Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
5. La
religión y la especie humana
PEDRO GÓMEZ
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La
estructura bioantropológica de la
disposición religiosa
Es
probable
que la filosofía de la religión, tal como se ha formulado hasta hoy, ya
no
tenga nada interesante que decir en orden a una explicación realista de
las
religiones. Sus especulaciones sobre la «esencia» de la religión o
sobre la
«superación científica» de la religión han quedado bastante lejos de lo
que
observamos en la realidad histórica y de lo que hoy analizan las
disciplinas
antropológicas. Los defensores de las antiguas esencias metafísicas, de
las
críticas ideológicas supuestamente ilustradas y de los dogmatismos
científicos
espurios continuarán repitiendo su discurso, aunque no sean charlatanes
de
feria. La insuficiencia de su logomaquia está a la vista y su
vaniloquio no
merece demasiada atención.
La cuestión de fondo es, en
definitiva, si existe una bioestructura especializada en los procesos
del
comportamiento religioso, con base en el nivel genético y con expresión
en el
nivel neurocerebral, de manera similar a como se han identificado áreas
de
estructuras neuronales vinculadas con la capacidad para la lengua, la
música, o
la matemática.
En la
neurología y la psicología científica actual, la tendencia
predominante asegura que hay numerosos mecanismos neurales del cerebro,
o
engramas, resultado de la historia evolutiva de la especie. Estos
determinismos
neurales, para funcionar, están necesitados de incorporar la
información del
sistema cultural y de interactuar con el sujeto psíquico. En cada
faceta de
actividad, la conexión con el entorno se efectúa a través de los
sistemas
perceptivos y bajo supervisión de la conciencia. Una de tales
predisposiciones
neurocerebrales tiene que ver con la actitud religiosa, que algunos
denominan
espiritualidad.
Las localizaciones
neurales base de la dimensión religiosa operan en el sujeto humano
organizando
una representación cognitiva de la realidad e induciendo un estado
emocional
concomitante de carácter «religioso». Esta capacidad de interpretación
y sentimiento
compartidos, elaborados, transmitidos culturalmente y memorizados por
los individuos,
sin duda dotó al grupo humano de ventajas en la producción de
respuestas
adaptativas, desde tiempo ancestral. Aunque posiblemente esto sea una
simplificación y el fenómeno sea mucho más complejo.
En cualquier contexto
histórico dado, la correspondencia del comportamiento religioso y del
sentido
que afirma con unos fundamentos últimos nunca es objetivable, ni en el
caso de
las religiones organizadas, ni en el de las religiones informales, ni
en el de
las ideologías que hacen las veces de religión. Siempre se trata de una
interpretación más o menos coherente con lo conocido y abierta a lo
desconocido. No porque sea ilusoria o una proyección del deseo o del
miedo, que
puede serlo, sino porque en ningún caso es demostrable apodícticamente.
Lo cual
no impide que sea argumentable, como hacen ver los autores que han
analizado racionalmente
la religión y concluyen que responde a una posibilidad humana con
sentido, que
no excluye la congruencia con los resultados de la ciencia y con las
exigencias
de la filosofía (cfr. Monserrat 2013a, 2014a, 2015a). La humanidad
primitiva
habría intuido ya esa posibilidad de sentido, reelaborada luego por las
religiones de las sociedades históricas.
Ante la multiplicidad de respuestas
potenciales inherentes a la capacidad de reacción «natural» humana
frente a las
situaciones de la vida (que a menudo supone la ausencia de una
respuesta
adecuada prevista), las tradiciones culturales del grupo y, entre
ellas,
especialmente la religión, ofrecen modelos de identificación o
solución,
marcados con grados variables de valor o de antivalor: unos para
imitar, otros
para rehuir. Así, los impulsos ciegos de raíz biológica no se expresan
nunca
directamente, sino que son mediados y encauzados socioculturalmente.
Estos
«impulsos», de índole cognitiva, emocional y práctica, arrancan de
predisposiciones, propensiones automáticas y esquemas de reacción
inconscientes, pero que son susceptibles de remodelación,
reorientación, complejificación
y humanización por parte de la cultura y de la conciencia personal.
La
religión producto de la evolución por ‘selección de
grupo’
El fenómeno de
la religión lo encontramos siempre del lado de la cultura,
pero posee raíces más profundas, inherentes a la naturaleza de nuestra
especie
humana. En efecto, el biólogo evolucionista Edward O. Wilson, en su
libro Sobre
la naturaleza humana, en su afán por naturalizar el hecho
religioso, llega
a afirmar que «la predisposición a la creencia religiosa es la fuerza
más
poderosa y compleja de la mente humana y con toda probabilidad una
parte
inseparable de la naturaleza humana» (E. O. Wilson 1978: 238). Y así lo
reitera
con contundencia, en Consiliencia. La unidad del conocimiento:
«Existe
una naturaleza humana basada en la biología, y es relevante para la
ética y la
religión» (E. O. Wilson 1998:
386). De
alguna manera, por tanto, la religión se inserta en las estructuras
generales
provistas por el cerebro en cuanto órgano neurobiológico típico de
nuestra
naturaleza. Lo que no equivale, en absoluto, a decir que ahí esté
preprogramado
ningún contenido religioso particular. Hay que pensar que lo que esas
estructuras neuronales imponen al mito, al rito o a la ética es análogo
a lo
que el mismo cerebro impone al lenguaje articulado o a la música, a
saber,
esquemas y reglas sin las que no podría existir, pero radicalmente
insuficientes para que exista. Esto únicamente se alcanza en cuanto
realización
sociocultural.
Desde el punto de vista de la
neurobiología y la sociobiología, más allá de los datos que proporciona
la
información sensorial ordinaria, entra en acción la actividad cerebral
humana
que imagina y produce historias sin cesar: «De modo análogo, la mente
siempre
creará moral, religión y mitología, y las dotará de fuerza emocional.
Cuando se
eliminan las ideologías ciegas y las creencias religiosas, otras se
manufacturan
rápidamente como sustitutos» (Wilson 1978: 278). La razón es que hay
prediseñada una propensión bioantropológica ineluctable, con
independencia de
los contenidos concretos que se elaboren en cada sistema sociocultural
y en
cada época histórica particular. Así que hay una subestructura
subyacente,
específicamente humana, ya constituida y que permanece a través de
todos los
cambios:
«El proceso mental de la creencia
religiosa –la consagración de la identidad personal y de grupo–
representa
predisposiciones programadas cuyos componentes autosuficientes se
incorporaron
al aparato neural del cerebro a lo largo de millares de generaciones de
evolución genética. Como tales son poderosas, no se las puede
erradicar, y se
encuentran en el centro de la existencia humana» (E. O. Wilson 1978:
286).
Edward O. Wilson, por consiguiente,
asevera la existencia de un fundamento natural del comportamiento
religioso;
aunque, como ya expuse en un capítulo anterior, toma pie en su
naturaleza
evolutiva para plantear la crítica a la religión. Para entender mejor
su
planteamiento, hay que conocer cómo matiza la teoría de la evolución.
En el
terreno científico, adopta una posición crítica frente a algunas de las
formulaciones de la teoría evolutiva. En su obra La conquista
social de la
tierra, sostiene que la «selección de parentesco» como favorecedora
del
altruismo y de la eficacia biológica inclusiva, y supuesta clave de la
evolución humana, se ha demostrado actualmente como una hipótesis
incorrecta y,
por ende, obsoleta (cfr. E. O. Wilson 2012: 70-71). Cree además que
tampoco es
defendible la «selección individual» como único motor de la dinámica
evolutiva.
La nueva teoría, que él denomina de la «evolución eusocial», es la que
proporciona la mejor explicación para el origen de la sociedad humana,
al
combinar el impulso de la «selección individual» con la «selección de
grupo»,
siendo esta la que actúa sobre rasgos de un grupo humano como un todo,
y así
mejora la cooperación y lo favorece en su competencia con otros grupos.
Los rasgos
genéticos que cohesionan al grupo (la eusocialidad) le
permiten «crear formas más complejas de organización social» (E. O.
Wilson
2012: 172), más allá del «gen egoísta» individual –en contra de Richard
Dawkins– y más allá del ámbito del parentesco. Mediante mutación o
inmigración
de variantes génicas, se van consolidando unos alelos nuevos
caracterizados por
preadaptaciones emergentes. Y estos, ante las presiones ambientales,
promueven
la consolidación de un sistema eusocial.
Los contenidos cognitivos
y emocionales, o los diferentes papeles, no están determinados
genéticamente,
ni neuralmente, pero sí lo está la predisposición a producirlos de
manera
especializada y compleja. Por esta vía, la especie humana alcanzó su
condición
social singular, es decir, la naturaleza humana capaz de combinar en un
mismo
proceso lo genético/neuronal y lo cultural.
Estoy ampliando aquí lo ya
expuesto sobre Wilson en el capítulo segundo. El autor se esfuerza por
dar una
definición clara de «naturaleza humana». Señala
que no consiste en el código genético,
por más que se sustente en
él; ni tampoco se identifica con el conjunto de los universales
culturales
elucidados por la antropología social. Entre aquel y estos, la
naturaleza
humana hereditaria radica en las reglas, genéticamente prescritas que
crean
como resultado las estructuras culturales universales:
«La naturaleza humana son
las regularidades heredadas del desarrollo mental común a nuestra
especie. Son
las ‘reglas epigenéticas’, que evolucionaron por la interacción de la
evolución
genética y cultural que tuvo lugar a lo largo de un prolongado período
en la
prehistoria profunda. Estas reglas son los sesgos genéticos en la
manera en que
nuestros sentidos perciben el mundo, la codificación simbólica mediante
la cual
representamos el mundo, las opciones que automáticamente nos abrimos a
nosotros
mismos, y las respuestas que encontramos que son las más fáciles y más
gratificantes de hacer» (E. O. Wilson 2012: 227-228).
Esto significa que las
reglas epigenéticas, innatas, crean comportamientos que no son
innatos, sino
aprendidos. El aprendizaje se realiza en un proceso «preparado», o sea,
en
virtud de unas predisposiciones naturales, biopsíquicas,
neurocerebrales,
constituidas por esas reglas epigenéticas, resultantes de una
coevolución de
los genes y la cultura en interacción.
Lo mismo que ese tipo de
«mecanismos subyacentes» no imponen una gramática única en el caso de
la lengua
hablada, tampoco imponen un modelo universal para la religión. Esto es,
lo que
imponen universalmente es que haya una religión, o que haya una lengua.
Las
reglas epigenéticas de cada modalidad operan en un entorno social,
donde entran
en juego con patrones de uso que se van reforzando por la propensión a
imitar a
los demás. Esta última es un factor que influye decisivamente en la
variabilidad cultural de las configuraciones concretas que se producen.
Este mismo enfoque
teórico, que analiza los fundamentos evolutivos de la naturaleza
humana, es el
que utiliza Wilson para explicar los orígenes de la religión. La
disposición
religiosa se originó a consecuencia de la selección de grupo,
que fue decisiva
para la consolidación de la cultura compleja de homo sapiens,
por
cuanto favorecía «la unidad y la cooperación en el seno del grupo» (E.
O.
Wilson 2012: 261), presumiblemente en combinación con otros factores.
En el capítulo 25 de La
conquista social de la tierra, el autor se dedica a explicar la
dimensión
religiosa «como producto de la evolución mediante la selección natural»
(E. O.
Wilson 2012: 297). Llama la atención que, a diferencia de lo que hace
en los
demás capítulos, en este adopte, desde el inicio, una postura polémica
contra
la religión, en particular la «religión organizada», después de
remontarse
hasta sus orígenes prehistóricos.
Establece una
contraposición tajante entre «creyentes religiosos» y «científicos
laicos», una
oposición mal fundamentada, puesto que, a todas luces, entre los
científicos
hay laicos, pero también hay creyentes. Además, prosigue con una
argumentación
un tanto atropellada y superficial, que mezcla indiscriminadamente
elementos de
ciencia, filosofía y teología, contraviniendo la debida neutralidad
científica
en temas ideológicos.
Para Wilson, la
especificidad de la religión reside en su aportación al fortalecimiento
del
espíritu tribal, como un aspecto de la selección de grupo: «La religión
organizada es una expresión del tribalismo», es decir, de un grupo que
comparte
sus relatos sobre el origen, sus sentimientos de pertenencia
ritualizados y sus
preceptos morales, de modo que así se refuerza. Pero pone una objeción:
«el
poder de las religiones organizadas se basa en su contribución al orden
social
y a la seguridad personal, no a la búsqueda de la verdad» (E. O. Wilson
2012:
301). Y este objetivo lo consigue por medio de la sumisión al bien
común de la
tribu, asociado con la divinidad.
«Pero quizá no se trate de
otra cosa que de una tribu unida por un mito creacionista. Si es esto
último,
la fe religiosa se interpreta mejor como una trampa invisible e
inevitable
durante la historia biológica de nuestra especie» (E. O. Wilson 2012:
310).
En consecuencia, el
mecanismo de la religión surgió como efecto de la selección de grupo,
en la
competición de una tribu con otra. Por nuestra parte, no tenemos el
menor
inconveniente en aceptar que la religión se explique por evolución
natural y
que obedezca a unas reglas epigenéticas. Pero no está claro por qué
esto
invalida la religión o la convierte en una «trampa», como pretende
Wilson.
Porque los universales de la lengua, las artes y la misma ciencia se
explican
igualmente por evolución genética y epigenética, sin que se pueda decir
que
este hecho las invalide. El pretendido argumento resulta inconsistente
y
falaz.
Nuestro autor insiste, sin
embargo, en atribuir un carácter irracional, ilusorio y patológico a
todos los
relatos míticos y las experiencias vividas de las religiones
tradicionales.
Tampoco negamos que tal cosa ocurra en determinados casos, si bien esto
supone
que hemos saltado ya al campo cultural. Edward Wilson, educado al sur
de los
Estados Unidos en una iglesia evangélica bautista, de signo
fundamentalista,
interpreta literalmente los textos bíblicos que cita, demostrando que
no ha
entendido nada de la exégesis simbólica. A la vez, observamos cómo
omite por
completo los planteamientos de los filósofos y los teólogos
concernientes a la
religión, cuya elaboración racional no cabe negar y cuya pertenencia a
la
religión organizada está fuera de duda. De este modo, esquiva todo
debate
teórico, mientras nos expone verdaderas caricaturas históricas con las
que
intenta dar cuenta de la evolución cultural y de los supuestos pasos
que
condujeron a las religiones mundiales de hoy.
Pero ese despliegue en el
terreno histórico no agrega mayor clarificación y profundidad sobre la
selección de los mecanismos que, según su teoría, soportan el
comportamiento
religioso, tendente al mantenimiento de la unidad tribal, la
estabilidad y la
paz social e individual. Asimismo nos deja en la oscuridad, sin
responder a la
pregunta obvia sobre la escala de operatividad del mecanismo. Él lo
ancla en la tribu, pero evidentemente existía antes de la
organización tribal, en
las bandas primitivas. Y funcionó igualmente en los sistemas de
jefatura, en
los Estados y los imperios, antiguos o modernos . Y no sabemos si será
ampliable, como él mismo parece sugerir en un momento, hasta la escala
de la
humanidad en su conjunto.
Si las reglas epigenéticas
del comportamiento religioso admiten múltiples maneras de lograr
beneficios
para la humanidad (sin ignorar las perversiones históricas), la
cuestión no se
resuelve con la descalificación radical de los sistemas religiosos
que, dada
la naturaleza humana, continuarían produciéndose. El proyecto de Wilson
es
sustituir el relato creacionista por el relato neodarwinista de la
teoría de la
evolución del universo, la vida y el hombre, elevándolo a la categoría
de mito.
Pero este es el punto donde confunde los planos, desborda el umbral de
la
ciencia y cae en un cientificismo deplorable. En cuanto teoría
científica, el
evolucionismo no dice nada del sentido de la evolución, ni sobre una
posible
verdad última del universo y la historia humana. A este tipo de
preguntas solo
se puede responder con razonamientos filosóficos, sean teístas, ateos
o agnósticos.
Es legítimo que cada uno sustente los que le parezcan más convincentes.
En
nuestra moderna era de la ciencia, la única condición sería que no sean
incompatibles con el estado actual de los conocimientos científicos. En
rigor,
estos están epistemológicamente obligados a ser religiosamente
neutrales y
abstenerse de pronunciamientos metafísicos sobre el enigma último de la
realidad.
En fin, parece indiscutible que la
dimensión «religiosa» forma parte integrante de las estructuras de la
naturaleza humana. Entonces, lo que tenemos que dilucidar no se refiere
a si
alguien es, o no, religioso, sino cuál es su religión cultural y
personalmente,
se llame como se llame, e incluso cuando no tenga nombre y se la niegue
expresamente. Porque una conclusión que se sigue de las investigaciones
en
neurología y sociobiología es que, para nuestra especie, todo modo de
vida
moviliza aspectos religiosos, con una necesidad tan intrínseca como la
que
lleva a desarrollar técnicas y lenguajes. De ahí que el comportamiento
religioso, en sentido genérico, se encuentre entre el repertorio de los
comportamientos humanos, aun en el caso de quienes, en el plano
consciente, no
se identifican con ningún sistema concreto, o rechazan airadamente
cualquier
religión organizada. Podríamos compararlo con la música, otra dimensión
que
forma parte de la naturaleza humana: no habrá nadie totalmente
insensible a la
música y que no haya cantado alguna vez, sin necesidad de saber solfeo,
pertenecer a un coro, o tocar un instrumento.
La
religión en la adaptación de la especie humana
La
evolución hacia nuestra especie, mediante el proceso de hominización y
sapientización, está a la base de las características constitutivas de
la
«naturaleza humana». Esta impone la necesidad de organizar la vida de
los
grupos sociales conforme a una visión del mundo y unos modos de
interacción con
el entorno y con los demás congéneres, en virtud de ciertos mecanismos
y
aprendizajes adaptativos específicamente humanos. Entre las
«propiedades adaptativas
universales» y privativas de la especie humana, la más destacada es la
capacidad para el lenguaje de doble articulación, si bien este debe
concretarse
en un sistema particular de la lengua, configurado socialmente. Pues
bien,
igual que ocurre con la lengua hablada, la capacidad religiosa no
precontiene
ninguna religión natural, sino que el sistema religioso se
particulariza en las
sociedades históricas. Por consiguiente, debemos entender que donde
está la
humanidad estará necesariamente lo que denominamos religión; y
viceversa.
Sobre la base de estos mecanismos
adaptativos, lo que varía es la modalidad de su discurso, sus prácticas
y su
funcionalidad. Es interesante considerar la obra de Roy Rappaport, Ritual y
religión en la formación de la humanidad (1999), para
pensar a
fondo las implicaciones de la dimensión religiosa como respuesta
adaptativa.
Los conceptos
religiosos, como lo sagrado y lo numinoso, intervienen en un
doble nivel: 1) en las propiedades universales de adaptación
de la
especie en cuanto disposición producto de la evolución biológica; y 2)
en los procesos
particulares de adaptación de las unidades sociales humanas a lo
largo de
la historia cultural, en la que se configuran sistemas religiosos. De
manera
que lo biológico y lo cultural cooperan en la elaboración de respuestas
adaptativas ante las perturbaciones concurrentes.
Este tipo de respuestas es
común a toda la humanidad y privativo de ella. La adaptación humana se
caracteriza por una gran flexibilidad que se ha desarrollado gracias al
lenguaje,
el rasgo humano por antonomasia:
«La posesión del lenguaje
no solo permite sino que obliga a los grupos humanos a estipular
lingüísticamente las reglas y la mayor parte de las interpretaciones
con
arreglo a las cuales viven. Las normas e interpretaciones de los grupos
humanos
no están genética sino solo convencionalmente especificadas, y pueden
así ser
modificadas e incluso cambiadas de forma relativamente rápida y fácil»
(Rappaport 1999: 570).
No obstante esa enorme
eficiencia del lenguaje humano, este se ve aquejado por dos graves
problemas
capaces de interferir y alterar su función social. Radican en la
posibilidad de
enunciar la mentira y de formular la alternativa.
La mentira
desconecta los signos de sus significados propios. La mentira pone en
cuestión
no solo la veracidad de un mensaje, sino la credibilidad de la
comunicación y
hasta la fiabilidad de las relaciones sociales. Al introducir la
falsedad, las
respuestas se alteran, se vuelven cada vez más impredecibles,
arbitrarias e
inadaptadas, y así desencadenan peligros para el orden de la sociedad y
para la
misma supervivencia. ¿Cómo dotar de confianza a los mensajes? Deben
aparecer
asociados a instancias compartidas en la creencia y en el ritual,
basadas
finalmente en unos postulados incuestionables, que santifiquen
esos
mensajes. En este sentido, «santificar es certificar», «santificar
mensajes es
certificarlos»; de este modo no se elimina la mentira, pero se limita
su
alcance. En la vida social, «las verdades santificadas constituyen la
categoría
dominante en la clase de las verdades convencionales, aquellas cuya
validez
depende de su aceptación» (Rappaport 1999: 572).
A la par que los programas
de determinación genética del comportamiento fueron retrocediendo, la
evolución
humana los sustituyó por patrones de comportamiento estipulados
culturalmente,
o sea, verbalmente. Entonces, se
instituyó la «santidad» como recurso que certificaba la fiabilidad de
la
información cultural, en sí cuestionable, «mediante su asociación con
unos
postulados incuestionables», reconocidos por todos, reforzando así la
capacidad adaptativa de la sociedad.
El segundo problema
inherente al lenguaje es la alternativa, puesto que los humanos
son
capaces de imaginar y formular fácilmente convenciones diferentes a
las
establecidas, y creer que son mejores. Con esto, quizá se acelere el
proceso de
adaptación, pero ciertamente aumentan las posibilidades de desorden y
confusión: «La concepción de una alternativa deseada puede ser el
primer paso
hacia su realización; es también probable que sea el primer paso hacia
el
desbaratamiento de lo existente» (Rappaport 1999: 573). Por eso, los
sistemas
socioculturales siempre se protegen frente a los excesos imaginativos y
lingüísticos, para lo cual constituyen y sacralizan La Palabra,
como Logos
incuestionable, invariable, canónico.
«La capacidad de variación
o alternativa que el lenguaje da a la especie es ordenada por la
santidad, ella
misma producto del lenguaje. La flexibilidad no es ni versatilidad
ni una
simple transformación o producto de la versatilidad. Es un producto de
la
versatilidad y de la ordenación. Si se deja desordenada, la
versatilidad
que fluye de los ricos y variados pensamientos, los propósitos y las
capacidades de cualquier población no proporciona una base para el
Logos, sino
un depósito de doxa e idia phrónesis. Las innumerables
posibilidades inherentes a las palabras y a sus combinaciones son
constreñidas,
reducidas y ordenadas por una incuestionable Palabra enunciada en el
canon
aparentemente invariable del ritual. La santidad pone orden en una
versatilidad
que de otra manera podría producir caos» (Rappaport 1999: 574).
La atribución de santidad
(y, por ende, legitimidad) a los patrones de comportamiento compartidos
socialmente contrarresta los graves peligros que la alternativa y la
mentira
entrañan para la sociedad y para la humanidad. Por eso, la noción de lo
sagrado
es tan antigua como el lenguaje. En la antropogénesis, la capacidad
semántica,
el concepto de santidad en el sentido que le estamos dando, así como la
inteligencia y la tecnología, surgieron y evolucionaron a la vez, en un
proceso
de interacción mutua que los amplificó.
El orden social vigente es
sustentado y legitimado por diversos grados de racionalidad, verdad,
sacralidad
o santidad que fluyen desde una fuente última reconocida e indiscutida,
que
Rappaport denomina Postulados Sagrados Fundamentales. Estos
Postulados
aparecen investidos con el carácter de divinidad, ya se
considere que es
específicamente Dios, o determinada concepción de Dios, u otra entidad
que
ocupa su lugar: el Tao, el Pueblo, la Materia, la Razón, etc. En todos
los
casos, hay relatos míticos acerca de las relaciones de estos Postulados
con las
realidades cosmológicas y sociales, políticas y económicas, y de estas
con
aquellos. Así se dotan de sentido –de santidad– recíprocamente,
favoreciendo
la integración del grupo, su modo humano de adaptación. Los miembros de
la
sociedad lo viven intensamente en los rituales, que inducen la
experiencia de
lo sagrado y lo numinoso, una intensa experiencia religiosa del logos
que hace
incuestionables los Postulados Sagrados Fundamentales.
En los procesos concretos
de adaptación de la sociedad humana, en respuesta ante los problemas,
encontramos una escala de modificaciones posibles, básicamente tres: a)
respuestas momentáneas, solo funcionales, que mantienen la estructura
de los
subsistemas y son fácilmente reversibles; b) respuestas que suponen
cambios
estructurales en los subsistemas de finalidad particular, a veces
irreversibles, que no afectan a los sistemas de finalidad general, ni
al
sistema global; y c) respuestas que perturban todo el sistema,
incluyendo la
estructura fundamental de santidad o legitimidad del conjunto.
Lo más normal es que se
efectúen cambios parciales, tendentes a preservar el sistema, y sobre
todo sus
fuentes de santificación. Pero, en ocasiones, si las respuestas no
consiguen
neutralizar las desviaciones, entonces las alteraciones (es decir, las
alternativas)
introducidas pueden llegar a cuestionar los fundamentos mismos de la
sociedad.
La evolución suele ser conservadora, en general, dado el coste que
conllevan
los cambios radicales; aunque impedir todo cambio podría ser igualmente
desastroso.
Las operaciones
reguladoras son siempre complejas y se organizan jerárquicamente como
directrices de generalidad creciente: 1) mandatos u órdenes concretas,
2)
normas generales o leyes, 3) estrategia política, 4) principios, 5)
axiomas
cosmológicos, 6) documentos sagrados, 7) Postulados Sagrados
Fundamentales.
Estos últimos constituyen la regulación de orden supremo, como ya he
dicho,
vinculada con la divinidad, que consagra también la jerarquía de
valores (cfr.
Rappaport 1999: 584-585). El fundamento sagrado originario, inmutable,
inmaterial,
inviste de santidad a los niveles descendentes de la organización
social, más
flexibles; de manera que «las jerarquías adaptativas entre los humanos
son
jerarquías de santidad» (Rappaport 1999: 586). Ante las nuevas
circunstancias
históricas, los Postulados, en sí vacíos de significado material y
enigmáticos,
son objeto de interpretación y reinterpretación, y de este modo pueden
santificar cualesquiera convenciones sociales, aun cuando estas
cambien
continuamente: «las relaciones de la verdad invariable y eterna con la
historia, siempre cambiante, son susceptibles de ser reinterpretadas,
y, a la
luz de la reinterpretación, las reglas sociales e incluso los axiomas
cosmológicos pueden cambiar» (Rappaport 1999: 588). Así, la gestión de
la
«santidad» resulta clave en la adaptación humana y en el sostenimiento
de la
organización social.
La conclusión de Rappaport
es que el mecanismo de la santidad y la santificación, la experiencia
de lo
sagrado y lo numinoso, el mecanismo reconocido de legitimación del
poder en
función de unos postulados últimos incuestionables, en una palabra, la
religión,
es consustancial en todo sistema social humano, como resultado de la
evolución
de la especie. Lo que no es concebible antropológicamente, ni posible,
es una
sociedad desprovista de estructura religiosa –por más que fantaseen con
ello
algunas ideologías–, porque la disposición religiosa forma parte
constitutiva
de la naturaleza biológica y del armazón cultural de la humanidad. Su
posibilidad está inscrita en el genoma de homo sapiens. Y, al
parecer,
cuenta con localizaciones y redes de interacción en el cerebro humano.
Bajo el epígrafe
«cibernética de lo santo», Rappaport detalla el circuito del
funcionamiento de
las jerarquías reguladoras santificadas, que van desde los Postulados
Sagrados
Fundamentales hasta las condiciones sociales y materiales que
determinan el
grado de bienestar de la gente que los acepta y se atiene a ellos.
Pero, en
situaciones de gran inestabilidad, de malestar persistente ante el
fracaso de
las reformas estructurales adaptativas, una parte de la sociedad puede
disentir
de las jerarquías reguladoras y retirarles el reconocimiento de la
santidad que
las investía. La desafección no controlada se traduce en
desacralización, que,
al amplificarse, llegará a provocar el cuestionamiento de los mismos
Postulados
Sagrados Fundamentales, despojados entonces de su santidad. En casos
extremos,
esto puede desembocar en la sustitución de esos postulados, como ocurre
históricamente con la instauración de un régimen revolucionario, o con
la
imposición de un nuevo sistema religioso. En tales contextos, la santidad
se transfiere al nuevo orden implantado y a los nuevos Postulados
Sagrados
Fundamentales que lo sustentan (cfr. Rappaport 1999: 589-600). Será
inútil
buscar una escapatoria, porque la realidad es que la disposición
religiosa,
inherente a nuestra naturaleza, persiste, conserva o transforma el
sistema de
interpretación, reemplaza en parte o en todo las estructuras
socioculturales,
pero nunca desaparece.
La discusión acerca de si
al proceso de adaptación descrito le corresponde, o no, un propósito
final, si
la evolución humana tiene un sentido último, no es ya una cuestión
científica,
sino de índole filosófica. Esto quiere decir que es posible argumentar
en una
línea y en la contraria. De lo que no cabe duda es de que todos estamos
emplazados
a dar una respuesta.
El
concepto de religión debe
ser complejo y transcultural
El
concepto de «religión» tal como se utiliza
habitualmente, incluso por parte de muchos estudiosos, suele incurrir
en un
doble error. Por un lado, se considera que «religión» es solamente la
religión
instituida y organizada, típica de las grandes tradiciones. Por otro
lado, se
da por supuesto que la religión implica siempre la expresa creencia en
Dios (o
dioses) como referente último. A lo primero hay que decir que los
sistemas de
creencias e ideas pueden formar parte de la cultura y de la mentalidad
y el comportamiento
de los grupos y las personas sin tener que aparecer
institucionalizados.
Además, puede haber organizaciones con sistemas de creencias que no se
presentan como religiosas, pero que, sin embargo, objetivamente operan
como
tales. A estas las podemos llamar religiones de sustitución, sucedáneas
o
defectivas, o religiones políticas, o religiones de salvación
terrestre; por
ejemplo, la masonería o los partidos políticos fuertemente
ideologizados.
Respecto a lo segundo, es decir, el carácter divino del axioma
referente
último, el postulado sagrado fundamental (Roy Rappaport), o la fuente
de valor
y sentido, puede concebirse de múltiples maneras. Cambia poco el que se
piense
como personal o como impersonal, como trascendente o como inmanente,
etc. Incluso
el rechazo teórico de una última verdad, lo mismo que la abstención
agnóstica,
no dejan de constituir posiciones de orden filosófico, ideológico,
metafísico,
o sea, de carácter religioso. La indiferencia metafísica y la negación
de la
metafísica son también tomas de posición metafísicas.
Dejemos al
margen las teorías reduccionistas acerca de la
religión y las que adoptan enfoques parciales y manifiestamente
unilaterales.
Lo que nos interesa aquí es avanzar en lo posible hacia una teoría
general de
los sistemas religiosos humanos, una teoría que podríamos calificar de
transcultural y compleja.
Para fundamentarse adecuadamente, la
teoría de la religión debe estar inserta en una teoría antropológica
bien planteada desde el punto de vista epistemológico. Esto significa
que todas
las dimensiones esenciales deben articularse, conformando lo que podría
denominarse el sistema
antrópico. Este incluye:
1. Contemplar la especie
desde la teoría de la evolución y la ecología, teniendo en cuenta los
mecanismos biocerebrales que garantizan la adaptación, que imponen la
adhesión
al grupo y la necesidad de orden.
2. Considerar la sociedad, a
la vez, como población de la especie y como configuración cultural
estudiada
por la antropología social. Los códigos culturales en interacción con
el
ecosistema generan, en su concreción, los sistemas de ideas, las
percepciones e
interpretaciones, los sistemas organizativos, los sistemas normativos
de la
práctica, los sistemas estéticos y religiosos.
3. Atender al individuo visto
por la biología y psicología evolutiva y en su actuación particular,
mediada
culturalmente y por los mecanismos psicoindividuales de orden
cognitivo,
emocional y comportamental.
Al diseñar la teoría de la
religión, tenemos que remontarnos, como ya vimos, a la
naturaleza
biológica de la especie humana, en cuya estructura se seleccionaron
reglas
epigenéticas aplicables universalmente a todos los sistemas de religión
históricos. Ahí se podría analizar cómo se da la articulación entre
naturaleza
y cultura, la continuidad de lo prescrito biológicamente y la
discontinuidad de
lo creado históricamente.
En coherencia con lo anterior, los
basamentos estructurales del fenómeno religioso los podemos descubrir
en tres
escalas de organización interconectadas, pero que no deben confundirse:
– Primero, la religión depende de
resortes de la naturaleza
humana, como hemos señalado, probablemente
consistentes en ciertas reglas epigenéticas con que operan ciertos
circuitos
neurocerebrales, entre ellos quizá el «engrama de la religión».
– Segundo, la religión constituye un universal
cultural, de modo que está presente como subsistema en
todos los
sistemas sociales humanos, si bien en cada uno de ellos se
particulariza a su
modo y evoluciona históricamente.
– Y tercero, la religión aparece
como una dimensión del desarrollo de la personalidad, en la
experiencia
individual moldeada por la cultura y eventualmente creativa, que suele
compartirse en comunidad.
En la realidad de los hechos, solo
existen religiones históricas particulares, igual que solo existen
lenguas
habladas concretas, y en cada caso realmente existente se plasma el
universal
cultural correspondiente.
Todos los sistemas religiosos, con
sus diferencias, son tipos variables pertenecientes al mismo orden,
como
especímenes de la misma especie, que expresan un pluralismo de
posibilidades combinatorias.
Todos dependen de la predisposición de la naturaleza humana, modelada
en el
cuerpo y el cerebro por la evolución. Dependen de una estructura
fundamental
omnipresente, particularizada en toda sociedad humana por las
tradiciones e
instituciones que fraguaron y se transformaron en función de los
acontecimientos históricos.
En el ámbito cultural, la religión
es un sistema específico, un sector del sistema social, aunque, en
ciertos
contextos, tiende a convertirse en una dimensión presente en todos los
comportamientos de la sociedad. Esto último es consistente con la
posibilidad
de que toda actividad humana se relacione con el marco de
significaciones
valoradas, pero a veces conlleva el riesgo del fanatismo y el
totalitarismo.
En lo tocante al sentido último
afirmado, repito que no corresponde resolverlo a ninguna ciencia
empírica. Las
propuestas filosóficas tendrán que debatir, sabiendo que no lo pueden
demostrar, si se trata solo de una proyección del hombre, o si existe
con
independencia de los humanos que lo conciben. Por supuesto, siempre es
un
humano quien afirma el significado y, por tanto, lo proyecta de alguna
manera.
Esto, sin embargo, no puede usarse como argumento concluyente contra la
realidad
del referente, porque es la misma mediación humana que concurre en
cualquier
proceso de significación.
La religión, en sus formas
históricas concretas, representa una creación humana de orden cultural,
del
mismo modo que son creaciones humanas la lengua hablada, el arte y la
técnica,
la política y la economía, la familia, el juego, la literatura, la
música y
todos los demás componentes universales del sistema social, al que, por
cierto,
pertenecen también las teorías científicas. No se puede amputar ninguna
de esas
dimensiones sin que la humanidad sufra menoscabo.
La religión constituye, pues, un
subsistema sociocultural complejo, en sinergia con los restantes
subsistemas
del sistema social. En cuanto cultural, anida en las mentes
individuales. En
cuanto social, interviene activamente en el ámbito de la sociedad donde
los
individuos interactúan de acuerdo con determinadas reglas compartidas.
La actitud religiosa está donde hay
referencia (explícita o implícita) a una fuente de legitimación
(santificación,
adjudicación de sentido), en creencias, vivencias y prácticas
individuales.
Pero estas se inspiran y a la vez se plasman socialmente en sistemas de
verdades (visión del mundo), sistemas rituales y sistemas normativos de
comportamiento ético y político compartidos.
Lo más inmediato es que las
creencias y las normas de carácter objetivamente religioso o espiritual
nos las
imponemos los humanos a nosotros mismos, ante todo porque son
necesarias para
sobrevivir, para vivir y para convivir. No son en absoluto
prescindibles.
Aunque quepa discutir qué normas y qué creencias son las más
aceptables. Frente
a esta cuestión debatida, la doctrinaria ilusión del progresista ateo
puede
resultar tan utópica e incompetente como la obcecación dogmática del
creyente
ultraconservador.
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