Pensar la religión desde la modernidad crítica

1. El conflicto intelectual en materia de religión

PEDRO GÓMEZ





El estado de confusión intelectual en materia de religión

 

Al debatir sobre cuestiones de religión, queda siempre pendiente el ir decantando el significado de casi todas las palabras. Por esto mismo, quisiera llamar la atención sobre unas distinciones muy elementales que habría que grabar en la mente: no es lo mismo la Iglesia institucional que los fieles de la Iglesia; no es lo mismo la Iglesia católica o el catolicismo que el cristianismo; no es lo mismo el cristianismo que la religión; no es lo mismo una religión que otra. Por mucho que el cristianismo sea una religión, el catolicismo sea una iglesia cristiana y la jerarquía católica sea una parte de la Iglesia de Roma, no son escalas superponibles. Además, cada una de ellas puede manifestar históricamente una heterogeneidad interna enorme, según la época e, incluso en la misma época, en función del contexto. Y agreguemos una distinción suplementaria, la que se da entre los fenómenos religiosos como parte del sistema cultural y, por otro lado, los estudios que los toman como objeto de investigación. La importancia de estas distinciones estriba en que lo que se afirma de una cualquiera de esas instancias, con toda probabilidad, será inexacto, inadecuado y hasta erróneo con respecto a las demás. Es imprescindible, pues, en cada momento, delimitar y precisar lo más posible de qué estamos hablando, so pena de extraviarnos en una selva de confusiones, en vez de rastrear el camino del examen crítico.


En el panorama actual, no es infrecuente observar, en España, cómo numerosas producciones de tipo histórico, literario, artístico, cinema­tográfico y filosófico, con marchamo «progresista», aparecen cargadas de animosidad hacia la religión y, en particular, contra la Iglesia católica. Sociológicamente, es constatable que una actitud de recelo ante el cristianismo o ante la religión ha calado en amplios sectores de la opinión pública. Escojo unos ejemplos cotidianos, entre los incontables que pululan por todas partes.


El primero con el que me tropecé fue en una entrevista realizada a una señora, Soledad Sevilla, Premio Nacional de Artes Plásticas, con motivo de una exposición. Cuenta ella que está preparando una pieza sobre Teresa de Jesús. Destaca cómo la santa «se sobrepuso a lo que la rodeaba a través del misticismo». Luego expone una reflexión personal de apariencia profunda: «De hecho creo que toda mi obra es bastante mística, no religiosa. Se puede ser laico y místico» (El País, Babelia, 10-10-2015). Sin duda, estas frases serán significativas para la autora, pero, para la mirada crítica, denotan una confusión conceptual deplorable acerca de qué se entiende por religión y qué se entiende por laicidad. Al pronto, me suenan como si alguien quisiera convencerme de que juega al fútbol, pero que eso no es deporte; o que toca la guitarra, pero que eso no tiene que ver con la música, porque no usa partitura. Si adoptamos una mirada antropológica, carece de sentido situar la mística fuera del ámbito de la religión, máxime cuando se está evocando el referente de Teresa de Ávila.


Otro ejemplo lo encontré en un escritor galardonado con el Premio Cervantes, que opinaba en una tribuna abierta, titulada «Fe y razón». Con su peculiar estilo, el autor, Juan Goytisolo, denostaba la religión por su componente de irracionalidad. Allí, en efecto, rechaza la fe religiosa «con sus dogmas no sujetos a la razón», ve discutible «el grado de racionalidad de la fe», al tiempo que descalifica de plano las leyendas bíblicas, porque desafían a nuestra razón. Para ello, por ejemplo, ha asumido de hecho una interpretación literal y pueril del mito bíblico de la creación, hasta el punto de confundirlo con el «creacionismo», típico de ciertos medios protestantes de Estados Unidos, que es una teoría no científica contraria al evolucionismo neodarwinista (El País, 9 de agosto 2015). En cambio, nuestro escritor, en un artículo posterior, titulado «La condición humana», enaltece la literatura precisamente por dar cabida a lo irracional: «La obra literaria –novela o poesía– es una simbiosis de elementos ra­cionales e irracionales», que expresan los «fantasmas del yo profundo». De manera que «la lógica de la razón resulta irrelevante», ya que lo importante es poner de relieve el «lado oscuro del hombre» (El País, 10 de abril 2016). ¿En qué quedamos? La irracionalidad que primero era motivo de escarnio se convierte luego en clave del encomio. ¡Qué tratamiento tan discriminatorio en un caso y en otro!


Una muestra más de lo enmarañado del tema se ve en un artículo publicado en una revista de teología, donde una profesora universitaria de filosofía, la doctora María José Frápolli, interviene en el debate abierto por la revista acerca de la posibilidad de incluir los estudios de teología entre las titulaciones de la universidad pública. Su posición es declara­damente contraria y el principal argumento aducido sostiene que la disciplina teológica no satisface los criterios epistemológicos como ciencia que se les exigen a las demás ciencias, puesto que sus enunciados y dogmas no se atienen a los requerimientos de lo que los expertos entienden por «conocimiento», «verdad», «racionalidad» y «evidencia». El artículo, en consecuencia, concluye con un rechazo frontal de la teología en la universidad:


«La teología no puede pretender formar parte del currículum universitario como una ciencia con capacidad para entrar en diálogo interdisciplinar con otras ciencias. El diálogo y la interdisciplinariedad requieren similitud de estatus y la Teología no cumple los requisitos para ser considerada una disciplina científica. Un científico en el ejercicio de su profesión y un teólogo en el ejercicio de la suya no tienen nada de qué hablar» (Frápolli 2012: 462).


Si este último aserto lo tomamos en serio, dado que el artículo supone de hecho estar hablando con varios teólogos, entonces hemos de colegir que quien ocupa el lugar del científico no lo está haciendo en el ejercicio de su profesión… En cualquier caso, aparte la ironía, podemos estar de acuerdo en no admitir en la universidad materias que comporten alguna clase de adoctrinamiento confesional. Ahora bien, es dudoso que ese sesgo sea inherente a todo estudio teológico. Ciertamente no es ese el enfoque de los estudios de teología allí donde existen, como en prestigiosas universidades de Alemania, Gran Bretaña, o Estados Unidos.


Por otro lado, el desarrollo argumentativo resulta un tanto precario y falaz. Primero, porque evidencia escasa información acerca de las disciplinas teológicas y de lo que realmente se estudia en las facultades de teología. Segundo, porque parece poco serio acotar el sentido de lo que es la teología –según ella misma declara– a partir de una definición extraída del prólogo de un manual de teología sistemática (Webster 2007, The Oxford handbook of systematic theology), adscrito además a una orien­tación notablemente conservadora. Y tercero, porque esgrime una con­cepción epistemológica tan estrecha que apenas sirve hoy para las ciencias físicas, y pasa por alto el hecho de que los criterios epistemológicos de las ciencias físicas no pueden cumplirse en las ciencias humanas. Si fuera consecuente del todo, la autora tendría que preguntarse si la filosofía cumple los requisitos para ser considerada «disciplina científica», y si, de no serlo, debe permanecer en la univer­sidad pública… Por la misma razón habría que suprimir las carreras literarias, artísticas y jurídicas, dado que tampoco tienen estatuto de ciencia ni la literatura, ni el arte, ni el derecho. En definitiva, ese canon de cientificidad tan restrictivo, al que el mencionado artículo se adhiere, no es el adecuado para discernir sobre la cuestión planteada acerca de los estudios de teología.


Mirando atrás en la historia de España, en épocas pasadas hubo pensadores heterodoxos y no faltaron enemigos ideológicos y políticos de la Iglesia. Pero hoy encontramos no tanto un debate intelectual, sino más bien cierta tendencia irracional, partidista, que fomenta posicio­namientos ideológicos y políticos contra la Iglesia, el cristianismo y la religión. En algunos medios, no solo se hace profesión personal de ateísmo, sino que se crean asociaciones basadas en el programa de un laicismo ateo y militante. Solo lo describo brevemente. En lo teórico, suelen dar por descontada la impugnación de aquello que rechazan, coartada perfecta para conservar intacta la ignorancia. A través de sus querencias, se adivina que son epígonos tardíos de los mentores revolucionarios de los siglos XIX y XX. No se ha avanzado nada. Ya entrados en el siglo XXI, la nesciencia en materia de religión es algo tan bien repartido que lo comparten por igual izquierdas y derechas. Sin embargo, es una parte de aquellas la que destaca en un aspecto conflictivo: se ha propuesto, al parecer, recuperar como táctica política la tradición antirreligiosa, la misma que otrora incubó la persecución religiosa anticatólica en 1931 y entre 1936-1939 (desencadenada, como es sabido, por organizaciones socialistas, anarquistas y comunistas de entonces, categorizadas por algunos estudiosos como «religiones políticas» o «religiones de salvación terrestre», en expresión de Edgar Morin). Hoy estamos en otra época, pero existe un mecanismo que permanece: a la larga, los desenfoques teóricos tienen repercusiones prácticas. Y los conflictos de intereses realimentan distorsiones ideológicas. El riesgo subsiguiente es la patología social que deriva hacia el fanatismo ideológico, la siembra de odio y, en último término, la instigación al asesinato.

 

 

La confusión de ideas sobre religión se ha vuelto pandémica

 

En nuestros días posmodernos, el desapego respecto a las instituciones religiosas se expande, no solo en España, como excipiente de una mentalidad difusa, cuyas causas complejas seguramente requerirían una investigación más a fondo. El papel de la iglesia y del propio cristianismo se ha desdibujado en las sociedades occidentales «en crisis». De manera que la actitud y la autocomprensión con respecto a la religión en general y a las iglesias cristianas en particular aparecen afectadas por un pro­blema de etiquetado de las distintas posiciones, por un problema de clarificación e identificación personal y por un problema de definición conceptual y construcción teórica.


Puesto que la confusión de ideas en lo concerniente a la religión se halla, como todo, en vías de mundialización, proporcionaré un ejemplo sintomático, tomado de más allá de nuestras fronteras. Parece que también en otras partes resulta de buen tono desmarcarse de lo religioso. Hablo del modo de discurrir de un artista, Michelangelo Pistoletto, nacido en Italia, en 1933. A sus ochenta años, el veterano artista dice que prosigue su lucha contra el capitalismo consumista y que sigue comprometido en promover un cambio responsable en la sociedad. Entrevistado por El País (24 de octubre 2013), declaraba entre otras cosas:


«Siempre he sido muy sincero. Por eso, en mi trabajo he buscado la verdad. En lugar de creer en Dios, yo pienso. No puedo afirmar que exista o no, porque de eso se ocupa la ciencia. Como a casi todos, me gustan los cuentos de hadas, las leyendas, pero no son ciencia. Soy de los que creen que los artistas tenemos que ocuparnos de la humanidad, unir la ética con la estética.»


Además, sus palabras ponen de manifiesto que confía apasionada­mente en que la esperanza que nos queda es el arte:


«Creo en sus posibilidades [del arte] para hacer que el pensamiento evolucione y para mover las emociones. Pensamiento y emoción son la base de la espiritualidad en la que yo creo».


Aquí tenemos una preclara muestra de los malentendidos y confu­siones que abundan entre tanta gente, incluidos artistas e intelectuales, en relación con la religión y con la idea de Dios. Pistoletto contrapone «creer en Dios» y «pensar». Con respecto a la cuestión de la existencia de Dios, añade sin inmutarse que debe resolverla la ciencia. Ahora bien, esto último conlleva un error de grueso calibre, puesto que precisamente la cuestión de Dios es una de las que escapa por principio a la competencia de la ciencia, conforme a una concepción rigurosa del método científico. Después, el artista da a entender que la creencia en Dios pertenece a la categoría de los cuentos y las leyendas, que evidentemente no son ciencia. Sin duda, se le escapa que tampoco es ciencia la literatura, ni la música, ni las demás artes, ni la ética, ni la política, y a nadie se le ocurre descalificarlas.


El artista Pistoletto «piensa», pero, según lo que él mismo dice, el contenido de este pensar se manifiesta en creer que los artistas han de ocuparse de la humanidad uniendo ética y estética. Implica también, para él, creer en las posibilidades del arte para promover el pensamiento y la emoción humana. Y afirma finalmente que cree en una espiritualidad basada en el pensamiento y la emoción. No sería difícil demostrar que estas elevadas creencias en que él cifra su actitud espiritual constituyen de hecho el núcleo de una actitud religiosa. Pues, en el plano vital y pragmático, la diferencia entre religión y espiritualidad resulta tan sutil que me parece del todo insignificante.


Por ende, la fe bien entendida y el pensar bien entendido no solo no se oponen, sino que convergen, si es que no llegan a ser lo mismo. Lo que se opone a ambos, en el orden epistemológico, es el conocimiento científico, que es evidentemente fundamental e imprescindible, pero neutral con referencia a los valores. Estos son absolutamente necesarios para vivir, de tal manera que es en el terreno del valor y el sentido donde se juegan las verdaderas oposiciones subyacentes en las palabras de Pistoletto: buscar la verdad frente a la mentira y la ignorancia, la justicia frente al capitalismo voraz, la belleza que estimula la inteligencia y el sentimiento frente a la insensibilidad, la espiritualidad humanista frente al materialismo frívolo. Así descubrimos la fe imprevista del ateo Pistoletto. Suponer que la oposición radical está entre fe en Dios y ateísmo, entre creer y pensar, entre religión y avance de la humanidad delata ante todo la profunda confusión en que andan sumidas tantas personas que, por lo demás, pretenden ser y en buena medida son críticas. Más bien se trata de diferentes lenguajes –religioso, filosófico, estético, literario–, sin duda no científicos, pero abiertos a las apor­taciones de las ciencias. Y lo decisivo estriba en lo valioso que un lenguaje comunica, sabiendo que todos y cada uno de ellos pueden emitir tanto benéficos mensajes como mensajes dañinos para la humanidad, por lamentable que esto sea.


En fin, a la vista de lo que el artista dice que piensa, queda meri­dianamente claro que el «buscar la verdad» en su trabajo no se refiere en absoluto a la verdad del saber científico, sino a cierta verdad del arte. Esto significa que cabe alcanzar verdades específicas por vías distintas de la ciencia y, por tanto, siendo consecuentes, habría razones para aceptar que también sea legítimo buscar la «verdad» de la religión.


Es sintomática la manera subjetiva como individuos o grupos tratan de marcar las distancias: uno piensa que la suya es la religión verdadera y la de los demás, falsa o herética; otro cree que lo suyo es religión y lo de los demás, superstición; otro dice que lo suyo no es religión, sino filosofía, o que es espiritualidad, pero no religión; otro da por sentado que la propia visión es científica y todo lo demás puro oscurantismo. En fin, no digo que, en algún caso, estas apreciaciones no puedan ser ciertas, pero en general su validez objetiva está pendiente de demostración.


Así, pues, no es fácil salir del embrollo. Lo que para los prota­gonistas quizá, cuando son sinceros, constituye una verdad subjetiva evidente, cuando lo examinamos desde la mirada inquisitiva y crítica del investigador, antropólogo o filósofo, se revela con frecuencia, en realidad, como un complaciente autoengaño. Es uno de esos casos donde el progreso del conocimiento exige romper con las apariencias.

 

 

El argumento de los desmanes de la religión no es concluyente

 

Con mucha frecuencia lo que se aduce contra la fe religiosa son argu­mentaciones de orden práctico. Muchos ateos miran la religión a través de la lente de las barbaridades cometidas en su nombre, o abusando de ella, dejando fuera de foco todo lo demás. Esta crítica tiene fundamento en los hechos. Pero sus conclusiones solo serán verdaderas, en buena lógica, para el tipo de casos que están considerando. Extrapolar el veredicto negativo a todo el complejo fenómeno de la religión constituye una generalización distorsionada. Semejante táctica es equiparable a la contraria, y tan rechazable como ella, cuando se exponen solo las bondades asociadas con el comportamiento religioso, soslayando todo lo demás.


Algunos ateos convencidos dicen que han llegado a la conclusión de que Dios no existe al contemplar el panorama de las enormes atrocidades cometidas en nombre de Dios. Pero un argumento así solo tiene fuerza dando por sentada la afirmación de lo que niega en la conclusión. Es decir, tal como está formulado, encierra una paradójica contradicción, porque, si Dios no existe para el ateo, carece de sentido que este parta de la premisa de que esas atrocidades sean realmente atribuibles a Dios.


Habría que abstenerse de burdas simplificaciones que descalifican toda religión de manera lineal, al modo de Christopher Hitchens (2007), cuando identifica religión con teocracia y esta con fanatismo. Por lo demás, si queremos ser coherentes en la denuncia de las barbaridades, no podemos ocultar que también la razón filosófica y la investigación científica han promovido y legitimado comportamientos destructivos contra los seres humanos y contra la naturaleza, de manera equiparable, si no peor que la que se atribuye a los dioses más despóticos. Si ana­lizamos los acontecimientos históricos, debemos concluir que el ateísmo no ha acreditado un comportamiento más humanista, sino que, de hecho, ha estado íntimamente implicado en las colosales hecatombes producidas por los sistemas totalitarios del siglo XX.


El método de argumentación de los adalides ateos de estos últimos años, basado en el filtrado y la generalización de lo negativo, les conduce con demasiada frecuencia a ofrecernos un discurso plagado de paralogismos, sofismas y falacias. Del mismo modo que utilizan los desmanes perpetrados en nombre de una religión para rechazar de plano todo sistema religioso, no faltarían motivos para renegar de toda insti­tución humana. Por ejemplo, los execrables experimentos con humanos realizados en Auschwitz por el doctor Mengele, perpetrados en nombre de la ciencia, y los desarrollos teóricos puestos al servicio de la maqui­naria empleada en las masacres bélicas constituirían una prueba de cargo para la descalificación radical de la ciencia. Pero, para ser lógicamente coherentes, ante los hechos deplorables, la repulsa debe dirigirse hacia ese tipo determinado de ciencia, hacia ese tipo determinado de religión. De lo contrario, con un enfoque equivocado, acabaríamos postulando el absurdo de que todas las instituciones de la civilización son nefastas y deben ser abolidas.

 

 

La teoría de la mentalidad primitiva es demasiado arcaica

 

Otra estrategia elucubrada por algunos pensadores intenta trazar una línea demarcatoria que pretende confinar el pensamiento religioso en una fase arcaica, anterior, inferior y superada. Así, acusan a la religión de representar algo propio de la sociedad primitiva, una forma de pensamiento ilógico, una proyección ilusoria, una actitud infantil. A esto subyace un esquema típico del evolucionismo social decimonónico, hoy desacreditado por la investigación histórica y antropológica. El filósofo Auguste Comte, fundador del positivismo y la sociología, teorizó que había dos estados precientíficos de la humanidad, el mítico y el meta­físico, que habían sido superados por el científico positivo. Otro filósofo, Ludwig Feuerbach, describió la esencia de la religión como una proyección ilusoria que debería ser disuelta por la conciencia crítica racional. El inventor del psicoanálisis, Sigmund Freud, decretó que la religión era un rasgo de la personalidad infantil, contrapuesta a la madurez del adulto. El etnólogo Lucien Lévy-Bruhl tipificó la existencia de una mentalidad prelógica o primitiva, anterior al desarrollo del pensamiento lógico (aunque más tarde se retractaría de esa idea). En realidad, todos estos planteamientos, en apariencia tan verosímiles, cada uno a su modo, impedían comprender el fenómeno, al reducirlo arbi­trariamente a alguno de sus aspectos y al interpretarlo con una mirada peyorativa y un desprecio basado en una fatua superioridad intelectual y moral. Sin muchos matices ni verdaderas distinciones, tacharon al pensamiento simbólico de primitivo, ilógico, ilusorio e infantil, en lugar de esforzarse por entender su función y reconocer el hecho de que ambos registros cognitivos, empírico y simbólico, coexisten siempre, necesaria y simultáneamente, en la realidad humana. Una de las demostraciones más lúcidas en esta línea la encontramos en Claude Lévi-Strauss, cuando concluye que el «pensamiento salvaje», reputado falto de lógica, es tan lógico como el civilizado o científico:


«A la vez, se superaba la falsa antinomia entre mentalidad lógica y mentalidad prelógica. El pensamiento salvaje es lógico, en el mismo sentido y de la misma manera que el nuestro, pero como lo es solamente el nuestro cuando se aplica al conocimiento de un universo al cual reconocen simultáneamente propiedades físicas y propiedades semán­ticas. Una vez disipado este error de interpretación, sigue siendo verdad que, en contra de la opinión de Lévy-Bruhl, este pensamiento avanza por las vías del entendimiento, y no de la afectividad; con ayuda de distinciones y oposiciones, y no por confusión y participación» (Lévi-Strauss 1962: 388).


Y es que, a partir de una raíz común y de idénticos mecanismos fundamentales, se da un doble despliegue del pensamiento humano, presente tanto en las sociedades arcaicas como en las civilizaciones modernas. El pensador Edgar Morin, en su obra El método, analiza las características de estas dos modalidades: las del pensamiento mítico-simbólico-mágico y las del pensamiento racional-empírico-técnico. Según él, existe una unidualidad de ambos tipos de pensamiento. Por eso, «sería un grave error creer (y sin duda sería esto una creencia mítica) que el Mito ha sido expulsado por la racionalidad moderna»; el mito tiene que ver con los aspectos insondables de la vida y la muerte y con el misterio del ser; pero mana de la misma fuente, de «los principios fundamentales que gobiernan las operaciones del espíritu/cerebro humano» (Morin 1986: 183-184). «El pensamiento empírico/técnico /racional se polariza en la objetividad de lo real. El pensamiento mitológico se polariza en la realidad subjetiva» (Morin 1986: 186). Por tanto, hay que concebir a la vez la complementariedad y el antagonismo de los dos modos de pensamiento. El enfoque correcto no es que uno evoluciona a partir del otro, sino que se da una evolución histórica de cada uno de ellos, relativamente autónoma, a la vez que se inter­relacionan, unas veces potenciándose entre sí y otras en conflicto mutuo.


Con todo, es muy conveniente tratar con mayor detenimiento las críticas a la religión desde la filosofía, o mejor, por parte de algunos filósofos, así como las interferencias de la ciencia, o mejor, de algunos científicos en el problema y el debate acerca de la religión o sobre Dios, con el fin de clarificar su alcance y calibrar mejor la cientificidad de los planteamientos cientificistas, con el fin de poner en entredicho las extrapolaciones, que son siempre un abuso lógico ilegítimo.

 

 

La opción religiosa de los científicos resulta irrelevante

 

Otra línea de argumentación utilizada, con la idea de mostrar la oposi­ción entre cristianismo y ciencia, consiste en destacar el carácter cristiano de pensadores que han tenido conflictos con la ciencia. El recurso más socorrido es sacar de contexto el caso Galileo; y el más moderno, citar a los malhadados apologistas del «creacionismo». En cambio, no mencio­nan jamás la condición de cristianos de grandes figuras de la ciencia moderna: el mismo Galileo, Copérnico, Kepler, Descartes, Pascal, Leibniz, Newton, Linneo, Mendel, Maxwell, Lemaître, Heisenberg. No obstante, creo que ninguno de esos dos planteamientos es concluyente. No valen nada, ni a favor ni en contra. El argumento del ateísmo o el laicismo militante de unos científicos frente al teísmo o el cristianismo explícito de otros científicos constituye un argumento que se desmorona solo. Porque el salto epistemológicamente imposible entre el cono­cimiento positivo y la convicción de fe no se salva jamás a base de prestigio.


La pretensión es tan vana como esa pugna soterrada entre listas de egregios científicos, una recopilando a los que se declaran cristianos, otra a los que se dicen ateos. Las podemos encontrar fácilmente en la Wiki­pedia: List of christian thinkers in science, List of jesuit scientists, List of atheists in science and technology. No cabe un certamen más pueril, a ver qué bando congrega a su favor mayor número de eminentes cabezas. En realidad, una cosa no tiene nada que ver con la otra. La única conclusión sensata será reconocer la irrelevancia de la ciencia para ser buen creyente, lo mismo que la irrelevancia de la creencia o increencia para ser buen científico. La opción religiosa de un científico solo le compete y se vuelve significativa en cuanto persona. Dice el astrofísico Trinh Xuan Thuan:


«El objeto de mi investigación es la formación y la evolución de las galaxias, de las galaxias enanas concretamente; mi apuesta por un principio creador no afecta a lo que pueda encontrar. Mis inquietudes espirituales actúan en otros planos. Más que nunca, la ciencia me deja libertad» (Trinh Xuan Thuan 2008b: 55).


En consecuencia, desde el punto de vista de la epistemología, tene­mos que dejar al margen los aspectos que no entran en el enfoque, el objeto y el método de cada disciplina. Esto supone admitir como algo normal lo que cabe denominar «ateísmo metodológico» en las ciencias, en todas ellas, físicas, biológicas y antroposociales, entre otros factores de su demarcación. Y exactamente por las mismas razones teóricas por las que es preciso rechazar el «ateísmo cientificista», entendido como negación pretendidamente científica de la creencia en Dios. Esta pretensión antirreligiosa no puede darse más que como una posición filosófica, o una ideología, que, tan pronto como afirme ser científica, delatará su carácter anticientífico.