Pensar la religión desde la modernidad crítica

4. Las acientíficas extrapolaciones del cientificismo

PEDRO GÓMEZ




Los críticos de la religión buscan apoyo en la ciencia


El problema de la religión se presentaba, en el siglo XIX, en términos de un conflicto entre razón y fe. Era, ante todo, una cuestión de crítica filosófica materialista o racionalista. Pero hoy es la misma razón filosófica la que está en entredicho, cuestionada su capacidad para responder a las grandes preguntas sobre el universo y nuestro lugar en él. Un científico eminente como Stephen Hawking ha proclamado con ecos fúnebres la muerte de la filosofía:


«Tradicionalmente, esas son cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto. La filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimiento» (Hawking 2010: 11).


Así pues, para algunos mandarines del saber solo es válida la razón científico-positiva. El problema se plantea ahora abiertamente como conflicto entre la ciencia y esos otros saberes entre los que está la religión. La razón ya no es única y monolítica, sino que aparece escindida entre racionalidad científica y racionalidad filosófica. Y esta última habría sido destronada. Solo quedaría en pie la filosofía de la ciencia, divorciada de la filosofía como visión de la vida. De manera que se han expulsado al ostracismo, por un lado, la religión, aunque no se puede decir de ella que sea totalmente ajena a la razón, dado que se racionaliza en la teología y comporta puntos de vista filosóficos; y por otro lado, la misma filosofía como visión del mundo, por ajena a los avances científicos modernos. La filosofía se revela entonces como una forma de religión, mientras que la religión se asimila a una filosofía de la vida. Y ambas se contraponen a la ciencia.


Haciendo gala de imperialismo de la razón científica, algunos científicos, como hemos visto, dan el paso a postular un ateísmo cientificista. Creen que las ciencias modernas pueden responder a todas las preguntas humanas, incluidas las cuestiones éticas y el sentido de la vida. Creen que solo la ciencia puede dar respuestas bien fundadas, por lo que arremeten no solo contra la religión, sino también contra la filosofía.


Volvamos al planteamiento de Stephen Hawking y de su colega astrofísico Lawrence Krauss, que estiman poder apoyarse en el modelo cosmológico estándar, ampliado con las especulaciones sobre el multiverso, junto con la mecánica cuántica, para argumentar decisivamente su ateísmo:


A. Las leyes de la naturaleza no requieren a Dios: son las leyes fundamentales de la física las que explican la evolución y autoorganización del universo (Hawking 2007 y 2010). Pero estas leyes ¿no hablan solo de una inmanencia contingente?


B. La «teoría M» y la conjetura de infinitos universos (Hawking 2010) conciben un «origen» anterior al Big Bang. Pero tales universos simultáneos, de los que se admite que no pueden interactuar con nuestro cosmos y que jamás se tendrá noticia de ellos, son por principio inverificables. ¿No representan una especulación sin observación posible y, por tanto, absolutamente gratuita?


C. El rechazo de las formulaciones del principio antrópico (basado en la constatación de los ajustes extremadamente precisos de las condiciones iniciales y de las constantes físicas del universo) pretende que no se pueda avalar la suposición de un principio creador (Krauss 2012). No obstante, los datos del ajuste fino son un hecho y, en su versión débil, no los cuestiona ningún científico. ¿Es acaso más convincente atribuirlo al puro azar?


Tengamos en cuenta que las teorías físicas, como toda teoría científica en general, se desarrollan dentro de un marco de premisas epistemológicas y metodológicas que limitan el alcance de su explicación. Solo explican con fundamento fenómenos del universo material existente, sus estructuras, procesos y evolución a escala cósmica y a escala cuántica, pero siempre en el plano de los sistemas físicos y los modelos teóricos que dan razón de ellos. Esto implica restricciones en el alcance explicativo de las teorías. Por ejemplo, las leyes de la física no dan para explicar adecuadamente los sistemas biológicos, ni tampoco los sistemas antropológicos o culturales, ni la conciencia. La conclusión es que la cosmología y la física de las cuatro interacciones fundamentales apenas son capaces de decirnos algo acerca de la vida y, desde luego, no tienen la menor competencia para pronunciarse sobre temas relativos a la religión o a Dios.


Otros críticos parten no de la física, sino de la biología evolucionista, la genética o la sociobiología. Como hemos visto en un capítulo anterior, tal es el caso de los renombrados Richard Dawkins y Edward O. Wilson. Recordemos sus argumentos:


A. La religión en sus orígenes, según Wilson, se debió al tribalismo, es decir, a la selección de grupo, dado que el comportamiento religioso reforzaba las ventajas adaptativas de la cohesión de la tribu (Wilson 2012: 301). No entraré en la discusión acerca de la prevalencia de la selección de grupo o la selección individual. Pero los hechos parecen mostrar que tanto sirve para unir como para separar al grupo, así como para superar la organización tribal, como ocurre con las religiones institucionales de nivel estatal.


B. Por su parte, Dawkins sustenta la teoría de la religión como «subproducto de alguna otra cosa» (Dawkins 2006: 188), de alguna característica ventajosa que a veces funciona mal generando religión. La selección natural habría favorecido una regla de obediencia inscrita en el cerebro del niño, que lo induce a creer lo que dicen los adultos (aunque en realidad esto es aplicable no solo a la religión, sino a todo el proceso de endoculturación). También habría favorecido, según Dawkins, la tendencia innata al dualismo y a ver una intencionalidad en los fenómenos de la naturaleza. Pero habría que objetar que, también en el ámbito religioso, como en los demás, se produce un desarrollo del niño hacia la madurez.


C. Dawkins propone asimismo la teoría de la selección memética (entendiendo por memes los elementos culturales) como aspecto de la selección natural que habría favorecido ciertas variantes de la religión debido a su vinculación con otros memes que resultaban funcionales (Dawkins 2006: 209-215). Argumento extraño, porque la teoría de la evolución explica la selección por la interacción con el medio. Además, incluye la selección memética junto con la genética en el mismo plano de la selección natural, lo cual crea una completa confusión, pues la primera se sitúa en el plano de la selección cultural. Y está claro que esta no se atiene a los mismos mecanismos, ritmos y vías de transmisión que la selección natural. Aunque interactúen entre sí, no se pueden explicar los contenidos de la evolución cultural en términos de la evolución genética. En los genes, evidentemente, no cabe encontrar ninguna información sobre el sistema religioso o sobre Dios. Aun si admitimos que haya cierta predisposición cerebral para el comportamiento religioso (como la hay para el lenguaje hablado), su realización solo acontece en el plano sociocultural que implica aprendizaje de información social.


Una tercera instancia a partir de la cual se aborda el tratamiento crítico de la religión está representada por las ciencias sociales y humanas, en particular la antropología como teoría general de la cultura. Ya mencionamos a Claude Lévi-Strauss y Marvin Harris, y podemos agregar a Roy Rappaport.


A. Para el materialismo cultural de Marvin Harris (1988: 433 ss.), los sistemas religiosos (creencias, rituales, preceptos, organizaciones) evolucionan en sincronía con la economía política, como parte del conjunto cultural, cumpliendo una función de adaptación de los individuos a la sociedad y de la sociedad al medio.


B. Según Roy Rappaport, la religión ha desempeñado un papel determinante en la formación de la humanidad: el orden social establecido necesita una legitimación que, en último término y a través de las mediaciones institucionales, deriva de unos «postulados sagrados fundamentales». La invocación de estos postulados interactúa tanto con el mantenimiento como con la transformación de las estructuras sociales. Recíprocamente, cuando ocurren crisis profundas de la sociedad, se puede llegar a poner en cuestión los postulados sagrados últimos (cfr. Rappaport 1999: 559-600).


C. Algunos investigadores en ciencias del hombre no buscan solamente una explicación, sino que se pronuncian negativamente sobre las instituciones religiosas y descalifican los comportamientos derivados de ellas. El problema, en este caso, radica en que las ciencias humanas tienen competencia para la descripción y la explicación de su objeto de estudio, pero los investigadores se exceden tan pronto como emiten juicios de valor, con lo que comprometen la credibilidad de su disciplina.


Los conocimientos sociológicos, antropológicos, psicológicos, históricos poseen un carácter descriptivo o explicativo, pero nunca normativo. La aplicación práctica supone siempre opciones que no se deducen nunca necesariamente, ya que el conocimiento del estado de un sistema, de lo que es con base empírica, no comporta información alguna acerca de su cualidad de bueno o malo, o acerca de lo que debe ser. Por eso, es obligado distinguir cuándo el sociólogo o el historiador habla como científico social y cuándo habla expresando sus creencias o sus preferencias filosóficas e ideológicas personales.


A diferencia de los especialistas en disciplinas científicas, la intervención en el debate de los filósofos como tales es pertinente, porque sus argumentos pueden confrontarse legítimamente, ya sean favorables, ya hostiles al significado de la religión. Aparte de considerar su estructura y función, es parte de su tarea valorar, dar razón de su significado y sentido pretendidamente último. A diferencia de las ciencias físicas, biológicas y antroposociales, que en rigor carecen de competencia metodológica para pronunciarse sobre lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo sagrado y lo profano, el discurso de la filosofía sí puede hacerlo, racionalmente, en el marco de su propia visión del mundo y su concepción del hombre.


Entre los filósofos actuales que propugnan tesis ateas y antirreligiosas, me parecen especialmente significativos los autores tratados en el capítulo precedente: el filósofo de la ciencia Daniel Dennett, el filósofo neurocientífico Sam Harris, el ensayista Christopher Hitchens y el filósofo analítico Antony Flew (finalmente retractado de su ateísmo). Se podría hacer referencia también al filósofo francés Michel Onfray (Tratado de ateología, 2005).


En síntesis, los argumentos de estos filósofos convergen en un diagnóstico negativo, a saber, a favor del ateísmo, sustentado sobre todo en una documentada presentación de los males causados por las religiones a lo largo de la historia. A esto, añaden su dictamen sobre la irra­cio­nalidad de las creencias y las contradicciones del discurso teológico, para justificar el rechazo y la necesidad de erradicación de la religión, en particular del cristianismo. Los razonamientos siempre son dignos de ser examinados y los datos históricos no pueden negarse. Hay una cuestión elemental, no obstante, y es determinar hasta qué punto la selección de los hechos y las razones resulta verdaderamente representativa de lo que es y hace la religión, o, por el contrario, se trata de un filtrado tendencioso y un tanto maniqueo. Porque no es lo mismo suprimir lo malo de la religión que pretender eliminar la religión como esencialmente mala. Además, sería exigible la coherencia con los argumentos, en el plano social y en el plano racional: si condenamos a cualquier institución por el recuento de las sinrazones y las perversidades asociadas, probablemente habría que suprimir todas las instituciones humanas, sin excluir, por supuesto, la ciencia y la tecnología, cómplices necesarios de inmensas masacres bélicas. No hace falta decir que esto es absurdo. Y el argumento, igualmente.


El mismo sesgo unilateral, en un sentido diametralmente opuesto, es el que suele lastrar las tesis de los filósofos teístas y prorreligiosos, cuando solo destacan los beneficios y las buenas razones, presentando una idealización absoluta de la religión. Frente a unos y otros, parece irrenunciable contar toda la historia de los sistemas religiosos, desde su mensaje fundacional, su formación, su evolución histórica a través de las distintas etapas y sociedades. Es preceptivo discernir formas, interpretaciones, actuaciones, paradigmas y, lo mismo que con el resto de la cultura, habría que salvar lo que sea favorable para la humanidad, para la sociedad y para el individuo. La filosofía no puede resolver definitivamente el problema, en el sentido de aportar la visión apodíctica de la verdad última. Las hipótesis de la razón filosófica, una vez excluido el dogmatismo, solo pueden aspirar a ser compatibles con la imagen científica del universo, a ser verosímiles y coherentes en su razonamiento. Pero sabiendo que el razonamiento contrario también puede ser verosímil y coherente, y convincente para quienes optan por él. Todo el que filosofa apuesta más allá de la ciencia. Por eso, la filosofía se abre al pluralismo de opciones.



La concepción científica de la ciencia es inexcusable


Si miramos atrás, durante gran parte de la historia de las sociedades humanas, los saberes mezclaban indistintamente los conocimientos empíricos con los relatos mitológicos. Solo los despegues del pensamiento racional en distintas civilizaciones empezaron a trazar una sinuosa línea divisoria con respecto al pensamiento mítico, pero en realidad las filosofías continuaron combinando lo que ahora llamaríamos ciencia con toda clase de especulaciones metafísicas, consideraciones éticas y fantasías. Propiamente, no hubo ciencia en el sentido moderno actual antes del siglo XVII. Aun así, a pesar de una ingente labor de clarificación teórica, todavía hoy observamos cómo la mayoría de los científicos no tienen una idea clara del alcance epistemológico y los límites metodológicos que definen el conocimiento científico como tal. Al cabo de tres siglos, la confusión y las extrapolaciones a dominios metacientíficos (como la ética, la política, la religión) siguen siendo lo normal, salvo en las tareas estrictas de la investigación especializada; de tal manera que no pocos físicos, biólogos o psicólogos, a veces sin advertirlo, dan un paso ilícito adentrándose en un discurso filosófico, preñado de afirmaciones metafísicas, éticas y religiosas. Hay que dejar muy claro que eso no lo hacen ya en cuanto científicos propiamente tales, aunque parece que ellos no lo saben y no caen en la cuenta de que están transgrediendo su propia jurisdicción.


El punto de vista sustentado en estas páginas se adhiere a la tesis fundamental de la epistemología de la ciencia moderna, de signo pospopperiano, según la cual las teorías solo pueden ser válidas en campos de investigación estrictamente demarcados y dentro de unas condiciones de contrastación o falsación acotadas. Esto significa que, el conocimiento científico en cuanto tal tiene un alcance limitado y es constitutivamente neutral con respecto a la filosofía, con respecto a la moral y a la religión, lo mismo que con respecto a la poesía, al arte o al deporte. De ninguna teoría científica puede deducirse consistentemente ningún deber, ninguna fe, ningún ideal estético, ninguna afición. Solo en el exterior de los dominios de la ciencia se extienden los sistemas de creencias: las visiones del mundo, los modos de vida con las justificaciones que los sustentan, las ideologías, los ritos, las artes y la literatura.


Una vez establecida con claridad la demarcación, podemos convenir en que el lenguaje religioso y también el discurso filosófico, cada uno a su modo, se ocupan de formular juicios de valor, es decir, enunciados orientativos, normativos, prescriptivos, a diferencia de las ciencias positivas, que se atienen y se limitan a exponer juicios de hecho, enunciados descriptivos, teorías verificables, modelos matemáticos acerca de sistemas observables.


Hablando con propiedad, el conocimiento científico de la naturaleza no alcanza a descubrir en ella aspectos no científicos como la belleza, o la bondad. Estas emergen en la valoración estética o ética, que solo tiene sentido para la humanidad en su experiencia vivida y pensada. En la naturaleza vista físicamente no hay música, ni arte, ni moral, ni Dios, ni religión: todo eso lo ponemos nosotros los humanos como creación cultural. En el reino animal, exceptuado el ser humano, no hay percepción de la belleza, ni ejercicio de la libertad o la responsabilidad, ni religión, ni lengua hablada, ni ciencia. Las mismas ciencias de la cultura, las sociales y humanas, tratan de objetivar los sistemas lingüísticos, éticos, estéticos, políticos, religiosos: los describen y explican sus mecanismos y funciones. Pero, en cuanto ciencias, tampoco les compete adscribirse a ninguna ética, estética, política, religión o literatura. Describen científicamente los sistemas de valores, pero no les concierne pronunciarse acerca de su valor. La adopción de un valor u otro no es incumbencia del científico en cuanto científico, sino en cuanto persona, ciudadano, creyente, literato o músico. Esto es así porque el valor de lo bello, lo bueno, lo divino, lo humano, como el ser, no son nunca parámetros que puedan figurar en una ecuación científica o en una hipótesis demostrable objetivamente. Tampoco indican propiedades o cualidades que deba cumplir la explicación científica, a la que basta con ser verdadera en el sentido de contrastable conforme a un modelo. Ni siquiera cabe suponerlos como postulados implícitos en el desarrollo del conocimiento científico objetivo.


Debemos quitarnos de la cabeza la idea de una ciencia mitificada como único saber, por mucho que sea el tipo de saber más exacto en orden a la explicación (y la manipulación) de los sistemas. Por ejemplo, la física nuclear explica con toda claridad el mecanismo de fisión del átomo. Sin embargo, la fabricación y el lanzamiento de una bomba atómica sobre Hiroshima no se deducen de ninguna teoría física. Son decisiones situadas en otro plano.


En este orden de ideas, por citar un caso paradigmático, relativo al cristianismo, parece claro e indiscutible que del estudio del Jesús de Nazaret histórico no se deduce linealmente la fe cristiana. Esta constituye una opción personal de quienes se adhieren a valores y significados personificados en ese Jesús. Sin embargo, desde el punto de vista de la historia, lo lógico es esperar que los historiadores, sean creyentes o no, lleguen a la misma reconstrucción de los hechos, concuerden básicamente en lo fundamental sobre la figura histórica. Algo así como no es imprescindible ser músico para ser historiador de la música o musicólogo.


En síntesis, la ciencia es una práctica social humana cuyo cometido estriba en aportar conocimiento objetivo del mundo, de la vida y la conciencia, de modo que explique sus estructuras y funciones y explore sus posibilidades. Pero no es la única práctica cognitiva existente. Está la reflexión filosófica, que pretende una comprensión de las relaciones entre los conocimientos y se centra en la experiencia humana del mundo y de sí mismo, a la vez biológica, sociocultural y mental. En fin, hay una narrativa, como la semiótica religiosa, que expresa significados profundos, vividos en esas mismas experiencias, mediante codificaciones de la imaginación, en forma de mitos, ritos y preceptos que inspiran, orientan y encauzan la práctica social e individual.


El científico en cuanto persona, como cualquiera, es libre de tener la filosofía y la religión que desee, pero estas no forman parte de ninguna teoría científica, ni se deducen necesariamente de ella. Son producto de otras facetas del pensamiento, cada una de ellas autónoma y de un género irreductible, si bien es verdad que todas concurren ante la consideración del sujeto humano pensante. Hay que respetar los saberes científicos, que pueden y deben enriquecernos, pero también las sabidurías que los exceden y que precedieron en miles de años a la ciencia moderna.


En conclusión, la ciencia no impone ninguna filosofía (a lo más puede mostrar que el lenguaje de ciertos enunciados filosóficos está obsoleto, porque se sirve de conceptos científicos caducos y se ha vuelto incompatible con la imagen científica moderna del universo). Al menos en principio, esta neutralidad epistemológica y metodológica la reconocen científicos de disciplinas muy dispares: «La ciencia no es una filosofía ni un sistema de creencias» (Wilson 1998: 69). O dicho aún más explícitamente, con toda razón:


«La finalidad de la ciencia es la comprensión del mundo de los fenómenos. Describe y explica la naturaleza sin imponer ninguna visión filosófica: su vocación no es esa. La ciencia es una herramienta que no es en sí ni buena ni mala, que no impone ninguna ética o moral. (…) La ciencia no engendra sabiduría. (...) Dado que no impone ninguna filosofía, la ciencia no puede guiarnos cuando se trata de moral y ética» (Trinh Xuan Thuan 2008b: 49-50).


Si esto es así, a la ciencia no le compete orientar sobre «valores» éticos, ni a la religión le compete informar sobre «hechos» científicos. La ciencia en cuanto tal, aunque aporta conocimientos que pueden ser útiles, no es competente para determinar los fines de la acción humana. Tal cosa es tarea de la filosofía y la religión, que a veces pueden resultar indiscernibles entre sí en cuanto a su funcionalidad. Pues, cuando la filosofía preconiza un modo de vida, cabe preguntarse si no constituye una forma de religión en sentido genérico. De manera parecida a como la religión, en cuanto visión del mundo, equivale a una forma de pensamiento filosófico. En los límites últimos, más allá de lo ignoto que un día se conocerá, todo esfuerzo del pensamiento presiente el enigma último, el misterio, que en sí mismo es indecidible e inefable, pero que se puede evocar, postular e incluso razonar como una hipótesis verosímil.


Un tema muy distinto es que las ciencias constituyan de hecho el mejor instrumento para conocer con objetividad los sistemas naturales y sociales de nuestro mundo y que, de este modo, contribuyan a ilustrar, criticar e informar nuestra comprensión y nuestras decisiones. Nada excluye que los juicios de hecho y los juicios de valor puedan y deban cotejarse entre sí «desde fuera», complementarse e incluso corregirse recíprocamente en determinados aspectos, a fin de dar coherencia a nuestra visión del mundo y con vistas a la actividad práctica. Según una frase atribuida a Einstein: «La ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega». Ahora bien, no hay un puente necesario entre ellas, sino que es nuestra conciencia en ejercicio la que ha de hacerse cargo de sendos registros y hacerlos dialogar: ciencia y creencia, conocimiento y valoración, saber empírico y sabiduría práctica.



La epistemología de la ciencia no avala el cientificismo


Como venimos diciendo, la ciencia en cuanto tal tiene método, no tiene ideología. De acuerdo con la epistemología más ampliamente aceptada, las ciencias físicas y la cosmología describen el universo físico a partir de las fuerzas fundamentales, y solo eso. No les compete decir nada acerca de Dios, porque Dios no es un concepto físico, ni la religión es un objeto de la física. Ahora bien, a la vista del conocimiento científico del universo, nada objeta que uno pueda apostar racionalmente por un principio creador, optando por una filosofía que interpreta la incógnita del origen rechazando el mero azar.


Las ciencias biológicas, en particular la teoría de la evolución y la genética, tampoco tienen nada que decir sobre el sentido de la evolución de la vida, pues su cometido está en explicar los mecanismos y los procesos: mutación y selección natural, flujo y deriva de genes y recombinación genética. Pero la vida en sí y la posible finalidad de la evolución no constituyen conceptos biológicos. Cuando uno reflexiona filosóficamente, puede apostar, o no, por atribuirle una finalidad subyacente.


Las ciencias sociales e históricas se ocupan de describir los sistemas culturales de la humanidad, de modo que tratan de formular las estructuras, funciones y transformaciones sociales. Pero no les incumbe, en absoluto, pronunciarse valorativamente con respecto a la bondad, la justicia o la humanidad de tales sistemas. Este tipo de pronunciamiento no es de orden científico, sino competencia de una filosofía práctica que juzga desde una posición política, ética, o espiritual, que trata de dar sentido a la historia, que opta por una visión del hombre y por la realización de unos valores.


En resumen, las ciencias en sentido estricto explican la evolución cósmica, biológica y cultural, en el marco de las restricciones que impone el principio de contrastación con los datos empíricos, y que asume los teoremas de incompletitud de toda teoría. Esto supone, conse­cuentemente, que el saber de los conocimientos científicos deja las puertas abiertas, en la vida humana, a las interpretaciones de sabiduría que pueden aportar la filosofía, la religión, la poesía, el arte. Así quedan establecidos dos niveles de nuestro conocimiento de lo real: el de lo empírico y el de la experiencia humana. Negar esto es incurrir en alguna forma de fundamentalismo, en un cientificismo censurable y, en último término, dogmático y anticientífico.


En otras palabras, a la hora de entender los sistemas religiosos, hemos de tener claras unas conclusiones críticas acerca del enfoque y el método:


– Las ciencias físicas, con sus interacciones fundamentales, a escala cósmica o a escala cuántica, no sirven en absoluto para este cometido.


– Las ciencias biológicas, la neurobiología, las neurociencias cognitivas no bastan, aunque aporten interesantes conocimientos.


– Las ciencias antroposociales son imprescindibles para analizar los sistemas y procesos de la religión. Pero no es tarea suya pronunciarse a favor ni en contra, sino solo describir lo que pasa y elaborar hipótesis en los términos de cada disciplina.


– Las interpretaciones y las críticas filosóficas sí tienen la misión de discernir, valorar, apoyar posturas teóricas y prácticas. Les corresponde iluminar los pasos del camino, cuando postulan y apuestan. Al hacerlo, se implican también religiosamente. Pues sería erróneo pensar que religión es únicamente la religión organizada o instituida (como no es música solo la de los músicos profesionales). Si la dimensión humana que denominamos religiosa constituye un universal sociocultural y psíquico, entonces no es de extrañar que hasta ciertos contenidos y comportamientos del ateísmo posean ese carácter religioso, y rara vez en grado cero. De hecho, el ateísmo militante resulta activamente confesional y proselitista, siempre que hace apología de su peculiar sacralidad.


Aclarado esto, debemos subrayar la importancia de las ciencias físicas, biológicas y antroposociales en orden a profundizar en el conocimiento del universo, la vida y la condición humana, a fin de que el filósofo actualice los referentes del pensar filosófico y, de manera parecida, para que el creyente remodele o recodifique el lenguaje religioso conforme a una conciencia ilustrada, moderna y crítica. En perspectiva epistemológica, la ciencia y la religión deben permanecer cada una en su dominio respectivo. No obstante, en la perspectiva personal, cuando uno vive, piensa y actúa, se ve emplazado a efectuar la propia síntesis, y cada uno elabora una visión compleja más o menos coherente, que siempre constituye una forma de sabiduría, o filosofía, o sentido de la vida por el que opta.



La convicción de ateísmo excede toda ciencia empírica


La mitología de la Modernidad proclamó triunfante que la humanidad había alcanzado la «edad de la razón». Pero existe un lado oscuro de la Ilustración, que prestó un mal servicio a la racionalidad y a los humanos, al sacralizar la razón científica de su época como apoteosis de un empirismo miope y de un hegemonismo de «la ciencia» como única verdad posible. En la experiencia humana, sin embargo, hay verdades que exceden la racionalidad científica. Habría que evitar la falacia de la evidencia incompleta, en la que se incurre al restringir la razón a la ciencia, al oponer sin restricciones la razón (totalmente buena) a la religión (totalmente mala). En buena lógica, lo que hay que oponer, en el ámbito de la religión, son formas razonables y formas insensatas. Y en el plano de la ciencia, separar epistemológicamente formas de la razón bien fundadas frente a formas mitificadas, cuya presunta cientificidad queda manifiestamente en entredicho. En ocasiones, los presuntos ilustrados cayeron incluso en lo grotesco: por ejemplo, cuando, después de la anexión napoleónica de Bélgica, convirtieron la iglesia neoclásica de san Jacques-sur-Coudenberg, en Bruselas, durante un tiempo (1795-1802), en templo consagrado a la diosa Razón.


Ante la recurrente crítica a la religión por parte de ciertas perso­nalidades científicas, a veces pretendidamente en nombre de la ciencia, se hace necesario recurrir a la revisión epistemológica de los argumentos empleados, única manera de discernir cuál es su alcance y hasta qué punto dejan de ser concluyentes. Creo que, si establecemos bien las competencias respectivas, una crítica «científica» a la religión solo sería admisible con respecto a intromisiones de esta en el plano científico, con respecto a las aserciones de alcance teórico y de naturaleza empírica, insertas en los discursos religiosos o filosóficos. A la inversa, tampoco parece legítima una crítica «religiosa» a la ciencia, a no ser en lo tocante a sus aplicaciones y a sus implicaciones sociales. De ahí que esté justificada la crítica filosófica o ética a las opiniones que, en nombre de la ciencia, se pronuncien sobre cualquier valoración de sentido o sinsentido, bondad o maldad, belleza o fealdad.


La creencia religiosa, como la convicción irreligiosa, lo mismo que cualquier razonamiento filosófico, carece de competencia para aportar conocimientos objetivos acerca del mundo. Su dominio es el de la reflexión sobre la experiencia, el de la sabiduría que inspira las opciones de valor, cuando se trata de sancionar lo «aceptable», lo «preferible». En realidad, el ser humano debe hallar sus valores autónomamente en cada uno de los campos prácticos de la vida y en cada situación. Y esto, en lo referente tanto a los contenidos concretos normativos, cuanto al procedimiento de buscar libremente lo más valioso para la sociedad, para la persona, para la humanidad, en el marco de una visión del sentido del mundo que jamás despejará del todo su incertidumbre. En suma, insistimos en que la ciencia no engendra sabiduría. La ciencia produce conocimiento y técnica. Solo la sabiduría genera ética.


Por eso, el ateísmo no puede ser una conclusión científica, aunque sí una opción filosófica del científico, como de cualquiera, en cuanto persona. La filosofía materialista de Feuerbach fundamentó su ateísmo en una «reducción antropológica» de determinada teología (cfr. Feuerbach 1841 y 1845). Y Karl Marx pensó que la tarea de crítica filosófica a la religión había culminado definitivamente con los análisis feuerbachianos. Es evidente que Marx se equivocaba, porque el debate sigue aún abierto. También el ateísmo sociopolítico marxiano ha sido sometido históricamente a la prueba de la praxis. En ausencia de conocimientos sobre la religión, que solo las ciencias humanas posteriores llegarían a facilitar, las críticas a la religión del siglo XIX y buena parte del XX se revelan hoy, en buena medida y más allá de las brillantes intuiciones, como una maraña de especulaciones bizantinas, cuando no como una fogosa proyección de las fantasías de sus autores sobre el objeto de estudio, enmascaradas en una apariencia de racionalidad, pero sin más apoyo efectivo que las propias evidencias subjetivas, puestas por lo general al servicio de una ideología política.


Así, pues, el ateísmo reivindicable por la ciencia es exclusivamente el llamado ateísmo metodológico, cuyo significado se reduce a la evidencia de que lo divino no es un factor empírico, ni matemático, lo cual implica a su vez que no compete a la ciencia pronunciarse sobre cuestiones teológicas. El método científico, por tanto, se prohíbe a sí mismo cualquier dictamen a favor o en contra respecto a la cuestión de Dios o del absoluto, porque se trata de un asunto que se le escapa por principio. Aclaremos, no obstante, que las ciencias antroposociales sí se ocupan de la religión y sus manifestaciones en cuanto son un objeto de investigación que está ahí en la sociedad, pero metodológicamente deben abstenerse de cualquier toma de partido ideológica y mantener la neutralidad axiológica exigible a toda ciencia. Tan improcedente es que un científico, en cuanto tal, se declare ateo como que se declare teísta. Las disputas en el plano de las filosofías no se pueden dirimir científicamente (solo cabría señalar eventuales errores empíricos).


Siempre que se habla de ateísmo se está inmerso en el ámbito de las ideas religiosas, se adopta un discurso más allá de las teorías científicas. La convicción atea solo puede darse, paradójicamente, como una opción en el plano religioso, puesto que se sitúa en relación de oposición con otras creencias de fe, como una creencia más. Del mismo modo que lo moral y lo inmoral pertenecen al ámbito de la moralidad, la posición religiosa y la irreligiosa, el teísmo, el ateísmo y el agnosticismo, pertenecen al dominio de las opciones en materia de religión.


Para una conciencia autocrítica, toda convicción religiosa constituye una construcción humana, forma parte de un sistema cultural de signos, de modo que el absoluto o la divinidad solo están ahí como figuraciones semióticas, como ideas, como mitos, es decir, como realidades del espíritu humano. Así, cuando alguien habla de la «muerte de Dios», solamente connota la de una idea particular acerca de lo divino. Y cuando una idea fundamental decae, enseguida es sustituida por otra que ocupa su lugar. Puede desaparecer socialmente una concepción particular de lo divino o lo sagrado. En efecto, las religiones y las ideologías mueren. Pero ¿será posible dejar completamente vacío su lugar? Es dudoso, pues estamos tratando de un universal cultural. A todas luces, históricamente, los movimientos ateos nunca han dejado la sede vacante: han puesto en el lugar de la divinidad al Hombre, la Razón, el Progreso, el Superhombre, el Proletariado, la Revolución, la Evolución, el Capital, la Ciencia, la Nación. Estas ideas, mitificadas, se exaltan hasta a ocupar el lugar de los «postulados sagrados últimos» (Rappaport 1999). Ni siquiera la doctrina del nirvana budista comporta un ateísmo consecuente, o un nihilismo, puesto que alude a un estado mental pleno de significado. Como tampoco la Nada de los místicos cristianos equivale literalmente a nada.


Entonces, ¿es imposible que haya sociedades o personas humanas sin religión en sentido estricto (no que rechacen tal o cual religión deter­minada, o todas las conocidas)? Para contestar, habrá que empezar siempre aclarando qué estamos sobreentendiendo por «religión» y qué habría que entender por «religión» antropológicamente, es decir, desde el enfoque etic al que debe aspirar la objetividad propia de las ciencias humanas. La pregunta acerca de la posibilidad de una vida humana estrictamente irreligiosa recibe una respuesta negativa, no en la idea subjetiva, sino desde el enfoque objetivo. Resulta imposible, porque en todo comportamiento humano están en juego, al menos implícitamente, aun cuando uno no se pronuncie o los niegue explícitamente, unos valores que ocupan de facto el lugar de «postulados sagrados últimos» y desempeñan su función cultural y personal. Cualesquiera que sean, asumen de alguna manera un carácter religioso, aunque haya variantes en las que se aprecie un matiz pararreligioso, seudorreligioso o incluso antirreligioso. Porque tener una religión no consiste solo en estar afiliado a una institución o una tradición explícitamente religiosa. Quien evoca algún mito que da –o quita– significado a su vida, quien participa en algún ritual con el que sintoniza interiormente, quien actúa según unas creencias o unas pautas éticas, quien está vinculado a alguna comunidad de convivencia que observa unos principios, en realidad es lógico decir que posee una «religión» en su vida, por más que piense lo contrario subjetivamente. Y es que, más allá de cuestiones nominalistas, «la preocupación espiritual es incluso esencial a la idea más laica o más secular del hombre» (Gauchet 1985: 302).


La misma posición del ateísmo, si la analizamos críticamente, no juega en el vacío, sino en el espacio de la religión, en el que –como ya he dicho– representa una opción posible, una variante, otra forma de creencia respecto a la verdad última. Dicho de otra manera, la afirmación de la inexistencia de Dios pertenece al campo de la creencia o convicción de índole religiosa, no al del saber científico. Todo el que sostiene una actitud respecto a la religión, sea positiva o negativa, pone en práctica una actuación de carácter religioso. Y quien dice algo acerca de Dios efectúa un pronunciamiento teológico, hasta cuando está elaborando una ateología. Pues ni siquiera se puede definir el ateísmo si no es por referencia a alguna negación de Dios, al menos tácita, lo cual exige que el ateo conciba en su cabeza una idea del Dios cuyo rechazo da contenido cabal a su ateísmo. Por lo general, el ateo se considera tal con respecto a una idea de dios socialmente determinada. Pero, con frecuencia, lo que ocurre es que una idea de lo divino o una sacralidad es sustituida por otra, de hecho, sin que la autocomprensión atea subjetiva tenga importancia explicativa. Sería un caso típico de quien solo ve como religión las creencias de los demás y no las propias. También puede darse algo así como la religión en grado cero, en el caso del agnosticismo, o de la absoluta indiferencia, quizá posible solamente en el plano teórico.


El comportamiento más común en el terreno de la crítica religiosa es que sea una religión la que ataca a otra, como si la impugnación de una posición religiosa solo pudiera realizarse adecuadamente desde otra en el mismo plano. Cuando los teístas arremeten contra los ateos, y los ateos contra los teístas, la confrontación no se produce desde fuera, sino necesariamente en el terreno de creencias e increencias de naturaleza religiosa. Pues la actitud vivida que define la religión no implica necesariamente una afirmación específica de la existencia de Dios, sino que hay religión donde se da un pronunciamiento sobre un orden sagrado, un dictamen sobre el valor ético, sobre la legitimidad del poder, sobre el sentido o sinsentido de la existencia humana. Por ello, incluso la negación de la religión, que se entiende a sí misma como secular o laicista, efectúa positivamente un pronunciamiento en el mismo plano y acerca del mismo objeto. Así, cuando el ateísmo ataca a la religión, está reclamando para sí una verdad última, es decir, de alcance metafísico y sagrado. Obsérvese el hecho de cómo las creencias y los comportamientos de algunas asociaciones ateas y laicistas militantes emulan y reproducen, con frecuencia, rasgos específicamente religiosos y hasta ostensiblemente clericales, o sectarios.


Dada la imperativa neutralidad axiológica del conocimiento científico, se sigue que el ateísmo pretendidamente científico adopta una posición errónea en el campo de la ciencia, mientras que, en cuanto ateísmo de convicción personal, el ateo está asumiendo paradójicamente una posición en el ámbito de las creencias de índole religiosa o filosófica/metafísica. En efecto, tanto el ateísmo como el agnosticismo solo significan algo por referencia a sistemas religiosos determinados. Sin esta referencia, en términos absolutos, no serían más que palabras huecas. Es opcional que alguien rechace un sistema de creencias y valores, que prefiera otro sistema, pero la pretensión de no tener absolutamente ninguna creencia y ningún valor parece más bien una fantasía, o peor, un estado patológico de anomía, que, de poder ser consecuente, llevaría a la disolución social o personal, haciendo desaparecer todo vestigio de humanidad. Bien es cierto que, para sostener esta tesis de la imposibilidad de que haya gentes absolutamente «sin religión» (no sin tal o cual religión concreta), hay que remitirse a un concepto de «religión» en sentido antropológico, como el teorizado por Roy Rappaport (1999).


El laicismo, que en principio no debe confundirse con el ateísmo, constituye también una posición religiosa, a pesar de lo que pudiera parecer, precisamente porque sostiene una tesis en lo que respecta al puesto de las instituciones religiosas en el orden social. Puede tener solo un significado negativo: el Estado se inhibe de adoptar una confesión religiosa, con el fin de establecer la libertad religiosa en la sociedad y garantizarla a los individuos. Pero, cuando un «Estado laico» pretende imponer su propia confesión ideológica, entonces esta se convierte en una criptorreligión tendente a suplantar a la otra. En ciertos casos, este planteamiento adopta la forma visible de antirreligión, dando un sentido radical al laicismo. Es lo que ocurre, por ejemplo, con conocidas organizaciones laicistas, en la medida en que manifiestan su pretensión de eliminar la religión de la sociedad. Si hablamos de laicidad, en un sentido neutro, el concepto se refiere en el fondo al respeto hacia la autonomía con la que debe funcionar cada uno de los subsistemas de la sociedad. Lo mismo que cada dominio, la política, la economía, la ciencia, el arte o la literatura se rige por sus propios principios y su racionalidad específica, también en lo que respecta a la dimensión religiosa debe garantizarse la libertad; esto es, la libertad en las opciones relativas al significado último del universo y de la existencia, sean teístas, ateas o agnósticas, ya se expresen en un lenguaje más metafórico o mítico, ya en un lenguaje más conceptual o filosófico.


Alguien preguntará –porque a veces se oye esto– si una religión bien enfocada debe ser hoy «laica». La respuesta puede ser afirmativa, pero solo en el sentido de que también la institución religiosa debe defender la laicidad del Estado, a fin de que este evite constituirse como un orden sacralizado que someta a las restantes instituciones sociales, y a fin de que se prevenga la imposición de una única sacralidad dogmática, pues la laicidad que defendemos, como legitimidad de las distintas interpre­taciones últimas compatibles con la visión científica del universo, es condición para preservar los derechos de las personas, incluida la libertad de conciencia y la libertad religiosa.



Las abusivas extrapolaciones del cientificismo


Ni el ateísmo ni el teísmo tal como se formularon en la época de la ciencia clásica determinista resulta defendible actualmente. No porque no sean posibles como opción filosófica argumentable, sino porque ni uno ni otro es objetivamente concluyente, ni es la única opción compatible con la ciencia en la época de la incertidumbre.


Pero, aunque hace casi un siglo que entramos en la modernidad crítica, a partir de la física relativista y la cuántica, con el desarrollo de una epistemología de la ciencia que se detiene ante el enigma irresoluble de la realidad última, esta conciencia aún no ha calado en la mayoría de las personas cultas, ni en gran parte de los científicos. Y esta falta de conciencia crítica se advierte, en especial, cuando abordan temas de religión.


Por ende, no es raro topar con laicistas y ateos cualificados cuya argumentación resulta precrítica, por cuanto se precipitan, acaso sin saberlo, hacia los espejismos dogmáticos del cientificismo. Este pretende que la ciencia es un saber omnímodo y con respuestas para todo. Pero, al no respetar la demarcación epistemológica del conocimiento positivo, el científico incurre en un cientificismo que, hoy, asume una posición ideológica extraña a la verdadera ciencia y es filosóficamente insos­tenible. En efecto, el cientificismo opera un fraude epistemo­lógico y sus tesis constituyen una forma de seudociencia. Los cientificistas hacen que la ciencia mute en una especie de superstición, porque la fuerzan a pronunciarse en términos que no le competen: dando interpretaciones de sentido, pronunciándose acerca de valores, opinando de temas teológicos. Sobre todo, porque traicionan el método propio de la ciencia, al asumir tesis que no se pueden someter a prueba empírica. De alguna manera, convierten la «ciencia» en un sucedáneo de religión dogmática. Por el contrario, la teoría científica como tal, si respeta sus límites epistemológicos, debe desterrar las espurias extrapolaciones del cientificismo.


Toda visión del mundo pretendidamente última, toda actitud vivida que atribuye sentido y valor, que apoya la legitimidad de un orden social, existente o alternativo, implica en la práctica una opción metafísica, con implicaciones religiosas, aunque explícitamente se rechace la religión (entendida a su modo) y se califique la propia postura como laica o secular (pretendiendo con esto que no es religiosa, ya que se tiene por religión solo la de los demás). Toda asignación de valor, en un marco interpretativo global de la realidad, sobrepasa necesariamente el cono­cimiento científico objetivo y, por ello, supone una toma de posición con respecto a lo real que da un salto al terreno filosófico y de la creencia.


En suma, creo que queda suficientemente probada la inviabilidad de un «ateísmo científico», es decir, como posición fundada en la ciencia, porque tal pretensión radica en un cientificismo acientífico, insostenible desde el punto de vista de las exigencias metodológicas de la ciencia. No obstante, reitero que debemos de reconocer la legitimidad del ateísmo como opción filosófica. Esta ha de tener a la vista la ciencia, pero se apoya en sus propias interpretaciones, argumentos y apuestas, al tiempo que asume sus propios riesgos. Pero extrapolar abusivamente los datos o las teorías no es ya ciencia, sino mala filosofía. Toda persona bien formada está en la obligación de reconocer los límites de la explicación científica, consciente de que sus métodos precisos no se deben trasgredir ilícitamente. El físico Steven Weinberg, notorio por su escepticismo y ateísmo, lo reconoce: «Así que aparentemente hay un misterio que la ciencia no eliminará». Es evidente que esta incompletitud del cono­cimiento objetivo no prueba nada, pero incapacita para refutar nada.


Insisto una vez más: el investigador científico, en cuanto científico, no está autorizado a tomar partido en ámbitos extracientíficos. En cuanto científico, la única opción ética requerida es por la verdad en el dominio de su disciplina. Cualquier otro compromiso ético o político solo puede asumirlo en cuanto persona, o en cuanto ciudadano.



La armonía de la ciencia moderna con el monoteísmo


No es casual ni insignificante que la ciencia moderna haya nacido en Europa, en un medio civilizatorio abonado por el cristianismo. En con­textos muy distintos, se ha llamado la atención sobre este hecho y se reconoce que hay una relación genética intrínseca entre la religión cristiana y la ciencia occidental (cfr. Jaki 1974 y 1988, Trinh Xuan 1988 y 2008b, Silva 2011).


En efecto, la ciencia moderna no surgió ni en India, ni en China, que fueron grandes civilizaciones con gran desarrollo de técnicas y conocimientos descriptivos. Pero el pensamiento índico cree que este mundo no es real, sino maya, algo onírico, carente de sentido en sí mismo y, por tanto, lo que busca es cómo escapar de él. Por su parte, el pensamiento chino, sea confucianista o taoísta, concibe el tao, el curso que sigue el mundo, como algo incomprensible y afirma que sus alternancias se producen al azar.


No hay por qué oponer ciencia y religión, como se ha hecho en el pasado. La ciencia moderna europea, con precedentes esporádicos en algunos sabios helenos, apareció propiamente en el siglo XVII, con Galileo, Kepler y Newton, con Descartes y Leibniz. Y es necesario subrayar, en contra de lo que se cree, que esta ciencia occidental tiene su origen en el pensamiento teológico cristiano (cfr. Ignacio A. Silva, «La ciencia moderna nace de la inquietud teológica», 2011), a partir de la idea de que hay un creador que instaura las leyes naturales. En consecuencia, hay un orden que puede ser investigado y conocido. Leibniz llegó a manifestar que, mediante la ciencia, el hombre se acerca al conocimiento de Dios. En la actualidad, científicos de alto nivel sostienen que la inspiración de la ciencia occidental moderna procedió del monoteísmo, de la idea de un Dios creador, una idea ausente en el pensamiento asiático:


«El concepto de un Dios creador que impone leyes físicas que rigen el universo se desarrolla con Kepler y Newton, en el siglo XVII. El universo newtoniano era mecánico. Funcionaba como un reloj al que se le daba cuerda. Después de crear el universo, Dios solo tenía que darle cuerda para que funcionara por sí mismo siguiendo las leyes de la gravitación universal» (Trinh Xuan Thuan 2008b: 24).


Los razonamientos analíticos de Antony Flew lo conducen, en su última etapa, al mismo tipo de afirmación de la armonía entre religión y ciencia, rechazando la posición, para él poco racional, el ateísmo:


«Los intelectuales ateos suelen presentarse a sí mismos como defensores de la racionalidad, frente a la supuesta irracionalidad que carac­terizaría a las personas religiosas. Y de ahí los tópicos, tan extendidos en la actualidad, de que ‘a más ciencia, menos religión’, la supuesta ‘disyuntiva entre fe y razón’, y otros tantos por el estilo. Ahora bien, estos tópicos contrastan muy vivamente con algunos datos tozudos y muy difíciles de negar. Uno de ellos es el hecho de que la ciencia moderna apareció en el seno de la Europa cristiana, y surgió y se desarrolló (hasta bien entrado el siglo XX) de la mano de autores que, no es ya que se consideraran a sí mismos cristianos, sino que poseían un interés por la religión marcadamente superior al de la media de su época. Y otro dato, no menos relevante, es que los principales impulsores del pensamiento ateo en los últimos dos siglos han sido, ante todo, ‘maestros de la sospecha’. Este término –acuñado con agudeza por Ricoeur para referirse a Marx, Nietzsche y Freud– hace referencia al hecho de que dichos autores, y la multitud de epígonos que han seguido su estela, conciben la razón como una facultad poco digna de confianza. Y por eso centran sus críticas al teísmo, no en el análisis de los argumentos que son esgrimidos en favor de esta imagen del mundo, sino en el postulado de que, detrás de tales argumentos, se enmascaran poderosas fuerzas irracionales que hay que poner de manifiesto. Estas fuerzas ciegas, auténticas rectoras del mundo, serán la voluntad de poder, o la infraestructura económica, o las pulsiones del subconsciente, u otras cualesquiera (desde el miedo a la muerte al instinto sexual o las determinaciones genéticas). En todo caso, no la razón. La razón es un mero subproducto generado en el transcurso de la lucha por la vida de un grupo de homínidos en la sabana africana, que vale por las ventajas que otorga en esa lucha, pero no más. Se trata, pues, de una herramienta al servicio de factores más fundamentales.

    Planteadas así las cosas, no es de extrañar que los propagandistas del ateísmo contemporáneo dediquen poco tiempo a la discusión de los argumentos teístas» («Prólogo a la edición española» de Antony Flew, Dios existe, 2007: 17-18).


Las observaciones precedentes, que podrían multiplicarse, nos llevan al convencimiento de que, en principio, no hay razones para considerar la ciencia y la religión como si fueran incompatibles. Por dar solo unas referencias, se puede consultar el libro El principio de todas las cosas. Ciencia y religión (Hans Küng 2005). También el artículo «Ciencia, filosofía, religión, ante la verdad metafísica última del universo» (Monserrat 2013a). Y «Ciencia y religión, enfoques complementarios» (Gómez García 2020). Por ende, cabe concluir que la ciencia, correctamente entendida, nos deja libertad para creer. La religión, o bien la filosofía, correctamente entendida, nos da libertad para investigar. Religión y ciencia constituyen enfoques independientes epistemológicamente y, a la vez, complementarios en nuestra visión del mundo. En contra del tópico, el verdadero debate no es entre ciencia y religión, y en esto yerran tanto el progresismo como el marxismo, que además fungen como religiones sucedáneas. Las ciencias ofrecen un conocimiento positivo de lo que es, desde un punto de vista empírico; pero no dicen nada de lo que debe ser, o de lo que es finalmente la realidad. Su valor es solo instrumental. El debate se plantea, más bien, entre unas filosofías y otras, entre unas religiones y otras, en orden a discernir, si fuera posible, cuál es preferible, cuál es la interpretación que orienta a los mejores valores para la acción ética y política de la humanidad, cuál ofrece una opción de sentido que mejor responda a las aspiraciones humanas y al misterio último del universo.


Claro que todo esto supone aplicar un principio de benevolencia universal, conceder a todos el beneficio de la buena fe, la honradez intelectual, los buenos sentimientos, la disposición a escuchar las razones del otro, a proceder racionalmente y respetar la lógica. Pero este principio suele fallar. ¿Qué pasa cuando tales actitudes están ausentes, cuando la mendacidad intencionada o una fuerte adhesión emocional a ciertas ideas erróneas se apoderan de las mentes? ¿Qué hacer cuando la verdad es que los intereses creados priman sistemáticamente sobre el interés por la verdad?