Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
6. La
religión y la sociedad humana
PEDRO GÓMEZ
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La
religión como subsistema del
sistema sociocultural
El punto de
vista sobre la religión, en este capítulo, no es ya el de la
base genética, epigenética o neurocerebral, sino el del estudio de las
estructuras propiamente antroposociales, construidas como sistema
cultural en
la sociedad humana. Para este estudio, hacen falta las herramientas de
las
ciencias humanas, hasta donde estas lleguen. A partir de los
resultados,
quedará abierto el debate, en el plano filosófico y teológico, ético y
político, entre las diferentes interpretaciones del mundo y entre los
respectivos significados pragmáticos implicados; también con respecto a
su
valoración. Pero esto, repito, ya no es ciencia empírica.
La antropología social, en
cuanto disciplina científica, considera la religión como un universal
cultural,
parte constitutiva del sistema social, a la vez que elemento de la
estructura
de la mente humana. Ahora bien, la religión la encontramos siempre en
una
abigarrada diversidad de formas históricas concretas. Lo mismo que hay
un
universal cultural lingüístico, pero no existe una única lengua de la
humanidad, tampoco hay una sola religión de la humanidad, sino miles de
religiones. No obstante, todos los sistemas religiosos son susceptibles
de
estudiarse con un enfoque unitario, es decir, dentro del marco de una
teoría
general de la religión.
De hecho, los sistemas
religiosos tradicionales, en general, aparecen distribuidos por áreas
geográficas, manifestando cómo la variabilidad religiosa se corresponde
con la
multiplicidad de sistemas socioculturales aparecidos en el curso de la
historia. Los sistemas religiosos, como entramado de «memes» conformado
en una
sociedad, no permanecen inmutables, sino que cambian con el tiempo para
adaptarse a los cambios sobrevenidos. Con frecuencia, los rasgos fluyen
también
de una sociedad a otras, se recombinan, llegan a ser hegemónicos, a
veces
decaen y terminan por desaparecer sustituidos por otros. Las grandes
tradiciones nunca son sistemas herméticamente cerrados; en su origen,
proceden
del mestizaje y mantienen cierta apertura a la evolución cultural. Por
eso,
tanto en el plano teórico como en el terreno fáctico, resulta
improcedente
considerar la tradición como un sistema completamente aislado y
homogéneo. Toda
tradición se interrelaciona con otras, comporta una gran diferenciación
interna
y está afectada por tendencias subyacentes en todas partes, lo cual no
impide
que cada gran religión constituya históricamente un sistema.
La religión presupone el
reconocimiento de la vinculación genómica con la especie y la vida, la
pertenencia física a la Tierra y al cosmos; se organiza en el contexto
social y
en la intimidad mental. Y se cifra en otorgar significado a todo ello.
Los
significados se hallan sistematizados en los códigos del mito, del rito
y de la
ética.
La definición de religión
no admite una fórmula exacta y definitiva. Permanece como un foco
virtual al
que todas las definiciones apuntan asintóticamente, si bien no todas
con igual
acierto. Es probable que tenga que ver con la interpretación última de
lo real,
que remite a otro nivel respecto a la mirada ordinaria, inmediata o
sensible;
esta interpretación sirve de base a la valoración del mundo, que
instaura
jerarquías de importancia mayor o menor.
Algunos han discutido la
cuestión de si la religión constituye un subsistema o sector particular
de la
sociedad, o más bien una orientación o un aspecto de las distintas
actividades
sociales. De tal manera que habría mito religioso, ceremonia religiosa,
literatura
religiosa, pintura religiosa, arte sacro, ética o política confesional,
pero se
darían esos mismos componentes sin estar marcados por la connotación
religiosa.
No parecen consideraciones excluyentes. Lo característico de la
religión radica
en cierta marca significativa de prestigio, que suele ser categorizada
en
último término como lo sagrado, lo excelso, lo divino, muy
probablemente en la
línea de lo que Roy Rappaport denominó «postulados sagrados
fundamentales»
(Rappaport 1999). En consecuencia, es coherente pensar la religión como
un
sistema delimitable, aunque no haya que dar por sentado que sus límites
coincidan con los que la gente entiende de ordinario. En la observación
de los
hechos, aparece como una maraña de relatos míticos, actuaciones
rituales,
procederes éticos, obras artísticas y prácticas políticas, que
interactúan de
manera más o menos sistemática, sustentando siempre una «visión del
mundo».
Pero se trata no solo de una visión del mundo en la que se inscriben
saberes
codificados míticamente, sino de una experiencia de pertenencia común,
expresada en ritos ceremoniales, así como una modelación del
comportamiento
conforme a normas de acción consagradas.
Toda religión consta de un
conjunto de mediaciones (mitos, ritos, prácticas éticas, organización,
vivencias subjetivas) que evocan e invocan no tanto una dimensión
invisible,
sobrenatural, o un dualismo ontológico, cuanto un plano de significados
(pensados, vividos, actuados) que confieren sentido
–afirmado como valor supremo– al acontecer del mundo, la vida, la
sociedad, la
persona. Por eso, consideramos que posee carácter religioso todo
aquello que
connota un ámbito de significación última o fundamental.
Los diversos componentes
que integran el sistema religioso los podemos encontrar por separado y
fuera de
él: hay creencias, ceremonias, organización, dirigentes, valores
éticos,
música, arquitectura, etcétera, sin conexión religiosa, al menos
explícita. ¿Que
los convierte en elementos religiosos? Sin duda, la adquisición de un
vínculo
con la pretensión de significado último. De ahí que cualquier
componente
sociocultural sea susceptible de incorporar una faceta religiosa y
llegar
incluso, perdiendo su autonomía, a ser incorporado totalmente a un
sistema
religioso, como ocurre en las teocracias (y en los totalitarismos)
cuando
pretenden regir la totalidad de la vida social, política, familiar y
personal.
Para ser rigurosos, el
significado religioso no se encuentra de por sí en los elementos
naturales o
culturales que luego lo componen y le sirven de soporte y significante.
Es un
caso de connotación, de creación de un nuevo nivel de significación que
solo se
da como emergencia de las relaciones simbólicas establecidas. Lo mismo
que las
reglas culturales se imponen a contenidos biológicos (como señaló
Lévi-Strauss
con respecto al sistema de parentesco), la cultura encabalga unos
sobre otros
los niveles de reglas y los niveles de significación: determinados
significados
fungen de significantes para nuevos significados a un nivel más
elevado. Por
eso, un enfoque reduccionista no puede captar el significado religioso,
ya que
comienza por disolverlo. Por eso, se hace necesario recurrir a las
claves
epistemológicas del emergentismo.
En paralelo con la
distinción que se establece entre el sistema de la lengua y la
literatura o la
conversación, cabe distinguir aquí entre la «gramática» de la religión
y los
mensajes religiosos, que manifiestan una gran versatilidad. De este
modo, se adaptan
al cumplimiento de su función social, con frecuencia emitiendo
significados muy
flexibles y dispares de una época a otra. Asimismo, observaremos
infinitas
interpretaciones vinculadas a la experiencia individual de cada
«hablante»
religioso.
A pesar de su importancia,
es dudoso que se pueda fundamentar una cultura solamente en la religión
y
caracterizarla por ella. Igual que sería erróneo identificarla
únicamente por
su lengua. Es más bien excepcional encontrar una sociedad tan
homogénea. Lo
normal es la inadecuación insalvable entre lengua y cultura, entre
religión y
cultura, entre religión y política. Esto se hace más evidente hoy a
escala
regional y, sobre todo, mundial. En nuestra civilización
tendencialmente
mundial, múltiples lenguas traducen un sistema económico unificado, una
ciencia
tecnológica universal, unos modos de alimentación, vestido, cine,
música,
literatura, filosofía, omnipresentes. Al contrario de la necedad de
quienes
aspiran a fundar una cultura o un Estado sobre la diferencia
lingüística o
religiosa, lo que parece una necesidad imperiosa es una instancia mejor
de
organización política mundial. Las diferencias forman parte del
pluralismo
inherente a las sociedades complejas. Ya en el medievo, había en Europa
muchas
lenguas y numerosos Estados, pero una misma religión, una misma cultura
y una
misma filosofía. En Francia y en parte de Bélgica y Suiza, se habla
francés. En
Alemania y en Austria, hablan alemán. En Suiza se hablan cuatro lenguas
oficiales y hay varias confesiones religiosas. Y en Alemania, conviven
bien
luteranos y católicos.
La presencia
de la religión suele ser polivalente y puede
estar latente, escondida en la matriz cultural subyacente a ciertos
rasgos del
comportamiento, acaso contradictorios. La religión lleva las marcas de
la
historia y, viceversa, esta incorpora pautas estructurales de origen
religioso
que no se manifiestan expresamente como religión. Ni siquiera se
requieren los
códigos considerados específicamente religiosos, desde el punto de
vista tradicional,
para estar operando en la vida social bajo la piel de otros discursos y
prácticas de apariencia secular. Tampoco sería sensato esperar que la
religión
esté permanentemente en acto en la vida social y en la escena íntima de
la
conciencia.
La
teoría de la religión como sistema cultural de signos
Aquí es de
suma importancia, pues, para evitar confusiones y aclararnos con
toda la precisión posible, determinar qué entendemos por religión,
lejos de
cualquier concepción reduccionista y tratando de ir más allá de los
múltiples
enfoques unilaterales, parciales o subjetivos. En un primer
acercamiento, cabe
distinguir un doble significado de religión. En el sentido más
particular y
obvio, la religión alude a un sistema concreto de creencias, ritos,
normas
éticas y formas asociativas que una sociedad considera expresamente
institución
religiosa o espiritual. Por otro lado, en sentido genérico y
transcultural, la
religión se entiende como un sistema adaptativo complejo, cualquiera
que sea su
categorización intracultural, que incide en el modelado de las
actitudes
respecto a lo real, es decir, los pensamientos, sentimientos y
comportamientos,
desde una instancia interpretativa y valorativa, inserta en el marco de
una
tradición cultural. Transmite un modelo de configuración de la realidad
vivida,
creado culturalmente, con pretensiones de verdad última, codificado en
relatos
míticos, acciones rituales y preceptos morales. En cualquiera de las
hipótesis,
el sistema «religioso» favorece que la gente participe de una visión y
una
vivencia del mundo que normalmente legitima el orden social, aunque a
veces
también pueda subvertirlo.
Aquí hablamos de la
religión en sentido descriptivo, esto es, considerándola como un
subsistema
social, acorde con el contexto histórico, que es objeto de estudio por
parte de
las ciencias sociales y humanas. Al aspirar a un conocimiento
científico, la investigación
no debe adoptar ninguna posición valorativa y ha de poner entre
paréntesis
cualquier preferencia filosófica personal. Además, debe estar abierta a
todo el
que quiera participar en la discusión de las hipótesis, sirviéndose de
los
métodos comúnmente aceptados y de las categorías generales de las
ciencias de
la religión. Este enfoque se caracteriza por una mirada distante
respecto a la
pretensión normativa del sistema religioso, por una actitud intelectual
libre
frente a toda consideración de ortodoxia o herejía. Habrá que tener en
cuenta
los esquemas generales, la diversidad de los sistemas concretos y el
contexto
de las condiciones sociales, políticas y económicas con las que
interactúa el
sistema religioso. Dado que no existe aún un proyecto de análisis
científico de
la religión con una metodología consolidada y consensuada por la
mayoría de los
especialistas, he optado por el enfoque expuesto por el teólogo Gerd
Theissen
en su esbozo de teoría general de la religión. Está inspirado en
conceptos
desarrollados por diferentes expertos y sigue de cerca al antropólogo
Clifford
Geertz en «La religión como sistema cultural» (cfr. Geertz 1973:
87-117). Este autor
escribe:
«Para un antropólogo, la
importancia de la religión está en su capacidad de servir, para un
individuo o
para un grupo, como fuente de concepciones generales, aunque
distintivas, del
mundo, del yo y de las relaciones entre sí, por un lado –su modelo de–
y
como fuentes de disposiciones ‘mentales’ no menos distintivas –su
modelo para–,
por el otro. De esas funciones culturales derivan a su vez las
funciones
sociales y psicológicas. Los conceptos religiosos se extienden más allá
de sus
contextos específicamente metafísicos para suministrar un marco de
ideas
generales dentro del cual se puede dar forma significativa a una vasta
gama de
experiencias intelectuales, emocionales, morales» (Geertz 1973: 116).
Por su parte, Gerd Theissen,
en su teoría de la religión, lo primero que hace es aclarar qué
se
entiende por «religión». Nos propone una definición muy sintética y
ponderada,
que a continuación explica con más detalle: «Religión es un sistema
cultural de
signos que promete ganancia de vida mediante la correspondencia con una
realidad última» (Theissen 2000: 15 y 234).
La definición
contiene tres elementos
entrelazados: 1) su esencia o estructura consiste en ser un lenguaje de
signos
creado culturalmente; 2) su función tiene que ver con promesas de una
vida
mejor en perspectiva; y 3) su fundamento pretende estar en consonancia
con una
verdad última, que es postulada por la religión por mucho que no sea
posible demostrarla
objetivamente.
1. La religión consiste en un sistema
cultural de signos, constituido
como un lenguaje, de
modo que «la religión tiene carácter semiótico, sistemático y cultural»
(Theissen 2000: 15). El carácter semiótico indica que se trata
de un
sistema objetivo de signos, cuyos significados proporcionan una
interpretación del mundo. Estos sistemas de signos por sí solos no
cambian la
realidad designada, pero sí modifican «nuestra conducta cognitiva,
emocional y
pragmática» (Theissen 2000: 16).
Lo específico de este
sistema de signos religioso radica en combinar tres «formas expresivas»
o modos
de significación que van estrechamente asociados y son susceptibles de
traducirse uno en otro y reforzarse recíprocamente. Las formas
lingüísticas
narrativas se expresan ante todo en mitos, pero se pueden desarrollar
en otro
tipo de discurso religioso y teológico. Las formas de acción simbólica
se
ejercen en rituales compartidos. Y las formas de normativa ética se
ponen en
práctica en el comportamiento individual y social.
Los mitos narran
historias de dioses o héroes, acontecidas en un tiempo privilegiado, a
las que
se confiere un carácter sagrado y ejemplar. Estos relatos fundan y
legitiman
los modelos de relación en la vida social, aunque, en ocasiones, pueden
cuestionarlos. El mito instaura un logos y unas categorías que
acaban
moldeando las estructuras mentales de los seguidores, imprimiendo en
ellos una
óptica muy marcada en la interpretación del mundo y del hombre.
En los ritos, los
signos son predominantemente símbolos que representan más con los
gestos que
con las palabras. La dramatización ritual durante el tiempo de culto
hace vivir
con intensidad emocional los modelos de conducta idealizados, valorados
y
santificados en el relato mítico concomitante.
En la forma del ethos,
el lenguaje de signos codifica lo pensado y lo vivido en normas de
actuación
para la práctica ética y política. De modo que lo que aparece
mitificado como
voluntad de Dios, de los dioses, de los héroes culturales, o de los
jefes
supremos, determina la vida; en ciertos contextos, llega a formularse
en
preceptos jurídicos, acatados como ley divina.
Toda religión, en cuanto
lenguaje de signos, no solo posee un carácter semiótico, sino
igualmente un
carácter sistemático: las formas expresivas mencionadas
conforman un
sistema complejo, un conjunto organizado de elementos
interrelacionados,
regidos por unas reglas precisas, algo así como el léxico y la
gramática de una
lengua. El sistema religioso instaura en su núcleo unos axiomas
implícitos,
desde los cuales regula las conexiones permitidas y las incompatibles,
determinadas por autorreferencia a las propias reglas instauradas. Así,
en todo
sistema religioso hallamos unos axiomas fundamentales, análogos
a los
postulados sagrados últimos de Rappaport (por ejemplo, el Dios único,
la ley
divina, el profeta, el redentor, etc.). Junto a los axiomas se
despliegan
numerosos temas fundamentales, referidos a aspectos sectoriales
del
sistema (por ejemplo, la creación, la oración, el amor al prójimo, el
ayuno, el
matrimonio, el juicio final, la circuncisión, la liberación, etc.).
Finalmente, hay que
subrayar que la religión como lenguaje semiótico y sistemático
constituye un
fenómeno de índole cultural, es decir, creado por grupos
humanos, aunque
por lo común estos suelan adjudicarle un origen divino. Por esta razón,
las
religiones son sistemas históricos: se forman por obra de personajes
carismáticos, cambian y evolucionan, se abandonan y se extinguen, en
sincronía
con la historia de las sociedades donde operan.
2. El mensaje de la
religión «promete ganancia de vida mediante la correspondencia con una
realidad
última», lo cual pone de relieve los fines o la función genérica del
sistema
semiótico religioso. La ganancia de vida que se espera obtener,
tanto en
el ámbito personal como en el colectivo, puede ser algo tangible, como
la salud
y la prosperidad económica, o bien algo más sublime, como la verdad, el
amor,
el perdón, o la vida eterna.
Hay que aclarar que las
funciones de la religión, lejos de simplismos como el «opio del pueblo»
y
tantos otros, son funciones complejas, de signo contrapuesto y hasta
contradictorio. En los individuos, aparte de moldear los aspectos
cognitivo,
emocional y pragmático dentro del orden instituido, a veces contribuye
a
controlar las crisis, pero otras veces provoca la crisis personal. En
la
sociedad, cumple normalmente una función socializadora, por
cuanto
interioriza en las mentes las normas y los valores de la sociedad,
conformándolas al orden establecido. Pero, sobre todo en momentos de
crisis, la
religión motiva a las personas para cuestionar el modo de vida normal,
oponerse
a él, o marginarse en modelos de vida alternativos.
Asimismo cumple una función
reguladora de conflictos en las relaciones entre grupos o clases
sociales.
Aquí, la funcionalidad puede estar en regular el conflicto mediante la
legitimación del consenso entre los grupos, potenciando los valores
comunes.
Pero, en situaciones inestables, no siempre tiende a desactivar el
conflicto,
sino que contribuye a provocarlo, apoyando la protesta y la utopía en
pro de
la justicia, como suele ocurrir con los fundamentalismos.
En definitiva, el enfoque más
acertado para entender la religión no está en la vivencia religiosa
como
experiencia de lo sagrado, ni tampoco en ciertas opciones explicativas
proclives a lo irracional y al subjetivismo. Al contrario, estamos con
Theissen
cuando afirma que consiste en algo previo, más básico: «al definir la
esencia
de la religión como sistema cultural de signos (…) subyace la
convicción de que
un lenguaje de signos, formado históricamente, es la condición de
posibilidad
de la experiencia religiosa y de las funciones vitales de la religión»
(Theissen 2000: 26).
¿Cómo consigue la
religión, definida como lenguaje de signos, ejercer sus funciones e
influir
efectivamente en la realidad, para propiciar ganancia de vida? En
primer lugar,
los relatos míticos describen roles que proporcionan modelos con los
que se
identifican las personas cuando adoptan un rol, lo interiorizan y les
sirve de
pauta en la vida práctica. En segundo lugar, la acción ritual opera con
símbolos mediante los cuales dota al mundo de significados y
referencias, más
allá de lo inmediato, que orientan en modo de habitar en el mundo y
vivir en
él. Y por último, la religión establece normas éticas, ya sean
preceptos
concretos o máximas morales abstractas, que influyen directamente en el
comportamiento práctico de la vida. Así, los roles, los símbolos y las
normas,
junto con la visión del mundo que transportan, resultan interiorizados
y se
convierten en a priori de la vivencia y la actuación:
«determinan el
modo y manera de interpretar el mundo y la vida, y de responder a
ellos»
(Theissen 2000: 29).
3. La tercera
y última parte de la definición señala que
el sistema religioso, ese lenguaje cultural, portador de promesas,
presupone
«la correspondencia con una realidad última». La religión no solo
desempeña una
funcionalidad práctica social, sino que posee la virtud de ofrecer una
interpretación del sentido del universo, la vida y el hombre.
Naturalmente, el
referente de esta pretensión no puede verificarse en el sentido
científico,
puesto que pertenece a un plano filosófico, metafísico, imaginario. Lo
que sí
cabe es analizar los significados que remiten a esa realidad última en
cuanto
elaboraciones ideológicas, en cuanto opciones filosóficas argumentables
y
objetivables en un debate, aunque en ningún caso llegarán a ser una
interpretación apodíctica.
Cada cual es libre de
creer en el axioma de su preferencia (sea Dios, Materia, Razón,
Progreso,
Individuo, Pueblo, Nación, Tao, Nirvana), netamente metafísico,
intangible y
trascendente, pero nadie está autorizado a imponer su creencia a otros
de forma
dogmática. Todas las posiciones están ahí en la historia y, por
principio,
siempre que estén bien argumentadas, son legítimas, al mismo tiempo que
cualquiera tiene derecho a reconsiderarlas, someterlas a crítica,
admirarlas,
aceptarlas o rechazarlas desde su propio razonamiento filosófico.
Porque
sabemos que también pueden constituir ídolos, cuyos ideólogos profetas,
celosos
por subyugar a todo el mundo, dictan draconianos mandatos a la
sociedad,
mientras difunden mitos pretendidamente salvíficos, con promesas
indefectiblemente desmentidas por los hechos.
La
estructura constitutiva del
sistema religioso
Conforme a la
teoría de la religión que acabamos de presentar, en los
términos propuestos por Gerd Theissen, el sistema religioso constituye
como un
lenguaje que articula en un todo complejo tres «formas expresivas» que
codifican lo narrativo, lo simbólico y lo pragmático, a saber: el mito,
el rito
y el ethos; un lenguaje compartido
por la comunidad que asume como propias tales formas expresivas y vive
inspirándose en ellas.
Hemos considerado la
religión como un subsistema específico dentro del sistema social, pero
también
hemos dicho que puede aparecer como una dimensión inherente a otros
subsistemas
de la sociedad. Incluso, a veces, resulta difícil distinguir entre una
cosa y
otra. En cuanto sistema con especificidad propia, codifica lo que se
suele
denominar sagrado, mistérico, absoluto o divino, conforme a lo que en
cada
sociedad se entiende expresamente como religioso. Pero, por otro lado,
en
cuanto dimensión de otros dominios de la vida social, la religión les
imprime
su sello de manera más bien explícita. Por ejemplo, al hablar de
música
religiosa, arte religioso, moral religiosa, pensamiento religioso, vida
religiosa, persona religiosa, asociación religiosa. En ciertos casos,
la
dimensión religiosa solo se halla latente o implícita; por ejemplo, en
la
orientación según sus principios religiosos que un creyente da al
trabajo, a la
vida familiar, al compromiso político, a la investigación científica,
etc.
Parece indiscutible que no
tiene por qué ser necesariamente «religioso» todo mito, rito, fiesta,
arte,
cosmovisión, vivencia espiritual o decisión ética. Más bien, todos esos
elementos se invisten de un carácter religioso en la medida en que
remiten a una
última instancia de lo sagrado, lo infinito, lo excelente, lo divino,
lo
espiritual, o reclaman para sí ese carácter. Una religión, por tanto,
constituye un sistema ideal de creencias y normas prácticas que operan
como
principios de organización del comportamiento colectivo e individual,
sancionados por referentes últimos que justifican o legitiman su valor
y
sentido para la sociedad humana. Desde otra perspectiva, hay religión
allí
donde se da un proceso de idealización
o divinización de unos
referentes últimos, como axiomas fundamentales misteriosos,
vinculados a
la sacralización de verdades,
personas, tiempos, lugares, objetos o experiencias. El «misterio» se
hace
visible, audible, tangible en los rituales de adhesión, en los mitos de
legitimación, igual que en las ideologías políticas y las filosofías
salvíficas
o terapéuticas, cuyas resonancias religiosas admiten pocas dudas.
En suma, según venimos
viendo, la compleja realidad religiosa toma cuerpo en la sociedad como
un
sistema de ritos, mitos, modelos de comportamiento, estilos estéticos,
sustentado por una comunidad organizada. En síntesis esquemática, su
contenido
se expresa gestualmente mediante el rito (ritualización), se comunica
lingüísticamente por el mito (mitificación), se plasma éticamente en la
moral
(moralización), se traduce sensiblemente en las artes (estetificación),
se
organiza comunitariamente en la institución (institucionalización), se
interioriza emocionalmente por la devoción (espiritualización), se
orienta
socialmente en la política (politización), se conceptúa racionalmente
en la
teología (teologización), sin que esta enumeración agote todas sus
facetas. En
consecuencia, la visión religiosa puede investir todas las vertientes
culturales, que adquieren un aura de sacralidad, de valor referido al
último
criterio instaurado, del que depende el discernimiento del mal y del
bien, la
salvación, la liberación, la justicia, el nirvana, la armonía, la paz.
En el
fondo de su funcionamiento, cultura y religión (que es culto), sin ser
lo
mismo, comportan una profunda coincidencia.
Cuando estallan conflictos
religiosos en la sociedad moderna, los defensores de la religión
preponderante
sostienen que solo la suya es verdadera y que la religión de los demás
es falsa
o incluso ni siquiera es religión; mientras que los impugnadores
laicistas
aseveran que lo de los demás es religión, con un sentido peyorativo,
como si su
propia ideología no lo fuera en absoluto. Aparte la ironía, tenemos ahí
dos
intentos espurios de eludir la inevitabilidad de lo religioso en cuanto
categoría constitutiva de lo humano, que arraiga en la estructura
cultural de
la sociedad y en la mente de los individuos, que evoluciona
históricamente, que
presenta innumerables formas, como ocurre con todos los universales
culturales,
como pasa con la lengua, el parentesco, la economía, el saber o el
arte. El
lugar de los postulados últimos sagrados nunca está «vacío»;
tal cosa
solo ocurriría a condición de que se desterrara de la sociedad,
radicalmente,
todo valor de verdad en el conocimiento, todo valor de bondad o
justicia en la
acción, todo valor de gozo y sentido de la vida. Pero ¿se podría vivir
así?
Porque parece claro que, también dentro de un enfoque «laico», ateo o
agnóstico, hay algo que cumple la función sagrada: la filosofía de la
vida
transmitida, codificada simbólicamente, la provisión de esquemas de
imitación y
reflexión que marcan como altamente valiosas determinadas prácticas
humanas. No
convence en absoluto que lo sagrado tenga que atenerse a ser una íntima
experiencia «tremenda y fascinante», al decir de Rudolf Otto. Ni una
«hierofanía» o manifestación de lo sagrado trascendente, al modo de la
fenomenología de Mircea Eliade. Tampoco tiene por qué limitarse
estrictamente,
aunque sea un planteamiento más profundo y objetivo, a la
conceptualización de
unos «postulados sagrados últimos» (Roy Rappaport). Pues pueden ser
mucho más
flexibles las interpretaciones del fundamento invisible del orden
social y
cósmico, así como los sistemas de creencias derivados, con los que
entran en
interacción los múltiples factores de la existencia humana.
La actividad religiosa, o
el aspecto religioso de la actividad humana, operan por medio de
codificaciones
semióticas, simbólicas e imaginarias y, a través de ellas, consigue un
efecto
en la realidad personal y social. Lleva a cabo una mediación que crea orden en la experiencia de caos,
desorden y contradicciones a la que se enfrenta la condición humana.
Crea orden
en las ideas, aportando el marco de una visión del mundo; en los
deseos, con
motivaciones tendentes hacia un ideal de armonía en la convivencia y en
la
propia vida; en los comportamientos, moralizando las relaciones
sociales. Sin
embargo, esto no significa que la religión no pueda pervertirse, hasta
el punto
de torcer su influjo y operar patológicamente en apoyo de un desorden
establecido o emergente. Igual que quien habla puede mentir, quien
manda puede
abusar, quien vende puede robar, quien cura puede matar. Y es que la
patología,
por incompetencia o por maldad, no cesa de acechar a cualquier
dimensión de la
existencia humana.
Los
componentes míticos, rituales y éticos de la religión
Si atendemos a
las estructuras antropológicas, el sistema religioso, como
venimos repitiendo, articula tres planos principales: mito, rito y
ética,
correspondientes en líneas generales al conocimiento, el sentimiento y
el
comportamiento. Cada uno de ellos da lugar a un amplio repertorio de
desarrollos, donde predominará una u otra tendencia y, a veces, la
ambigüedad.
En efecto, en primer lugar, está el plano de lo pensado,
la cognición, la meditación, el sistema de ideas o
creencias referentes al significado último del mundo y la humanidad, su
origen,
su finalidad. Se trata del mismo campo donde convergen la mitología, la
filosofía, la teología y todos los saberes, sin excluir las
aportaciones de la
ciencia, pero más allá de ella. En segundo lugar, el plano de lo vivido, la vivencia o devoción, la
contemplación, el sistema de emociones que vinculan con la comunidad,
con la
naturaleza y con lo divino. Tienen que ver con la espiritualidad, la
mística,
la liturgia, el culto, en cuanto movilizan una adhesión afectiva o
unitiva. En
tercer lugar, el plano de lo actuado,
la acción práctica, el compromiso, el sistema de valores o normas
puestos por
obra en los comportamientos categorizados como buenos. Su eficacia, que
abarca
desde la magia a la técnica y la estrategia, se muestra en los hechos
de la
moral individual y social y de la política. Estos tres planos, que
tienden a
una congruencia entre sí, están siempre sustentados en alguna clase de
organización religiosa, en una comunidad o red de comunidades, sea una
iglesia,
una shanga, una umma, un partido,
etc. Finalmente, toda esto deja su impronta
tangible en objetivaciones materiales: escrituras, templos,
monasterios, obras
de arte y música, objetos litúrgicos, instituciones, como soportes
cargados de
significación, producto de lo que los creyentes respectivos pensaron y
dijeron,
sintieron y expresaron, hicieron y legaron afanosamente, quizá durante
siglos.
Volvamos
ahora, con más detenimiento, a una explicación
más amplia de cada uno de esos componentes del sistema religioso,
manteniendo
la perspectiva y detallando un poco más la descripción, a fin de que se
comprenda mejor.
1. El
componente mítico. Hemos visto que las
creencias de tipo religioso se formulan y transmiten mediante
narraciones de carácter semiótico y simbólico. Este lenguaje de signos
adopta
diversos géneros literarios, por ejemplo, histórico, profético,
sapiencial,
mítico, dogmático. Pero, en todos ellos, lo más importante no es tanto
la
literalidad de lo que se cuenta, sino lo que se quiere significar con
aquello
que se cuenta. La clave no radica tanto en los contenidos relatados,
sino en
los significados cosmovisionales y pragmáticos connotados. Sin duda, el
género
religioso por antonomasia es el mito,
no solo por la construcción de grandes relatos mitológicos, sino porque
el
pensamiento mítico subyace siempre a todos los demás géneros literarios
mencionados.
El mito metamorfosea lo
real en una narración que desborda lo empírico y lo histórico. Cuenta
una
historia fantástica en la que intervienen actores imaginarios, en
general
sobrehumanos o «sobrenaturales», a veces en su propio mundo, a veces en
el
curso de los acontecimientos sociales. En ocasiones, en ciertas
mitologías, se
da una historización del mito, cuya otra cara implica una mitificación
de la
historia fáctica. Las creaciones simbólicas del pensamiento mítico
entrañan una
visión del mundo, cuya finalidad no es explicativa en sentido objetivo
o
científico, sino desveladora de un orden cósmico subyacente y un orden
moral.
Cada cosmovisión implica normalmente una concepción del tiempo, ya sea
como
reversible, como irreversible, como inmanente, como eterno, como
irreal, como
única realidad.
La verdad que se le exige
a una teoría científica no es la «verdad» a la que se refiere el relato
mítico.
Igual que la literatura y el arte, este relato admite la ficción, es
creativo,
pero a la vez requiere el asentimiento social gracias al cual se hace
verdadero. Entonces ordena el mundo y orienta la actuación en él y crea
comunidad. Conlleva su propia verdad como visión fundamental o última,
que
confiere una sanción, legitimación o santificación, dando así
estabilidad al
devenir caótico y cambiante del mundo.
La forma de presentarse
este tipo de relato resulta muy variable: historias de espíritus, de
dioses y
de hombres, profecías, credos, dogmas, saberes exotéricos y esotéricos,
filosofías. En las sociedades con escritura, los relatos consagrados
dan origen
a una tradición textual, que con el tiempo cristaliza en un canon de
«escrituras sagradas» y los subsiguientes comentarios exegéticos. Así,
los
textos fundacionales del vedismo, los Vedas,
fueron seguidos por los Upanishads;
las Analectas de Confucio, por los
comentarios; el Sermón de Benarés,
por las escuelas budistas; la Torá y
el Tanaj hebreos, por el Midrás y
el Talmud; el Nuevo testamento,
por las epístolas del siglo II y los Santos Padres cristianos; el Corán, por los hadices y los
comentarios. Con frecuencia, los textos de las
fuentes canónicas pretenden ser una «revelación» divina, sobre todo en
las
llamadas religiones proféticas, con lo que reclaman para sí el máximo
grado de
autoridad y veracidad.
Sea cual sea su pretensión
de verdad, el hecho es que se trata siempre de productos de un lenguaje
humano,
de conceptos pensados en un contexto etnográfico o histórico concreto.
Luego,
estos productos adquieren una relativa autonomía. Los mitos se piensan
ellos en
nuestras cabezas, como dijera Lévi-Strauss, poseen su propia lógica
interna,
como los sueños, y dialogan entre sí tanto como con las circunstancias
contingentes
que rodean su repetición.
Según la variable
orientación del discurso mítico y su interpretación, las posiciones
resultantes
reciben numerosos y dispares calificativos: profetismo, sabiduría,
superstición, gnosticismo, dogmatismo, literalismo, integrismo,
racionalismo,
sobrenaturalismo, fundamentalismo, criticismo, materialismo, nihilismo,
ortodoxia, etc. A lo que cabría añadir las denominaciones de las
diferentes
ramas y la proliferación de sectas en cada una de las grandes
tradiciones.
Otra distinción recurrente
tiene que ver con cuáles son los destinatarios de la verdad o la
doctrina: si
es para todos, o solo para una minoría privilegiada. Porque el mensaje
puede
dirigirse a un pueblo elegido (los hebreos, los árabes, los
proletarios), o
bien a toda la humanidad; puede ser exotérico (abierto a cualquiera) o
esotérico (para la élite iniciada, como la gnosis, el zohar o la
cábala, la
masonería); puede seguirlo toda la sociedad (los laicos cristianos),
pero su
plenitud solo la alcanzan los perfectos (los monjes); del mismo modo
que el
mensaje original de Buda iba destinado a los monjes (budismo theravada) y luego se extendió a todos
(en el budismo mahayana).
2. El componente ritual.
La cuestión de si fue antes el
rito que el mito me parece insoluble, por especulativa, y sin mucho
interés. En
cualquier caso, ambos se combinan y complementan. De alguna manera, la
actuación ritual representa con gestos lo que el relato mítico dice con
palabras,
aunque seguramente las palabras hablan más al pensamiento y los gestos
movilizan mejor el sentimiento. Se expresa en la oración, el canto, la
danza,
los sacramentos, las posturas del cuerpo y de la mente, las ceremonias
iniciáticas,
las paraliturgias y las manifestaciones públicas, el culto oficial y la
piedad
privada.
El rito admite una
polaridad que oscila entre lo colectivo y lo íntimo, pero es siempre
una
actuación pautada socioculturalmente, nunca efecto de la pura
naturaleza.
Supone, por parte de los participantes, alguna percepción del
significado
mítico correspondiente, por simple que sea, porque, si no, solo serían
gestos
ciegos y disposiciones de ánimo carentes de sentido.
Las actuaciones simbólicas
del rito ponen en escena, aunque solo sea en el escenario de la propia
conciencia, unos gestos corporales o mentales, cargados de emoción, o
mejor,
que modulan la emoción con mayor o menor intensidad con respecto a
cierta
concepción del mundo. En casos concretos, el ideal prescribe la
armonía, el
vacío, la impasibilidad, la ataraxia, el hesicasmo.
La ceremonia ritual crea
la comunidad y recrea las relaciones de fraternidad, o de jerarquía, de
unión
mediada o inmediata con la divinidad, en consonancia con el mensaje
codificado
de forma no verbal. Esto no implica que el orden ceremonial sea una
réplica del
orden social, pues en ocasiones se presenta como su negación
imaginaria. El
rito también propicia una vivencia del tiempo con un esquema
particular, a
veces rememorando los orígenes mitificados, a veces marcando etapas
hacia una
meta futura, a veces insertándose en un ciclo que se reinicia sin fin,
a veces
intentando escapar del tiempo ordinario hacia una eternidad o una
historia
utópica congelada.
Con independencia de que
aspire a potenciar o a disolver la individualidad, las expresiones
rituales
pueden propender en distintas direcciones: ritualismo sacrificial,
ascetismo,
misticismo, liturgismo, pietismo, espiritualismo, magia, folclore,
militarismo,
fanatismo político, etcétera. Del estilo más hierático al más
cotidiano,
siempre se observan unas reglas precisas, establecidas por la
costumbre, o por
personajes con prestigio carismático, o situados en puestos de
autoridad y
poder.
Tal vez haya que entender
el desarrollo de las artes vinculadas a lo sagrado y al culto como
aspectos del
rito, ya que son expresión de las concepciones míticas asociadas y, en
general,
sirven como elementos del proceso ritual, al tiempo que plasman y
comunican una
sensibilidad religiosa: arquitectura, imaginería, pintura,
indumentaria, música
y canto, escritura sacra, discursos sacralizados. De hecho, se observa
en la
historia de las religiones un paralelismo de los estilos artísticos con
las
fases de la evolución religiosa, como es el caso del románico, el
gótico, el
renacentista y el barroco en Europa. Pese a las pretensiones de algunas
vanguardias, el arte queda siempre más cerca del mito que de la
ciencia. Y un
rasgo típico de las religiones consiste en encarnarse en formas de
arte, hasta
el punto de que la decadencia religiosa repercute también en la
decadencia
artística y estética. Es lo que observamos, por ejemplo, en la
proliferación de
estatuas de Buda, cuyo culmen podría estar en el templo de Adashino
Nenbutsu-ji, en Kioto, donde se yerguen millares de Budas de piedra; o
quizá en
esa barroca reduplicación de Cristos que desfilan en procesiones de la
Semana
Santa. Usar el arte supone promoverlo, pero también controlarlo
proscribiendo
determinadas formas de representación. Así, la religión hebrea prohibió
toda
escultura de Dios. La religión islámica rechazó la representación
plástica de
Dios, de Mahoma y de todo humano o animal. En la Iglesia ortodoxa
bizantina, en
el siglo VIII, se desató la enorme polémica de la iconoclasia. El
reformador
Calvino, en su intolerancia teocrática, impuso severas restricciones a
las
imágenes en las iglesias.
3. El componente ético. Si
el rito crea la comunidad
religiosa mediante la vivencia simbólicamente compartida, por su parte
la ética
o moral, al instaurar las normas de convivencia reguladoras de las
relaciones
sociales, hace posible la vida real. La acción práctica humana debe
someterse a
mandamientos, principios, razones, que instauran una continuidad entre
la ética
y la política, entre la libertad individual y el cumplimiento de la ley
en la
vida social.
Los principios éticos no
pueden ser una deducción empírica o científica. Pues de lo que hay
objetivamente, o de lo que es posible, no se sigue necesariamente qué
es lo que
uno debe o todos debemos hacer. Esto significa que la decisión ética
esconde
siempre una creencia mítica, una inspiración en modelos valiosos,
excelentes,
sagrados, divinos. No excluye el conocimiento objetivo, pero hace
intervenir al
pensamiento mítico, incluso cuando se concibe a sí misma como ética
«laica». De
manera análoga, también los rituales pueden adoptar apariencias
seculares, a
condición de que camuflen la índole última de su fundamento.
Por otro lado, con
frecuencia, las creencias religiosas vinculan la eticidad de la acción
con
repercusiones o consecuencias que van más allá de este mundo: de ella
depende
alcanzar la liberación del sámsara,
el nirvana, la inmortalidad del alma, la salvación eterna, el paraíso.
Parece
como si la ética hubiera inventado el trasmundo, o lo entreviera, como
una
exigencia imperativa, en orden a compensar las injusticias insolubles
del mundo
inmanente.
Lo que está en juego es la
viabilidad del sistema social, que, en la medida en que depende del
comportamiento de los individuos y los grupos, requiere una normativa
ética
común. Es legítimo discutir si es el mismo el campo de la ética y el de
la
política, aunque probablemente lo que se opone no es ética y política,
sino
distintas políticas, cada una con su propia ética. La «falta de ética»
no es
otra cosa que el juicio de una posición ética sobre otra. Porque no hay
innatamente un consenso universal acerca de la bondad y la maldad, la
libertad
y la opresión, la justicia y la injusticia del comportamiento humano
concreto.
Los derroteros por los que
discurren las elaboraciones éticas, o ético-políticas, han seguido
orientaciones muy encontradas y controvertidas: legalismo, karma,
teocracia, cesaropapismo,
apocalipticismo, escatologismo, mesianismo, casuística,
tradicionalismo,
yihadismo, revolución, reformismo, utopismo, pragmatismo, etc.
A propósito de la ética,
que señala las reglas prácticas que implementan valores, quizá sea
pertinente
una reflexión en torno al concepto de «valor». Ante la oposición
clásica entre
hecho y valor, opino que lo más radical no es que sea verdadera o
falsa, ni que
haya que relativizarla; es que posiblemente sea una falacia, una
oposición
errónea. En efecto, parece quererse indicar con «hecho» algo que se da
u ocurre
con total independencia, en sí mismo.
Mientras que el «valor» siempre sería relativo a los sujetos humanos,
algo para mí, para nosotros. Con
ello, la oposición vendría a equivaler a la dada
entre objetivo y subjetivo. Pero tal oposición está aquí mal planteada.
El hecho como acontecer en sí,
independiente de toda subjetividad, a lo que se opone es a la acción humana, como acontecer
dependiente de un sujeto. Mientras que el valor se
puede atribuir, según se entienda, a cualquier
hecho y a cualquier
acción.
La oposición clásica
enmascara una negación de valor para
todo hecho: nada fuera de lo humano tiene valor alguno. De modo que
ningún
orden físico, ningún ser de la naturaleza sería más que un «hecho»,
carente de
todo valor en sí mismo. Los seres vivos en cuanto están ahí en el plano
fáctico
no tendrían tampoco ningún valor propio. Lo cual está a un paso de
afirmar que
no existe nada digno de respeto en el orden natural, en la Tierra (Gaia), por lo que todo tendría que
plegarse totalmente al valor promulgado por el sujeto humano... En
realidad, un
valor se opone, no a un hecho, sino a otro valor distinto, que puede
ser
incluso contradictorio. El enfoque más coherente está en oponer hecho a
acción,
en el plano de las actuaciones. Y oponer valor para un sujeto a valor
para otro
sujeto, en el plano de las preferencias.
En el fondo, la distinción
clásica depende de un juicio de valor subjetivo, una maniobra
valorativa que evalúa que ningún
«hecho» posee valor alguno. Pero entonces, el «hecho» es siempre el
resultado
de una valoración más o menos arbitraria y oculta. Más aún, se produce
una
irónica mutación semántica del valor, en la presunción de que todos los
hechos considerados por las ciencias
(física, química, astronomía, cosmología, etc.) se resuelven en
magnitudes
mensurables con un «valor» matemático.
El sentido ético del valor se
sitúa entre el ser y el no ser:
finalmente en el eje vida-muerte que afecta al plano biológico y al
antroposocial, respecto al que cabe discernir una gradación de calidad.
El
concepto de valor hace referencia, en última instancia, al valor de
satisfacción
de las necesidades de un sistema para perseverar en su existencia...
Para los
seres vivos, alude básicamente al valor
de supervivencia y de adaptación óptima. Para los humanos, el valor
apunta
además a criterios de bienestar y seguridad, aunque es posible que solo
culmine
en la justicia. Aquí, la marca del valor corresponde a la marca de lo
bueno, lo
excelente, lo divino, lo espiritual, lo «humano».
4. La dimensión comunitaria.
Por último, señalemos el hecho de
cómo los movimientos sociales de índole «religiosa» tienden a
convertirse en organizaciones religiosas, frecuentemente en
instituciones
jerarquizadas; a veces, intentan formar comunidades de tipo fraternal e
igualitario. La religión organizada pone de manifiesto toda una gama de
propensiones a las que podemos asignar etiquetas tales como:
carismatismo,
jerarquismo, comunitarismo, congregacionalismo, clericalismo,
sectarismo,
monaquismo, etc. Con raras excepciones, se establece un sistema de
mediadores
que facilitan la comunicación con la dimensión sagrada, que se hacen
portavoces, intérpretes, brahmanes, transmisores, pontífices, gurús,
profetas,
muftíes, ayatolás, sacerdotes, intelectuales, clérigos de múltiples
especies.
Todas las religiones
históricas más extendidas han promovido algún tipo de comunidad
fundacional,
caracterizada en su composición por algún rasgo de su mensaje o su
ideal. Con
una total simplificación, podemos recordar la shanga
budista, formada por monjes; la ecclesia cristiana,
abierta a discípulos de todas las naciones; la
sinagoga judía, en general con un fuerte matiz étnico; la umma
mahometana, reservada a los árabes, hasta la
llegada de los
califas abasíes.
En la historia de las
civilizaciones, raramente encontramos una coextensión perfecta entre la
comunidad religiosa y la comunidad política, ni siquiera en el caso de
las
religiones universalistas. Sin duda, ese fue el sueño de casi todos los
imperios. Pero el hecho de la diversidad de fes resulta tan persistente
como el
de la diversidad de lenguas. Lo más que se ha alcanzado, hasta el día
de hoy,
es la hegemonía de alguna de ellas. Sin embargo, ¿sería disparatado
pensar que
hay un vínculo «religioso» en toda comunidad humana en cuanto funciona
como
unidad política, como unidad de convivencia? ¿Sería completamente
incoherente
llamar religión a lo que cumple las funciones sociales y psicológicas
de la
religión? Nuestra conclusión es que donde hay un sistema de
significados que
promete un aumento de valor de la vida, con la pretensión de estar
últimamente
bien fundado, y donde este sistema ofrece relatos míticos que
interpretan el
mundo, ceremonias rituales de participación y normas éticas de
comportamiento, sin
duda allí hay religión.
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