser respetuosos es un buen principio. Pero hay que aclarar las cosas, cuando eso que supuestamente debemos respetar cobija demasiados aspectos sospechosos o contradictorios. Claro que hemos de respetar: todo lo que sea digno de respeto. Por ejemplo, un investigador respeta al Israel bíblico y al contemporáneo, pero no aceptará que ninguna autoridad le amenace para que renuncie al análisis histórico-crítico de la Biblia, o a la crítica política de ciertas actuaciones del Estado israelí, ni tolerará la acusación de «antisemitismo». Respetemos a las personas y sus derechos y libertades, siempre. Pero respetemos, por encima de todo, las verdades.


Cada vez que evoquemos la secular historia de relaciones entre musulmanes y cristianos, se debe estar abierto a aceptar todas las informaciones de datos históricos, pero sin doblegarse a las imposiciones ideológicas. Pues es sabido que la presión de la ortodoxia propende a magnificar unos hechos y ocultar otros, y siempre que puede reprime la investigación y la libertad de expresión: algo que sería inmoral consentir.


Por supuesto, hay que distinguir netamente el plano de las ideas y el plano de las personas. Porque si se confunden, se coarta toda posibilidad de crítica. Suele ocurrir que la persona o el grupo identificados con una idea, hasta la mutua posesión, se sienten ofendidos cada vez que se pone en cuestión esa idea. Lo cual quizá solo denote su inseguridad o su dogmatismo. Pero es necesario saber separar las ideas y las personas que eventualmente las piensan. En el plano de las ideas, estas se relacionan unas con otras: se oponen, se apoyan, se refutan, se matizan, se problematizan... No es admisible que alguien reclame la inmunidad de sus ideas, argumentando que el cuestionarlas supone un agravio a su persona o su comunidad (cultural, lingüística, política, religiosa). Y no se puede admitir porque equivale a una forma de oscurantismo y a prohibir toda libertad de pensamiento y expresión; pues siempre habrá quien se dé por ofendido hasta por el teorema de Pitágoras –como tantos lo están por la teoría de la evolución–. Decir «tus ideas me ofenden» introduce en el debate intelectual un chantaje indecente. Lo correcto será decir «no estoy de acuerdo con esas ideas por tales y tales razones».


Por tanto, es perfectamente legítimo discutir cualquier idea o creencia, criticarla, problematizarla, sin que eso signifique un ataque personal. La persona que sostiene una teoría o una concepción del mundo no tiene por qué sentirse cuestionada ni agredida personalmente por el hecho de que alguien discuta unas ideas que, en un momento dado, coinciden con las suyas. Disentir no es lo mismo que insultar. Criticar una idea es tan solo criticar una idea. Es ilógico replicar con un ataque a la persona. Todo el que discrepe está invitado a entrar en el debate. En principio, las ideas solo se robustecen cuando se exponen a discusión e impugnación. Por su propia naturaleza, están ahí para ser analizadas y sometidas a examen, para ver si resisten la prueba de los hechos, de los argumentos, de la contrastación con las diversas experiencias. Indudablemente unas resultarán más resistentes que otras. Por eso, aunque todas las ideas y opiniones son y siguen siendo discutibles, no todas son iguales, ni tienen el mismo valor, ni están sólidamente fundadas.


Rechacemos, pues, la censura y la autocensura, sobre todo la religiosa. Son diametralmente opuestas a la crítica y la autocrítica, y a la verdad. Estas requieren un distanciamiento, la búsqueda de un enfoque complejo y un punto de vista que se objetive a sí mismo, condiciones clave de todo pensamiento sano y saludable.


Por más que la cristiandad y el islam se hayan parecido históricamente en determinados aspectos, referentes al carácter revelado del dogma respectivo, la pretensión de dominio absoluto sobre la vida social, la persecución de los disidentes y la subordinación de las mujeres, se trata de dos visiones del mundo muy distintas y probablemente incompatibles en su núcleo duro. Y uno corre el riesgo de equivocarse, si juzga al otro desde los propios esquemas, efectuando una proyección errónea sobre él. Así, Al Qaeda y sus secuaces ven un «cruzado» donde hay un norteamericano, que será todo lo imperialista que se quiera, pero no un cruzado que luche por la religión cristiana. «El occidental no ve al islámico como un ‘infiel’. Pero para el islámico el occidental sí lo es» (Sartori 2001, pág. 53).


Ahí está la dificultad del problema, en la disparidad de ópticas. Un demócrata con buenas intenciones y complacido de su generoso espíritu liberal, puede creer que llevar el «velo islámico» es un asunto privado o incluso que expresa la libertad de la mujer, cuando socialmente significa, a las claras, un rechazo de la igualdad femenina y la obsesión de singularizarse como grupo (10). La buena voluntad de algunas personas que pretenden ser progres y tener espíritu ecuménico, pensando que la charía representa una normativa tradicional inocua o la identidad cultural de un pueblo, les impide ver que su significado más real es la férrea sumisión a un sistema medieval, contrario a las libertades individuales, que consagra a la par la exclusión de las mujeres fuera de la vida social y la de los «infieles» fuera de la comunidad política. En su conjunto, el islam tradicional «se ha congelado en su contemplación de una sociedad que fue real hace siete siglos y para cuyos problemas concibió entonces soluciones eficaces» (Lévi-Strauss 1955, pág. 409); de manera que hoy solo ofrece soluciones a problemas que no son los de nuestro mundo, con lo que paradójicamente crean un problema que sí es actual.


La edificación de una mezquita o el aumento de presencia islámica en territorio europeo significa, para nuestra óptica moderna, un ejemplo de libertad religiosa y democracia. Pero no seamos ingenuos. El punto de vista del islamista militante, con su visión medieval y su ansia de poder actual, lo está entendiendo y viviendo como una conquista político-religiosa y un paso hacia la islamización de Europa, tendente a la implantación de un régimen teocrático y, por tanto, a la eliminación del sistema de valores occidental. En tal caso, estamos objetivamente ante un avance emergente en contra de la democracia.


Además, hay que insistir en el principio de reciprocidad. Es noticia sabida que un jeque de Emiratos Árabes financió la construcción de una mezquita en Granada; o que el propio rey de Arabia ha hecho construir en Marbella la mezquita que lleva su nombre. Pero, en toda Arabia, no existe una sola iglesia, está radicalmente prohibida toda manifestación de signo cristiano y se condena con pena capital la conversión al cristianismo. Hacer concesiones a lo que el otro exige, sin que él ceda en nada, eso se llama claudicación o rendición: una pésima defensa de las propias convicciones y un mal servicio a los propios intereses futuros.


La mentalidad tolerante, posideológica y confiada, tan común en nuestras sociedades posmodernas, puede inducirlas a una profunda equivocación con respecto al islam realmente existente, hasta el punto de que la peligrosa ideología del islamismo fundamentalista pase desapercibida. Un modelo de vida en el que las gentes sienten repugnancia hacia todo esfuerzo duro y se orientan, por encima de todo, al disfrute de la vida y a la autorrealización personal nos sitúa en otra onda. Nos parece inconcebible que alguien crea completamente normal que puede y debe matar a otros por una causa sagrada (acaso nos hemos vuelto desmemoriados, estando tan próximos entre nosotros el terrorismo nacionalista, las revoluciones del siglo XX y las hecatombes de las guerras mundiales, o los genocidios más recientes).


El islam fundamentalista y, en su seno, el islamismo yihadista se proclaman radicalmente contrarios a la modernidad, si bien no dudan en servirse de los recursos provistos por la industria moderna, para su proyecto global de matriz medieval y talante fanático. Para estos, el musulmán que dialoga es un mal musulmán. Pues de lo que se trata no es de debatir –una forma de apostasía–, sino de combatir por la dominación, a la que se creen con pleno derecho, por mucho que no nos quepa en la cabeza. ¿Quién no conoce las proclamas incendiarias de los jerifaltes de Al Qaeda, o de los dirigentes talibanes y de otras organizaciones salafistas, o de los revolucionarios chiíes y sus epígonos?


Ahora bien, ni siquiera es imprescindible acudir a los movimientos que han tomado las armas, para comprobar hasta dónde se extiende y cala la mentalidad islamista. En Yakarta, capital de Indonesia, el país islámico más poblado y evidentemente no árabe, se congregaron, en agosto de 2007, decenas de miles de musulmanes que coreaban consignas: «¡Alá es grande! ¡Califato! ¡Califato!». Estaban convocados por el Partido de la Liberación, islamista y extremista, organizador de la Conferencia Internacional del Califato. Propugnan la erección de un superestado panislámico, bajo el imperio del «sagrado Corán», que debe integrar todos los «territorios islámicos», incluyendo a España (El País, 13 de agosto de 2007). ¿Solo paranoias de unos miles de exaltados?


Uno no sale de su asombro, al leer el texto de la conferencia pronunciada en la mezquita del barrio del Albaicín, en Granada, en el verano de 2005, con ocasión del segundo aniversario de su inauguración, y publicada en un folleto que vendían en el patio de la propia mezquita. El conferenciante, en un momento dado, se pregunta si tiene sentido esperar que el islam se adaptará a la sociedad europea, y sin titubear contesta con una contundente negativa: esperar tal cosa es no haber comprendido nada del islam (véase Bewley 2005, pág. 16). ¿No resulta inquietante que esto se piense, se diga y se edite impunemente tan cerca de nosotros?


¿Estaremos dispuestos a ser razonables hasta el punto de considerar las ideas que ponen en cuestión nuestro sistema de ideas? El dogmático, que cree poseer la verdad, no lo consentirá. El fanático, que está poseído por ella, tampoco. La persona que piensa con la cabeza sabe dudar y preguntarse, y puede ser tan honesta intelectualmente que se alegre de reconocer la parte de razón y verdad que le viene de fuera. Sin embargo, en principio, en todo el mundo sin excepción, opera un dispositivo inconsciente de defensa ideológica, algo así como un sistema inmunitario del que está dotado cada credo, cada ideología, cada institución. Se instala en la mente individual y actúa como una red sofisticada de mecanismos de defensa que se disparan, casi sin pensar, automáticamente, para repeler el menor atisbo de cuestionamiento percibido como una agresión. En su forma más simple, se dispara idea contra idea, argumento contra argumento, agravio contra agravio; pero hay otras tácticas envolventes o disolventes. Por ejemplo: la negación de los hechos aducidos, la ocultación y el silencio sobre ellos; la proyección en otros de la culpa, la desgracia o el error propios; la autoglorificación y la búsqueda de coartadas y justificaciones para todo lo negativo insoslayable; la comparación improcedente, entre planos o aspectos no correspondientes; la aplicación a los demás de etiquetas denigrantes o descalificadoras; la imposición de tabú sobre ideas, prácticas o personas, junto a la amenaza de castigos y de muerte contra quien ose transgredirlo; etc. El mecanismo más poderoso, y quizá también el más corriente, consiste en la presunción completamente blindada de creerse en posesión de la Verdad absoluta, o sentirse identificado con la Voluntad absoluta y llamado a imponerla en el mundo. En casos extremos, cuando la ideología ha acabado su tarea de deshumanización, tendremos unos sujetos fanáticos, maniqueos, sumisamente dispuestos a morir y a matar.


Lo que tienen en común todos esos mecanismos es el constituir otras tantas variantes de racionalización: acción y efecto de ese empeño por justificar algo negativo a toda costa, mediante el recurso a cualquier táctica que fabrique una apariencia de razón; su función es encubrir la realidad incluso a los propios ojos, conduciendo inadvertidamente al autoengaño complaciente y narcisista. En ocasiones, adopta la forma de idealización, comportamiento mental que filtra los datos de forma interesada, se queda solo con los aspectos positivos y ofrece una imagen eufemística, armoniosa y amable, pero sencillamente irreal. La violencia que la racionalización y la idealización infligen al conocimiento de la realidad da la medida de la violencia que el fanático puede llegar a ejercer en la carne de sus víctimas.


Aunque sea verdad que todos malinterpretamos, que tendemos a percibir distorsionados los significados de los demás y los propios también, esta distorsión puede en buena medida corregirse mediante al análisis crítico, la autocrítica y el debate abierto entre las diversas posiciones. Para ello son imprescindibles determinadas condiciones de libertad.



3. Asumir los logros y trascender los límites de la modernidad


Al desplegarse la Ilustración europea, en su choque con las iglesias cristianas, estaba en juego la primacía del pensamiento y la libertad específicos del ser humano, la autonomía racional y política, los derechos humanos como base de la sociedad democrática. Pero el cristianismo, por la índole intrínseca de sus orígenes, no podía oponer por mucho tiempo la evangelización a los valores de la modernización; de modo que, por más que se resistieran, las iglesias tenían –y tendrán– que modernizarse. En la actualidad, en cambio, la oposición que más se agudiza ante el proceso globalizador es la que se presenta entre islamización y modernización, debido a la forma en que entran en colisión una revelación divina, enormemente cosificada, y la razón humana. Pero serán ellos quienes deban superar la contradicción entre el sometimiento ciego a una ley heterónoma y la emancipación autónoma del individuo y la sociedad humana, sin la que difícilmente se podrá hablar ya de civilización.


Afortunadamente, los cambios no son del todo imposibles. Por ejemplo, después de tantos siglos de repudio puritano de las artes plásticas representativas de la figura humana, los musulmanes se han entusiasmado con la seducción de la imagen mediada por las tecnologías de la comunicación, como evidencia ese alminar de Al Yazira, desde donde los nuevos almuédanos megaherzianos del islam distribuyen a raudales sus imágenes en millones y millones de pantallas televisivas del mundo árabe.


En el marco de las transformaciones que trae consigo el proceso de globalización, todas las religiones se están universalizado, de alguna manera, y han comenzado a abrirse al diálogo en busca de soluciones globales, dentro de una nueva visión mundial. Tenemos indicios prometedores, por ejemplo, en el Foro Global de Líderes Espirituales y Parlamentarios, o en la labor del Parlamento de las Religiones del mundo (véase Küng y Kuschel 1994). Véase también el manifiesto.


Aunque no bastará el diálogo de buena voluntad entre clérigos de unas y otras religiones. Se trata de un diálogo abierto de cada tradición con las otras tradiciones, con la modernidad y con las críticas que hoy recaen sobre ella, posmodernistas y transmodernistas. El buen cristiano ya no aspira a restaurar el régimen de cristiandad. El buen musulmán ya no debiera pretender la reinstauración del califato. El buen budista ya no cifrará su meta en un nirvana que lo evada de este mundo. Más allá de tales universalismos provincianos, todas las religiones han de adaptarse al espacio de convivencia planetario y aportar ahí su contribución parcial.


Porque el cumplimiento de las promesas de paz universal, que las religiones misioneras sustentaron en sus ideales salvíficos, solo se encontrará ya –si acaso– más allá de ellas y, si no colaboran, sin ellas. A ninguna le faltan motivos para autorrevisarse, autocriticarse, autorreformarse y desprenderse de todo lo que la ha convertido, de hecho, históricamente, más bien en un obstáculo para la consecución de los benéficos fines que configuraban su misión.


Aunque persistan los nostálgicos y los anacrónicos, ha pasado el tiempo de la teologización de la política, de la teocracia de signo cesaropapista o islamista califal, de todo ideal de una soberanía universal asignada por Dios mismo a la comunidad de los verdaderos creyentes y, sobre todo, a sus máximos dirigentes. Y lo mismo vale para sus versiones seculares plasmadas en los totalitarismos.


Entre lo más urgente hoy está la necesidad de confluir hacia proyectos de atenuación de las diferencias antagónicas y políticas de unificación humana, en beneficio de este planeta roído por los intereses nacionales, por la insania etnicista, por los sectarismos ideológicos y religiosos, por las tendencias a la balcanización, por una antiglobalización arcaizante y pueril.


El de la modernidad es un proyecto inacabado. Ha conocido logros inimaginables y, a la vez, fracasos estrepitosos que lo han sumido en la crisis y que reclaman una crítica sin concesiones:

 

– Crítica a la razón determinista, instrumental e insensible, que inspira un paradigma de ciencia simplificador y reductor, elevado en su apoteosis a mito racionalizador y puesto, además, al servicio de los poderosos.


– Crítica a la fe en una ley del progreso histórico, desmentida por las quiebras, las regresiones y la ausencia de progreso moral.


– Crítica al nacionalismo que absolutiza la nación soberana y enfrenta salvajemente a las naciones, causando guerras y exterminios masivos, con el agravante de impedir la articulación de un orden mundial que desarrolle una política de la humanidad.


– Crítica al ideal de la revolución, que exalta la fe en la violencia, que impone el terror revolucionario e instaura regímenes sin libertades ni derechos humanos.


– Crítica al modelo tecnocrático de industrialización, que explota a los trabajadores, sobreexplota los recursos naturales y destruye los sistemas vivos.

 

La modernidad se ha estrellado espantosamente en los horrores y sufrimientos inauditos causados por la I y II Guerras Mundiales. Y desde entonces agoniza tratando de resurgir de sus cenizas. Hoy afronta globalmente una problemática mundial que no procede solo de ella. Los grandes problemas que, al entrelazarse, constituyen la red de la geoproblemática, son globales a la vez que alcanzan hasta los rincones más remotos:

 

– El problema de la superpoblación, que es probablemente la principal entre las causas de la pobreza en el mundo.


– Los problemas de la producción de alimentos y el agua dulce, las fuentes energéticas, los recursos minerales, la tecnología industrial, la sanidad, la desigualdad y la pobreza, la deuda externa, las enfermedades infecciosas: sida, malaria..., la mortandad evitable causada por tabaquismo, obesidad y accidentes de tráfico, las crisis financieras internacionales, las ruinosas recesiones, el subdesarrollo insuperable.


– Los problemas de la legalidad internacional, los derechos humanos, las migraciones, los refugiados, las mafias globales, el contrabando de seres humanos, la corrupción política, el hegemonismo militar, el armamentismo, las guerras, y sobre todo las armas nucleares, que siguen siendo el mayor peligro de aniquilación que planea sobre la humanidad.


– Los problemas del analfabetismo, la manipulación de la información y el entretenimiento, las redes de espionaje, la brecha digital, el sectarismo ideológico o religioso, las drogas.


– Los problemas de la contaminación de aire, océanos y ríos, los gases de efecto invernadero y el calentamiento terrestre y el cambio climático, el deterioro de la capa de ozono, la lluvia ácida, la acidificación y salinización de las tierras, la deforestación y desertificación, la reducción de la biodiversidad, la esquilmación de los bancos pesqueros, el agotamiento general de los recursos naturales.

 

Estos problemas globales son todos transfronterizos; reflejan las necesidades globales de la humanidad y los crecientes desequilibrios del planeta. Por su naturaleza, requieren no solo soluciones de cooperación multilateral –que siempre son parciales–, sino soluciones verdaderamente globales, que solo podrán dimanar de instituciones mundiales de regulación de lo global.


El diletante espíritu posmoderno, nacido de la crisis, representa más bien un síntoma que un diagnóstico, y sus proclamas en tono menor apenas apelan al abandono de todo universalismo moral y al usufructo hedonista de los restos del naufragio. Algunos se amparan en él, o contra él, para postular la regresión a lo premoderno. Pero un proyecto inacabado no es un proyecto totalmente fracasado. Es necesario continuarlo adelante, entendiéndolo no como un destino sino como un camino: «se hace camino al andar». A falta de un nombre ya decantado, se habla de transmodernidad. Para ello hay que preservar los logros obtenidos, no repetir los tremendos errores de los dos últimos siglos, responder globalmente a los grandes desafíos del presente.


En resumen, a todas las tradiciones religiosas se les plantea el deber de intentar actualizarse y renovarse desde dentro, reelaborando su mensaje de forma que sea capaz de incorporar el contenido humano de la modernidad:

 

– Asimilar los avances contrastados la ciencia y la tecnología modernas.

– Renunciar a la teocracia y al totalitarismo político-religioso.

– Converger hacia unas normas morales mínimas universalmente aceptadas (también por los no creyentes).

– Reconocer los derechos humanos universales.

– Aceptar la igualdad de todo ser humano, sin discriminación de la mujer.

– Apoyar la democracia política, con separación de Estado y religión y separación de poderes.

– Reconocer la libertad de conciencia y de religión, que solo un Estado sin religión oficial puede proteger.

– Relativizar el dogmatismo de creerse «la única religión verdadera», aunque cada cual viva la suya subjetivamente así, admitiendo que también hay verdad en las otras.

 

La religión puede ser practicada con entera libertad, en la sociedad pluralista. La pluralización alcanza hasta la escala de cada individuo, al que le son inmediatamente accesibles todas las tradiciones religiosas –y no religiosas–. Será cierto, como repite Hans Küng, que: «No habrá paz entre las civilizaciones sin paz entre las religiones. No habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones. No habrá diálogo entre las religiones si no se investigan los fundamentos de las religiones» (Küng 1994, pág. 786; 2004, pág. 9).


Por lo demás, tampoco hay que confundir de manera simplista religión con civilización. Lo mismo que una lengua distinta es solo una lengua distinta, pero no una cultura diferente, pensemos que una religión distinta significa solo una religión distinta. No define sin más una civilización. Baste dar un vistazo a la historia: La civilización grecorromana fue primero pagana y luego cristiana. La civilización de India fue primero brahmanista, luego budista, más tarde en parte musulmana y en parte hindú. La civilización de China conoció la hegemonía del confucianismo, del taoísmo y del budismo, y también un sincretismo entre ellos. La explicación es que nunca se da una consistencia completa entre los componentes del sistema sociocultural o civilizatorio: poblacionales, lingüísticos, económicos, jurídicos, religiosos, tecnológicos, etc. Una civilización resulta de una síntesis muy compleja que se recompone incesantemente en un espacio geográfico y describiendo una trayectoria en el tiempo.


Las civilizaciones forman órdenes de acontecimientos que despliegan su propia evolución o historia. Pero interactúan entre ellas y entonces sus tiempos se hacen simultáneos y las barreras del espacio desaparecen. La aportación de cada una resulta más o menos válida en la interrelación de unas con otras, según el momento o el punto de vista desde el que se considere. La civilización humana les es trascendente a todas, o bien surge como realidad concreta como emergencia de la interactividad universal, como efecto que retroactúa sobre sus causas modificándolas. No cabe civilización absoluta o definitiva, igual que no hay tiempo ni espacio absolutos. No obstante, en nuestros días, la civilización humana conforma ya de hecho una única civilización planetaria; aunque no haya una sola lengua, ni una sola religión, ni una sola política. Todas se encuentran situadas inexorablemente sobre el mismo tablero, emplazadas a un juego para el que aún se deberán escribir las reglas.

 

En esta época de la civilización planetaria, es vital para la supervivencia de la especie humana defender los principios de la sociedad abierta y la democratización, frente a todas las amenazas de signo oscurantista, integrista, nacionalista y totalitario. Porque ningún logro está garantizado. Y el futuro resulta imprevisible.




Notas

1. Al analizar la historia del cristianismo en Europa, observamos una sucesión de configuraciones religiosas y teológicas: el paradigma veteroeclesial helenista pervivió en el ámbito bizantino ‑estancado y desplazado su centro de gravedad de Constantinopla al nuevo patriarcado de Moscú-; el paradigma católico-romano, de estructura medieval, salió reforzado a partir del concilio de Trento; el paradigma de la reforma protestante triunfó en los países del centro y el norte del continente (véase Küng 1994). Pero la verdadera mutación no es la que se produjo con el cambio de época de la Reforma y la Contrarreforma, sino la que irrumpió con las innovaciones culturales que hicieron pasar al nuevo paradigma racionalista y progresista de la Modernidad. Arrancó de una revolución del espíritu: la nueva ciencia natural (Galileo, Newton) y el nuevo pensamiento filosófico (Descartes, Kant). El desarrollo de la Ilustración y sus consecuencias acabaron afectando al conjunto de la cultura, incluida la religión. Su fundamento es la fe en la razón y en el progreso. Se lleva a cabo una crítica de las confesiones religiosas establecidas, un enfrentamiento con el poder de las iglesias, una relativización del cristianismo histórico. Surge una exégesis ilustrada que propugna la aplicación de métodos histórico-críticos a los textos bíblicos. Propugna la libertad de conciencia, la libertad religiosa individual, la tolerancia, la secularización. Y en el plano económico y político, se abren paso el proceso de industrialización y las revoluciones liberales de la burguesía, los derechos humanos y la democracia.

2. Es cierto que el conflicto principal, como demuestra Marc Ferro (2002), es principalmente un conflicto interno en los mundos del islam, más grave que el que se da entre el islamismo y Occidente.

3. Existe un Forum Mundial Halal, cuya 4ª reunión se celebró el 23 de enero de 2009, en Kuala Lumpur, que vela por la «integridad halal internacional» y establece la «norma» halal, tal vez en competencia con la Organización Mundial de la Salud. También parece tener predicamento el Consejo Norteamericano de Nutrición y Alimentación Islámica. Lo cierto es que el Mercado Halal Global es una industria que mueve 580.000 millones de dólares anuales.

4. Es significativo, por ejemplo, en Irak, que hubiera que esperar al régimen laico, como el de Sadam Hussein, para encontrar un viceprimer ministro cristiano, Tariq Aziz. Su nombre era Mikhail Yuhanna, cuyos antepasados familiares residían en aquellas tierras desde antes del nacimiento de Mahoma.

5. El islam ortodoxo se singulariza por el afán de convertir la vida de la sociedad entera en un orden sagrado, sometido a una minuciosa reglamentación, análoga a la de una orden religiosa y que, en ocasiones, muta en una orden militar. Por esto, resulta sorprendente la afirmación de que en el islamismo todos son igualmente «laicos» y no hay clero. Está claro que lo hay: imanes, ulemas, muftíes, ayatolás, mulás, etc.; aunque no está jerarquizado al modo católico. ¿Pero no está sometido a la autoridad religiosa del califa o el sultán? Se diría que lo que ocurre es que todos son, más bien, como religiosos y que falta el aspecto social y político fundamental de la laicidad, que es el reconocimiento de un ámbito de autonomía de la razón frente a la fe, con el que es congruente la separación entre poder político y religión.

6. Los primeros cristianos difundieron su mensaje, durante casi dos siglos, al margen y a contracorriente del poder político, antes de que su fe fuera adoptada por el Imperio Romano. Diríamos que formaban parte de la «sociedad civil», no del Estado. Luego, a lo largo de la historia, hubo una constante distinción y tensión entre el poder político y el poder religioso, como la que en la Iglesia latina llevó a la lucha por la supremacía entre el imperio y el papado. Finalmente, en los tiempos modernos, los Estados nacionales soberanos se van emancipando de la tutela religiosa, hasta alcanzar una autonomía del poder político autofundante, secular y laica, en las sociedades democráticas.

7. Algunos han pensado que acaso se trate de un contagio o una transposición de la idea coránica de la yihad, en el sentido de lucha armada en nombre de Dios. Las cruzadas fueron para el cristianismo una desgracia lamentable: «el Islam nos islamizó cuando Occidente se dejó llevar por las cruzadas, oponiéndose a él y entonces imitándolo» (Lévi-Strauss 1955, pág. 413).

8. Este breve pasaje fue citado por el papa Benito XVI, durante una conferencia impartida en la Universidad de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006. Esta mención, en un contexto donde se debatía sobre el problema de la relación entre religión y violencia, desencadenó reacciones violentas en algunos países musulmanes por parte de sectores islamistas radicales.

9. Es un imperativo democrático neutralizar el confesionalismo religioso en el ámbito público-estatal. Por eso resultan diletantes y aberrantes esas medidas políticas que apoyan la enseñanza confesional de la religión –la que sea– en las escuelas. Su efecto es sembrar la división ideológica entre los escolares, en lugar de educarlos en lo que los une como ciudadanos. En este asunto, lo único coherente es dar a todos, en una asignatura como cualquier otra, un conocimiento de la religión basado en elementos históricos, antropológicos, sociológicos y filosóficos.

10. Es llamativa la persistencia de esta diferencia en el tocado. Han pasado dos siglos desde que Ali Bey, en su descripción de Jerusalén, observara cómo «las mujeres no musulmanas andan con el rostro descubierto lo mismo que en Europa» (Badía 1814, pág. 435).