Pensar la religión desde la modernidad crítica

6. La religión y la sociedad humana

PEDRO GÓMEZ




La religión como subsistema del sistema sociocultural


El punto de vista sobre la religión, en este capítulo, no es ya el de la base genética, epigenética o neurocerebral, sino el del estudio de las estructuras propiamente antroposociales, construidas como sistema cultural en la sociedad humana. Para este estudio, hacen falta las herramientas de las ciencias humanas, hasta donde estas lleguen. A partir de los resultados, quedará abierto el debate, en el plano filosófico y teológico, ético y político, entre las diferentes interpretaciones del mundo y entre los respectivos significados pragmáticos implicados; también con respecto a su valoración. Pero esto, repito, ya no es ciencia empírica.


La antropología social, en cuanto disciplina científica, considera la religión como un universal cultural, parte constitutiva del sistema social, a la vez que elemento de la estructura de la mente humana. Ahora bien, la religión la encontramos siempre en una abigarrada diversidad de formas históricas concretas. Lo mismo que hay un universal cultural lingüístico, pero no existe una única lengua de la humanidad, tampoco hay una sola religión de la humanidad, sino miles de religiones. No obstante, todos los sistemas religiosos son susceptibles de estudiarse con un enfoque unitario, es decir, dentro del marco de una teoría general de la religión.


De hecho, los sistemas religiosos tradicionales, en general, aparecen distribuidos por áreas geográficas, manifestando cómo la variabilidad religiosa se corresponde con la multiplicidad de sistemas socioculturales aparecidos en el curso de la historia. Los sistemas religiosos, como entramado de «memes» conformado en una sociedad, no permanecen inmutables, sino que cambian con el tiempo para adaptarse a los cambios sobrevenidos. Con frecuencia, los rasgos fluyen también de una sociedad a otras, se recombinan, llegan a ser hegemónicos, a veces decaen y terminan por desaparecer sustituidos por otros. Las grandes tradiciones nunca son sistemas herméticamente cerrados; en su origen, proceden del mestizaje y mantienen cierta apertura a la evolución cultural. Por eso, tanto en el plano teórico como en el terreno fáctico, resulta improcedente considerar la tradición como un sistema completamente aislado y homogéneo. Toda tradición se interrelaciona con otras, comporta una gran diferenciación interna y está afectada por tendencias subyacentes en todas partes, lo cual no impide que cada gran religión constituya históricamente un sistema.


La religión presupone el reconocimiento de la vinculación genómica con la especie y la vida, la pertenencia física a la Tierra y al cosmos; se organiza en el contexto social y en la intimidad mental. Y se cifra en otorgar significado a todo ello. Los significados se hallan sistematizados en los códigos del mito, del rito y de la ética.


La definición de religión no admite una fórmula exacta y definitiva. Permanece como un foco virtual al que todas las definiciones apuntan asintóticamente, si bien no todas con igual acierto. Es probable que tenga que ver con la interpretación última de lo real, que remite a otro nivel respecto a la mirada ordinaria, inmediata o sensible; esta interpretación sirve de base a la valoración del mundo, que instaura jerarquías de importancia mayor o menor.


Algunos han discutido la cuestión de si la religión constituye un subsistema o sector particular de la sociedad, o más bien una orientación o un aspecto de las distintas actividades sociales. De tal manera que habría mito religioso, ceremonia religiosa, literatura religiosa, pintura religiosa, arte sacro, ética o política confesional, pero se darían esos mismos componentes sin estar marcados por la connotación religiosa. No parecen consideraciones excluyentes. Lo característico de la religión radica en cierta marca significativa de prestigio, que suele ser categorizada en último término como lo sagrado, lo excelso, lo divino, muy probablemente en la línea de lo que Roy Rappaport denominó «postulados sagrados fundamentales» (Rappaport 1999). En consecuencia, es coherente pensar la religión como un sistema delimitable, aunque no haya que dar por sentado que sus límites coincidan con los que la gente entiende de ordinario. En la observación de los hechos, aparece como una maraña de relatos míticos, actuaciones rituales, procederes éticos, obras artísticas y prácticas políticas, que interactúan de manera más o menos sistemática, sustentando siempre una «visión del mundo». Pero se trata no solo de una visión del mundo en la que se inscriben saberes codificados míticamente, sino de una experiencia de pertenencia común, expresada en ritos ceremoniales, así como una modelación del comportamiento conforme a normas de acción consagradas.


Toda religión consta de un conjunto de mediaciones (mitos, ritos, prácticas éticas, organización, vivencias subjetivas) que evocan e invocan no tanto una dimensión invisible, sobrenatural, o un dualismo ontológico, cuanto un plano de significados (pensados, vividos, actuados) que confieren sentido –afirmado como valor supremo– al acontecer del mundo, la vida, la sociedad, la persona. Por eso, consideramos que posee carácter religioso todo aquello que connota un ámbito de significación última o fundamental.


Los diversos componentes que integran el sistema religioso los podemos encontrar por separado y fuera de él: hay creencias, ceremonias, organización, dirigentes, valores éticos, música, arquitectura, etcétera, sin conexión religiosa, al menos explícita. ¿Que los convierte en elementos religiosos? Sin duda, la adquisición de un vínculo con la pretensión de significado último. De ahí que cualquier componente sociocultural sea susceptible de incorporar una faceta religiosa y llegar incluso, perdiendo su autonomía, a ser incorporado totalmente a un sistema religioso, como ocurre en las teocracias (y en los totalitarismos) cuando pretenden regir la totalidad de la vida social, política, familiar y personal.


Para ser rigurosos, el significado religioso no se encuentra de por sí en los elementos naturales o culturales que luego lo componen y le sirven de soporte y significante. Es un caso de connotación, de creación de un nuevo nivel de significación que solo se da como emergencia de las relaciones simbólicas establecidas. Lo mismo que las reglas culturales se imponen a contenidos biológicos (como señaló Lévi-Strauss con res­pecto al sistema de parentesco), la cultura encabalga unos sobre otros los niveles de reglas y los niveles de significación: determinados significados fungen de significantes para nuevos significados a un nivel más elevado. Por eso, un enfoque reduccionista no puede captar el significado religioso, ya que comienza por disolverlo. Por eso, se hace necesario recurrir a las claves epistemológicas del emergentismo.


En paralelo con la distinción que se establece entre el sistema de la lengua y la literatura o la conversación, cabe distinguir aquí entre la «gramática» de la religión y los mensajes religiosos, que manifiestan una gran versatilidad. De este modo, se adaptan al cumplimiento de su función social, con frecuencia emitiendo significados muy flexibles y dispares de una época a otra. Asimismo, observaremos infinitas interpretaciones vinculadas a la experiencia individual de cada «hablante» religioso.


A pesar de su importancia, es dudoso que se pueda fundamentar una cultura solamente en la religión y caracterizarla por ella. Igual que sería erróneo identificarla únicamente por su lengua. Es más bien excepcional encontrar una sociedad tan homogénea. Lo normal es la inadecuación insalvable entre lengua y cultura, entre religión y cultura, entre religión y política. Esto se hace más evidente hoy a escala regional y, sobre todo, mundial. En nuestra civilización tendencialmente mundial, múltiples lenguas traducen un sistema económico unificado, una ciencia tecnológica universal, unos modos de alimentación, vestido, cine, música, literatura, filosofía, omnipresentes. Al contrario de la necedad de quienes aspiran a fundar una cultura o un Estado sobre la diferencia lingüística o religiosa, lo que parece una necesidad imperiosa es una instancia mejor de organización política mundial. Las diferencias forman parte del pluralismo inherente a las sociedades complejas. Ya en el medievo, había en Europa muchas lenguas y numerosos Estados, pero una misma religión, una misma cultura y una misma filosofía. En Francia y en parte de Bélgica y Suiza, se habla francés. En Alemania y en Austria, hablan alemán. En Suiza se hablan cuatro lenguas oficiales y hay varias confesiones religiosas. Y en Alemania, conviven bien luteranos y católicos.


La presencia de la religión suele ser polivalente y puede estar latente, escondida en la matriz cultural subyacente a ciertos rasgos del comportamiento, acaso contradictorios. La religión lleva las marcas de la historia y, viceversa, esta incorpora pautas estructurales de origen religioso que no se manifiestan expresamente como religión. Ni siquiera se requieren los códigos considerados específicamente religiosos, desde el punto de vista tradicional, para estar operando en la vida social bajo la piel de otros discursos y prácticas de apariencia secular. Tampoco sería sensato esperar que la religión esté permanentemente en acto en la vida social y en la escena íntima de la conciencia.



La teoría de la religión como sistema cultural de signos


Aquí es de suma importancia, pues, para evitar confusiones y aclararnos con toda la precisión posible, determinar qué entendemos por religión, lejos de cualquier concepción reduccionista y tratando de ir más allá de los múltiples enfoques unilaterales, parciales o subjetivos. En un primer acercamiento, cabe distinguir un doble significado de religión. En el sentido más particular y obvio, la religión alude a un sistema concreto de creencias, ritos, normas éticas y formas asociativas que una sociedad considera expresamente institución religiosa o espiritual. Por otro lado, en sentido genérico y transcultural, la religión se entiende como un sistema adaptativo complejo, cualquiera que sea su categorización intracultural, que incide en el modelado de las actitudes respecto a lo real, es decir, los pensamientos, sentimientos y comportamientos, desde una instancia interpretativa y valorativa, inserta en el marco de una tradición cultural. Transmite un modelo de configuración de la realidad vivida, creado culturalmente, con pretensiones de verdad última, codificado en relatos míticos, acciones rituales y preceptos morales. En cualquiera de las hipótesis, el sistema «religioso» favorece que la gente participe de una visión y una vivencia del mundo que normalmente legitima el orden social, aunque a veces también pueda subvertirlo.


Aquí hablamos de la religión en sentido descriptivo, esto es, considerándola como un subsistema social, acorde con el contexto histórico, que es objeto de estudio por parte de las ciencias sociales y humanas. Al aspirar a un conocimiento científico, la investigación no debe adoptar ninguna posición valorativa y ha de poner entre paréntesis cualquier preferencia filosófica personal. Además, debe estar abierta a todo el que quiera participar en la discusión de las hipótesis, sirviéndose de los métodos comúnmente aceptados y de las categorías generales de las ciencias de la religión. Este enfoque se caracteriza por una mirada distante respecto a la pretensión normativa del sistema religioso, por una actitud intelectual libre frente a toda consideración de ortodoxia o herejía. Habrá que tener en cuenta los esquemas generales, la diversidad de los sistemas concretos y el contexto de las condiciones sociales, políticas y económicas con las que interactúa el sistema religioso. Dado que no existe aún un proyecto de análisis científico de la religión con una metodología consolidada y consensuada por la mayoría de los especialistas, he optado por el enfoque expuesto por el teólogo Gerd Theissen en su esbozo de teoría general de la religión. Está inspirado en conceptos desarrollados por diferentes expertos y sigue de cerca al antropólogo Clifford Geertz en «La religión como sistema cultural» (cfr. Geertz 1973: 87-117). Este autor escribe:


«Para un antropólogo, la importancia de la religión está en su capacidad de servir, para un individuo o para un grupo, como fuente de concepciones generales, aunque distintivas, del mundo, del yo y de las relaciones entre sí, por un lado –su modelo de– y como fuentes de disposiciones ‘mentales’ no menos distintivas –su modelo para–, por el otro. De esas funciones culturales derivan a su vez las funciones sociales y psicológicas. Los conceptos religiosos se extienden más allá de sus contextos específicamente metafísicos para suministrar un marco de ideas generales dentro del cual se puede dar forma significativa a una vasta gama de experiencias intelectuales, emocionales, morales» (Geertz 1973: 116).


Por su parte, Gerd Theissen, en su teoría de la religión, lo primero que hace es aclarar qué se entiende por «religión». Nos propone una definición muy sintética y ponderada, que a continuación explica con más detalle: «Religión es un sistema cultural de signos que promete ganancia de vida mediante la correspondencia con una realidad última» (Theissen 2000: 15 y 234). 


La definición contiene tres elementos entrelazados: 1) su esencia o estructura consiste en ser un lenguaje de signos creado culturalmente; 2) su función tiene que ver con promesas de una vida mejor en perspectiva; y 3) su fundamento pretende estar en consonancia con una verdad última, que es postulada por la religión por mucho que no sea posible demostrarla objetivamente.


1. La religión consiste en un sistema cultural de signos, constituido como un lenguaje, de modo que «la religión tiene carácter semiótico, sistemático y cultural» (Theissen 2000: 15). El carácter semiótico indica que se trata de un sistema objetivo de signos, cuyos significados proporcionan una interpretación del mundo. Estos sistemas de signos por sí solos no cambian la realidad designada, pero sí modifican «nuestra conducta cognitiva, emocional y pragmática» (Theissen 2000: 16).


Lo específico de este sistema de signos religioso radica en combinar tres «formas expresivas» o modos de significación que van estrechamente asociados y son susceptibles de traducirse uno en otro y reforzarse recíprocamente. Las formas lingüísticas narrativas se expresan ante todo en mitos, pero se pueden desarrollar en otro tipo de discurso religioso y teológico. Las formas de acción simbólica se ejercen en rituales compartidos. Y las formas de normativa ética se ponen en práctica en el comportamiento individual y social.


Los mitos narran historias de dioses o héroes, acontecidas en un tiempo privilegiado, a las que se confiere un carácter sagrado y ejemplar. Estos relatos fundan y legitiman los modelos de relación en la vida social, aunque, en ocasiones, pueden cuestionarlos. El mito instaura un logos y unas categorías que acaban moldeando las estructuras mentales de los seguidores, imprimiendo en ellos una óptica muy marcada en la interpretación del mundo y del hombre.


En los ritos, los signos son predominantemente símbolos que representan más con los gestos que con las palabras. La dramatización ritual durante el tiempo de culto hace vivir con intensidad emocional los modelos de conducta idealizados, valorados y santificados en el relato mítico concomitante.


En la forma del ethos, el lenguaje de signos codifica lo pensado y lo vivido en normas de actuación para la práctica ética y política. De modo que lo que aparece mitificado como voluntad de Dios, de los dioses, de los héroes culturales, o de los jefes supremos, determina la vida; en ciertos contextos, llega a formularse en preceptos jurídicos, acatados como ley divina.


Toda religión, en cuanto lenguaje de signos, no solo posee un carácter semiótico, sino igualmente un carácter sistemático: las formas expresivas mencionadas conforman un sistema complejo, un conjunto orga­nizado de elementos interrelacionados, regidos por unas reglas precisas, algo así como el léxico y la gramática de una lengua. El sistema religioso instaura en su núcleo unos axiomas implícitos, desde los cuales regula las conexiones permitidas y las incompatibles, determinadas por autorreferencia a las propias reglas instauradas. Así, en todo sistema religioso hallamos unos axiomas fundamentales, análogos a los postulados sagrados últimos de Rappaport (por ejemplo, el Dios único, la ley divina, el profeta, el redentor, etc.). Junto a los axiomas se despliegan numerosos temas fundamentales, referidos a aspectos sectoriales del sistema (por ejemplo, la creación, la oración, el amor al prójimo, el ayuno, el matrimonio, el juicio final, la circuncisión, la liberación, etc.).


Finalmente, hay que subrayar que la religión como lenguaje semiótico y sistemático constituye un fenómeno de índole cultural, es decir, creado por grupos humanos, aunque por lo común estos suelan adjudicarle un origen divino. Por esta razón, las religiones son sistemas históricos: se forman por obra de personajes carismáticos, cambian y evolucionan, se abandonan y se extinguen, en sincronía con la historia de las sociedades donde operan.


2. El mensaje de la religión «promete ganancia de vida mediante la correspondencia con una realidad última», lo cual pone de relieve los fines o la función genérica del sistema semiótico religioso. La ganancia de vida que se espera obtener, tanto en el ámbito personal como en el colectivo, puede ser algo tangible, como la salud y la prosperidad económica, o bien algo más sublime, como la verdad, el amor, el perdón, o la vida eterna.


Hay que aclarar que las funciones de la religión, lejos de simplismos como el «opio del pueblo» y tantos otros, son funciones complejas, de signo contrapuesto y hasta contradictorio. En los individuos, aparte de moldear los aspectos cognitivo, emocional y pragmático dentro del orden instituido, a veces contribuye a controlar las crisis, pero otras veces provoca la crisis personal. En la sociedad, cumple normalmente una función socializadora, por cuanto interioriza en las mentes las normas y los valores de la sociedad, conformándolas al orden establecido. Pero, sobre todo en momentos de crisis, la religión motiva a las personas para cuestionar el modo de vida normal, oponerse a él, o marginarse en modelos de vida alternativos.


Asimismo cumple una función reguladora de conflictos en las relaciones entre grupos o clases sociales. Aquí, la funcionalidad puede estar en regular el conflicto mediante la legitimación del consenso entre los grupos, potenciando los valores comunes. Pero, en situaciones inestables, no siempre tiende a desactivar el conflicto, sino que contribuye a pro­vo­carlo, apoyando la protesta y la utopía en pro de la justicia, como suele ocurrir con los fundamentalismos.


En definitiva, el enfoque más acertado para entender la religión no está en la vivencia religiosa como experiencia de lo sagrado, ni tampoco en ciertas opciones explicativas proclives a lo irracional y al subjetivismo. Al contrario, estamos con Theissen cuando afirma que consiste en algo previo, más básico: «al definir la esencia de la religión como sistema cultural de signos (…) subyace la convicción de que un lenguaje de signos, formado históricamente, es la condición de posibilidad de la experiencia religiosa y de las funciones vitales de la religión» (Theissen 2000: 26).


¿Cómo consigue la religión, definida como lenguaje de signos, ejercer sus funciones e influir efectivamente en la realidad, para propiciar ganancia de vida? En primer lugar, los relatos míticos describen roles que proporcionan modelos con los que se identifican las personas cuando adoptan un rol, lo interiorizan y les sirve de pauta en la vida práctica. En segundo lugar, la acción ritual opera con símbolos mediante los cuales dota al mundo de significados y referencias, más allá de lo inmediato, que orientan en modo de habitar en el mundo y vivir en él. Y por último, la religión establece normas éticas, ya sean preceptos concretos o máximas morales abstractas, que influyen directamente en el comportamiento práctico de la vida. Así, los roles, los símbolos y las normas, junto con la visión del mundo que transportan, resultan interiorizados y se convierten en a priori de la vivencia y la actuación: «determinan el modo y manera de interpretar el mundo y la vida, y de responder a ellos» (Theissen 2000: 29).


3. La tercera y última parte de la definición señala que el sistema religioso, ese lenguaje cultural, portador de promesas, presupone «la correspondencia con una realidad última». La religión no solo desempeña una funcionalidad práctica social, sino que posee la virtud de ofrecer una interpretación del sentido del universo, la vida y el hombre. Naturalmente, el referente de esta pretensión no puede verificarse en el sentido científico, puesto que pertenece a un plano filosófico, metafísico, imaginario. Lo que sí cabe es analizar los significados que remiten a esa realidad última en cuanto elaboraciones ideológicas, en cuanto opciones filosóficas argumentables y objetivables en un debate, aunque en ningún caso llegarán a ser una interpretación apodíctica.


Cada cual es libre de creer en el axioma de su preferencia (sea Dios, Materia, Razón, Progreso, Individuo, Pueblo, Nación, Tao, Nirvana), netamente metafísico, intangible y trascendente, pero nadie está autorizado a imponer su creencia a otros de forma dogmática. Todas las posiciones están ahí en la historia y, por principio, siempre que estén bien argumentadas, son legítimas, al mismo tiempo que cualquiera tiene derecho a reconsiderarlas, someterlas a crítica, admirarlas, aceptarlas o rechazarlas desde su propio razonamiento filosófico. Porque sabemos que también pueden constituir ídolos, cuyos ideólogos profetas, celosos por subyugar a todo el mundo, dictan draconianos mandatos a la sociedad, mientras difunden mitos pretendidamente salvíficos, con promesas indefectiblemente desmentidas por los hechos.



La estructura constitutiva del sistema religioso


Conforme a la teoría de la religión que acabamos de presentar, en los términos propuestos por Gerd Theissen, el sistema religioso constituye como un lenguaje que articula en un todo complejo tres «formas expresivas» que codifican lo narrativo, lo simbólico y lo pragmático, a saber: el mito, el rito y el ethos; un lenguaje compartido por la comunidad que asume como propias tales formas expresivas y vive inspirándose en ellas.


Hemos considerado la religión como un subsistema específico dentro del sistema social, pero también hemos dicho que puede aparecer como una dimensión inherente a otros subsistemas de la sociedad. Incluso, a veces, resulta difícil distinguir entre una cosa y otra. En cuanto sistema con especificidad propia, codifica lo que se suele denominar sagrado, mistérico, absoluto o divino, conforme a lo que en cada sociedad se entiende expresamente como religioso. Pero, por otro lado, en cuanto dimensión de otros dominios de la vida social, la religión les imprime su sello de manera más bien explícita. Por ejemplo, al hablar de mú­sica religiosa, arte religioso, moral religiosa, pensamiento religioso, vida religiosa, persona religiosa, asociación religiosa. En ciertos casos, la dimensión religiosa solo se halla latente o implícita; por ejemplo, en la orientación según sus principios religiosos que un creyente da al trabajo, a la vida familiar, al compromiso político, a la investigación científica, etc.


Parece indiscutible que no tiene por qué ser necesariamente «religioso» todo mito, rito, fiesta, arte, cosmovisión, vivencia espiritual o decisión ética. Más bien, todos esos elementos se invisten de un carácter religioso en la medida en que remiten a una última instancia de lo sagrado, lo infinito, lo excelente, lo divino, lo espiritual, o reclaman para sí ese carácter. Una religión, por tanto, constituye un sistema ideal de creencias y normas prácticas que operan como principios de organización del comportamiento colectivo e individual, sancionados por referentes últimos que justifican o legitiman su valor y sentido para la sociedad humana. Desde otra perspectiva, hay religión allí donde se da un proceso de idealización o divinización de unos referentes últimos, como axiomas fundamentales misteriosos, vinculados a la sacralización de verdades, personas, tiempos, lugares, objetos o experiencias. El «misterio» se hace visible, audible, tangible en los rituales de adhesión, en los mitos de legitimación, igual que en las ideologías políticas y las filosofías salvíficas o terapéuticas, cuyas resonancias religiosas admiten pocas dudas.


En suma, según venimos viendo, la compleja realidad religiosa toma cuerpo en la sociedad como un sistema de ritos, mitos, modelos de comportamiento, estilos estéticos, sustentado por una comunidad organizada. En síntesis esquemática, su contenido se expresa gestualmente mediante el rito (ritualización), se comunica lingüísticamente por el mito (mitificación), se plasma éticamente en la moral (moralización), se traduce sensiblemente en las artes (estetificación), se organiza comunitariamente en la institución (institucionalización), se interioriza emocionalmente por la devoción (espiritualización), se orienta socialmente en la política (politización), se conceptúa racionalmente en la teología (teologización), sin que esta enumeración agote todas sus facetas. En consecuencia, la visión religiosa puede investir todas las vertientes culturales, que adquieren un aura de sacralidad, de valor referido al último criterio instaurado, del que depende el discernimiento del mal y del bien, la salvación, la liberación, la justicia, el nirvana, la armonía, la paz. En el fondo de su funcionamiento, cultura y religión (que es culto), sin ser lo mismo, comportan una profunda coincidencia.


Cuando estallan conflictos religiosos en la sociedad moderna, los defensores de la religión preponderante sostienen que solo la suya es verdadera y que la religión de los demás es falsa o incluso ni siquiera es religión; mientras que los impugnadores laicistas aseveran que lo de los demás es religión, con un sentido peyorativo, como si su propia ideología no lo fuera en absoluto. Aparte la ironía, tenemos ahí dos intentos espurios de eludir la inevitabilidad de lo religioso en cuanto categoría constitutiva de lo humano, que arraiga en la estructura cultural de la sociedad y en la mente de los individuos, que evoluciona históricamente, que presenta innumerables formas, como ocurre con todos los universales culturales, como pasa con la lengua, el parentesco, la economía, el saber o el arte. El lugar de los postulados últimos sagrados nunca está «vacío»; tal cosa solo ocurriría a condición de que se desterrara de la sociedad, radicalmente, todo valor de verdad en el conocimiento, todo valor de bondad o justicia en la acción, todo valor de gozo y sentido de la vida. Pero ¿se podría vivir así? Porque parece claro que, también dentro de un enfoque «laico», ateo o agnóstico, hay algo que cumple la función sagrada: la filosofía de la vida transmitida, codificada simbólicamente, la provisión de esquemas de imitación y reflexión que marcan como altamente valiosas determinadas prácticas humanas. No convence en absoluto que lo sagrado tenga que atenerse a ser una íntima experiencia «tremenda y fascinante», al decir de Rudolf Otto. Ni una «hierofanía» o manifestación de lo sagrado trascendente, al modo de la fenomenología de Mircea Eliade. Tampoco tiene por qué limitarse estrictamente, aunque sea un planteamiento más profundo y objetivo, a la conceptualización de unos «postulados sagrados últimos» (Roy Rappaport). Pues pueden ser mucho más flexibles las interpretaciones del fundamento invisible del orden social y cósmico, así como los sistemas de creencias derivados, con los que entran en interacción los múltiples factores de la existencia humana.


La actividad religiosa, o el aspecto religioso de la actividad humana, operan por medio de codificaciones semióticas, simbólicas e imaginarias y, a través de ellas, consigue un efecto en la realidad personal y social. Lleva a cabo una mediación que crea orden en la experiencia de caos, desorden y contradicciones a la que se enfrenta la condición humana. Crea orden en las ideas, aportando el marco de una visión del mundo; en los deseos, con motivaciones tendentes hacia un ideal de armonía en la convivencia y en la propia vida; en los comportamientos, moralizando las relaciones sociales. Sin embargo, esto no significa que la religión no pueda pervertirse, hasta el punto de torcer su influjo y operar patológicamente en apoyo de un desorden establecido o emergente. Igual que quien habla puede mentir, quien manda puede abusar, quien vende puede robar, quien cura puede matar. Y es que la patología, por incompetencia o por maldad, no cesa de acechar a cualquier dimensión de la existencia humana.



Los componentes míticos, rituales y éticos de la religión


Si atendemos a las estructuras antropológicas, el sistema religioso, como venimos repitiendo, articula tres planos principales: mito, rito y ética, correspondientes en líneas generales al conocimiento, el sentimiento y el comportamiento. Cada uno de ellos da lugar a un amplio repertorio de desarrollos, donde predominará una u otra tendencia y, a veces, la ambigüedad. En efecto, en primer lugar, está el plano de lo pensado, la cognición, la meditación, el sistema de ideas o creencias referentes al significado último del mundo y la humanidad, su origen, su finalidad. Se trata del mismo campo donde convergen la mitología, la filosofía, la teología y todos los saberes, sin excluir las aportaciones de la ciencia, pero más allá de ella. En segundo lugar, el plano de lo vivido, la vivencia o devoción, la contemplación, el sistema de emociones que vinculan con la comunidad, con la naturaleza y con lo divino. Tienen que ver con la espiritualidad, la mística, la liturgia, el culto, en cuanto movilizan una adhesión afectiva o unitiva. En tercer lugar, el plano de lo actuado, la acción práctica, el compromiso, el sistema de valores o normas puestos por obra en los comportamientos categorizados como buenos. Su eficacia, que abarca desde la magia a la técnica y la estrategia, se muestra en los hechos de la moral individual y social y de la política. Estos tres planos, que tienden a una congruencia entre sí, están siempre sustentados en alguna clase de organización religiosa, en una comunidad o red de comunidades, sea una iglesia, una shanga, una umma, un partido, etc. Finalmente, toda esto deja su impronta tangible en objetivaciones materiales: escrituras, templos, monasterios, obras de arte y música, objetos litúrgicos, instituciones, como soportes cargados de significación, producto de lo que los creyentes respectivos pensaron y dijeron, sintieron y expresaron, hicieron y legaron afanosamente, quizá durante siglos.


Volvamos ahora, con más detenimiento, a una explicación más amplia de cada uno de esos componentes del sistema religioso, manteniendo la perspectiva y detallando un poco más la descripción, a fin de que se comprenda mejor.


1. El componente mítico. Hemos visto que las creencias de tipo religioso se formulan y transmiten mediante narraciones de carácter semiótico y simbólico. Este lenguaje de signos adopta diversos géneros literarios, por ejemplo, histórico, profético, sapiencial, mítico, dogmático. Pero, en todos ellos, lo más importante no es tanto la literalidad de lo que se cuenta, sino lo que se quiere significar con aquello que se cuenta. La clave no radica tanto en los contenidos relatados, sino en los significados cosmovisionales y pragmáticos connotados. Sin duda, el género religioso por antonomasia es el mito, no solo por la construcción de grandes relatos mitológicos, sino porque el pensamiento mítico subyace siempre a todos los demás géneros literarios mencionados.


El mito metamorfosea lo real en una narración que desborda lo empírico y lo histórico. Cuenta una historia fantástica en la que intervienen actores imaginarios, en general sobrehumanos o «sobrenaturales», a veces en su propio mundo, a veces en el curso de los acontecimientos sociales. En ocasiones, en ciertas mitologías, se da una historización del mito, cuya otra cara implica una mitificación de la historia fáctica. Las creaciones simbólicas del pensamiento mítico entrañan una visión del mundo, cuya finalidad no es explicativa en sentido objetivo o científico, sino desveladora de un orden cósmico subyacente y un orden moral. Cada cosmovisión implica normalmente una concepción del tiempo, ya sea como reversible, como irreversible, como inmanente, como eterno, como irreal, como única realidad.


La verdad que se le exige a una teoría científica no es la «verdad» a la que se refiere el relato mítico. Igual que la literatura y el arte, este relato admite la ficción, es creativo, pero a la vez requiere el asentimiento social gracias al cual se hace verdadero. Entonces ordena el mundo y orienta la actuación en él y crea comunidad. Conlleva su propia verdad como visión fundamental o última, que confiere una sanción, legitimación o santi­fi­cación, dando así estabilidad al devenir caótico y cambiante del mundo.


La forma de presentarse este tipo de relato resulta muy variable: historias de espíritus, de dioses y de hombres, profecías, credos, dogmas, saberes exotéricos y esotéricos, filosofías. En las sociedades con escritura, los relatos consagrados dan origen a una tradición textual, que con el tiempo cristaliza en un canon de «escrituras sagradas» y los subsiguientes comentarios exegéticos. Así, los textos fundacionales del vedismo, los Vedas, fueron seguidos por los Upanishads; las Analectas de Confucio, por los comentarios; el Sermón de Benarés, por las escuelas budistas; la Torá y el Tanaj hebreos, por el Midrás y el Talmud; el Nuevo testamento, por las epístolas del siglo II y los Santos Padres cristianos; el Corán, por los hadices y los comentarios. Con frecuencia, los textos de las fuentes canónicas pretenden ser una «revelación» divina, sobre todo en las llamadas religiones proféticas, con lo que reclaman para sí el máximo grado de autoridad y veracidad.


Sea cual sea su pretensión de verdad, el hecho es que se trata siempre de productos de un lenguaje humano, de conceptos pensados en un contexto etnográfico o histórico concreto. Luego, estos productos adquieren una relativa autonomía. Los mitos se piensan ellos en nuestras cabezas, como dijera Lévi-Strauss, poseen su propia lógica interna, como los sueños, y dialogan entre sí tanto como con las circunstancias contingentes que rodean su repetición.


Según la variable orientación del discurso mítico y su interpretación, las posiciones resultantes reciben numerosos y dispares calificativos: profetismo, sabiduría, superstición, gnosticismo, dogmatismo, literalis­mo, integrismo, racionalismo, sobrenaturalismo, fundamentalismo, criticismo, materialismo, nihilismo, ortodoxia, etc. A lo que cabría añadir las denominaciones de las diferentes ramas y la proliferación de sectas en cada una de las grandes tradiciones.


Otra distinción recurrente tiene que ver con cuáles son los destinatarios de la verdad o la doctrina: si es para todos, o solo para una minoría privilegiada. Porque el mensaje puede dirigirse a un pueblo elegido (los hebreos, los árabes, los proletarios), o bien a toda la humanidad; puede ser exotérico (abierto a cualquiera) o esotérico (para la élite iniciada, como la gnosis, el zohar o la cábala, la masonería); puede seguirlo toda la sociedad (los laicos cristianos), pero su plenitud solo la alcanzan los perfectos (los monjes); del mismo modo que el mensaje original de Buda iba destinado a los monjes (budismo theravada) y luego se extendió a todos (en el budismo mahayana).


2. El componente ritual. La cuestión de si fue antes el rito que el mito me parece insoluble, por especulativa, y sin mucho interés. En cualquier caso, ambos se combinan y complementan. De alguna manera, la actuación ritual representa con gestos lo que el relato mítico dice con palabras, aunque seguramente las palabras hablan más al pensamiento y los gestos movilizan mejor el sentimiento. Se expresa en la oración, el canto, la danza, los sacramentos, las posturas del cuerpo y de la mente, las ceremonias iniciáticas, las paraliturgias y las manifestaciones públicas, el culto oficial y la piedad privada.


El rito admite una polaridad que oscila entre lo colectivo y lo íntimo, pero es siempre una actuación pautada socioculturalmente, nunca efecto de la pura naturaleza. Supone, por parte de los participantes, alguna percepción del significado mítico correspondiente, por simple que sea, porque, si no, solo serían gestos ciegos y disposiciones de ánimo carentes de sentido.


Las actuaciones simbólicas del rito ponen en escena, aunque solo sea en el escenario de la propia conciencia, unos gestos corporales o mentales, cargados de emoción, o mejor, que modulan la emoción con mayor o menor intensidad con respecto a cierta concepción del mundo. En casos concretos, el ideal prescribe la armonía, el vacío, la impasibilidad, la ataraxia, el hesicasmo.


La ceremonia ritual crea la comunidad y recrea las relaciones de fraternidad, o de jerarquía, de unión mediada o inmediata con la divinidad, en consonancia con el mensaje codificado de forma no verbal. Esto no implica que el orden ceremonial sea una réplica del orden social, pues en ocasiones se presenta como su negación imaginaria. El rito también propicia una vivencia del tiempo con un esquema particular, a veces rememorando los orígenes mitificados, a veces marcando etapas hacia una meta futura, a veces insertándose en un ciclo que se reinicia sin fin, a veces intentando escapar del tiempo ordinario hacia una eternidad o una historia utópica congelada.


Con independencia de que aspire a potenciar o a disolver la individualidad, las expresiones rituales pueden propender en distintas direcciones: ritualismo sacrificial, ascetismo, misticismo, liturgismo, pietismo, espiritualismo, magia, folclore, militarismo, fanatismo político, etcétera. Del estilo más hierático al más cotidiano, siempre se observan unas reglas precisas, establecidas por la costumbre, o por personajes con prestigio carismático, o situados en puestos de autoridad y poder.


Tal vez haya que entender el desarrollo de las artes vinculadas a lo sagrado y al culto como aspectos del rito, ya que son expresión de las concepciones míticas asociadas y, en general, sirven como elementos del proceso ritual, al tiempo que plasman y comunican una sensibilidad religiosa: arquitectura, imaginería, pintura, indumentaria, música y canto, escritura sacra, discursos sacralizados. De hecho, se observa en la historia de las religiones un paralelismo de los estilos artísticos con las fases de la evolución religiosa, como es el caso del románico, el gótico, el renacentista y el barroco en Europa. Pese a las pretensiones de algunas vanguardias, el arte queda siempre más cerca del mito que de la ciencia. Y un rasgo típico de las religiones consiste en encarnarse en formas de arte, hasta el punto de que la decadencia religiosa repercute también en la decadencia artística y estética. Es lo que observamos, por ejemplo, en la proliferación de estatuas de Buda, cuyo culmen podría estar en el templo de Adashino Nenbutsu-ji, en Kioto, donde se yerguen millares de Budas de piedra; o quizá en esa barroca reduplicación de Cristos que desfilan en procesiones de la Semana Santa. Usar el arte supone promoverlo, pero también controlarlo proscribiendo determinadas formas de representación. Así, la religión hebrea prohibió toda escultura de Dios. La religión islámica rechazó la representación plástica de Dios, de Mahoma y de todo humano o animal. En la Iglesia ortodoxa bizantina, en el siglo VIII, se desató la enorme polémica de la iconoclasia. El reformador Calvino, en su intolerancia teocrática, impuso severas restricciones a las imágenes en las iglesias.


3. El componente ético. Si el rito crea la comunidad religiosa mediante la vivencia simbólicamente compartida, por su parte la ética o moral, al instaurar las normas de convivencia reguladoras de las relaciones sociales, hace posible la vida real. La acción práctica humana debe someterse a mandamientos, principios, razones, que instauran una continuidad entre la ética y la política, entre la libertad individual y el cumplimiento de la ley en la vida social.


Los principios éticos no pueden ser una deducción empírica o científica. Pues de lo que hay objetivamente, o de lo que es posible, no se sigue necesariamente qué es lo que uno debe o todos debemos hacer. Esto significa que la decisión ética esconde siempre una creencia mítica, una inspiración en modelos valiosos, excelentes, sagrados, divinos. No excluye el conocimiento objetivo, pero hace intervenir al pensamiento mítico, incluso cuando se concibe a sí misma como ética «laica». De manera análoga, también los rituales pueden adoptar apariencias seculares, a condición de que camuflen la índole última de su fundamento.


Por otro lado, con frecuencia, las creencias religiosas vinculan la eticidad de la acción con repercusiones o consecuencias que van más allá de este mundo: de ella depende alcanzar la liberación del sámsara, el nirvana, la inmortalidad del alma, la salvación eterna, el paraíso. Parece como si la ética hubiera inventado el trasmundo, o lo entreviera, como una exigencia imperativa, en orden a compensar las injusticias insolubles del mundo inmanente.


Lo que está en juego es la viabilidad del sistema social, que, en la medida en que depende del comportamiento de los individuos y los grupos, requiere una normativa ética común. Es legítimo discutir si es el mismo el campo de la ética y el de la política, aunque probablemente lo que se opone no es ética y política, sino distintas políticas, cada una con su propia ética. La «falta de ética» no es otra cosa que el juicio de una posición ética sobre otra. Porque no hay innatamente un consenso universal acerca de la bondad y la maldad, la libertad y la opresión, la justicia y la injusticia del comportamiento humano concreto.


Los derroteros por los que discurren las elaboraciones éticas, o ético-políticas, han seguido orientaciones muy encontradas y contro­vertidas: legalismo, karma, teocracia, cesaropapismo, apocalipticismo, escatologismo, mesianismo, casuística, tradicionalismo, yihadismo, revolución, reformismo, utopismo, pragmatismo, etc.


A propósito de la ética, que señala las reglas prácticas que implementan valores, quizá sea pertinente una reflexión en torno al concepto de «valor». Ante la oposición clásica entre hecho y valor, opino que lo más radical no es que sea verdadera o falsa, ni que haya que relativizarla; es que posiblemente sea una falacia, una oposición errónea. En efecto, parece quererse indicar con «hecho» algo que se da u ocurre con total independencia, en sí mismo. Mientras que el «valor» siempre sería relativo a los sujetos humanos, algo para mí, para nosotros. Con ello, la oposición vendría a equivaler a la dada entre objetivo y subjetivo. Pero tal oposición está aquí mal planteada. El hecho como acontecer en sí, independiente de toda subjetividad, a lo que se opone es a la acción humana, como acontecer dependiente de un sujeto. Mientras que el valor se puede atribuir, según se entienda, a cualquier hecho y a cualquier acción.


La oposición clásica enmascara una negación de valor para todo hecho: nada fuera de lo humano tiene valor alguno. De modo que ningún orden físico, ningún ser de la naturaleza sería más que un «hecho», carente de todo valor en sí mismo. Los seres vivos en cuanto están ahí en el plano fáctico no tendrían tampoco ningún valor propio. Lo cual está a un paso de afirmar que no existe nada digno de respeto en el orden natural, en la Tierra (Gaia), por lo que todo tendría que plegarse totalmente al valor promulgado por el sujeto humano... En realidad, un valor se opone, no a un hecho, sino a otro valor distinto, que puede ser incluso contradictorio. El enfoque más coherente está en oponer hecho a acción, en el plano de las actuaciones. Y oponer valor para un sujeto a valor para otro sujeto, en el plano de las preferencias.


En el fondo, la distinción clásica depende de un juicio de valor subjetivo, una maniobra valorativa que evalúa que ningún «hecho» posee valor alguno. Pero entonces, el «hecho» es siempre el resultado de una valoración más o menos arbitraria y oculta. Más aún, se produce una irónica mutación semántica del valor, en la presunción de que todos los hechos considerados por las ciencias (física, química, astronomía, cosmología, etc.) se resuelven en magnitudes mensurables con un «valor» matemático.


El sentido ético del valor se sitúa entre el ser y el no ser: finalmente en el eje vida-muerte que afecta al plano biológico y al antroposocial, respecto al que cabe discernir una gradación de calidad. El concepto de valor hace referencia, en última instancia, al valor de satisfacción de las necesidades de un sistema para perseverar en su existencia... Para los seres vivos, alude básicamente al valor de supervivencia y de adaptación óptima. Para los humanos, el valor apunta además a criterios de bienestar y seguridad, aunque es posible que solo culmine en la justicia. Aquí, la marca del valor corresponde a la marca de lo bueno, lo excelente, lo divino, lo espiritual, lo «humano».


4. La dimensión comunitaria. Por último, señalemos el hecho de cómo los movimientos sociales de índole «religiosa» tienden a convertirse en organizaciones religiosas, frecuentemente en instituciones jerarquizadas; a veces, intentan formar comunidades de tipo fraternal e igualitario. La religión organizada pone de manifiesto toda una gama de propensiones a las que podemos asignar etiquetas tales como: carismatismo, jerarquismo, comunitarismo, congregacionalismo, clericalismo, sectarismo, monaquismo, etc. Con raras excepciones, se establece un sistema de mediadores que facilitan la comunicación con la dimensión sagrada, que se hacen portavoces, intérpretes, brahmanes, transmisores, pontífices, gurús, profetas, muftíes, ayatolás, sacerdotes, intelectuales, clérigos de múltiples especies.


Todas las religiones históricas más extendidas han promovido algún tipo de comunidad fundacional, caracterizada en su composición por algún rasgo de su mensaje o su ideal. Con una total simplificación, podemos recordar la shanga budista, formada por monjes; la ecclesia cristiana, abierta a discípulos de todas las naciones; la sinagoga judía, en general con un fuerte matiz étnico; la umma mahometana, reservada a los árabes, hasta la llegada de los califas abasíes.


En la historia de las civilizaciones, raramente encontramos una coextensión perfecta entre la comunidad religiosa y la comunidad política, ni siquiera en el caso de las religiones universalistas. Sin duda, ese fue el sueño de casi todos los imperios. Pero el hecho de la diversidad de fes resulta tan persistente como el de la diversidad de lenguas. Lo más que se ha alcanzado, hasta el día de hoy, es la hegemonía de alguna de ellas. Sin embargo, ¿sería disparatado pensar que hay un vínculo «religioso» en toda comunidad humana en cuanto funciona como unidad política, como unidad de convivencia? ¿Sería completamente incoherente llamar religión a lo que cumple las funciones sociales y psicológicas de la religión? Nuestra conclusión es que donde hay un sistema de significados que promete un aumento de valor de la vida, con la pretensión de estar últimamente bien fundado, y donde este sistema ofrece relatos míticos que interpretan el mundo, ceremonias rituales de participación y normas éticas de comportamiento, sin duda allí hay religión.