La cara
oculta de la utopía: el terror
PEDRO GÓMEZ
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Entre
esos que alardean de modernos y «progresistas» observamos un
desmesurado afán
por propugnar utopías, esas fantasías de una sociedad perfecta que,
creen, proporcionará
la solución ideal y definitiva para todos los problemas que apremian a
la
humanidad. A veces, cuando no es una maquinación, ese afán puede estar
imbuido
de buenas intenciones: la paz perpetua, la sociedad sin clases, el
quiliasmo. Pero,
en los dos últimos siglos, pese a la buena intención, las utopías
condujeron a
catástrofes tan aterradoras que solo cabe concluir que la utopía
comporta algo monstruosamente
erróneo. Sea cual fuere su signo político, los movimientos utópicos, en
la
práctica de su instauración, en su mantenimiento y sus apocalípticas
confrontaciones, desencadenaron los períodos más violentos,
destructivos y
criminales de la historia humana.
Ante
tales hechos, surge inquietante y provocadora la pregunta sobre la
relación
entre utopía y terror, tan evidenciada históricamente, que pone en
entredicho un dogma fundamental de los tiempos contemporáneos. El
terror
constituye el núcleo duro de todo sistema totalitario. ¿Por qué fue tan
espantosamente violento un siglo heredero de la Ilustración y la
industria, que
empezó con promesas mesiánicas, posibilitadas por el progreso
prometeico en la
ciencia, la técnica, la política, la economía y el arte? No es
aceptable que fuera
imprescindible sacrificar a 200 millones de personas, según
estimaciones, en
dos guerras mundiales, en incontables conflictos, persecuciones,
represiones y
genocidios a cargo de gobiernos utópicos. Quien lo afirme como
necesidad
histórica justificable en sus fines solo puede estar rematadamente
trastornado.
Porque, fuera del cinismo, nadie ha visto cumplidas las promesas y,
hasta
ahora, casi lo único que la utopía ha garantizado en todos los casos ha
sido el
totalitarismo, con su producción masiva de crueldad, muerte y
sufrimientos
inenarrables.
¿No
han existido siempre tiranías y gobiernos despóticos y opresores?
Ciertamente.
Pero los sistemas utópicos del siglo XX rompieron todos los moldes de
la
violencia política y bélica, levantaron Estados totalitarios,
fundados en
ideologías revolucionarias, es decir, en doctrinas especializadas de
facto
en la demagogia, que endiosan a «libertadores», dictadores hábiles en
manejar
una organización especializada en el engaño, el robo y el asesinato
selectivo
de conciudadanos, sobre todo los disidentes. No se puede implantar una
utopía
social sin un poder total sobre la sociedad, sin destruir toda
autonomía
personal. Toda utopía conduce indefectiblemente a implantar la tiranía.
La
historia del siglo XX demuestra sus aspectos más atroces. Basta evocar
los
procesos más radicalmente utópicos: el nazismo de Hitler, el comunismo
de Lenin
y Stalin, la «revolución cultural» de Mao, los campos de exterminio
marxista de
Pol Pot en Camboya, los genocidios en Yugoslavia y Ruanda. Y en el
siglo XXI,
el resurgimiento de Mahoma con el yihadismo islámico… Nada más
mortífero que la
utopía. Ahí están los 100 millones de víctimas mortales del comunismo.
O los
quizá más de 700 millones calculados para el islamismo a lo largo de su
historia.
El
engaño de los principios puros
Ciertos
utópicos, a menudo, proclaman principios
puros de buenismo (no a la guerra, la paz, el diálogo, etc.), pero
carecen
de un análisis de la realidad política, olvidan que los principios
puros forman
parte del impuro acontecer político. Y suele ocurrir que, en su pureza,
no ven
hasta qué punto están colaborando con el enemigo. Hitler hubiera estado
dispuesto a financiar el movimiento pacifista francés, que, durante el
gobierno
del Frente Popular en Francia, entre 1936 y 1938, influyó decisivamente
para el
debilitamiento de las fuerzas armadas de Francia, hecho que facilitó la
ocupación nazi en junio de 1940.
Sin
embargo, sigue siendo corriente esa mentalidad buenista, siempre
ignorante, incapaz
de ver los horrores y menos aún indagar sus causas. Cuando a esta gente
se les narra
la historia, replican que es una exageración, o algo completamente
absurdo,
increíble. Pero la realidad está ahí, no cabe negarla, ni dejar de
hacerse
preguntas sobre ella. Tal vez podrían servir de ayuda algunas buenas
películas de
guerra para entrever de qué se trata. Sería igualmente necesario
encontrar un
marco explicativo, verosímil al menos, dentro del cual comprender las
causas y pensar
cómo prevenir, si fuera posible en algún grado, futuras situaciones
trágicas como
las acontecidas, o aún peores.
La
promesa del cielo en la tierra condujo al infierno
La
teoría y la práctica ponen de relieve el vínculo inextricable entre dos
términos aparentemente contradictorios. Estos son, en primer lugar, la utopía,
definida como «representación imaginativa de una sociedad futura de
características favorecedoras del bien humano», o más bien como la
noción de
una sociedad o mundo ideal que estará libre de todos los conflictos
sociales. En
segundo lugar, el terror, definido como «método expeditivo de
represión
revolucionaria o contrarrevolucionaria», consistente en el uso
indiscriminado de
la violencia política, dirigido en particular contra civiles, como el
medio más
eficiente para transformar la sociedad.
El
pensamiento utópico es un rasgo que goza de un prestigio inmerecido. En
la
civilización occidental, lo vislumbramos ya en los tiempos clásicos,
como en la
obra La república de Platón. Durante la mayor parte de la
historia,
ideas aparentemente similares a las utópicas estuvieron conectadas con
la
religión, si bien en ella la forma ideal de vida que pone fin a los
problemas
humanos solo se contempla más allá de la muerte. Pero esta ambigüedad
cambió en
la edad moderna, al surgir el pensamiento secular y científico, que
asumió un
giro antirreligioso. Filósofos ilustrados muy conspicuos imaginaron
sociedades utópicas
en este mundo y los grandes jefes políticos y militares se lanzaron a
arrasar las
naciones para reconstruirlas desde los cimientos. El prototipo de época
puede
ser Napoleón.
El
término lo había acuñado Tomás Moro en su libro Utopía (1516),
que describe
una sociedad donde aparecen relaciones humanas ideales de signo
igualitario o
libertario, que más tarde llegarían a formar parte de los programas de
la
revolución francesa, el socialismo, el anarquismo, el comunismo. Todos
esos
movimientos revolucionarios preconizaban grandes ideas utópicas, con
una fe
ciega en que era posible el cambio radical de la sociedad e incluso de
la
naturaleza humana.
Quizá
las ideas no muevan la historia, pero la historia no se mueve sin las
ideas. El
determinismo infraestructural no pasa de ser una superstición que
enmascara un
utopismo voluntarista. Las condiciones materiales por sí solas no
bastan para
explicar, porque plebeyos y vanguardias se guían en la acción por las
interpretaciones que hacen de la realidad. En el arte culinario, por
ejemplo,
el cocinero tiene a su disposición múltiples ingredientes, alimentos y
condimentos, pero la comida que finalmente llega al plato dependerá de
factores
como el procedimiento de cocinado o la receta escogida: crudo, cocido,
asado,
frito, etc. Los pensamientos que anidan en la cabeza de las gentes son
los que proporcionan
la «receta» para su comportamiento social. Las ideologías sistemáticas,
las
mitologías violentas, las utopías prometeicas, las especulaciones
filosóficas
totalitarias, se construyen sobre cimientos dogmáticos. Y, mediante el
adoctrinamiento, son los dirigentes, en general personajes fanáticos, y
sus organizaciones
en el fondo irracionales los que conducen a las naciones al matadero.
Por
eso, cualesquiera que sean las circunstancias problemáticas, de ellas
no se
deduce linealmente la fórmula de su resolución. Esta se articula
conforme a la
elaboración interpretativa que se haga de la situación y según las
estrategias
que se crean adecuadas al fin pretendido, que siempre serán una opción
y una
apuesta incierta. El determinismo materialista invoca un fundamento,
presuntamente
basado en la realidad misma, material y «científica». Pero esta tesis,
cuya
única función estriba en prestigiar la propia idea, no pasa de
ser una interpretación
filosófica tan expuesta como cualquier otra, y seguramente más
dogmática.
Engels
arremetió contra el «socialismo utópico» al que contraponía el
«socialismo
científico» elaborado por él y Marx. Pero solo habría que esperar para
ver cómo
el socialismo científico, por la vía
del comunismo leninista, resultaba ser la utopía más mortífera del
siglo XX. Construyó
sistemas totalitarios, economías explotadoras y ruinosas, para
desembocar en el
hundimiento de la Unión Soviética, o el supercapitalismo de China.
No
obstante, todavía renquea la gran utopía del iluso Engels, que soñaba,
junto al
malvado Marx, con eliminar la familia, la propiedad privada y el
Estado. ¿Para
sustituirlos por qué? La práctica de Lenin dio la respuesta: para
producir una
masa de individuos sometidos y desquiciados, bajo el control castrante
de una dictadura
totalitaria, en un Estado policial. Porque, allí, el Estado no solo no
desaparece, sino que se apropia de los hijos de las familias y roba las
propiedades a sus dueños, impulsando una sociedad colmena, desprovista
de
humanidad. En todas partes donde la utopía llegó al poder, envileció a
la
multitud.
El
error fatal de Hegel y Marx
El
origen del disparate radica en la filosofía dialéctica de Hegel, base
teórica
del marxismo. Es una filosofía pretenciosa, dogmatizante y obsoleta,
por lo que,
consecuentemente, también está desfasada la de Marx y sus epígonos. No
es
admisible la postulación de una Idea, o una Materia,
que
precontenga la información de todo lo que llegará a manifestarse en el
tiempo
de la historia. Ni la evolución universal procede según el concepto de
la dialéctica,
mediante contradicción y superación de la contradicción en el seno de
la
Totalidad, algo que resulta absolutamente ajeno a la ciencia. Por
tanto, la
metafísica desde la que se interpreta la lucha de clases, o bien la
lucha de
identidades, de géneros, etc., carece de verdadero fundamento. Tampoco
hay leyes
de la historia que operen con total independencia de la libertad de
los
hombres. Ese dogma del determinismo histórico, que justificaba la
supresión de
las libertades y la implantación del utópico Estado totalitario,
intérprete
infalible y ejecutor inhumano de tales leyes, no es más que un
paralogismo hegeliano-marxista.
Las
luchas y las guerras por la implantación de las utopías han traducido
el
pensamiento utópico en trágicas catástrofes. Los Prometeos propagaron
por el
mundo sus ideologías totalitarias: el leninismo, el nazismo, el
fascismo, el
anarquismo. La fe ciega en sus ideas utópicas los llevó por voluntad
propia,
con entusiasmo, a masificar el terror para implantarlas y sustentarlas.
Pese a Karl
Mannheim, no hay verdadera distinción entre ideología y utopía, dos
caras de lo
mismo. Por otra parte, todas esas ideologías utópicas se erigen,
difunden y
operan funcionalmente como «religiones políticas», religiones
arcaizantes, por
cuanto exigen fe sectaria, entrega fanática y el sacrificio de chivos
expiatorios, con la expectativa de lograr mágicamente la decisiva
recompensa salvífica,
ya sea en la sociedad presente o para las generaciones futuras. No
sabían que
andaban por una vía muerta de la historia y que su utopía era solo un
espejismo. Daban la vida por ella. Mataron por ella. En el fondo, una
aberrante
teología política secular, según la cual la historia progresa mediante
el culto
a Moloc, que llaman revolución, en cuyo altar es preciso ofrendar
inmolaciones
masivas de humanos para obtener la liberación. Una forma repugnante de
canibalismo político.
El
marxismo después de muerto
Los
utópicos, a fuer de revolucionarios, no solo emplean la violencia, sino
que la
sacralizan y montan un sistema que la industrializa. Los grandes
complejos molturadores
de hombres tienen nombres terroríficos como Checa, Auschwitz (Alemania
nazi),
Gulag (Unión Soviética), Gran Salto Adelante (China comunista), Choeung
Ek
(Camboya de los jemeres rojos), Yodok (Corea del Norte).
Es
un hecho innegable que el marxismo se desintegró, ante el asombro del
mundo, con
el colapso de la Unión Soviética. Sin embargo, comprobamos que su
espíritu reverdece
aún en muchos nuevos adeptos, un tanto proclives a la necedad y al
fanatismo.
Conservan la esencia residual de lo que había caracterizado su praxis:
la
tendencia al totalitarismo, la autocracia de una mafia política, la
negación de
las libertades ciudadanas, el plan de socializar la miseria, el
espíritu
opresor y censor, y la mentira sistemática a las masas, ahora con el
señuelo de
nuevas utopías. Porque, ante todo, el discurso marxista-leninista fue y
es un
colosal montaje de mentiras, formuladas a base de racionalizaciones
deslumbrantes, defendidas mediante el doble lenguaje, difundidas en los
centros
escolares y mediante el control de los medios de desinformación.
Hoy,
la izquierda reaccionaria, sea cual sea la etiqueta que utilice, se
presenta
como gran defensora de la diferencia: claro que para
exterminarla, tan
pronto llegue al poder. En su trasnochado pensamiento «dialéctico»,
mediante
todo tipo de artimañas retóricas, se dedica a crear o promover
contradicciones de clase, de sexo, de religión, en la economía, la
política, la educación y hasta en la dieta y el lenguaje. Sus
organizaciones tienden
a ser las de un partido maniqueo, especializado en engañar a la gente,
que
trampea sin escrúpulos por la supremacía y que, en cuanto está en su
mano,
ilegaliza y destruye toda disidencia, liquida el pluralismo, suprime el
respeto
a los derechos individuales y pervierte el Estado de derecho. Su meta
es
levantar un orden socialista totalitario, donde planifica
aniquilar las
libertades, imponer la mentira y el terror, someter a toda la sociedad
a una
satrapía de miseria económica y política, intelectual y moral. Esta es
la
utopía del «hombre nuevo» ya experimentada, que fracasó en la antigua
URSS, o
en Camboya, pero que aún mantiene en pie su fracaso en China, Corea del
Norte,
Cuba, Venezuela, Nicaragua… Y que amenaza con extender su corrupción a
otros
países.
La
maldad intrínseca del utopismo
La
ensoñación utópica empieza por perder de vista, odiar y traicionar la
realidad
existente, mientras mitifica y legitima las fantasías que aspira a
imponer.
Pero hay que saber que la implantación de la utopía lleva siempre en la
recámara un programa de asesinatos y destrucciones. Porque no hay
utopía sin
violencia y crimen organizado. Más aún, ante todo, desde el principio,
la
utopía misma entraña un sistema de mentiras que intoxican y allanan el
camino
para justificar el sacrificio de inocentes, en aras de un plan iluso
indefectiblemente destinado al fracaso, como ha demostrado una y otra
vez la
historia.
La
revolución, una vez descontados los eufemismos utópicos, desde el punto
de
vista empírico social significa licencia para matar con buena
conciencia. Toda
revolución política levanta la veda para aniquilar a los adversarios
impunemente. En efecto, los revolucionarios entienden por «revolución»
la
generalización del terror en nombre de la respectiva utopía. Y llaman
«liberación»,
al sojuzgamiento de la sociedad bajo una mafia de doctrinarios sin
escrúpulos.
Conforme
con su mitología dialéctica y mesiánica, la constante de la llamada
izquierda consiste
en provocar división y enfrentamiento en todos los aspectos posibles,
con el
propósito de implantar una sociedad ideal, utópica, que traerán ellos,
los
puros y justos. Porque para lo que llaman «izquierda», los culpables
siempre
son otros, mientras ellos abanderan el «progreso». Ahora bien, la
realidad de los
hechos siempre desmiente la utopía, demostrando fehacientemente la
falsedad
consustancial al planteamiento.
Entre
nosotros, la gente de izquierda se ha vuelto inculta, farsante y
perezosa, pero
siempre dispuesta a romper la convivencia en interés de utopías de
última hora.
Para la historia de España, la «izquierda» liberal, anarquista,
socialista,
populista, ha sido, casi siempre, siniestra. En nuestros días, con su
utopismo
antisistema, continúa sembrando el país de mentiras, falsificaciones de
la
historia y fantasías disgregadoras. Prestan su apoyo táctico a
cualquier corriente
que agite un aire dictatorial sobre la sociedad, atropellando la razón
ilustrada y la sensatez: comunismo, islamismo, identitarismo,
nacionalismo,
etnicismo, racismo, indigenismo, multiculturalismo, fundamentalismo
climático,
ecologismo, animalismo, posmodernismo, relativismo, feminismo,
homosexualismo, pansexualismo,
transgenerismo, transhumanismo, fanatismo woke (puritanismo
ignorante
que censura y cancela), etc.
El
comportamiento típicamente utópico es bastante predecible. Parte del
autoengaño, conlleva un plan de expropiaciones y coerciones, con la
necia
ilusión de que de ello resultará la sociedad ideal, justa, igualitaria
y
perfecta, siendo así que tal perfección está vedada a la finitud de la
naturaleza humana. Pero el utópico, el progresista, el revolucionario
no quiere
saberlo, por lo que asume, como actor o como cómplice, el programa de
crímenes
que cree legitimados. Actúan sistemáticamente como acusadores y
sacrificadores:
siempre señalan a otros como culpables y presumen de propiciar la
justicia y la
paz mediante la liquidación o la sumisión de los «culpables». Es la
esencia de
la lucha de clases. Coincide con la esencia de la yihad mahometana.
Uno
desearía contener la degeneración moral y la decadencia democrática,
observables en las instituciones estatales y muchos de sus dirigentes,
aquejados
de corrupción política y sectarismo ideológico. Hasta los que se dicen
«laicos»
solo lo son ficticiamente, pues fungen a diario como clérigos de
ideologías,
mitologías y utopías dogmáticas, mendaces, que utilizan para restringir
o aniquilar
las libertades civiles de la gente. Cada vez más poseídos de laicismo
militante, los políticos izquierdistas
promueven
la fusión de los tres poderes del Estado, la persecución de toda
disidencia y
la pugna contra la tradición cristiana. Persisten en la obsesión
retrógrada por
imponer confesionalmente su utopía totalitaria.
Está
de sobra completamente ese pensamiento utópico que, en su delirio
antropológico,
llega al extremo de querer cambiar la naturaleza humana. Hay múltiples
vías éticas
y políticas para encauzar el futuro y mejorar la realidad existente,
sin
destruirla. Porque las utopías, al postular la planificación acabada o
la
transformación radical, van fatalmente destinadas a acarrearnos la
maldición.
No
busquemos escapatorias líricas al utopismo. Es ingenuo proyectarlo en
la poesía.
Tampoco la poesía salva, como algunos sueñan. No debe idealizarse.
Baste
recordar a Radovan Karadžić, en Serbia, poeta de un genocidio. También
ha caído
del pedestal Ernesto Cardenal y su comunidad de
Solentiname, debido al silencio de sus poemas mientras los
«revolucionarios»
cometían toda clase de atropellos y atrocidades contra la población,
contra los
indígenas, contra el «pueblo» en cuyo nombre decían actuar; mientras
liquidaban
las libertades políticas y los derechos del hombre. El resultado es que
la
senda de la teología de la liberación acabó apoyando la instauración de
dictaduras que todavía hoy perduran y oprimen. ¡Quizá por esa afinidad
utópica,
unas élites propensas al izquierdismo etílico, concedieron al poeta el
doctorado honoris causa por la Universidad de Granada!
Por
último, habrá que aclarar también que la utopía no se debe
confundir con
la profecía. Sería un grave error y una
distorsión decir
que los profetas proponen una utopía: los profetas bíblicos denuncian
la injusticia,
la falta de libertad y de amor a Dios y al prójimo. Por el contrario,
la
utopía, pretende diseñar un modelo acabado para el cambio total de la
sociedad,
con fórmulas arbitrarias que postulan un orden totalitario. Pero aún más erróneo es afirmar, como hacen
algunos clérigos, que el evangelio cristiano es una utopía. Ahí se
incurre en una
lamentable confusión o una manipulación inadmisible. Porque los
evangelios no
proponen una ciudad ideal, ni un sistema de gobierno, ni una economía,
ni una
Ley revelada al modo mahometano. Anuncian el mensaje del reino de Dios,
que,
aunque presente entre los creyentes, no es de este mundo. No constituye
una
utopía. No exige violencia. No legitima el terror.
Es
hora de abandonar la modernidad dogmática, a la que pertenece toda
utopía
prediseñada, y pronunciarse por la modernidad crítica, deliberativa y
tolerante. Hoy sabemos que el dogmatismo utópico no tiene fundamento y
que nos
hallamos confrontados a una ineludible incertidumbre. Porque, en lugar
de la
evidencia incuestionable de la verdadera utopía, es la certeza de
nuestros
límites lo que se nos impone para siempre, si bien queda la esperanza
de contribuir
a aliviar el sufrimiento evitable que pesa sobre las sociedades, las
personas y
la historia humana. Esto es algo absolutamente distinto de lanzarse con
la
pretensión de eliminar por la fuerza todo el mal y, con la ensoñación
de
edificar el «reino del hombre», justificar el sacrificio de millones de
seres
humanos alevosamente culpabilizados. Al final, solo se garantiza la
perdición
para todos, víctimas y victimarios. Nunca más ningún utópico podrá
alegar
inocencia. La utopía ha revelado su verdadera cara oculta, que es
intrínsecamente la aspiración al totalitarismo, insostenible sin el
terror.
No
nos engañemos esperando otra cosa. Nos lo describe bien el periodista
venezolano
Miguel Henrique Otero: «De eso trata el Estado de
terror en Venezuela: del miedo, de la
impotencia ciudadana, de la imposibilidad de ejercer los derechos
constitucionales, del pavor a que, en el momento más inesperado (...),
un
comando de encapuchados, con armas largas, vociferando y robando, sin
orden de
detención, llegue, te arrastre, te sustraiga de la familia y del mundo,
brutal
escena que da comienzo a la peor pesadilla». Un testimonio puntual, que
habrá
que multiplicar por millones y millones y millones, para evocar
levemente la
inmensa tribulación.
En
fin, el discurso utópico está construido a base de falsedades y
disimulos. La referencia
a la utopía solo sirve a la justificación del totalitarismo,
consistente en la dictadura
absoluta sobre la vida pública y privada de todos en todos los
aspectos. El
totalitarismo, laico solo en apariencia, es una forma doctrinaria de
teocracia,
que únicamente alcanza prestigio por la ocultación de su verdadera
naturaleza:
el terror.
Nota. El
historiador italiano Emilio Gentile (2001) formula una descripción
precisa, con
la que termino estas consideraciones:
«El
fenómeno totalitario puede definirse como una forma nueva, inédita, de
experiencia y poder político aplicada por un movimiento revolucionario
que
profesa una concepción integrista de la política, que lucha para
conquistar el
monopolio del poder y que, una vez conquistado por vías legales o
ilegales,
dirige o transforma el régimen preexistente y construye un Estado
nuevo,
fundado en el régimen del partido único y en un sistema policiaco y
terrorista
como instrumento de la revolución permanente contra los ‘enemigos
interiores’.
El objetivo principal del movimiento totalitario es la conquista y la
transformación de la sociedad, a saber, la subordinación, integración y
homogeneización de los gobernados, basándose en el principio de la
primacía de
la política sobre cualquier otro aspecto de la vida humana. Esta es
interpretada según las categorías, mitos y valores de una ideología
palingenésica, dogmatizada en forma de una religión política que
pretende
modelar al individuo y a las masas mediante una revolución
antropológica para
crear un nuevo tipo de ser humano dedicado exclusivamente a realizar
los
proyectos revolucionarios e imperialistas del partido totalitario. Se
trata de
fundar, a largo plazo, una nueva civilización de carácter supranacional
y
expansionista.»
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