Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
2. El
conflicto
intelectual en materia de religión
PEDRO GÓMEZ
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Las
dudas iniciales sobre el
ateísmo militante
Hay
un
ateísmo
militante cuyos ataques pretenden parapetarse en diversos
frentes de las ciencias naturales. Sus protagonistas son físicos y
biólogos a
los que, al parecer, no les bastaba su fama de científicos. Si leemos
sus obras
más vendidas, en el fondo, tras la hojarasca, no aportan apenas
novedades a la
vieja polémica anticlerical que cobró auge a partir de los crasos
materialistas
de la tan deslumbrante como sombría Ilustración, sobre todo francesa.
El tipo de argumentación
que hoy encontramos entre los propugnadores de ese ateísmo resulta, en
general, excesivamente clásico, como
suele ocurrir también cuando leemos a sus oponentes apologistas de la
religión.
Unos y otros se hallan ahí atascados en interminables diatribas
arrastradas a
lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX, atrapados en añejos
planteamientos
obsoletos y aporéticos. Los críticos se afanan en agitar, una y otra
vez, las
mismas ideas en pro del ateísmo, en contra de la religión, sin ser
capaces de
escapar de un espacio conceptual hermético y plagado de equívocos. Por
si fuera
poco, casi nunca preservan la coherencia a lo largo de toda su
disertación, sea
una conferencia, un artículo, un libro, o un vídeo. Casi siempre
topamos con el
uso de términos sin aclarar, hechos sin documentar, presuposiciones
incorrectas
y tesis infundadas. En los casos en que hubo una polémica, el debate
en su
conjunto presenta hoy el aspecto de un edificio ideológico tan ruinoso
que uno
no sabe si merecería la pena intentar rehabilitarlo, o si sería más
prudente
salir corriendo para no perecer aplastado por el inminente desplome.
También en España, es
frecuente toparse con intelectuales, artistas y políticos que hacen
gala de
ateísmo, a través de acerbos o taimados ataques, caracterizados por la
falta de
un conocimiento básico sobre aquello de lo que hablan. Dejan constancia
de ello
en cátedras, artículos periodísticos, panfletarias películas o
creaciones
literarias. Podríamos escoger al azar algunos poemas de cierto
mediático poeta.
Lo tomaríamos en serio cuando presenta su poesía como expresión de una
«nueva
sensibilidad» programática. Pero tal sensibilidad, que acaso delate a
un lejano
epígono de Feuerbach, en la medida en que se adscribe a una visión del
mundo,
implica tácitamente una filosofía; más aún, en cierto modo, comporta
una
posición religiosa susceptible de análisis. Si nos molestamos en
analizarla,
casi siempre encontraremos que se trata de una religión de sustitución,
algo
rudimentaria, carente de reflexión sobre sí misma, en forma de adhesión
a un
ateísmo fruto del tópico y la pose militante más que del ejercicio de
la razón
crítica.
Los argumentos suelen ser
torpes y de corto alcance. Por ejemplo, todavía hay quien objeta que la
idea de
Dios no tiene otro significado que el «Dios tapaagujeros», entendido
como
seudoexplicación de lo que aún no explica la ciencia. Pero esto supone
desconocer
que, desde la antigüedad, se conceptualizó a Dios como «trascendente»,
no
alineable en el orden de las causas naturales. La cuestión radica en el
posible
sentido de una idea de lo divino, más allá de todos los huecos de
nuestra
ignorancia en el orden de las «causas segundas», que es el ámbito
propio de las
ciencias empíricas y su filosofía materialista.
A escala del universo, en
el plano astrofísico y cosmológico, una cuestión que habría que
dilucidar,
teniendo en cuenta las explicaciones de la ciencia en sentido estricto,
hasta
donde alcanzan, es la de si hay un «principio creador» (cfr. Trinh Xuan
Thuan
2008b, 2011). Este constituye el punto más fundamental del problema.
Pero
queda pendiente preguntarse también si se podrá prolongar el mismo tipo
de
respuesta en el plano de los seres vivos y de la «naturaleza» en todo
su
despliegue evolutivo, no reducida a sus dimensiones físicas. Más aún,
¿cómo
cabría relacionar el principio creador de la naturaleza con las
concepciones de
lo divino que se esfuerzan por vincularlo con la historia de las
sociedades
humanas? La emergencia de la conciencia y la cultura dan lugar a una
idea de Dios
que tiene que ver, más bien, con los principios éticos y con otras
dimensiones
de la vida humana, no decidibles empíricamente.
Ni la física ni la
biología tienen competencia metodológica para pronunciarse sobre lo
específicamente humano, es decir, sobre los sistemas culturales.
En la
naturaleza prehumana no hay lengua hablada, ni música, ni poesía, ni
arte, ni
política, ni rito, ni mito, ni ética. Tampoco hay religión en la
naturaleza
extrahumana. En esta no encontraremos idea de Dios, ni tampoco ciencia,
ni
filosofía. Porque solo los humanos introducimos todas estas
dimensiones,
posibilitadas por nuestra naturaleza humana, pero actualizadas solo en
virtud
de la cultura y de nuestra peculiar forma de pensar.
Entonces, si el cerebro y
la mente humana lo hacen posible, ¿estaría la clave de la religión en
la
biología de Homo sapiens? Sí y no.
Pues en ella lo humano se da como posibilidad, predisposición,
propensión.
Pero, justamente por eso, ahí tampoco se encuentra el lenguaje, el
arte, la
ética o la religión, sino en cuanto el sistema social los hace aflorar
y
desarrollarse. Solo en la sociedad humana es donde se elabora una
concepción de
Dios como «principio creador» y, más acá, como inspiración para
conformar el
orden social y dotar de sentido el universo biológico y cosmológico. De
todos
modos, aun partiendo de la cosmología, es siempre una afirmación
filosófica la
que postula un principio creador que
la trasciende. En el plano de la vida, quizá postule un logos
del código genético, o un telos
de la evolución biológica. Y en el plano de la evolución cultural,
quizá un theos histórico, como horizonte
posibilitador de la humanidad. Se trataría de referencias de nuestro
pensamiento a un mismo misterio, desde la perspectiva de los diversos
grados de
complejidad de lo real.
A fin de cuentas, ¿qué es
lo que pueden decir, en realidad, los cientificistas y los científicos
ateos en
nombre de su profesión? Solamente esto: que Dios no es objeto de las
ciencias,
que las ciencias no tienen nada que decir acerca de Dios. Esto me
parece evidente
para las ciencias físicas y biológicas, pero ¿qué pensar de las
ciencias
sociales y humanas? Estas se ocupan de estudiar los sistemas religiosos
y las
concepciones de Dios que se dan en las sociedades humanas, en cuanto
parte de
la cultura: describen su organización, sus diversas funciones, sus
implicaciones prácticas. Sin embargo, no tienen nada que juzgar en el
plano de
los valores: sobre la verdad última, la bondad o la belleza. Este tipo
de
juicios, por su propia índole, son ajenos al saber empírico o
científico;
pertenecen al ámbito filosófico. Cuando estas precauciones se olvidan,
encontramos el contrasentido de ciertos militantes ateos con un
comportamiento
tan dogmático que elevan su concepto de Razón o de Ciencia al rango de
ídolo,
al que veneran como rival de Dios, de manera que en la práctica están
rompiendo
con el estricto ateísmo que ingenuamente creen profesar.
La
internacional ateísta y sus oponentes
En
el
panorama intelectual occidental, desde el principio de esta centuria
XXI,
observamos una oleada de obras demoledoras contra «la religión»,
procedentes de
científicos y filósofos que militan en un neoateísmo
radical.
Entre los autores
más destacados: André Comte-Sponville y Michel Onfray en Francia;
Karlheinz
Deschner en Alemania; Richard Dawkins y Stephen Hawking en Gran
Bretaña;
Michael Shermer, Steven Weinberg, Christopher Hitchens, Sam Harris,
Daniel Dennett
y Lawrence M. Krauss en Estados Unidos. Estos últimos son promotores
de la
Alianza Atea Internacional, una federación mundial de organizaciones
de
propaganda a favor del ateísmo. Llama la atención que, paralela y
paradójicamente, en los mismos países y durante el mismo período, se
hayan
producido los mayores avances en los estudios sobre las religiones,
desde el
punto de vista histórico, filológico y antropológico social. Lo que
pasa es
que no hay la menor comunicación entre los prohombres de un bando y los
del
otro. Aunque a veces hay casos verdaderamente sorprendentes, como el
del
filósofo inglés Antony Flew, abanderado del ateísmo más combativo
durante
cincuenta años, que más tarde, en una entrevista de 2004, acepta la
existencia
de Dios, al menos en sentido deísta. Y en 2008, publica un libro
explicativo con
el título Dios
existe.
Observamos cómo apareció una
avalancha de libros que han atizado la guerra santa y sucia impulsada
por el nuevo
ateísmo.
En el trasfondo, claramente en varios de los autores, la fuerza de su
motivación proviene del terror, el trauma y la exaltada indignación
producidos
por los ataques perpetrados en nombre del islam, el 11 de septiembre de
2001,
contra las Torres Gemelas de Manhattan, en Nueva York, y contra el
edificio del
Pentágono, en Washington. Enumeraré solo una sucinta selección de esas
obras en
orden cronológico de publicación:
–
En
2001:
Steven Weinberg, Plantar
cara. La ciencia y sus adversarios culturales.
–
En
2002:
Michael Shermer, Por
qué creemos en cosas raras.
–
En
2004:
Sam Harris, El
fin de
la fe. Religión, terror y el futuro de la razón.
–
En
2005:
Michel Onfray, Tratado
de ateología. Física de la metafísica.
–
En
2006:
André Comte-Sponville, El
alma del ateísmo. Introducción a una
espiritualidad sin Dios. Richard Dawkins, El
espejismo
de Dios. Daniel Dennett, Romper
el hechizo. La
religión
como fenómeno
natural. Sam Harris, Carta
a una nación
cristiana.
–
En
2007:
Stephen W. Hawking, La
teoría del todo. El origen y el destino del universo.
Christopher Hitchens, Dios
no existe. Lecturas esenciales para el no creyente. Y
del mismo autor: Dios
no es bueno. Alegato contra la religión.
–
En
2010:
Stephen W. Hawking (y Leonard Mlodinow), El
gran diseño.
–
En
2012:
Lawrence M. Krauss, Un
universo de la nada.
Por Internet circula un vídeo
emblemático, que registra una inefable conversación entre cuatro de
esos
próceres del ateísmo: el escritor y periodista angloamericano
Christopher
Hitchens, el neurocientífico y filósofo norteamericano Sam Harris, el
biólogo
evolutivo británico Richard Dawkins y el filósofo de la ciencia
estadounidense
Daniel Dennett. Al unísono, durante casi dos horas, se lamentan de la
actitud
de los creyentes a los que acusan de cerrazón dogmática, de infundadas
creencias, de susceptibilidad ante cualquier cuestionamiento de la fe.
A estos
sabios les parece evidente que las religiones como tales están
profundamente
equivocadas. Para Dennett, por ejemplo, constituyen un cúmulo de trucos
circulares que delatan que no es una forma de pensar válida. ¿Qué
objetar?
Es perfectamente legítimo que
cuestionen el dogmatismo, la superstición, el autoengaño, el
oscurantismo, el
dualismo. Es encomiable la salvedad de algunos, que desean rescatar
determinados elementos de la tradición religiosa, como los logros
estéticos,
como lo espiritual y lo místico (Harris), como la experiencia de lo
numinoso no
sobrenatural (Hitchens). Pero, en sus pontificales discursos, no queda
mínimamente claro, ni aclaran en ningún momento, qué significados están
implicando cuando hablan acerca de religión, Dios, sobrenatural,
creyente,
etc. Prácticamente dan por buenas y representativas las opiniones
vulgares,
indoctas y fundamentalistas, sin ruborizarse al reconocer, como hace
Dawkins
explícitamente, que han soslayado toda confrontación con los
especialistas en
teología y en historia de las religiones. Esperemos que no hagan lo
mismo
cuando trabajan en sus respectivas disciplinas científicas.
Para ser equitativos, poniendo un
contrapeso en la balanza, debemos dejar constancia de que hay otros
científicos de primera fila plenamente convencidos de la compatibilidad
entre
ciencia y religión, y que han escrito en defensa de esta tesis, a veces
entrando en polémica con sus colegas del bando ateo. Entre los libros
más
significativos, cabe destacar: Stephen Jay Gould, Ciencia
versus religión.
Un
falso conflicto (1999); Francis S. Collins, ¿Cómo
habla
Dios? La evidencia científica de la fe (2006); Trinh Xuan
Thuan, La
melodía
secreta (1988), El
cosmos y el loto.
Confesiones de un
astrofísico (2011), Deseo
de infinito
(2013).
Por ejemplo, con respecto al
concepto de la divinidad, Trinh Xuan Thuan, que postula la existencia
de un
principio creador del universo (evidentemente no en cuanto científico),
se
declara budista no ortodoxo al añadir: «Creo que el principio es
consciente. Ha
querido crear un universo que tenga un observador. Esta es la razón por
la cual
nuestro universo ha sido regulado para evolucionar de la forma que lo
ha hecho»
(Trinh Xuan 2008b: 41). Esto incluso lo acerca a una concepción
personal de
Dios, pues, si el principio creador es consciente, si es inteligente y
libre,
entonces tiene las características de la persona, como mínimo.
Por otro lado, en las
antípodas de la internacional ateísta, encontramos también
asociaciones que se
le oponen, como la International Society for
Science and
Religion, que tiene su sede en Reino Unido (https://www.issr.org.uk/).
Y la
Sociedad Española de Ciencias de las Religiones (https://secr.es/)
Merecería la pena afrontar con todo
pormenor las razones y las pruebas esgrimidas por los contendientes en
la
controversia que atraviesa las publicaciones de uno y otro bando. Pero
tal
objetivo excede con mucho la tarea emprendida en esta exposición. Por
eso, voy
a limitarme a deliberaciones de carácter más general, comenzando por
una
especie de prolegómenos dirigidos a desbrozar los enfoques implícitos,
las
estrategias puestas en práctica y los presupuestos teóricos
subyacentes. Se
trata de contribuir en lo posible a disipar las confusiones más comunes
entre
conceptos pertenecientes a distintos niveles descriptivos, entre
lenguajes no
conmensurables, como lo son el de la explicación científica y el de la
significación religiosa. Será imperativo deslindarlos con toda
precisión,
aunque sea compendiosamente, antes de preguntarnos por la eventual
interacción
entre ellos y el modo de plantearla correctamente.
La
crítica por parte de algunos físicos: el ateísmo de
Hawking
La
confrontación teórica se planteaba tradicionalmente entre razón
y fe
(siglos XIX y XX), con un sesgo sobre todo crítico-filosófico. En los
últimos
decenios, en cambio, el planteamiento se hace en términos de oposición
entre ciencia y religión,
en forma de beligerancia pretendidamente científica de ciertos
físicos,
biólogos y otros pensadores en una batalla sin cuartel contra toda
religión.
El físico teórico Stephen
Hawking sostiene que «la existencia de Dios es una cuestión válida para
la
ciencia»; más aún, asegura: «no se me ocurre ningún otro misterio tan
importante y fundamental como qué o quién creó y controla el universo»
(para
esta cita y las siguientes, véase el vídeo documental El
gran diseño. 3. ¿Creó Dios el universo?, 2011). Así que
considera que la ciencia es competente también en asunto de misterios,
pero a
la vez piensa que, en realidad, el universo no es tan misterioso.
Afirma que el
universo no es más que una gran máquina gobernada por los principios y
las leyes
de orden físico. Como estas leyes las puede comprender la mente humana,
razona,
entonces el universo queda perfectamente explicado.
Hasta aquí, parece claro
que Hawking tiene la idea de que Dios se concibe como una explicación
alternativa y rival frente a las leyes de la naturaleza, de manera que,
dado
que las leyes lo explican, está de sobra la «hipótesis» de Dios. A mi
entender,
el planteamiento de Hawking resulta bastante desenfocado. El argumento
es
falaz. Nos dice: «Creo que el descubrimiento de estas leyes ha sido uno
de los
mayores logros de la especie humana, y que son estas leyes como ahora
las
conocemos las que nos dirán si es o no necesaria la figura de un Dios
para dar
sentido al universo entero» (Hawking 2011). Y agrega: «Las leyes de la
naturaleza son la descripción de cómo las cosas funcionan en el pasado,
presente y futuro»; pues «ellas gobiernan todo lo que sucede». Si nos
fijamos,
ahí concurren varias suposiciones metodológicamente cuestionables y, a
mi
juicio, del todo erróneas:
–
Que los misterios son
objeto
científico.
–
Que Dios opera como un
factor
inmanente, del mismo orden que las leyes naturales.
–
Que la religión pretende
ser
una alternativa a la ciencia.
Es
muy
cierto
que la ciencia hace comprender cómo
funciona el universo. Ninguna objeción, cuando nos cuenta la historia
de descubrimientos
científicos que explican fenómenos naturales. Pero esto apenas ofrece
una
sumaria historia de la física, que simplemente muestra que ahora
conocemos
mejor nuestro mundo. Falta una reflexión epistemológica sobre el
alcance y los
límites de este conocimiento, para no mezclar confusamente la cuestión
de la explicación,
propia del saber empírico o científico, con la cuestión del sentido,
del origen y fundamento,
propia de la filosofía.
En efecto, las leyes
físicas describen la estructura y el funcionamiento de cuanto acontece
en el
universo, pero esto presupone que el universo existe y el tiempo se ha
puesto
en marcha. Es contradictorio pensar que las leyes físicas sean
anteriores al
universo, porque las leyes son siempre las de un sistema dado y no le
preceden
ni existen al margen de él. Preguntar por el origen del universo es
exactamente
lo mismo que preguntar por el origen de las leyes que lo rigen. Las
leyes son
inseparables del comportamiento del sistema cósmico, de cuya realidad
depende
su existencia, por lo cual no es lógico pensar que sean su origen
(salvo que se
adopte una concepción platónica, nada científica). La mayoría de los
entendidos
suelen convenir en que el origen absoluto, la verdad última, cae fuera
del
alcance de cualquier teoría que deba contrastarse empíricamente. Por
tanto, si
la pregunta última por el origen del universo no puede tener una
respuesta
científica, es que no constituye una pregunta científica.
El conflicto entre ciencia
y religión expuesto por Hawking lo crea él mismo, con su platónica
concepción
de las leyes naturales y su errónea idea de milagro (entendido como
transgresión de las leyes de la naturaleza por parte de Dios). El
autor exhibe
su gran dominio de la física, pero también su precaria pericia
filosófica.
Desde Galileo, la ciencia moderna ha ido explicando cada vez más el
mundo.
Nadie lo duda. Pero añadir que «cuantos más descubrimientos se hacían,
menor
era la necesidad de un Dios» y, por ello, «la ciencia ofrece una
alternativa a
la religión», supone dos implícitos. Primero, la obviedad de que las
ciencias
positivas en su trabajo no requieren en absoluto un factor espiritual,
como es
Dios, igual que no necesitan la música de Mozart, la pintura de Goya, o
la
poesía de Juan Ramón Jiménez. Segundo, el erróneo dogma de que la
ciencia puede
sustituir a la religión, cuando se trata de verdadera religión, puesto
que
tienen vías y fines heteróclitos, y ninguna está autorizada a suplir a
la otra
en su específico magisterio (cfr. Gould 1999).
Hawking expone otra
variante del argumento, en clave de convergencia entre la teoría de la
gran
explosión y la mecánica cuántica, que, según él, bastarían para dar
cuenta del
origen del universo. Pero es patente que lo que estas teorías explican
es lo
que acontece ¡una vez producida la explosión inicial y establecido el
sistema
cuántico con sus propiedades características! Evidentemente, ¡una vez
iniciado
ya el espacio-tiempo! Pero era precisamente por el origen de este por
lo que
preguntábamos, puesto que el universo no estuvo ahí desde siempre, sino
que
tuvo inicio. No satisface, por tanto, afirmar que «el origen del
universo fue
un suceso cuántico» (Hawking 2010: 150), porque no podía haber
acontecimientos
cuánticos hasta que hubiera universo, dado que lo cuántico pertenece a
él; el
mismo vacío cuántico es parte de este universo. Las fluctuaciones
primigenias
en el microscópico vacío cuántico requieren la existencia de este
vacío,
dotado con tales virtualidades.
Si, al decir de Hawking,
el universo tiene solo dos ingredientes, la energía y el espacio,
«creados de
forma espontánea como consecuencia del Big Bang», nos falta saber de
dónde
proceden. Una respuesta posible afirma la creación por Dios, esto es,
sostiene
la procedencia desde una realidad distinta del universo, un principio
creador,
un fundamento absoluto, o como queramos llamarlo. Otra respuesta, por
la que se
inclina Hawking, sostiene que hay una explicación según la cual el
universo se
crea solo, de la nada; una nada explicable científicamente en términos
de
«energía negativa» en cantidad equivalente a la energía positiva, ambas
producto del Big Bang. De modo que entre las dos suman cero. El
universo pudo
surgir sin necesidad de ningún tipo de energía, por lo que «es posible
que nada
causara el Big Bang». Y esta sería la razón para postular que «no es
necesario
un Dios para crearlo». Ciertamente el argumento resulta especioso y
esotérico.
Y manipula un significado equívoco del término «nada».
Hawking arguye que,
teniendo en cuenta que el universo al principio era más pequeño que un
protón,
se le puede aplicar la teoría cuántica. En el mundo subatómico es
posible crear
algo a partir de la «nada», llamando así al vacío cuántico, en el que
aparecen
al azar partículas de energía, aunque sea durante una brevísima
fracción de
tiempo. Esto lo explican las leyes de la mecánica cuántica. De este
modo, el
universo pudo haber aparecido de la «nada», conforme a las leyes de la
naturaleza y, por consiguiente, hay una explicación científica del
nacimiento
del universo. Este razonamiento hawkinguiano me parece falaz, pues da
un salto
ilógico. Lo que ocurre en el mundo subatómico supone que el mundo
subatómico
está dado ya ahí. Y la cuestión es precisamente la de la aparición del
sistema
donde operan las leyes de la cuántica. Mientras no hay universo no hay
tampoco
mundo cuántico, así que difícilmente puede este explicar aquel. Si no
hay
universo, no hay leyes de la naturaleza. Si no hay realmente nada en
sentido
estricto, tampoco hay la «nada» del vacío cuántico.
El punto crucial de que
las leyes cuánticas dieron lugar al Big Bang presenta una formulación
inaceptable, porque no hay leyes antes de la explosión primigenia, sino
que
esta instaura la realidad del orden cuántico; ni siquiera se puede
hablar de un
«antes» antes de que el tiempo empezara a correr. Hawking nos recuerda
que
espacio y tiempo están entrelazados y que, en el interior de un agujero
negro,
el tiempo se detiene y no existe, y a continuación concibe que eso es
lo que
habría pasado al principio del universo, que habría nacido como de un
agujero
negro. Pero caigamos en la cuenta de que un agujero negro es una
realidad
cósmica. Dice: «el papel que juega el tiempo de la creación del
universo es, a
mi entender, la clave que nos permite descartar la necesidad de un Gran
Diseñador y que evidencia que el universo se creó a sí mismo». Pero, si
ese
«tiempo» precede al inicio, entonces no forma parte del cosmos. Tan
solo es
posible conocer científicamente el universo ya creado y el tiempo de su
evolución.
Los
límites
infranqueables de
la cosmología
Imagina
Hawking que el universo estaba contenido en un
punto como un agujero negro infinitamente pequeño e infinitamente
denso, sin
tiempo ni espacio. Pero donde no hay espacio ni tiempo, no hay
realidad, al
menos según el concepto de la realidad cósmica. Por el contrario, los
agujeros
negros son astros de este universo, algo radicalmente distinto de ese
no
tiempo, no espacio, no universo, cuyo carácter queda como
incognoscible, por
cuanto sería eterno, inmaterial, transcósmico. Muy parecido a cierta
idea
filosófica de la divinidad, sobre la que solo cabe pensar –y es lo que
en el
fondo hace Hawking– mediante comparaciones metafóricas, extrapolaciones
y
especulaciones metafísicas, pero no proponer explicaciones científicas,
porque
solo hay ciencia de este mundo y sus leyes inherentes.
Puesto que no había ni
tiempo ni nada antes del Big Bang, el universo no se debe a ninguna
causa,
según Hawking, dado que no existía ningún tiempo en el que una causa
pudiera
actuar. Evidentemente no podría tratarse de una «causa» en el mismo
sentido de las
causas que operan inmanentemente en el cosmos. Hawking lleva razón en
negar que
Dios sea una causa al modo de las leyes naturales y que intervenga en
los
procesos del tiempo cósmico al modo de estos procesos. Es algo afirmado
por la
filosofía más clásica que Dios no es un factor del mundo (Tomás de
Aquino,
Kant). Pero ¿acaso tiene lógica explicar
el comienzo del universo por unas «leyes de la naturaleza», por fuerza
inexistentes con anterioridad al propio universo, con el cual nacieron
y
evolucionan? ¿Acaso las aún inexistentes leyes de la naturaleza se
causaron a
sí mismas, y el tiempo se inició a sí mismo sin existir aún? De ahí lo
infundado de la conclusión de Hawking, cuando dice: «para mí, esto
implica que
no hay ninguna posibilidad de que haya existido un creador. Ya que no
había el
tiempo necesario para que este creador pudiera existir», «para que un
supuesto
Dios pudiera crear el universo». Lo que no había, con certeza, en
ausencia de
mundo, son leyes de la naturaleza que nos proporcionen la respuesta
buscada
sobre el origen… de ellas mismas. Así que lo que se descubre, al
explicar
científicamente de qué forma las leyes de la naturaleza actúan sobre la
masa y
la energía del universo desplegando un proceso que llega hasta nuestra
especie,
no nos descubre nada acerca del inicio del tiempo cósmico en cuyo seno
todo
viene aconteciendo.
Una última tentativa
hawkinguiana por librarse del «problema de que el tiempo tenga un
comienzo»
(Hawking 2010: 154) y así soslayar los problemas planteados por el
inicio
contingente del universo consiste en compararlo con el problema del
borde del
espacio. Del mismo modo que el espacio no tiene borde, el tiempo no
tendría
inicio. Pero existe una diferencia ineludible: desplazarse por el
espacio es
reversible, mientras que la irreversibilidad de la flecha del tiempo
se impone
a la física. Más aún, la comparación está mal enfocada, pues lo
pertinente
sería comparar el paso del no espacio al espacio y el paso del no
tiempo al
tiempo. Y en este sentido, tanto el espacio como el tiempo cósmico
tienen un
comienzo.
Hawking concluye que la
pregunta sobre si Dios creó el universo no tiene sentido. Y
efectivamente, no
tiene sentido físico, puesto que la
ciencia física no tiene en absoluto explicación para el instante
constitutivo
del universo. Desde un punto de vista físico, tan gratuito es afirmar
«nadie
creó el universo» como lo contrario. Dejando aparte la referencia a la
creación
del mundo, solo cabe decir que no hay Dios en la naturaleza física,
pero
tampoco hay en ella humanidad, ni belleza, ni bondad, dimensiones
desconocidas
para las ciencias naturales. Y, no obstante, donde estamos viviendo es
en eso
que físicamente no existe.
Si se llegara a formular
una única ecuación física que lo explique todo, lo dejará casi todo sin
explicar, porque habrá aplastado la diversidad de lo real, hasta
reducirla a
una dimensión única y ciega para la vida y la conciencia. Además, tal
«teoría
del todo» se funda en un concepto de determinismo que en buena medida
es
incompatible con lo que hoy muestra la física de los sistemas
complejos. Cuando se parte de un planteamiento
equivocado del
problema, quedan pocas probabilidades de llegar a una solución
acertada. Y, ahí
podemos comprobar que el planteamiento comporta un sesgo ideológico
influido
por el declarado ateísmo personal del autor (cfr. Soler Gil 2008:
74-90).
A partir de 2004, el
cosmólogo comunica públicamente que renuncia a la búsqueda de la gran
teoría
unificada, no cree ya en una única ecuación universal, y apela al
teorema de
incompletitud del matemático Kurt Gödel. De ahí que apueste por la teoría M, como la teoría más
fundamental, al mismo tiempo que sostiene que «podría ser que para
describir el
universo tengamos que emplear teorías diferentes en situaciones
diferentes»
(Hawking 2010: 135).
Ninguno de esos cambios de
opinión afecta al hecho de que resulta vana e infundada la pretensión
de que la
ciencia física posee competencia para «decidir sobre la existencia de
Dios»,
entendiendo aquí por Dios el principio creador que habría dado la
existencia al
inexplicable origen inaugural del universo, a sus sistemas microfísicos
y
astrofísicos, a sus leyes, evoluciones y emergencias.
Ahora bien, por mucho que
el físico pueda profundizar teóricamente, a mi juicio, nunca escapa a
un cortocircuito
intelectual, cuando se lanza a especulaciones sobre el origen.
Incurre
persistentemente en una petición de principio, porque toda explicación
requiere
que esté ya dado lo que se pretende explicar, a saber, el
acontecimiento de la
gran explosión, el que este universo sea ya un hecho y sus leyes –solo
entonces– den cuenta de lo que ocurre. La pregunta sigue en pie: ¿qué o
quién
desencadenó el proceso, el primer instante? ¿Qué pudo originar la
«espontánea»
creación del universo? La idea de creación alude a algo que está en el
origen
del tiempo, de las constantes físicas, las fuerzas fundamentales y las
condiciones iniciales del universo. Frente a la interpretación de un principio creador, solo cabe la
interpretación de un azar
inexplicable. Ninguna de las dos tesis cuenta con demostración empírica
posible. Ninguna es objetivamente más concluyente que la otra. Ambas
caen fuera
del alcance de la física: «la ciencia es incapaz de decidirse entre
estas dos
propuestas. Ambas son tan probables como imposibles de verificar»
(Trinh Xuan
Thuan 2008b: 37).
Una objeción metodológica
análoga hay que oponer a las especulaciones acerca de la teoría más
fundamental, la teoría M (Hawking
2010: 14, 134-136), que implica un multiverso. Puede concebirse un
multiverso
que comprenda todas las «historias alternativas» de distintos universos
posibles, con las casi infinitas combinaciones diferentes de leyes
físicas.
Esta idea está tomada de la «suma de historias» de Richard Feynmann,
que se
refiere a las partículas existentes en este universo, por lo que
extrapolarla a
un «multiverso» supone un salto fantasioso, sin justificación ni
verificación
posible. De hecho, se admite que jamás tendremos noticia de la realidad
de ese
multiverso un tanto platónico. En último término, de una posibilidad
matemática
pensable no se sigue necesariamente que tenga que ser real. Por
consiguiente, argumentar
que una multitud de universos son posibles, pensables, luego existen,
no pasa
de ser un sofisma en toda regla.
Tal
concepto
de multiverso infinito, sorprendentemente,
se asemeja demasiado a la idea medieval de Dios, ahora en versión
matemática,
definido como «el ser a cuya esencia pertenece la existencia». Por otro
lado,
extrañamente, las propiedades de las leyes físicas parecen calcar los
atributos
tradicionales de la divinidad: son universales, absolutas,
intemporales,
omnipotentes, omniscientes (Trinh Xuan Thuan 2000: 69). Quizá no sea
sino un
tardío intento de reedición de los infinitos mundos de Giordano Bruno y
del
argumento ontológico de Anselmo de Canterbury y René Descartes. Es
llamativa la
propensión idealista de esa única candidata a teoría completa del
universo, la teoría M, matemáticamente
autoconsistente, pero pensada como una ficción, verificable solo en la
ínfima
porción coincidente con las «leyes aparentes» de este universo nuestro,
e
infalsable en todo lo demás.
La hipótesis de que el
universo que conocemos «puede ser explicado por la existencia de miles
de
millones de universos» (Hawking 2010: 186) probablemente no pase de ser
una
fantasmagoría, dado que por principio es inaccesible a la observación.
Semejante «existencia», de todo punto inverificable, constituye una
aseveración
tan metafísica como la afirmación teológica de un creador, pero uncida
aún a
la ilusión de su carácter físico. Las leyes naturales, una vez dadas
ahí, en
cuanto tales leyes tienen tan poca necesidad del concepto de multiverso
como
del concepto de Dios. Además, la existencia no se justifica por ninguna
ley
antecedente, sino que, al revés, las leyes se justifican por la
existencia de
sistemas que mantienen un determinado comportamiento que
los investigadores son capaces de observar, medir, describir y,
finalmente, formular
en forma de ley.
El ateísmo cientificista,
o cientificismo ateo, con su abusiva pretensión de que la ciencia
moderna
posee respuesta para todo, se desliza inconsistentemente hacia otra
forma más,
y peor fundada, de aquel orden de creencias que rechaza. Cuentan que,
en 1927,
en una conferencia sobre la visión de Einstein y de Plank con respecto
a la
religión, el físico Paul Dirac arremetía como ateo militante contra los
mitos
religiosos, por ser falsos y faltos de fundamento. Entonces, Wolfgang
Pauli
intervino bromeando: «Bien, yo diría que nuestro amigo Dirac tiene una
religión
y el primer mandamiento de esta religión es: ‘Dios no existe y Paul
Dirac es su
profeta’» (citado en la entrada List of
atheists in science and technology, en la Wikipedia en inglés).
En definitiva, ninguna
explicación científica constituye el instrumento adecuado para tratar
el
problema teológico. No es cierto que todas las preguntas tengan
respuesta
«dentro del reino de la ciencia» (Hawking 2010: 194). Ni la cosmología
ni la
teoría de la selección natural alcanzarán conocimientos determinantes
para la
postulación de Dios, como tampoco para la recusación de su existencia.
Cualquiera de las dos apuestas puede ser compatible con la teoría
científica.
Pretender otra cosa no pasa de ser una grave transgresión
epistemológica, es
decir, un craso error de planteamiento, o fruto de malevolencia. En
último
término, supone desnaturalizar el método científico en aras de una
opción filosófica
(que, a diferencia de las hipótesis verdaderamente científicas, nunca
cabe verificar
ni falsar). Lo cierto es que el asunto de Dios y la espiritualidad se
encuentran en otro plano, como están en otro plano de experiencia de la
realidad la emoción estética, el lenguaje simbólico, la valoración
ética, la
estrategia política. En el clímax de su obra El gran diseño,
el autor recalca que los conceptos mentales son la
única realidad que podemos conocer; proclama que los astros no pueden
aparecer
de la nada, pero el universo entero, sí. Escribe: «La creación
espontánea es la
razón por la cual existe el universo. No hace falta invocar a Dios para
encender las ecuaciones y poner el universo en marcha» (Hawking 2010:
203-204).
Al parecer las ecuaciones «se encienden» solas y producen el mundo:
brillante
apología de un idealismo absoluto, redefinido ahora en clave
matemática. Y con
un salto irracional de la ecuación imaginada a la realidad existente.
Afirmar o negar a Dios
como creador es un tipo de juicio que trasciende lo que la
investigación
científica rigurosa y coherente puede conocer mediante sus propias
reglas
racionales y empíricas, su método y su justificación epistemológica. A
lo más
que podemos aspirar en el plano científico es a determinar qué teorías
no
pueden ser contradichas, hasta que se demuestre lo contrario, y qué
hipótesis
resultan incompatibles con la ciencia. Pero hay que admitir que la
ciencia
puede ser compatible con diferentes visiones del mundo, en pro del
ateísmo y en
pro del teísmo, formuladas filosóficamente, o teológicamente.
Cuando los críticos
muestran lo inadecuado de ciertas creencias tradicionales con respecto
a los
conocimientos de la ciencia actual, lo único que demuestran es que en
la época
de donde procede tal tradición no existía la ciencia, o que la ciencia
de entonces
no era capaz de dar una explicación científica en el sentido moderno.
Quizá se
creía que a ciertas cuestiones que hoy responde la física debía
responder el
mito: una equivocación semejante, aunque inversa, a la de los críticos
que
ahora creen que a las cuestiones del sentido y la ética debe responder
la
ciencia. En un caso y en otro se da una confusión de planos y una
interferencia
ilegitima entre ellos.
Todo lo que la ciencia
puede aducir es que «Dios» no aparece en sus ecuaciones. Modesta
constatación.
Lo extraño sería que tuviera un lugar en ellas, alineándose como un
objeto más
del mundo o como una causa más de su estructura y funcionamiento
empírico. En
efecto, «si se quiere que la ciencia se atenga con pulcritud y
exactitud a sus
métodos, el argumento ‘Dios’ no debe desempeñar ningún papel en ella»
(Küng
2011:102). Donde aparece la noción de lo sagrado o lo divino es en la
experiencia humana, en el plano de la cultura, de la interpretación
filosófica.
Introducir la divinidad como un factor empírico objetivo tendría tan
poco
sentido como insertar, en el desarrollo de una ecuación, un poema o una
melodía
musical.
Por muy cierto que sea que
la naturaleza física es omnipresente, es correcto decir que las leyes
físicas,
por ejemplo, las cuatro interacciones fundamentales, son ciegas para la
vida,
lo mismo que las ciencias biológicas, a su vez, son ciegas para la
cultura y la
conciencia reflexiva. Pues ni los sistemas inertes ni las leyes físicas
contienen información acerca de la vida, aunque la hacen posible, y sin
embargo
los sistemas vivos emergen, de modo análogo a como emerge el
pensamiento
consciente en el sujeto humano, en una progresiva, innovadora e
impredecible
complejidad.
El astrofísico Trinh Xuan
Thuan está convencido de que la investigación científica no puede
responder a
las preguntas últimas sobre el origen del mundo y el significado de la
vida
humana (cfr. Trinh Xuan 2000: 240). En desacuerdo con Hawking,
manifiesta su
rechazo a la idea del multiverso-azar. Se inclina por la tesis de la
«necesidad», esto es, la apuesta filosófica por un solo y único
universo.
Esgrime como argumento la economía exigida por la «navaja de Ockham»,
así como
la belleza, la armonía y la unidad del cosmos. De modo que, en El cosmos y el loto. Confesiones de un
astrofísico, postula «la existencia de un principio creador que ha
regulado
las constantes físicas y las condiciones iniciales desde el principio
como para
que estas conduzcan a un universo consciente de sí mismo» (Trinh Xuan
2008b:
40). Este principio creador es lo que se suele llamar «Dios». Cree,
además, que
este principio es consciente y quiso crear este universo. La
experiencia
religiosa o espiritual aporta una visión de lo real complementaria
respecto a
la explicación científica. Aunque la indeterminación de la teoría
científica
permite una hermenéutica atea, también permite pensar una concepción de
Dios,
igualmente compatible con la teoría científica:
«Dios está fuera del
tiempo, y su naturaleza y sus designios están representados por leyes
de
organización y de complejidad que también están fuera del tiempo y son
inmutables e invariables. Sin embargo, a pesar de eso, el mundo no es
inmutable. Puede cambiar, puesto que, gracias a la nebulosa cuántica y
al caos,
el universo puede dar libre curso a su creatividad a partir de esas
leyes. Al
escoger entre un amplio espectro de posibilidades, el universo puede
ser
cambiante y contingente» (Trinh Xuan Thuan 2000: 267).
No sabemos con qué
descubrimientos nos sorprenderá la física moderna. Aún no hay
descripción
exacta del universo durante el primer segundo después de la explosión.
Tal vez
hubiera un tiempo anterior a la existencia. Tal vez quepa «suponer que
el
nacimiento del universo es un acontecimiento en la historia del cosmos
y que
debemos atribuir a este un tiempo anterior al nacimiento mismo de
nuestro
universo» (Prigogine 1996: 187), una especie de preuniverso o
«metauniverso»
que, mediante un cambio de fase, produjo nuestro universo observable.
En cualquier caso, la apuesta por un principio
creador
divino, instaurador de la realidad cósmica y todas sus posibilidades,
no queda
abolida por ninguna hipótesis científica particular, ni lo será por
ninguna
otra que llegue a proponerse en el futuro, puesto que cae por principio
más
allá de toda posible verificación empírica.
Por lo demás, este
capítulo es solo parte de la problemática y deja pendientes otras
cuestiones no
menos importantes. ¿Cómo se replantearía el problema, si tratáramos de
pensar
a Dios no ya desde el origen del universo, sino desde la evolución de
la vida o
desde el despliegue historicocultural de la humanidad?
La
crítica por parte de algunos biólogos: de Wilson a Dawkins
El
célebre
sociobiólogo Edward O. Wilson deja constancia de su interés por
la religión, siempre con el fin de descalificarla. Le dedica el
capítulo VIII
de su obra Sobre la naturaleza humana
(1978). Veinte años más tarde, el capítulo 11, «Ética y religión», en Consiliencia. La unidad del conocimiento
(1998). Y finalmente, el capítulo 25, «Los orígenes de la religión», en La conquista social de la tierra
(2012). El conflicto entre ciencia y religión ha sido para él una
constante,
mientras que sus argumentos han ido variando y perfilándose a lo largo
del
tiempo.
El
más
antiguo
de esos textos comienza diciendo: «La
predisposición a la creencia religiosa es la fuerza más poderosa y
compleja de
la mente humana y con toda probabilidad una parte inseparable de la
naturaleza
humana» (E. O. Wilson 1978: 238). Por tanto, se trata de una dimensión
inherente a la condición biológica de la especie. Más aún, la religión
constituye uno de los universales culturales de la humanidad, presente
y
reconocible en todas las sociedades, desde las bandas de
recolectores-cazadores
hasta las civilizaciones imperiales. Pero, a pesar de los intentos que
algunos
han hecho de compatibilizar ciencia y religión, los avances del
materialismo
científico están socavando la fe religiosa tradicional, así como sus
«equivalentes seculares», que son las ideologías políticas que ejercen
como
religión del Estado.
Para comprender el
significado de las creencias y prácticas religiosas, según Wilson, la
mejor
herramienta será la «sociobiología de la religión», desde la
perspectiva de la
«ventaja genética» y el «cambio evolutivo». No negaremos el interés de
este
enfoque. Lo que está en cuestión es su alcance. De algún modo, las
religiones,
como otras instituciones humanas, evolucionan y se supone que han sido
seleccionadas por cuanto «aumentan el bienestar de quienes las
practican» (E.
O. Wilson 1978: 246). Es decir, en la pugna
entre
sociedades por la supervivencia y la mejora en las condiciones de vida,
la
religión sirve a la potenciación del propio grupo en la guerra y en la
explotación económica.
El sociobiólogo admite que
tropieza con dos dificultades. Primera, al ser la religión una
categoría de
comportamiento exclusiva de la especie humana, no se le pueden aplicar
modelos
biológicos elaborados para el comportamiento de animales inferiores. Y
segunda,
las reglas mediante las que se asume la actuación religiosa operan a
nivel de
la mente inconsciente, por lo que entorpecen el análisis. A pesar de
todo, cree
que estos obstáculos se pueden salvar investigando la estructura de la
conducta
religiosa, que abarca las creencias, la magia, los ritos y la
mitología,
aplicando el enfoque de la selección natural en tres planos: como
selección de
formas eclesiásticas, como selección en función de las exigencias
ecológicas y
como selección que incide en las frecuencias de los genes. La clave
estaría,
así, en una interacción entre genes y cultura. La selección del tipo de
religión que propicia «el bienestar de los individuos y la tribu»
favorecería
finalmente el tipo de genes adecuado, de los que a su vez depende.
La fácil disposición de
los humanos para el adoctrinamiento y la obediencia radicaría en unas reglas de aprendizaje seleccionadas
evolutivamente en virtud de los beneficios que reportaban al conjunto
de la
tribu. Los miembros individuales asimilaban los códigos que santifican
los
mecanismos reguladores: «hay una predisposición genética a la
conformidad y a
la sacralización» (E. O. Wilson 1978: 261). Aunque, ante todo, la
religión
favorece los intereses del grupo, también el individuo sale
generalmente beneficiado
por la fuerza que le confiere la sacralizada identidad colectiva.
El hecho es que la mente
humana está predispuesta favorablemente a participar en los procesos de
sacralización que configura la religión organizada. Y esto implica unos
mecanismos concretos (cfr. E. O. Wilson 1978: 264):
–
Un
mecanismo
de objetivación de la realidad a través de
ideas e imágenes fundamentales (el orden sobrenatural, la lucha del
bien y el
mal, los tabúes, etc.).
–
Un
compromiso de dedicar la vida a esa cosmovisión
objetivada, que se refuerza emocionalmente en ceremonias que son «puro
tribalismo».
–
Un
relato
mítico que vienen a racionalizar el lugar
privilegiado de la tribu en el mundo y su destino superior.
La importancia de la
mitología no es algo del pasado, sino que mantiene su vigencia en las
sociedades modernas, por mucho que traten de camuflar su verdadero
carácter:
«Es obvio que los seres humanos
todavía están gobernados por los mitos en una gran medida. Además, gran
parte
de la lucha intelectual y política contemporánea se debe al conflicto
entre
tres grandes mitologías: el marxismo, la religión tradicional y el
materialismo científico» (E. O. Wilson 1978: 266).
Ahí se localiza con
acierto dónde se halla presente la religión, más allá de las
apariencias. Esos
grandes relatos se apoyan por igual en los respectivos sistemas de
creencias.
La discrepancia estriba en la valoración que se hace de ellos. Para
Wilson, el
marxismo ha fracasado por su erróneo concepto de la naturaleza humana,
su
historicismo y su caída en el dogmatismo. Por otro lado, la teología de
la
religión tradicional estaría retrocediendo ante los desmentidos de la
ciencia,
hasta refugiarse en su último baluarte, que es la idea trascendente de
Dios
autor de la creación. Wilson piensa que el materialismo
científico, desmantelando los mitos de las creencias equivocadas,
se
alzará con la victoria, al ofrecer una «mitología alternativa» más
poderosa,
cuyo núcleo consiste en «la epopeya evolucionista», donde, a su juicio,
no
queda sitio para el espíritu divino.
Más aún, cree que el
naturalismo científico da cumplida explicación de la religión, aunque
en la
práctica no logre sustituirla de inmediato. La religión todavía
«perdurará
mucho tiempo como fuerza vital de la sociedad» (E. O. Wilson 1978:
269), porque
el humanismo (que aquí hay que calificar de cientificista) no alcanza a
satisfacer ciertas aspiraciones profundas de la mente humana. No
obstante, el
científico, que no puede ser sacerdote, pero sí humanista militante, se
muestra
inquieto, buscando la manera de apropiarse el poder de la religión.
En resumen, Wilson
confirma el fundamento bioevolutivo de la religión y, por tanto, la
inevitabilidad de su presencia: «la mente siempre creará moral,
religión y
mitología, y las dotará de fuerza emocional. Cuando se eliminan las
ideologías
ciegas y las creencias religiosas, otras se manufacturan rápidamente
como
sustitutos» (E. O. Wilson 1978: 278). Pero emite un juicio negativo
sobre las
religiones tradicionales organizadas, para proponer, a continuación, su
sustitución por el materialismo científico, o naturalismo científico,
cuyo ethos considera superior y cuya epopeya
evolucionista, aunque «sus afirmaciones totalizadoras no pueden
probarse
definitivamente» (E. O. Wilson 1978: 279), constituiría el mejor mito
disponible. Pues piensa que es imprescindible satisfacer la necesidad
mitopoyética
inherente a la mente humana.
Estamos aquí ante un caso
patente de lo que hemos denominado cientificismo: algunos seguidores de
la
teoría neodarwinista de la evolución no se contentan con que esta sea
una
ciencia, sino que pretenden que ocupe el lugar de la filosofía (como
ética) e incluso
de la teología (como sucedáneo de religión). Con todo, no parece muy
seguro de
esa pretensión de que «el materialismo científico se apropie de las
energías
mitopoyéticas para sus propios fines» (E. O. Wilson 1978: 285), porque,
si bien
la ciencia puede explicar el comportamiento humano, incluido el
religioso, no
está capacitada para transmitir experiencias personales. De ahí que
diga
expresamente: «no sugiero que el materialismo científico se use como
una forma
alternativa de religión formal organizada» (E. O. Wilson 1978: 286). Lo
que
sugiere es una modificación del humanismo científico, a fin de que
este
promueva la poderosa mitología del
materialismo científico, basada en la comprensión de la naturaleza
humana
en perspectiva evolucionista. Lo cual, cree, permitiría elegir un
«sistema de
valores» más acorde con los imperativos de la esencia biológica humana.
Esta
vacilación dará paso a una contradicción flagrante, cuando el propio
Wilson
escribe, veinte años después, en su obra Consiliencia:
«La ciencia no es una filosofía ni un sistema de creencias» (E. O.
Wilson 1998:
69). ¿En qué quedamos? ¿Qué pasa con el mito materialista? Tal vez da
por
fracasado el proyecto cientificista, tácitamente. Desde luego, la
ciencia no da
para tanto.
Por otro lado, Wilson no cae
en la cuenta de que el maravilloso relato de la evolución del universo,
de la
vida y la conciencia es perfectamente asumible también por los
creyentes en
Dios. Las grandes Iglesias así lo hacen. Por tanto, ante la descripción
científica de la evolución, cabe una interpretación filosófica
materialista,
pero no es la única posible. Los teístas integran esa descripción como
conocimiento más amplio de su fe, es decir, como el modo concreto de
realizarse
la creencia en que el universo es creación de Dios.
A fin de cuentas, la
oposición entre religión y laicismo, entre materialismo y teísmo, tal
como la
maneja Wilson, me parece una filosofía con aires dogmáticos y que
olvida la
indeterminación y la incompletitud de la teoría evolucionista. Además,
carece de
un análisis crítico de la religión, que admita la verosimilitud de esta
como
alternativa hermenéutica a la reducción en términos materialistas y
naturalistas. Wilson se ha extraviado por el decimonónico camino
comtiano que
lleva a constituir una religión positivista.
Nuestro sociobiólogo aduce
datos de las encuestas que muestran el decreciente número de
científicos que se
declaran creyentes (cfr. E. O. Wilson 2012: 298). Lo más verosímil
pudiera ser
que, en buena medida, tales datos solo denoten el grado creciente de
ignorancia
religiosa que padecen los científicos norteamericanos, y no solo ellos,
así
como el abrumador atraso del conocimiento de la religión en la sociedad
contemporánea,
en desfase con el avance del conocimiento en otras materias, empezando
por la
mentalidad premoderna o precrítica de tantos clérigos y teólogos. En
algunos
casos, a la vista del modelo de religión y de cristianismo al que hacen
referencia, se diría que el ateísmo representa cierta forma de
sensatez;
aunque, por lo general, los ateos no se muestran menos ignorantes.
Total, un
ateísmo petulante frente a un cristianismo obsoleto, desconocedor de sí
mismo y
acomplejado.
La tesis que Wilson
sostiene, en su obra La conquista social de la tierra, vincula
el
desarrollo de la religión con el tribalismo, es decir, con la sociedad
tribal,
donde habría cumplido alguna función. Pero parece tener una dificultad
insalvable a la hora de reconocer aspectos positivos en la religión. Su
dificultad comienza en la falta de entendimiento del tipo de sistema
semiótico
que constituye la religión. Para otros dominios, sí admite que pueda
haber
discursos expresivos alejados de la verdad científica. Así, en el
ámbito
literario, el novelista se abre camino en un relato que en sí mismo es
ficticio, no factual, a fin de alcanzar una verdad superior. Y para la
estética
lo justifica, citando expresamente a Picasso: «El arte es la mentira
que nos
ayuda a ver la verdad» (E. O. Wilson 2012: 322). Sin embargo, no
percibe esa
misma posibilidad cuando se trata del lenguaje religioso y, en
consecuencia, se
impide interpretarlo correctamente en función de la forma peculiar de
verdad
que le corresponde a ese lenguaje.
Uno no sabe por qué no son
atribuibles a la religión los rasgos que él mismo reconoce a la música
y la
danza, que con frecuencia la acompañan: «sirven a la vez al nivel
individual y
al de grupo. Reúnen a los miembros del grupo, creando un conocimiento y
objetivo
comunes. Estimulan la pasión para la acción. Son mnemónicas, al remover
y
añadir los recuerdos de la información que sirve a los propósitos de la
tribu»
(E. O. Wilson 2012: 328). Modifican la manera como la gente ve el mundo
y se
comporta en él. No se puede negar, más allá de la tribu, que la
práctica
religiosa puede unir a los miembros de la familia entre sí y con la
comunidad
más amplia. Une a unas familias con otras a unas comunidades con
otras. Sin
duda, a veces, puede reforzar los enfrentamientos, pero también
consolidar los
vínculos hasta escala global.
En su afán por
descalificar la religión, pretende desgajar de ella la ética e incluso
insertar
la ética en el campo científico, de tal manera que llega a proponer la
ciencia
como sustituto de la religión. Ahora bien, no se puede obviar que,
conforme a
su método, la ciencia es descriptiva y explicativa, no normativa ni
orientativa. La ética no es deducible de la ciencia, como producto de
la
selección natural, aunque esta pueda
ilustrarla; supone siempre una creación cultural,
emparentada con la religión y la filosofía. Resultará inútil rebuscar
en los
genes la codificación del comportamiento humano, por mucho que marquen
ciertos
límites. Wilson, que no deja de mencionar la evolución cultural,
prescinde
luego de ella totalmente en su argumentación.
Es probable que la
oposición radical de Wilson represente una reacción ante el auge del
fundamentalismo evangelista en Estados Unidos, tan contrario a lo que
debe ser
una religión ilustrada. En efecto, es muy necesario ilustrar la
religión,
repensarla después de haber asimilado las revoluciones científicas y
tecnológicas del último siglo. La misma teología ha de evolucionar
teniendo en
consideración los avances de la ciencia y no desdeñando los métodos de
las
ciencias sociales y humanas para su propio cometido. Pero del
conocimiento
científico como tal no se puede deducir ninguna posición ética, ni
religiosa,
ni siquiera que haya que emplear la ciencia de manera decente en la
práctica.
Por su naturaleza, los saberes científicos y técnicos pueden servir
también a
la opresión social y al deterioro ambiental, sin que quepa decir, en
modo
alguno, que eso sea anticientífico.
En el propio texto
wilsoniano, pese a su ferviente reivindicación de los ideales
ilustrados, no
encontramos indicios de un análisis crítico de otros subsistemas clave
de la
sociedad, no menos susceptibles de cuestionamiento. Se observa un
clamoroso
silencio sobre la política, el Estado, la guerra, la economía. Apenas
hace una
telegráfica alusión a la «ideología política». Habría que señalar, como
parece
evidente, que puede surgir el mismo sectarismo, que él vincula con la
religión,
en los partidos políticos, en la política mundial, entre las
multinacionales, e
incluso entre los científicos. Entonces, según lo que él postula,
cuanto
«idiotizan y dividen», habría consecuentemente que ir aboliendo los
partidos
políticos, los Estados, las corporaciones multinacionales y el sistema
financiero. El simplismo ostensible en esto último carece de fundamento
empírico y del menor sentido histórico. Tampoco parece que constituyera
un
logro preclaro de la Ilustración.
En último término, la
posición de Wilson da por obvia la incompatibilidad entre la
cosmovisión de la
ciencia biológica y la de la creencia religiosa. Sin embargo, aunque
tal cosa
ocurra en determinados planteamientos obtusos, encontramos justificada
una
perfecta compatibilidad entre ambas, no solo en la doctrina oficial de
las
grandes Iglesias cristianas y de otras religiones, sino en importantes
pensadores, cuyo precursor podríamos ver quizá en Pierre Teilhard de
Chardin:
Hans Küng (2005), Francis Collins (2006), Trinh Xuan Thuan (2008),
Frédéric
Lenoir (2011) y tantos otros.
Otro espadachín del
ateísmo parapetado en argumentos biológicos es el zoólogo Richard Dawkins. Pretende descalificar
la religión como si fuera una aberración, al considerarla como un
«subproducto»
de un mecanismo seleccionado evolutivamente con un propósito diferente:
«Quizá
la característica en la que estamos interesados (en este caso, la
religión) no
tiene un valor de supervivencia directo por sí misma, pero es un
subproducto de
algo que sí lo tiene» (Dawkins 2006: 188). Esta tesis supone dos cosas:
reconocer
que la religión es producida a partir de un mecanismo psicológico
normal y
necesario, y añadir a la vez que el resultado de su aplicación es
negativo o
erróneo. Por este motivo, lo denomina subproducto. Ahora bien, afirmar
esto
implica no solo la descripción de un proceso evolutivo, sino una
valoración del
resultado: se le llama «subproducto» precisamente en función de la
valoración
negativa. Depende de un juicio sobre el valor de lo producido por la
evolución
en función del prejuicio antirreligioso. Así, esa calificación negativa
se
efectúa desde fuera, proyectando en los hechos biológicos la
apreciación de
unas consecuencias sociales indeseables, que suponen una valoración
ética,
reconvertida en argumento biológico, que, a su vez, se reutiliza como
argumento
filosófico para dictaminar, sobre supuesta base científica, el carácter
negativo de la religión. Doble atropello epistemológico.
En sus obras de crítica a
la religión, en particular en El
espejismo de Dios (2006), cuando se refiere al cristianismo,
Dawkins solo
alude a autores tradicionales y de manera un tanto apresurada, sin
mostrar
haberse hecho cargo siquiera de sus planteamientos y argumentos,
propios de un
cristianismo antiguo. No cita con seriedad a los pensadores cristianos
críticos, más actuales, que parece ignorar por completo. Estos admiten
sin el
menor problema el proceso de la evolución del universo, la vida y el
hombre,
explicado autónomamente. Pero piensan que la racionalidad de ese
proceso
cósmico permite, en el plano filosófico, tanto una interpretación atea,
como
una interpretación teísta, que relacione este cosmos autónomo con un
Dios no
patente, oculto, dado el enigma final con el que tropieza todo
conocimiento
demostrativo (cfr. Javier Monserrat, El gran enigma, 2015).
En Dawkins encontramos
mucha más literatura que argumentos. Arguye, sobre todo, que la
objetividad de
la ciencia darwinista prueba el ateísmo con la máxima probabilidad,
mientras
que el teísmo cuenta con probabilidad casi nula. Como la complejidad
del mundo
se explica por el darwinismo, no hace falta la hipótesis explicativa de
Dios;
por lo tanto, Dios no existe. Esta idea la refuerza mediante la
reinserción de
la evolución biológica en la evolución cósmica, haciéndose eco de las
especulaciones
cosmológicas sobre los multiversos infinitos que postularían un origen
por
mero azar, que también volverían innecesaria la hipótesis de Dios. En
estas
maniobras intelectuales, ignora palmariamente el hecho de que el
teísmo
crítico moderno acepta la teoría de la evolución y el modelo
cosmológico
estándar, en el marco de la ciencia y bajo las condiciones de la
discusión
científica. Por otro lado, Dawkins se empeña en considerar que Dios
pueda ser
un hipotético factor de explicación empírica, sea biológica, sea
cosmológica.
Comete un craso error. La pretendida evidencia de Dawkins es puesta en
cuestión
por la epistemología crítica, que establece límites a la validez de las
teorías
científicas, que asume la falta definitiva de certeza y que prohíbe
inferir de
la ciencia conclusiones de orden filosófico acerca de la verdad última.
Al
hacerlo, incurre en una forma de dogmatismo.
La objetividad de la
ciencia, contra lo que pretende Dawkins, no está perentoriamente de
parte del
ateísmo. En la modernidad crítica, las interpretaciones filosóficas,
tanto la
atea como la teísta, comparten el mismo estado actual de la ciencia,
asumen la
incertidumbre y la ambigüedad ontológica del universo, y salvan la
compatibilidad de sus propuestas hermenéuticas con lo conocido
científicamente.
Luego, suponemos que con toda honestidad intelectual y moral, cada
opción
aporta sus razones y las considera que son las más convincentes. Lo
cierto es
que no hay, y sin duda nunca habrá, un tribunal ante el que apelar, con
capacidad para emitir un veredicto apodíctico en favor de una de las
partes.
Las
ciencias naturales no tienen nada que decir sobre
religión
Si
hablamos
con propiedad, las teorías físicas y las biológicas, que poseen
legítimamente sus objetos de estudio y sus métodos, no tienen ningún
medio, ni
ninguna competencia, para ocuparse de los fenómenos religiosos, que
están
situados en el ámbito de la cultura y la historia de las sociedades
humanas.
Ninguna especie viva del
reino animal tiene religión, excepto la especie humana, del mismo modo
que solo
esta posee propiamente cultura en el sentido antropológico. No hay
religión en
la naturaleza biológica, es decir, no la hay fuera del sistema
sociocultural
humano. Y, si asociamos con la religión la idea de Dios, debemos decir
que
tampoco hay concepción o imagen de Dios fuera de la cultura humana. Ni
en los
genes, ni en el cerebro como órgano biológico, hallaremos contenidos
espirituales. La neuroteología que algunos mencionan seguramente no
pasa de ser
una especulación esnobista, diletante y estéril. Si hacemos caso omiso
de la
dimensión cultural, la naturaleza biológica humana quedará fatalmente
truncada
de lo que hace emerger la humanidad. Lo mismo que la lengua hablada, la
música,
el bien y el mal moral, así el rito y el mito solo existen en las
relaciones
humanas configuradas culturalmente, constituidas en sistemas
semióticos.
En la medida en que
producimos, al menos en parte, nuestra experiencia del mundo, esta no
es sin
más lo que el punto de vista físico y el biológico nos descubren. Ya la
percepción básica introduce algo más en el orden del significado. Por
ejemplo,
como señala Wilson: «El color no existe en la naturaleza. Al menos, no
existe
en la naturaleza de la forma que el cerebro ingenuo piensa» (E. O.
Wilson 2012:
241). Se pueden describir los mecanismos que intervienen en la visión
del
color, pero habrá que añadir el particular sesgo que induce el
aprendizaje
cultural, y hay que admitir que la sensibilidad cromática se inserta en
una
experiencia subjetiva irreductible.
Hagamos otra comparación.
Por extraño que suene, tampoco hay propiamente música fuera de la
humanidad, ni
en las esferas celestes, ni en el canto de los pájaros, ni en el
murmullo del
arroyo. La musicalidad la proyectamos nosotros. En la naturaleza no
existen los
sonidos musicales en cuanto tales, sino solamente una multiplicidad de
ruidos
(cfr. Lévi-Strauss 1964: 28). Cada sistema musical selecciona un
número muy
reducido de estos sonidos en bruto y los utiliza en niveles de
articulación
creados por la cultura, como un lenguaje musical con su gramática y su
sintaxis. Los «significados» no están nunca en los elementos del primer
nivel
de articulación, sino en la combinatoria de estos en un nuevo nivel de
sones,
donde emerge toda significación musical con su melodía, armonía y ritmo.
Es lógico que, desde el
punto de vista científico natural, ni la religión ni la idea de Dios se
hallen
en la naturaleza. Aunque, también aquí, para otros puntos de vista,
podamos
decir que el universo o la naturaleza proporcionan, a la experiencia
humana,
elementos distintivos sobre los que se construyen los significados
religiosos.
Es un hecho que, en cuanto fenómeno sociológico y psicológico, la
creencia en
Dios existe, y Dios existe en la creencia teísta, como también se da la
creencia naturalista atea formulada por la filosofía materialista.
Pero, en
definitiva, las teorías físicas y biológicas, en cuanto tales, no
tienen nada
que decir acerca de la religión.
La
crítica a la religión desde las ciencias
antroposociales
Al
contrario
de los reseñados ateos, de profesión físicos y biólogos, que
se lanzan impertérritos a negar o disolver la religión y la existencia
de Dios,
los investigadores dedicados a las ciencias del hombre se esfuerzan por
explicar los fenómenos religiosos en términos de su respectiva
disciplina. De
estos, los que se declaran ateos sostienen que han descifrado las
claves
decisivas para explicar la religión, que se radicarían en determinados
mecanismos y funciones de orden psíquico o social. En cambio, los
otros, tras
analizar los mismos mecanismos y funciones, saben que el significado
último de
aquellos fenómenos escapa a las herramientas estrictamente científicas.
Al transitar de la
naturaleza a la cultura, es importante entender la novedad que supone
la
emergencia del orden cultural, objeto de estudio para las ciencias del
hombre.
En este dominio de las disciplinas sociales y humanas encontramos
también el
proyecto de reducirlas a las ciencias más duras y, finalmente, a verlas
como
ramas de la biología.
Una manera de plantearlo
nos la proporciona el propio Edward Wilson, en cuyo enfoque
sociobiológico
encontramos el concepto de «regla epigenética», con el que cree
explicar la
especificidad de la naturaleza humana en el paso de los genes a la
cultura (E.
O. Wilson 1998: 222-233). Pero este concepto comporta una ambigüedad
que es
necesario despejar. Para ello, hace falta ratificar la continuidad del
comportamiento humano con los genes y, al mismo tiempo, relativizarla,
porque,
si bien los genes evidentemente están implicados, lo determinante
estriba en
el carácter cultural de las reglas específicas establecidas por la
propia
sociedad humana, a las que los potenciales genéticos se pliegan de
alguna
manera. Tal es el empeño de la sociobiología humana, que dejaré
simplemente
indicado nada más.
Es evidente que no se
puede prescindir de los aspectos físicos y biológicos para una
comprensión
adecuada del ser humano. Pero las ciencias del hombre no resultan por
ello
abolidas. La especificidad emergente de la que estas ciencias se ocupan
requiere métodos igualmente específicos, aunque es verdad que se
hallan menos
avanzados, debido a la enorme complejidad de su objeto. Todo sistema de
organización sociocultural trasciende la naturaleza, aunque arraigue en
ella, y
se abre a la significación, a la función simbólica que crea sistemas
semióticos
con todos los comportamientos humanos. En toda sociedad humana,
observamos cómo
la elaboración cultural impone por doquier reglas, en parte
conscientes, en
parte inconscientes. La investigación antropológica descubre «leyes de
orden,
subyacentes a la diversidad observable», que en último término
constituyen los
universales culturales y que definen la especificidad antrópica. En una
mirada
distante, se trata de «descubrir y formular esas leyes de orden en
diversos registros
del pensamiento y la actividad humana. Invariantes a través de las
épocas y las
culturas, solo ellas podrán permitirnos superar la antinomia aparente
entre la
unicidad de la condición humana y la pluralidad aparentemente
inagotable de las
formas bajo las cuales la aprehendemos» (Lévi-Strauss 1983: 54). Aquí
encontramos el fundamento más sólido de las ciencias del hombre.
Si enlazamos de nuevo con
el tema de la religión, todas las disciplinas antroposociales, cuyas
principales ramas son la psicología, la etnología, la sociología, la
antropología y la historia, son competentes para investigar las
tradiciones
religiosas, cada una con su particular enfoque y métodos, por cuanto la
religión
es parte integrante de todo sistema sociocultural. En este sentido, la
psicología de la religión, la sociología o la antropología de la
religión, la
historia de las religiones y los métodos histórico-críticos tratan de
avanzar
en el estudio y clarificar la estructura, la funcionalidad y la
significación
que comportan los sistemas religiosos.
Por ejemplo, el
antropólogo social Claude Lévi-Strauss afirma que la religión, el mito
y el
ritual cumplen su función mediante unos mecanismos que, en última
instancia,
desvelan cómo operan las estructuras inconscientes del espíritu
humano.
Enmarca los hechos religiosos en un vasto sistema de comunicación
social, donde
constituyen modos particulares de comunicación, de la misma naturaleza
que los
demás, a los que rehúsa toda especificidad (Lévi-Strauss 1971: 590).
Para él,
la cuestión religiosa remite a la del sentido. Y rechaza que la vida
tenga un
sentido, por más que estemos emplazados a dárselo inexcusablemente.
Concede que
se trata de una opción metafísica, pero cree que está «fundada en
consideraciones muy simples, la primera de las cuales es que el hombre
no ha
existido siempre sobre la faz de la tierra, y que aunque los primeros
homínidos
aparecieron hace cuatro o cinco millones de años, eso no es mucho
tiempo en un
mundo cuya existencia se cifra como mínimo en miles de millones,
suponiendo que
haya un comienzo. Es muy verosímil que el hombre tampoco existirá
siempre. Así
pues, todos los problemas que nos planteamos un día no existirán ya,
por el
hecho de que ya no habrá conciencia que los plantee» (entrevista con
Chabanis
1973: 84). En otras palabras, dada la finitud humana, el sinsentido le
parece
el último horizonte en el ineluctable crepúsculo de la humanidad.
Otro autor representativo
es Marvin Harris, antropólogo defensor del materialismo cultural, para
quien
los cultos, creencias y prácticas religiosas, con sus preceptos y
tabúes,
conforman a nivel superestructural mecanismos adaptativos a los
contextos
políticos, económicos y ecológicos cambiantes. La religión suele
convertirse
en una poderosa fuerza social por sí misma, aunque es interdependiente
a la vez
de las condiciones estructurales e infraestructurales. Su función es
suministrar medios para el control y el mantenimiento del sistema
social, pero
también «la religión desempeña a menudo un papel crucial en el
reforzamiento de
impulsos que conducen a grandes transformaciones de la vida social»
(Marvin
Harris 1988: 597). Así, se atiene a unas coordenadas funcionalistas,
evitando
más pronunciamientos filosóficos que los que su metodología implica.
Llegados a este punto,
tenemos que recordar la obviedad de que estudiar los fenómenos
religiosos no
es lo mismo que participar de ellos subjetivamente o confirmar lo
que la
religión afirma. Todas las dimensiones socioculturales han de
conocerse lo más
objetivamente posible, mediante modelos explicativos contrastables con
los
datos disponibles. Otra cosa distinta es el pronunciamiento acerca de
los
referentes teológicos de los que hablan las creencias o los rituales,
que
evidentemente caen fuera del alcance de las competencias científicas y
tienen
que ver con la mitología y la ideología. Esta clase de límites, por lo
demás,
afecta a la «verdad última» de todas las dimensiones de la cultura
humana,
aparte de la religión. Tales cuestiones, no obstante, también pueden
abordarse,
pero en el nivel de la interpretación filosófica, con la racionalidad
propia
del pensamiento crítico, que legítimamente argumenta sobre lo que
escapa a la
ciencia empírica y reflexiona incluso sobre aquello que excede a la
razón.
En cuanto realidad de
orden cultural, los sistemas religiosos y las ideas o imágenes de Dios
están
ahí disponibles históricamente para ser estudiados con métodos de las
ciencias
sociales y humanas. No obstante, en cuanto conjunto de significados que
remiten
a realidades no empíricas, sobre estas los métodos científicos, por
principio,
no tienen nada que decir. Para tratar el problema de la religión y la
cuestión
de Dios de manera sustantiva, las ciencias, en su frontera límite, no
imponen
ninguna verdad última; permiten adoptar argumentativamente distintos
puntos de
vista, tanto el del ateísmo como el del teísmo. Pero esta argumentación
no se
deduce ya de la investigación científica, aunque deba tenerla en
cuenta, sino
que tales puntos de vista son objeto de consideración, interpretación,
o
hermenéutica filosófica, o teológica. Por consiguiente, siempre que no
entren
en contradicción con las teorías científicas, son posibles esas dos
interpretaciones. Y, de hecho, se dan y son verosímiles. Una conclusión
clara
sería que, cuando se hace un planteamiento correcto, las discrepancias
surgen
entre interpretaciones filosóficas alternativas, pero no entre ciencia
y
religión.
La
falta de un pensamiento
crítico en los ateos y
en
los teístas
No
tiene
sentido buscar a «Dios» como elemento de la
naturaleza. Pasaron los tiempos del dogmatismo panteísta a lo Spinoza.
En la
naturaleza, la ciencia natural únicamente encontrará naturaleza. Y su
verdad
última, si existe, ni siquiera apunta en el horizonte de la
incertidumbre que
cancela la vigencia de sus leyes. La idea de Dios, lo mismo que su
negación,
viene proyectada sobre ella y más allá de ella por el pensamiento
especulativo
humano. En el mundo natural, visto desde las ciencias empíricas, no hay
significados religiosos ni evidencias de la divinidad. Porque, por muy
antrópico que sea nuestro punto de vista, fuera de la conciencia humana
no hay
religión, ni fe, del mismo modo que, según ya he repetido, no hay
ética, ni
música, ni política, ni arte, ni lenguaje hablado. Y la posición del
ateo constituye
una aserción de fe, del mismo orden que la del teísta. Uno y otro,
además,
puede apoyarse en razonamientos argumentativos, o entregarse a alguna
clase de
fideísmo.
Lo que no tiene sentido es
la pretensión de extraer directamente argumentos teístas, o ateístas, a
partir
de la física o la cosmología, ni a partir de la biología o la evolución
de las
especies. Tampoco a partir de la historia humana hay que buscar
argumentos
«científicos» a favor de la existencia de Dios, porque, desde este
enfoque, en
las sociedades humanas solo encontramos creaciones culturales,
sistemas
religiosos que comportan su concepción de la divinidad, expresada
visiblemente
en ritos, mitos, ideas, obras de arte, normas éticas, conversaciones,
fantasías,
literatura... Pero, de haber un referente o fundamento «trascendente»,
siempre
permanece callado tras el enigma que hay que descifrar, como misterio
insondable.
En resumen, por lo que
toca a las críticas a la religión, todas ellas son inevitablemente de
índole
filosófica, ya procedan de un Nobel de física o de un metafísico
marxista. La
diferencia está en que las críticas a la religión hechas por filósofos
son filosóficas,
mientras que las críticas a la religión hechas por científicos no son,
ni
pueden ser, científicas: son también filosóficas, metafísicas, por
mucho que se
disfrace esta filosofía con una máscara de ciencia. Y, aceptada la
imagen
científica del mundo y su indeterminación última, las interpretaciones
filosóficas han de medirse unas con otras por sus argumentos, sabiendo
que la
incertidumbre sobre la verdad última nunca se puede despejar
objetivamente.
En consecuencia, en esta
era de la epistemología crítica, si concluimos que la teodicea es
imposible en
términos de demostración racional, apodíctica e irrefutable (cfr.
Estrada
1997), debemos añadir que esto no significa que la teodicea no sea
posible en
forma de argumentación coherente y verosímil, en cuanto una hipótesis
tan legítima
como cualquiera de sus antagonistas.
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