Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
3. Las
críticas a la religión por parte de filósofos
PEDRO GÓMEZ
|
La
religión como fenómeno neural, según Daniel Dennett
Los
filósofos
de oficio emiten discursos argumentativos que, por principio,
no requieren ni podrían obtener pruebas empíricas en el sentido
estricto de la
ciencia. Si fuera así, se trataría de conocimiento científico y no de
filosofía. No obstante, dado el prestigio de las teorías científicas,
hay
filósofos que suelen buscar en ellas apoyaturas a su favor. Este
recurso es
válido si se limita a contrastar la compatibilidad y la verosimilitud
del
discurso filosófico, pero nunca como demostración de su verdad. Porque
siempre
cabe elaborar, a la vista de la ciencia, más de una filosofía
compatible y
verosímil.
En el año en que se
alinearon los ateos, el filósofo de la ciencia Dennett publicó un
alegato
titulado Romper
el
hechizo. La religión como fenómeno natural (2006), donde
expresa una crítica cerrada contra la religión. Para ello, presenta una
peculiar teoría de los «memes», de la que deriva la tesis de que el
comportamiento religioso se debe a la replicación de una estructura
memética,
con base neurológica y psíquica.
Este filósofo de la
ciencia se interesa sobre todo por el estudio de la teoría de la mente
y la
conciencia, cuyo origen cree que se debe explicar en el marco
conceptual de la
teoría de la evolución, a la que agrega una visión computacional del
hombre: una
especie de computadora biológica, consistente en el aparato neuronal
que
procesa información. No hay ningún misterio. Dentro de este
planteamiento, el
cerebro humano constituye una complicada estructura de memes
ancestrales que se
replican en procesos subconscientes que funcionan de manera automática
y
determinista. Uno de estos procesos nos permitiría comprender el
fenómeno
religioso.
Dennett sustrae toda
realidad al mundo interior humano, a la experiencia de la sensibilidad
y la
conciencia, a todo lo cualitativo. En esto contraviene el consenso más
general,
entre psicólogos y filósofos, que reconocen la existencia de un sujeto
psíquico
consciente que interactúa con el submundo psíquico interior, modulando
de
alguna manera los mecanismos del cerebro que intervienen en el
sentimiento, el
pensamiento y el comportamiento, en pro de una mejor adaptación al
medio social
y natural. No se niega en absoluto la trama de condicionantes y
predisposiciones neurales de todo tipo, pero la orientación que uno va
dando a
su vida no se produce como el resultado ciego de un sistema autómata.
Sin embargo, Dennett
reedita la idea del «hombre máquina» que hallamos en Descartes
(sustrayéndole
el espíritu) y en el materialista La Mettrie, quienes conciben los
seres vivos
desde un mecanicismo determinista, luego aparentemente confirmado por
el modelo
físico newtoniano de la mecánica clásica. Este modelo entró en crisis y
ha
quedado muy relativizado, desde hace un siglo, por la teoría de la
relatividad
y más aún por la mecánica cuántica. Pero el determinismo continúa
seduciendo a
muchos, que ahora se amparan en un computacionismo robótico bastante
hiperbólico. Así, Dennett se adhiere a una teoría computacional
del
hombre, basada en modelos computacionales, según los cuales el sistema
neurocerebral, con los aparatos perceptivos integrados, realiza por su
cuenta
computaciones mecánicas en las que consiste toda la actividad de la
mente,
determinante de todo lo que hacen los humanos, incluido el pensamiento
y el
lenguaje, y todo lo que denominamos cultura. Dice Dennett, en La
conciencia
explicada: «Mi argumento es muy simple: me he limitado a mostrar
cómo
hacerlo. Resulta que la manera de imaginarlo consiste en pensar en el
cerebro
como si fuera una especie de ordenador» (Dennett 1991: 445). En
consecuencia, cree que lo que denominamos
experiencia
consciente se reduce, en realidad, al complejo funcionamiento de esa
especie de
computadora.
Todas las respuestas
humanas proceden de una computación cerebral, que es mecánica,
automática y
determinista. Todo lo demás, la experiencia del sujeto psíquico, la
sensación,
la conciencia y la libertad no pasa de ser un epifenómeno, algo
ilusorio, no
verdadera causa. Entonces, ¿por qué lo ha seleccionado la evolución?
Otros
autores sí les confieren una función evolutiva; por ejemplo, que la
conciencia
vigila sobre los automatismos para que todo marche bien, de modo que
eventualmente puede optar y decidir, o inventar soluciones.
Se puede admitir, con
otros teóricos de la mente, que hay un determinismo neurocerebral, cuya
actividad antecede a las decisiones libres. Las acciones humanas, en
buena
medida, están guiadas por procesos automáticos, pero esto no implica
que estos
procesos determinen todo el comportamiento, sino que puede haber
además una
causalidad protagonizada por el sujeto consciente, capaz de incidir
sobre
procesos neurales.
La posición de Dennett
radica en la negación de toda causalidad propia del sujeto psíquico
consciente
en la organización del comportamiento. Se adhiere a una teoría
computacional
mecánica, a una causación determinista, automática, inconsciente. Al
explicar
el sentido de la conciencia, ofrece argumentos especiosos, sin llegar a
pronunciarse nunca con la claridad que sería deseable. La experiencia
interior
de sensación y conciencia, de lo que se ha llamado los qualia,
la
interpreta como algo ilusorio, que propiamente no existe, por lo que la
realidad de la misma conciencia se desdibuja. Lo único existente serían
los
mecanismos neurales subyacentes, sistemas adaptativos ciegos e
inconscientes,
seleccionados darwinistamente y única causa verdadera. La conciencia
apenas
sería un testigo extraño, una falsa ilusión. Y del mismo modo
descalifica la
noción de libertad. Dennett rechaza por completo que las redes neurales
tengan
un correlato en la actividad psíquica, como sostienen la mayoría de los
neurólogos, psicólogos y filósofos, partidarios de una interacción
psico-física.
Dennett tiene derecho a
formular sus hipótesis, sin duda un tanto extremas, pero parece
excesiva la
pretensión de que toda la vida personal y social funciona como un
gigantesco
mecano, mediante procesos robóticos. Los fundamentos de la convivencia
social y
política, la responsabilidad individual y toda la historia humana
quedarían
desprovistos de sentido. Y en la misma línea, lo que se refiere a la
religión.
La interpretación del
fenómeno religioso la encuadra dentro de su teoría computacional del
hombre,
con el propósito de privarla de todo papel relevante en la actualidad.
Sería
como un subproducto de la evolución, una representación subjetiva unida
a una emoción,
que se habría formado ciegamente desde los hombres primitivos, como
pura
ilusión. Sería también un epifenómeno emanado de automatismos, de
activaciones
neuronales. ¿Cómo lo explica más en concreto?
Para ello, recurre al
concepto de «meme», término tomado de Richard Dawkins, si bien remodela
su
significado, algo confusamente. En principio, los memes están
inspirados en
paralelo con los genes: si estos últimos componen el programa biológico
individual, conforme al genoma de su especie, los memes
designan el
programa bio-cultural, engramado en el cerebro, que regula el
comportamiento
social humano.
El paralelismo entre genes
y memes claudica pronto. Los genes y su código están bien demostrados.
En
cambio esos «memes», que según la teoría memética de Dennett no
consisten en
contenidos culturales transmitidos, sino en patrones neurobiológicos,
de los
que sugiere que en parte son hereditarios y en parte aprendidos
culturalmente
por imitación y conservados en la memoria. Un proceso que se produce de
forma
automática, sin intervención consciente.
Admitamos que, en
principio, haya una teoría de los memes para explicar la cultura. Aun
así,
parece muy discutible el concepto dennettiano, que da una definición
básicamente neurobiológica de los memes, como si fueran pautas de
comportamiento concretas preprogramadas, una idea parecida a la de
instinto
etológico, y que va mucho más allá de las «reglas epigenéticas» de
Edward
Wilson. Puede ser rebatida por la antropología social, para la cual los
rasgos
culturales (memes) se crean y llegan al cerebro desde fuera, por vía
social. Un
vástago de Homo sapiens nace con ciertas áreas, estructuras, o
circuitos
neurocerebrales predispuestos, por ejemplo, para aprender una lengua,
pero
nunca hablará ninguna sin aprenderla socialmente. Lo mismo ocurre con
los demás
contenidos cognoscitivos, emocionales y prácticos, como la música, la
aritmética, la técnica, el parentesco, el derecho, el mito, etc. Nadie
nace
sabiendo. No basta que madure el cerebro, que ni siquiera maduraría sin
la
información cultural. Y esta se aprende, no se hereda genéticamente. El
aprendizaje y la actuación, claro está, comienzan en el niño y
prosiguen en
el adulto, en buena medida, por imitación de lo que ven y oyen, con
variable
grado de apercibimiento, pero no progresarían mucho sin el concurso de
la
conciencia reflexiva. Sin esto no se entiende la adaptación humana, y
en esto
difiere de toda otra especie animal. En el hombre, las estructuras y
los
contenidos neurales se concretan, se configuran, se reconfiguran, se
especializan, proponen respuestas y regulan la ejecución, en
interacción con la
experiencia psíquica del sujeto, que puede ser consciente y capaz de
activar o
desactivar el movimiento de la computación automática.
Por consiguiente, sostener
que la religión se explica como producto de una estructura memética,
solo
resulta aceptable en el sentido de que en ella intervienen procesos
neurocerebrales, como en todos los universales de la cultura; pero no
en el
sentido de que haya representaciones y emociones religiosas en forma
de
tradiciones meméticas que se transmiten biológicamente y que, así, se
replican
una generación tras otra. Dennett afirma que el meme religioso
se
constituyó darwinistamente como un mito en sociedades arcaicas, donde
jugó un
papel en circunstancias que ocasionaban un terror irracional, y desde
entonces
ha tenido atrapada a la humanidad. Luego, una vez que él ha descubierto
que la
religión se reduce a un meme neural, una estructura memética, podremos
liberarnos de ella. Establecida la hipótesis que hace pasar la religión
por un
puro proceso neural, un fenómeno natural, piensa que de ahí se sigue la
«ruptura del mito ancestral de la religión», el rechazo de la religión
y la
reivindicación del ateísmo. Pero un argumento tan falaz como el de ese
«meme»
parece menos un hallazgo que algo así como una memez
filosófica. Ese
tipo de análisis darwinista no da para tanto: carece de medios para
describir
adecuadamente la cultura y reflexionar racionalmente acerca de su
sentido.
Las
ideas expuestas en el libro Romper el hechizo, a fuer de
reduccionismo
cientificista, revisten el discurso propiamente científico con
aserciones
metafísicas, tarea que no incumbe a la ciencia. Así esquiva el
planteamiento
correcto del problema en el nivel de argumentación que le corresponde.
Su pose
radical y provocativa quizá solo impresione a gentes de conocimientos
limitados, a quienes no es difícil hechizar. Además, de su particular
teoría de
los memes discrepa la mayoría de sus colegas (cfr. Monserrat 2014a).
En fin, es legítimo
argumentar a favor del ateísmo filosófico, lo mismo que a favor de la
religión.
Y los argumentos en torno al sentido del comportamiento religioso deben
valorarse desde un análisis racional y en el ámbito de la libertad
humana, a
sabiendas de que no se trata de un asunto dilucidable por la ciencia
empírica,
menos aún desde hipótesis confusas o seudocientíficas.
El
ateísmo humanista, pero dogmático, de Sam Harris
El
ateísmo de
Sam Harris, filósofo neurocientífico, no busca apoyos en una
base científica. Su argumento principal estriba en que la fe religiosa
es irracional
y se convierte en fuente de violencia, terror y enfrentamiento entre
los
hombres y entre las naciones. Expone su posición en El fin
de la fe. Religión, terror y el futuro de la razón
(2004) y en Carta a una nación cristiana
(2006). Al calificar a las creencias
religiosas como irracionales, se basa, primero, en que la razón no
puede aducir
ningún argumento, científico ni filosófico, que demuestre la existencia
real de
Dios. Y segundo, que los contenidos portentosos de las afirmaciones
religiosas no
se pueden creer porque repugnan directamente a la razón.
El primer motivo para
acusar de irracionalidad a la fe religiosa se sustenta en la tesis de
que ni la
ciencia ni la filosofía pueden aportar argumentos que la justifiquen.
Dado que
el universo se puede explicar al margen de la idea de Dios, Harris
infiere que,
de ahí, se sigue la crítica y la descalificación de la religión. Pero
esta
posición supone un conocimiento científico del universo de un modo
exhaustivo,
conforme al modelo determinista propio de la ciencia clásica. Hoy
estamos ante
una imagen científica del universo que reconoce la incertidumbre y el
enigma en
última instancia, por lo que, para el enfoque crítico, una filosofía
atea, que
conciba la suficiencia del universo sin Dios, es verosímil; pero
también es
verosímil una filosofía teísta que dé sentido al universo en función de
un plan
divino (cfr. Monserrat 2014b). Sam Harris no ha llegado a esta
«modernidad
crítica», sino que permanece anclado en el planteamiento del ateísmo
dogmático
de siglos pretéritos.
El filósofo Harris, a
diferencia de otros ateístas, no aporta una argumentación bien apoyada
en
consideraciones serias a partir de la física teórica, la cosmología, la
genética, la antropología, la neurología o la teoría de la evolución,
aparte de
unas cuantas alusiones. Da por supuesto que las creencias religiosas
son
irracionales, contrarias a la ciencia y la filosofía, como si fuera del
todo
evidente. Por tanto, la inmensa mayoría de la humanidad pasada y
presente debe
estar equivocada en su visión del mundo religioso, igual que tantos
intelectuales de todos los campos del saber, cuando afirman la armonía
de sus
conocimientos con los argumentos que muestran la verosimilitud de la
existencia
de Dios como fundamento del universo. Pero,
para Harris, no es una cuestión abierta
ni discutible; toma su
ateísmo por la verdad absoluta.
El segundo motivo para
sentenciar la irracionalidad intrínseca de las creencias religiosas es
que sus
contenidos se intuyen ya como disparatados y resultan claramente
absurdos e
inaceptables para la razón. Un ejemplo de su razonamiento:
«De hecho, resulta difícil
imaginar otro conjunto de creencias que sugieran más enfermedad mental
que las
que conforman la base de nuestras tradiciones religiosas. Pensemos, si
no, en
una de las piedras angulares de la fe católica (…) Jesucristo –que
resulta que
nació de una virgen, engañó a la muerte y ascendió corporalmente a los
cielos–
puede ser ahora devorado en forma de galleta. Unas cuantas palabras
latinas
recitadas sobre tu vino favorito y también podrás beber su sangre. ¿Hay
alguna
duda de que un único creyente en esas cosas sería considerado loco?
Mejor
dicho, ¿hay alguna duda de que estaría loco?
El peligro de
la fe religiosa
estriba en que permite a los seres humanos normales cosechar el fruto
de su
locura y considerarlo sagrado. Como a cada nueva generación de niños se
les
enseña que no hay por qué justificar las creencias religiosas como se
deben
justificar las demás, la civilización sigue sitiada por las fuerzas de
lo
absurdo. Y ahora hasta nos matamos en nombre de una literatura antigua.
¿Quién
diría que sería posible algo tan absurdamente trágico?» (Harris 2004:
72-73).
Lo que pasa es que el
increyente Harris no entiende nada de ese lenguaje y, por si fuera
poco, lo
caricaturiza, con lo que se facilita aún más tacharlo de irracional e
inadmisible. Pero los creyentes entienden la lógica de su significado y
pueden
explicarlo. Más allá del dogmatismo, insostenible en esta época en que
la
imagen científica del mundo asume el enigma último del universo, se
impone la
tolerancia hacia diferentes interpretaciones filosóficas o metafísicas.
La
opción del ateísmo, que afirma un mundo sin Dios, es una hipótesis
legítima.
Pero, ante la incertidumbre del mundo, la fe en un Dios creador no se
puede
descartar como posibilidad hermenéutica, como opción racional que
acepta
libremente el misterio y es susceptible de defenderse y reinterpretarse
en el
ámbito de la modernidad crítica. Harris ignora esta mentalidad crítica
moderna
y, en sus escritos, pone de manifiesto una completa incapacidad para
hacerse
cargo de los planteamientos filosóficos y teológicos del cristianismo,
y de las
religiones en general. De ahí la ingenuidad, la superficialidad, y a
menudo la
insolencia, con las que suele despachar los problemas, tratando de
estúpidos y
dementes a quienes no comulguen con su veredicto.
La posición radical de
Harris contra la religión fraguó tras los atentados terroristas del 11
de
septiembre de 2001 en Nueva York. Percibió entonces la peligrosidad
inherente
al fanatismo islámico y la generalizó a todas las religiones, debido a
la irracionalidad
que, según él, es su esencia perversa y las predispone a la violencia y
el
terror. A partir de aquí, dedicó sus esfuerzos a una campaña de
agitación y
propaganda implacable contra la religión, a denunciar y combatir el
fanatismo
religioso como supuesta causa de todos los conflictos acaecidos en la
historia
humana, de las peores atrocidades cometidas (cfr. Harris 2004: capítulo
3). Por
eso, cree que es absolutamente necesario promover en la sociedad «el
fin de la
fe», hasta borrarla de la historia en beneficio de un humanismo sin
religión,
que oriente la vida de la gente únicamente en función de la razón.
Para sustituir la
religión, propone una ética asentada en la experiencia de la vida en
unión,
gozosa y cuasi mística, con el universo. Predica una especie de
espiritualidad
natural, cósmica, humanista, que, según él imagina, no tiene nada que
ver con
la religión, pues estará fundada en la razón (cfr. Harris 2004:
capítulo 7). Se
ve que no tiene una idea muy clara de en qué consiste objetivamente la
religión. En una obra de 2010, El paisaje moral, subtitulada Cómo
la
ciencia puede determinar los valores humanos, convoca a una nueva
moral
fundada en la razón científica, que proporcionará pautas para conseguir
el bien
en una experiencia dichosa, como si las neurociencias pudieran avalar
positivamente opciones filosóficas, como esa espiritualidad que él
predica, inspirada
en un oriente idealizado, que conduciría a una nueva y feliz
civilización
mundial. Más recientemente, ha publicado una Despertar. Una guía
para la
espiritualidad sin religión (Harris 2014). En realidad, sus
propuestas
bienintencionadas parecen ir, más bien, en la línea de un manual de
autoayuda.
Y, si se me disculpa la ironía, eso de la espiritualidad sin religión
suena
algo así como la cerveza sin alcohol, o el pensamiento sin ideas.
Los argumentos
sobreentendidos en el discurso harrisiano descansan sobre bases muy
cuestionables. La afirmación de la no existencia de Dios no resulta de
ninguna
evidencia científica cierta, ni siquiera puede dirimirse por esa vía,
como
tampoco la afirmación contraria. Cualquiera de esas dos afirmaciones
con la
pretensión de verdad absoluta sustentada en la razón científica
responde a un
planteamiento dogmático, ilusorio, impropio de la modernidad crítica,
situado
al margen de la epistemología actual. Hoy, para todos, la imagen del
universo
que describen las ciencias muestra finalmente rasgos de incertidumbre,
indeterminación y enigmas insuperables. Establecido esto, es posible y
racionalmente legítimo construir hipótesis filosóficas verosímiles,
tanto la de
un ateísmo crítico como la de un teísmo crítico. Y así cabe formular
una u otra
creencia, con la hermenéutica y la argumentación que a uno más le
convence en
conciencia, sin entrar en contradicción con la racionalidad científica
y
filosófica, sin posibilidad de imponerse de manera incontrovertible.
Por otra parte, no se
puede negar en la historia de las religiones el dogmatismo, la
intolerancia y
el fanatismo que han instigado violencias de todo orden. Pero hay que
tratar de
entender la dramática historia de las sociedades humanas. Las
hostilidades y la
perversidad humana tienen causas enormemente complejas, que no se
pueden
atribuir en exclusiva ni principalmente a las creencias religiosas. La
crueldad
arraiga en los impulsos de la naturaleza humana y se despliega en todos
los
sistemas culturales, antiguos y contemporáneos, afectando al
comportamiento
religioso. No obstante, en muchos casos, eran desviaciones contrarias a
las
mismas creencias religiosas, que también han sido factor de
civilización y
contención de la violencia. Los análisis deberían ser más minuciosos.
Tras el reconocimiento de
los hechos históricos tal como han sucedido, y del paradigma dogmático
que
enmarcaba su interpretación, pensamos que el avance del paradigma
crítico que
se va generalizando ofrece la oportunidad de una verdadera tolerancia,
de abandonar
las hermenéuticas dogmáticas del pasado. Para la religión, y en
particular el
cristianismo, quizá la cuestión más importante sea reinterpretar su
mensaje en
armonía con la razón moderna (cfr. Monserrat 2014b). Deberá asumir el
logos de
la modernidad crítica. De este modo, reconfortará a aquellos que
libremente se
abren a la fe y la esperanza en un Dios oculto, liberador, confiriendo
un
sentido al silencio divino en el mundo y a la tragedia de la humanidad.
La
teofobia radical de Christopher Hitchens
Christopher
Hitchens no es tanto filósofo cuanto ensayista y escritor. La
faceta más conocida de su pensamiento es la de fustigador inmisericorde
de la
fe en Dios, la religión y el cristianismo. Hay que destacar sus
polémicos
libros Dios no es bueno. Alegato contra la religión (2007a) y Dios
no
existe (2007b). Su viraje hacia el extremismo antirreligioso se
produjo,
como en Dawkins y Dennett, después de los atentados terroristas
islámicos de
septiembre de 2001 en Estados Unidos.
Según Hitchens, el hecho
de que se dé una explicación científica del universo sin tener que
recurrir a
Dios exige el rechazo de la idea de Dios. Además, arguye que la idea de
un Dios
grande y bueno resulta incompatible con el mal existente en el mundo y
con la
perversidad multiforme observable en las religiones, causas de tanto
sufrimiento en la historia humana. Por eso, considera que la religión
es
irracional y sumamente peligrosa. La misma crítica ya conocida, solo
con leves
matices propios. Cree que no basta con ser ateo, sino que hay que
militar
contra la religión, para neutralizarla, tarea a la que él se entrega
con una
acometividad digna de mejor causa.
Hitchens arremete de
manera furibunda contra la fe religiosa, frente a la que exhibe con
aire
victorioso un sumario de objeciones que él estima irreductibles:
«que representa de forma
absolutamente incorrecta los orígenes del ser humano y del cosmos; que
debido a
este error inicial consigue aunar el máximo de servilismo con el máximo
de
solipsismo; que es causa y consecuencia al mismo tiempo de una
peligrosa represión
sexual; y que, en última instancia, se basa en ilusiones» (Hitchens
2007a:
18-19).
El principal error está,
según Hitchens, en la creencia en un Dios creador del universo, de
donde se
deriva que su finalidad mira al hombre y que hay una intervención
divina que
impone una moral. Todo esto le parece ilusorio, imposible de demostrar,
porque
no hay pruebas. Para reforzar esta posición, invoca fundamentos
racionales
tomados de las ciencias y la filosofía, que, para él, prohíben
justificar la
existencia de eso que se denomina Dios. Sin embargo, sus argumentos en
pro del
ateísmo, formulados de manera contundente y fuera de toda discusión,
permanecen
cerrados a cualquier debate acerca de lo que dicen hoy las teorías
científicas
sobre el universo, la vida y el hombre. Mientras que la agresividad con
que
suele expresarse no logra ocultar su dogmatismo y, probablemente,
cierta falta
de preparación para profundizar en el tema.
En otros pasajes de su
obra, encontramos intentos por matizar, pero ciertamente no aclaran
mucho:
«Los argumentos a favor
del ateísmo pueden dividirse en dos categorías principales: los que
ponen en
duda la existencia de Dios y los que demuestran los efectos perniciosos
de la
religión. Quizá sea mejor ampliarlo un poco diciendo que lo que se pone
en duda
es la existencia de un Dios que interviene. A fin de cuentas, la
religión es
más que la fe en un ser supremo. Es el culto de ese ser supremo, y la
creencia
en que se han dado a conocer sus deseos, o es posible determinarlos»
(Hitchens
2007b: 28-29).
Así que no sería tanto la fe
religiosa en un Dios, sino la creencia en su intervención en la
historia lo que
pone de relieve lo irracional de las religiones y lo pernicioso de su
influjo
en la sociedad. Porque la realidad del mundo es tan absurda y tremenda
que, más
bien, aporta un argumento para afirmar la no existencia de la
divinidad.
Piensa que los hombres han creado las religiones por motivos oscuros y
como
medio ilusorio para evadirse de la crueldad del mundo. Los relatos de
la
historia sagrada le resultan a Hitchens absolutamente increíbles; pero
las
versiones que da, por lo que respecta al cristianismo, resultan tan
simples que
no van mucho más allá de las creencias comunes populares. Da la
impresión de
que no ha entendido siquiera los planteamientos de la teología
tradicional. Más
aún, como objeta Javier Monserrat: «El cristianismo entendido desde el
logos de
la modernidad no tiene nada que ver con el cristianismo al que se
refiere Hitchens.
En la misma cultura anglosajona cristiana hay autores como Barbour,
Peacocke,
Polkinghorne o Ellis, entre otros muchos, que desconoce por completo y
que
debería haber conocido, al menos si tenía la pretensión de hablar sobre
el
cristianismo y las religiones con una cierta competencia» (Monserrat
2015b).
Hitchens considera que las
religiones responden a algo innato, que no se pueden erradicar y
seguirán ahí,
por desgracia, con su carga de violencia. Por esto, cree que el ateo no
debe
contemporizar, sino mantener activo el antiteísmo, en permanente
campaña contra
el maléfico influjo religioso. Es cierto que muchas críticas a la
visión
teocrática y opresora de Dios que se ha dado históricamente están
justificadas,
pero parapetarse en esa visión, en buena parte anacrónica, para
facilitarse la
impugnación supone un doble desconocimiento, el de la era de la
incertidumbre
metafísica en que nos encontramos y el de la hermenéutica de la
religión desde
la modernidad crítica. Tanto los teístas como los ateos están
legitimados para
ejercitar su propia lógica en las hipótesis hermenéuticas con las que
dan
sentido a sus vidas. Todas las posturas pueden ser respetables. Lo
único que
queda del todo obsoleto, y vetado para unos y otros, es el dogmatismo,
máxime
si viene lastrado de resentimiento y desprecio.
La
retractación imprevista de Antony Flew
El
otrora
maestro de ateos, el eminente filósofo analítico Antony Flew,
sorprendió e irritó a sus discípulos, en 2008, cuando afirmó ante el
mundo que,
habiendo revisado autocríticamente los argumentos en favor del ateísmo,
sustentados por él durante más de medio siglo, había llegado a la
conclusión de
que el conocimiento científico del universo lo lleva a postular
coherentemente
la existencia de Dios. Para llegar ahí, no había hecho nada más que
atenerse al
principio socrático de «seguir el razonamiento hasta donde te lleve».
En efecto, Flew modernizó
la crítica a la religión con la introducción de un enfoque analítico,
que,
aplicado minuciosamente al lenguaje sobre Dios, trataba de dilucidar la
significatividad del concepto y la consistencia lógica de los
atributos
divinos. No actuaba como otros correligionarios ateos radicales,
creyéndose en
posesión de la verdad absoluta, sino como un investigador en busca de
argumentos y pruebas, abierto sinceramente al debate.
Durante años, Flew examinó
y reexaminó los argumentos teístas en favor de la existencia de Dios,
poniendo
al descubierto su insuficiencia, la falta de corrección lógica que los
hacía
inaceptables. Además, le parecía que eran incongruentes con la visión
científica
de la realidad. Él mismo relata biográficamente la evolución de su
ateísmo en
la primera parte del libro Dios existe (2008). Sus primeras
razones
habían sido: «1) que el problema del mal constituía una refutación
decisiva de
la existencia de un Dios infinitamente bueno y omnipotente; 2) que el
recurso
a la libertad del hombre no eximía al Creador de su responsabilidad por
los
manifiestos defectos de la creación» (Flew 2008: 59). Es decir, basaba
su
negación de Dios en el problema del mal en el mundo. Más tarde,
insistió sobre
todo en argumentos de orden cosmológico.
Al analizar los sistemas
de lenguaje religioso utilizados en las sociedades humanas, muestra que
no
responden a la realidad empírica del mundo, y esa es, según la
filosofía
analítica, una condición necesaria para ser lenguajes legítimos y
significativos. Sin embargo, sin abandonar ese marco de análisis, la
argumentación racional de Flew da finalmente un giro hacia la posición
favorable al teísmo. En este sentido, proporciona las razones
científicas y
filosóficas sobre las que juzga que puede sustentar su tesis:
«Creo ahora que el
universo fue traído a la existencia por una Inteligencia infinita. Creo
que las
intrincadas leyes de este universo manifiestan lo que los científicos
han
llamado la Mente de Dios. Creo que la vida y la reproducción tienen su
origen
en una fuente divina. ¿Por qué creo ahora esto, después de haber
expuesto y
defendido el ateísmo durante más de medio siglo? La breve respuesta es
la
siguiente: tal es la imagen del mundo que, en mi opinión, ha emergido
de la
ciencia moderna. La ciencia atisba tres dimensiones de la naturaleza
que
apuntan hacia Dios. La primera es el hecho de que la naturaleza obedece
leyes.
La segunda es la dimensión de la vida, la existencia de seres
organizados
inteligentemente y guiados por propósitos, que surgieron de la materia.
Tercera
es la propia existencia de la naturaleza. Pero no es solo la ciencia la
que me
ha guiado. También me ha ayudado la reconsideración de los argumentos
filosóficos clásicos» (Flew 2008: 87).
Esas tres dimensiones,
cómo llegaron a la existencia 1) las leyes de la naturaleza, 2) los
seres
vivos, 3) el propio universo, se relacionan con tres áreas de la
investigación
científica que Flew considera especialmente significativas e
intrigantes. Por ello
dedica la mayor parte de su libro a examinarlas reflexivamente, a la
luz del
estado actual de los datos y los conocimientos disponibles. Su
ponderación
sobre tales cuestiones científicas, junto con referencias bien
seleccionadas a
otros autores, le sirven para fundar las conclusiones filosóficas, de
signo
metafísico, que lo inclinan al teísmo, en el sentido de una afirmación
racional
de Dios:
«Debo recalcar que mi
descubrimiento de lo divino ha operado en un nivel puramente natural,
sin
ninguna referencia a fenómenos sobrenaturales. Ha sido un ejercicio de
lo que
tradicionalmente es conocido como teología natural. No ha tenido
relación con
ninguna de las religiones reveladas. Tampoco pretendo haber tenido una
experiencia personal de Dios, ni ninguna otra experiencia que pueda
considerarse sobrenatural o milagrosa. En resumen, mi descubrimiento de
lo
divino ha sido una peregrinación de la razón, y no de la fe» (Flew
2008: 90).
El primer argumento
considerado es el de las leyes de la naturaleza, entendidas como
regularidades
y simetrías, matemáticamente precisas, trabadas entre sí y universales.
Todo
esto supone una honda racionalidad, que grandes científicos, como
Albert
Einstein, interpretan como reflejo de la Mente de Dios, diseñadora del
orden
observable en las leyes naturales. En ello coinciden los creadores de
la
mecánica cuántica, como la hipótesis más convincente. E incluso Charles
Darwin
pensó en esa dirección, según consta en su autobiografía, citada por el
propio
Flew:
«La razón me indica la
extrema dificultad, o, más bien, la imposibilidad de concebir este
inmenso y
maravilloso universo (…) como resultado del azar ciego o de la
necesidad.
Cuando reflexiono sobre esto, me siento obligado a volverme hacia una
Primera
Causa dotada de una mente inteligente y análoga en cierta medida a la
del
hombre; y merezco, por tanto, ser llamado teísta» (Flew 2008: 98).
También menciona el
principio antrópico que, al menos en cuanto a la evidencia de sus
datos, en su
versión débil, es reconocido por casi todos los científicos como parte
del
modelo cosmológico estándar. No es solo que haya una racionalidad
presente en
la naturaleza, sino que se descubre un «ajuste fino» de las magnitudes
y
variables que posibilitaron la aparición de la vida y de la humanidad.
Sobre la
base de este fundamento objetivo, se infiere que el universo posee un
diseño,
procedente de una inteligencia creativa, que se postula como la Mente
de Dios.
La posible alternativa es una teoría de multiversos, pero Flew lo
descarta,
señalando que solo son conjeturas matemáticas puramente especulativas,
sin la
menor prueba empírica posible. Y aun en el caso de que esa teoría fuera
cierta,
las leyes de cada universo derivarían de las del multiverso o
metauniverso,
cuya racionalidad seguiría requiriendo una explicación a partir de la
cual se
podría seguir postulando el diseño de una Mente divina.
El segundo argumento parte
de la racionalidad biológica, en particular la del código genético. La
pregunta
filosófica, irresuelta por la investigación sobre su origen, es cómo
llegó a
existir la vida: «¿cómo puede un universo hecho de materia no pensante
producir
seres dotados de fines intrínsecos, capacidad de autorreplicación y una
‘química
codificada’?» (Flew 2008: 110). Se interesa, sobre todo, por la
racionalidad
inherente a la programación del ADN, del genoma. La racionalidad de la
vida, el
hecho de que, en los seres vivos, unas interacciones fisicoquímicas
ciegas se
conecten con información semántica orientada hacia fines, hacia una
creciente
eficacia adaptativa, le parece expresión de un diseño racional que, en
último
término, remitiría también a la Mente divina.
El tercer argumento que lo
conduce a afirmar la existencia de Dios tiene que ver con la
contingencia del
universo como un todo. Coincide con la argumentación clásica de la
filosofía
escolástica, que Flew había rechazado con anterioridad. Los elementos y
entes
del mundo son «contingentes», por cuanto no tienen en sí mismos razón
suficiente de su existencia; si ninguno la tiene, tampoco el conjunto
de todos
esos entes posee esa suficiencia para existir. La mera existencia del
universo
exige estar fundada en un ser autosuficiente y necesario. Flew recoge
de otros
autores, como David Conway y Richard Swinburne, serios argumentos y los
articula en contra de las objeciones al argumento cosmológico aducidas
en su
día por David Hume. Por consiguiente, «una vez que ha sido desmontada
la
crítica humeana, es posible aplicar el argumento cosmológico en el
contexto de
la cosmología moderna» (Flew 2008: 122). Los acontecimientos del
universo
pueden explicarse unos por otros, pero no explican la serie total de
los acontecimientos.
La existencia del universo requiere una explicación más allá de la
descripción
científica. Y la interpretación más probable es que finalmente sea la
existencia de Dios.
Aunque la detallada
argumentación de Flew no sea completa, ni muy sistemática, indica un
camino
abierto a la racionalidad, a partir de la ciencia, hasta la formulación
de
hipótesis plausibles, favorables al teísmo, en armonía con la imagen
científica
del mundo. Las conclusiones obtenidas «siguiendo la evidencia
adondequiera que
lleve» lo han vuelto receptivo a un teísmo genérico, abierto a la
omnipotencia
divina, sin adscripción a ninguna religión concreta. No obstante,
también es
cierto que, al final del libro, escribe: «¡Si queremos que la
omnipotencia
funde una religión, esta [el cristianismo] es la que tiene todas las
papeletas
para ser elegida!» (Flew 2008: 132). Aunque él personalmente no se
sentía
llamado todavía.
Mientras Antony Flew
rectifica la posición mantenida durante tanto tiempo, abandona el
ateísmo para
orientar su pensamiento a un teísmo argumentado, observamos cómo sus
antiguos
camaradas, los célebres jinetes del ateísmo, Richard Dawkins, Daniel
Dennett,
Sam Harris y Christopher Hitchens, continúan empecinados en dar la
batalla en
trincheras ideológicas de una guerra de religión que ya pasó a la
historia. No
quieren enterarse de que no estamos en la modernidad dogmática, ya
periclitada,
sino en la era de la modernidad crítica.
A fin de cuentas, ni el
ateísmo ni el teísmo son evidentes, ni concluyentes. En esta era de la
ciencia,
lo que se impone es el enigma del universo, lo indecidible del tema, la
incertidumbre acerca de la verdad última. En palabras de Javier
Monserrat: «La
cultura moderna ha situado al hombre en una profunda incertidumbre
metafísica:
la de estar abierto a una doble posibilidad de entender la verdad
última del
universo: como fundado en una Divinidad trascendente, o como un puro
mundo sin
Dios» (Monserrat 2013a: 581). Ante este panorama, optar por la
interpretación
de un signo, o de otro, dependerá de la toma de posición personal, a la
que,
obviamente, cabe exigir que sea compatible con la ciencia,
filosóficamente
razonable y respetuosa con las demás opciones que cumplan estas mismas
condiciones.
Una
nota sobre la irreductibilidad del mito
Normalmente,
hablamos del conocimiento científico y del pensamiento filosófico, a
veces de
la metafísica, como las formas admitidas de la racionalidad. Y dejamos
en el
limbo la mención del mito, como sobreentendiendo, a lo Comte, que se
trata de
un relato arcaico e irracional, al margen de toda lógica. El
antropólogo Claude
Lévi-Strauss demostró todo lo contrario. Y cuando analizamos la
religión,
resulta que el mito es el lenguaje religioso por antonomasia. Dedicaré
más
adelante un capítulo a exponerlo.
La vida humana y la historia
responden, más bien, a la estructura de un mito que a la de un teorema.
Podemos
aseverar que todo sentido de la historia se desenvuelve necesariamente
como mitología:
el comportamiento social humano implica una mitificación de la
historia y, con
frecuencia, comporta a la vez una historización del mito. Así que sería
un
burdo error creer que «mito» significa mentira o engaño. El mito es una
narración, codificada en un lenguaje específico, que ofrece una
interpretación
del origen, sentido o finalidad de la vida, o alguno de sus aspectos, y
que
posee un carácter fundamental para una sociedad o una comunidad humana.
Más allá de posturas cientificistas,
siempre lastradas de inconsistencia científica; más allá de conjeturas
cosmológicas indemostrables, al modo de Stephen Hawking, o Lawrence
Krauss; más
allá de hipótesis evolucionistas incoherentes entre sí, como en el caso
de
Edward Wilson y Richard Dawkins (cfr. Gómez García 2021c); a pesar de
las
arremetidas de sus pretendidos debeladores, como Daniel Dennett, Sam
Harris y
Christopher Hitchens, la religión permanece cuestionada, pero en modo
alguno
aniquilada. No tiene adecuada explicación en términos de naturaleza, es
decir,
en el plano de la evolución física y biológica consideradas
empíricamente,
conforme a las ciencias físicas y biológicas. Pero está cargada de
significación. Los sistemas
religiosos están ahí y, para entenderlos, se
requiere una teoría específica, solvente desde el punto de vista
epistemológico
correspondiente a las ciencias del hombre. Están constituidos como sistemas
de
signos, pertenecientes al dominio de la cultura, muy
cercanos al
arte y al ritual. Se codifican como relatos en el mito y como
razonamientos en
la filosofía. Un relato mítico propiamente tal no es sin más una
leyenda, ni
mucho menos un cuento, por mucho que incorpore elementos imaginarios.
Situadas
más allá de las ciencias positivas, la filosofía
y la religión, con su
respectivo lenguaje, tratan de responder a preguntas últimas acerca de
la
realidad. Por ejemplo:
–
¿Por qué hay
algo en vez de nada?
–
¿Por qué las
leyes del universo son así y no de otra
manera?
–
¿En qué se
fundan los valores: la belleza, la bondad,
la justicia?
–
¿Tiene un
sentido la historia, la vida, el universo?
–
¿Qué
significado atribuir al «principio antrópico»?
Para responder a preguntas
de este tipo, los sistemas religiosos y los grandes mitos, que elaboran
significados a partir de las experiencias históricas de las sociedades
humanas,
ofrecen sus respuestas en forma de metáforas; mientras que los sistemas
filosóficos,
cuyo discurso está basado en la razón especulativa, traducen sus
respuestas en
conceptos.
Ahora bien, cabe afirmar
que todos los sistemas de respuestas y propuestas de referencia última
comportan un carácter religioso, aunque aparezcan formalmente como
filosofías,
ideologías, mitologías, o utopías. Así, los grandes sistemas
ideológicos de los
movimientos revolucionarios, desde el siglo XIX hasta hoy, han sido
«religiones políticas» o «religiones de salvación terrestre», dotadas
con las
estructuras mítica, simbólica y pragmática típicas de toda religión.
Todos
ellos caracterizados por la legitimación de la violencia, un rasgo que
los
alinea claramente con el yihadismo típico del islam.
|
|
|