Pensar la religión desde la modernidad crítica

5. La religión y la especie humana

PEDRO GÓMEZ




La estructura bioantropológica de la disposición religiosa


Es probable que la filosofía de la religión, tal como se ha formulado hasta hoy, ya no tenga nada interesante que decir en orden a una explicación realista de las religiones. Sus especulaciones sobre la «esencia» de la religión o sobre la «superación científica» de la religión han quedado bastante lejos de lo que observamos en la realidad histórica y de lo que hoy analizan las disciplinas antropológicas. Los defensores de las antiguas esencias metafísicas, de las críticas ideológicas supuestamente ilustradas y de los dogmatismos científicos espurios continuarán repitiendo su discurso, aunque no sean charlatanes de feria. La insuficiencia de su logomaquia está a la vista y su vaniloquio no merece demasiada atención.


La cuestión de fondo es, en definitiva, si existe una bioestructura especializada en los procesos del comportamiento religioso, con base en el nivel genético y con expresión en el nivel neurocerebral, de manera similar a como se han identificado áreas de estructuras neuronales vinculadas con la capacidad para la lengua, la música, o la matemática.


En la neurología y la psicología científica actual, la tendencia predominante asegura que hay numerosos mecanismos neurales del cerebro, o engramas, resultado de la historia evolutiva de la especie. Estos determinismos neurales, para funcionar, están necesitados de incorporar la información del sistema cultural y de interactuar con el sujeto psíquico. En cada faceta de actividad, la conexión con el entorno se efectúa a través de los sistemas perceptivos y bajo supervisión de la conciencia. Una de tales predisposiciones neurocerebrales tiene que ver con la actitud religiosa, que algunos denominan espiritualidad.


Las localizaciones neurales base de la dimensión religiosa operan en el sujeto humano organizando una representación cognitiva de la realidad e induciendo un estado emocional concomitante de carácter «religioso». Esta capacidad de interpretación y sentimiento compartidos, elaborados, transmitidos culturalmente y memorizados por los indi­viduos, sin duda dotó al grupo humano de ventajas en la producción de respuestas adaptativas, desde tiempo ancestral. Aunque posiblemente esto sea una simplificación y el fenómeno sea mucho más complejo.


En cualquier contexto histórico dado, la correspondencia del comportamiento religioso y del sentido que afirma con unos funda­mentos últimos nunca es objetivable, ni en el caso de las religiones organizadas, ni en el de las religiones informales, ni en el de las ideologías que hacen las veces de religión. Siempre se trata de una interpretación más o menos coherente con lo conocido y abierta a lo desconocido. No porque sea ilusoria o una proyección del deseo o del miedo, que puede serlo, sino porque en ningún caso es demostrable apodícticamente. Lo cual no impide que sea argumentable, como hacen ver los autores que han analizado racionalmente la religión y concluyen que responde a una posibilidad humana con sentido, que no excluye la congruencia con los resultados de la ciencia y con las exigencias de la filosofía (cfr. Monserrat 2013a, 2014a, 2015a). La humanidad primitiva habría intuido ya esa posibilidad de sentido, reelaborada luego por las religiones de las sociedades históricas.


Ante la multiplicidad de respuestas potenciales inherentes a la capacidad de reacción «natural» humana frente a las situaciones de la vida (que a menudo supone la ausencia de una respuesta adecuada prevista), las tradiciones culturales del grupo y, entre ellas, especialmente la religión, ofrecen modelos de identificación o solución, marcados con grados variables de valor o de antivalor: unos para imitar, otros para rehuir. Así, los impulsos ciegos de raíz biológica no se expresan nunca directamente, sino que son mediados y encauzados socioculturalmente. Estos «impulsos», de índole cognitiva, emocional y práctica, arrancan de predisposiciones, propensiones automáticas y esquemas de reacción inconscientes, pero que son susceptibles de remodelación, reorientación, com­plejificación y humanización por parte de la cultura y de la con­ciencia personal.



La religión producto de la evolución por ‘selección de grupo’


El fenómeno de la religión lo encontramos siempre del lado de la cultura, pero posee raíces más profundas, inherentes a la naturaleza de nuestra especie humana. En efecto, el biólogo evolucionista Edward O. Wilson, en su libro Sobre la naturaleza humana, en su afán por naturalizar el hecho religioso, llega a afirmar que «la predisposición a la creencia religiosa es la fuerza más poderosa y compleja de la mente humana y con toda probabilidad una parte inseparable de la naturaleza humana» (E. O. Wilson 1978: 238). Y así lo reitera con contundencia, en Consiliencia. La unidad del conocimiento: «Existe una naturaleza humana basada en la biología, y es relevante para la ética y la religión» (E. O. Wilson 1998: 386). De alguna manera, por tanto, la religión se inserta en las estructuras generales provistas por el cerebro en cuanto órgano neurobiológico típico de nuestra naturaleza. Lo que no equivale, en absoluto, a decir que ahí esté preprogramado ningún contenido religioso particular. Hay que pensar que lo que esas estructuras neuronales imponen al mito, al rito o a la ética es análogo a lo que el mismo cerebro impone al lenguaje articulado o a la música, a saber, esquemas y reglas sin las que no podría existir, pero radicalmente insuficientes para que exista. Esto únicamente se alcanza en cuanto realización sociocultural.


Desde el punto de vista de la neurobiología y la sociobiología, más allá de los datos que proporciona la información sensorial ordinaria, entra en acción la actividad cerebral humana que imagina y produce historias sin cesar: «De modo análogo, la mente siempre creará moral, religión y mitología, y las dotará de fuerza emocional. Cuando se eliminan las ideologías ciegas y las creencias religiosas, otras se manu­facturan rápidamente como sustitutos» (Wilson 1978: 278). La razón es que hay prediseñada una propensión bioantropológica ineluctable, con independencia de los contenidos concretos que se elaboren en cada sistema sociocultural y en cada época histórica particular. Así que hay una subestructura subyacente, específicamente humana, ya constituida y que permanece a través de todos los cambios:


«El proceso mental de la creencia religiosa –la consagración de la identidad personal y de grupo– representa predisposiciones progra­madas cuyos componentes autosuficientes se incorporaron al aparato neural del cerebro a lo largo de millares de generaciones de evolución genética. Como tales son poderosas, no se las puede erradicar, y se encuentran en el centro de la existencia humana» (E. O. Wilson 1978: 286).


Edward O. Wilson, por consiguiente, asevera la existencia de un fundamento natural del comportamiento religioso; aunque, como ya expuse en un capítulo anterior, toma pie en su naturaleza evolutiva para plantear la crítica a la religión. Para entender mejor su planteamiento, hay que conocer cómo matiza la teoría de la evolución. En el terreno científico, adopta una posición crítica frente a algunas de las formulaciones de la teoría evolutiva. En su obra La conquista social de la tierra, sostiene que la «selección de parentesco» como favorecedora del altruismo y de la eficacia biológica inclusiva, y supuesta clave de la evolución humana, se ha demostrado actualmente como una hipótesis incorrecta y, por ende, obsoleta (cfr. E. O. Wilson 2012: 70-71). Cree además que tampoco es defendible la «selección individual» como único motor de la dinámica evolutiva. La nueva teoría, que él denomina de la «evolución eusocial», es la que proporciona la mejor explicación para el origen de la sociedad humana, al combinar el impulso de la «selección individual» con la «selección de grupo», siendo esta la que actúa sobre rasgos de un grupo humano como un todo, y así mejora la cooperación y lo favorece en su competencia con otros grupos.


Los rasgos genéticos que cohesionan al grupo (la eusocialidad) le permiten «crear formas más complejas de organización social» (E. O. Wilson 2012: 172), más allá del «gen egoísta» individual –en contra de Richard Dawkins– y más allá del ámbito del parentesco. Mediante mutación o inmigración de variantes génicas, se van consolidando unos alelos nuevos caracterizados por preadaptaciones emergentes. Y estos, ante las presiones ambientales, promueven la consolidación de un sistema eusocial.


Los contenidos cognitivos y emocionales, o los diferentes papeles, no están determinados genéticamente, ni neuralmente, pero sí lo está la predisposición a producirlos de manera especializada y compleja. Por esta vía, la especie humana alcanzó su condición social singular, es decir, la naturaleza humana capaz de combinar en un mismo proceso lo genético/neuronal y lo cultural.


Estoy ampliando aquí lo ya expuesto sobre Wilson en el capítulo segundo. El autor se esfuerza por dar una definición clara de «naturaleza humana».  Señala que no consiste en el código genético, por más que se sustente en él; ni tampoco se identifica con el conjunto de los universales culturales elucidados por la antropología social. Entre aquel y estos, la naturaleza humana hereditaria radica en las reglas, genéticamente pres­critas que crean como resultado las estructuras culturales uni­versales:


«La naturaleza humana son las regularidades heredadas del desa­rrollo mental común a nuestra especie. Son las ‘reglas epigenéticas’, que evolucionaron por la interacción de la evolución genética y cultural que tuvo lugar a lo largo de un prolongado período en la prehistoria profunda. Estas reglas son los sesgos genéticos en la manera en que nuestros sentidos perciben el mundo, la codificación simbólica mediante la cual representamos el mundo, las opciones que automáticamente nos abrimos a nosotros mismos, y las respuestas que encontramos que son las más fáciles y más gratificantes de hacer» (E. O. Wilson 2012: 227-228).


Esto significa que las reglas epigenéticas, innatas, crean compor­tamientos que no son innatos, sino aprendidos. El aprendizaje se realiza en un proceso «preparado», o sea, en virtud de unas predisposiciones naturales, biopsíquicas, neurocerebrales, constituidas por esas reglas epigenéticas, resultantes de una coevolución de los genes y la cultura en interacción.


Lo mismo que ese tipo de «mecanismos subyacentes» no imponen una gramática única en el caso de la lengua hablada, tampoco imponen un modelo universal para la religión. Esto es, lo que imponen universalmente es que haya una religión, o que haya una lengua. Las reglas epigenéticas de cada modalidad operan en un entorno social, donde entran en juego con patrones de uso que se van reforzando por la propensión a imitar a los demás. Esta última es un factor que influye decisivamente en la variabilidad cultural de las configuraciones concretas que se producen.


Este mismo enfoque teórico, que analiza los fundamentos evo­lutivos de la naturaleza humana, es el que utiliza Wilson para explicar los orígenes de la religión. La disposición religiosa se originó a consecuencia de la selección de grupo, que fue decisiva para la consolidación de la cultura compleja de homo sapiens, por cuanto favorecía «la unidad y la coope­ración en el seno del grupo» (E. O. Wilson 2012: 261), presumiblemente en combinación con otros factores.


En el capítulo 25 de La conquista social de la tierra, el autor se dedica a explicar la dimensión religiosa «como producto de la evolución mediante la selección natural» (E. O. Wilson 2012: 297). Llama la atención que, a diferencia de lo que hace en los demás capítulos, en este adopte, desde el inicio, una postura polémica contra la religión, en particular la «religión organizada», después de remontarse hasta sus orígenes pre­históricos.


Establece una contraposición tajante entre «creyentes religiosos» y «científicos laicos», una oposición mal fundamentada, puesto que, a todas luces, entre los científicos hay laicos, pero también hay creyentes. Además, prosigue con una argumentación un tanto atropellada y superficial, que mezcla indiscriminadamente elementos de ciencia, filo­sofía y teología, contraviniendo la debida neutralidad científica en temas ideológicos.


Para Wilson, la especificidad de la religión reside en su aportación al fortalecimiento del espíritu tribal, como un aspecto de la selección de grupo: «La religión organizada es una expresión del tribalismo», es decir, de un grupo que comparte sus relatos sobre el origen, sus sentimientos de pertenencia ritualizados y sus preceptos morales, de modo que así se refuerza. Pero pone una objeción: «el poder de las religiones organizadas se basa en su contribución al orden social y a la seguridad personal, no a la búsqueda de la verdad» (E. O. Wilson 2012: 301). Y este objetivo lo consigue por medio de la sumisión al bien común de la tribu, asociado con la divinidad.


«Pero quizá no se trate de otra cosa que de una tribu unida por un mito creacionista. Si es esto último, la fe religiosa se interpreta mejor como una trampa invisible e inevitable durante la historia biológica de nuestra especie» (E. O. Wilson 2012: 310).


En consecuencia, el mecanismo de la religión surgió como efecto de la selección de grupo, en la competición de una tribu con otra. Por nues­tra parte, no tenemos el menor inconveniente en aceptar que la religión se explique por evolución natural y que obedezca a unas reglas epige­néticas. Pero no está claro por qué esto invalida la religión o la convierte en una «trampa», como pretende Wilson. Porque los universales de la lengua, las artes y la misma ciencia se explican igualmente por evolución genética y epigenética, sin que se pueda decir que este hecho las invalide. El pretendido argumento resulta incon­sistente y falaz.


Nuestro autor insiste, sin embargo, en atribuir un carácter irracional, ilusorio y patológico a todos los relatos míticos y las experiencias vividas de las religiones tradicionales. Tampoco negamos que tal cosa ocurra en determinados casos, si bien esto supone que hemos saltado ya al campo cultural. Edward Wilson, educado al sur de los Estados Unidos en una iglesia evangélica bautista, de signo fundamentalista, interpreta literal­mente los textos bíblicos que cita, demostrando que no ha entendido nada de la exégesis simbólica. A la vez, observamos cómo omite por completo los planteamientos de los filósofos y los teólogos concer­nientes a la religión, cuya elaboración racional no cabe negar y cuya pertenencia a la religión organizada está fuera de duda. De este modo, esquiva todo debate teórico, mientras nos expone verdaderas caricaturas históricas con las que intenta dar cuenta de la evolución cultural y de los supuestos pasos que condujeron a las religiones mundiales de hoy.


Pero ese despliegue en el terreno histórico no agrega mayor clarificación y profundidad sobre la selección de los mecanismos que, según su teoría, soportan el comportamiento religioso, tendente al mantenimiento de la unidad tribal, la estabilidad y la paz social e individual. Asimismo nos deja en la oscuridad, sin responder a la pregunta obvia sobre la escala de operatividad del mecanismo. Él lo ancla en la tribu, pero evidentemente existía antes de la organización tribal, en las bandas primitivas. Y funcionó igualmente en los sistemas de jefatura, en los Estados y los imperios, antiguos o modernos . Y no sabemos si será ampliable, como él mismo parece sugerir en un mo­mento, hasta la escala de la humanidad en su conjunto.


Si las reglas epigenéticas del comportamiento religioso admiten múltiples maneras de lograr beneficios para la humanidad (sin ignorar las perversiones históricas), la cuestión no se resuelve con la des­calificación radical de los sistemas religiosos que, dada la naturaleza humana, continuarían produciéndose. El proyecto de Wilson es sustituir el relato creacionista por el relato neodarwinista de la teoría de la evolución del universo, la vida y el hombre, elevándolo a la categoría de mito. Pero este es el punto donde confunde los planos, desborda el umbral de la ciencia y cae en un cientificismo deplorable. En cuanto teoría científica, el evolucionismo no dice nada del sentido de la evolución, ni sobre una posible verdad última del universo y la historia humana. A este tipo de preguntas solo se puede responder con razo­namientos filosóficos, sean teístas, ateos o agnósticos. Es legítimo que cada uno sustente los que le parezcan más convincentes. En nuestra moderna era de la ciencia, la única condición sería que no sean incompatibles con el estado actual de los conocimientos científicos. En rigor, estos están epistemológicamente obligados a ser religiosamente neutrales y abstenerse de pronunciamientos metafísicos sobre el enigma último de la realidad.


En fin, parece indiscutible que la dimensión «religiosa» forma parte integrante de las estructuras de la naturaleza humana. Entonces, lo que tenemos que dilucidar no se refiere a si alguien es, o no, religioso, sino cuál es su religión cultural y personalmente, se llame como se llame, e incluso cuando no tenga nombre y se la niegue expresamente. Porque una conclusión que se sigue de las investigaciones en neurología y sociobiología es que, para nuestra especie, todo modo de vida moviliza aspectos religiosos, con una necesidad tan intrínseca como la que lleva a desarrollar técnicas y lenguajes. De ahí que el comportamiento religioso, en sentido genérico, se encuentre entre el repertorio de los comportamientos humanos, aun en el caso de quienes, en el plano consciente, no se identifican con ningún sistema concreto, o rechazan airadamente cualquier religión organizada. Podríamos compararlo con la música, otra dimensión que forma parte de la naturaleza humana: no habrá nadie totalmente insensible a la música y que no haya cantado alguna vez, sin necesidad de saber solfeo, pertenecer a un coro, o tocar un instrumento.


 

La religión en la adaptación de la especie humana


La evolución hacia nuestra especie, mediante el proceso de hominización y sapientización, está a la base de las características constitutivas de la «naturaleza humana». Esta impone la necesidad de organizar la vida de los grupos sociales conforme a una visión del mundo y unos modos de interacción con el entorno y con los demás congéneres, en virtud de ciertos mecanismos y aprendizajes adaptativos específicamente humanos. Entre las «propiedades adaptativas universales» y privativas de la especie humana, la más destacada es la capacidad para el lenguaje de doble articulación, si bien este debe concretarse en un sistema particular de la lengua, configurado socialmente. Pues bien, igual que ocurre con la lengua hablada, la capacidad religiosa no precontiene ninguna religión natural, sino que el sistema religioso se particulariza en las sociedades históricas. Por consiguiente, debemos entender que donde está la humanidad estará necesariamente lo que denominamos religión; y viceversa.


Sobre la base de estos mecanismos adaptativos, lo que varía es la modalidad de su discurso, sus prácticas y su funcionalidad. Es interesante considerar la obra de Roy Rappaport, Ritual y religión en la formación de la humanidad (1999), para pensar a fondo las implicaciones de la dimensión religiosa como respuesta adaptativa.


Los conceptos religiosos, como lo sagrado y lo numinoso, intervienen en un doble nivel: 1) en las propiedades universales de adap­tación de la especie en cuanto disposición producto de la evolución biológica; y 2) en los procesos particulares de adaptación de las unidades sociales humanas a lo largo de la historia cultural, en la que se configuran sistemas religiosos. De manera que lo biológico y lo cultural cooperan en la elaboración de respuestas adaptativas ante las perturbaciones concurrentes.


Este tipo de respuestas es común a toda la humanidad y privativo de ella. La adaptación humana se caracteriza por una gran flexibilidad que se ha desarrollado gracias al lenguaje, el rasgo humano por anto­nomasia:


«La posesión del lenguaje no solo permite sino que obliga a los grupos humanos a estipular lingüísticamente las reglas y la mayor parte de las interpretaciones con arreglo a las cuales viven. Las normas e interpretaciones de los grupos humanos no están genética sino solo convencionalmente especificadas, y pueden así ser modificadas e incluso cambiadas de forma relativamente rápida y fácil» (Rappaport 1999: 570).


No obstante esa enorme eficiencia del lenguaje humano, este se ve aquejado por dos graves problemas capaces de interferir y alterar su función social. Radican en la posibilidad de enunciar la mentira y de for­mular la alternativa.


La mentira desconecta los signos de sus significados propios. La mentira pone en cuestión no solo la veracidad de un mensaje, sino la credibilidad de la comunicación y hasta la fiabilidad de las relaciones sociales. Al introducir la falsedad, las respuestas se alteran, se vuelven cada vez más impredecibles, arbitrarias e inadaptadas, y así desencadenan peligros para el orden de la sociedad y para la misma supervivencia. ¿Cómo dotar de confianza a los mensajes? Deben aparecer asociados a instancias compartidas en la creencia y en el ritual, basadas finalmente en unos postulados incuestionables, que santifiquen esos mensajes. En este sentido, «santificar es certificar», «santificar mensajes es certi­ficarlos»; de este modo no se elimina la mentira, pero se limita su alcance. En la vida social, «las verdades santificadas constituyen la categoría dominante en la clase de las verdades convencionales, aquellas cuya validez depende de su aceptación» (Rappaport 1999: 572).


A la par que los programas de determinación genética del comportamiento fueron retrocediendo, la evolución humana los susti­tuyó por patrones de comportamiento estipulados culturalmente, o sea, verbalmente.  Entonces, se instituyó la «santidad» como recurso que certificaba la fiabilidad de la información cultural, en sí cuestionable, «mediante su asociación con unos postulados incuestionables», reco­nocidos por todos, reforzando así la capacidad adaptativa de la sociedad.


El segundo problema inherente al lenguaje es la alternativa, puesto que los humanos son capaces de imaginar y formular fácilmente conven­ciones diferentes a las establecidas, y creer que son mejores. Con esto, quizá se acelere el proceso de adaptación, pero ciertamente aumentan las posibilidades de desorden y confusión: «La concepción de una alter­nativa deseada puede ser el primer paso hacia su realización; es también probable que sea el primer paso hacia el desbaratamiento de lo existente» (Rappaport 1999: 573). Por eso, los sistemas socioculturales siempre se protegen frente a los excesos imaginativos y lingüísticos, para lo cual constituyen y sacralizan La Palabra, como Logos incuestionable, in­va­riable, canónico.


«La capacidad de variación o alternativa que el lenguaje da a la especie es ordenada por la santidad, ella misma producto del lenguaje. La flexibilidad no es ni versatilidad ni una simple transformación o producto de la versatilidad. Es un producto de la versatilidad y de la ordenación. Si se deja desordenada, la versatilidad que fluye de los ricos y variados pensa­mientos, los propósitos y las capacidades de cualquier población no proporciona una base para el Logos, sino un depósito de doxa e idia phrónesis. Las innumerables posibilidades inherentes a las palabras y a sus combinaciones son constreñidas, reducidas y ordenadas por una incues­tionable Palabra enunciada en el canon aparentemente invariable del ritual. La santidad pone orden en una versatilidad que de otra manera podría producir caos» (Rappaport 1999: 574).


La atribución de santidad (y, por ende, legitimidad) a los patrones de comportamiento compartidos socialmente contrarresta los graves peligros que la alternativa y la mentira entrañan para la sociedad y para la humanidad. Por eso, la noción de lo sagrado es tan antigua como el lenguaje. En la antropogénesis, la capacidad semántica, el concepto de santidad en el sentido que le estamos dando, así como la inteligencia y la tecnología, surgieron y evolucionaron a la vez, en un proceso de inte­racción mutua que los amplificó.


El orden social vigente es sustentado y legitimado por diversos grados de racionalidad, verdad, sacralidad o santidad que fluyen desde una fuente última reconocida e indiscutida, que Rappaport denomina Postulados Sagrados Fundamentales. Estos Postulados aparecen investidos con el carácter de divinidad, ya se considere que es específicamente Dios, o determinada concepción de Dios, u otra entidad que ocupa su lugar: el Tao, el Pueblo, la Materia, la Razón, etc. En todos los casos, hay relatos míticos acerca de las relaciones de estos Postulados con las realidades cosmológicas y sociales, políticas y económicas, y de estas con aquellos. Así se dotan de sentido –de santidad– recíprocamente, favore­ciendo la integración del grupo, su modo humano de adaptación. Los miembros de la sociedad lo viven intensamente en los rituales, que inducen la experiencia de lo sagrado y lo numinoso, una intensa ex­periencia religiosa del logos que hace incuestionables los Postulados Sagrados Fundamentales.


En los procesos concretos de adaptación de la sociedad humana, en respuesta ante los problemas, encontramos una escala de modificaciones posibles, básicamente tres: a) respuestas momentáneas, solo funcionales, que mantienen la estructura de los subsistemas y son fácilmente re­versibles; b) respuestas que suponen cambios estructurales en los subsistemas de finalidad particular, a veces irreversibles, que no afectan a los sistemas de finalidad general, ni al sistema global; y c) respuestas que perturban todo el sistema, incluyendo la estructura fundamental de santidad o legitimidad del conjunto.


Lo más normal es que se efectúen cambios parciales, tendentes a preservar el sistema, y sobre todo sus fuentes de santificación. Pero, en ocasiones, si las respuestas no consiguen neutralizar las desviaciones, entonces las alteraciones (es decir, las alternativas) introducidas pueden llegar a cuestionar los fundamentos mismos de la sociedad. La evolución suele ser conservadora, en general, dado el coste que conllevan los cambios radicales; aunque impedir todo cambio podría ser igualmente desastroso.


Las operaciones reguladoras son siempre complejas y se organizan jerárquicamente como directrices de generalidad creciente: 1) mandatos u órdenes concretas, 2) normas generales o leyes, 3) estrategia política, 4) principios, 5) axiomas cosmológicos, 6) documentos sagrados, 7) Pos­tulados Sagrados Fundamentales. Estos últimos constituyen la regu­lación de orden supremo, como ya he dicho, vinculada con la divinidad, que consagra también la jerarquía de valores (cfr. Rappaport 1999: 584-585). El fundamento sagrado originario, inmutable, inma­terial, inviste de santidad a los niveles descendentes de la organización social, más flexibles; de manera que «las jerarquías adaptativas entre los humanos son jerarquías de santidad» (Rappaport 1999: 586). Ante las nuevas circunstancias históricas, los Postulados, en sí vacíos de significado material y enigmáticos, son objeto de interpretación y reinterpretación, y de este modo pueden santificar cualesquiera conven­ciones sociales, aun cuando estas cambien continuamente: «las relaciones de la verdad invariable y eterna con la historia, siempre cambiante, son susceptibles de ser reinterpretadas, y, a la luz de la reinterpretación, las reglas sociales e incluso los axiomas cosmológicos pueden cambiar» (Rappaport 1999: 588). Así, la gestión de la «santidad» resulta clave en la adaptación hu­mana y en el sostenimiento de la organización social.


La conclusión de Rappaport es que el mecanismo de la santidad y la santificación, la experiencia de lo sagrado y lo numinoso, el mecanismo reconocido de legitimación del poder en función de unos postulados últimos incuestionables, en una palabra, la religión, es consustancial en todo sistema social humano, como resultado de la evolución de la especie. Lo que no es concebible antropológicamente, ni posible, es una sociedad desprovista de estructura religiosa –por más que fantaseen con ello algunas ideologías–, porque la disposición religiosa forma parte constitutiva de la naturaleza biológica y del armazón cultural de la humanidad. Su posibilidad está inscrita en el genoma de homo sapiens. Y, al parecer, cuenta con localizaciones y redes de interacción en el cerebro humano.


Bajo el epígrafe «cibernética de lo santo», Rappaport detalla el cir­cuito del funcionamiento de las jerarquías reguladoras santificadas, que van desde los Postulados Sagrados Fundamentales hasta las condiciones sociales y materiales que determinan el grado de bienestar de la gente que los acepta y se atiene a ellos. Pero, en situaciones de gran ines­tabilidad, de malestar persistente ante el fracaso de las reformas estructurales adaptativas, una parte de la sociedad puede disentir de las jerarquías reguladoras y retirarles el reconocimiento de la santidad que las investía. La desafección no controlada se traduce en desacralización, que, al amplificarse, llegará a provocar el cuestionamiento de los mismos Postulados Sagrados Fundamentales, despojados entonces de su san­tidad. En casos extremos, esto puede desembocar en la sustitución de esos postulados, como ocurre históricamente con la instauración de un régimen revolucionario, o con la imposición de un nuevo sistema religioso. En tales contextos, la santidad se transfiere al nuevo orden implantado y a los nuevos Postulados Sagrados Fundamentales que lo sustentan (cfr. Rappaport 1999: 589-600). Será inútil buscar una escapatoria, porque la realidad es que la disposición religiosa, inherente a nuestra naturaleza, persiste, conserva o transforma el sistema de interpretación, reemplaza en parte o en todo las estructuras sociocul­turales, pero nunca desaparece.


La discusión acerca de si al proceso de adaptación descrito le corresponde, o no, un propósito final, si la evolución humana tiene un sentido último, no es ya una cuestión científica, sino de índole filosófica. Esto quiere decir que es posible argumentar en una línea y en la contraria. De lo que no cabe duda es de que todos estamos emplazados a dar una respuesta.



El concepto de religión debe ser complejo y transcultural


El concepto de «religión» tal como se utiliza habitualmente, incluso por parte de muchos estudiosos, suele incurrir en un doble error. Por un lado, se considera que «religión» es solamente la religión instituida y organizada, típica de las grandes tradiciones. Por otro lado, se da por supuesto que la religión implica siempre la expresa creencia en Dios (o dioses) como referente último. A lo primero hay que decir que los sistemas de creencias e ideas pueden formar parte de la cultura y de la mentalidad y el comportamiento de los grupos y las personas sin tener que aparecer institucionalizados. Además, puede haber organizaciones con sistemas de creencias que no se presentan como religiosas, pero que, sin embargo, objetivamente operan como tales. A estas las podemos llamar religiones de sustitución, sucedáneas o defectivas, o religiones políticas, o religiones de salvación terrestre; por ejemplo, la masonería o los partidos políticos fuertemente ideologizados. Respecto a lo segundo, es decir, el carácter divino del axioma referente último, el postulado sagrado fundamental (Roy Rappaport), o la fuente de valor y sentido, puede concebirse de múltiples maneras. Cambia poco el que se piense como personal o como impersonal, como trascendente o como inmanente, etc. Incluso el rechazo teórico de una última verdad, lo mismo que la abstención agnóstica, no dejan de constituir posiciones de orden filosófico, ideológico, metafísico, o sea, de carácter religioso. La indiferencia metafísica y la negación de la metafísica son también tomas de posición metafísicas.


Dejemos al margen las teorías reduccionistas acerca de la religión y las que adoptan enfoques parciales y manifiestamente unilaterales. Lo que nos interesa aquí es avanzar en lo posible hacia una teoría general de los sistemas religiosos humanos, una teoría que podríamos calificar de transcultural y compleja.


Para fundamentarse adecuadamente, la teoría de la religión debe estar inserta en una teoría antropológica bien planteada desde el punto de vista epistemológico. Esto significa que todas las dimensiones esenciales deben articularse, conformando lo que podría denominarse el sistema antrópico. Este incluye:


1. Contemplar la especie desde la teoría de la evolución y la ecología, teniendo en cuenta los mecanismos biocerebrales que garantizan la adaptación, que imponen la adhesión al grupo y la necesidad de orden.


2. Considerar la sociedad, a la vez, como población de la especie y como configuración cultural estudiada por la antropología social. Los códigos culturales en interacción con el ecosistema generan, en su concreción, los sistemas de ideas, las percepciones e interpretaciones, los sistemas organizativos, los sistemas normativos de la práctica, los sistemas estéticos y religiosos.


3. Atender al individuo visto por la biología y psicología evolutiva y en su actuación particular, mediada culturalmente y por los mecanismos psicoindividuales de orden cognitivo, emocional y comportamental.


Al diseñar la teoría de la religión, tenemos que remontarnos, como ya vimos, a la naturaleza biológica de la especie humana, en cuya estructura se seleccionaron reglas epigenéticas aplicables universalmente a todos los sistemas de religión históricos. Ahí se podría analizar cómo se da la articulación entre naturaleza y cultura, la continuidad de lo prescrito biológicamente y la discontinuidad de lo creado históri­camente.


En coherencia con lo anterior, los basamentos estructurales del fenómeno religioso los podemos descubrir en tres escalas de organi­zación interconectadas, pero que no deben confundirse:


– Primero, la religión depende de resortes de la naturaleza humana, como hemos señalado, probablemente consistentes en ciertas reglas epi­genéticas con que operan ciertos circuitos neurocerebrales, entre ellos quizá el «engrama de la religión».


– Segundo, la religión constituye un universal cultural, de modo que está presente como subsistema en todos los sistemas sociales humanos, si bien en cada uno de ellos se particulariza a su modo y evoluciona históricamente.


– Y tercero, la religión aparece como una dimensión del desarrollo de la personalidad, en la experiencia individual moldeada por la cultura y eventualmente creativa, que suele compartirse en comunidad.


En la realidad de los hechos, solo existen religiones históricas particulares, igual que solo existen lenguas habladas concretas, y en cada caso realmente existente se plasma el universal cultural correspondiente.


Todos los sistemas religiosos, con sus diferencias, son tipos varia­bles pertenecientes al mismo orden, como especímenes de la misma especie, que expresan un pluralismo de posibilidades combinatorias. Todos dependen de la predisposición de la naturaleza humana, modelada en el cuerpo y el cerebro por la evolución. Dependen de una estructura fundamental omnipresente, particularizada en toda sociedad humana por las tradiciones e instituciones que fraguaron y se transformaron en función de los acontecimientos históricos.


En el ámbito cultural, la religión es un sistema específico, un sector del sistema social, aunque, en ciertos contextos, tiende a convertirse en una dimensión presente en todos los comportamientos de la sociedad. Esto último es consistente con la posibilidad de que toda actividad humana se relacione con el marco de significaciones valoradas, pero a veces conlleva el riesgo del fanatismo y el totalitarismo.


En lo tocante al sentido último afirmado, repito que no corresponde resolverlo a ninguna ciencia empírica. Las propuestas filosóficas tendrán que debatir, sabiendo que no lo pueden demostrar, si se trata solo de una proyección del hombre, o si existe con independencia de los humanos que lo conciben. Por supuesto, siempre es un humano quien afirma el significado y, por tanto, lo proyecta de alguna manera. Esto, sin embargo, no puede usarse como argumento concluyente contra la reali­dad del referente, porque es la misma mediación humana que concurre en cualquier proceso de significación.


La religión, en sus formas históricas concretas, representa una creación humana de orden cultural, del mismo modo que son creaciones humanas la lengua hablada, el arte y la técnica, la política y la economía, la familia, el juego, la literatura, la música y todos los demás componentes universales del sistema social, al que, por cierto, pertenecen también las teorías científicas. No se puede amputar ninguna de esas dimensiones sin que la humanidad sufra menoscabo.


La religión constituye, pues, un subsistema sociocultural complejo, en sinergia con los restantes subsistemas del sistema social. En cuanto cultural, anida en las mentes individuales. En cuanto social, interviene activamente en el ámbito de la sociedad donde los individuos interactúan de acuerdo con determinadas reglas compartidas.


La actitud religiosa está donde hay referencia (explícita o implícita) a una fuente de legitimación (santificación, adjudicación de sentido), en creencias, vivencias y prácticas individuales. Pero estas se inspiran y a la vez se plasman socialmente en sistemas de verdades (visión del mundo), sistemas rituales y sistemas normativos de comportamiento ético y polí­tico compartidos.


Lo más inmediato es que las creencias y las normas de carácter objetivamente religioso o espiritual nos las imponemos los humanos a nosotros mismos, ante todo porque son necesarias para sobrevivir, para vivir y para convivir. No son en absoluto prescindibles. Aunque quepa discutir qué normas y qué creencias son las más aceptables. Frente a esta cuestión debatida, la doctrinaria ilusión del progresista ateo puede resultar tan utópica e incompetente como la obcecación dogmática del creyente ultraconservador.