Pensar la religión desde la modernidad crítica

7. La religión y el individuo humano

PEDRO GÓMEZ




Un mecanismo para la integración del individuo en la sociedad


El individuo sujeto humano, que es un cuerpo vivo e inteligente, posee el genoma y el cerebro propios de su especie biológica, así como la inscripción de los rasgos culturales típicos de su sociedad. Se han estudiado los engramas neurocerebrales, las reglas epigenéticas, los universales culturales, la naturaleza humana. Ahí comienza la posibilidad de humanizarse el individuo, mediante la peculiar apropiación efectuada durante el aprendizaje, la experiencia acumulada y la memoria de cuanto aprende, experimenta y elabora, conoce y siente, obra y comunica ejerciendo su libertad. La socialización o inculturación en un campo cultural determinado es lo que posibilita la individuación. En nuestros días, cada uno tiene que configurar su personalidad individual única, la propia biografía, en las condiciones de la imagen del mundo, la vida y la humanidad dadas a conocer por las ciencias, y en virtud de las opciones filosóficas que adopte. Al hacerse cargo de la propia existencia, uno va construyendo el sentido personal de la vida, para lo que ha de superar una doble alienación: la de los procesos subconscientes de orden cognitivo, emocional y resolutivo, que han de ser integrados, y la de los esquemas socioculturales, que deben ser discernidos continuamente. Por esta vía progresa la autodeterminación de un proyecto de vida, sobre el que siempre planea la interrogante sobre su sentido último. Y aquí asoma la cuestión religiosa.


Una persona puede no pertenecer a ninguna tradición de fe, ni sintonizar con las creencias de ninguna religión organizada, de modo que sea una persona no religiosa desde el punto de vista institucional. Incluso se puede considerar a sí mismo como arreligioso, irreligioso, ateo o agnóstico, algo muy normal. Ahora bien, de ahí no se deduce que esa persona sea objetivamente ajena a toda posición religiosa, si son ciertas las teorías que afirman que la religión está anclada en la naturaleza humana, que forma parte integrante de los universales culturales en toda sociedad y que sus mecanismos entran en juego en la dinámica del psiquismo individual.


La individualidad no llega a constituirse sin aquello que la precede. En cuanto parte del sistema cultural, antropológicamente hablando, la religión precede al individuo con el mismo fundamento que la lengua hablada, la estructura de parentesco, la escala musical, etc. Todos esos factores comportan desarrollos históricos de las respectivas dimensiones bioantropológicas. Una vez producida la socialización del individuo en la vida ordinaria, cada uno podrá hablar o callar, relacionarse o no con sus parientes, cantar o desafinar, etc. El sistema cultural transmite contenidos para la actuación particular, pero lo que impone se define sobre todo en términos de reglas y posibilidades. Impone la gramática y el léxico, pero no tanto lo que hay que decir. Así, los significados de lo religioso no son un repertorio cerrado, sino que se redefinen socialmente a lo largo de la historia, y las personas, sin dejar de estar sumergidas en el seno de la sociedad, a medida que maduran, van construyendo individualmente los contenidos de sus creencias, emociones y prácticas.


A fin de cuentas, es el individuo como persona humana quien posee en exclusiva los atributos de la sensibilidad, la racionalidad, la libertad, en una palabra, la conciencia reflexiva y responsable. Aunque opere en sociedad, con códigos culturales, y en comunidad de vida, la conciencia personal permanece como un baluarte irreductible en la interacción con el universo, la vida, la historia y la trascendencia.


Bien es cierto que la existencia humana individual, en comparación con la escala de la sociedad, resulta insignificante, frágil y efímera, sin embargo es en el individuo donde reside la realidad concreta de la especie biológica, de la cultura y de la conciencia. Solo él comporta en sí mismo los esquemas bioevolutivos que instauran la humanidad. Yendo desde lo más básico hacia arriba, cabría rastrear de alguna manera la sinuosa pista que lleva, desde las leyes físicas y genéticas de la naturaleza, a través de las reglas de la cultura, hasta la configuración de las decisiones de la persona. A través del cuerpo y la mente, como estructuras en el trasfondo de la conciencia, se conocen hoy, según ya hemos mencionado, predisposiciones al pensamiento religioso, a la elaboración de significados interpretativos del cosmos, la vida y la historia, que siempre sobrepasan el conocimiento empírico. En efecto, el mito, clave del lenguaje religioso, es, para la antropología, una forma omnipresente de interpretar la realidad, de la que nadie puede prescindir por completo. Se pone en acto siempre que alguien confiere un sentido a su experiencia humana del mundo y la sociedad, a veces en aspectos fragmentarios, pero sobre todo cuando se refiere a la totalidad y la ultimidad.


Con respecto a los individuos, una de las funciones primarias del sistema religioso es producir la integración social. Favorece que el individuo salga de su aislamiento y se sienta acogido como parte de un grupo o comunidad. Así, se sabe perteneciente a una institución importante, significativa, poderosa y perdurable. Esta adhesión, no obstante, presenta contrastes y ambivalencias, para bien y para mal. Puede potenciar la alienación de la gente, pero también la autoafirmación y la autonomía. En efecto: «La religión puede ser un aglutinante social y un impulso renovador, puede hacer a los hombres tímidos y conformistas, pero puede ayudarles también a actuar con independencia» (Theissen 2004: 18). Aunque la ambivalencia es general, y encontramos de todo en determinados contextos históricos de cualquier religión, observamos que hay formas de pensamiento religioso que priman la sumisión a la colectividad (Confucio, Mahoma, Lenin), mientras que en otras formas predomina un mensaje de emancipación y libertad individual (Buda, Sócrates, Jesús). Otro contraste diferente pone de relieve que, si bien la función normal de la religión es integradora, también puede impedir la integración en la sociedad, como ocurre con el islamismo en los países de Europa.


El mismo sistema que ejerce una funcionalidad en el plano social es el que, al mismo tiempo, desempeña profundas funciones psicológicas. Sin duda hay sinergias, en la medida en que la cultura es interiorizada por los individuos. Pero también se dan desajustes, tensiones permanentes entre el individuo y lo social. O, por el contrario, se da una integración doctrinaria en la uniformidad colectiva que tampoco está exenta de riesgos graves de pérdida individual.


Cuando la adhesión al grupo es tan absoluta que anula la razón y la libertad personal, se vuelve patológica y fácilmente aboca al fanatismo. El fanatismo representa el fracaso más estrepitoso y la peor patología que aqueja a la religión, aunque no es algo privativo de ella, pues también acecha a cualquier ideología política, al ateísmo dogmático y a un ámbito tan alejado como es el deporte. El fanatismo constituye un caso de rampante sociocentrismo, por el que se antepone el interés del propio grupo hasta el punto de producir ceguera con respecto a los demás. En consecuencia, el fanático asume que el endogrupo siempre lleva la razón, por principio, y el exogrupo siempre yerra. El fanático se identifica con su objeto de adhesión con tanto entusiasmo que cifra en él el valor absoluto, la verdad plena que lo posee y que él posee en exclusiva. Esta posesión mutua hace creer subjetivamente que uno tiene todo el derecho, de tal manera que se justifica cualquier clase de tropelías contra los disidentes, una vez dictaminado que estos solo pueden yacer en el error y la maldad.


Es probable que la actitud fanática constituya también un caso particular de maniqueísmo, que contrapone radicalmente la luz a las tinieblas, la verdad total a la mentira total. Es, desde luego, una forma de sectarismo, ese celo que divide el mundo en buenos y malos: el propio grupo es el único que obra bien y todos los demás son herejes y malvados. En ocasiones, adopta ademanes de populismo: la noción imaginaria de «pueblo» (por supuesto «elegido») que suele utilizar su «vanguardia» como un mazo ideológico y político con el que aplastar la libertad de los ciudadanos y eliminar el pluralismo social. En esta clase de comportamientos, la exigencia legítima de dar sentido al mundo, en la que se embarcan los individuos, degenera en la demencia, a veces violenta, de imponérselo a los demás a toda costa. De ahí que sea imperativo, para la persona crítica, deslindar netamente entre las formas saludables de religión y sus versiones espurias, propensas a la alienación individual y colectiva.



Las funciones psíquicas que cumple el sistema religioso


Si una tradición religiosa transcurre socialmente en la escala de los siglos e incluso de los milenios, la religión vivida por la persona individual está confinada por fuerza dentro de la experiencia posible en el lapso de unos cuantos decenios. Aunque es verdad que algunos individuos inciden sobre la historia de las religiones, son estas más bien las que, al ser anteriores, los troquelan mentalmente y marcan su sensibilidad. A escala de la existencia individual, y cuando no se limita a ser un mero cumplimiento rutinario de formalidades vacías, la religión procede como religiosidad vivida, a veces denominada espiritualidad, promoviendo alguna clase de transformación interior. La vida interior, la vida espiritual, la vida intelectual y emocional llevarán un sello reconocible, pues en ella se actualizan normalmente algunas potencialidades de la propia tradición. Solo en ciertos casos infrecuentes, una personalidad excepcional es capaz de introducir elementos inéditos.


Es aceptable distinguir entre el ámbito de los ritos de la religión organizada, en general de carácter público y con una dimensión fundamentalmente colectiva, y el ámbito de la experiencia religiosa personal que, aun cuando utilice los mismos códigos, acontece en la intimidad del individuo. Sin embargo, la diferencia quizá sea más bien de matiz o de grado, basada en la acentuación de la libertad personal por encima de las fórmulas consagradas por la tradición y, a veces, impuestas con el beneplácito del poder político. Pero parece muy poco convincente la distinción que algunos establecen entre la «espiritualidad» y la «religión», contraponiéndolas y adjudicando la primera denominación a la religión que cultiva el individuo, y la segunda a la religión que funciona socialmente. Sería como pensar que la lengua española que uno habla personalmente no tiene que ver con la lengua española normal, aunque uno no sea miembro de la Real Academia, y aunque uno discrepe de ella en tal o cual punto. En ambos casos, se trata del sistema instituido en la sociedad como parte de la cultura e interiorizado a su manera por cada individuo. Por eso, no es de extrañar el hecho de que la mayoría de los ateos, en su crítica a la religión, lo que tienen en mente refleja la versión ortodoxa y conservadora de la religión institucional, pues esta es la que identifican espontáneamente como la verdadera religión, de la que disienten. Por lo demás, las formas espirituales que defienden los amantes de la «espiritualidad», y que suelen presentar como alternativa, en realidad, se encuentran todas también en el seno de las organizaciones religiosas y sus tradiciones. En consecuencia, la espiritualidad, no menos que la religiosidad popular, y la religión se interconvierten y pertenecen a la dinámica del mismo sistema. La diferencia significativa, si es que existe, estará sobre todo en ciertos matices o variables de contenido de preferencia subjetiva, a escala psicológica individual.


Por otro lado, la experiencia de adhesión religiosa nunca se restringe a ser una emoción totalmente ciega e irracional, pues entonces ni siquiera se podría saber o decir que se trata de algo religioso. Siempre moviliza, a la vez, elementos psicológicos, de orden intelectual, sentimental y comportamental. En su teoría de la religión, ya citada, Gerd Theissen, al analizar la función psíquica de la religión, distingue en ella precisamente esos tres aspectos, cognitivos, emocionales y pragmáticos (cfr. Theissen 2000: 23-24).


En el aspecto cognitivo, la religión proporciona una visión del mundo y una imagen del hombre, que interpreta el lugar que este ocupa en el universo. Sustenta la creencia en un orden oculto de las cosas, una ley natural que es desvelada o revelada. Da una respuesta frente a los límites infranqueables de nuestro conocimiento y ante el drama inevitable de la existencia, incluida la muerte. Así, cumple una función apaciguadora que contribuye a controlar las crisis cognitivas. Pero, a veces, también incide en la vida ordinaria provocando crisis, con la irrupción de un mundo diferente que trae visiones nuevas, cuestionadoras e inquietantes.


En el aspecto emocional, la religión infunde un sentimiento de confianza y amparo, en medio de las situaciones límite, en la angustia, la culpa, el fracaso o la tristeza, con la esperanza de que finalmente todo resultará bien. Así aporta serenidad y paz a la persona ante las crisis emocionales. Pero, también es verdad que la religión puede agravar las crisis, al suscitar la conciencia de culpa, el temor, el ascetismo, el martirio, o acaso la intolerancia.


En el aspecto pragmático, el poder ordenador de la religión santifica las formas de vida basadas en sus normas de conducta y sus valores, mediante los cuales encauza los conflictos y controla las crisis, favoreciendo la expiación, la conversión, la renovación. Pero igualmente puede inducir crisis, por cuanto impone restricciones, prohibiciones y tabúes sobre comportamientos que serían perfectamente posibles, pero que deben evitarse por motivos religiosos, intangibles.


Por consiguiente, no cabe reducir la funcionalidad psicológica de la religión a una explicación unilateral y a un efecto sedante: «No solo sirve para estabilizar el pensar, sentir y obrar, ni solo para resolver crisis. La ‘ganancia de vida’ puede consistir también en que los humanos se expongan a graves sobresaltos, sean acrisolados por ‘pruebas’ y ‘tentaciones’ y alcancen así una nueva vida» (Theissen 2000: 24).


Los componentes cognitivos y narrativos van acompañados de vivencias que pueden abarcar toda la gama de las emociones: paz, serenidad, miedo, esperanza, alegría, impulso a la acción, culpa, perdón. Ahí es donde surgen los sueños, las fantasías, las visiones de un mundo diferente. Para el individuo, puede verse implicado todo el proceso de maduración de la vida psíquica o espiritual, la íntima autoconciencia y el autodominio. Con frecuencia, promueve la exaltación del ánimo que motiva a la acción, pero, en el peor de los casos, podría derivar hacia el fanatismo. Otras veces, eleva hasta el éxtasis, o, por el contrario, hunde en la noche oscura del alma. En general, induce una aspiración a la armonía y la paz interior, vinculada a la poderosa legitimación o sacralización del camino emprendido. En ocasiones quizá no tan frecuentes, trascendiendo la socialización recibida, se produce la conversión a un mensaje distinto, por el que uno opta personalmente y que quizá proporciona el sentido buscado para la propia vida; por ejemplo, en el seguimiento de una doctrina o de una figura profética que se descubre personalmente como revelación, investida con el aura del postulado sagrado último.



La religión ofrece modelos de vida y un sentido de la vida


La religión, religiosidad o espiritualidad contribuye a fundar una ética y una política, una mentalidad y un modo de vida. Hay que aclarar que no funda específicamente una visión del mundo natural (aunque haga referencia a él casi siempre, limitada por el estado del conocimiento científico, pero proyectando sobre el mundo una exigencia de orden), sino más bien una visión de la sociedad y de la humanidad, cuya finalidad práctica tiende a aliviar el sufrimiento y acrecentar el bienestar. Proporciona como una brújula que orienta hacia el polo de la justicia, la igualdad, la paz social, el reino de Dios, el Tao de la vida, el orden político, la armonía interior, la ataraxia, el nirvana. En resumen, busca encauzar la convivencia mediante el respeto a la humanidad de los otros y a la naturaleza envolvente. El cultivo de la espiritualidad hace que uno se apropie individualmente, más a fondo, el código cultural religioso.


En cualquier caso, es propio de la religión ofrecer modelos de identificación, que operan psicológicamente como guía interior, como objeto de devoción, como norte moral. En la historia de las religiones, encontramos dos enfoques distintos de esa fe, caracterizados según la naturaleza del modelo ideal que proponen como inspirador para la realización de la propia humanidad. Con frecuencia, tales modelos fraguan en personajes carismáticos, santos, sabios, profetas, mesías, héroes, que encarnan en concreto una manera de ser y unos valores trascendentes; por ejemplo, Buda, Confucio, Sócrates, Jesús. Sobre todo, alcanzan su culmen en las imágenes mentales de los dioses, o del Dios supremo.


Pero el modelo de identificación también puede referirse a un principio abstracto, una idea o un sistema de ideas, una doctrina, que proponen como finalidad el bien, la justicia, la revolución, la compasión, la identificación con el Tao, la consecución del Nirvana, etc. Fue Feuerbach quien escribió que quien tiene un objetivo en la vida tiene un dios. Y tal objetivo se puede concebir de múltiples maneras y existe en el mundo en la medida en que los humanos lo introducen.


Cuando el modelo se instaura como un ideal impersonal, se sirve de nociones abstractas, que tienden a conformar algún tipo de filosofía. En cambio, cuando el modelo es personal, propone la narración de una vida concreta, como forma de comunicación de lo que no deja de ser igualmente una filosofía encarnada. Esto no significa que ambas modalidades no sean compatibles e incluso traducibles una en otra. Con todo, se podría discutir qué es más adecuado humanamente, si seguir ideas abstractas o seguir a personas eminentes como modelo inspirador. No está claro que, para una persona humana, el guiarse por un sistema de ideas abstractas sea más adecuado –dada la complejidad del propósito– que adoptar como inspiración a una persona carismática (por ejemplo, Buda, Sócrates, Jesús), que concentre en sí un modelo práctico de humanidad. «Por ejemplo, aquellos que han estado con el Dalai Lama saben que unos pocos instantes en su compañía comunican más que cientos de discursos sobre el amor y la compasión» (Ricard 2000: 25).


Según Frédéric Lenoir, la definición de lo religioso se puede sintetizar como «creencia en la existencia de varios niveles de realidad de los que uno es suprasensible» (Lenoir 2003: 311). Cree haber demostrado que «lo que caracteriza fundamentalmente a lo religioso (a través de sus manifestaciones) es la experiencia, la creencia y la práctica de varios niveles de realidad» (2003: 293). Lo desarrolla por extenso en el capítulo quinto del mismo libro, Las metamorfosis de Dios. Para él, la verdadera esencia de la religión estaría en el ámbito personal, en el descubrimiento del nivel de realidad más profundo que sustenta finalmente el sentido de la vida. Y el fruto de la verdadera religión está en que ayuda a ser mejores personas. Se entiende que es el fruto de la buena religión, porque hay también malas versiones de la religión, como hay ideologías perversas y destructivas, que enseñan a ser malas personas, que oprimen y extravían mediante sus alienantes mitologías.


En realidad, solo el individuo racional, única instancia dotada de conciencia reflexiva y de libertad, se pregunta por la verdad de la realidad última postulada, hipotetizada, y solo él es capaz de asentir libremente a unos argumentos y motivos aducibles, lo que implica un compromiso personal.


Pero ¿hacia dónde orienta su vida el individuo de nuestro tiempo? Para responder, necesitamos partir de una concepción del hombre enfocada a la escala de la individualidad, de una antropología individual, que a su vez tiene que estar inserta en la antropología biológica y la antropología social. Ahí es donde cada individuo se encuentra emplazado a conferir un sentido a su vida. No olvidemos que el «sentido de la vida» no es un asunto que puedan determinar las ciencias del hombre, sino que es tarea para la filosofía y la religión. Si bien es verdad que hoy debe plantearse en el marco de la imagen del universo, de la vida y de la humanidad configurado en la era de la ciencia.


Los individuos de nuestro tiempo conocen que pertenecen al universo físico y que han surgido por evolución de la vida; pero, a la vez, son conscientes de que deben dar respuesta satisfactoria a la pregunta sobre el sentido de la propia existencia, algo que no es claro y que, a diferencia de otras épocas, ya no aparece resuelto en la cultura moderna. Muchos están expuestos a vivir y morir perdidos entre la massa damnata, en total confusión de ideas y emociones acerca de su destino.


De hecho, las aspiraciones ideales de la persona chocan, tarde o temprano, con los límites que nos describe la imagen del hombre moderno. La persona, dotada de conciencia racional y emocional, tiene que trazar un proyecto para su vida, como sujeto psíquico, en el contexto real de la existencia biológica y cultural. La facticidad y las posibilidades imponen su marco limitado a las aspiraciones hacia el ideal de realización plena. Además, la existencia se desarrolla en medio de la incertidumbre y el enigma, abocada a experimentar la propia indigencia, quizá en situaciones dramáticas y ante la perspectiva de la tragedia inevitable de la muerte, en la que cada individuo se pierde a sí mismo. Se trata de una tesitura ineludible, en la que todo el mundo se encuentra, donde ha de buscar un sentido personal de la vida, que debe resolver en esta tierra, frente al interrogante por el posible fundamento último y por su significado para la propia decisión. No hay una fórmula de la «vida buena», sino que cada uno tiene que decidir libremente cómo configurar su propia vida, de tal manera que busque ser coherente con el sentido, o sinsentido, que cree descubrir.



El replanteamiento religioso en la era de la ciencia


Uno puede vivir absorto en la inmediatez de las exigencias cotidianas, el trabajo, las relaciones interpersonales, las ocupaciones y las diversiones, los logros y los fracasos. Pero, un buen día, todo eso puede resultar ilusorio, cuando la persona descubre que vive como una ficción de realidad, en la que queda alienada, en una vida inauténtica que finalmente no satisface.


En tal situación, el individuo acaba percibiendo el contraste entre su aspiración ideal y la dura realidad de la vida que lleva, hasta tal punto que pone en cuestión el valor del bienestar alcanzado gracias a la moderna sociedad de la abundancia. En este momento, se presenta ante su conciencia la necesidad de una opción personal, la posibilidad de un compromiso para concebir y construir un «sentido de la vida» orientado a un referente último. Las predisposiciones biológicas heredadas, reconfiguradas por la tradición cultural aprendida y las decisiones de la propia biografía deben asumirse en un proyecto personal de sentido, configurado conforme a las verdades conocidas y vividas, integradas a su vez en la toma de posición respecto a una verdad última, que podemos llamar filosófica o metafísica. Uno crea el sistema de sentido personal, en interacción con los sistemas culturales de sentido, que hoy deberían filtrarse a través de la modernidad crítica. Tal es el modo de plantear el paso hacia una existencia auténtica.


«La Era de la Ciencia ha hecho al hombre consciente del enigma último de una realidad que pudiera ser Dios, pero que pudiera ser también puro mundo sin Dios. En todo caso, la dinámica evolutiva que enraíza al hombre en el universo físico le abre como razón emocional a configurar creativamente su vida en el marco de lo filosófico. En la modernidad ha seguido el hombre en la conciencia de que su existencia es doblemente un drama: por el dramatismo de la indigencia y por el hecho de que el enigma del universo le cierra el camino a entender con certeza qué se puede esperar en el futuro por venir» (Monserrat 2010: 334).


En definitiva, hoy es imprescindible procurarse una mentalidad científica y estar interesado por los descubrimientos de la razón científica, de los que no se puede prescindir, pero esto no resuelve el problema del sentido de la vida, que depende de la interpretación última que se dé al universo, la vida y el hombre. La imagen del universo que nos da la ciencia no nos impone una verdad última, sino que nos sitúa ante un enigma. La ciencia, propiamente, no se mete en cuestiones filosóficas, pero permite distintas interpretaciones compatibles en ese plano. Así, se puede argumentar filosóficamente y dar razones a favor de esa verdad última del universo en la línea del cristianismo. No como en la era de la cultura precientífica, o de la ciencia determinista, cuando primaban las posiciones dogmáticas tanto en el teocentrismo como en el ateísmo.


Para que el individuo crítico de nuestra época pueda aclararse, es necesario llevar a cabo una analítica de la existencia, conforme a una nueva antropología filosófica, que, además de constatar la inapelable indigencia y el drama de la existencia, se haga cargo de la apertura humana a distintas posibilidades argumentables de toma de posición, como son el teísmo, el ateísmo y el agnosticismo.


En suma, la dimensión religiosa constituye en la naturaleza humana una predisposición a buscar y dar un sentido al orden social y la vida personal. En el plano social, como quedó dicho, la religión es un subsistema del sistema cultural, que articula componentes narrativos, ceremoniales, normativos y organizativos; mientras que, en la experiencia individual, contribuye a configurar la estructura básica de la personalidad.


Llegados a este punto, podemos recapitular lo expuesto en los tres últimos capítulos, insistiendo en la necesidad epistemológica de mantener a la vez la triple óptica que he presentado: la de lo natural, la de lo cultural y la de lo personal, sabiendo que se trata de dimensiones indisociables de una realidad compleja. Cada una de ellas requiere el concurso de las otras dos. Todas comparten un tiempo común, en el que se producen interacciones entre ellas, sin que deje de operar cada una conforme a su propia dinámica. A fin de cuentas, nuestra individualidad no es concebible sin tener presente que cada uno somos un espécimen de la especie biológica humana y un miembro de una sociedad culturalmente organizada. Nuestra naturaleza humana viene equipada con las potencialidades de lo religioso, mientras que la socialización en el sistema cultural interioriza en nuestro cerebro/mente una gran panoplia de códigos, entre los que se hallan los de la religión. La inevitabilidad de las predisposiciones genéticas y neurocerebrales, y de los universales culturales está fuera de discusión. La cuestión controvertida radica, como en todos los componentes de la adaptación cultural de los grupos y las personas, en discernir cuáles son las formas que contribuyen mejor a aquellos fines que se consideran más dignos de la humanidad, cuyo modo de realización no está escrito en ninguna parte.


No es imprescindible que el axioma último sea pensado como «religioso» por quienes lo sustentan. Puede ser así, pero no necesariamente. Más allá del punto de vista etnocéntrico, diría que siempre lo es. Pues no hay que confundir religión con un sistema categorizado así, ni con una religión organizada, por ejemplo, el cristianismo. La «creencia» ateísta pertenece a la misma clase que la «creencia» propia del teísmo. Una y otra se nos proponen, en última instancia, como respuesta a situaciones límite y al enigma del universo, donde nos encontramos con el ineludible hecho de no saber cómo interpretar la indigencia de la condición humana y el drama de la existencia y de la historia.


Desde la epistemología de la ciencia reconocida mayoritariamente en nuestra modernidad crítica, resultan insostenibles las visiones filosóficas de la época dogmática precedente, en su pretensión de poder demostrar incuestionablemente la ontología fundante del universo, ya fuera un mundo creado por Dios dotado de un sentido final, o bien un mundo de mera Materia y Azar carente de sentido. En consecuencia, todos debemos revisar el alcance de nuestra posición filosófica, metafísica, teológica, por la que optamos con las razones hipotéticas que más nos convencen, pero sabiendo ahora que no es la única opción concebible, verosímil y legítima. Esta tesis es la que desarrolla minuciosamente Javier Monserrat en sus libros y conferencias.


«Una característica de la Era de la Ciencia es que la racionalidad teocéntrica ha dejado de no tener alternativa. Pero esto no significa que la hipótesis de una Divinidad creadora que funda el universo haya dejado de ser viable. La racionalidad moderna, la ciencia, sigue todavía hoy haciendo ‘verosímil’ que a la inmensa cantidad de experiencia religiosa y de práctica religiosa, presente en la historia, la pudiera efectivamente corresponder la existencia real de una Divinidad. (…) Es posible enumerar los argumentos que siguen haciendo hoy esta hipótesis posible» (Monserrat 2010: 347).


Por último, insistiré por mi parte en que la negación de Dios es tan de signo «religioso» como la afirmación de Dios, por un doble motivo. Porque el pronunciamiento que se hace pertenece necesariamente al plano metafísico o mítico, igual que la religión. Y porque la designación del referente último como «Dios» es solo una propuesta posible, no la única. Acerca de este referente, cada persona puede pronunciarse por uno u otro, o abstenerse agnósticamente, pero, si se pronuncia, entonces concibe y afirma un postulado último, quizá rehusando otros. En cualquier caso, el lugar del postulado último nunca está vacío, sino ocupado por lo que se considera «sagrado», o «divino», o verdad absoluta, o valor supremo, o nada: el axioma religioso. Lo que el paradigma de la modernidad crítica nos desvela es que, por principio, nadie está en condiciones de refutar de forma concluyente la posibilidad de que sea acertada la posición alternativa, por lo que incumbe a cada uno decidir y apostar por una opción personal, de ordinario una opción compartida con otros y argumentable.