Pensar la religión desde la modernidad crítica

3. Las críticas a la religión por parte de filósofos

PEDRO GÓMEZ





La religión como fenómeno neural, según Daniel Dennett


Los filósofos de oficio emiten discursos argumentativos que, por prin­cipio, no requieren ni podrían obtener pruebas empíricas en el sentido estricto de la ciencia. Si fuera así, se trataría de conocimiento científico y no de filosofía. No obstante, dado el prestigio de las teorías científicas, hay filósofos que suelen buscar en ellas apoyaturas a su favor. Este recurso es válido si se limita a contrastar la compatibilidad y la vero­similitud del discurso filosófico, pero nunca como demostración de su verdad. Porque siempre cabe elaborar, a la vista de la ciencia, más de una filosofía compatible y verosímil.


En el año en que se alinearon los ateos, el filósofo de la ciencia Dennett publicó un alegato titulado Romper el hechizo. La religión como fenómeno natural (2006), donde expresa una crítica cerrada contra la religión. Para ello, presenta una peculiar teoría de los «memes», de la que deriva la tesis de que el comportamiento religioso se debe a la replicación de una estructura memética, con base neurológica y psíquica.


Este filósofo de la ciencia se interesa sobre todo por el estudio de la teoría de la mente y la conciencia, cuyo origen cree que se debe explicar en el marco conceptual de la teoría de la evolución, a la que agrega una visión computacional del hombre: una especie de computadora bio­lógica, consistente en el aparato neuronal que procesa información. No hay ningún misterio. Dentro de este planteamiento, el cerebro humano constituye una complicada estructura de memes ancestrales que se replican en procesos subconscientes que funcionan de manera auto­mática y determinista. Uno de estos procesos nos permitiría comprender el fenómeno religioso.


Dennett sustrae toda realidad al mundo interior humano, a la experiencia de la sensibilidad y la conciencia, a todo lo cualitativo. En esto contraviene el consenso más general, entre psicólogos y filósofos, que reconocen la existencia de un sujeto psíquico consciente que interactúa con el submundo psíquico interior, modulando de alguna manera los mecanismos del cerebro que intervienen en el sentimiento, el pensamiento y el comportamiento, en pro de una mejor adaptación al medio social y natural. No se niega en absoluto la trama de condicio­nantes y predisposiciones neurales de todo tipo, pero la orientación que uno va dando a su vida no se produce como el resultado ciego de un sistema autómata.


Sin embargo, Dennett reedita la idea del «hombre máquina» que hallamos en Descartes (sustrayéndole el espíritu) y en el materialista La Mettrie, quienes conciben los seres vivos desde un mecanicismo determinista, luego aparentemente confirmado por el modelo físico newtoniano de la mecánica clásica. Este modelo entró en crisis y ha quedado muy relativizado, desde hace un siglo, por la teoría de la relatividad y más aún por la mecánica cuántica. Pero el determinismo continúa seduciendo a muchos, que ahora se amparan en un compu­tacionismo robótico bastante hiperbólico. Así, Dennett se adhiere a una teoría computacional del hombre, basada en modelos computacionales, según los cuales el sistema neurocerebral, con los aparatos perceptivos integrados, realiza por su cuenta computaciones mecánicas en las que consiste toda la actividad de la mente, determinante de todo lo que hacen los humanos, incluido el pensamiento y el lenguaje, y todo lo que denominamos cultura. Dice Dennett, en La conciencia explicada: «Mi argumento es muy simple: me he limitado a mostrar cómo hacerlo. Resulta que la manera de imaginarlo consiste en pensar en el cerebro como si fuera una especie de ordenador» (Dennett 1991: 445). En consecuencia, cree que lo que denominamos experiencia consciente se reduce, en realidad, al complejo funcionamiento de esa especie de computadora.


Todas las respuestas humanas proceden de una computación cere­bral, que es mecánica, automática y determinista. Todo lo demás, la experiencia del sujeto psíquico, la sensación, la conciencia y la libertad no pasa de ser un epifenómeno, algo ilusorio, no verdadera causa. Entonces, ¿por qué lo ha seleccionado la evolución? Otros autores sí les confieren una función evolutiva; por ejemplo, que la conciencia vigila sobre los automatismos para que todo marche bien, de modo que eventualmente puede optar y decidir, o inventar soluciones.


Se puede admitir, con otros teóricos de la mente, que hay un determinismo neurocerebral, cuya actividad antecede a las decisiones libres. Las acciones humanas, en buena medida, están guiadas por procesos automáticos, pero esto no implica que estos procesos deter­minen todo el comportamiento, sino que puede haber además una causalidad protagonizada por el sujeto consciente, capaz de incidir sobre procesos neurales.


La posición de Dennett radica en la negación de toda causalidad propia del sujeto psíquico consciente en la organización del comportamiento. Se adhiere a una teoría computacional mecánica, a una causación determinista, automática, inconsciente. Al explicar el sentido de la conciencia, ofrece argumentos especiosos, sin llegar a pronunciarse nunca con la claridad que sería deseable. La experiencia interior de sensación y conciencia, de lo que se ha llamado los qualia, la interpreta como algo ilusorio, que propiamente no existe, por lo que la realidad de la misma conciencia se desdibuja. Lo único existente serían los meca­nismos neurales subyacentes, sistemas adaptativos ciegos e inconscien­tes, seleccionados darwinistamente y única causa verdadera. La con­ciencia apenas sería un testigo extraño, una falsa ilusión. Y del mismo modo descalifica la noción de libertad. Dennett rechaza por completo que las redes neurales tengan un correlato en la actividad psíquica, como sostienen la mayoría de los neurólogos, psicólogos y filósofos, parti­darios de una interacción psico-física.


Dennett tiene derecho a formular sus hipótesis, sin duda un tanto extremas, pero parece excesiva la pretensión de que toda la vida personal y social funciona como un gigantesco mecano, mediante procesos robóticos. Los fundamentos de la convivencia social y política, la responsabilidad individual y toda la historia humana quedarían desprovistos de sentido. Y en la misma línea, lo que se refiere a la religión.


La interpretación del fenómeno religioso la encuadra dentro de su teoría computacional del hombre, con el propósito de privarla de todo papel relevante en la actualidad. Sería como un subproducto de la evolución, una representación subjetiva unida a una emoción, que se habría formado ciegamente desde los hombres primitivos, como pura ilusión. Sería también un epifenómeno emanado de automatismos, de activaciones neuronales. ¿Cómo lo explica más en concreto?


Para ello, recurre al concepto de «meme», término tomado de Richard Dawkins, si bien remodela su significado, algo confusamente. En principio, los memes están inspirados en paralelo con los genes: si estos últimos componen el programa biológico individual, conforme al genoma de su especie, los memes designan el programa bio-cultural, engramado en el cerebro, que regula el comportamiento social humano.


El paralelismo entre genes y memes claudica pronto. Los genes y su código están bien demostrados. En cambio esos «memes», que según la teoría memética de Dennett no consisten en contenidos culturales transmitidos, sino en patrones neurobiológicos, de los que sugiere que en parte son hereditarios y en parte aprendidos culturalmente por imitación y conservados en la memoria. Un proceso que se produce de forma automática, sin intervención consciente.


Admitamos que, en principio, haya una teoría de los memes para explicar la cultura. Aun así, parece muy discutible el concepto dennettiano, que da una definición básicamente neurobiológica de los memes, como si fueran pautas de comportamiento concretas prepro­gramadas, una idea parecida a la de instinto etológico, y que va mucho más allá de las «reglas epigenéticas» de Edward Wilson. Puede ser rebatida por la antropología social, para la cual los rasgos culturales (memes) se crean y llegan al cerebro desde fuera, por vía social. Un vástago de Homo sapiens nace con ciertas áreas, estructuras, o circuitos neurocerebrales predispuestos, por ejemplo, para aprender una lengua, pero nunca hablará ninguna sin aprenderla socialmente. Lo mismo ocurre con los demás contenidos cognoscitivos, emocionales y prácticos, como la música, la aritmética, la técnica, el parentesco, el derecho, el mito, etc. Nadie nace sabiendo. No basta que madure el cerebro, que ni siquiera maduraría sin la información cultural. Y esta se aprende, no se hereda genéticamente. El aprendizaje y la actuación, claro está, comien­zan en el niño y pro­siguen en el adulto, en buena medida, por imitación de lo que ven y oyen, con variable grado de apercibimiento, pero no progresarían mucho sin el concurso de la conciencia reflexiva. Sin esto no se entiende la adaptación humana, y en esto difiere de toda otra especie animal. En el hombre, las estructuras y los contenidos neurales se concretan, se configuran, se reconfiguran, se especializan, proponen respuestas y regulan la ejecución, en interacción con la experiencia psíquica del sujeto, que puede ser consciente y capaz de activar o desactivar el movimiento de la computación automática.


Por consiguiente, sostener que la religión se explica como producto de una estructura memética, solo resulta aceptable en el sentido de que en ella intervienen procesos neurocerebrales, como en todos los universales de la cultura; pero no en el sentido de que haya represen­taciones y emociones religiosas en forma de tradiciones meméticas que se transmiten biológicamente y que, así, se replican una generación tras otra. Dennett afirma que el meme religioso se constituyó darwinistamente como un mito en sociedades arcaicas, donde jugó un papel en circuns­tancias que ocasionaban un terror irracional, y desde entonces ha tenido atrapada a la humanidad. Luego, una vez que él ha descubierto que la religión se reduce a un meme neural, una estructura memética, podremos liberarnos de ella. Establecida la hipótesis que hace pasar la religión por un puro proceso neural, un fenómeno natural, piensa que de ahí se sigue la «ruptura del mito ancestral de la religión», el rechazo de la religión y la reivindicación del ateísmo. Pero un argumento tan falaz como el de ese «meme» parece menos un hallazgo que algo así como una memez filosófica. Ese tipo de análisis darwinista no da para tanto: carece de medios para describir adecuadamente la cultura y reflexionar racional­mente acerca de su sentido.


Las ideas expuestas en el libro Romper el hechizo, a fuer de reduccionismo cientificista, revisten el discurso propiamente científico con aserciones metafísicas, tarea que no incumbe a la ciencia. Así esquiva el planteamiento correcto del problema en el nivel de argumentación que le corresponde. Su pose radical y pro­vocativa quizá solo impresione a gentes de conocimientos limitados, a quienes no es difícil hechizar. Además, de su particular teoría de los memes discrepa la mayoría de sus colegas (cfr. Monserrat 2014a).


En fin, es legítimo argumentar a favor del ateísmo filosófico, lo mismo que a favor de la religión. Y los argumentos en torno al sentido del comportamiento religioso deben valorarse desde un análisis racional y en el ámbito de la libertad humana, a sabiendas de que no se trata de un asunto dilucidable por la ciencia empírica, menos aún desde hipótesis confusas o seudocientíficas.



El ateísmo humanista, pero dogmático, de Sam Harris


El ateísmo de Sam Harris, filósofo neurocientífico, no busca apoyos en una base científica. Su argumento principal estriba en que la fe religiosa es irracional y se convierte en fuente de violencia, terror y enfren­tamiento entre los hombres y entre las naciones. Expone su posición en El fin de la fe. Religión, terror y el futuro de la razón (2004) y en Carta a una nación cristiana (2006). Al calificar a las creencias religiosas como irracionales, se basa, primero, en que la razón no puede aducir ningún argumento, científico ni filosófico, que demuestre la existencia real de Dios. Y segundo, que los contenidos portentosos de las afirmaciones religiosas no se pueden creer porque repugnan directamente a la razón.


El primer motivo para acusar de irracionalidad a la fe religiosa se sustenta en la tesis de que ni la ciencia ni la filosofía pueden aportar argumentos que la justifiquen. Dado que el universo se puede explicar al margen de la idea de Dios, Harris infiere que, de ahí, se sigue la crítica y la descalificación de la religión. Pero esta posición supone un cono­cimiento científico del universo de un modo exhaustivo, conforme al modelo determinista propio de la ciencia clásica. Hoy estamos ante una imagen científica del universo que reconoce la incertidumbre y el enigma en última instancia, por lo que, para el enfoque crítico, una filosofía atea, que conciba la suficiencia del universo sin Dios, es verosímil; pero también es verosímil una filosofía teísta que dé sentido al universo en función de un plan divino (cfr. Monserrat 2014b). Sam Harris no ha llegado a esta «modernidad crítica», sino que permanece anclado en el planteamiento del ateísmo dogmático de siglos pretéritos.


El filósofo Harris, a diferencia de otros ateístas, no aporta una argumentación bien apoyada en consideraciones serias a partir de la física teórica, la cosmología, la genética, la antropología, la neurología o la teoría de la evolución, aparte de unas cuantas alusiones. Da por supuesto que las creencias religiosas son irracionales, contrarias a la ciencia y la filosofía, como si fuera del todo evidente. Por tanto, la inmensa mayoría de la humanidad pasada y presente debe estar equivocada en su visión del mundo religioso, igual que tantos intelectuales de todos los campos del saber, cuando afirman la armonía de sus conocimientos con los argumentos que muestran la verosimilitud de la existencia de Dios como fundamento del universo.  Pero, para Harris, no es una cuestión abierta ni discutible; toma su ateísmo por la verdad absoluta.


El segundo motivo para sentenciar la irracionalidad intrínseca de las creencias religiosas es que sus contenidos se intuyen ya como dispara­tados y resultan claramente absurdos e inaceptables para la razón. Un ejemplo de su razonamiento:


«De hecho, resulta difícil imaginar otro conjunto de creencias que sugieran más enfermedad mental que las que conforman la base de nuestras tradiciones religiosas. Pensemos, si no, en una de las piedras angulares de la fe católica (…) Jesucristo –que resulta que nació de una virgen, engañó a la muerte y ascendió corporalmente a los cielos– puede ser ahora devorado en forma de galleta. Unas cuantas palabras latinas recitadas sobre tu vino favorito y también podrás beber su sangre. ¿Hay alguna duda de que un único creyente en esas cosas sería considerado loco? Mejor dicho, ¿hay alguna duda de que estaría loco?

   El peligro de la fe religiosa estriba en que permite a los seres humanos normales cosechar el fruto de su locura y considerarlo sagrado. Como a cada nueva generación de niños se les enseña que no hay por qué justificar las creencias religiosas como se deben justificar las demás, la civilización sigue sitiada por las fuerzas de lo absurdo. Y ahora hasta nos matamos en nombre de una literatura antigua. ¿Quién diría que sería posible algo tan absurdamente trágico?» (Harris 2004: 72-73).


Lo que pasa es que el increyente Harris no entiende nada de ese lenguaje y, por si fuera poco, lo caricaturiza, con lo que se facilita aún más tacharlo de irracional e inadmisible. Pero los creyentes entienden la lógica de su significado y pueden explicarlo. Más allá del dogmatismo, insostenible en esta época en que la imagen científica del mundo asume el enigma último del universo, se impone la tolerancia hacia diferentes interpretaciones filosóficas o metafísicas. La opción del ateísmo, que afirma un mundo sin Dios, es una hipótesis legítima. Pero, ante la incertidumbre del mundo, la fe en un Dios creador no se puede descartar como posibilidad hermenéutica, como opción racional que acepta libremente el misterio y es susceptible de defenderse y reinterpretarse en el ámbito de la modernidad crítica. Harris ignora esta mentalidad crítica moderna y, en sus escritos, pone de manifiesto una completa inca­pacidad para hacerse cargo de los planteamientos filosóficos y teológicos del cristianismo, y de las religiones en general. De ahí la ingenuidad, la superficialidad, y a menudo la insolencia, con las que suele despachar los problemas, tratando de estúpidos y dementes a quienes no comulguen con su veredicto.


La posición radical de Harris contra la religión fraguó tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Percibió entonces la peligrosidad inherente al fanatismo islámico y la generalizó a todas las religiones, debido a la irracionalidad que, según él, es su esencia perversa y las predispone a la violencia y el terror. A partir de aquí, dedicó sus esfuerzos a una campaña de agitación y propaganda implacable contra la religión, a denunciar y combatir el fanatismo reli­gioso como supuesta causa de todos los conflictos acaecidos en la historia humana, de las peores atrocidades cometidas (cfr. Harris 2004: capítulo 3). Por eso, cree que es absolutamente necesario promover en la sociedad «el fin de la fe», hasta borrarla de la historia en beneficio de un humanismo sin religión, que oriente la vida de la gente únicamente en función de la razón.


Para sustituir la religión, propone una ética asentada en la experiencia de la vida en unión, gozosa y cuasi mística, con el universo. Predica una especie de espiritualidad natural, cósmica, humanista, que, según él imagina, no tiene nada que ver con la religión, pues estará fundada en la razón (cfr. Harris 2004: capítulo 7). Se ve que no tiene una idea muy clara de en qué consiste objetivamente la religión. En una obra de 2010, El paisaje moral, subtitulada Cómo la ciencia puede determinar los valores humanos, convoca a una nueva moral fundada en la razón científica, que proporcionará pautas para conseguir el bien en una experiencia dichosa, como si las neurociencias pudieran avalar positivamente opciones filosóficas, como esa espiritualidad que él predica, inspirada en un oriente idea­lizado, que conduciría a una nueva y feliz civilización mundial. Más recientemente, ha publicado una Despertar. Una guía para la espiritualidad sin religión (Harris 2014). En realidad, sus propuestas bienintencionadas parecen ir, más bien, en la línea de un manual de autoayuda. Y, si se me disculpa la ironía, eso de la espiritualidad sin religión suena algo así como la cerveza sin alcohol, o el pensamiento sin ideas.


Los argumentos sobreentendidos en el discurso harrisiano descan­san sobre bases muy cuestionables. La afirmación de la no existencia de Dios no resulta de ninguna evidencia científica cierta, ni siquiera puede dirimirse por esa vía, como tampoco la afirmación contraria. Cualquiera de esas dos afirmaciones con la pretensión de verdad absoluta sustentada en la razón científica responde a un planteamiento dogmático, ilusorio, impropio de la modernidad crítica, situado al margen de la epistemología actual. Hoy, para todos, la imagen del universo que describen las ciencias muestra finalmente rasgos de incertidumbre, indeterminación y enigmas insuperables. Establecido esto, es posible y racionalmente legítimo construir hipótesis filosóficas verosímiles, tanto la de un ateísmo crítico como la de un teísmo crítico. Y así cabe formular una u otra creencia, con la hermenéutica y la argumentación que a uno más le convence en conciencia, sin entrar en contradicción con la racionalidad científica y filosófica, sin posibilidad de imponerse de manera incontrovertible.


Por otra parte, no se puede negar en la historia de las religiones el dogmatismo, la intolerancia y el fanatismo que han instigado violencias de todo orden. Pero hay que tratar de entender la dramática historia de las sociedades humanas. Las hostilidades y la perversidad humana tienen causas enormemente complejas, que no se pueden atribuir en exclusiva ni principalmente a las creencias religiosas. La crueldad arraiga en los impulsos de la naturaleza humana y se despliega en todos los sistemas culturales, antiguos y contemporáneos, afectando al comportamiento religioso. No obstante, en muchos casos, eran desviaciones contrarias a las mismas creencias religiosas, que también han sido factor de civi­lización y contención de la violencia. Los análisis deberían ser más minuciosos.


Tras el reconocimiento de los hechos históricos tal como han sucedido, y del paradigma dogmático que enmarcaba su interpretación, pensamos que el avance del paradigma crítico que se va generalizando ofrece la oportunidad de una verdadera tolerancia, de abandonar las herme­néuticas dogmáticas del pasado. Para la religión, y en particular el cristianismo, quizá la cuestión más importante sea reinterpretar su mensaje en armonía con la razón moderna (cfr. Monserrat 2014b). Deberá asumir el logos de la modernidad crítica. De este modo, reconfortará a aquellos que libremente se abren a la fe y la esperanza en un Dios oculto, liberador, confiriendo un sentido al silencio divino en el mundo y a la tragedia de la humanidad.



La teofobia radical de Christopher Hitchens


Christopher Hitchens no es tanto filósofo cuanto ensayista y escritor. La faceta más conocida de su pensamiento es la de fustigador inmisericorde de la fe en Dios, la religión y el cristianismo. Hay que destacar sus polémicos libros Dios no es bueno. Alegato contra la religión (2007a) y Dios no existe (2007b). Su viraje hacia el extremismo antirreligioso se produjo, como en Dawkins y Dennett, después de los atentados terroristas islámicos de septiembre de 2001 en Estados Unidos.


Según Hitchens, el hecho de que se dé una explicación científica del universo sin tener que recurrir a Dios exige el rechazo de la idea de Dios. Además, arguye que la idea de un Dios grande y bueno resulta incom­patible con el mal existente en el mundo y con la perversidad multiforme observable en las religiones, causas de tanto sufrimiento en la historia humana. Por eso, considera que la religión es irracional y sumamente peligrosa. La misma crítica ya conocida, solo con leves matices propios. Cree que no basta con ser ateo, sino que hay que militar contra la religión, para neutralizarla, tarea a la que él se entrega con una acome­tividad digna de mejor causa.


Hitchens arremete de manera furibunda contra la fe religiosa, frente a la que exhibe con aire victorioso un sumario de objeciones que él estima irreductibles:


«que representa de forma absolutamente incorrecta los orígenes del ser humano y del cosmos; que debido a este error inicial consigue aunar el máximo de servilismo con el máximo de solipsismo; que es causa y consecuencia al mismo tiempo de una peligrosa represión sexual; y que, en última instancia, se basa en ilusiones» (Hitchens 2007a: 18-19).


El principal error está, según Hitchens, en la creencia en un Dios creador del universo, de donde se deriva que su finalidad mira al hombre y que hay una intervención divina que impone una moral. Todo esto le parece ilusorio, imposible de demostrar, porque no hay pruebas. Para reforzar esta posición, invoca fundamentos racionales tomados de las ciencias y la filosofía, que, para él, prohíben justificar la existencia de eso que se denomina Dios. Sin embargo, sus argumentos en pro del ateísmo, formulados de manera contundente y fuera de toda discusión, perma­necen cerrados a cualquier debate acerca de lo que dicen hoy las teorías científicas sobre el universo, la vida y el hombre. Mientras que la agresividad con que suele expresarse no logra ocultar su dogmatismo y, probablemente, cierta falta de preparación para profundizar en el tema.


En otros pasajes de su obra, encontramos intentos por matizar, pero ciertamente no aclaran mucho:


«Los argumentos a favor del ateísmo pueden dividirse en dos categorías principales: los que ponen en duda la existencia de Dios y los que demuestran los efectos perniciosos de la religión. Quizá sea mejor ampliarlo un poco diciendo que lo que se pone en duda es la existencia de un Dios que interviene. A fin de cuentas, la religión es más que la fe en un ser supremo. Es el culto de ese ser supremo, y la creencia en que se han dado a conocer sus deseos, o es posible determinarlos» (Hitchens 2007b: 28-29).


Así que no sería tanto la fe religiosa en un Dios, sino la creencia en su intervención en la historia lo que pone de relieve lo irracional de las religiones y lo pernicioso de su influjo en la sociedad. Porque la realidad del mundo es tan absurda y tremenda que, más bien, aporta un argu­mento para afirmar la no existencia de la divinidad. Piensa que los hombres han creado las religiones por motivos oscuros y como medio ilusorio para evadirse de la crueldad del mundo. Los relatos de la historia sagrada le resultan a Hitchens absolutamente increíbles; pero las versiones que da, por lo que respecta al cristianismo, resultan tan simples que no van mucho más allá de las creencias comunes populares. Da la impresión de que no ha entendido siquiera los planteamientos de la teología tradicional. Más aún, como objeta Javier Monserrat: «El cristianismo entendido desde el logos de la modernidad no tiene nada que ver con el cristianismo al que se refiere Hitchens. En la misma cultura anglosajona cristiana hay autores como Barbour, Peacocke, Polkinghorne o Ellis, entre otros muchos, que desconoce por completo y que debería haber conocido, al menos si tenía la pretensión de hablar sobre el cristianismo y las religiones con una cierta competencia» (Monserrat 2015b).


Hitchens considera que las religiones responden a algo innato, que no se pueden erradicar y seguirán ahí, por desgracia, con su carga de violencia. Por esto, cree que el ateo no debe contemporizar, sino mantener activo el antiteísmo, en permanente campaña contra el maléfico influjo religioso. Es cierto que muchas críticas a la visión teocrática y opresora de Dios que se ha dado históricamente están justificadas, pero parapetarse en esa visión, en buena parte anacrónica, para facilitarse la impugnación supone un doble desconocimiento, el de la era de la incertidumbre metafísica en que nos encontramos y el de la hermenéutica de la religión desde la modernidad crítica. Tanto los teístas como los ateos están legitimados para ejercitar su propia lógica en las hipótesis hermenéuticas con las que dan sentido a sus vidas. Todas las posturas pueden ser respetables. Lo único que queda del todo obsoleto, y vetado para unos y otros, es el dogmatismo, máxime si viene lastrado de resentimiento y desprecio.



La retractación imprevista de Antony Flew


El otrora maestro de ateos, el eminente filósofo analítico Antony Flew, sorprendió e irritó a sus discípulos, en 2008, cuando afirmó ante el mundo que, habiendo revisado autocríticamente los argumentos en favor del ateísmo, sustentados por él durante más de medio siglo, había llegado a la conclusión de que el conocimiento científico del universo lo lleva a postular coherentemente la existencia de Dios. Para llegar ahí, no había hecho nada más que atenerse al principio socrático de «seguir el razonamiento hasta donde te lleve».


En efecto, Flew modernizó la crítica a la religión con la introducción de un enfoque analítico, que, aplicado minuciosamente al lenguaje sobre Dios, trataba de dilucidar la significatividad del concepto y la consis­tencia lógica de los atributos divinos. No actuaba como otros corre­ligionarios ateos radicales, creyéndose en posesión de la verdad absoluta, sino como un investigador en busca de argumentos y pruebas, abierto sinceramente al debate.


Durante años, Flew examinó y reexaminó los argumentos teístas en favor de la existencia de Dios, poniendo al descubierto su insuficiencia, la falta de corrección lógica que los hacía inaceptables. Además, le parecía que eran incongruentes con la visión científica de la realidad. Él mismo relata biográficamente la evolución de su ateísmo en la primera parte del libro Dios existe (2008). Sus primeras razones habían sido: «1) que el problema del mal constituía una refutación decisiva de la exis­tencia de un Dios infinitamente bueno y omnipotente; 2) que el recurso a la libertad del hombre no eximía al Creador de su responsabilidad por los manifiestos defectos de la creación» (Flew 2008: 59). Es decir, basaba su negación de Dios en el problema del mal en el mundo. Más tarde, insistió sobre todo en argumentos de orden cosmológico.


Al analizar los sistemas de lenguaje religioso utilizados en las sociedades humanas, muestra que no responden a la realidad empírica del mundo, y esa es, según la filosofía analítica, una condición necesaria para ser lenguajes legítimos y significativos. Sin embargo, sin abandonar ese marco de análisis, la argumentación racional de Flew da finalmente un giro hacia la posición favorable al teísmo. En este sentido, proporciona las razones científicas y filosóficas sobre las que juzga que puede sustentar su tesis:


«Creo ahora que el universo fue traído a la existencia por una Inteligencia infinita. Creo que las intrincadas leyes de este universo manifiestan lo que los científicos han llamado la Mente de Dios. Creo que la vida y la reproducción tienen su origen en una fuente divina. ¿Por qué creo ahora esto, después de haber expuesto y defendido el ateísmo durante más de medio siglo? La breve respuesta es la siguiente: tal es la imagen del mundo que, en mi opinión, ha emergido de la ciencia moderna. La ciencia atisba tres dimensiones de la naturaleza que apuntan hacia Dios. La primera es el hecho de que la naturaleza obedece leyes. La segunda es la dimensión de la vida, la existencia de seres organizados inteligentemente y guiados por propósitos, que surgieron de la materia. Tercera es la propia existencia de la naturaleza. Pero no es solo la ciencia la que me ha guiado. También me ha ayudado la reconsideración de los argumentos filosóficos clásicos» (Flew 2008: 87).


Esas tres dimensiones, cómo llegaron a la existencia 1) las leyes de la naturaleza, 2) los seres vivos, 3) el propio universo, se relacionan con tres áreas de la investigación científica que Flew considera especialmente significativas e intrigantes. Por ello dedica la mayor parte de su libro a examinarlas reflexivamente, a la luz del estado actual de los datos y los conocimientos disponibles. Su ponderación sobre tales cuestiones científicas, junto con referencias bien seleccionadas a otros autores, le sirven para fundar las conclusiones filosóficas, de signo metafísico, que lo inclinan al teísmo, en el sentido de una afirmación racional de Dios:


«Debo recalcar que mi descubrimiento de lo divino ha operado en un nivel puramente natural, sin ninguna referencia a fenómenos sobre­naturales. Ha sido un ejercicio de lo que tradicionalmente es conocido como teología natural. No ha tenido relación con ninguna de las religiones reveladas. Tampoco pretendo haber tenido una experiencia personal de Dios, ni ninguna otra experiencia que pueda considerarse sobrenatural o milagrosa. En resumen, mi descubrimiento de lo divino ha sido una peregrinación de la razón, y no de la fe» (Flew 2008: 90).


El primer argumento considerado es el de las leyes de la naturaleza, entendidas como regularidades y simetrías, matemáticamente precisas, trabadas entre sí y universales. Todo esto supone una honda racio­nalidad, que grandes científicos, como Albert Einstein, interpretan como reflejo de la Mente de Dios, diseñadora del orden observable en las leyes naturales. En ello coinciden los creadores de la mecánica cuántica, como la hipótesis más convincente. E incluso Charles Darwin pensó en esa dirección, según consta en su autobiografía, citada por el propio Flew:


«La razón me indica la extrema dificultad, o, más bien, la imposibilidad de concebir este inmenso y maravilloso universo (…) como resultado del azar ciego o de la necesidad. Cuando reflexiono sobre esto, me siento obligado a volverme hacia una Primera Causa dotada de una mente inteligente y análoga en cierta medida a la del hombre; y merezco, por tanto, ser llamado teísta» (Flew 2008: 98).


También menciona el principio antrópico que, al menos en cuanto a la evidencia de sus datos, en su versión débil, es reconocido por casi todos los científicos como parte del modelo cosmológico estándar. No es solo que haya una racionalidad presente en la naturaleza, sino que se descubre un «ajuste fino» de las magnitudes y variables que posibilitaron la aparición de la vida y de la humanidad. Sobre la base de este fundamento objetivo, se infiere que el universo posee un diseño, pro­cedente de una inteligencia creativa, que se postula como la Mente de Dios. La posible alternativa es una teoría de multiversos, pero Flew lo descarta, señalando que solo son conjeturas matemáticas puramente especulativas, sin la menor prueba empírica posible. Y aun en el caso de que esa teoría fuera cierta, las leyes de cada universo derivarían de las del multiverso o metauniverso, cuya racionalidad seguiría requiriendo una explicación a partir de la cual se podría seguir postulando el diseño de una Mente divina.


El segundo argumento parte de la racionalidad biológica, en particular la del código genético. La pregunta filosófica, irresuelta por la investigación sobre su origen, es cómo llegó a existir la vida: «¿cómo puede un universo hecho de materia no pensante producir seres dotados de fines intrínsecos, capacidad de autorreplicación y una ‘química codi­ficada’?» (Flew 2008: 110). Se interesa, sobre todo, por la racionalidad inherente a la programación del ADN, del genoma. La racionalidad de la vida, el hecho de que, en los seres vivos, unas interacciones fisico­químicas ciegas se conecten con información semántica orientada hacia fines, hacia una creciente eficacia adaptativa, le parece expresión de un diseño racional que, en último término, remitiría también a la Mente divina.


El tercer argumento que lo conduce a afirmar la existencia de Dios tiene que ver con la contingencia del universo como un todo. Coincide con la argumentación clásica de la filosofía escolástica, que Flew había rechazado con anterioridad. Los elementos y entes del mundo son «contingentes», por cuanto no tienen en sí mismos razón suficiente de su existencia; si ninguno la tiene, tampoco el conjunto de todos esos entes posee esa suficiencia para existir. La mera existencia del universo exige estar fundada en un ser autosuficiente y necesario. Flew recoge de otros autores, como David Conway y Richard Swinburne, serios argumentos y los articula en contra de las objeciones al argumento cosmológico aducidas en su día por David Hume. Por consiguiente, «una vez que ha sido desmontada la crítica humeana, es posible aplicar el argumento cosmológico en el contexto de la cosmología moderna» (Flew 2008: 122). Los acontecimientos del universo pueden explicarse unos por otros, pero no explican la serie total de los acontecimientos. La existencia del universo requiere una explicación más allá de la descrip­ción científica. Y la interpretación más probable es que finalmente sea la existencia de Dios.


Aunque la detallada argumentación de Flew no sea completa, ni muy sistemática, indica un camino abierto a la racionalidad, a partir de la ciencia, hasta la formulación de hipótesis plausibles, favorables al teísmo, en armonía con la imagen científica del mundo. Las conclusiones obtenidas «siguiendo la evidencia adondequiera que lleve» lo han vuelto receptivo a un teísmo genérico, abierto a la omnipotencia divina, sin adscripción a ninguna religión concreta. No obstante, también es cierto que, al final del libro, escribe: «¡Si queremos que la omnipotencia funde una religión, esta [el cristianismo] es la que tiene todas las papeletas para ser elegida!» (Flew 2008: 132). Aunque él personalmente no se sentía llamado todavía.


Mientras Antony Flew rectifica la posición mantenida durante tanto tiempo, abandona el ateísmo para orientar su pensamiento a un teísmo argumentado, observamos cómo sus antiguos camaradas, los célebres jinetes del ateísmo, Richard Dawkins, Daniel Dennett, Sam Harris y Christopher Hitchens, continúan empecinados en dar la batalla en trincheras ideológicas de una guerra de religión que ya pasó a la historia. No quieren enterarse de que no estamos en la modernidad dogmática, ya periclitada, sino en la era de la modernidad crítica.


A fin de cuentas, ni el ateísmo ni el teísmo son evidentes, ni concluyentes. En esta era de la ciencia, lo que se impone es el enigma del universo, lo indecidible del tema, la incertidumbre acerca de la verdad última. En palabras de Javier Monserrat: «La cultura moderna ha situado al hombre en una profunda incertidumbre metafísica: la de estar abierto a una doble posibilidad de entender la verdad última del universo: como fundado en una Divinidad trascendente, o como un puro mundo sin Dios» (Monserrat 2013a: 581). Ante este panorama, optar por la inter­pretación de un signo, o de otro, dependerá de la toma de posición personal, a la que, obviamente, cabe exigir que sea compatible con la ciencia, filosóficamente razonable y respetuosa con las demás opciones que cumplan estas mismas condiciones.



Una nota sobre la irreductibilidad del mito


Normalmente, hablamos del conocimiento científico y del pensamiento filosófico, a veces de la metafísica, como las formas admitidas de la racionalidad. Y dejamos en el limbo la mención del mito, como sobre­entendiendo, a lo Comte, que se trata de un relato arcaico e irracional, al margen de toda lógica. El antropólogo Claude Lévi-Strauss demostró todo lo contrario. Y cuando analizamos la religión, resulta que el mito es el lenguaje religioso por antonomasia. Dedicaré más adelante un capítulo a exponerlo.


La vida humana y la historia responden, más bien, a la estructura de un mito que a la de un teorema. Podemos aseverar que todo sentido de la historia se desenvuelve necesariamente como mitología: el compor­tamiento social humano implica una mitificación de la historia y, con frecuencia, comporta a la vez una historización del mito. Así que sería un burdo error creer que «mito» significa mentira o engaño. El mito es una narración, codificada en un lenguaje específico, que ofrece una interpretación del origen, sentido o finalidad de la vida, o alguno de sus aspectos, y que posee un carácter fundamental para una sociedad o una comunidad humana.


Más allá de posturas cientificistas, siempre lastradas de inconsis­tencia científica; más allá de conjeturas cosmológicas indemostrables, al modo de Stephen Hawking, o Lawrence Krauss; más allá de hipótesis evolucionistas incoherentes entre sí, como en el caso de Edward Wilson y Richard Dawkins (cfr. Gómez García 2021c); a pesar de las arremetidas de sus pretendidos debeladores, como Daniel Dennett, Sam Harris y Christopher Hitchens, la religión permanece cuestionada, pero en modo alguno aniquilada. No tiene adecuada explicación en términos de naturaleza, es decir, en el plano de la evolución física y biológica consideradas empíricamente, conforme a las ciencias físicas y biológicas. Pero está cargada de significación. Los sistemas religiosos están ahí y, para entenderlos, se requiere una teoría específica, solvente desde el punto de vista epistemológico correspondiente a las ciencias del hombre. Están constituidos como sistemas de signos, pertenecientes al dominio de la cultura, muy cercanos al arte y al ritual. Se codifican como relatos en el mito y como razonamientos en la filosofía. Un relato mítico propia­mente tal no es sin más una leyenda, ni mucho menos un cuento, por mucho que incorpore elementos imaginarios. Situadas más allá de las ciencias positivas, la filosofía y la religión, con su respectivo lenguaje, tratan de responder a preguntas últimas acerca de la realidad. Por ejemplo:


– ¿Por qué hay algo en vez de nada?

– ¿Por qué las leyes del universo son así y no de otra manera?

– ¿En qué se fundan los valores: la belleza, la bondad, la justicia?

– ¿Tiene un sentido la historia, la vida, el universo?

– ¿Qué significado atribuir al «principio antrópico»?


Para responder a preguntas de este tipo, los sistemas religiosos y los grandes mitos, que elaboran significados a partir de las experiencias históricas de las sociedades humanas, ofrecen sus respuestas en forma de metáforas; mientras que los sistemas filosóficos, cuyo discurso está basado en la razón especulativa, traducen sus respuestas en conceptos.


Ahora bien, cabe afirmar que todos los sistemas de respuestas y propuestas de referencia última comportan un carácter religioso, aunque aparezcan formalmente como filosofías, ideologías, mitologías, o utopías. Así, los grandes sistemas ideológicos de los movimientos revo­lucionarios, desde el siglo XIX hasta hoy, han sido «religiones políticas» o «religiones de salvación terrestre», dotadas con las estructuras mítica, simbólica y pragmática típicas de toda religión. Todos ellos caracte­rizados por la legitimación de la violencia, un rasgo que los alinea claramente con el yihadismo típico del islam.