Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
7. La
religión y el individuo humano
PEDRO GÓMEZ
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Un
mecanismo para la
integración del individuo en
la
sociedad
El individuo
sujeto humano, que es un cuerpo vivo e inteligente, posee el
genoma y el cerebro propios de su especie biológica, así como la
inscripción de
los rasgos culturales típicos de su sociedad. Se han estudiado los
engramas
neurocerebrales, las reglas epigenéticas, los universales culturales,
la
naturaleza humana. Ahí comienza la posibilidad de humanizarse el
individuo,
mediante la peculiar apropiación efectuada durante el aprendizaje, la
experiencia acumulada y la memoria de cuanto aprende, experimenta y
elabora,
conoce y siente, obra y comunica ejerciendo su libertad. La
socialización o
inculturación en un campo cultural determinado es lo que posibilita la
individuación.
En nuestros días, cada uno tiene que configurar su personalidad
individual
única, la propia biografía, en las condiciones de la imagen del mundo,
la vida
y la humanidad dadas a conocer por las ciencias, y en virtud de las
opciones
filosóficas que adopte. Al hacerse cargo de la propia existencia, uno
va
construyendo el sentido personal de la vida, para lo que ha de superar
una
doble alienación: la de los procesos subconscientes de orden cognitivo,
emocional y resolutivo, que han de ser integrados, y la de los esquemas
socioculturales, que deben ser discernidos continuamente. Por esta vía
progresa
la autodeterminación de un proyecto de vida, sobre el que siempre
planea la
interrogante sobre su sentido último. Y aquí asoma la cuestión
religiosa.
Una persona puede no
pertenecer a ninguna tradición de fe, ni sintonizar con las creencias
de
ninguna religión organizada, de modo que sea una persona no religiosa
desde el
punto de vista institucional. Incluso se puede considerar a sí mismo
como
arreligioso, irreligioso, ateo o agnóstico, algo muy normal. Ahora
bien, de ahí
no se deduce que esa persona sea objetivamente ajena a toda posición
religiosa,
si son ciertas las teorías que afirman que la religión está anclada en
la
naturaleza humana, que forma parte integrante de los universales
culturales en
toda sociedad y que sus mecanismos entran en juego en la dinámica del
psiquismo
individual.
La individualidad no llega
a constituirse sin aquello que la precede. En cuanto parte del sistema
cultural, antropológicamente hablando, la religión precede al individuo
con el
mismo fundamento que la lengua hablada, la estructura de parentesco, la
escala
musical, etc. Todos esos factores comportan desarrollos históricos de
las
respectivas dimensiones bioantropológicas. Una vez producida la
socialización
del individuo en la vida ordinaria, cada uno podrá hablar o callar,
relacionarse o no con sus parientes, cantar o desafinar, etc. El
sistema
cultural transmite contenidos para la actuación particular, pero lo que
impone
se define sobre todo en términos de reglas y posibilidades. Impone la
gramática
y el léxico, pero no tanto lo que hay que decir. Así, los significados
de lo
religioso no son un repertorio cerrado, sino que se redefinen
socialmente a lo
largo de la historia, y las personas, sin dejar de estar sumergidas en
el seno
de la sociedad, a medida que maduran, van construyendo individualmente
los contenidos
de sus creencias, emociones y prácticas.
A fin de cuentas, es el
individuo como persona humana quien posee en exclusiva los atributos de
la
sensibilidad, la racionalidad, la libertad, en una palabra, la conciencia
reflexiva y responsable. Aunque opere en sociedad, con códigos
culturales, y en
comunidad de vida, la conciencia personal permanece como un baluarte
irreductible en la interacción con el universo, la vida, la historia y
la
trascendencia.
Bien es cierto que la
existencia humana individual, en comparación con la escala de la
sociedad,
resulta insignificante, frágil y efímera, sin embargo es en el
individuo donde
reside la realidad concreta de la especie biológica, de la cultura y de
la conciencia.
Solo él comporta en sí mismo los esquemas bioevolutivos que instauran
la
humanidad. Yendo desde lo más básico hacia arriba, cabría rastrear de
alguna
manera la sinuosa pista que lleva, desde las leyes físicas y genéticas
de la
naturaleza, a través de las reglas de la cultura, hasta la
configuración de las
decisiones de la persona. A través del cuerpo y la mente, como
estructuras en
el trasfondo de la conciencia, se conocen hoy, según ya hemos
mencionado,
predisposiciones al pensamiento religioso, a la elaboración de
significados
interpretativos del cosmos, la vida y la historia, que siempre
sobrepasan el
conocimiento empírico. En efecto, el mito, clave del lenguaje
religioso, es,
para la antropología, una forma omnipresente de interpretar la
realidad, de la
que nadie puede prescindir por completo. Se pone en acto siempre que
alguien
confiere un sentido a su experiencia humana del mundo y la sociedad, a
veces en
aspectos fragmentarios, pero sobre todo cuando se refiere a la
totalidad y la
ultimidad.
Con respecto a los
individuos, una de las funciones primarias del sistema religioso es
producir la
integración social. Favorece que el individuo salga de su aislamiento y
se
sienta acogido como parte de un grupo o comunidad. Así, se sabe
perteneciente a
una institución importante, significativa, poderosa y perdurable. Esta
adhesión, no obstante, presenta contrastes y ambivalencias, para bien y
para
mal. Puede potenciar la alienación de la gente, pero también la
autoafirmación
y la autonomía. En efecto: «La religión puede ser un aglutinante social
y un
impulso renovador, puede hacer a los hombres tímidos y conformistas,
pero puede
ayudarles también a actuar con independencia» (Theissen 2004: 18).
Aunque la
ambivalencia es general, y encontramos de todo en determinados
contextos
históricos de cualquier religión, observamos que hay formas de
pensamiento
religioso que priman la sumisión a la colectividad (Confucio, Mahoma,
Lenin),
mientras que en otras formas predomina un mensaje de emancipación y
libertad individual
(Buda, Sócrates, Jesús). Otro contraste diferente pone de relieve que,
si bien
la función normal de la religión es integradora, también puede impedir
la
integración en la sociedad, como ocurre con el islamismo en los países
de
Europa.
El mismo sistema que
ejerce una funcionalidad en el plano social es el que, al mismo tiempo,
desempeña profundas funciones psicológicas. Sin duda hay sinergias, en
la
medida en que la cultura es interiorizada por los individuos. Pero
también se
dan desajustes, tensiones permanentes entre el individuo y lo social.
O, por el
contrario, se da una integración doctrinaria en la uniformidad
colectiva que
tampoco está exenta de riesgos graves de pérdida individual.
Cuando la adhesión al
grupo es tan absoluta que anula la razón y la libertad personal, se
vuelve
patológica y fácilmente aboca al fanatismo. El fanatismo representa
el fracaso más estrepitoso y la peor patología
que aqueja a la religión, aunque no es algo privativo de ella, pues
también
acecha a cualquier ideología política, al ateísmo dogmático y a un
ámbito tan
alejado como es el deporte. El fanatismo constituye un caso de rampante
sociocentrismo, por el que se antepone el interés del propio grupo
hasta el
punto de producir ceguera con respecto a los demás. En consecuencia, el
fanático asume que el endogrupo siempre lleva la razón, por principio,
y el
exogrupo siempre yerra. El fanático se identifica con su objeto de
adhesión con
tanto entusiasmo que cifra en él el valor absoluto, la verdad plena que
lo
posee y que él posee en exclusiva. Esta posesión mutua hace creer
subjetivamente que uno tiene todo el derecho, de tal manera que se
justifica
cualquier clase de tropelías contra los disidentes, una vez dictaminado
que
estos solo pueden yacer en el error y la maldad.
Es probable que la actitud
fanática constituya también un caso particular de maniqueísmo,
que contrapone radicalmente la luz a las tinieblas, la
verdad total a la mentira total. Es, desde luego, una forma de sectarismo, ese celo que divide el mundo
en buenos y malos: el propio grupo es el único que obra bien y todos
los demás
son herejes y malvados. En ocasiones, adopta ademanes de populismo:
la noción imaginaria de «pueblo» (por supuesto
«elegido») que suele utilizar su «vanguardia» como un mazo ideológico y
político con el que aplastar la libertad de los ciudadanos y eliminar
el
pluralismo social. En esta clase de comportamientos, la exigencia
legítima de
dar sentido al mundo, en la que se embarcan los individuos, degenera en
la
demencia, a veces violenta, de imponérselo a los demás a toda costa. De
ahí que
sea imperativo, para la persona crítica, deslindar netamente entre las
formas
saludables de religión y sus versiones espurias, propensas a la
alienación
individual y colectiva.
Las
funciones psíquicas que cumple el sistema religioso
Si una
tradición religiosa transcurre socialmente en la
escala de los siglos e incluso de los milenios, la religión vivida por
la
persona individual está confinada por fuerza dentro de la experiencia
posible
en el lapso de unos cuantos decenios. Aunque es verdad que algunos
individuos
inciden sobre la historia de las religiones, son estas más bien las
que, al ser
anteriores, los troquelan mentalmente y marcan su sensibilidad. A
escala de la
existencia individual, y cuando no se limita a ser un mero cumplimiento
rutinario de formalidades vacías, la religión procede como religiosidad
vivida,
a veces denominada espiritualidad, promoviendo alguna clase de transformación interior. La vida
interior, la vida espiritual, la vida intelectual y emocional llevarán
un sello
reconocible, pues en ella se actualizan normalmente algunas
potencialidades de
la propia tradición. Solo en ciertos casos infrecuentes, una
personalidad
excepcional es capaz de introducir elementos inéditos.
Es aceptable distinguir
entre el ámbito de los ritos de la religión organizada, en general de
carácter
público y con una dimensión fundamentalmente colectiva, y el ámbito de
la experiencia
religiosa personal que, aun cuando utilice los mismos códigos, acontece
en la
intimidad del individuo. Sin embargo, la diferencia quizá sea más bien
de matiz
o de grado, basada en la acentuación de la libertad personal por encima
de las
fórmulas consagradas por la tradición y, a veces, impuestas con el
beneplácito
del poder político. Pero parece muy poco convincente la distinción que
algunos
establecen entre la «espiritualidad» y la «religión», contraponiéndolas
y
adjudicando la primera denominación a la religión que cultiva el
individuo, y
la segunda a la religión que funciona socialmente. Sería como pensar
que la
lengua española que uno habla personalmente no tiene que ver con la
lengua
española normal, aunque uno no sea miembro de la Real Academia, y
aunque uno
discrepe de ella en tal o cual punto. En ambos casos, se trata del
sistema
instituido en la sociedad como parte de la cultura e interiorizado a su
manera
por cada individuo. Por eso, no es de extrañar el hecho de que la
mayoría de los
ateos, en su crítica a la religión, lo que tienen en mente refleja la
versión
ortodoxa y conservadora de la religión institucional, pues esta es la
que
identifican espontáneamente como la verdadera religión, de la que
disienten.
Por lo demás, las formas espirituales que defienden los amantes de la
«espiritualidad», y que suelen presentar como alternativa, en realidad,
se
encuentran todas también en el seno de las organizaciones religiosas y
sus
tradiciones. En consecuencia, la espiritualidad, no menos que la
religiosidad
popular, y la religión se interconvierten y pertenecen a la dinámica
del mismo
sistema. La diferencia significativa, si es que existe, estará sobre
todo en
ciertos matices o variables de contenido de preferencia subjetiva, a
escala
psicológica individual.
Por otro lado, la
experiencia de adhesión religiosa nunca se restringe a ser una emoción
totalmente ciega e irracional, pues entonces ni siquiera se podría
saber o
decir que se trata de algo religioso. Siempre moviliza, a la vez,
elementos
psicológicos, de orden intelectual, sentimental y comportamental. En su
teoría
de la religión, ya citada, Gerd Theissen, al analizar la función
psíquica de la
religión, distingue en ella precisamente esos tres aspectos,
cognitivos,
emocionales y pragmáticos (cfr. Theissen 2000: 23-24).
En el aspecto cognitivo,
la religión proporciona una visión del mundo y una imagen del hombre,
que
interpreta el lugar que este ocupa en el universo. Sustenta la creencia
en un
orden oculto de las cosas, una ley natural que es desvelada o revelada.
Da una
respuesta frente a los límites infranqueables de nuestro conocimiento y
ante el
drama inevitable de la existencia, incluida la muerte. Así, cumple una
función
apaciguadora que contribuye a controlar las crisis cognitivas. Pero, a
veces,
también incide en la vida ordinaria provocando crisis, con la irrupción
de un
mundo diferente que trae visiones nuevas, cuestionadoras e inquietantes.
En el aspecto emocional,
la religión infunde un sentimiento de confianza y amparo, en medio de
las
situaciones límite, en la angustia, la culpa, el fracaso o la tristeza,
con la
esperanza de que finalmente todo resultará bien. Así aporta serenidad y
paz a
la persona ante las crisis emocionales. Pero, también es verdad que la
religión
puede agravar las crisis, al suscitar la conciencia de culpa, el temor,
el
ascetismo, el martirio, o acaso la intolerancia.
En el aspecto
pragmático, el poder ordenador de la religión santifica las formas
de vida
basadas en sus normas de conducta y sus valores, mediante los cuales
encauza
los conflictos y controla las crisis, favoreciendo la expiación, la
conversión,
la renovación. Pero igualmente puede inducir crisis, por cuanto impone
restricciones, prohibiciones y tabúes sobre comportamientos que serían
perfectamente posibles, pero que deben evitarse por motivos religiosos,
intangibles.
Por consiguiente, no cabe
reducir la funcionalidad psicológica de la religión a una explicación
unilateral y a un efecto sedante: «No solo sirve para estabilizar el
pensar,
sentir y obrar, ni solo para resolver crisis. La ‘ganancia de vida’
puede
consistir también en que los humanos se expongan a graves sobresaltos,
sean
acrisolados por ‘pruebas’ y ‘tentaciones’ y alcancen así una nueva
vida»
(Theissen 2000: 24).
Los componentes cognitivos
y narrativos van acompañados de vivencias que pueden abarcar toda la
gama de
las emociones: paz, serenidad, miedo, esperanza, alegría, impulso a la
acción,
culpa, perdón. Ahí es donde surgen los sueños, las fantasías, las
visiones de
un mundo diferente. Para el individuo, puede verse implicado todo el
proceso de
maduración de la vida psíquica o espiritual, la íntima autoconciencia y
el
autodominio. Con frecuencia, promueve la exaltación del ánimo que
motiva a la
acción, pero, en el peor de los casos, podría derivar hacia el
fanatismo. Otras
veces, eleva hasta el éxtasis, o, por el contrario, hunde en la noche
oscura
del alma. En general, induce una aspiración a la armonía y la paz
interior,
vinculada a la poderosa legitimación o sacralización del camino
emprendido. En
ocasiones quizá no tan frecuentes, trascendiendo la socialización
recibida, se
produce la conversión a un mensaje
distinto, por el que uno opta
personalmente y que quizá proporciona el sentido buscado para la propia
vida;
por ejemplo, en el seguimiento de una doctrina o de una figura
profética que se
descubre personalmente como revelación, investida con el aura del
postulado
sagrado último.
La
religión ofrece modelos de
vida y un sentido de la vida
La religión,
religiosidad o espiritualidad contribuye a fundar una ética y
una política, una mentalidad y un modo de vida. Hay que aclarar que no
funda
específicamente una visión del mundo natural (aunque haga referencia a
él casi
siempre, limitada por el estado del conocimiento científico, pero
proyectando
sobre el mundo una exigencia de orden), sino más bien una visión de la
sociedad
y de la humanidad, cuya finalidad práctica tiende a aliviar el
sufrimiento y
acrecentar el bienestar. Proporciona como una brújula que orienta hacia
el polo
de la justicia, la igualdad, la paz social, el reino de Dios, el Tao de
la
vida, el orden político, la armonía interior, la ataraxia, el nirvana.
En
resumen, busca encauzar la convivencia mediante el respeto a la
humanidad de
los otros y a la naturaleza envolvente. El cultivo de la espiritualidad
hace
que uno se apropie individualmente, más a fondo, el código cultural
religioso.
En cualquier caso, es
propio de la religión ofrecer modelos de
identificación, que operan psicológicamente como guía interior, como
objeto de
devoción, como norte moral. En la historia de las religiones,
encontramos dos
enfoques distintos de esa fe, caracterizados según la naturaleza del
modelo
ideal que proponen como inspirador para la realización de la propia
humanidad.
Con frecuencia, tales modelos fraguan en personajes carismáticos,
santos,
sabios, profetas, mesías, héroes, que encarnan en concreto una manera
de ser y
unos valores trascendentes; por ejemplo, Buda, Confucio, Sócrates,
Jesús. Sobre
todo, alcanzan su culmen en las imágenes mentales de los dioses, o del
Dios
supremo.
Pero el modelo de
identificación también puede referirse a un principio abstracto,
una
idea o un sistema de ideas, una doctrina, que proponen como finalidad
el bien,
la justicia, la revolución, la compasión, la identificación con el Tao,
la
consecución del Nirvana, etc. Fue Feuerbach quien escribió que quien
tiene un
objetivo en la vida tiene un dios. Y tal objetivo se puede concebir de
múltiples maneras y existe en el mundo en la medida en que los humanos
lo
introducen.
Cuando el modelo se
instaura como un ideal impersonal, se sirve de nociones abstractas, que
tienden
a conformar algún tipo de filosofía. En cambio, cuando el modelo es
personal,
propone la narración de una vida concreta, como forma de comunicación
de lo que
no deja de ser igualmente una filosofía encarnada. Esto no significa
que ambas
modalidades no sean compatibles e incluso traducibles una en otra. Con
todo, se
podría discutir qué es más adecuado humanamente, si seguir ideas
abstractas o
seguir a personas eminentes como modelo inspirador. No está claro que,
para una
persona humana, el guiarse por un sistema de ideas abstractas sea más
adecuado
–dada la complejidad del propósito– que adoptar como inspiración a una
persona
carismática (por ejemplo, Buda, Sócrates, Jesús), que concentre en sí
un modelo
práctico de humanidad. «Por ejemplo, aquellos que han estado con el
Dalai Lama
saben que unos pocos instantes en su compañía comunican más que cientos
de
discursos sobre el amor y la compasión» (Ricard 2000: 25).
Según Frédéric Lenoir, la
definición de lo religioso se puede sintetizar como «creencia en la
existencia
de varios niveles de realidad de los que uno es suprasensible» (Lenoir
2003:
311). Cree haber demostrado que «lo que caracteriza fundamentalmente a
lo
religioso (a través de sus manifestaciones) es la experiencia, la
creencia y la
práctica de varios niveles de realidad» (2003: 293). Lo desarrolla por
extenso
en el capítulo quinto del mismo libro, Las
metamorfosis de Dios. Para él, la verdadera esencia de la religión
estaría
en el ámbito personal, en el descubrimiento del nivel de realidad más
profundo
que sustenta finalmente el sentido de la vida. Y el fruto de la
verdadera
religión está en que ayuda a ser mejores personas. Se entiende que es
el fruto
de la buena religión, porque hay también malas versiones de la
religión, como
hay ideologías perversas y destructivas, que enseñan a ser malas
personas, que
oprimen y extravían mediante sus alienantes mitologías.
En realidad, solo el
individuo racional, única instancia dotada de conciencia reflexiva y de
libertad, se pregunta por la verdad de la realidad última postulada,
hipotetizada, y solo él es capaz de asentir libremente a unos
argumentos y
motivos aducibles, lo que implica un compromiso personal.
Pero ¿hacia dónde orienta
su vida el individuo de nuestro tiempo? Para responder, necesitamos
partir de
una concepción del hombre enfocada a la escala de la individualidad, de
una
antropología individual, que a su vez tiene que estar inserta en la
antropología
biológica y la antropología social. Ahí es donde cada individuo se
encuentra
emplazado a conferir un sentido a su vida. No olvidemos que el «sentido
de la
vida» no es un asunto que puedan determinar las ciencias del hombre,
sino que
es tarea para la filosofía y la religión. Si bien es verdad que hoy
debe
plantearse en el marco de la imagen del universo, de la vida y de la
humanidad
configurado en la era de la ciencia.
Los individuos de nuestro
tiempo conocen que pertenecen al universo físico y que han surgido por
evolución de la vida; pero, a la vez, son conscientes de que deben dar
respuesta satisfactoria a la pregunta sobre el sentido de la propia
existencia,
algo que no es claro y que, a diferencia de otras épocas, ya no aparece
resuelto en la cultura moderna. Muchos están expuestos a vivir y morir
perdidos
entre la massa damnata, en total confusión de ideas y emociones
acerca
de su destino.
De hecho, las aspiraciones
ideales de la persona chocan, tarde o temprano, con los límites que nos
describe la imagen del hombre moderno. La persona, dotada de conciencia
racional y emocional, tiene que trazar un proyecto para su vida, como
sujeto
psíquico, en el contexto real de la existencia biológica y cultural. La
facticidad y las posibilidades imponen su marco limitado a las
aspiraciones
hacia el ideal de realización plena. Además, la existencia se
desarrolla en
medio de la incertidumbre y el enigma, abocada a experimentar la propia
indigencia, quizá en situaciones dramáticas y ante la perspectiva de la
tragedia inevitable de la muerte, en la que cada individuo se pierde a
sí
mismo. Se trata de una tesitura ineludible, en la que todo el mundo se
encuentra,
donde ha de buscar un sentido personal de la vida, que debe resolver en
esta
tierra, frente al interrogante por el posible fundamento último y por
su
significado para la propia decisión. No hay una fórmula de la «vida
buena»,
sino que cada uno tiene que decidir libremente cómo configurar su
propia vida,
de tal manera que busque ser coherente con el sentido, o sinsentido,
que cree
descubrir.
El
replanteamiento religioso en la era de la ciencia
Uno puede
vivir absorto en la inmediatez de las exigencias cotidianas, el
trabajo, las relaciones interpersonales, las ocupaciones y las
diversiones, los
logros y los fracasos. Pero, un buen día, todo eso puede resultar
ilusorio,
cuando la persona descubre que vive como una ficción de realidad, en la
que
queda alienada, en una vida inauténtica que finalmente no satisface.
En tal situación, el
individuo acaba percibiendo el contraste entre su aspiración ideal y la
dura
realidad de la vida que lleva, hasta tal punto que pone en cuestión el
valor
del bienestar alcanzado gracias a la moderna sociedad de la abundancia.
En este
momento, se presenta ante su conciencia la necesidad de una opción
personal, la
posibilidad de un compromiso para concebir y construir un «sentido de
la vida»
orientado a un referente último. Las predisposiciones biológicas
heredadas,
reconfiguradas por la tradición cultural aprendida y las decisiones de
la
propia biografía deben asumirse en un proyecto personal de sentido,
configurado
conforme a las verdades conocidas y vividas, integradas a su vez en la
toma de
posición respecto a una verdad última, que podemos llamar filosófica o
metafísica. Uno crea el sistema de sentido personal, en interacción con
los
sistemas culturales de sentido, que hoy deberían filtrarse a través de
la
modernidad crítica. Tal es el modo de plantear el paso hacia una
existencia auténtica.
«La Era de la Ciencia ha
hecho al hombre consciente del enigma último de una realidad que
pudiera ser
Dios, pero que pudiera ser también puro mundo sin Dios. En todo caso,
la
dinámica evolutiva que enraíza al hombre en el universo físico le abre
como razón
emocional a configurar creativamente su vida en el marco de lo
filosófico. En
la modernidad ha seguido el hombre en la conciencia de que su
existencia es
doblemente un drama: por el dramatismo de la indigencia y por
el hecho
de que el enigma del universo le cierra el camino a entender con
certeza qué se
puede esperar en el futuro por venir» (Monserrat 2010: 334).
En definitiva, hoy es
imprescindible procurarse una mentalidad científica y estar interesado
por los
descubrimientos de la razón científica, de los que no se puede
prescindir, pero
esto no resuelve el problema del sentido de la vida, que depende de la
interpretación última que se dé al universo, la vida y el hombre. La
imagen del
universo que nos da la ciencia no nos impone una verdad última, sino
que nos
sitúa ante un enigma. La ciencia, propiamente, no se mete en cuestiones
filosóficas, pero permite distintas interpretaciones compatibles en ese
plano.
Así, se puede argumentar filosóficamente y dar razones a favor de esa
verdad
última del universo en la línea del cristianismo. No como en la era de
la
cultura precientífica, o de la ciencia determinista, cuando primaban
las
posiciones dogmáticas tanto en el teocentrismo como en el ateísmo.
Para que el individuo
crítico de nuestra época pueda aclararse, es necesario llevar a cabo
una
analítica de la existencia, conforme a una nueva antropología
filosófica, que,
además de constatar la inapelable indigencia y el drama de la
existencia, se
haga cargo de la apertura humana a distintas posibilidades
argumentables de
toma de posición, como son el teísmo, el ateísmo y el agnosticismo.
En suma, la dimensión
religiosa constituye en la naturaleza humana una predisposición a
buscar y dar
un sentido al orden social y la vida personal. En el plano social, como
quedó
dicho, la religión es un subsistema del sistema cultural, que articula
componentes narrativos, ceremoniales, normativos y organizativos;
mientras que,
en la experiencia individual, contribuye a configurar la estructura
básica de
la personalidad.
Llegados a este punto,
podemos recapitular lo expuesto en los tres últimos capítulos,
insistiendo en
la necesidad epistemológica de mantener a la vez la triple óptica que
he
presentado: la de lo natural, la de lo cultural y la de lo personal,
sabiendo
que se trata de dimensiones indisociables de una realidad compleja.
Cada una de
ellas requiere el concurso de las otras dos. Todas comparten un tiempo
común,
en el que se producen interacciones entre ellas, sin que deje de operar
cada
una conforme a su propia dinámica. A fin de cuentas, nuestra
individualidad no
es concebible sin tener presente que cada uno somos un espécimen de la
especie
biológica humana y un miembro de una sociedad culturalmente organizada.
Nuestra
naturaleza humana viene equipada con las potencialidades de lo
religioso,
mientras que la socialización en el sistema cultural interioriza en
nuestro
cerebro/mente una gran panoplia de códigos, entre los que se hallan los
de la
religión. La inevitabilidad de las predisposiciones genéticas y
neurocerebrales,
y de los universales culturales está fuera de discusión. La cuestión
controvertida radica, como en todos los componentes de la adaptación
cultural
de los grupos y las personas, en discernir cuáles son las formas que
contribuyen mejor a aquellos fines que se consideran más dignos de la
humanidad, cuyo modo de realización no está escrito en ninguna parte.
No es imprescindible que
el axioma último sea pensado como «religioso» por quienes lo sustentan.
Puede
ser así, pero no necesariamente. Más allá del punto de vista
etnocéntrico,
diría que siempre lo es. Pues no hay que confundir religión con
un
sistema categorizado así, ni con una religión organizada, por ejemplo,
el
cristianismo. La «creencia» ateísta pertenece a la misma clase que la
«creencia» propia del teísmo. Una y otra se nos proponen, en última
instancia,
como respuesta a situaciones límite y al enigma del universo, donde nos
encontramos con el ineludible hecho de no saber cómo interpretar la
indigencia
de la condición humana y el drama de la existencia y de la historia.
Desde la epistemología de
la ciencia reconocida mayoritariamente en nuestra modernidad crítica,
resultan
insostenibles las visiones filosóficas de la época dogmática
precedente, en su
pretensión de poder demostrar incuestionablemente la ontología fundante
del
universo, ya fuera un mundo creado por Dios dotado de un sentido final,
o bien
un mundo de mera Materia y Azar carente de sentido. En consecuencia,
todos
debemos revisar el alcance de nuestra posición filosófica, metafísica,
teológica, por la que optamos con las razones hipotéticas que más nos
convencen, pero sabiendo ahora que no es la única opción concebible,
verosímil
y legítima. Esta tesis es la que desarrolla minuciosamente Javier
Monserrat en
sus libros y conferencias.
«Una característica de la
Era de la Ciencia es que la racionalidad teocéntrica ha dejado de no
tener
alternativa. Pero esto no significa que la hipótesis de una Divinidad
creadora
que funda el universo haya dejado de ser viable. La racionalidad
moderna, la
ciencia, sigue todavía hoy haciendo ‘verosímil’ que a la inmensa
cantidad de
experiencia religiosa y de práctica religiosa, presente en la historia,
la
pudiera efectivamente corresponder la existencia real de una Divinidad.
(…) Es
posible enumerar los argumentos que siguen haciendo hoy esta hipótesis
posible»
(Monserrat 2010: 347).
Por último, insistiré por
mi parte en que la negación de Dios es tan de signo «religioso» como la
afirmación de Dios, por un doble motivo. Porque el pronunciamiento que
se hace
pertenece necesariamente al plano metafísico o mítico, igual que la
religión. Y
porque la designación del referente último como «Dios» es solo una
propuesta
posible, no la única. Acerca de este referente, cada persona puede
pronunciarse
por uno u otro, o abstenerse agnósticamente, pero, si se pronuncia,
entonces
concibe y afirma un postulado último, quizá rehusando otros. En
cualquier caso,
el lugar del postulado último nunca está vacío, sino ocupado por lo que
se considera
«sagrado», o «divino», o verdad absoluta, o valor supremo, o nada: el
axioma
religioso. Lo que el paradigma de la modernidad crítica nos desvela es
que, por
principio, nadie está en condiciones de refutar de forma concluyente la
posibilidad de que sea acertada la posición alternativa, por lo que
incumbe a
cada uno decidir y apostar por una opción personal, de ordinario una
opción
compartida con otros y argumentable.
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