Pensar la religión desde la modernidad crítica

2. El conflicto intelectual en materia de religión

PEDRO GÓMEZ





Las dudas iniciales sobre el ateísmo militante


Hay un ateísmo militante cuyos ataques pretenden parapetarse en diversos frentes de las ciencias naturales. Sus protagonistas son físicos y biólogos a los que, al parecer, no les bastaba su fama de científicos. Si leemos sus obras más vendidas, en el fondo, tras la hojarasca, no aportan apenas novedades a la vieja polémica anticlerical que cobró auge a partir de los crasos materialistas de la tan deslumbrante como sombría Ilustración, sobre todo francesa.


El tipo de argumentación que hoy encontramos entre los pro­pugnadores de ese ateísmo resulta, en general, excesivamente clásico, como suele ocurrir también cuando leemos a sus oponentes apologistas de la religión. Unos y otros se hallan ahí atascados en interminables diatribas arrastradas a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX, atrapados en añejos planteamientos obsoletos y aporéticos. Los críticos se afanan en agitar, una y otra vez, las mismas ideas en pro del ateísmo, en contra de la religión, sin ser capaces de escapar de un espacio conceptual hermético y plagado de equívocos. Por si fuera poco, casi nunca preservan la coherencia a lo largo de toda su disertación, sea una conferencia, un artículo, un libro, o un vídeo. Casi siempre topamos con el uso de términos sin aclarar, hechos sin documentar, presuposiciones incorrectas y tesis in­fundadas. En los casos en que hubo una polémica, el debate en su conjunto presenta hoy el aspecto de un edificio ideológico tan ruinoso que uno no sabe si merecería la pena intentar rehabilitarlo, o si sería más prudente salir corriendo para no perecer aplastado por el inminente desplome.


También en España, es frecuente toparse con intelectuales, artistas y políticos que hacen gala de ateísmo, a través de acerbos o taimados ataques, caracterizados por la falta de un conocimiento básico sobre aquello de lo que hablan. Dejan constancia de ello en cátedras, artículos periodísticos, panfletarias películas o creaciones literarias. Podríamos escoger al azar algunos poemas de cierto mediático poeta. Lo toma­ríamos en serio cuando presenta su poesía como expresión de una «nueva sensibilidad» programática. Pero tal sensibilidad, que acaso delate a un lejano epígono de Feuerbach, en la medida en que se adscribe a una visión del mundo, implica tácitamente una filosofía; más aún, en cierto modo, comporta una posición religiosa susceptible de análisis. Si nos molestamos en analizarla, casi siempre encontraremos que se trata de una religión de sustitución, algo rudimentaria, carente de reflexión sobre sí misma, en forma de adhesión a un ateísmo fruto del tópico y la pose militante más que del ejercicio de la razón crítica.


Los argumentos suelen ser torpes y de corto alcance. Por ejemplo, todavía hay quien objeta que la idea de Dios no tiene otro significado que el «Dios tapaagujeros», entendido como seudoexplicación de lo que aún no explica la ciencia. Pero esto supone desconocer que, desde la antigüedad, se conceptualizó a Dios como «trascendente», no alineable en el orden de las causas naturales. La cuestión radica en el posible sentido de una idea de lo divino, más allá de todos los huecos de nuestra ignorancia en el orden de las «causas segundas», que es el ámbito propio de las ciencias empíricas y su filosofía materialista.


A escala del universo, en el plano astrofísico y cosmológico, una cuestión que habría que dilucidar, teniendo en cuenta las explicaciones de la ciencia en sentido estricto, hasta donde alcanzan, es la de si hay un «principio creador» (cfr. Trinh Xuan Thuan 2008b, 2011). Este cons­tituye el punto más fundamental del problema. Pero queda pendiente preguntarse también si se podrá prolongar el mismo tipo de respuesta en el plano de los seres vivos y de la «naturaleza» en todo su despliegue evolutivo, no reducida a sus dimensiones físicas. Más aún, ¿cómo cabría relacionar el principio creador de la naturaleza con las concepciones de lo divino que se esfuerzan por vincularlo con la historia de las sociedades humanas? La emergencia de la conciencia y la cultura dan lugar a una idea de Dios que tiene que ver, más bien, con los principios éticos y con otras dimensiones de la vida humana, no decidibles empíricamente.


Ni la física ni la biología tienen competencia metodológica para pronunciarse sobre lo específicamente humano, es decir, sobre los sistemas culturales. En la naturaleza prehumana no hay lengua hablada, ni música, ni poesía, ni arte, ni política, ni rito, ni mito, ni ética. Tampoco hay religión en la naturaleza extrahumana. En esta no encontraremos idea de Dios, ni tampoco ciencia, ni filosofía. Porque solo los humanos introducimos todas estas dimensiones, posibilitadas por nuestra natu­raleza humana, pero actualizadas solo en virtud de la cultura y de nuestra peculiar forma de pensar.


Entonces, si el cerebro y la mente humana lo hacen posible, ¿estaría la clave de la religión en la biología de Homo sapiens? Sí y no. Pues en ella lo humano se da como posibilidad, predisposición, propensión. Pero, justamente por eso, ahí tampoco se encuentra el lenguaje, el arte, la ética o la religión, sino en cuanto el sistema social los hace aflorar y desarrollarse. Solo en la sociedad humana es donde se elabora una concepción de Dios como «principio creador» y, más acá, como inspiración para conformar el orden social y dotar de sentido el universo biológico y cosmológico. De todos modos, aun partiendo de la cosmo­logía, es siempre una afirmación filosófica la que postula un principio creador que la trasciende. En el plano de la vida, quizá postule un logos del código genético, o un telos de la evolución biológica. Y en el plano de la evolución cultural, quizá un theos histórico, como horizonte posibilitador de la humanidad. Se trataría de referencias de nuestro pensamiento a un mismo misterio, desde la perspectiva de los diversos grados de com­plejidad de lo real.


A fin de cuentas, ¿qué es lo que pueden decir, en realidad, los cientificistas y los científicos ateos en nombre de su profesión? Sola­mente esto: que Dios no es objeto de las ciencias, que las ciencias no tienen nada que decir acerca de Dios. Esto me parece evidente para las ciencias físicas y biológicas, pero ¿qué pensar de las ciencias sociales y humanas? Estas se ocupan de estudiar los sistemas religiosos y las concepciones de Dios que se dan en las sociedades humanas, en cuanto parte de la cultura: describen su organización, sus diversas funciones, sus implicaciones prácticas. Sin embargo, no tienen nada que juzgar en el plano de los valores: sobre la verdad última, la bondad o la belleza. Este tipo de juicios, por su propia índole, son ajenos al saber empírico o científico; pertenecen al ámbito filosófico. Cuando estas precauciones se olvidan, encontramos el contrasentido de ciertos militantes ateos con un comportamiento tan dogmático que elevan su concepto de Razón o de Ciencia al rango de ídolo, al que veneran como rival de Dios, de manera que en la práctica están rompiendo con el estricto ateísmo que inge­nuamente creen profesar.



La internacional ateísta y sus oponentes


En el panorama intelectual occidental, desde el principio de esta centuria XXI, observamos una oleada de obras demoledoras contra «la religión», procedentes de científicos y filósofos que militan en un neoateísmo radical. Entre los autores más destacados: André Comte-Sponville y Michel Onfray en Francia; Karlheinz Deschner en Alemania; Richard Dawkins y Stephen Hawking en Gran Bretaña; Michael Shermer, Steven Weinberg, Christopher Hitchens, Sam Harris, Daniel Dennett y Law­rence M. Krauss en Estados Unidos. Estos últimos son promotores de la Alianza Atea Internacional, una federación mundial de organi­zaciones de propaganda a favor del ateísmo. Llama la atención que, paralela y paradójicamente, en los mismos países y durante el mismo período, se hayan producido los mayores avances en los estudios sobre las religiones, desde el punto de vista histórico, filológico y antro­pológico social. Lo que pasa es que no hay la menor comunicación entre los prohombres de un bando y los del otro. Aunque a veces hay casos verdaderamente sorprendentes, como el del filósofo inglés Antony Flew, abanderado del ateísmo más combativo durante cincuenta años, que más tarde, en una entrevista de 2004, acepta la existencia de Dios, al menos en sentido deísta. Y en 2008, publica un libro explicativo con el título Dios existe.


Observamos cómo apareció una avalancha de libros que han atizado la guerra santa y sucia impulsada por el nuevo ateísmo. En el trasfondo, claramente en varios de los autores, la fuerza de su motivación proviene del terror, el trauma y la exaltada indignación producidos por los ataques perpetrados en nombre del islam, el 11 de septiembre de 2001, contra las Torres Gemelas de Manhattan, en Nueva York, y contra el edificio del Pentágono, en Washington. Enumeraré solo una sucinta selección de esas obras en orden cronológico de publicación:

 

– En 2001: Steven Weinberg, Plantar cara. La ciencia y sus adversarios culturales.

– En 2002: Michael Shermer, Por qué creemos en cosas raras.

– En 2004: Sam Harris, El fin de la fe. Religión, terror y el futuro de la razón.

– En 2005: Michel Onfray, Tratado de ateología. Física de la metafísica.

– En 2006: André Comte-Sponville, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios. Richard Dawkins, El espejismo de Dios. Daniel Dennett, Romper el hechizo. La religión como fenómeno natural. Sam Harris, Carta a una nación cristiana.

– En 2007: Stephen W. Hawking, La teoría del todo. El origen y el destino del universo. Christopher Hitchens, Dios no existe. Lecturas esenciales para el no creyente. Y del mismo autor: Dios no es bueno. Alegato contra la religión.

– En 2010: Stephen W. Hawking (y Leonard Mlodinow), El gran diseño.

– En 2012: Lawrence M. Krauss, Un universo de la nada.

 
Por Internet circula un vídeo emblemático, que registra una inefable conversación entre cuatro de esos próceres del ateísmo: el escritor y periodista angloamericano Christopher Hitchens, el neurocientífico y filósofo norteamericano Sam Harris, el biólogo evolutivo británico Richard Dawkins y el filósofo de la ciencia estadounidense Daniel Dennett. Al unísono, durante casi dos horas, se lamentan de la actitud de los creyentes a los que acusan de cerrazón dogmática, de infundadas creencias, de susceptibilidad ante cualquier cuestionamiento de la fe. A estos sabios les parece evidente que las religiones como tales están profundamente equivocadas. Para Dennett, por ejemplo, constituyen un cúmulo de trucos circulares que delatan que no es una forma de pensar válida. ¿Qué objetar?


Es perfectamente legítimo que cuestionen el dogmatismo, la supers­tición, el autoengaño, el oscurantismo, el dualismo. Es encomiable la salvedad de algunos, que desean rescatar determinados elementos de la tradición religiosa, como los logros estéticos, como lo espiritual y lo místico (Harris), como la experiencia de lo numinoso no sobrenatural (Hitchens). Pero, en sus pontificales discursos, no queda mínimamente claro, ni aclaran en ningún momento, qué significados están implicando cuan­do hablan acerca de religión, Dios, sobrenatural, creyente, etc. Prácticamente dan por buenas y representativas las opiniones vulgares, indoctas y fundamentalistas, sin ruborizarse al reconocer, como hace Dawkins explícitamente, que han soslayado toda confrontación con los especialistas en teología y en historia de las religiones. Esperemos que no hagan lo mismo cuando trabajan en sus respectivas disciplinas científicas.


Para ser equitativos, poniendo un contrapeso en la balanza, debe­mos dejar constancia de que hay otros científicos de primera fila plenamente convencidos de la compatibilidad entre ciencia y religión, y que han escrito en defensa de esta tesis, a veces entrando en polémica con sus colegas del bando ateo. Entre los libros más significativos, cabe destacar: Stephen Jay Gould, Ciencia versus religión. Un falso conflicto (1999); Francis S. Collins, ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe (2006); Trinh Xuan Thuan, La melodía secreta (1988), El cosmos y el loto. Confesiones de un astrofísico (2011), Deseo de infinito (2013).


Por ejemplo, con respecto al concepto de la divinidad, Trinh Xuan Thuan, que postula la existencia de un principio creador del universo (evidentemente no en cuanto científico), se declara budista no ortodoxo al añadir: «Creo que el principio es consciente. Ha querido crear un universo que tenga un observador. Esta es la razón por la cual nuestro universo ha sido regulado para evolucionar de la forma que lo ha hecho» (Trinh Xuan 2008b: 41). Esto incluso lo acerca a una concepción personal de Dios, pues, si el principio creador es consciente, si es inteligente y libre, entonces tiene las características de la persona, como mínimo.


Por otro lado, en las antípodas de la internacional ateísta, en­contramos también asociaciones que se le oponen, como la International Society for Science and Religion, que tiene su sede en Reino Unido (https://www.issr.org.uk/). Y la Sociedad Española de Ciencias de las Religiones (https://secr.es/)


Merecería la pena afrontar con todo pormenor las razones y las pruebas esgrimidas por los contendientes en la controversia que atra­viesa las publicaciones de uno y otro bando. Pero tal objetivo excede con mucho la tarea emprendida en esta exposición. Por eso, voy a limitarme a deliberaciones de carácter más general, comenzando por una especie de prolegómenos dirigidos a desbrozar los enfoques implícitos, las estrategias puestas en práctica y los presupuestos teóricos subya­centes. Se trata de contribuir en lo posible a disipar las confusiones más comunes entre conceptos pertenecientes a distintos niveles descriptivos, entre lenguajes no conmensurables, como lo son el de la explicación científica y el de la significación religiosa. Será imperativo deslindarlos con toda precisión, aunque sea compendiosamente, antes de pregun­tarnos por la eventual interacción entre ellos y el modo de plantearla correctamente.



La crítica por parte de algunos físicos: el ateísmo de Hawking


La confrontación teórica se planteaba tradicionalmente entre razón y fe (siglos XIX y XX), con un sesgo sobre todo crítico-filosófico. En los últimos decenios, en cambio, el planteamiento se hace en términos de oposición entre ciencia y religión, en forma de beligerancia pretendida­mente científica de ciertos físicos, biólogos y otros pensadores en una batalla sin cuartel contra toda religión.


El físico teórico Stephen Hawking sostiene que «la existencia de Dios es una cuestión válida para la ciencia»; más aún, asegura: «no se me ocurre ningún otro misterio tan importante y fundamental como qué o quién creó y controla el universo» (para esta cita y las siguientes, véase el vídeo documental El gran diseño. 3. ¿Creó Dios el universo?, 2011). Así que considera que la ciencia es competente también en asunto de misterios, pero a la vez piensa que, en realidad, el universo no es tan misterioso. Afirma que el universo no es más que una gran máquina gobernada por los principios y las leyes de orden físico. Como estas leyes las puede comprender la mente humana, razona, entonces el universo queda perfectamente explicado.


Hasta aquí, parece claro que Hawking tiene la idea de que Dios se concibe como una explicación alternativa y rival frente a las leyes de la naturaleza, de manera que, dado que las leyes lo explican, está de sobra la «hipótesis» de Dios. A mi entender, el planteamiento de Hawking resulta bastante desenfocado. El argumento es falaz. Nos dice: «Creo que el descubrimiento de estas leyes ha sido uno de los mayores logros de la especie humana, y que son estas leyes como ahora las conocemos las que nos dirán si es o no necesaria la figura de un Dios para dar sentido al universo entero» (Hawking 2011). Y agrega: «Las leyes de la naturaleza son la descripción de cómo las cosas funcionan en el pasado, presente y futuro»; pues «ellas gobiernan todo lo que sucede». Si nos fijamos, ahí concurren varias suposiciones metodológicamente cuestionables y, a mi juicio, del todo erróneas:


– Que los misterios son objeto científico.

– Que Dios opera como un factor inmanente, del mismo orden que las leyes naturales.

– Que la religión pretende ser una alternativa a la ciencia.


Es muy cierto que la ciencia hace comprender cómo funciona el universo. Ninguna objeción, cuando nos cuenta la historia de descu­brimientos científicos que explican fenómenos naturales. Pero esto apenas ofrece una sumaria historia de la física, que simplemente muestra que ahora conocemos mejor nuestro mundo. Falta una reflexión epistemológica sobre el alcance y los límites de este conocimiento, para no mezclar confusamente la cuestión de la explicación, propia del saber empírico o científico, con la cuestión del sentido, del origen y funda­mento, propia de la filosofía.


En efecto, las leyes físicas describen la estructura y el funcio­namiento de cuanto acontece en el universo, pero esto presupone que el universo existe y el tiempo se ha puesto en marcha. Es contradictorio pensar que las leyes físicas sean anteriores al universo, porque las leyes son siempre las de un sistema dado y no le preceden ni existen al margen de él. Preguntar por el origen del universo es exactamente lo mismo que preguntar por el origen de las leyes que lo rigen. Las leyes son inse­parables del comportamiento del sistema cósmico, de cuya realidad depende su existencia, por lo cual no es lógico pensar que sean su origen (salvo que se adopte una concepción platónica, nada científica). La mayoría de los entendidos suelen convenir en que el origen absoluto, la verdad última, cae fuera del alcance de cualquier teoría que deba contrastarse empíricamente. Por tanto, si la pregunta última por el origen del universo no puede tener una respuesta científica, es que no cons­tituye una pregunta científica.


El conflicto entre ciencia y religión expuesto por Hawking lo crea él mismo, con su platónica concepción de las leyes naturales y su errónea idea de milagro (entendido como transgresión de las leyes de la natu­raleza por parte de Dios). El autor exhibe su gran dominio de la física, pero también su precaria pericia filosófica. Desde Galileo, la ciencia moderna ha ido explicando cada vez más el mundo. Nadie lo duda. Pero añadir que «cuantos más descubrimientos se hacían, menor era la necesidad de un Dios» y, por ello, «la ciencia ofrece una alternativa a la religión», supone dos implícitos. Primero, la obviedad de que las ciencias positivas en su trabajo no requieren en absoluto un factor espiritual, como es Dios, igual que no necesitan la música de Mozart, la pintura de Goya, o la poesía de Juan Ramón Jiménez. Segundo, el erróneo dogma de que la ciencia puede sustituir a la religión, cuando se trata de verdadera religión, puesto que tienen vías y fines heteróclitos, y ninguna está autorizada a suplir a la otra en su específico magisterio (cfr. Gould 1999).


Hawking expone otra variante del argumento, en clave de conver­gencia entre la teoría de la gran explosión y la mecánica cuántica, que, según él, bastarían para dar cuenta del origen del universo. Pero es patente que lo que estas teorías explican es lo que acontece ¡una vez producida la explosión inicial y establecido el sistema cuántico con sus propiedades características! Evidentemente, ¡una vez iniciado ya el espacio-tiempo! Pero era precisamente por el origen de este por lo que preguntábamos, puesto que el universo no estuvo ahí desde siempre, sino que tuvo inicio. No satisface, por tanto, afirmar que «el origen del universo fue un suceso cuántico» (Hawking 2010: 150), porque no podía haber acontecimientos cuánticos hasta que hubiera universo, dado que lo cuántico pertenece a él; el mismo vacío cuántico es parte de este universo. Las fluctuaciones primigenias en el microscópico vacío cuán­tico requieren la existencia de este vacío, dotado con tales virtualidades.


Si, al decir de Hawking, el universo tiene solo dos ingredientes, la energía y el espacio, «creados de forma espontánea como consecuencia del Big Bang», nos falta saber de dónde proceden. Una respuesta posible afirma la creación por Dios, esto es, sostiene la procedencia desde una realidad distinta del universo, un principio creador, un fundamento absoluto, o como queramos llamarlo. Otra respuesta, por la que se inclina Hawking, sostiene que hay una explicación según la cual el universo se crea solo, de la nada; una nada explicable científicamente en términos de «energía negativa» en cantidad equivalente a la energía positiva, ambas producto del Big Bang. De modo que entre las dos suman cero. El universo pudo surgir sin necesidad de ningún tipo de energía, por lo que «es posible que nada causara el Big Bang». Y esta sería la razón para postular que «no es necesario un Dios para crearlo». Ciertamente el argumento resulta especioso y esotérico. Y manipula un significado equívoco del término «nada».


Hawking arguye que, teniendo en cuenta que el universo al principio era más pequeño que un protón, se le puede aplicar la teoría cuántica. En el mundo subatómico es posible crear algo a partir de la «nada», llamando así al vacío cuántico, en el que aparecen al azar partículas de energía, aunque sea durante una brevísima fracción de tiempo. Esto lo explican las leyes de la mecánica cuántica. De este modo, el universo pudo haber aparecido de la «nada», conforme a las leyes de la naturaleza y, por consiguiente, hay una explicación científica del nacimiento del universo. Este razonamiento hawkinguiano me parece falaz, pues da un salto ilógico. Lo que ocurre en el mundo subatómico supone que el mundo subatómico está dado ya ahí. Y la cuestión es precisamente la de la aparición del sistema donde operan las leyes de la cuántica. Mientras no hay universo no hay tampoco mundo cuántico, así que difícilmente puede este explicar aquel. Si no hay universo, no hay leyes de la naturaleza. Si no hay realmente nada en sentido estricto, tampoco hay la «nada» del vacío cuántico.


El punto crucial de que las leyes cuánticas dieron lugar al Big Bang presenta una formulación inaceptable, porque no hay leyes antes de la explosión primigenia, sino que esta instaura la realidad del orden cuántico; ni siquiera se puede hablar de un «antes» antes de que el tiempo empezara a correr. Hawking nos recuerda que espacio y tiempo están entrelazados y que, en el interior de un agujero negro, el tiempo se detiene y no existe, y a continuación concibe que eso es lo que habría pasado al principio del universo, que habría nacido como de un agujero negro. Pero caigamos en la cuenta de que un agujero negro es una realidad cósmica. Dice: «el papel que juega el tiempo de la creación del universo es, a mi entender, la clave que nos permite descartar la necesidad de un Gran Diseñador y que evidencia que el universo se creó a sí mismo». Pero, si ese «tiempo» precede al inicio, entonces no forma parte del cosmos. Tan solo es posible conocer científicamente el universo ya creado y el tiempo de su evolución.

 

Los límites infranqueables de la cosmología

 

Imagina Hawking que el universo estaba contenido en un punto como un agujero negro infinitamente pequeño e infinitamente denso, sin tiempo ni espacio. Pero donde no hay espacio ni tiempo, no hay realidad, al menos según el concepto de la realidad cósmica. Por el contrario, los agujeros negros son astros de este universo, algo radicalmente distinto de ese no tiempo, no espacio, no universo, cuyo carácter queda como incognoscible, por cuanto sería eterno, inmaterial, transcósmico. Muy parecido a cierta idea filosófica de la divinidad, sobre la que solo cabe pensar –y es lo que en el fondo hace Hawking– mediante comparaciones metafóricas, extrapolaciones y especulaciones metafísicas, pero no proponer explicaciones científicas, porque solo hay ciencia de este mun­do y sus leyes inherentes.


Puesto que no había ni tiempo ni nada antes del Big Bang, el universo no se debe a ninguna causa, según Hawking, dado que no existía ningún tiempo en el que una causa pudiera actuar. Evidentemente no podría tratarse de una «causa» en el mismo sentido de las causas que operan inmanentemente en el cosmos. Hawking lleva razón en negar que Dios sea una causa al modo de las leyes naturales y que intervenga en los procesos del tiempo cósmico al modo de estos procesos. Es algo afirmado por la filosofía más clásica que Dios no es un factor del mundo (Tomás de Aquino, Kant).  Pero ¿acaso tiene lógica explicar el comienzo del universo por unas «leyes de la naturaleza», por fuerza inexistentes con anterioridad al propio universo, con el cual nacieron y evolucionan? ¿Acaso las aún inexistentes leyes de la naturaleza se causaron a sí mismas, y el tiempo se inició a sí mismo sin existir aún? De ahí lo infundado de la conclusión de Hawking, cuando dice: «para mí, esto implica que no hay ninguna posibilidad de que haya existido un creador. Ya que no había el tiempo necesario para que este creador pudiera existir», «para que un supuesto Dios pudiera crear el universo». Lo que no había, con certeza, en ausencia de mundo, son leyes de la naturaleza que nos proporcionen la respuesta buscada sobre el origen… de ellas mismas. Así que lo que se descubre, al explicar científicamente de qué forma las leyes de la naturaleza actúan sobre la masa y la energía del universo desplegando un proceso que llega hasta nuestra especie, no nos descubre nada acerca del inicio del tiempo cósmico en cuyo seno todo viene aconteciendo.


Una última tentativa hawkinguiana por librarse del «problema de que el tiempo tenga un comienzo» (Hawking 2010: 154) y así soslayar los problemas planteados por el inicio contingente del universo consiste en compararlo con el problema del borde del espacio. Del mismo modo que el espacio no tiene borde, el tiempo no tendría inicio. Pero existe una diferencia ineludible: desplazarse por el espacio es reversible, mien­tras que la irreversibilidad de la flecha del tiempo se impone a la física. Más aún, la comparación está mal enfocada, pues lo pertinente sería comparar el paso del no espacio al espacio y el paso del no tiempo al tiempo. Y en este sentido, tanto el espacio como el tiempo cósmico tienen un comienzo.


Hawking concluye que la pregunta sobre si Dios creó el universo no tiene sentido. Y efectivamente, no tiene sentido físico, puesto que la ciencia física no tiene en absoluto explicación para el instante consti­tutivo del universo. Desde un punto de vista físico, tan gratuito es afirmar «nadie creó el universo» como lo contrario. Dejando aparte la referencia a la creación del mundo, solo cabe decir que no hay Dios en la naturaleza física, pero tampoco hay en ella humanidad, ni belleza, ni bondad, dimensiones desconocidas para las ciencias naturales. Y, no obstante, donde estamos viviendo es en eso que físicamente no existe.


Si se llegara a formular una única ecuación física que lo explique todo, lo dejará casi todo sin explicar, porque habrá aplastado la diversidad de lo real, hasta reducirla a una dimensión única y ciega para la vida y la conciencia. Además, tal «teoría del todo» se funda en un concepto de determinismo que en buena medida es incompatible con lo que hoy muestra la física de los sistemas complejos. Cuando se parte de un planteamiento equivocado del problema, quedan pocas probabilidades de llegar a una solución acertada. Y, ahí podemos comprobar que el plantea­miento comporta un sesgo ideológico influido por el declarado ateísmo personal del autor (cfr. Soler Gil 2008: 74-90).


A partir de 2004, el cosmólogo comunica públicamente que renuncia a la búsqueda de la gran teoría unificada, no cree ya en una única ecuación universal, y apela al teorema de incompletitud del matemático Kurt Gödel. De ahí que apueste por la teoría M, como la teoría más fundamental, al mismo tiempo que sostiene que «podría ser que para describir el universo tengamos que emplear teorías diferentes en situaciones diferentes» (Hawking 2010: 135).


Ninguno de esos cambios de opinión afecta al hecho de que resulta vana e infundada la pretensión de que la ciencia física posee competencia para «decidir sobre la existencia de Dios», entendiendo aquí por Dios el principio creador que habría dado la existencia al inexplicable origen inaugural del universo, a sus sistemas microfísicos y astrofísicos, a sus leyes, evoluciones y emergencias.


Ahora bien, por mucho que el físico pueda profundizar teórica­mente, a mi juicio, nunca escapa a un cortocircuito intelectual, cuando se lanza a especulaciones sobre el origen. Incurre persistentemente en una petición de principio, porque toda explicación requiere que esté ya dado lo que se pretende explicar, a saber, el acontecimiento de la gran explosión, el que este universo sea ya un hecho y sus leyes –solo entonces– den cuenta de lo que ocurre. La pregunta sigue en pie: ¿qué o quién desencadenó el proceso, el primer instante? ¿Qué pudo originar la «espontánea» creación del universo? La idea de creación alude a algo que está en el origen del tiempo, de las constantes físicas, las fuerzas fundamentales y las condiciones iniciales del universo. Frente a la interpretación de un principio creador, solo cabe la interpretación de un azar inexplicable. Ninguna de las dos tesis cuenta con demostración empírica posible. Ninguna es objetivamente más concluyente que la otra. Ambas caen fuera del alcance de la física: «la ciencia es incapaz de decidirse entre estas dos propuestas. Ambas son tan probables como imposibles de verificar» (Trinh Xuan Thuan 2008b: 37).


Una objeción metodológica análoga hay que oponer a las especulaciones acerca de la teoría más fundamental, la teoría M (Hawking 2010: 14, 134-136), que implica un multiverso. Puede concebirse un multiverso que comprenda todas las «historias alternativas» de distintos universos posibles, con las casi infinitas combinaciones diferentes de leyes físicas. Esta idea está tomada de la «suma de historias» de Richard Feynmann, que se refiere a las partículas existentes en este universo, por lo que extrapolarla a un «multiverso» supone un salto fantasioso, sin justificación ni verificación posible. De hecho, se admite que jamás tendremos noticia de la realidad de ese multiverso un tanto platónico. En último término, de una posibilidad matemática pensable no se sigue necesariamente que tenga que ser real. Por consiguiente, argumentar que una multitud de universos son posibles, pensables, luego existen, no pasa de ser un sofisma en toda regla.


Tal concepto de multiverso infinito, sorpren­dentemente, se asemeja demasiado a la idea medieval de Dios, ahora en versión matemática, definido como «el ser a cuya esencia pertenece la existencia». Por otro lado, extrañamente, las propiedades de las leyes físicas parecen calcar los atributos tradicionales de la divinidad: son universales, absolutas, intemporales, omnipotentes, omniscientes (Trinh Xuan Thuan 2000: 69). Quizá no sea sino un tardío intento de reedición de los infinitos mundos de Giordano Bruno y del argumento ontológico de Anselmo de Canterbury y René Descartes. Es llamativa la propensión idealista de esa única candidata a teoría completa del universo, la teoría M, matemáticamente autoconsistente, pero pensada como una ficción, verificable solo en la ínfima porción coincidente con las «leyes aparentes» de este universo nuestro, e infalsable en todo lo demás.


La hipótesis de que el universo que conocemos «puede ser explicado por la existencia de miles de millones de universos» (Hawking 2010: 186) probablemente no pase de ser una fantasmagoría, dado que por principio es inaccesible a la observación. Semejante «existencia», de todo punto inverificable, constituye una aseveración tan metafísica como la afirma­ción teológica de un creador, pero uncida aún a la ilusión de su carácter físico. Las leyes naturales, una vez dadas ahí, en cuanto tales leyes tienen tan poca necesidad del concepto de multiverso como del concepto de Dios. Además, la existencia no se justifica por ninguna ley antecedente, sino que, al revés, las leyes se justifican por la existencia de sistemas que mantienen un deter­minado comportamiento que los investigadores son capaces de observar, medir, describir y, finalmente, formular en forma de ley.


El ateísmo cientificista, o cientificismo ateo, con su abusiva pre­tensión de que la ciencia moderna posee respuesta para todo, se desliza inconsistentemente hacia otra forma más, y peor fundada, de aquel orden de creencias que rechaza. Cuentan que, en 1927, en una conferencia sobre la visión de Einstein y de Plank con respecto a la religión, el físico Paul Dirac arremetía como ateo militante contra los mitos religiosos, por ser falsos y faltos de fundamento. Entonces, Wolfgang Pauli intervino bromeando: «Bien, yo diría que nuestro amigo Dirac tiene una religión y el primer mandamiento de esta religión es: ‘Dios no existe y Paul Dirac es su profeta’» (citado en la entrada List of atheists in science and technology, en la Wikipedia en inglés).

 
En definitiva, ninguna explicación científica constituye el instru­mento adecuado para tratar el problema teológico. No es cierto que todas las preguntas tengan respuesta «dentro del reino de la ciencia» (Hawking 2010: 194). Ni la cosmología ni la teoría de la selección natural alcanzarán conocimientos determinantes para la postulación de Dios, como tampoco para la recusación de su existencia. Cualquiera de las dos apuestas puede ser compatible con la teoría científica. Pretender otra cosa no pasa de ser una grave transgresión epistemológica, es decir, un craso error de planteamiento, o fruto de malevolencia. En último término, supone desnaturalizar el método científico en aras de una opción filosófica (que, a diferencia de las hipótesis verdaderamente científicas, nunca cabe verificar ni falsar). Lo cierto es que el asunto de Dios y la espiritualidad se encuentran en otro plano, como están en otro plano de experiencia de la realidad la emoción estética, el lenguaje simbólico, la valoración ética, la estrategia política. En el clímax de su obra El gran diseño, el autor recalca que los conceptos mentales son la única realidad que podemos conocer; proclama que los astros no pueden aparecer de la nada, pero el universo entero, sí. Escribe: «La creación espontánea es la razón por la cual existe el universo. No hace falta invocar a Dios para encender las ecuaciones y poner el universo en marcha» (Hawking 2010: 203-204). Al parecer las ecuaciones «se encien­den» solas y producen el mundo: brillante apología de un idealismo absoluto, redefinido ahora en clave matemática. Y con un salto irracional de la ecuación imaginada a la realidad existente.


Afirmar o negar a Dios como creador es un tipo de juicio que trasciende lo que la investigación científica rigurosa y coherente puede conocer mediante sus propias reglas racionales y empíricas, su método y su justificación epistemológica. A lo más que podemos aspirar en el plano científico es a determinar qué teorías no pueden ser contradichas, hasta que se demuestre lo contrario, y qué hipótesis resultan incom­patibles con la ciencia. Pero hay que admitir que la ciencia puede ser compatible con diferentes visiones del mundo, en pro del ateísmo y en pro del teísmo, formuladas filosóficamente, o teológicamente.


Cuando los críticos muestran lo inadecuado de ciertas creencias tradicionales con respecto a los conocimientos de la ciencia actual, lo único que demuestran es que en la época de donde procede tal tradición no existía la ciencia, o que la ciencia de entonces no era capaz de dar una explicación científica en el sentido moderno. Quizá se creía que a ciertas cuestiones que hoy responde la física debía responder el mito: una equivocación semejante, aunque inversa, a la de los críticos que ahora creen que a las cuestiones del sentido y la ética debe responder la ciencia. En un caso y en otro se da una confusión de planos y una interferencia ilegitima entre ellos.


Todo lo que la ciencia puede aducir es que «Dios» no aparece en sus ecuaciones. Modesta constatación. Lo extraño sería que tuviera un lugar en ellas, alineándose como un objeto más del mundo o como una causa más de su estructura y funcionamiento empírico. En efecto, «si se quiere que la ciencia se atenga con pulcritud y exactitud a sus métodos, el argumento ‘Dios’ no debe desempeñar ningún papel en ella» (Küng 2011:102). Donde aparece la noción de lo sagrado o lo divino es en la experiencia humana, en el plano de la cultura, de la interpretación filosófica. Introducir la divinidad como un factor empírico objetivo tendría tan poco sentido como insertar, en el desarrollo de una ecuación, un poema o una melodía musical.


Por muy cierto que sea que la naturaleza física es omnipresente, es correcto decir que las leyes físicas, por ejemplo, las cuatro interacciones fundamentales, son ciegas para la vida, lo mismo que las ciencias biológicas, a su vez, son ciegas para la cultura y la conciencia reflexiva. Pues ni los sistemas inertes ni las leyes físicas contienen información acerca de la vida, aunque la hacen posible, y sin embargo los sistemas vivos emergen, de modo análogo a como emerge el pensamiento consciente en el sujeto humano, en una progresiva, innovadora e impre­decible complejidad.


El astrofísico Trinh Xuan Thuan está convencido de que la inves­tigación científica no puede responder a las preguntas últimas sobre el origen del mundo y el significado de la vida humana (cfr. Trinh Xuan 2000: 240). En desacuerdo con Hawking, manifiesta su rechazo a la idea del multiverso-azar. Se inclina por la tesis de la «necesidad», esto es, la apuesta filosófica por un solo y único universo. Esgrime como argumento la economía exigida por la «navaja de Ockham», así como la belleza, la armonía y la unidad del cosmos. De modo que, en El cosmos y el loto. Confesiones de un astrofísico, postula «la existencia de un principio creador que ha regulado las constantes físicas y las condiciones iniciales desde el principio como para que estas conduzcan a un universo consciente de sí mismo» (Trinh Xuan 2008b: 40). Este principio creador es lo que se suele llamar «Dios». Cree, además, que este principio es consciente y quiso crear este universo. La experiencia religiosa o espiritual aporta una visión de lo real complementaria respecto a la explicación científica. Aunque la indeterminación de la teoría científica permite una hermenéutica atea, también permite pensar una concepción de Dios, igualmente compatible con la teoría científica:


«Dios está fuera del tiempo, y su naturaleza y sus designios están representados por leyes de organización y de complejidad que también están fuera del tiempo y son inmutables e invariables. Sin embargo, a pesar de eso, el mundo no es inmutable. Puede cambiar, puesto que, gracias a la nebulosa cuántica y al caos, el universo puede dar libre curso a su creatividad a partir de esas leyes. Al escoger entre un amplio espectro de posibilidades, el universo puede ser cambiante y contingente» (Trinh Xuan Thuan 2000: 267).


No sabemos con qué descubrimientos nos sorprenderá la física moderna. Aún no hay descripción exacta del universo durante el primer segundo después de la explosión. Tal vez hubiera un tiempo anterior a la existencia. Tal vez quepa «suponer que el nacimiento del universo es un acontecimiento en la historia del cosmos y que debemos atribuir a este un tiempo anterior al nacimiento mismo de nuestro universo» (Prigogine 1996: 187), una especie de preuniverso o «metauniverso» que, mediante un cambio de fase, produjo nuestro universo observable. En cualquier caso, la apuesta por un principio creador divino, instaurador de la realidad cósmica y todas sus posibilidades, no queda abolida por ninguna hipótesis científica particular, ni lo será por ninguna otra que llegue a proponerse en el futuro, puesto que cae por principio más allá de toda posible verificación empírica.


Por lo demás, este capítulo es solo parte de la problemática y deja pendientes otras cuestiones no menos importantes. ¿Cómo se replan­tearía el problema, si tratáramos de pensar a Dios no ya desde el origen del universo, sino desde la evolución de la vida o desde el despliegue historicocultural de la humanidad?



La crítica por parte de algunos biólogos: de Wilson a Dawkins


El célebre sociobiólogo Edward O. Wilson deja constancia de su interés por la religión, siempre con el fin de descalificarla. Le dedica el capítulo VIII de su obra Sobre la naturaleza humana (1978). Veinte años más tarde, el capítulo 11, «Ética y religión», en Consiliencia. La unidad del conocimiento (1998). Y finalmente, el capítulo 25, «Los orígenes de la religión», en La conquista social de la tierra (2012). El conflicto entre ciencia y religión ha sido para él una constante, mientras que sus argumentos han ido varian­do y perfilándose a lo largo del tiempo.

El más antiguo de esos textos comienza diciendo: «La predispo­sición a la creencia religiosa es la fuerza más poderosa y compleja de la mente humana y con toda probabilidad una parte inseparable de la naturaleza humana» (E. O. Wilson 1978: 238). Por tanto, se trata de una dimensión inherente a la condición biológica de la especie. Más aún, la religión constituye uno de los universales culturales de la humanidad, presente y reconocible en todas las sociedades, desde las bandas de recolectores-cazadores hasta las civilizaciones imperiales. Pero, a pesar de los intentos que algunos han hecho de compatibilizar ciencia y religión, los avances del materialismo científico están socavando la fe religiosa tradicional, así como sus «equivalentes seculares», que son las ideologías políticas que ejercen como religión del Estado.


Para comprender el significado de las creencias y prácticas religiosas, según Wilson, la mejor herramienta será la «sociobiología de la religión», desde la perspectiva de la «ventaja genética» y el «cambio evolutivo». No negaremos el interés de este enfoque. Lo que está en cuestión es su alcance. De algún modo, las religiones, como otras instituciones huma­nas, evolucionan y se supone que han sido seleccionadas por cuanto «aumentan el bienestar de quienes las practican» (E. O. Wilson 1978: 246). Es decir, en la pugna entre sociedades por la supervivencia y la mejora en las condiciones de vida, la religión sirve a la potenciación del propio grupo en la guerra y en la explotación económica.


El sociobiólogo admite que tropieza con dos dificultades. Primera, al ser la religión una categoría de comportamiento exclusiva de la especie humana, no se le pueden aplicar modelos biológicos elaborados para el comportamiento de animales inferiores. Y segunda, las reglas mediante las que se asume la actuación religiosa operan a nivel de la mente inconsciente, por lo que entorpecen el análisis. A pesar de todo, cree que estos obstáculos se pueden salvar investigando la estructura de la conducta religiosa, que abarca las creencias, la magia, los ritos y la mitología, aplicando el enfoque de la selección natural en tres planos: como selección de formas eclesiásticas, como selección en función de las exigencias ecológicas y como selección que incide en las frecuencias de los genes. La clave estaría, así, en una interacción entre genes y cultura. La selección del tipo de religión que propicia «el bienestar de los individuos y la tribu» favorecería finalmente el tipo de genes adecuado, de los que a su vez depende.


La fácil disposición de los humanos para el adoctrinamiento y la obediencia radicaría en unas reglas de aprendizaje seleccionadas evolu­tivamente en virtud de los beneficios que reportaban al conjunto de la tribu. Los miembros individuales asimilaban los códigos que santifican los mecanismos reguladores: «hay una predisposición genética a la conformidad y a la sacralización» (E. O. Wilson 1978: 261). Aunque, ante todo, la religión favorece los intereses del grupo, también el individuo sale generalmente beneficiado por la fuerza que le confiere la sacralizada identidad colectiva.


El hecho es que la mente humana está predispuesta favorablemente a participar en los procesos de sacralización que configura la religión organizada. Y esto implica unos mecanismos concretos (cfr. E. O. Wilson 1978: 264):


– Un mecanismo de objetivación de la realidad a través de ideas e imágenes fundamentales (el orden sobrenatural, la lucha del bien y el mal, los tabúes, etc.).

– Un compromiso de dedicar la vida a esa cosmovisión objetivada, que se refuerza emocionalmente en ceremonias que son «puro tribalismo».

– Un relato mítico que vienen a racionalizar el lugar privilegiado de la tribu en el mundo y su destino superior.


La importancia de la mitología no es algo del pasado, sino que man­tiene su vigencia en las sociedades modernas, por mucho que traten de camuflar su verdadero carácter:


«Es obvio que los seres humanos todavía están gobernados por los mitos en una gran medida. Además, gran parte de la lucha intelectual y política contemporánea se debe al conflicto entre tres grandes mito­logías: el marxismo, la religión tradicional y el materialismo científico» (E. O. Wilson 1978: 266).


Ahí se localiza con acierto dónde se halla presente la reli­gión, más allá de las apariencias. Esos grandes relatos se apoyan por igual en los respectivos sistemas de creencias. La discrepancia estriba en la valoración que se hace de ellos. Para Wilson, el marxismo ha fracasado por su erróneo concepto de la naturaleza humana, su historicismo y su caída en el dogmatismo. Por otro lado, la teología de la religión tradi­cional estaría retrocediendo ante los desmentidos de la ciencia, hasta refugiarse en su último baluarte, que es la idea trascendente de Dios autor de la creación. Wilson piensa que el materialismo científico, desman­telando los mitos de las creencias equivocadas, se alzará con la victoria, al ofrecer una «mitología alternativa» más poderosa, cuyo núcleo consiste en «la epopeya evolucionista», donde, a su juicio, no queda sitio para el espíritu divino.


Más aún, cree que el naturalismo científico da cumplida explicación de la religión, aunque en la práctica no logre sustituirla de inmediato. La religión todavía «perdurará mucho tiempo como fuerza vital de la sociedad» (E. O. Wilson 1978: 269), porque el humanismo (que aquí hay que calificar de cientificista) no alcanza a satisfacer ciertas aspiraciones profundas de la mente humana. No obstante, el científico, que no puede ser sacerdote, pero sí humanista militante, se muestra inquieto, buscando la manera de apropiarse el poder de la religión.


En resumen, Wilson confirma el fundamento bioevolutivo de la religión y, por tanto, la inevitabilidad de su presencia: «la mente siempre creará moral, religión y mitología, y las dotará de fuerza emocional. Cuando se eliminan las ideologías ciegas y las creencias religiosas, otras se manufacturan rápidamente como sustitutos» (E. O. Wilson 1978: 278). Pero emite un juicio negativo sobre las religiones tradicionales organizadas, para proponer, a continuación, su sustitución por el mate­rialismo científico, o naturalismo científico, cuyo ethos considera superior y cuya epopeya evolucionista, aunque «sus afirmaciones totalizadoras no pueden probarse definitivamente» (E. O. Wilson 1978: 279), constituiría el mejor mito disponible. Pues piensa que es imprescindible satisfacer la necesidad mitopoyética inherente a la mente humana.


Estamos aquí ante un caso patente de lo que hemos denominado cientificismo: algunos seguidores de la teoría neodarwinista de la evolución no se contentan con que esta sea una ciencia, sino que pretenden que ocupe el lugar de la filosofía (como ética) e incluso de la teología (como sucedáneo de religión). Con todo, no parece muy seguro de esa pretensión de que «el materialismo científico se apropie de las energías mitopoyéticas para sus propios fines» (E. O. Wilson 1978: 285), porque, si bien la ciencia puede explicar el comportamiento humano, incluido el religioso, no está capacitada para transmitir experiencias personales. De ahí que diga expresamente: «no sugiero que el mate­rialismo científico se use como una forma alternativa de religión formal organizada» (E. O. Wilson 1978: 286). Lo que sugiere es una modi­ficación del humanismo científico, a fin de que este promueva la poderosa mitología del materialismo científico, basada en la comprensión de la naturaleza humana en perspectiva evolucionista. Lo cual, cree, permitiría elegir un «sistema de valores» más acorde con los imperativos de la esencia biológica humana. Esta vacilación dará paso a una contradicción flagrante, cuando el propio Wilson escribe, veinte años después, en su obra Consiliencia: «La ciencia no es una filosofía ni un sistema de creencias» (E. O. Wilson 1998: 69). ¿En qué quedamos? ¿Qué pasa con el mito materialista? Tal vez da por fracasado el proyecto cientificista, tácitamente. Desde luego, la ciencia no da para tanto.


Por otro lado, Wilson no cae en la cuenta de que el maravilloso relato de la evolución del universo, de la vida y la conciencia es perfectamente asumible también por los creyentes en Dios. Las grandes Iglesias así lo hacen. Por tanto, ante la descripción científica de la evolución, cabe una interpretación filosófica materialista, pero no es la única posible. Los teístas integran esa descripción como conocimiento más amplio de su fe, es decir, como el modo concreto de realizarse la creencia en que el universo es creación de Dios.


A fin de cuentas, la oposición entre religión y laicismo, entre materialismo y teísmo, tal como la maneja Wilson, me parece una filosofía con aires dogmáticos y que olvida la indeterminación y la incompletitud de la teoría evolucionista. Además, carece de un análisis crítico de la religión, que admita la verosimilitud de esta como alternativa hermenéutica a la reducción en términos materialistas y naturalistas. Wilson se ha extraviado por el decimonónico camino comtiano que lleva a constituir una religión positivista.


Nuestro sociobiólogo aduce datos de las encuestas que muestran el decreciente número de científicos que se declaran creyentes (cfr. E. O. Wilson 2012: 298). Lo más verosímil pudiera ser que, en buena medida, tales datos solo denoten el grado creciente de ignorancia religiosa que padecen los científicos norteamericanos, y no solo ellos, así como el abrumador atraso del conocimiento de la religión en la sociedad contem­poránea, en desfase con el avance del conocimiento en otras materias, empezando por la mentalidad premoderna o precrítica de tantos clérigos y teólogos. En algunos casos, a la vista del modelo de religión y de cristianismo al que hacen referencia, se diría que el ateísmo representa cierta forma de sensatez; aunque, por lo general, los ateos no se muestran menos ignorantes. Total, un ateísmo petulante frente a un cristianismo obsoleto, desconocedor de sí mismo y acomplejado.


La tesis que Wilson sostiene, en su obra La conquista social de la tierra, vincula el desarrollo de la religión con el tribalismo, es decir, con la sociedad tribal, donde habría cumplido alguna función. Pero parece tener una dificultad insalvable a la hora de reconocer aspectos positivos en la religión. Su dificultad comienza en la falta de entendimiento del tipo de sistema semiótico que constituye la religión. Para otros dominios, sí admite que pueda haber discursos expresivos alejados de la verdad científica. Así, en el ámbito literario, el novelista se abre camino en un relato que en sí mismo es ficticio, no factual, a fin de alcanzar una verdad superior. Y para la estética lo justifica, citando expresamente a Picasso: «El arte es la mentira que nos ayuda a ver la verdad» (E. O. Wilson 2012: 322). Sin embargo, no percibe esa misma posibilidad cuando se trata del lenguaje religioso y, en consecuencia, se impide interpretarlo correcta­mente en función de la forma peculiar de verdad que le corresponde a ese lenguaje.


Uno no sabe por qué no son atribuibles a la religión los rasgos que él mismo reconoce a la música y la danza, que con frecuencia la acompañan: «sirven a la vez al nivel individual y al de grupo. Reúnen a los miembros del grupo, creando un conocimiento y objetivo comunes. Estimulan la pasión para la acción. Son mnemónicas, al remover y añadir los recuerdos de la información que sirve a los propósitos de la tribu» (E. O. Wilson 2012: 328). Modifican la manera como la gente ve el mundo y se comporta en él. No se puede negar, más allá de la tribu, que la práctica religiosa puede unir a los miembros de la familia entre sí y con la comunidad más amplia. Une a unas familias con otras a unas comu­nidades con otras. Sin duda, a veces, puede reforzar los enfrentamientos, pero también consolidar los vínculos hasta escala global.


En su afán por descalificar la religión, pretende desgajar de ella la ética e incluso insertar la ética en el campo científico, de tal manera que llega a proponer la ciencia como sustituto de la religión. Ahora bien, no se puede obviar que, conforme a su método, la ciencia es descriptiva y explicativa, no normativa ni orientativa. La ética no es deducible de la ciencia, como producto de la selección natural, aunque esta pueda ilustrarla; supone siempre una creación cultural, emparentada con la religión y la filosofía. Resultará inútil rebuscar en los genes la codificación del comportamiento humano, por mucho que marquen ciertos límites. Wilson, que no deja de mencionar la evolución cultural, prescinde luego de ella totalmente en su argumentación.


Es probable que la oposición radical de Wilson represente una reacción ante el auge del fundamentalismo evangelista en Estados Unidos, tan contrario a lo que debe ser una religión ilustrada. En efecto, es muy necesario ilustrar la religión, repensarla después de haber asimilado las revoluciones científicas y tecnológicas del último siglo. La misma teología ha de evolucionar teniendo en consideración los avances de la ciencia y no desdeñando los métodos de las ciencias sociales y humanas para su propio cometido. Pero del conocimiento científico como tal no se puede deducir ninguna posición ética, ni religiosa, ni siquiera que haya que emplear la ciencia de manera decente en la práctica. Por su naturaleza, los saberes científicos y técnicos pueden servir también a la opresión social y al deterioro ambiental, sin que quepa decir, en modo alguno, que eso sea anticientífico.


En el propio texto wilsoniano, pese a su ferviente reivindicación de los ideales ilustrados, no encontramos indicios de un análisis crítico de otros subsistemas clave de la sociedad, no menos susceptibles de cuestionamiento. Se observa un clamoroso silencio sobre la política, el Estado, la guerra, la economía. Apenas hace una telegráfica alusión a la «ideología política». Habría que señalar, como parece evidente, que puede surgir el mismo sectarismo, que él vincula con la religión, en los partidos políticos, en la política mundial, entre las multinacionales, e incluso entre los científicos. Entonces, según lo que él postula, cuanto «idiotizan y dividen», habría consecuentemente que ir aboliendo los partidos políticos, los Estados, las corporaciones multinacionales y el sistema financiero. El simplismo ostensible en esto último carece de fundamento empírico y del menor sentido histórico. Tampoco parece que constituyera un logro preclaro de la Ilustración.


En último término, la posición de Wilson da por obvia la incom­patibilidad entre la cosmovisión de la ciencia biológica y la de la creencia religiosa. Sin embargo, aunque tal cosa ocurra en determinados plantea­mientos obtusos, encontramos justificada una perfecta compatibilidad entre ambas, no solo en la doctrina oficial de las grandes Iglesias cristianas y de otras religiones, sino en importantes pensadores, cuyo precursor podríamos ver quizá en Pierre Teilhard de Chardin: Hans Küng (2005), Francis Collins (2006), Trinh Xuan Thuan (2008), Frédéric Lenoir (2011) y tantos otros.


Otro espadachín del ateísmo parapetado en argumentos biológicos es el zoólogo Richard Dawkins. Pretende descalificar la religión como si fuera una aberración, al considerarla como un «subproducto» de un mecanismo seleccionado evolutivamente con un propósito diferente: «Qui­zá la característica en la que estamos interesados (en este caso, la religión) no tiene un valor de supervivencia directo por sí misma, pero es un subproducto de algo que sí lo tiene» (Dawkins 2006: 188). Esta tesis supone dos cosas: reconocer que la religión es producida a partir de un mecanismo psicológico normal y necesario, y añadir a la vez que el resultado de su aplicación es negativo o erróneo. Por este motivo, lo denomina subproducto. Ahora bien, afirmar esto implica no solo la descripción de un proceso evolutivo, sino una valoración del resultado: se le llama «subproducto» precisamente en función de la valoración negativa. Depende de un juicio sobre el valor de lo producido por la evolución en función del prejuicio antirreligioso. Así, esa calificación negativa se efectúa desde fuera, proyectando en los hechos biológicos la apreciación de unas consecuencias sociales indeseables, que suponen una valoración ética, reconvertida en argumento biológico, que, a su vez, se reutiliza como argumento filosófico para dictaminar, sobre supuesta base científica, el carácter negativo de la religión. Doble atropello epis­temológico.


En sus obras de crítica a la religión, en particular en El espejismo de Dios (2006), cuando se refiere al cristianismo, Dawkins solo alude a autores tradicionales y de manera un tanto apresurada, sin mostrar haberse hecho cargo siquiera de sus planteamientos y argumentos, propios de un cristianismo antiguo. No cita con seriedad a los pensa­dores cristianos críticos, más actuales, que parece ignorar por completo. Estos admiten sin el menor problema el proceso de la evolución del universo, la vida y el hombre, explicado autónomamente. Pero piensan que la racionalidad de ese proceso cósmico permite, en el plano filosófico, tanto una interpretación atea, como una interpretación teísta, que relacione este cosmos autónomo con un Dios no patente, oculto, dado el enigma final con el que tropieza todo conocimiento demos­trativo (cfr. Javier Monserrat, El gran enigma, 2015).


En Dawkins encontramos mucha más literatura que argumentos. Arguye, sobre todo, que la objetividad de la ciencia darwinista prueba el ateísmo con la máxima probabilidad, mientras que el teísmo cuenta con probabilidad casi nula. Como la complejidad del mundo se explica por el darwinismo, no hace falta la hipótesis explicativa de Dios; por lo tanto, Dios no existe. Esta idea la refuerza mediante la reinserción de la evolución biológica en la evolución cósmica, haciéndose eco de las espe­culaciones cosmológicas sobre los multiversos infinitos que postu­larían un origen por mero azar, que también volverían innecesaria la hipótesis de Dios. En estas maniobras intelectuales, ignora palmaria­mente el hecho de que el teísmo crítico moderno acepta la teoría de la evolución y el modelo cosmológico estándar, en el marco de la ciencia y bajo las condiciones de la discusión científica. Por otro lado, Dawkins se empeña en considerar que Dios pueda ser un hipotético factor de explicación empírica, sea biológica, sea cosmológica. Comete un craso error. La pretendida evidencia de Dawkins es puesta en cuestión por la epistemología crítica, que establece límites a la validez de las teorías científicas, que asume la falta definitiva de certeza y que prohíbe inferir de la ciencia conclusiones de orden filosófico acerca de la verdad última. Al hacerlo, incurre en una forma de dogmatismo.


La objetividad de la ciencia, contra lo que pretende Dawkins, no está perentoriamente de parte del ateísmo. En la modernidad crítica, las interpretaciones filosóficas, tanto la atea como la teísta, comparten el mismo estado actual de la ciencia, asumen la incertidumbre y la ambigüedad ontológica del universo, y salvan la compatibilidad de sus propuestas hermenéuticas con lo conocido científicamente. Luego, su­ponemos que con toda honestidad intelectual y moral, cada opción aporta sus razones y las considera que son las más convincentes. Lo cierto es que no hay, y sin duda nunca habrá, un tribunal ante el que apelar, con capacidad para emitir un veredicto apodíctico en favor de una de las partes.



Las ciencias naturales no tienen nada que decir sobre religión


Si hablamos con propiedad, las teorías físicas y las biológicas, que poseen legítimamente sus objetos de estudio y sus métodos, no tienen ningún medio, ni ninguna competencia, para ocuparse de los fenómenos religiosos, que están situados en el ámbito de la cultura y la historia de las sociedades humanas.


Ninguna especie viva del reino animal tiene religión, excepto la especie humana, del mismo modo que solo esta posee propiamente cultura en el sentido antropológico. No hay religión en la naturaleza biológica, es decir, no la hay fuera del sistema sociocultural humano. Y, si aso­ciamos con la religión la idea de Dios, debemos decir que tampoco hay concepción o imagen de Dios fuera de la cultura humana. Ni en los genes, ni en el cerebro como órgano biológico, hallaremos contenidos espirituales. La neuroteología que algunos mencionan seguramente no pasa de ser una especulación esnobista, diletante y estéril. Si hacemos caso omiso de la dimensión cultural, la naturaleza biológica humana quedará fatalmente truncada de lo que hace emerger la humanidad. Lo mismo que la lengua hablada, la música, el bien y el mal moral, así el rito y el mito solo existen en las relaciones humanas configuradas cultu­ralmente, constituidas en sistemas semióticos.


En la medida en que producimos, al menos en parte, nuestra experiencia del mundo, esta no es sin más lo que el punto de vista físico y el biológico nos descubren. Ya la percepción básica introduce algo más en el orden del significado. Por ejemplo, como señala Wilson: «El color no existe en la naturaleza. Al menos, no existe en la naturaleza de la forma que el cerebro ingenuo piensa» (E. O. Wilson 2012: 241). Se pueden describir los mecanismos que intervienen en la visión del color, pero habrá que añadir el particular sesgo que induce el aprendizaje cultural, y hay que admitir que la sensibilidad cromática se inserta en una experiencia subjetiva irreductible.


Hagamos otra comparación. Por extraño que suene, tampoco hay propiamente música fuera de la humanidad, ni en las esferas celestes, ni en el canto de los pájaros, ni en el murmullo del arroyo. La musicalidad la proyectamos nosotros. En la naturaleza no existen los sonidos musicales en cuanto tales, sino solamente una multiplicidad de ruidos (cfr. Lévi-Strauss 1964: 28). Cada sis­tema musical selecciona un número muy reducido de estos sonidos en bruto y los utiliza en niveles de articulación creados por la cultura, como un lenguaje musical con su gramática y su sintaxis. Los «significados» no están nunca en los elementos del primer nivel de articulación, sino en la combinatoria de estos en un nuevo nivel de sones, donde emerge toda significación musical con su melodía, armonía y ritmo.


Es lógico que, desde el punto de vista científico natural, ni la religión ni la idea de Dios se hallen en la naturaleza. Aunque, también aquí, para otros puntos de vista, podamos decir que el universo o la naturaleza proporcionan, a la experiencia humana, elementos distintivos sobre los que se construyen los significados religiosos. Es un hecho que, en cuanto fenómeno sociológico y psicológico, la creencia en Dios existe, y Dios existe en la creencia teísta, como también se da la creencia naturalista atea formulada por la filosofía materialista. Pero, en definitiva, las teorías físicas y biológicas, en cuanto tales, no tienen nada que decir acerca de la religión.



La crítica a la religión desde las ciencias antroposociales


Al contrario de los reseñados ateos, de profesión físicos y biólogos, que se lanzan impertérritos a negar o disolver la religión y la existencia de Dios, los investigadores dedicados a las ciencias del hombre se esfuerzan por explicar los fenómenos religiosos en términos de su respectiva disciplina. De estos, los que se declaran ateos sostienen que han descifrado las claves decisivas para explicar la religión, que se radicarían en determinados mecanismos y funciones de orden psíquico o social. En cambio, los otros, tras analizar los mismos mecanismos y funciones, saben que el significado último de aquellos fenómenos escapa a las herramientas estrictamente científicas.


Al transitar de la naturaleza a la cultura, es importante entender la novedad que supone la emergencia del orden cultural, objeto de estudio para las ciencias del hombre. En este dominio de las disciplinas sociales y humanas encontramos también el proyecto de reducirlas a las ciencias más duras y, finalmente, a verlas como ramas de la biología.


Una manera de plantearlo nos la proporciona el propio Edward Wilson, en cuyo enfoque sociobiológico encontramos el concepto de «regla epigenética», con el que cree explicar la especificidad de la naturaleza humana en el paso de los genes a la cultura (E. O. Wilson 1998: 222-233). Pero este concepto comporta una ambigüedad que es necesario despejar. Para ello, hace falta ratificar la continuidad del comportamiento humano con los genes y, al mismo tiempo, relativizarla, porque, si bien los genes evidentemente están implicados, lo deter­minante estriba en el carácter cultural de las reglas específicas establecidas por la propia sociedad humana, a las que los potenciales genéticos se pliegan de alguna manera. Tal es el empeño de la socio­biología humana, que dejaré simplemente indicado nada más.


Es evidente que no se puede prescindir de los aspectos físicos y biológicos para una comprensión adecuada del ser humano. Pero las ciencias del hombre no resultan por ello abolidas. La especificidad emergente de la que estas ciencias se ocupan requiere métodos igual­mente específicos, aunque es verdad que se hallan menos avanzados, debido a la enorme complejidad de su objeto. Todo sistema de organización sociocultural trasciende la naturaleza, aunque arraigue en ella, y se abre a la significación, a la función simbólica que crea sistemas semióticos con todos los comportamientos humanos. En toda sociedad humana, observamos cómo la elaboración cultural impone por doquier reglas, en parte conscientes, en parte inconscientes. La investigación antropológica descubre «leyes de orden, subyacentes a la diversidad observable», que en último término constituyen los universales culturales y que definen la especificidad antrópica. En una mirada distante, se trata de «descubrir y formular esas leyes de orden en diversos registros del pensamiento y la actividad humana. Invariantes a través de las épocas y las culturas, solo ellas podrán permitirnos superar la antinomia aparente entre la unicidad de la condición humana y la pluralidad aparentemente inagotable de las formas bajo las cuales la aprehendemos» (Lévi-Strauss 1983: 54). Aquí encontramos el fundamento más sólido de las ciencias del hombre.


Si enlazamos de nuevo con el tema de la religión, todas las disci­plinas antroposociales, cuyas principales ramas son la psicología, la etnología, la sociología, la antropología y la historia, son competentes para investigar las tradiciones religiosas, cada una con su particular enfoque y métodos, por cuanto la religión es parte integrante de todo sistema sociocultural. En este sentido, la psicología de la religión, la sociología o la antropología de la religión, la historia de las religiones y los métodos histórico-críticos tratan de avanzar en el estudio y clarificar la estructura, la funcionalidad y la significación que comportan los sistemas religiosos.


Por ejemplo, el antropólogo social Claude Lévi-Strauss afirma que la religión, el mito y el ritual cumplen su función mediante unos mecanismos que, en última instancia, desvelan cómo operan las estruc­turas inconscientes del espíritu humano. Enmarca los hechos religiosos en un vasto sistema de comunicación social, donde constituyen modos particulares de comunicación, de la misma naturaleza que los demás, a los que rehúsa toda especificidad (Lévi-Strauss 1971: 590). Para él, la cuestión religiosa remite a la del sentido. Y rechaza que la vida tenga un sentido, por más que estemos emplazados a dárselo inexcusablemente. Concede que se trata de una opción metafísica, pero cree que está «fundada en consideraciones muy simples, la primera de las cuales es que el hombre no ha existido siempre sobre la faz de la tierra, y que aunque los primeros homínidos aparecieron hace cuatro o cinco millones de años, eso no es mucho tiempo en un mundo cuya existencia se cifra como mínimo en miles de millones, suponiendo que haya un comienzo. Es muy verosímil que el hombre tampoco existirá siempre. Así pues, todos los problemas que nos planteamos un día no existirán ya, por el hecho de que ya no habrá conciencia que los plantee» (entrevista con Chabanis 1973: 84). En otras palabras, dada la finitud humana, el sinsentido le parece el último horizonte en el ineluctable crepúsculo de la humanidad.


Otro autor representativo es Marvin Harris, antropólogo defensor del materialismo cultural, para quien los cultos, creencias y prácticas religiosas, con sus preceptos y tabúes, conforman a nivel super­estructural mecanismos adaptativos a los contextos políticos, econó­micos y ecológicos cambiantes. La religión suele convertirse en una poderosa fuerza social por sí misma, aunque es interdependiente a la vez de las condiciones estructurales e infraestructurales. Su función es suministrar medios para el control y el mantenimiento del sistema social, pero también «la religión desempeña a menudo un papel crucial en el reforzamiento de impulsos que conducen a grandes transformaciones de la vida social» (Marvin Harris 1988: 597). Así, se atiene a unas coor­denadas funcionalistas, evitando más pronunciamientos filosóficos que los que su metodología implica.


Llegados a este punto, tenemos que recordar la obviedad de que estudiar los fenómenos religiosos no es lo mismo que participar de ellos subjetivamente o confirmar lo que la religión afirma. Todas las dimen­siones socioculturales han de conocerse lo más objetivamente posible, mediante modelos explicativos contrastables con los datos disponibles. Otra cosa distinta es el pronunciamiento acerca de los referentes teoló­gicos de los que hablan las creencias o los rituales, que evidentemente caen fuera del alcance de las competencias científicas y tienen que ver con la mitología y la ideología. Esta clase de límites, por lo demás, afecta a la «verdad última» de todas las dimensiones de la cultura humana, aparte de la religión. Tales cuestiones, no obstante, también pueden abordarse, pero en el nivel de la interpretación filo­sófica, con la racio­nalidad propia del pensamiento crítico, que legíti­mamente argumenta sobre lo que escapa a la ciencia empírica y reflexiona incluso sobre aquello que excede a la razón.


En cuanto realidad de orden cultural, los sistemas religiosos y las ideas o imágenes de Dios están ahí disponibles históricamente para ser estudiados con métodos de las ciencias sociales y humanas. No obstante, en cuanto conjunto de significados que remiten a realidades no empíricas, sobre estas los métodos científicos, por principio, no tienen nada que decir. Para tratar el problema de la religión y la cuestión de Dios de manera sustantiva, las ciencias, en su frontera límite, no imponen ninguna verdad última; permiten adoptar argumentativamente distintos puntos de vista, tanto el del ateísmo como el del teísmo. Pero esta argumentación no se deduce ya de la investigación científica, aunque deba tenerla en cuenta, sino que tales puntos de vista son objeto de consideración, interpretación, o hermenéutica filosófica, o teológica. Por consiguiente, siempre que no entren en contradicción con las teorías científicas, son posibles esas dos interpretaciones. Y, de hecho, se dan y son verosímiles. Una conclusión clara sería que, cuando se hace un planteamiento correcto, las discrepancias surgen entre interpretaciones filosóficas alternativas, pero no entre ciencia y religión.



La falta de un pensamiento crítico en los ateos y en los teístas


No tiene sentido buscar a «Dios» como elemento de la naturaleza. Pasa­ron los tiempos del dogmatismo panteísta a lo Spinoza. En la natu­raleza, la ciencia natural únicamente encontrará naturaleza. Y su verdad última, si existe, ni siquiera apunta en el horizonte de la incer­tidumbre que can­cela la vigencia de sus leyes. La idea de Dios, lo mismo que su negación, viene proyectada sobre ella y más allá de ella por el pensa­miento especulativo humano. En el mundo natural, visto desde las ciencias empíricas, no hay significados religiosos ni evidencias de la divi­nidad. Porque, por muy antrópico que sea nuestro punto de vista, fuera de la conciencia humana no hay religión, ni fe, del mismo modo que, según ya he repetido, no hay ética, ni música, ni política, ni arte, ni lenguaje hablado. Y la posición del ateo constituye una aserción de fe, del mismo orden que la del teísta. Uno y otro, además, puede apoyarse en razonamientos argumentativos, o entregarse a alguna clase de fi­deísmo.


Lo que no tiene sentido es la pretensión de extraer directamente argumentos teístas, o ateístas, a partir de la física o la cosmología, ni a partir de la biología o la evolución de las especies. Tampoco a partir de la historia humana hay que buscar argumentos «científicos» a favor de la existencia de Dios, porque, desde este enfoque, en las sociedades hu­manas solo encontramos creaciones culturales, sistemas religiosos que comportan su concepción de la divinidad, expresada visiblemente en ritos, mitos, ideas, obras de arte, normas éticas, conversaciones, fan­tasías, literatura... Pero, de haber un referente o fundamento «trascen­dente», siempre permanece callado tras el enigma que hay que descifrar, como misterio insondable.


En resumen, por lo que toca a las críticas a la religión, todas ellas son inevitablemente de índole filosófica, ya procedan de un Nobel de física o de un metafísico marxista. La diferencia está en que las críticas a la religión hechas por filósofos son filosóficas, mientras que las críticas a la religión hechas por científicos no son, ni pueden ser, científicas: son también filosóficas, metafísicas, por mucho que se disfrace esta filosofía con una máscara de ciencia. Y, aceptada la imagen científica del mundo y su indeterminación última, las interpretaciones filosóficas han de medirse unas con otras por sus argumentos, sabiendo que la incer­tidumbre sobre la verdad última nunca se puede despejar objetivamente.


En consecuencia, en esta era de la epistemología crítica, si con­cluimos que la teodicea es imposible en términos de demostración racional, apodíctica e irrefutable (cfr. Estrada 1997), debemos añadir que esto no significa que la teodicea no sea posible en forma de argumentación coherente y verosímil, en cuanto una hipótesis tan legí­tima como cualquiera de sus antagonistas.