Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
4. Las
acientíficas extrapolaciones del cientificismo
PEDRO GÓMEZ
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Los
críticos de la
religión buscan apoyo en la ciencia
El problema de
la religión se presentaba, en el siglo XIX, en términos de
un conflicto entre razón y fe. Era, ante todo, una cuestión de crítica
filosófica materialista o racionalista. Pero hoy es la misma razón
filosófica
la que está en entredicho, cuestionada su capacidad para responder a
las
grandes preguntas sobre el universo y nuestro lugar en él. Un
científico
eminente como Stephen Hawking ha proclamado con ecos fúnebres la muerte
de la
filosofía:
«Tradicionalmente, esas
son cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto. La
filosofía no
se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia,
en
particular de la física. Los científicos se han convertido en los
portadores de
la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimiento»
(Hawking
2010: 11).
Así pues, para algunos
mandarines del saber solo es válida la razón científico-positiva. El
problema
se plantea ahora abiertamente como conflicto entre la ciencia y esos
otros
saberes entre los que está la religión. La razón ya no es única y
monolítica, sino
que aparece escindida entre racionalidad científica y racionalidad
filosófica.
Y esta última habría sido destronada. Solo quedaría en pie la filosofía
de la
ciencia, divorciada de la filosofía como visión de la vida. De manera
que se
han expulsado al ostracismo, por un lado, la religión, aunque no se
puede decir
de ella que sea totalmente ajena a la razón, dado que se racionaliza en
la
teología y comporta puntos de vista filosóficos; y por otro lado, la
misma
filosofía como visión del mundo, por ajena a los avances científicos
modernos.
La filosofía se revela entonces como una forma de religión, mientras
que la
religión se asimila a una filosofía de la vida. Y ambas se contraponen
a la
ciencia.
Haciendo gala de
imperialismo de la razón científica, algunos científicos, como hemos
visto, dan
el paso a postular un ateísmo cientificista. Creen que las ciencias
modernas
pueden responder a todas las preguntas humanas, incluidas las
cuestiones éticas
y el sentido de la vida. Creen que solo la ciencia puede dar respuestas
bien
fundadas, por lo que arremeten no solo contra la religión, sino también
contra
la filosofía.
Volvamos al planteamiento
de Stephen Hawking y de su colega astrofísico Lawrence Krauss, que
estiman
poder apoyarse en el modelo cosmológico estándar, ampliado con las
especulaciones sobre el multiverso, junto con la mecánica cuántica,
para
argumentar decisivamente su ateísmo:
A. Las leyes de la
naturaleza no requieren a Dios: son las leyes fundamentales de la
física las
que explican la evolución y autoorganización del universo (Hawking 2007
y
2010). Pero estas leyes ¿no hablan solo de una inmanencia contingente?
B. La «teoría M» y la
conjetura de infinitos universos (Hawking 2010) conciben un «origen»
anterior
al Big Bang. Pero tales universos simultáneos, de los que se admite que
no
pueden interactuar con nuestro cosmos y que jamás se tendrá noticia de
ellos, son
por principio inverificables. ¿No representan una especulación sin
observación
posible y, por tanto, absolutamente gratuita?
C. El rechazo de las
formulaciones del principio antrópico
(basado en la constatación de los ajustes extremadamente precisos de
las
condiciones iniciales y de las constantes físicas del universo)
pretende que no
se pueda avalar la suposición de un principio creador (Krauss 2012). No
obstante, los datos del ajuste fino son un hecho y, en su versión
débil, no los
cuestiona ningún científico. ¿Es acaso más convincente atribuirlo al
puro azar?
Tengamos en cuenta que las
teorías físicas, como toda teoría científica en general, se desarrollan
dentro
de un marco de premisas epistemológicas y metodológicas que limitan el
alcance
de su explicación. Solo explican con fundamento fenómenos del universo
material
existente, sus estructuras, procesos y evolución a escala cósmica y a
escala
cuántica, pero siempre en el plano de los sistemas físicos y los
modelos
teóricos que dan razón de ellos. Esto implica restricciones en el
alcance
explicativo de las teorías. Por ejemplo, las leyes de la física no dan
para
explicar adecuadamente los sistemas biológicos, ni tampoco los sistemas
antropológicos o culturales, ni la conciencia. La conclusión es que la
cosmología y la física de las cuatro interacciones fundamentales apenas
son
capaces de decirnos algo acerca de la vida y, desde luego, no tienen la
menor
competencia para pronunciarse sobre temas relativos a la religión o a
Dios.
Otros críticos parten no
de la física, sino de la biología evolucionista, la genética o la
sociobiología. Como hemos visto en un capítulo anterior, tal es el caso
de los
renombrados Richard Dawkins y Edward O. Wilson. Recordemos sus
argumentos:
A. La religión en sus
orígenes, según Wilson, se debió al tribalismo, es decir, a la
selección de
grupo, dado que el comportamiento religioso reforzaba las ventajas
adaptativas
de la cohesión de la tribu (Wilson 2012: 301). No entraré en la
discusión acerca
de la prevalencia de la selección de grupo o la selección individual.
Pero los
hechos parecen mostrar que tanto sirve para unir como para separar al
grupo,
así como para superar la organización tribal, como ocurre con las
religiones
institucionales de nivel estatal.
B. Por su parte, Dawkins
sustenta la teoría de la religión como «subproducto de alguna otra
cosa»
(Dawkins 2006: 188), de alguna característica ventajosa que a veces
funciona
mal generando religión. La selección natural habría favorecido una
regla de obediencia
inscrita en el cerebro del niño, que lo induce a creer lo que dicen los
adultos
(aunque en realidad esto es aplicable no solo a la religión, sino a
todo el
proceso de endoculturación). También habría favorecido, según Dawkins,
la
tendencia innata al dualismo y a ver una intencionalidad en los
fenómenos de la
naturaleza. Pero habría que objetar que, también en el ámbito
religioso, como
en los demás, se produce un desarrollo del niño hacia la madurez.
C. Dawkins propone
asimismo la teoría de la selección memética (entendiendo por memes los elementos culturales) como
aspecto de la selección natural que habría favorecido ciertas variantes
de la
religión debido a su vinculación con otros memes que resultaban
funcionales
(Dawkins 2006: 209-215). Argumento extraño, porque la teoría de la
evolución
explica la selección por la interacción con el medio. Además, incluye
la
selección memética junto con la genética en el mismo plano de la
selección
natural, lo cual crea una completa confusión, pues la primera se sitúa
en el
plano de la selección cultural. Y
está claro que esta no se atiene a los mismos mecanismos, ritmos y vías
de
transmisión que la selección natural. Aunque interactúen entre sí, no
se pueden
explicar los contenidos de la evolución cultural en términos de la
evolución
genética. En los genes, evidentemente, no cabe encontrar ninguna
información
sobre el sistema religioso o sobre Dios. Aun si admitimos que haya
cierta
predisposición cerebral para el comportamiento religioso (como la hay
para el
lenguaje hablado), su realización solo acontece en el plano
sociocultural que
implica aprendizaje de información social.
Una tercera instancia a
partir de la cual se aborda el tratamiento crítico de la religión está
representada por las ciencias sociales y humanas, en particular la
antropología
como teoría general de la cultura. Ya mencionamos a Claude Lévi-Strauss
y Marvin
Harris, y podemos agregar a Roy Rappaport.
A. Para el materialismo
cultural de Marvin Harris (1988: 433 ss.), los sistemas religiosos
(creencias,
rituales, preceptos, organizaciones) evolucionan en sincronía con la
economía
política, como parte del conjunto cultural, cumpliendo una función de
adaptación
de los individuos a la sociedad y de la sociedad al medio.
B. Según Roy Rappaport, la
religión ha desempeñado un papel determinante en la formación de la
humanidad:
el orden social establecido necesita una legitimación que, en último
término y
a través de las mediaciones institucionales, deriva de unos «postulados
sagrados fundamentales». La invocación de estos postulados interactúa
tanto con
el mantenimiento como con la transformación de las estructuras
sociales.
Recíprocamente, cuando ocurren crisis profundas de la sociedad, se
puede llegar
a poner en cuestión los postulados sagrados últimos (cfr. Rappaport
1999:
559-600).
C. Algunos investigadores
en ciencias del hombre no buscan solamente una explicación, sino que se
pronuncian negativamente sobre las instituciones religiosas y
descalifican los
comportamientos derivados de ellas. El problema, en este caso, radica
en que las
ciencias humanas tienen competencia para la descripción y la
explicación de su
objeto de estudio, pero los investigadores se exceden tan pronto como
emiten
juicios de valor, con lo que comprometen la credibilidad de su
disciplina.
Los conocimientos
sociológicos, antropológicos, psicológicos, históricos poseen un
carácter
descriptivo o explicativo, pero nunca normativo. La aplicación práctica
supone
siempre opciones que no se deducen nunca necesariamente, ya que el
conocimiento
del estado de un sistema, de lo que es con base empírica, no comporta
información alguna acerca de su cualidad de bueno o malo, o acerca de
lo que
debe ser. Por eso, es obligado distinguir cuándo el sociólogo o el
historiador
habla como científico social y cuándo habla expresando sus creencias o
sus
preferencias filosóficas e ideológicas personales.
A diferencia de los
especialistas en disciplinas científicas, la intervención en el debate
de los
filósofos como tales es pertinente, porque sus argumentos pueden
confrontarse
legítimamente, ya sean favorables, ya hostiles al significado de la
religión. Aparte
de considerar su estructura y función, es parte de su tarea valorar,
dar razón
de su significado y sentido pretendidamente último. A diferencia de las
ciencias físicas, biológicas y antroposociales, que en rigor carecen de
competencia metodológica para pronunciarse sobre lo bueno y lo malo, lo
bello y
lo feo, lo sagrado y lo profano, el discurso de la filosofía sí puede
hacerlo,
racionalmente, en el marco de su propia visión del mundo y su
concepción del
hombre.
Entre los filósofos
actuales que propugnan tesis ateas y antirreligiosas, me parecen
especialmente
significativos los autores tratados en el capítulo precedente: el
filósofo de
la ciencia Daniel Dennett, el filósofo neurocientífico Sam Harris, el
ensayista
Christopher Hitchens y el filósofo analítico Antony Flew (finalmente
retractado
de su ateísmo). Se podría hacer referencia también al filósofo francés
Michel
Onfray (Tratado de ateología, 2005).
En síntesis, los
argumentos de estos filósofos convergen en un diagnóstico negativo, a
saber, a
favor del ateísmo, sustentado sobre todo en una documentada
presentación de los
males causados por las religiones a lo largo de la historia. A esto,
añaden su
dictamen sobre la irracionalidad de las creencias y las
contradicciones del
discurso teológico, para justificar el rechazo y la necesidad de
erradicación
de la religión, en particular del cristianismo. Los razonamientos
siempre son
dignos de ser examinados y los datos históricos no pueden negarse. Hay
una
cuestión elemental, no obstante, y es determinar hasta qué punto la
selección
de los hechos y las razones resulta verdaderamente representativa de lo
que es
y hace la religión, o, por el contrario, se trata de un filtrado
tendencioso y
un tanto maniqueo. Porque no es lo mismo suprimir lo malo de la
religión que
pretender eliminar la religión como esencialmente mala. Además, sería
exigible
la coherencia con los argumentos, en el plano social y en el plano
racional: si
condenamos a cualquier institución por el recuento de las sinrazones y
las
perversidades asociadas, probablemente habría que suprimir todas las
instituciones humanas, sin excluir, por supuesto, la ciencia y la
tecnología,
cómplices necesarios de inmensas masacres bélicas. No hace falta decir
que esto
es absurdo. Y el argumento, igualmente.
El mismo sesgo unilateral,
en un sentido diametralmente opuesto, es el que suele lastrar las tesis
de los
filósofos teístas y prorreligiosos, cuando solo destacan los beneficios
y las
buenas razones, presentando una idealización absoluta de la religión.
Frente a
unos y otros, parece irrenunciable contar toda la historia de los
sistemas
religiosos, desde su mensaje fundacional, su formación, su evolución
histórica
a través de las distintas etapas y sociedades. Es preceptivo discernir
formas,
interpretaciones, actuaciones, paradigmas y, lo mismo que con el resto
de la
cultura, habría que salvar lo que sea favorable para la humanidad, para
la
sociedad y para el individuo. La filosofía no puede resolver
definitivamente el
problema, en el sentido de aportar la visión apodíctica de la verdad
última.
Las hipótesis de la razón filosófica, una vez excluido el dogmatismo,
solo
pueden aspirar a ser compatibles con la imagen científica del universo,
a ser
verosímiles y coherentes en su razonamiento. Pero sabiendo que el
razonamiento
contrario también puede ser verosímil y coherente, y convincente para
quienes
optan por él. Todo el que filosofa apuesta más allá de la ciencia. Por
eso, la
filosofía se abre al pluralismo de opciones.
La
concepción científica de la
ciencia es inexcusable
Si miramos
atrás, durante gran parte de la historia de las sociedades humanas, los
saberes
mezclaban indistintamente los conocimientos empíricos con los relatos
mitológicos. Solo los despegues del pensamiento racional en distintas
civilizaciones empezaron a trazar una sinuosa línea divisoria con
respecto al
pensamiento mítico, pero en realidad las filosofías continuaron
combinando lo
que ahora llamaríamos ciencia con toda clase de especulaciones
metafísicas,
consideraciones éticas y fantasías. Propiamente, no hubo ciencia
en el
sentido moderno actual antes del siglo XVII. Aun así, a pesar de una
ingente
labor de clarificación teórica, todavía hoy observamos cómo la mayoría
de los
científicos no tienen una idea clara del alcance epistemológico y los
límites
metodológicos que definen el conocimiento científico como tal. Al cabo
de tres
siglos, la confusión y las extrapolaciones a dominios metacientíficos
(como la
ética, la política, la religión) siguen siendo lo normal, salvo en las
tareas
estrictas de la investigación especializada; de tal manera que no pocos
físicos, biólogos o psicólogos, a veces sin advertirlo, dan un paso
ilícito
adentrándose en un discurso filosófico, preñado de afirmaciones
metafísicas,
éticas y religiosas. Hay que dejar muy claro que eso no lo hacen ya en
cuanto
científicos propiamente tales, aunque parece que ellos no lo saben y no
caen en
la cuenta de que están transgrediendo su propia jurisdicción.
El punto de vista sustentado en estas
páginas se adhiere a la tesis fundamental de la epistemología de la
ciencia
moderna, de signo pospopperiano, según la cual las teorías solo pueden
ser
válidas en campos de investigación estrictamente demarcados y dentro de
unas
condiciones de contrastación o falsación acotadas. Esto significa que, el
conocimiento científico en cuanto tal tiene un alcance limitado y es
constitutivamente neutral con respecto a la filosofía, con respecto a
la moral
y a la religión, lo mismo que con respecto a la poesía, al
arte o
al deporte. De ninguna teoría científica puede deducirse
consistentemente
ningún deber, ninguna fe, ningún ideal estético, ninguna afición. Solo
en el
exterior de los dominios de la ciencia se extienden los sistemas de
creencias:
las visiones del mundo, los modos de vida con las justificaciones que
los
sustentan, las ideologías, los ritos, las artes y la literatura.
Una vez establecida con claridad
la
demarcación, podemos convenir en que el lenguaje religioso y también el
discurso filosófico, cada uno a su modo, se ocupan de formular juicios
de
valor, es decir, enunciados orientativos, normativos, prescriptivos, a
diferencia de las ciencias positivas, que se atienen y se limitan a
exponer
juicios de hecho, enunciados descriptivos, teorías verificables,
modelos
matemáticos acerca de sistemas observables.
Hablando con propiedad, el
conocimiento científico de la naturaleza no alcanza a descubrir en ella
aspectos no científicos como la belleza, o la bondad. Estas emergen en
la
valoración estética o ética, que solo tiene sentido para la humanidad
en su
experiencia vivida y pensada. En la naturaleza vista físicamente no hay
música,
ni arte, ni moral, ni Dios, ni religión: todo eso lo ponemos nosotros
los
humanos como creación cultural. En el reino animal, exceptuado el ser
humano,
no hay percepción de la belleza, ni ejercicio de la libertad o la
responsabilidad, ni religión, ni lengua hablada, ni ciencia. Las mismas
ciencias de la cultura, las sociales y humanas, tratan de objetivar los
sistemas lingüísticos, éticos, estéticos, políticos, religiosos: los
describen
y explican sus mecanismos y funciones. Pero, en cuanto ciencias,
tampoco les
compete adscribirse a ninguna ética, estética, política, religión o
literatura.
Describen científicamente los sistemas de valores, pero no les
concierne
pronunciarse acerca de su valor. La adopción de un valor u otro no es
incumbencia del científico en cuanto científico, sino en cuanto
persona,
ciudadano, creyente, literato o músico. Esto es así porque el valor de
lo
bello, lo bueno, lo divino, lo humano, como el ser, no son nunca parámetros
que
puedan figurar en una ecuación científica o en una hipótesis
demostrable
objetivamente. Tampoco indican propiedades o
cualidades que deba
cumplir la explicación científica, a la que basta con ser verdadera en
el
sentido de contrastable conforme a un modelo. Ni siquiera cabe
suponerlos como postulados
implícitos en el desarrollo del conocimiento científico objetivo.
Debemos quitarnos de la cabeza la
idea de una ciencia mitificada como único saber, por mucho que sea el
tipo de
saber más exacto en orden a la explicación (y la manipulación) de los
sistemas.
Por ejemplo, la física nuclear explica con toda claridad el mecanismo
de fisión
del átomo. Sin embargo, la fabricación y el lanzamiento de una bomba
atómica
sobre Hiroshima no se deducen de ninguna teoría física. Son decisiones
situadas
en otro plano.
En este orden de ideas, por citar un
caso paradigmático, relativo al cristianismo, parece claro e
indiscutible que
del estudio del Jesús de Nazaret histórico no se deduce linealmente la
fe
cristiana. Esta constituye una opción personal de quienes se adhieren a
valores
y significados personificados en ese Jesús. Sin embargo, desde el punto
de
vista de la historia, lo lógico es esperar que los historiadores, sean
creyentes o no, lleguen a la misma reconstrucción de los hechos,
concuerden
básicamente en lo fundamental sobre la figura histórica. Algo así como
no es
imprescindible ser músico para ser historiador de la música o
musicólogo.
En síntesis, la ciencia
es una práctica social humana cuyo cometido estriba en aportar
conocimiento
objetivo del mundo, de la vida y la conciencia, de modo que explique
sus
estructuras y funciones y explore sus posibilidades. Pero no es la
única
práctica cognitiva existente. Está la reflexión filosófica,
que pretende
una comprensión de las relaciones entre los conocimientos y se centra
en la
experiencia humana del mundo y de sí mismo, a la vez biológica,
sociocultural y
mental. En fin, hay una narrativa, como la semiótica religiosa,
que expresa
significados profundos, vividos en esas mismas experiencias, mediante
codificaciones de la imaginación, en forma de mitos, ritos y preceptos
que
inspiran, orientan y encauzan la práctica social e individual.
El científico en cuanto
persona, como cualquiera, es libre de tener la filosofía y
la
religión que desee, pero estas no forman parte de ninguna teoría
científica, ni
se deducen necesariamente de ella. Son producto de otras facetas del
pensamiento, cada una de ellas autónoma y de un género irreductible, si
bien es
verdad que todas concurren ante la consideración del sujeto humano
pensante.
Hay que respetar los saberes científicos, que pueden y deben
enriquecernos,
pero también las sabidurías que los exceden y que precedieron en miles
de años
a la ciencia moderna.
En conclusión, la ciencia no impone
ninguna filosofía (a lo más puede mostrar que el lenguaje de ciertos
enunciados
filosóficos está obsoleto, porque se sirve de conceptos científicos
caducos y
se ha vuelto incompatible con la imagen científica moderna del
universo). Al
menos en principio, esta neutralidad epistemológica y metodológica la
reconocen
científicos de disciplinas muy dispares: «La ciencia no es una
filosofía ni un
sistema de creencias» (Wilson 1998: 69). O dicho aún más
explícitamente, con toda
razón:
«La finalidad de la ciencia es la
comprensión del mundo de los fenómenos. Describe y explica la
naturaleza sin
imponer ninguna visión filosófica: su vocación no es esa. La ciencia es
una
herramienta que no es en sí ni buena ni mala, que no impone ninguna
ética o
moral. (…) La ciencia no engendra sabiduría. (...) Dado que no impone
ninguna
filosofía, la ciencia no puede guiarnos cuando se trata de moral y
ética»
(Trinh Xuan Thuan 2008b: 49-50).
Si esto es así, a la ciencia no le
compete orientar sobre «valores» éticos, ni a la religión le compete
informar
sobre «hechos» científicos. La ciencia en cuanto tal, aunque aporta
conocimientos que pueden ser útiles, no es competente para determinar
los fines
de la acción humana. Tal cosa es tarea de la filosofía y la religión,
que a
veces pueden resultar indiscernibles entre sí en cuanto a su
funcionalidad.
Pues, cuando la filosofía preconiza un modo de vida, cabe preguntarse
si no
constituye una forma de religión en sentido genérico. De manera
parecida a como
la religión, en cuanto visión del mundo, equivale a una forma de
pensamiento
filosófico. En los límites últimos, más allá de lo ignoto que un día se
conocerá, todo esfuerzo del pensamiento presiente el enigma último, el
misterio, que en sí mismo es indecidible e inefable, pero que se puede
evocar,
postular e incluso razonar como una hipótesis verosímil.
Un tema muy distinto es que las
ciencias constituyan de hecho el mejor instrumento para conocer con
objetividad
los sistemas naturales y sociales de nuestro mundo y que, de este modo,
contribuyan a ilustrar, criticar e informar nuestra comprensión y
nuestras
decisiones. Nada excluye que los juicios de hecho y los juicios de
valor puedan
y deban cotejarse entre sí «desde fuera», complementarse e incluso
corregirse
recíprocamente en determinados aspectos, a fin de dar coherencia a
nuestra
visión del mundo y con vistas a la actividad práctica. Según una frase
atribuida a Einstein: «La ciencia sin religión está coja, la religión
sin
ciencia está ciega». Ahora bien, no hay un puente necesario entre
ellas, sino
que es nuestra conciencia en ejercicio la que ha de hacerse cargo de
sendos
registros y hacerlos dialogar: ciencia y creencia, conocimiento y
valoración,
saber empírico y sabiduría práctica.
La
epistemología de la ciencia no avala el cientificismo
Como venimos
diciendo, la ciencia en cuanto tal tiene
método, no tiene ideología. De acuerdo con la epistemología más
ampliamente
aceptada, las ciencias físicas y la cosmología describen el universo
físico a
partir de las fuerzas fundamentales, y solo eso. No les compete decir
nada
acerca de Dios, porque Dios no es un concepto físico, ni la religión es
un
objeto de la física. Ahora bien, a la vista del conocimiento científico
del
universo, nada objeta que uno pueda apostar racionalmente por un principio creador, optando por una
filosofía que interpreta la incógnita del origen rechazando el mero
azar.
Las ciencias biológicas,
en particular la teoría de la evolución y la genética, tampoco tienen
nada que
decir sobre el sentido de la evolución de la vida, pues su
cometido está
en explicar los mecanismos y los procesos: mutación y selección
natural, flujo
y deriva de genes y recombinación genética. Pero la vida en sí y la
posible
finalidad de la evolución no constituyen conceptos biológicos. Cuando
uno
reflexiona filosóficamente, puede apostar, o no, por atribuirle una finalidad subyacente.
Las ciencias sociales e
históricas se ocupan de describir los sistemas culturales de la
humanidad, de
modo que tratan de formular las estructuras, funciones y
transformaciones
sociales. Pero no les incumbe, en absoluto, pronunciarse
valorativamente con
respecto a la bondad, la justicia o la humanidad de tales sistemas.
Este tipo
de pronunciamiento no es de orden científico, sino competencia de una filosofía práctica que juzga desde una
posición política, ética, o espiritual, que trata de dar sentido a la
historia,
que opta por una visión del hombre y por la realización de unos valores.
En resumen, las ciencias
en sentido estricto explican la evolución cósmica, biológica y
cultural, en el
marco de las restricciones que impone el principio de contrastación con
los
datos empíricos, y que asume los teoremas de incompletitud de toda
teoría. Esto
supone, consecuentemente, que el saber de los conocimientos
científicos deja
las puertas abiertas, en la vida humana, a las interpretaciones de
sabiduría
que pueden aportar la filosofía, la religión, la poesía, el arte. Así
quedan
establecidos dos niveles de nuestro conocimiento de lo real: el de lo
empírico
y el de la experiencia humana. Negar esto es incurrir en alguna forma
de
fundamentalismo, en un cientificismo censurable y, en último término,
dogmático
y anticientífico.
En otras palabras, a la
hora de entender los sistemas religiosos, hemos de tener claras unas
conclusiones críticas acerca del enfoque y el método:
– Las ciencias físicas,
con sus interacciones fundamentales, a escala cósmica o a escala
cuántica, no
sirven en absoluto para este cometido.
– Las ciencias biológicas,
la neurobiología, las neurociencias cognitivas no bastan, aunque
aporten
interesantes conocimientos.
– Las ciencias
antroposociales son imprescindibles para analizar los sistemas y
procesos de la
religión. Pero no es tarea suya pronunciarse a favor ni en contra, sino
solo
describir lo que pasa y elaborar hipótesis en los términos de cada
disciplina.
– Las interpretaciones y
las críticas filosóficas sí tienen la misión de discernir, valorar,
apoyar
posturas teóricas y prácticas. Les corresponde iluminar los pasos del
camino,
cuando postulan y apuestan. Al hacerlo, se implican también
religiosamente. Pues
sería erróneo pensar que religión es únicamente la religión organizada
o
instituida (como no es música solo la de los músicos profesionales). Si
la
dimensión humana que denominamos religiosa constituye un universal
sociocultural y psíquico, entonces no es de extrañar que hasta ciertos
contenidos y comportamientos del ateísmo posean ese carácter religioso,
y rara
vez en grado cero. De hecho, el ateísmo militante resulta activamente
confesional y proselitista, siempre que hace apología de su peculiar
sacralidad.
Aclarado esto, debemos
subrayar la importancia de las ciencias físicas, biológicas y
antroposociales
en orden a profundizar en el conocimiento del universo, la vida y la
condición
humana, a fin de que el filósofo actualice los referentes del pensar
filosófico
y, de manera parecida, para que el creyente remodele o recodifique el
lenguaje
religioso conforme a una conciencia ilustrada, moderna y crítica. En
perspectiva epistemológica, la ciencia y la religión deben permanecer
cada una
en su dominio respectivo. No obstante, en la perspectiva personal,
cuando uno
vive, piensa y actúa, se ve emplazado a efectuar la propia síntesis, y
cada uno
elabora una visión compleja más o menos coherente, que siempre
constituye una
forma de sabiduría, o filosofía, o
sentido de la vida por el que opta.
La
convicción de
ateísmo excede toda ciencia empírica
La mitología
de la Modernidad proclamó triunfante que la humanidad había alcanzado
la «edad
de la razón». Pero existe un lado oscuro de la Ilustración, que prestó
un mal
servicio a la racionalidad y a los humanos, al sacralizar la razón
científica
de su época como apoteosis de un empirismo miope y de un hegemonismo de
«la
ciencia» como única verdad posible. En la experiencia humana, sin
embargo, hay
verdades que exceden la racionalidad científica. Habría que evitar la
falacia
de la evidencia
incompleta, en la que se incurre al restringir la razón a
la
ciencia, al oponer sin restricciones la razón (totalmente buena) a la
religión
(totalmente mala). En buena lógica, lo que hay que oponer, en el ámbito
de la
religión, son formas razonables y formas insensatas. Y en el plano de
la
ciencia, separar epistemológicamente formas de la razón bien fundadas
frente a
formas mitificadas, cuya presunta cientificidad queda manifiestamente
en
entredicho. En ocasiones, los presuntos ilustrados cayeron incluso en
lo
grotesco: por ejemplo, cuando, después de la anexión napoleónica de
Bélgica,
convirtieron la iglesia neoclásica de san Jacques-sur-Coudenberg, en
Bruselas,
durante un tiempo (1795-1802), en templo consagrado a la diosa Razón.
Ante la
recurrente crítica a la religión por parte de ciertas personalidades
científicas, a veces pretendidamente en nombre de la ciencia, se hace
necesario
recurrir a la revisión epistemológica de los argumentos empleados,
única manera
de discernir cuál es su alcance y hasta qué punto dejan de ser
concluyentes.
Creo que, si establecemos bien las competencias respectivas, una
crítica
«científica» a la religión solo sería admisible con respecto a
intromisiones de
esta en el plano científico, con respecto a las aserciones de alcance
teórico y
de naturaleza empírica, insertas en los discursos religiosos o
filosóficos. A
la inversa, tampoco parece legítima una crítica «religiosa» a la
ciencia, a no
ser en lo tocante a sus aplicaciones y a sus implicaciones sociales. De
ahí que
esté justificada la crítica filosófica o ética a las opiniones que, en
nombre
de la ciencia, se pronuncien sobre cualquier valoración de sentido o
sinsentido, bondad o maldad, belleza o fealdad.
La creencia religiosa, como la
convicción irreligiosa, lo mismo que cualquier razonamiento filosófico,
carece
de competencia para aportar conocimientos objetivos acerca del mundo.
Su
dominio es el de la reflexión sobre la experiencia, el de la sabiduría
que
inspira las opciones de valor, cuando se trata de sancionar lo
«aceptable», lo
«preferible». En realidad, el ser humano debe hallar sus valores
autónomamente
en cada uno de los campos prácticos de la vida y en cada situación. Y
esto, en
lo referente tanto a los contenidos concretos normativos, cuanto al
procedimiento de buscar libremente lo más valioso para la sociedad,
para la
persona, para la humanidad, en el marco de una visión del sentido del
mundo que
jamás despejará del todo su incertidumbre. En suma, insistimos en que
la
ciencia no engendra sabiduría. La ciencia produce conocimiento y
técnica. Solo
la sabiduría genera ética.
Por eso, el ateísmo no puede ser una
conclusión científica, aunque sí una opción filosófica del científico,
como de
cualquiera, en cuanto persona. La filosofía materialista de Feuerbach
fundamentó su ateísmo en una «reducción antropológica» de determinada
teología
(cfr. Feuerbach 1841 y 1845). Y Karl Marx pensó que la tarea de crítica
filosófica a la religión había culminado definitivamente con los
análisis
feuerbachianos. Es evidente que Marx se equivocaba, porque el debate
sigue aún
abierto. También el ateísmo sociopolítico marxiano ha sido sometido
históricamente a la prueba de la praxis. En ausencia de conocimientos
sobre la
religión, que solo las ciencias humanas posteriores llegarían a
facilitar, las
críticas a la religión del siglo XIX y buena parte del XX se revelan
hoy, en
buena medida y más allá de las brillantes intuiciones, como una maraña
de
especulaciones bizantinas, cuando no como una fogosa proyección de las
fantasías de sus autores sobre el objeto de estudio, enmascaradas en
una
apariencia de racionalidad, pero sin más apoyo efectivo que las propias
evidencias subjetivas, puestas por lo general al servicio de una
ideología
política.
Así, pues, el ateísmo reivindicable
por la ciencia es exclusivamente el llamado ateísmo metodológico,
cuyo
significado se reduce a la evidencia de que lo divino no es un factor
empírico,
ni matemático, lo cual implica a su vez que no compete a la ciencia
pronunciarse sobre cuestiones teológicas. El método científico, por
tanto, se
prohíbe a sí mismo cualquier dictamen a favor o en contra respecto a la
cuestión de Dios o del absoluto, porque se trata de un asunto que se le
escapa
por principio. Aclaremos, no obstante, que las ciencias antroposociales
sí se
ocupan de la religión y sus manifestaciones en cuanto son un objeto de
investigación que está ahí en la sociedad, pero metodológicamente deben
abstenerse de cualquier toma de partido ideológica y mantener la neutralidad
axiológica exigible a toda ciencia. Tan improcedente es que
un
científico, en cuanto tal, se declare ateo como que se declare teísta.
Las
disputas en el plano de las filosofías no se pueden dirimir
científicamente
(solo cabría señalar eventuales errores empíricos).
Siempre que se habla de ateísmo se
está inmerso en el ámbito de las ideas religiosas, se adopta un
discurso más
allá de las teorías científicas. La convicción atea solo puede darse,
paradójicamente, como una opción en el plano religioso, puesto que se
sitúa en
relación de oposición con otras creencias de fe, como una creencia más.
Del
mismo modo que lo moral y lo inmoral pertenecen al ámbito de la
moralidad, la
posición religiosa y la irreligiosa, el teísmo, el ateísmo y el
agnosticismo,
pertenecen al dominio de las opciones en materia de religión.
Para una conciencia autocrítica,
toda convicción religiosa constituye una construcción humana, forma
parte de un
sistema cultural de signos, de modo que el absoluto o la divinidad solo
están
ahí como figuraciones semióticas, como ideas, como mitos, es decir,
como
realidades del espíritu humano. Así, cuando alguien habla de la «muerte
de
Dios», solamente connota la de una idea particular acerca de lo divino.
Y
cuando una idea fundamental decae, enseguida es sustituida por otra que
ocupa
su lugar. Puede desaparecer socialmente una concepción particular de lo
divino
o lo sagrado. En efecto, las religiones y las ideologías mueren. Pero
¿será
posible dejar completamente vacío su lugar? Es dudoso, pues estamos
tratando de
un universal cultural. A todas luces, históricamente, los movimientos
ateos
nunca han dejado la sede vacante: han puesto en el lugar de la
divinidad al
Hombre, la Razón, el Progreso, el Superhombre, el Proletariado, la
Revolución,
la Evolución, el Capital, la Ciencia, la Nación. Estas ideas, mitificadas,
se exaltan hasta a ocupar el lugar de los «postulados sagrados últimos»
(Rappaport 1999). Ni siquiera la doctrina del nirvana budista comporta
un
ateísmo consecuente, o un nihilismo, puesto que alude a un estado
mental pleno
de significado. Como tampoco la Nada de los místicos cristianos
equivale
literalmente a nada.
Entonces, ¿es imposible que haya
sociedades o personas humanas sin religión en
sentido estricto (no
que rechacen tal o cual religión determinada, o todas las conocidas)?
Para
contestar, habrá que empezar siempre aclarando qué estamos
sobreentendiendo por
«religión» y qué habría que entender por «religión» antropológicamente,
es
decir, desde el enfoque etic al que debe
aspirar la
objetividad propia de las ciencias humanas. La pregunta acerca de la
posibilidad de una vida humana estrictamente irreligiosa recibe una
respuesta
negativa, no en la idea subjetiva, sino desde el enfoque objetivo.
Resulta
imposible, porque en todo comportamiento humano están en juego, al
menos
implícitamente, aun cuando uno no se pronuncie o los niegue
explícitamente,
unos valores que ocupan de facto el lugar de «postulados sagrados
últimos» y
desempeñan su función cultural y personal. Cualesquiera que sean,
asumen de
alguna manera un carácter religioso, aunque haya variantes en las que
se
aprecie un matiz pararreligioso, seudorreligioso o incluso
antirreligioso.
Porque tener una religión no consiste solo en estar afiliado a una
institución
o una tradición explícitamente religiosa. Quien evoca algún mito que da
–o
quita– significado a su vida, quien participa en algún ritual con el
que
sintoniza interiormente, quien actúa según unas creencias o unas pautas
éticas,
quien está vinculado a alguna comunidad de convivencia que observa unos
principios, en realidad es lógico decir que posee una «religión» en su
vida,
por más que piense lo contrario subjetivamente. Y es que, más allá de
cuestiones nominalistas, «la preocupación espiritual es incluso
esencial a la
idea más laica o más secular del hombre» (Gauchet 1985: 302).
La misma posición del ateísmo, si la
analizamos críticamente, no juega en el vacío, sino en el espacio de la
religión, en el que –como ya he dicho– representa una opción posible,
una
variante, otra forma de creencia respecto a la verdad última. Dicho de
otra
manera, la afirmación de la inexistencia de Dios pertenece al campo de
la
creencia o convicción de índole religiosa, no al del saber científico.
Todo el
que sostiene una actitud respecto a la religión, sea positiva o
negativa, pone
en práctica una actuación de carácter religioso. Y quien dice algo
acerca de
Dios efectúa un pronunciamiento teológico, hasta cuando está elaborando
una ateología.
Pues ni siquiera se puede definir el ateísmo si no es por referencia a
alguna
negación de Dios, al menos tácita, lo cual exige que el ateo conciba en
su
cabeza una idea del Dios cuyo rechazo da contenido cabal a su ateísmo.
Por lo
general, el ateo se considera tal con respecto a una idea de dios
socialmente
determinada. Pero, con frecuencia, lo que ocurre es que una idea de lo
divino o
una sacralidad es sustituida por otra, de hecho, sin que la
autocomprensión
atea subjetiva tenga importancia explicativa. Sería un caso típico de
quien
solo ve como religión las creencias de los demás y no las propias.
También
puede darse algo así como la religión en grado cero, en el caso del
agnosticismo, o de la absoluta indiferencia, quizá posible solamente en
el
plano teórico.
El comportamiento más común en el
terreno de la crítica religiosa es que sea una religión la que ataca a
otra,
como si la impugnación de una posición religiosa solo pudiera
realizarse
adecuadamente desde otra en el mismo plano. Cuando los teístas
arremeten contra
los ateos, y los ateos contra los teístas, la confrontación no se
produce desde
fuera, sino necesariamente en el terreno de creencias e increencias de
naturaleza religiosa. Pues la actitud vivida que define la religión no
implica
necesariamente una afirmación específica de la existencia de Dios, sino
que hay
religión donde se da un pronunciamiento sobre un orden sagrado, un
dictamen
sobre el valor ético, sobre la legitimidad del poder, sobre el sentido
o
sinsentido de la existencia humana. Por ello, incluso la negación de la
religión, que se entiende a sí misma como secular o laicista, efectúa
positivamente un pronunciamiento en el mismo plano y acerca del mismo
objeto.
Así, cuando el ateísmo ataca a la religión, está reclamando para sí una
verdad
última, es decir, de alcance metafísico y sagrado. Obsérvese el hecho
de cómo
las creencias y los comportamientos de algunas asociaciones ateas y
laicistas
militantes emulan y reproducen, con frecuencia, rasgos específicamente
religiosos y hasta ostensiblemente clericales, o sectarios.
Dada la imperativa neutralidad
axiológica del conocimiento científico, se sigue que el ateísmo
pretendidamente
científico adopta una posición errónea en el campo de la ciencia,
mientras que,
en cuanto ateísmo de convicción personal, el ateo está asumiendo
paradójicamente una posición en el ámbito de las creencias de índole
religiosa
o filosófica/metafísica. En efecto, tanto el ateísmo como el
agnosticismo solo
significan algo por referencia a sistemas religiosos determinados. Sin
esta
referencia, en términos absolutos, no serían más que palabras huecas.
Es
opcional que alguien rechace un sistema de creencias y valores, que
prefiera
otro sistema, pero la pretensión de no tener absolutamente ninguna
creencia y
ningún valor parece más bien una fantasía, o peor, un estado patológico
de
anomía, que, de poder ser consecuente, llevaría a la disolución social
o
personal, haciendo desaparecer todo vestigio de humanidad. Bien es
cierto que,
para sostener esta tesis de la imposibilidad de que haya gentes
absolutamente «sin
religión» (no sin tal o cual religión concreta), hay que remitirse a un
concepto de «religión» en sentido antropológico, como el teorizado por
Roy
Rappaport (1999).
El laicismo, que en principio no
debe confundirse con el ateísmo, constituye también una posición
religiosa, a
pesar de lo que pudiera parecer, precisamente porque sostiene una tesis
en lo
que respecta al puesto de las instituciones religiosas en el orden
social.
Puede tener solo un significado negativo: el Estado se inhibe de
adoptar una
confesión religiosa, con el fin de establecer la libertad religiosa en
la
sociedad y garantizarla a los individuos. Pero, cuando un «Estado
laico»
pretende imponer su propia confesión ideológica, entonces esta se
convierte en
una criptorreligión tendente a suplantar a la otra. En ciertos casos,
este
planteamiento adopta la forma visible de antirreligión, dando un
sentido
radical al laicismo. Es lo que ocurre, por ejemplo, con conocidas
organizaciones laicistas, en la medida en que manifiestan su pretensión
de
eliminar la religión de la sociedad. Si hablamos de laicidad,
en un
sentido neutro, el concepto se refiere en el fondo al respeto hacia la
autonomía con la que debe funcionar cada uno de los subsistemas de la
sociedad.
Lo mismo que cada dominio, la política, la economía, la ciencia, el
arte o la
literatura se rige por sus propios principios y su racionalidad
específica,
también en lo que respecta a la dimensión religiosa debe garantizarse
la
libertad; esto es, la libertad en las opciones relativas al significado
último
del universo y de la existencia, sean teístas, ateas o agnósticas, ya
se
expresen en un lenguaje más metafórico o mítico, ya en un lenguaje más
conceptual
o filosófico.
Alguien preguntará –porque a veces
se oye esto– si una religión bien enfocada debe ser hoy «laica». La
respuesta
puede ser afirmativa, pero solo en el sentido de que también la
institución
religiosa debe defender la laicidad del Estado, a fin de que este evite
constituirse como un orden sacralizado que someta a las restantes
instituciones
sociales, y a fin de que se prevenga la imposición de una única
sacralidad
dogmática, pues la laicidad que defendemos, como legitimidad de las
distintas
interpretaciones últimas compatibles con la visión científica del
universo, es
condición para preservar los derechos de las personas, incluida la
libertad de
conciencia y la libertad religiosa.
Las
abusivas extrapolaciones
del cientificismo
Ni el ateísmo
ni el teísmo tal como se formularon en la época de la ciencia
clásica determinista resulta defendible actualmente. No porque no sean
posibles
como opción filosófica argumentable, sino porque ni uno ni otro es
objetivamente concluyente, ni es la única opción compatible con la
ciencia en
la época de la incertidumbre.
Pero, aunque hace casi un
siglo que entramos en la modernidad crítica, a partir de la física
relativista
y la cuántica, con el desarrollo de una epistemología de la ciencia que
se
detiene ante el enigma irresoluble de la realidad última, esta
conciencia aún
no ha calado en la mayoría de las personas cultas, ni en gran parte de
los
científicos. Y esta falta de conciencia crítica se advierte, en
especial,
cuando abordan temas de religión.
Por ende, no
es raro topar con laicistas y ateos cualificados cuya argumentación
resulta
precrítica, por cuanto se precipitan, acaso sin saberlo, hacia los
espejismos
dogmáticos del cientificismo.
Este pretende que la ciencia es un saber
omnímodo y con respuestas para todo. Pero, al no respetar la
demarcación
epistemológica del conocimiento positivo, el científico incurre en un
cientificismo que, hoy, asume una posición ideológica extraña a la
verdadera
ciencia y es filosóficamente insostenible. En efecto, el cientificismo
opera
un fraude epistemológico y sus tesis constituyen una forma de
seudociencia.
Los cientificistas hacen que la ciencia mute en una especie de
superstición,
porque la fuerzan a pronunciarse en términos que no le competen: dando
interpretaciones de sentido, pronunciándose acerca de valores, opinando
de temas
teológicos. Sobre todo, porque traicionan el método propio de la
ciencia, al
asumir tesis que no se pueden someter a prueba empírica. De alguna
manera,
convierten la «ciencia» en un sucedáneo de religión dogmática. Por el
contrario, la teoría científica como tal, si respeta sus límites
epistemológicos, debe desterrar las espurias extrapolaciones del
cientificismo.
Toda visión del mundo
pretendidamente última, toda actitud vivida que atribuye sentido y
valor, que
apoya la legitimidad de un orden social, existente o alternativo,
implica en la
práctica una opción metafísica, con implicaciones religiosas, aunque
explícitamente
se rechace la religión (entendida a su modo) y se califique la propia
postura
como laica o secular (pretendiendo con esto que no es religiosa, ya que
se
tiene por religión solo la de los demás). Toda asignación de valor, en
un marco
interpretativo global de la realidad, sobrepasa necesariamente el
conocimiento
científico objetivo y, por ello, supone una toma de posición con
respecto a lo
real que da un salto al terreno filosófico y de la creencia.
En suma, creo que queda
suficientemente probada la inviabilidad de un «ateísmo científico», es
decir,
como posición fundada en la ciencia, porque tal pretensión radica en un
cientificismo acientífico, insostenible desde el punto de vista de las
exigencias metodológicas de la ciencia. No obstante, reitero que
debemos de
reconocer la legitimidad del ateísmo como opción filosófica. Esta ha de
tener a
la vista la ciencia, pero se apoya en sus propias interpretaciones,
argumentos
y apuestas, al tiempo que asume sus propios riesgos. Pero extrapolar
abusivamente los datos o las teorías no es ya ciencia, sino mala
filosofía.
Toda persona bien formada está en la obligación de reconocer los
límites de la
explicación científica, consciente de que sus métodos precisos no se
deben
trasgredir ilícitamente. El físico Steven Weinberg, notorio por su
escepticismo
y ateísmo, lo reconoce: «Así que aparentemente hay un misterio que la
ciencia
no eliminará». Es evidente que esta incompletitud del conocimiento
objetivo no
prueba nada, pero incapacita para refutar nada.
Insisto una vez más: el
investigador científico, en cuanto científico, no está
autorizado a
tomar partido en ámbitos extracientíficos. En cuanto científico, la
única
opción ética requerida es por la verdad en el dominio de su disciplina.
Cualquier otro compromiso ético o político solo puede asumirlo en
cuanto
persona, o en cuanto ciudadano.
La
armonía de la ciencia moderna con el monoteísmo
No es casual
ni insignificante que la ciencia moderna haya nacido en
Europa, en un medio civilizatorio abonado por el cristianismo. En
contextos
muy distintos, se ha llamado la atención sobre este hecho y se reconoce
que hay
una relación genética intrínseca entre la religión cristiana y la
ciencia
occidental (cfr. Jaki 1974 y 1988, Trinh Xuan 1988 y 2008b, Silva 2011).
En efecto, la ciencia
moderna no surgió ni en India, ni en China, que fueron grandes
civilizaciones
con gran desarrollo de técnicas y conocimientos descriptivos. Pero el
pensamiento índico cree que este mundo no es real, sino maya,
algo onírico, carente de sentido en sí mismo y, por tanto, lo
que busca es cómo escapar de él. Por su parte, el pensamiento chino,
sea
confucianista o taoísta, concibe el tao,
el curso que sigue el mundo, como algo incomprensible y afirma que sus
alternancias se producen al azar.
No hay por qué oponer
ciencia y religión, como se ha hecho en el pasado. La ciencia moderna
europea,
con precedentes esporádicos en algunos sabios helenos, apareció
propiamente en
el siglo XVII, con Galileo, Kepler y Newton, con Descartes y Leibniz. Y
es
necesario subrayar, en contra de lo que se cree, que esta ciencia
occidental
tiene su origen en el pensamiento teológico cristiano (cfr. Ignacio A.
Silva,
«La ciencia moderna nace de la inquietud teológica», 2011), a
partir de
la idea de que hay un creador que instaura las leyes naturales. En
consecuencia, hay un orden que puede ser investigado y conocido.
Leibniz llegó
a manifestar que, mediante la ciencia, el hombre se acerca al
conocimiento de
Dios. En la actualidad, científicos de alto nivel sostienen que la
inspiración
de la ciencia occidental moderna procedió del monoteísmo, de la idea de
un Dios
creador, una idea ausente en el pensamiento asiático:
«El concepto de un Dios
creador que impone leyes físicas que rigen el universo se desarrolla
con Kepler
y Newton, en el siglo XVII. El universo newtoniano era mecánico.
Funcionaba
como un reloj al que se le daba cuerda. Después de crear el universo,
Dios solo
tenía que darle cuerda para que funcionara por sí mismo siguiendo las
leyes de
la gravitación universal» (Trinh Xuan Thuan 2008b: 24).
Los razonamientos
analíticos de Antony Flew lo conducen, en su última etapa, al mismo
tipo de
afirmación de la armonía entre religión y ciencia, rechazando la
posición, para
él poco racional, el ateísmo:
«Los intelectuales ateos
suelen presentarse a sí mismos como defensores de la racionalidad,
frente a la
supuesta irracionalidad que caracterizaría a las personas religiosas.
Y de ahí
los tópicos, tan extendidos en la actualidad, de que ‘a más ciencia,
menos
religión’, la supuesta ‘disyuntiva entre fe y razón’, y otros tantos
por el
estilo. Ahora bien, estos tópicos contrastan muy vivamente con algunos
datos
tozudos y muy difíciles de negar. Uno de ellos es el hecho de que la
ciencia
moderna apareció en el seno de la Europa cristiana, y surgió y se
desarrolló
(hasta bien entrado el siglo XX) de la mano de autores que, no es ya
que se
consideraran a sí mismos cristianos, sino que poseían un interés por la
religión marcadamente superior al de la media de su época. Y otro dato,
no
menos relevante, es que los principales impulsores del pensamiento ateo
en los
últimos dos siglos han sido, ante todo, ‘maestros de la sospecha’. Este
término
–acuñado con agudeza por Ricoeur para referirse a Marx, Nietzsche y
Freud– hace
referencia al hecho de que dichos autores, y la multitud de epígonos
que han
seguido su estela, conciben la razón como una facultad poco digna de
confianza.
Y por eso centran sus críticas al teísmo, no en el análisis de los
argumentos
que son esgrimidos en favor de esta imagen del mundo, sino en el
postulado de
que, detrás de tales argumentos, se enmascaran poderosas fuerzas
irracionales
que hay que poner de manifiesto. Estas fuerzas ciegas, auténticas
rectoras del
mundo, serán la voluntad de poder, o la infraestructura económica, o
las
pulsiones del subconsciente, u otras cualesquiera (desde el miedo a la
muerte
al instinto sexual o las determinaciones genéticas). En todo caso, no
la razón.
La razón es un mero subproducto generado en el transcurso de la lucha
por la
vida de un grupo de homínidos en la sabana africana, que vale por las
ventajas
que otorga en esa lucha, pero no más. Se trata, pues, de una
herramienta al
servicio de factores más fundamentales.
Planteadas
así las cosas, no es
de extrañar que los propagandistas del ateísmo contemporáneo dediquen
poco
tiempo a la discusión de los argumentos teístas» («Prólogo a la edición
española» de Antony Flew, Dios existe,
2007: 17-18).
Las
observaciones precedentes, que podrían multiplicarse, nos llevan al
convencimiento de que, en principio, no hay razones para considerar la
ciencia
y la religión como si fueran incompatibles. Por dar solo unas
referencias, se
puede consultar el libro El principio de
todas las cosas. Ciencia y religión (Hans Küng 2005). También el
artículo
«Ciencia, filosofía, religión, ante la verdad metafísica última del
universo» (Monserrat 2013a).
Y «Ciencia
y religión, enfoques complementarios» (Gómez García 2020).
Por ende, cabe concluir que la ciencia, correctamente entendida, nos
deja
libertad para creer. La religión, o bien la filosofía, correctamente
entendida,
nos da libertad para investigar. Religión y ciencia constituyen
enfoques
independientes epistemológicamente y, a la vez, complementarios en
nuestra
visión del mundo. En contra del tópico, el verdadero debate no es entre
ciencia
y religión, y en esto yerran tanto el progresismo como el marxismo, que
además
fungen como religiones sucedáneas. Las ciencias ofrecen un conocimiento
positivo de lo que es, desde un punto de vista empírico; pero no dicen
nada de
lo que debe ser, o de lo que es finalmente la realidad. Su valor es
solo
instrumental. El debate se plantea, más bien, entre unas filosofías
y otras,
entre unas religiones y otras, en orden a discernir, si fuera
posible, cuál
es preferible, cuál es la interpretación que orienta a los mejores
valores para
la acción ética y política de la humanidad, cuál ofrece una opción de
sentido
que mejor responda a las aspiraciones humanas y al misterio último del
universo.
Claro
que todo esto supone aplicar un principio de benevolencia universal,
conceder a
todos el beneficio de la buena fe, la honradez intelectual, los buenos
sentimientos, la disposición a escuchar las razones del otro, a
proceder
racionalmente y respetar la lógica. Pero este principio suele fallar.
¿Qué pasa
cuando tales actitudes están ausentes, cuando la mendacidad
intencionada o una
fuerte adhesión emocional a ciertas ideas erróneas se apoderan de las
mentes?
¿Qué hacer cuando la verdad es que los intereses creados priman
sistemáticamente sobre el interés por la verdad?
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