Los dilemas del
islam
9. Pasos
hacia el
nuevo paradigma
PEDRO
GÓMEZ
|
1. Superaciones necesarias para la evolución del islam
2. Un esfuerzo por ser saludablemente críticos y libres
3. Asumir los logros y trascender los límites de la modernidad
Se
entiende por
paradigma la
trama, normalmente imperceptible a primera vista, de opciones,
conceptos
fundamentales y principios de organización subyacentes a un sistema o
subsistema cultural. Cuando se producen mutaciones o reajustes
estructurales
importantes, se habla de revolución paradigmática o emergencia de un
paradigma
nuevo. Esto puede acontecer en la ciencia, en la economía, en la
política y
también en la religión. En las fases de transición, entre el nuevo
paradigma y
los antiguos se da una pugna por la hegemonía. Pero el que uno llegue a
ser
dominante no significa necesariamente que los demás desaparezcan.
Incluso los
más obsoletos pueden coexistir durante mucho tiempo, aunque se haya
cambiado de
época.
Para pensar en la
emergencia de
un nuevo paradigma islámico, nos puede servir como punto de comparación
la
secuencia de transformaciones que se operaron en el cristianismo y en
Europa a
partir de la Ilustración.
Allí se dio una ruptura total con el pasado y una nueva visión del
mundo se fue
expandiendo de forma radical revolucionaria o de forma gradual; con
regresiones
al antiguo régimen y con desviaciones dictatoriales o totalitarias
tanto de
izquierda como de derecha. Pero el nacimiento del nuevo paradigma
moderno ya
había acontecido: «por la primacía de la razón frente a la fe;
por la
superioridad de la filosofía (con su giro al hombre) frente a
la
teología; por la prioridad de la naturaleza (ciencia natural,
filosofía
natural, religión natural, derecho natural) frente a la gracia; por la
hegemonía del mundo, que se seculariza cada vez más, frente a
la
Iglesia. En una palabra: frente al cristianismo, a lo específico
cristiano, se
acentúa ahora constantemente lo humanum, lo humano general»
(Küng 1994,
pág. 683). En este sentido, estamos en otro contexto social y en otro
paradigma
noológico: «La cristiandad europea ha desaparecido para siempre y se ha
implantado un nuevo pluralismo religioso y secular» (Whaling 1999, pág.
31). El
régimen de cristiandad pertenece a otra época de la historia, a la que
no es
posible volver.
En síntesis, lo que
el nuevo
paradigma postula es el primado y la universalidad de la razón humana,
la
libertad, la igualdad, la fraternidad de todos los seres humanos. Este
y no
otro es el desafío que la religión islámica y el mundo musulmán tienen
delante,
inexorablemente. En adelante, toda fe religiosa que no sea capaz de
insertar o
reinterpretar estos valores modernos en el núcleo de su mensaje habrá
quedado
obsoleta y estará condenada a funcionar como un instrumento de
oscurantismo y
opresión. Cualquier sistema de creencias (sea religioso o ideológico o
cultural) que ofrezca «menos» que el humanismo antropológico ilustrado
supone
un menoscabo de la dignidad humana.
1.
Superaciones necesarias para la evolución del islam
La posibilidad de
superación de
la línea de fractura producida por los choques entre religiones
acontecidos
desde el siglo VII pasa por la evolución de los sistemas religiosos,
que han de
aprender a insertarse en el contexto de la modernidad mundial. La
pretensión
universalista, nunca realizada, que confrontaba al islamismo con el
cristianismo, se realizará fuera de ellos, en un mundo estructuralmente
laico,
pluralista y democrático. A cada tradición religiosa le incumbe elegir
entre
quedarse resentida al margen, o bien participar en el proceso de
unificación y
pacificación planetaria, aportando los valores que crea poseer, para
integrarlos en la universalidad concreta en formación. Esto exige a
todos
reformas, como las que a regañadientes han tenido y tendrán que encajar
las
iglesias cristianas, la católica, las protestantes y las ortodoxas. Los
países
musulmanes y los musulmanes en cualquier país tendrían, en principio,
la
posibilidad de recorrer ese camino con mayor rapidez y menos
traumáticamente,
puesto que hoy ya se han generalizado los instrumentos tecnológicos,
económicos
y sociopolíticos de la modernización. Es y será un contrasentido
utilizar tales
medios para reforzar la medievalización de las conciencias. Por mucho
que hayan
sufrido las secuelas históricas de la colonización, no cabe ocultar las
causas
endógenas de orden sociopolítico y el papel preponderante del
tradicionalismo
religioso. Para salir de los tiempos oscuros, es un deber ofrecer
resistencia
tanto a la «evangelización» como a la «islamización» entendidas como
formas
religiosas de matriz política y proyectos más o menos encubiertos de
teocracia.
Para la necesaria
evolución de
los sistemas religiosos tradicionales y su puesta al día, de forma que
contribuyan constructivamente a la convivencia global y la paz mundial,
se
requiere la superación de grandes obstáculos acumulados en su
tradición. El
sistema islámico no es un caso aparte. Sus obstáculos específicos
ya se
han mencionado y presentan un arraigo y una inercia tan formidable que
se
dirían imposibles de superar. Porque, en este ámbito, la reforma
moderna no ha
logrado nunca consolidarse: «En ninguna parte del mundo islámico de los
siglos
XVII y XVIII, ni siquiera en Irán, donde cabe constatar una reavivación
de la
filosofía, se puso en marcha un cambio de paradigma hacia la Modernidad
semejante al acontecido en Occidente» (Küng 2004, pág. 461). Todavía
hoy, el
islam se manifiesta como la religión más renuente frente a la
modernización y
vive, con más virulencia que nadie, un conflicto fundamental entre
tradición e
innovación, cuya salida no
se vislumbra
por ahora. No obstante, hoy se puede cobrar conciencia y señalar las
mutaciones
necesarias para que se produzca la evolución. En la línea del
pensamiento de
los musulmanes reformadores, expondré siete superaciones concretas.
Superar la
discriminación de las
personas en función del sexo
La concepción
coránica no deja
lugar a dudas en lo que respecta a la discriminación de la mujer: «Los
hombres
están un grado por encima de sus mujeres» (Corán 2,228). Ya se
desarrolló en un
capítulo anterior. Los derechos de la mujer están disminuidos en
herencia,
divorcio, testimonio¼ por no hablar de la vida
cotidiana. De manera semejante, la institución de la poligamia no es
sino una
confirmación de cómo están infravaloradas, religiosa y jurídicamente,
las
mujeres en razón de su sexo y sometidas al dominio masculino. Y no hay
que
olvidar su confinamiento al margen del espacio público, la segregación
en el
rezo, las restricciones a la libertad de movimientos, las imposiciones
indumentarias, los castigos corporales y las amenazas de muerte por
lapidación u
otros medios, en caso de relaciones sexuales que «mancillan» el honor
familiar.
Todo ello, sancionado no solo por la costumbre sino por el derecho
islámico
tradicional.
El influjo de la
modernidad en
las sociedades musulmanas ha tropezado, aquí, con un escollo
formidable. La
supremacía masculina, instituida en la organización social y en la
mentalidad
incluso de la mayoría de las mujeres, no podrá superarse sino a costa
de
grandes esfuerzos y reformas surgidas desde dentro.
Superar la
prescripción o prohibición
indumentaria y alimentaria
La reglamentación
religiosa, que
sacraliza o execra formas de vestirse y arreglarse, que discrimina
entre lo que
es bueno y malo para comer y beber, cuando carece de un fundamento
universalmente objetivable, no puede tener más función que un ejercicio
de
sometimiento al poder y la discriminación respecto a los que no
pertenecen a la
comunidad de creyentes. En este sentido, cabe cuestionar, por ejemplo,
la falta
de libertad para el afeitado de los varones y más aún en lo que se
refiere a la
obligación femenina de llevar velo islámico.
En cuanto a la
nutrición, está
ahí la noción de halal, que designa lo permitido por la ley
islámica (en
contraposición a haram, que significa lo ilegal o prohibido).
En
concreto, se determina qué alimentos se pueden comer y qué bebidas se
pueden
beber, imponiendo el tabú sobre una serie de sustancias: la carne de
animal
encontrado muerto; la sangre; la carne de cerdo; la de animal
sacrificado en un
nombre que no sea el de Alá; la de animal asfixiado o muerto a palos,
de una
caída, etc. (Corán 2,173 y 5,3); los depredadores con colmillos; los
asnos; los
insectos, excepto la langosta; las bebidas alcohólicas. Hay disputas
entre
suníes y chiíes acerca de qué pescados y mariscos están permitidos o
prohibidos. Entre las escuelas suníes, la hanafí sostiene que están
proscritos
el cangrejo, la gamba, el bogavante, la almeja, etc.
Para una persona
libre, se diría
que, en lo tocante a la comida y la bebida, solo son razonables los
criterios
científicos, sanitarios, culinarios y ecológicos, frente a cualquier
creencia
carente de todo fundamento en tales criterios. Sin embargo, el 70% de
los
musulmanes del mundo busca que los alimentos lleven el «certificado halal»,
acaso más importante que el registro de Sanidad. Y con el rótulo de halal
se
anuncian restaurantes, carnicerías, cocinas, productos y apartados
especiales
para las carnes en los hipermercados.
Vale que, en el espacio de la sociedad civil, la gente se rija por sus
creencias, siempre que no contravengan la ley y que no traten de
imponerlas a
los demás mermando su libertad. Lo que resulta incomprensible y
lamentable,
desde el punto de vista de la laicidad del Estado, es que se ofrezca
dieta halal
en instituciones oficiales, pertenecientes al espacio de lo público.
Superar la
tolerancia asimétrica
de las otras creencias
El islam estricto,
como ya ha
quedado expuesto más arriba, concibe una estructura de la sociedad
intrínsecamente jerárquica, estratificada en tres órdenes de gentes:
Primero,
los creyentes musulmanes, que son los únicos a quienes se reconoce
plenitud de
derechos. Segundo, los «infieles», que creen en Dios, aunque su
religión es
imperfecta, que son tolerados y se encuentran en situación de
inferioridad y
subordinación jurídica. Y tercero, los politeístas o paganos, que
carecen de
todo derecho. Salvo en la convivencia a niveles populares (véase
Rodríguez
Molina 2007), no cabe afirmar que en la estructura del poder nunca haya
habido
verdadera tolerancia.
Lo que suele denominarse «tolerancia», en referencia a ese tipo de
sociedad
jerárquica, regida por los principios coránicos, alude en concreto a
esa
condición de «protegidos» (dimmies), reservada a judíos,
cristianos y
mazdeístas persas. Todos ellos, previo reconocimiento incondicional del
dominio
musulmán, obtenían un estatuto subalterno, que implicaba ciertos
derechos (a
conservar la vida y posesiones) y estrictas obligaciones, como: 1)
Pagar la
capitación, impuesto especial del que uno podía quedar exento solo si
se
convertía al islam. 2) No faltar al respeto a la religión musulmana
públicamente. 3) No faltar al respeto a la figura de Mahoma. 4) No
atentar
contra la vida ni propiedades de musulmanes, ni inducirlos a renegar de
su fe.
5) No casarse con una mujer musulmana ni tener relaciones sexuales con
ella, ni
siquiera en un burdel. En cambio el musulmán sí puede casarse con una
«protegida». 6) No avisar al enemigo, ni dar hospitalidad a extranjeros
no
musulmanes, posibles espías. También está prohibido transmitir
información
confidencial del islam. En cualquier caso, semejante ortodoxia no
contempla, ni
por asomo, una igualdad jurídica con los musulmanes.
Desde el origen, la
tolerancia
trazada por Mahoma se halla en una aporía insuperable, que se deriva de
la contradicción
entre el declarado alcance universal de la revelación y el choque con
la
pluralidad de credos religiosos. Creen que el islam ha aportado la
superación
final de ese conflicto. Pero realmente no es así: «los musulmanes se
enorgullecen de profesar el valor universal de grandes principios:
libertad,
igualdad, tolerancia, y revocan el crédito que pretenden afirmando al
mismo
tiempo que son los únicos en practicarlos» (Lévi-Strauss 1955, págs.
404-405).
Nunca se sale de la ansiedad que genera la perpetua dilación del pleno
reconocimiento del otro como otro. No valdrán respuestas simples para
salir
airosos frente a tantas contradicciones e inconsecuencias.
En una sociedad
moderna, donde
el islam fuera compatible con la democracia –como creen que es posible
algunos
intelectuales–, el ideal de tolerancia tendrá que ser muy distinto, a
fin de
hacer sitio a la igualdad ciudadana, a los derechos y libertades
individuales y
al pluralismo para todos.
Superar la
identificación entre
religión y política
Una característica
fundacional
y, hasta ahora, permanente del islam ha sido que en las sociedades
musulmanas
no se da, ni se concibe, una separación entre religión y política. Poco
después
de la hégira, Mahoma instituyó la comunidad de creyentes (umma)
como una
organización indisociablemente religiosa-política-militar.
Nunca distinguió entre ley religiosa y ley civil. Esta es una
diferencia
significativa con respecto al cristianismo,
pese a que en la historia de este haya habido diversos modos de
vinculación
entre la Iglesia y el Estado. La figura del califa es el máximo
exponente de un
poder único, conforme a la doctrina musulmana: «El islam (...) nunca ha
trazado
una raya de separación entre religión y sociedad» (Küng 1994, pág.
294). En un
sistema así, parece inherente el riesgo de que la religiosidad sea
utilizada
por quienes dominan el aparato del poder, ya sea para oprimir a los
propios
súbditos, ya para perseguir a los adversarios, ya para dar una
legitimación
religiosa a las guerras y los saqueos.
En ausencia de una
separación de
los poderes del Estado, la religión y la sociedad civil, solo cabe
temer el
gobierno de los clérigos (como los ayatolás iraníes), los
regímenes
corruptos, las revoluciones dictatoriales, en definitiva, alguna forma
abierta
o enmascarada de teocracia y negación de los derechos humanos. Una
constitución
política moderna ¿no excluye por principio el conferir un valor
absoluto, en el
plano sociopolítico, a un «libro revelado», a unos «relatos del
profeta» y a
unas reglamentaciones del «camino» tradicional preceptivo?
En los países de
predominio
musulmán, las organizaciones islamistas, en la medida en que aspiran a
instaurar un poder teocrático, representan un riesgo inminente de
regresión a
concepciones y prácticas medievales, heterónomas, antimodernas y
antidemocráticas, por mucho que se presten a entrar en el juego de las
libertades políticas.
Respecto a la
integración de los
inmigrantes musulmanes en las sociedades democráticas europeas, que ya
se
abordó en el capítulo 3, el sociólogo y pensador Giovanni Sartori no
esconde su
escepticismo. Porque «incluso cuando no hay fanatismo sigue siendo
verdad que la
visión del mundo islámica es teocrática y que no acepta la
separación entre
Iglesia y Estado, entre política y religión» (Sartori 2001, pág. 53).
Y, sin
embargo, esa separación es constituyente de la civilización liberal, de
la
sociedad abierta y pluralista. En realidad, los derechos humanos, como
derechos
universales e inviolables del individuo, difícilmente son compatibles
con la
ley coránica en sus interpretaciones más extendidas y reconocidas entre
los
musulmanes. El inmigrante, beneficiado con la acogida, debe
corresponder
recíprocamente, asumiendo los principios democráticos. Lo contrario no
es
defendible: «el contraciudadano es inaceptable».
Frente al encono
que la
discordia religiosa suscita en las relaciones sociales, cabe postular
la
irrelevancia de ser cristiano, o judío, o musulmán, o budista, para ser
ciudadano europeo o español. De lo contrario,
el riesgo
para la democracia
persistirá, en la medida en que la confesionalidad religiosa sea
considerada lo
fundamental para el orden social, por un sector de la sociedad. La
misma
defensa de la libertad religiosa es la que conlleva, como un requisito,
la
impertinencia de lo religioso para la definición de la ciudadanía.
Cuando una
religión (o una ideología política) se oficializa, ya no hay
ciudadanos, sino
súbditos o correligionarios, junto a la exclusión, la discriminación y
probablemente la persecución de los oponentes al credo oficial.
Superar la
justificación de la
violencia en nombre de Dios
La ley islámica
tradicional
ordena castigos corporales, amputaciones y decapitaciones de creyentes
transgresores o delincuentes, al tiempo que una legitimación jurídica a
la
amenaza de muerte latente para todo aquel que, siendo emplazado a
someterse a
Dios, se niegue. Hemos de ver estos extremos como una consecuencia de
la férrea
vinculación entre religión y política, la confusión de ambas en una
sola
realidad, como queda patente en la noción de yihad –cuando no
se
escamotea una parte de su significado–. Es verdad que no encontraremos
tradición religiosa que no se haya aliado con el poder político y que
no haya
bendecido la violencia militar contra sus enemigos. No se han librado
ni los
mensajes más pacíficos, como el budismo y el cristianismo. Pero en
estos casos,
el ejercicio de la violencia llegó en un tiempo posterior. La idea de
«cruzada»
es contradictoria con el mensaje original cristiano y ajena al
cristianismo del
primer milenio. En cambio,
en el islam, encontramos que la práctica de la violencia armada juega
un papel
primordial desde la fundación de la comunidad y en sus expansiones
posteriores.
La predicación y la
actuación de
Mahoma, a partir de la huida a Yatrib, sembraron la semilla de una
religión
agresiva, y aquí radica una clave estratégica para entender el fenómeno
de la
expansión musulmana en diversos contextos históricos. Nadie puede negar
que hay
numerosos pasajes del mensaje según los cuales matar al «infiel» y al
«idólatra» está permitido, o incluso mandado, si es «por la causa de
Dios» y la
dominación de la verdadera fe. «¡Gustad el castigo merecido por no
haber
creído!» (Corán 8,35).
En la estela de su
fundador, el
islam conformó, desde el principio, un complejo religioso-militar. La
trama
ideológica coránica va predisponiendo las mentes y las relaciones
sociales, de
forma latente, hasta el momento en que las circunstancias favorecen el
recurso
a la violencia, que se estima legítimo. La guerra significa ahí la
continuación
de la predicación por otros medios, y es concebida y vivida como un
deber
religioso de lucha (yihad) en la senda de Alá. En esta mentalidad, la
religión
y la militancia política y –llegado el caso– la acción militar ponen en
práctica una misma causa sagrada, a la que no repugna en absoluto el
uso de la
fuerza. En nuestro tiempo, es fácil detectar la difusión sistemática
del odio
contra Occidente, mezcla de celos y orgullo, que acumula la energía y
la
tensión espiritual que, un día u otro, podría estallar, a no ser que
sean
desactivados los previsibles detonadores proporcionados de los
proyectos
islamistas.
Cuentan las
crónicas que Manuel
II Paleólogo, que a la sazón se hallaba como rehén del sultán Bayaceto,
mantuvo
en Angora (Ankara), a comienzos de 1391, un diálogo con un sabio persa
musulmán, en el que debatieron acerca de la verdad de la respectiva
religión.
El eminente cristiano, según el espíritu de la época, argumentaba así:
«Muéstrame
también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas
malas e
inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe
que
predicaba. (...) Dios no se complace con la sangre; no actuar según la
razón es
contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del
cuerpo. Por
tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad
de
hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni
a las
amenazas... Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al
propio
brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que
se pueda
amenazar de muerte a una persona» (tomado del profesor Theodore Khoury,
en la
edición de la obra Veintiséis diálogos con un persa, diálogo 7).
No imaginaba el
futuro emperador
de Bizancio cuánta razón le asistía, a la vista de los hechos
ulteriores. Logró
escapar del cautiverio, fue entronizado en marzo del mismo año como
Manuel II
y, durante su reinado, tuvo que resistir nada menos que a cuatro
encarnizados
asedios de Constantinopla por parte de los sultanes otomanos.
Pero la fuerza de
la espada
también ha intervenido para dirimir las disensiones internas del islam.
Con el
paso del tiempo, el esplendor de la Sublime Puerta –el Imperio Otomano–
se
oscureció en el estancamiento y la decadencia. Entonces surgieron
brotes
rebeldes, enarbolando el estandarte del retorno a la pureza del islam
primitivo, a la fe de los antepasados (salafismo). Esto desembocó,
desde mitad
del siglo XVIII, en movimientos integristas asociados con formaciones
armadas
de ataque. El restaurador árabe fundamentalista, Muhammad Ibn Abd
al-Wahhab (de
donde el nombre de su secta, el wahabismo), propugnaba la
purificación
del islam, eliminando los diferentes ritos y escuelas tradicionales,
para
ceñirse solo a la simplicidad del texto literal del Corán. Cobró fuerza
al
hacerse prosélito y aliado suyo el gran jeque Ibn Saud, con cuyos
ejércitos fue
imponiendo una reforma (1747) retrógrada y rigorista. Alí Bey lo narra
así:
«Una
vez
admitida la reforma de Abdulwehab por Ibn Saaud, abrazáronla todas las
tribus
sometidas a su dominio. Fue también pretexto para atacar a las tribus
vecinas,
que sucesivamente fueron colocadas en la alternativa de adoptar la
reforma o
perecer al filo de la espada del reformador. Al morir Ibn Saaud, su
sucesor
Abdelaaziz continuó empleando aquellos medios enérgicos e infalibles: a
la
menor resistencia atacaba con decidida superioridad, y desde luego los
bienes y
propiedades de los vencidos pasaban a manos de los wehabis» (Badía
1814, pág.
362).
Otro descendiente
suyo, Abdul
Aziz III Ibn Saud creó el reino de Arabia Saudí, en 1932. Hoy día, los
wahabíes
son unos 100 millones, en medio de los 1.200 millones de musulmanes. El
rígido
islam wahabí sirve de arquetipo inspirador a diversos islamismos
fundamentalistas por todo el mundo. Más aún, opera muy activamente en
la
financiación de comunidades musulmanas en Europa y España. La
restauración del
islam en nombre de una idealización de sus orígenes es propensa a
empuñar las
armas. Si atendemos a la doctrina y a la práctica histórica, semejante
proceder
no solo no repugna a los salafistas, sino que es coherente con los
textos
fundacionales. De ahí la necesidad intrínseca e inaplazable de reforma.
Superar la
pretensión de una
revelación divina literal
La idea de
revelación, tal como
la entiende la tradición coránica, constituye el presupuesto y
fundamento sobre
el que se apoya todo el edificio del islam como religión «revelada».
Unas
palabras o unos textos, no tenidos como humanos, sino atribuidos
literalmente a
Dios, como «revelación» suya, adquieren a los ojos del creyente un
valor
absoluto, indiscutible, que no admite la menor impugnación. Así, la
concepción
del Corán como libro celestial y eterno, escrito en árabe y dictado por
el
ángel Gabriel al hombre Mahoma, se convierte en el fundamento para
postular su
perfección absoluta, su valor literal y su vigencia permanente, y para
excluir
todo intento de interpretación como blasfemia. Pero ¿no es eso
mitificar unos
escritos innegablemente humanos, que solo se explican en un contexto
histórico?
Aparte de la ingenuidad epistemológica que semejante concepción mítica
entraña,
la divinización del libro choca frontalmente con hechos conocidos y se
enfrenta
a contradicciones de diversa índole. En primer lugar, hay pasajes
coránicos que
afirman normas o criterios discordantes entre sí. Ya se trató, en el
capítulo
4, la doctrina de la abrogación, que explica que las aleyas más
recientes son
los que valen y derogan a las más antiguas. Ahora bien, esta postura
¿no
equivale a admitir una evolución interna en el propio texto coránico,
algo poco
compatible con su presunto carácter absoluto? En segundo lugar, la
tradición
atestigua que fue el califa Utmán (año 656) quien mandó poner en orden
los
suras del libro (puestas por escrito por algunos seguidores de Mahoma)
y se
piensa que fijó el texto canónico del Corán. Pero, por otro lado, la
escritura
árabe original carecía de vocales, y la notación vocálica mediante
signos
diacríticos se fue añadiendo más tarde, hasta quedar fijada en el año
786. De
manera que no es descartable que esta nueva fijación textual
introdujera un
nuevo factor de incertidumbre insalvable en el significado de numerosos
pasajes;
o que todavía hubiera ciertas interpolaciones hasta el siglo IX, del
que datan
los códices más antiguos conservados.
En otro orden de
cosas, en lo
que atañe a la doctrina ortodoxa, las interminables controversias
habidas desde
los primeros tiempos evidencian que siempre ha habido interpretaciones
históricas en el islam. Solo cabe entender como interpretaciones las
narraciones recogidas en la zuna: los miles de hadices atribuidos a
Mahoma, las
reglamentaciones minuciosas de la charía, la proliferación de
las
escuelas jurídicas. Más aún, la propia idealización mitificadora del
Libro,
eterno e irrefutable, ¿puede ser otra cosa que una interpretación hecha
por los
mismos que creen en eso? Habrá que volver la mirada al filósofo Ibn
Rushd
(Averroes), quien, en el siglo XII, argumentaba a favor de la
legitimidad de
una interpretación racionalista hecha desde el presente.
La fidelidad a
ultranza a unos
textos y costumbres del pasado, dogmatizados, sacralizados, tan
característica
del tradicionalismo, el salafismo y el fundamentalismo, arrastra
consigo la
exigencia de sacrificar la libertad de los vivos en aras de lo que
determinaron
los muertos. Pero es más lógico enterrar a los muertos y recibir su
herencia
solo a beneficio de inventario. No sea que las deudas de todo tipo,
contraídas
por los difuntos, recaigan sobre sus herederos y arruinen toda
posibilidad de
ser libres a quienes ahora están vivos.
Desde un punto de
vista teórico,
dada la indemostrabilidad de la revelación, es lícito afirmar que la
«verdad
revelada», en cuanto tal, carece de estatuto epistemológico propio. Lo
que se
entiende por revelación, definida como un conocimiento atribuido a la
comunicación directa y fehaciente de una divinidad trascendente, solo
puede
enmarcarse en el orden de la creación mítica, la experiencia mística,
la
elaboración teológica, la norma moral, etc., y pertenece, por completo,
al
registro del pensamiento simbólico, típico de la humanidad. Pero, por
eso
mismo, es algo que no excede los límites de lo humano.
Si se despejaran
las brumas de
tantos mitos obnubilantes, la verdad de la llamada revelación radica en
la
relatividad histórica de todo lo que se afirma como revelado. Toda
sacralización de algo como absoluto, hecha por humanos, y toda
absolutización de
lo sagrado, humanamente concebida, contradicen en su pretensión el
insoslayable
carácter histórico, temporal y creativo de la existencia humana, de la
vida y
del mismo universo, reino de la relatividad, abierta a la
indeterminación del
futuro. Nunca se ha sacralizado nada que no sea –al analizar su
contenido– una
producción relativa y perteneciente al mundo vivido por una sociedad
humana. La
afirmación de su carácter sobrenatural o sobrehumano, en la medida en
que
siempre es un humano quien la hace, solo puede ser gratuita en lo que
respecta
a la pretensión de alcanzar algo «por encima» de lo humano. Además, no
cabe
absoluto ni determinismo absoluto en este universo abierto. Toda idea
de lo
absoluto que alguien pueda hacerse será forzosamente relativa y, por
tanto,
inadecuada y ciega respecto a su presunto objeto. Más aún, la
revelación en un
sentido estricto es un imposible. Si su supuesto sujeto/objeto
sobrepasa toda
experiencia humana, entonces lo que sobrepasa completamente y por
principio la
capacidad humana queda fuera del alcance humano.
Toda formulación
intelectual,
simbólica y lingüística, cae necesariamente dentro de los límites de
nuestra
humana razón y juicio, nuestro cerebro y nuestra cultura. En realidad,
no puede
ser de otra manera: Todo concepto de Dios es un ídolo. Todo lo que se
diga
sobre Dios es siempre un hombre quien lo dice. En todas partes donde se
ha
dicho «esto es revelado» o «esto es palabra de Dios» han sido hombres
quienes
lo han dicho. Este tipo de consideraciones elementales y sensatas
podría
inmunizarnos frente al fanatismo al que propenden todos los sistemas de
ideas
que crean su propia sacralidad indiscutible, inmutable, intocable y
postulan su
omnipotente absolutez, ya se trate de religiones reveladas o no,
monoteístas,
politeístas o sin dios, ya se trate de ideologías políticas de derechas
o de
izquierdas, nacionalistas, ecologistas o antisistema. Solo si
despojamos a los
sistemas religiosos e ideológicos de la amenaza de muerte que pende
sobre los
discrepantes, habrá condiciones para hablar de ellos y perder el miedo
a
debatirlo todo entre nosotros. Solo así, será posible alcanzar
acuerdos
sobre los intereses comunes reales, preservando un pluralismo de
opciones e
interpretaciones, cada una de las cuales deberá argumentar en función
de una
razón compartida, sin invocar el viejo truco autolegitimador de
presentarse
como «revelación divina», ante la que es obligatorio callar la boca y
apagar el
pensamiento.
El planteamiento
mismo de la
idea de revelación incurre en un círculo vicioso: Lo revelado depende
de la fe,
que depende de la revelación. En la práctica, lo que se quiere decir,
cuando
algo es tenido por «verdad revelada», ha de reinterpretarse como una
manera de
dar importancia a lo que uno cree, atribuyéndole la máxima categoría y
valor
concebible.
Al retirar a los
mitos y a los
textos «sagrados» la pretensión, a todas luces desmesurada, de ser
codificaciones de verdades definitivas y eternas, se los libera de la
esclerosis y se los devuelve a la historia de la que surgieron. Así, no
solo no
pierden, sino que ganan credibilidad, aportando lo que realmente son:
condensados de experiencia humana, dignos de consideración, de ser
repensados,
pero también puestos a prueba mediante el análisis, la crítica y el
discernimiento
práctico. En vez de entenderlos como modelo arquetípico e inmutable
para acuñar
todo tiempo futuro (con lo que destruyen la posibilidad inventiva que
les dio
origen), se verá en ellos una realización de esta facultad y una
invitación a
emular la creación de nuevas soluciones en la convivencia humana y la
filosofía
de la vida.
Superar la
concepción mítica de
la historia
Todo sistema de
creencias que se
eleva a idealización absoluta genera una mitología del modelo
definitivo e
insuperable al que solo cabe acatar y doblegarse, como un tiempo
primordial de
plenitud y objeto de imitación para cualquier tiempo vivido, del que no
cabe
esperar ya nada nuevo que sea valioso. Así, el islam fundamentalista
exhibe
mecanismos implacables en el empeño por suprimir la historia
del tiempo
real, a partir de la mitificación de la historia de Mahoma, el Corán y
la zuna.
Al mitificarlos, categorizándolos como revelación absoluta de lo
eterno, les
sustrae su carácter temporal de producto histórico y constituye, de ese
modo,
una máquina dispuesta a engullir todo el tiempo ordinario, concebido
como caos,
sin sentido por sí mismo, a no ser que se someta a lo estipulado de una
vez
para siempre por la voluntad divina.
Por el contrario,
en este mundo
no existe nada por encima del tiempo; nada por encima de los
acontecimientos
históricos, que dan origen a cuanto cristaliza en sistema social,
naturaleza y
cultura humana. De ahí se desprende que todo lo cultural –incluido lo
religioso– está producido por y para las sociedades y los individuos
humanos.
El sujeto humano tiene estructuralmente la capacidad y, en
consecuencia, la
obligación de ejercer su pensamiento en la reconsideración de toda
idea, teoría
y creencia. Lo mismo que el futuro no está escrito en ninguna parte,
tampoco la
verdad, cuya búsqueda permanece siempre abierta más allá de las
verdades
encontradas. Es fundamental la libertad de conciencia. Toda entidad
noológica
(idea, teoría, mito, creencia) constituye un objeto susceptible de
análisis, de
interpretación, de valoración. Y nadie tiene derecho a negar este
derecho a
pensar.
La sacralización de
una idea
nacida en el tiempo opera en ella la idealización más absoluta, la
convierte no
solo en un dogma sino en un ídolo, en un poder fetichista que somete
inmoralmente
a muchedumbres de individuos, apoderándose de sus mentes. Pero las
ideas están
hechas por las personas y para las personas; y no a la inversa.
En fin, cuanto más
persistan
obstáculos como los reseñados más arriba, tanto más urgente será la
necesidad
de ilustración y modernización, la necesidad de admitir el pluralismo y
la
laicidad propios del Estado democrático.
Aclaremos que la laicidad del Estado (que no ha de confundirse con el
laicismo
anticlerical o antirreligioso) consiste en devolver la religión a la
sociedad
civil, como dimensión perteneciente a la libertad de los individuos.
Esto,
claro está, supone despojar al poder político de todo carácter sagrado,
reconocer la pluralidad de opciones legítimas (y, por tanto, el
relativismo de
la política, en el marco de una norma común que garantice los
derechos); supone
también renunciar a la violencia como medio para resolver los
conflictos y
solventar las diferencias en la sociedad y en el mundo.
2.
Un
esfuerzo por ser saludablemente críticos y libres
Rara vez faltan
esos histriones
que reclaman «respeto» como ardid para acallar toda discrepancia o
crítica. Nos
conminan a «respetar a la iglesia», a «respetar al islam». Sin duda,
ser
respetuosos es un buen principio. Pero hay que aclarar las cosas,
cuando eso
que supuestamente debemos respetar cobija demasiados aspectos
sospechosos o
contradictorios. Claro que hemos de respetar: todo lo que sea digno de
respeto.
Por ejemplo, un investigador respeta al Israel bíblico y al
contemporáneo, pero
no aceptará que ninguna autoridad le amenace para que renuncie al
análisis
histórico-crítico de la Biblia, o a la crítica política de ciertas
actuaciones
del Estado israelí, ni tolerará la acusación de «antisemitismo».
Respetemos a
las personas y sus derechos y libertades, siempre. Pero respetemos, por
encima
de todo, las verdades.
Cada vez que
evoquemos la
secular historia de relaciones entre musulmanes y cristianos, se debe
estar
abierto a aceptar todas las informaciones de datos históricos, pero sin
doblegarse a las imposiciones ideológicas. Pues es sabido que la
presión de la
ortodoxia propende a magnificar unos hechos y ocultar otros, y siempre
que
puede reprime la investigación y la libertad de expresión: algo que
sería
inmoral consentir.
Por supuesto, hay
que distinguir
netamente el plano de las ideas y el plano de las personas. Porque si
se
confunden, se coarta toda posibilidad de crítica. Suele ocurrir que la
persona
o el grupo identificados con una idea, hasta la mutua posesión, se
sienten
ofendidos cada vez que se pone en cuestión esa idea. Lo cual quizá solo
denote
su inseguridad o su dogmatismo. Pero es necesario saber separar las
ideas y las
personas que eventualmente las piensan. En el plano de las ideas, estas
se
relacionan unas con otras: se oponen, se apoyan, se refutan, se
matizan, se
problematizan... No es admisible que alguien reclame la inmunidad de
sus ideas,
argumentando que el cuestionarlas supone un agravio a su persona o su
comunidad
(cultural, lingüística, política, religiosa). Y no se puede admitir
porque
equivale a una forma de oscurantismo y a prohibir toda libertad de
pensamiento
y expresión; pues siempre habrá quien se dé por ofendido hasta por el
teorema
de Pitágoras –como tantos lo están por la teoría de la evolución–.
Decir «tus
ideas me ofenden» introduce en el debate intelectual un chantaje
indecente. Lo
correcto será decir «no estoy de acuerdo con esas ideas por tales y
tales
razones».
Por tanto, es
perfectamente
legítimo discutir cualquier idea o creencia, criticarla,
problematizarla, sin
que eso signifique un ataque personal. La persona que sostiene una
teoría o una
concepción del mundo no tiene por qué sentirse cuestionada ni agredida
personalmente por el hecho de que alguien discuta unas ideas que, en un
momento
dado, coinciden con las suyas. Disentir no es lo mismo que insultar.
Criticar
una idea es tan solo criticar una idea. Es ilógico replicar con un
ataque a la
persona. Todo el que discrepe está invitado a entrar en el debate. En
principio, las ideas solo se robustecen cuando se exponen a discusión e
impugnación. Por su propia naturaleza, están ahí para ser analizadas y
sometidas a examen, para ver si resisten la prueba de los hechos, de
los
argumentos, de la contrastación con las diversas experiencias.
Indudablemente
unas resultarán más resistentes que otras. Por eso, aunque todas las
ideas y
opiniones son y siguen siendo discutibles, no todas son iguales, ni
tienen el
mismo valor, ni están sólidamente fundadas.
Rechacemos, pues,
la censura y
la autocensura, sobre todo la religiosa. Son diametralmente opuestas a
la
crítica y la autocrítica, y a la verdad. Estas requieren un
distanciamiento, la
búsqueda de un enfoque complejo y un punto de vista que se objetive a
sí mismo,
condiciones clave de todo pensamiento sano y saludable.
Por más que la
cristiandad y el
islam se hayan parecido históricamente en determinados aspectos,
referentes al
carácter revelado del dogma respectivo, la pretensión de dominio
absoluto sobre
la vida social, la persecución de los disidentes y la subordinación de
las
mujeres, se trata de dos visiones del mundo muy distintas y
probablemente
incompatibles en su núcleo duro. Y uno corre el riesgo de equivocarse,
si juzga
al otro desde los propios esquemas, efectuando una proyección errónea
sobre él.
Así, Al Qaeda y sus secuaces ven un «cruzado» donde hay un
norteamericano, que
será todo lo imperialista que se quiera, pero no un cruzado que luche
por la
religión cristiana. «El occidental no ve al islámico como un ‘infiel’.
Pero
para el islámico el occidental sí lo es» (Sartori 2001, pág. 53).
Ahí está la
dificultad del
problema, en la disparidad de ópticas. Un demócrata con buenas
intenciones y
complacido de su generoso espíritu liberal, puede creer que llevar el
«velo islámico»
es un asunto privado o incluso que expresa la libertad de la mujer,
cuando
socialmente significa, a las claras, un rechazo de la igualdad femenina
y la
obsesión de singularizarse como grupo.
La buena voluntad de algunas personas que pretenden ser progres y
tener
espíritu ecuménico, pensando que la charía representa una
normativa
tradicional inocua o la identidad cultural de un pueblo, les impide ver
que su
significado más real es la férrea sumisión a un sistema medieval,
contrario a
las libertades individuales, que consagra a la par la exclusión de las
mujeres
fuera de la vida social y la de los «infieles» fuera de la comunidad
política.
En su conjunto, el islam tradicional «se ha congelado en su
contemplación de
una sociedad que fue real hace siete siglos y para cuyos problemas
concibió
entonces soluciones eficaces» (Lévi-Strauss 1955, pág. 409); de manera
que hoy
solo ofrece soluciones a problemas que no son los de nuestro mundo, con
lo que
paradójicamente crean un problema que sí es actual.
La edificación de
una mezquita o
el aumento de presencia islámica en territorio europeo significa, para
nuestra
óptica moderna, un ejemplo de libertad religiosa y democracia. Pero no
seamos
ingenuos. El punto de vista del islamista militante, con su visión
medieval y
su ansia de poder actual, lo está entendiendo y viviendo como una
conquista
político-religiosa y un paso hacia la islamización de Europa, tendente
a la
implantación de un régimen teocrático y, por tanto, a la eliminación
del
sistema de valores occidental. En tal caso, estamos objetivamente ante
un
avance emergente en contra de la democracia.
Además, hay que
insistir en el
principio de reciprocidad. Es noticia sabida que un jeque de Emiratos
Árabes
financió la construcción de una mezquita en Granada; o que el propio
rey de
Arabia ha hecho construir en Marbella la mezquita que lleva su nombre.
Pero, en
toda Arabia, no existe una sola iglesia, está radicalmente prohibida
toda
manifestación de signo cristiano y se condena con pena capital la
conversión al
cristianismo. Hacer concesiones a lo que el otro exige, sin que él ceda
en
nada, eso se llama claudicación o rendición: una pésima defensa de las
propias
convicciones y un mal servicio a los propios intereses futuros.
La mentalidad
tolerante,
posideológica y confiada, tan común en nuestras sociedades posmodernas,
puede
inducirlas a una profunda equivocación con respecto al islam realmente
existente, hasta el punto de que la peligrosa ideología del islamismo
fundamentalista pase desapercibida. Un modelo de vida en el que las
gentes
sienten repugnancia hacia todo esfuerzo duro y se orientan, por encima
de todo,
al disfrute de la vida y a la autorrealización personal nos sitúa en
otra onda.
Nos parece inconcebible que alguien crea completamente normal que puede
y debe
matar a otros por una causa sagrada (acaso nos hemos vuelto
desmemoriados,
estando tan próximos entre nosotros el terrorismo nacionalista, las
revoluciones del siglo XX y las hecatombes de las guerras mundiales, o
los
genocidios más recientes).
El islam
fundamentalista y, en
su seno, el islamismo yihadista se proclaman radicalmente contrarios a
la
modernidad, si bien no dudan en servirse de los recursos provistos por
la
industria moderna, para su proyecto global de matriz medieval y talante
fanático. Para estos, el musulmán que dialoga es un mal musulmán. Pues
de lo
que se trata no es de debatir –una forma de apostasía–, sino de
combatir por la
dominación, a la que se creen con pleno derecho, por mucho que no nos
quepa en
la cabeza. ¿Quién no conoce las proclamas incendiarias de los
jerifaltes de Al
Qaeda, o de los dirigentes talibanes y de otras organizaciones
salafistas, o de
los revolucionarios chiíes y sus epígonos?
Ahora bien, ni
siquiera es
imprescindible acudir a los movimientos que han tomado las armas, para
comprobar hasta dónde se extiende y cala la mentalidad islamista. En
Yakarta,
capital de Indonesia, el país islámico más poblado y evidentemente no
árabe, se
congregaron, en agosto de 2007, decenas de miles de musulmanes que
coreaban
consignas: «¡Alá es grande! ¡Califato! ¡Califato!». Estaban convocados
por el
Partido de la Liberación, islamista y extremista, organizador de la
Conferencia
Internacional del Califato. Propugnan la erección de un superestado
panislámico, bajo el imperio del «sagrado Corán», que debe integrar
todos los
«territorios islámicos», incluyendo a España (El País, 13 de
agosto de
2007). ¿Solo paranoias de unos miles de exaltados?
Uno no sale de su
asombro, al
leer el texto de la conferencia pronunciada en la mezquita del barrio
del
Albaicín, en Granada, en el verano de 2005, con ocasión del segundo
aniversario
de su inauguración, y publicada en un folleto que vendían en el patio
de la
propia mezquita. El conferenciante, en un momento dado, se pregunta si
tiene
sentido esperar que el islam se adaptará a la sociedad europea, y sin
titubear
contesta con una contundente negativa: esperar tal cosa es no haber
comprendido
nada del islam (véase Bewley 2005, pág. 16). ¿No resulta inquietante
que esto
se piense, se diga y se edite impunemente tan cerca de nosotros?
¿Estaremos
dispuestos a ser razonables
hasta el punto de considerar las ideas que ponen en cuestión nuestro
sistema de
ideas? El dogmático, que cree poseer la verdad, no lo consentirá. El
fanático,
que está poseído por ella, tampoco. La persona que piensa con la cabeza
sabe
dudar y preguntarse, y puede ser tan honesta intelectualmente que se
alegre de
reconocer la parte de razón y verdad que le viene de fuera. Sin
embargo, en
principio, en todo el mundo sin excepción, opera un dispositivo
inconsciente de
defensa ideológica, algo así como un sistema inmunitario del que está
dotado
cada credo, cada ideología, cada institución. Se instala en la mente
individual
y actúa como una red sofisticada de mecanismos de defensa que se
disparan, casi
sin pensar, automáticamente, para repeler el menor atisbo de
cuestionamiento
percibido como una agresión. En su forma más simple, se dispara idea
contra
idea, argumento contra argumento, agravio contra agravio; pero hay
otras
tácticas envolventes o disolventes. Por ejemplo: la negación de los
hechos
aducidos, la ocultación y el silencio sobre ellos; la proyección en
otros de la
culpa, la desgracia o el error propios; la autoglorificación y la
búsqueda de
coartadas y justificaciones para todo lo negativo insoslayable; la
comparación
improcedente, entre planos o aspectos no correspondientes; la
aplicación a los
demás de etiquetas denigrantes o descalificadoras; la imposición de
tabú sobre
ideas, prácticas o personas, junto a la amenaza de castigos y de muerte
contra
quien ose transgredirlo; etc. El mecanismo más poderoso, y quizá
también el más
corriente, consiste en la presunción completamente blindada de creerse
en
posesión de la Verdad absoluta, o sentirse identificado con la Voluntad
absoluta y llamado a imponerla en el mundo. En casos extremos, cuando
la ideología
ha acabado su tarea de deshumanización, tendremos unos sujetos
fanáticos,
maniqueos, sumisamente dispuestos a morir y a matar.
Lo que tienen en
común todos
esos mecanismos es el constituir otras tantas variantes de racionalización:
acción y efecto de ese empeño por justificar algo negativo a toda
costa,
mediante el recurso a cualquier táctica que fabrique una apariencia de
razón;
su función es encubrir la realidad incluso a los propios ojos,
conduciendo
inadvertidamente al autoengaño complaciente y narcisista. En ocasiones,
adopta
la forma de idealización, comportamiento mental que filtra los
datos de
forma interesada, se queda solo con los aspectos positivos y ofrece una
imagen
eufemística, armoniosa y amable, pero sencillamente irreal. La
violencia que la
racionalización y la idealización infligen al conocimiento de la
realidad da la
medida de la violencia que el fanático puede llegar a ejercer en la
carne de
sus víctimas.
Aunque sea verdad
que todos
malinterpretamos, que tendemos a percibir distorsionados los
significados de
los demás y los propios también, esta distorsión puede en buena medida
corregirse mediante al análisis crítico, la autocrítica y el debate
abierto
entre las diversas posiciones. Para ello son imprescindibles
determinadas condiciones
de libertad.
3.
Asumir los logros y trascender los límites de la modernidad
Al desplegarse la
Ilustración
europea, en su choque con las iglesias cristianas, estaba en juego la
primacía
del pensamiento y la libertad específicos del ser humano, la autonomía
racional
y política, los derechos humanos como base de la sociedad democrática.
Pero el
cristianismo, por la índole intrínseca de sus orígenes, no podía oponer
por
mucho tiempo la evangelización a los valores de la modernización; de
modo que,
por más que se resistieran, las iglesias tenían –y tendrán– que
modernizarse.
En la actualidad, en cambio, la oposición que más se agudiza ante el
proceso
globalizador es la que se presenta entre islamización y modernización,
debido a la forma en que entran en colisión una revelación divina,
enormemente
cosificada, y la razón humana. Pero serán ellos quienes deban superar
la
contradicción entre el sometimiento ciego a una ley heterónoma y la
emancipación autónoma del individuo y la sociedad humana, sin la que
difícilmente
se podrá hablar ya de civilización.
Afortunadamente,
los cambios no
son del todo imposibles. Por ejemplo, después de tantos siglos de
repudio
puritano de las artes plásticas representativas de la figura humana,
los
musulmanes se han entusiasmado con la seducción de la imagen mediada
por las
tecnologías de la comunicación, como evidencia ese alminar de Al
Yazira, desde
donde los nuevos almuédanos megaherzianos del islam distribuyen a
raudales sus
imágenes en millones y millones de pantallas televisivas del mundo
árabe.
En el marco de las
transformaciones que trae consigo el proceso de globalización, todas
las
religiones se están universalizado, de alguna manera, y han comenzado a
abrirse
al diálogo en busca de soluciones globales, dentro de una nueva visión
mundial.
Tenemos indicios prometedores, por ejemplo, en el Foro Global de
Líderes
Espirituales y Parlamentarios, o en la labor del Parlamento de las
Religiones
del mundo (véase Küng y Kuschel 1994). Véase también el manifiesto.
Aunque no bastará
el diálogo de
buena voluntad entre clérigos de unas y otras religiones. Se trata de
un
diálogo abierto de cada tradición con las otras tradiciones, con la
modernidad
y con las críticas que hoy recaen sobre ella, posmodernistas y
transmodernistas. El buen cristiano ya no aspira a restaurar el régimen
de
cristiandad. El buen musulmán ya no debiera pretender la reinstauración
del
califato. El buen budista ya no cifrará su meta en un nirvana que lo
evada de
este mundo. Más allá de tales universalismos provincianos, todas las
religiones
han de adaptarse al espacio de convivencia planetario y aportar ahí su
contribución parcial.
Porque el
cumplimiento de las
promesas de paz universal, que las religiones misioneras sustentaron en
sus
ideales salvíficos, solo se encontrará ya –si acaso– más allá de ellas
y, si no
colaboran, sin ellas. A ninguna le faltan motivos para autorrevisarse,
autocriticarse, autorreformarse y desprenderse de todo lo que la ha
convertido,
de hecho, históricamente, más bien en un obstáculo para la consecución
de los
benéficos fines que configuraban su misión.
Aunque persistan
los nostálgicos
y los anacrónicos, ha pasado el tiempo de la teologización de la
política, de
la teocracia de signo cesaropapista o islamista califal, de todo ideal
de una
soberanía universal asignada por Dios mismo a la comunidad de los
verdaderos
creyentes y, sobre todo, a sus máximos dirigentes. Y lo mismo vale para
sus
versiones seculares plasmadas en los totalitarismos.
Entre lo más
urgente hoy está la
necesidad de confluir hacia proyectos de atenuación de las diferencias
antagónicas y políticas de unificación humana, en beneficio de este
planeta
roído por los intereses nacionales, por la insania etnicista, por los
sectarismos ideológicos y religiosos, por las tendencias a la
balcanización,
por una antiglobalización arcaizante y pueril.
El de la modernidad
es un
proyecto inacabado. Ha conocido logros inimaginables y, a la vez,
fracasos estrepitosos
que lo han sumido en la crisis y que reclaman una crítica sin
concesiones:
– Crítica a la razón
determinista,
instrumental e insensible, que inspira un paradigma de ciencia
simplificador y
reductor, elevado en su apoteosis a mito racionalizador y puesto,
además, al
servicio de los poderosos.
– Crítica a la fe
en una ley del progreso histórico, desmentida por las
quiebras, las regresiones y la
ausencia de progreso moral.
– Crítica al
nacionalismo que
absolutiza la nación soberana y enfrenta salvajemente a las
naciones,
causando guerras y exterminios masivos, con el agravante de impedir la
articulación de un orden mundial que desarrolle una política de la
humanidad.
– Crítica al ideal
de la revolución,
que exalta la fe en la violencia, que impone el terror revolucionario e
instaura regímenes sin libertades ni derechos humanos.
– Crítica al modelo
tecnocrático
de industrialización, que explota a los trabajadores,
sobreexplota los
recursos naturales y destruye los sistemas vivos.
La modernidad se ha
estrellado
espantosamente en los horrores y sufrimientos inauditos causados por la
I y II
Guerras Mundiales. Y desde entonces agoniza tratando de resurgir de sus
cenizas. Hoy afronta globalmente una problemática mundial que no
procede solo
de ella. Los grandes problemas que, al entrelazarse, constituyen la red
de la geoproblemática,
son globales a la vez que alcanzan hasta los rincones más remotos:
– El problema de la
superpoblación, que es probablemente la principal entre las causas de
la
pobreza en el mundo.
– Los problemas de
la producción
de alimentos y el agua dulce, las fuentes energéticas, los recursos
minerales,
la tecnología industrial, la sanidad, la desigualdad y la pobreza, la
deuda
externa, las enfermedades infecciosas: sida, malaria..., la mortandad
evitable
causada por tabaquismo, obesidad y accidentes de tráfico, las crisis
financieras internacionales, las ruinosas recesiones, el subdesarrollo
insuperable.
– Los problemas de
la legalidad
internacional, los derechos humanos, las migraciones, los refugiados,
las
mafias globales, el contrabando de seres humanos, la corrupción
política, el
hegemonismo militar, el armamentismo, las guerras, y sobre todo las
armas
nucleares, que siguen siendo el mayor peligro de aniquilación que
planea sobre
la humanidad.
– Los problemas del
analfabetismo, la manipulación de la información y el entretenimiento,
las
redes de espionaje, la brecha digital, el sectarismo ideológico o
religioso,
las drogas.
– Los problemas de
la
contaminación de aire, océanos y ríos, los gases de efecto invernadero
y el
calentamiento terrestre y el cambio climático, el deterioro de la capa
de
ozono, la lluvia ácida, la acidificación y salinización de las tierras,
la
deforestación y desertificación, la reducción de la biodiversidad, la
esquilmación de los bancos pesqueros, el agotamiento general de los
recursos
naturales.
Estos problemas
globales son
todos transfronterizos; reflejan las necesidades globales de la
humanidad y los
crecientes desequilibrios del planeta. Por su naturaleza, requieren no
solo
soluciones de cooperación multilateral –que siempre son parciales–,
sino
soluciones verdaderamente globales, que solo podrán dimanar de
instituciones
mundiales de regulación de lo global.
El diletante
espíritu
posmoderno, nacido de la crisis, representa más bien un síntoma que un
diagnóstico, y sus proclamas en tono menor apenas apelan al abandono de
todo
universalismo moral y al usufructo hedonista de los restos del
naufragio.
Algunos se amparan en él, o contra él, para postular la regresión a lo
premoderno. Pero un proyecto inacabado no es un proyecto totalmente
fracasado.
Es necesario continuarlo adelante, entendiéndolo no como un destino
sino como
un camino: «se hace camino al andar». A falta de un nombre ya
decantado, se
habla de transmodernidad. Para ello hay que preservar los
logros
obtenidos, no repetir los tremendos errores de los dos últimos siglos,
responder globalmente a los grandes desafíos del presente.
En resumen, a todas
las
tradiciones religiosas se les plantea el deber de intentar actualizarse
y
renovarse desde dentro, reelaborando su mensaje de forma que sea capaz
de
incorporar el contenido humano de la modernidad:
– Asimilar los
avances
contrastados la ciencia y la tecnología modernas.
– Renunciar a la
teocracia y al
totalitarismo político-religioso.
– Converger hacia
unas normas
morales mínimas universalmente aceptadas (también por los no creyentes).
– Reconocer los
derechos humanos
universales.
– Aceptar la
igualdad de todo
ser humano, sin discriminación de la mujer.
– Apoyar la
democracia política,
con separación de Estado y religión y separación de poderes.
– Reconocer la
libertad de
conciencia y de religión, que solo un Estado sin religión oficial puede
proteger.
– Relativizar el
dogmatismo de
creerse «la única religión verdadera», aunque cada cual viva la suya
subjetivamente así, admitiendo que también hay verdad en las otras.
La religión puede
ser practicada
con entera libertad, en la sociedad pluralista. La pluralización
alcanza hasta
la escala de cada individuo, al que le son inmediatamente accesibles
todas las
tradiciones religiosas –y no religiosas–. Será cierto, como repite Hans
Küng,
que: «No habrá paz entre las civilizaciones sin paz entre las
religiones. No
habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones. No
habrá
diálogo entre las religiones si no se investigan los fundamentos de las
religiones» (Küng 1994, pág. 786; 2004, pág. 9).
Por lo demás,
tampoco hay que
confundir de manera simplista religión con civilización. Lo mismo que
una
lengua distinta es solo una lengua distinta, pero no una cultura
diferente,
pensemos que una religión distinta significa solo una religión
distinta. No
define sin más una civilización. Baste dar un vistazo a la historia: La
civilización
grecorromana fue primero pagana y luego cristiana. La civilización de
India fue
primero brahmanista, luego budista, más tarde en parte musulmana y en
parte
hindú. La civilización de China conoció la hegemonía del confucianismo,
del
taoísmo y del budismo, y también un sincretismo entre ellos. La
explicación es
que nunca se da una consistencia completa entre los componentes del
sistema
sociocultural o civilizatorio: poblacionales, lingüísticos, económicos,
jurídicos, religiosos, tecnológicos, etc. Una civilización resulta de
una
síntesis muy compleja que se recompone incesantemente en un espacio
geográfico
y describiendo una trayectoria en el tiempo.
Las civilizaciones
forman
órdenes de acontecimientos que despliegan su propia evolución o
historia. Pero
interactúan entre ellas y entonces sus tiempos se hacen simultáneos y
las
barreras del espacio desaparecen. La aportación de cada una resulta más
o menos
válida en la interrelación de unas con otras, según el momento o el
punto de
vista desde el que se considere. La civilización humana les es
trascendente a todas, o bien surge como realidad concreta como
emergencia de la
interactividad universal, como efecto que retroactúa sobre sus causas
modificándolas. No cabe civilización absoluta o definitiva, igual que
no hay
tiempo ni espacio absolutos. No obstante, en nuestros días, la
civilización
humana conforma ya de hecho una única civilización planetaria; aunque
no haya
una sola lengua, ni una sola religión, ni una sola política. Todas se
encuentran situadas inexorablemente sobre el mismo tablero, emplazadas
a un
juego para el que aún se deberán escribir las reglas.
En
esta época de la civilización planetaria, es vital para la
supervivencia de la
especie humana defender los principios de la sociedad abierta y la
democratización, frente a todas las amenazas de signo oscurantista,
integrista,
nacionalista y totalitario. Porque ningún logro está garantizado. Y el
futuro
resulta imprevisible.
Notas
.
Al analizar
la historia del cristianismo en Europa, observamos una sucesión de
configuraciones religiosas y teológicas: el paradigma veteroeclesial
helenista
pervivió en el ámbito bizantino ‑estancado y desplazado su centro de
gravedad
de Constantinopla al nuevo patriarcado de Moscú-; el paradigma
católico-romano,
de estructura medieval, salió reforzado a partir del concilio de
Trento; el
paradigma de la reforma protestante triunfó en los países del centro y
el norte
del continente (véase Küng 1994). Pero la verdadera mutación no es la
que se
produjo con el cambio de época de la Reforma y la Contrarreforma, sino
la que
irrumpió con las innovaciones culturales que hicieron pasar al nuevo
paradigma
racionalista y progresista de la Modernidad. Arrancó de una revolución
del
espíritu: la nueva ciencia natural (Galileo, Newton) y el nuevo
pensamiento
filosófico (Descartes, Kant). El desarrollo de la Ilustración y sus
consecuencias acabaron afectando al conjunto de la cultura, incluida la
religión. Su fundamento es la fe en la razón y en el progreso. Se lleva
a cabo
una crítica de las confesiones religiosas establecidas, un
enfrentamiento con
el poder de las iglesias, una relativización del cristianismo
histórico. Surge
una exégesis ilustrada que propugna la aplicación de métodos
histórico-críticos
a los textos bíblicos. Propugna la libertad de conciencia, la libertad
religiosa individual, la tolerancia, la secularización. Y en el plano
económico
y político, se abren paso el proceso de industrialización y las
revoluciones
liberales de la burguesía, los derechos humanos y la democracia.
.
Es cierto que
el conflicto principal, como demuestra Marc Ferro (2002), es
principalmente un
conflicto interno en los mundos del islam, más grave que el que se da
entre el
islamismo y Occidente.
.
Existe un
Forum Mundial Halal, cuya 4ª reunión se celebró el 23 de enero de 2009,
en
Kuala Lumpur, que vela por la «integridad halal internacional»
y
establece la «norma» halal, tal vez en competencia con la
Organización
Mundial de la Salud. También parece tener predicamento el Consejo
Norteamericano de Nutrición y Alimentación Islámica. Lo cierto es que
el
Mercado Halal Global es una industria que mueve 580.000
millones de
dólares anuales.
.
Es
significativo, por ejemplo, en Irak, que hubiera que esperar al régimen
laico,
como el de Sadam Hussein, para encontrar un viceprimer ministro
cristiano,
Tariq Aziz. Su nombre era Mikhail Yuhanna, cuyos antepasados familiares
residían en aquellas tierras desde antes del nacimiento de Mahoma.
.
El islam
ortodoxo se singulariza por el afán de convertir la vida de la sociedad
entera
en un orden sagrado, sometido a una minuciosa reglamentación, análoga a
la de
una orden religiosa y que, en ocasiones, muta en una orden militar. Por
esto,
resulta sorprendente la afirmación de que en el islamismo todos son
igualmente
«laicos» y no hay clero. Está claro que lo hay:
imanes, ulemas,
muftíes,
ayatolás, mulás, etc.; aunque no está jerarquizado al modo católico.
¿Pero no
está sometido a la autoridad religiosa del califa o el sultán? Se diría
que lo
que ocurre es que todos son, más bien, como religiosos y que falta el
aspecto
social y político fundamental de la laicidad, que es el reconocimiento
de un
ámbito de autonomía de la razón frente a la fe, con el que es
congruente la
separación entre poder político y religión.
.
Los primeros
cristianos difundieron su mensaje, durante casi dos siglos, al margen y
a contracorriente
del poder político, antes de que su fe fuera adoptada por el Imperio
Romano.
Diríamos que formaban parte de la «sociedad civil», no del Estado.
Luego, a lo
largo de la historia, hubo una constante distinción y tensión entre el
poder
político y el poder religioso, como la que en la Iglesia latina llevó a
la
lucha por la supremacía entre el imperio y el papado. Finalmente, en
los
tiempos modernos, los Estados nacionales soberanos se van emancipando
de la
tutela religiosa, hasta alcanzar una autonomía del poder político
autofundante,
secular y laica, en las sociedades democráticas.
.
Algunos han
pensado que acaso se trate de un contagio o una transposición de la
idea
coránica de la yihad, en el sentido de lucha armada en nombre de Dios.
Las
cruzadas fueron para el cristianismo una desgracia lamentable: «el
Islam nos
islamizó cuando Occidente se dejó llevar por las cruzadas, oponiéndose
a él y
entonces imitándolo» (Lévi-Strauss 1955, pág. 413).
.
Este breve
pasaje fue citado por el papa Benito XVI, durante una conferencia
impartida en
la Universidad de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006. Esta mención,
en un
contexto donde se debatía sobre el problema de la relación entre
religión y
violencia, desencadenó reacciones violentas en algunos países
musulmanes por
parte de sectores islamistas radicales.
.
Es un
imperativo democrático neutralizar el confesionalismo religioso en el
ámbito
público-estatal. Por eso resultan diletantes y aberrantes esas medidas
políticas que apoyan la enseñanza confesional de la religión –la que
sea– en las escuelas. Su efecto es
sembrar la división
ideológica entre los escolares, en lugar de educarlos en lo que los une
como
ciudadanos. En este asunto, lo único coherente es dar a todos, en una
asignatura como cualquier otra, un conocimiento de la religión basado
en
elementos históricos, antropológicos, sociológicos y filosóficos.
.
Es llamativa
la persistencia de esta diferencia en el tocado. Han pasado dos siglos
desde
que Ali Bey, en su descripción de Jerusalén, observara cómo «las
mujeres no
musulmanas andan con el rostro descubierto lo mismo que en Europa»
(Badía 1814,
pág. 435).
|