Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
8. La
evolución histórica de los sistemas religiosos
PEDRO GÓMEZ
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Los
sistemas religiosos surgen y evolucionan históricamente
La religión
evoluciona al compás del cambio sociocultural. Los sistemas
religiosos pertenecen al tiempo histórico, por la misma razón por la
que forman
parte del respectivo sistema sociocultural, donde surgen y con el que
evolucionan. Todos los cambios evolutivos se deben a la inestabilidad
sistémica
y, en general, responden a las necesidades de adaptación y
supervivencia. De
hecho, se evidencia una clara relación entre la evolución cultural y la
evolución de la religión en el seno de la cultura. La relación entre
una y otra
parece inextricable, aunque conviene no confundirlas y mantener la
distinción
teórica entre ambas. Ante el interrogante de si la religión es un
subsistema
específico del sistema social o una dimensión inherente a cualquiera de
los
subsistemas que integran la sociedad, la respuesta sería que es ambas
cosas. Es
cierto que, en todas partes, encontramos un subsistema particular, sea
instituido o carismático, como actividad circunscrita a un tiempo
especial.
Pero, a la vez, observamos que es una dimensión omnipresente, hasta el
punto de
que cabe analizar las implicaciones religiosas de cualquier subsistema
o
actividad de una sociedad, o incluso del comportamiento de una persona.
No es
imprescindible que esta implicación religiosa genérica se corresponda
con lo
que la gente piensa que es la religión, conforme a la tradición
establecida.
Pues hay opciones efectivas, no menos religiosas, que resultan de una
negación
práctica, total o parcial, del sistema religioso reconocido
explícitamente tal.
Todo sistema de ideas que
interpreta el mundo, que lo dota de un sentido con la pretensión de ser
válido
en última instancia, comporta una estructura y una funcionalidad de
naturaleza
religiosa, explícita o implícitamente. Los sistemas religiosos, que
surgen del
mundo y revierten al mundo humano, asumen necesariamente afirmaciones
en un
plano metafísico, filosófico, metacientífico.
Los movimientos políticos
revolucionarios modernos, desde la revolución francesa a las
revoluciones
anarquista, comunista y nazi, deben encuadrarse dentro de la categoría
de
configuraciones religiosas peculiares. En la práctica consiguieron
consolidarse
como sistemas religiosos propiamente dichos, si bien se postularon
prioritariamente como aparatos de poder político. En esto resultan muy
similares al mahometismo. Al presentarse como ideologías de una etnia,
un
pueblo o una clase social y, por tanto, no ser propiamente universales,
manifiestan una orientación sectaria, a diferencia de las religiones
universalistas como el budismo y el cristianismo.
Según hemos venido
insistiendo, cada religión consiste en un sistema de signos, que
incluye
relatos míticos, rituales participativos y normas prácticas
ético-políticas;
signos que encaminan a la comunidad hacia la consecución de unos fines
soteriológicos. En cada sistema es relevante la figura del fundador,
elevado a
gran personaje, mitificado y deificado de diferentes maneras.
Consideramos que cada
tradición religiosa constituye un sistema complejo, que desarrolla su
vida en
medio de circunstancias cambiantes, y en interacción con ellas preserva
o
modifica su estructura y funcionamiento. Como todo sistema, el
religioso consta
de un núcleo duro, que incluye el mensaje fundacional: unas creencias
fundamentales y unos axiomas o «postulados sagrados últimos» (Rappaport
1999:
585 ss.). A ello hay que añadir un conjunto de subsistemas articulados
en torno
al núcleo y un dispositivo inmunológico que lo defiende de ataques
exteriores y
trata de armonizar las contradicciones internas. El núcleo comporta
implícito
un código, como un genoma generador de mensajes en formas históricas
que lo
expresan e interpretan de maneras muy diversas. En este contenido
medular se
sintetiza una cosmovisión, unos valores, unos símbolos esenciales y una
organización básica. Hay que resaltar que estos elementos solo se dan
en formas
históricas: fórmulas de fe, normas y principios éticos, reglas
litúrgicas e instituciones
jerárquicas, todas ellas variantes sobre un tema que ya es una
interpretación
desde el principio.
En su formulación, los
sistemas religiosos pueden presentar una visión del mundo más o menos
abierta,
o bien una doctrina más o menos cerrada dogmáticamente, quizá
anquilosada en
plasmaciones arcaicas. Pero, aun cuando se mantengan las más antiguas
configuraciones
sacras de mitos, ritos y prácticas, no hay que esperar que permanezcan
inmutables. Con el paso del tiempo, lo más probable es que sus
significados,
así como sus formas de utilización social, vayan modificándose
inexorablemente.
Un desarrollo histórico
milenario puede estar marcado por una tendencia general, debida quizá
al
predominio de uno de los componentes, sea el mito, el rito, la norma
ética, el
modo de organización o el personaje prototípico. En este sentido, se ha
hablado
de una orientación o un tipo predominante en cada gran cuenca de la
vida
religiosa: la figura del sabio en la civilización china, la del
místico en India y la del profeta en
las
llamadas a veces religiones
abrahánicas (cfr. Küng 2011: 162).
Todo sistema religioso se
autoorganiza ajustando sus componentes y su encaje en la sociedad. Se
reorganiza constantemente y trata de responder a los desafíos del
ecosistema
político y social. De ahí se siguen derivaciones y desviaciones
históricas, en
múltiples direcciones, a través de las cuales discurre la evolución. De
tiempo
en tiempo, surgen innovaciones significativas y estas pueden conducir a
una
morfogénesis aceptada, renovadora del sistema. Sin embargo, en
determinadas
coyunturas críticas, la diversificación emprendida desemboca en una
cismogénesis, debido a la resistencia al cambio de los sectores más
tradicionalistas. En casos extremos, llega a alterarse el mensaje
inicial,
introduciendo mutaciones en el código generador, hasta el punto de dar
nacimiento
a un nuevo sistema religioso. Mientras se sigue en el seno de la misma
tradición, el resultado más normal es que se produzcan, en la línea del
tiempo,
modificaciones importantes de la confesión de fe, dando lugar a una
sucesión –y
superposición– de paradigmas históricos del mismo credo
religioso. Este
es el enfoque de la investigación llevada a cabo por Hans Küng en su
trilogía
sobre el judaísmo, el cristianismo y el islam, estableciendo en cada
caso una
sucesión de paradigmas históricamente configurados. Cuando un paradigma
deja de
ser hegemónico, es sustituido por otro, aunque el antiguo suele
persistir
durante mucho tiempo.
Un
modelo para el análisis histórico de la religión: los
paradigmas
Parece
conveniente distinguir entre las etapas de la evolución
religiosa, desde el punto de vista general de la antropología, y las fases
particulares del desarrollo de cada una de las grandes tradiciones, en
el marco
y desde el punto de vista de la historia de las civilizaciones. En el
primer
enfoque, hay teorías clásicas como la que compendia Marvin Harris,
quien
establece cuatro variedades principales de culto con implicaciones
evolutivas,
según la escala de integración sociocultural: cultos individualistas,
cultos
chamánicos, cultos comunitarios y cultos eclesiásticos (cfr. M. Harris
1988).
Los cambios estructurales de lo religioso siguieron una secuencia
definida en
todas las latitudes, en relación con el aumento de la magnitud
demográfica y la
complejidad de la organización sociopolítica. Las grandes tradiciones
religiosas, hindú, budista, taoísta, confuciana, hebrea, cristiana,
islámica,
pertenecen todas a la categoría de los cultos denominados
«eclesiásticos», es
decir, constituyen religiones organizadas de nivel estatal.
Los historiadores de la
religión ponen de relieve las distintas fases que cada sistema
religioso
atraviesa a lo largo de las épocas (cfr. Díez de Velasco 1995, Smith
1991,
Eliade 1967). Como hemos visto ya, cada gran tradición se funda en un
núcleo de
verdades y postulados esenciales, cuya formulación es necesariamente
histórica
desde los momentos originales. Ese núcleo, mientras permanece
reconocible el
sistema, se conserva en moldes cambiantes, reformulado innumerables
veces,
reorientado en su función social, reinterpretado desde nuevas
mentalidades,
reformado en respuesta a las crisis.
Como he mencionado, Hans
Küng emplea el método de los paradigmas en su análisis
histórico de las
religiones denominadas abrahánicas. Así, en el judaísmo (cfr. Küng
1991)
establece la siguiente secuencia: I. Paradigma de las tribus de la era
preestatal. II. Paradigma del reino de la era monárquica. III.
Paradigma de la
teocracia del judaísmo posexílico. IV. Paradigma rabínico-sinagogal de
la Edad
Media. V. Paradigma de asimilación a la modernidad. En su obra sobre el
cristianismo (cfr. Küng 1994), la sucesión de paradigmas es: I.
Paradigma
protocristiano-apocalíptico. II. Paradigma veteroeclesial helenista.
III.
Paradigma católico-romano medieval. IV. Paradigma de la Reforma
protestante. V.
Paradigma moderno ilustrado. Por otra parte, al tratar del islamismo
(cfr. Küng
2006), distingue: I. Paradigma de la comunidad protoislámica. II.
Paradigma del
imperio árabe. III. Paradigma del islam clásico como religión
universal. IV.
Paradigma de ulemas y sufíes. V. Paradigma de la modernización. Al
final, en
los tres casos, se pregunta por la posible emergencia de un paradigma
transmoderno y ecuménico, adecuado a nuestra época de mundialización.
Sería interesante aplicar
el mismo método a la investigación y diseñar un modelo análogo para la
evolución de las religiones asiáticas de China y de India, aunque
probablemente
tenemos ya un anticipo en los períodos que han distinguido los
historiadores (cfr.
Smith 1991, Cheng 1997, Ricard 2000). Por ejemplo, en la milenaria
historia de
la tradición del hinduismo, probablemente sea acertado señalar:
Paradigma
védico. Paradigma brahmánico de los Upanishads. Paradigma del hinduismo
reconstituido. Paradigma de coexistencia con el islam. Paradigma
neohinduista
(cfr. Grigorieff 1989: 167-175).
A grandes rasgos, las
religiones históricas superaron los límites tribales, crecieron en un
contexto
nacional y se abrieron virtualmente a un horizonte mundial, al menos en
el área
geográfica de una gran civilización. Por su propio impulso,
evolucionaron en
todas partes desde el etnicismo hacia alguna forma de universalismo,
dentro de
los límites políticos de cada época y contexto. Incluso en el caso de
la
religión hebrea, sabemos que conoció esa apertura a todas las naciones,
profetizada por Isaías, si bien el judaísmo rabínico, tras la diáspora,
acabó
retrotrayéndose a considerarse como religión nacional judía. En cambio,
el
cristianismo, a partir del movimiento de Jesús (cfr. Crossan 1998,
Theissen
2004), abrió su mensaje a la cultura grecorromana, desde los años 30 y
40, en
una línea continuada y defendida por Pablo de Tarso. Por su parte, el
mahometismo surgió como religión de árabes y fundó un imperio árabe,
antes de
que los califas abasíes franquearan sus puertas a gentes de otras
procedencias,
imprimiendo al imperio musulmán un cierto signo universalista (cfr.
Küng 2006:
275 ss.). En suma, la evolución de las religiones en la historia de la
civilización hizo que concentraran su papel en aportar los ritos
sagrados
legitimadores de la nación y el imperio, con lo que, a la vez, quedaron
expuestas a las luchas de poder.
La compleja historia de
las sociedades humanas y, en su seno, la historia de la religión
despliega su
existencia lejos del equilibrio: los sistemas se autoorganizan, se
reorganizan
sin cesar, recomponiendo sus estructuras y ajustando su funcionamiento.
En
general, parece que cada gran tradición presenta en su seno, en mayor o
menor
grado, todas las tendencias, como si buscara explorar todas las
potencialidades
del espíritu humano. Va otorgando una importancia variable a cada uno
de los factores constitutivos, ya sea el mito o visión del
mundo,
el rito o simbolización
vivida, el principio o norma práctica ética, la organización
comunitaria e
institucional. En algunos casos, tiende a concentrarse prevalentemente
en uno
de ellos.
Asimismo, hay
caracterizaciones en las que observamos una típica decantación hacia
una de las
opciones u orientaciones posibles, de tal manera que los paradigmas
vienen a
ser una combinación de opciones más o menos marcadas en una
orientación, lo que
le confiere un perfil histórico específico. No es difícil recopilar una
muestra
de estas polaridades, como alternativas (no siempre excluyentes del
todo) en
torno a un eje, si bien es preciso insistir en la idea de que nada
podrá suplir
la necesidad de llevar a cabo el análisis minucioso de cada caso
concreto. La
presencia de un sistema religioso supone la codificación de unos
significados,
la comunicación de un mensaje en forma de pensamientos, de vivencias o
de
actuaciones. Y este mensaje comporta tomas de postura o polaridades,
explícitas o implícitas, con respecto a una multiplicidad de aspectos.
He aquí
la enumeración, simplificada y esquemática, de algunos pares de
oposición, para
sugerir a qué me refiero: en cuanto al tiempo, cíclico / irreversible;
en cuanto
a la escala, colectiva / individual; en cuanto al poder, teocrático /
democrático; en cuanto a la mediación, mística / profética; en cuanto a
la
creencia, narrativa / dogmática; en cuanto al saber, gnóstico /
sapiencial; en
cuanto a la organización, carismática / jerárquica; en cuanto a la
ontología,
dualista / monista; en cuanto a la divinidad, politeísmo / monoteísmo;
en
cuanto a la concepción del absoluto, orden cósmico / dios personal; en
cuanto
al ideal de vida, monástico / laico; en cuanto a la escatología, ética
/
apocalíptica; en cuanto a la salvación, inmanente / trascendente; en
cuanto a
la actitud ante la norma, legalismo / libertad; en cuanto a las
relaciones
sociales, igualitarismo / clasismo o elitismo; en cuanto a la
diferencia
sexual, androcentrismo / equiparación de la mujer; en cuanto actitud
frente al
conflicto, belicista / pacífica.
Las grandes tradiciones, a
lo largo de su historia, ha explorado efectivamente todo el rango de
las
alternativas subyacentes en el ámbito de lo religioso, un campo muy
extenso,
aunque sin duda limitado. En él podemos detectar polos de atracción,
ejes de
desplazamiento, bifurcaciones, alternancias, oposiciones, interacciones
intrasistémicas y ecosistémicas en relación con el contexto
sociocultural. Como
cabe colegir, la combinatoria puede ser enormemente amplia y compleja,
antes de
que se agoten las nuevas síntesis y las posibles metamorfosis
emergentes.
En síntesis, la idea de la
evolución de un sistema religioso se entiende en un doble sentido. El
primero
alude al cambio en el seno de una tradición, por el que se va operando
una
transformación gradual del sistema, mediante pequeñas mutaciones
endógenas o
por asimilación de ciertos elementos exógenos. En este caso,
evolucionar se
reduce a producir variedades dentro de la misma especie, que se
mantiene. El
segundo sentido es más radical y supone la evolución de un sistema
hacia otro
que inicia una tradición tan diferenciada que conlleva la aparición de
mutaciones inasimilables por la tradición preexistente, hasta el punto
de
llegar a originarse una nueva religión. Así ocurrió en el nacimiento
del
budismo a partir del hinduismo del siglo VI antes de nuestra era, y el
del
cristianismo a partir del mosaísmo o religión judaica anterior a la
destrucción
romana del templo de Jerusalén.
La
exaltación del fundador y las derivas históricas del
sistema
Los
componentes del sistema religioso, al adaptarse, exploran las múltiples
alternativas teóricamente posibles en función de los nichos sociales
disponibles y en respuesta a determinados cambios en las condiciones de
vida de
los grupos, clases o castas sociales. Así ocurre en los grandes
procesos, como
cuando el budismo mahayana se adaptó para expandirse y para ser
religión
oficial del Imperio Mauria de India, en el siglo III antes de nuestra
era, bajo
los auspicios del emperador Asoka. De manera análoga, cuando el
cristianismo
primitivo limó el radicalismo de Jesús y de las cartas del Pablo
auténtico,
para adaptarse a la sociedad romana y, más tarde, a lo largo del siglo
IV, ser
incorporado como credo oficial del Imperio Romano. Así pues, los
mecanismos que
intervienen en la adaptación se hallan siempre presentes, dispuestos a
activarse en todo momento, y probablemente representan un repertorio de
recursos inscritos de algún modo como esquemas o estructuras del
«espíritu
humano» (Lévi-Strauss 1964: 23) y explicitados en moldes históricos. La
naturaleza concreta de estos esquemas mentales, que se corresponden con
mecanismos culturales, se explicará mejor mediante la colaboración
entre la
psicología evolutiva y la antropología social.
La asunción religiosa más
básica es que hay un orden o dimensión invisible, que se manifiesta de
algún
modo, dando lugar a epifanías de lo divino, lo sagrado, lo excelso, lo
absoluto, sea cual sea la terminología con que se denomine. Tal
epifanía se
constituye mediante la atribución del carácter divino, santo,
excelente,
etc., sin prejuzgar su naturaleza, a determinada experiencia, doctrina,
obra,
persona, lugar, objeto. Esto ocurre constantemente, pero, en ocasiones
privilegiadas como los momentos fundantes, el proceso se codifica en
nuevas
historias y prácticas, dando origen a un movimiento que se nutre de
ellas, las
transmite y las reelabora.
En los orígenes, es
fundamental la tarea de un iniciador, o varios, o acaso algún
recopilador,
aunque su nombre no siempre se haya conservado. Entre los conocidos
están
Ajenatón, Moisés, Zoroastro, Laozi, Confucio, Gautama Buda, Sócrates,
Jesús,
Mahoma; y otros filósofos o pensadores. Cada uno de ellos remodeló a su
manera,
con originalidad, el legado de pensamiento que le precedía, y se
convirtió
–incluso sin pretenderlo– en fundador de un nuevo sistema.
El fundador asume
inevitablemente el papel de mediador privilegiado e
imprescindible para
el acontecimiento epifánico, sea cual sea la variante que adopte su
manifestación: visión, inspiración, revelación, meditación,
experiencia, sueño,
conocimiento. Me parece una cuestión secundaria que la epifanía se
conciba, o no, como teofanía, pues esto afecta más bien al
plano del
lenguaje y la interpretación de lo manifestado que no al mecanismo que
lo
categoriza.
Hay que subrayar que el
mediador (cuando se trata de un personaje, pero lo mismo podría decirse
de
cualquier elemento de mediación) es siempre una realidad o alguien de
este
mundo, que, dentro de un marco de creencias, se presupone que está en
contacto
o comunicación con la dimensión invisible, lo verdaderamente real, lo
sagrado.
Esta realidad última, a su vez, en la escasa medida en que es
alcanzable,
aparece únicamente como una idea asociada a la idea de mediación. De
modo que
ambas se encuentran ahí conformadas inevitablemente como ideas de este
mundo.
A partir de las
experiencias e ideas originantes, lo primero que destaca en la
formación de una
tradición radica en un proceso de exaltación que, sobre la base
de unos
acontecimientos vividos como algo extraordinario, los reviste de tal
significado que los transmuta y trasciende. Una vez puesto en marcha el
proceso, la necesidad de expresión y consolidación lleva a echar mano
de toda
suerte de antecedentes históricos, creaciones literarias, categorías
míticas,
filosóficas, teológicas y hasta científicas. De modo que es el proceso
de
exaltación hagiográfica el que rige la narración de los hechos, a veces
recreados o metamorfoseados como instrumentos simbólicos para
transmitir el
mensaje. Para enfatizar el valor supremo atribuido al fundador y su
doctrina, se
da una elaboración que aplica recursos de encumbramiento, entre los que
podemos
identificar diversas modalidades: idealización, legendarización,
mitificación,
justificación, racionalización, sacralización, santificación,
canonización,
glorificación, numinización, tabuización, apoteosis, endiosamiento,
deificación, divinización, o simplemente culto a la personalidad.
De ahí que los fundadores,
encumbrados por el relato hagiográfico a la altura de supremos héroes
civilizadores, acaben siempre siendo concebidos como dotados de una
condición
tan extraordinaria que se los tiene por sobrehumanos, humanos
divinizados,
semidivinos, o directamente dioses.
El profeta Elías,
prototípico para judíos y cristianos, no solo hablaba y obraba milagros
en
nombre de Dios. Al final, fue arrebatado en un carro de fuego y subió
en un
torbellino al cielo (2 Reyes 2,11), de donde se creía que regresaría al
final
de los tiempos, para implantar la justicia divina en el mundo.
Laozi, iniciador del
taoísmo chino, al final de sus días y según relatos legendarios, partió
montado
a lomos de un búfalo de agua, en dirección hacia el lejano occidente,
donde su
rastro desapareció para siempre (cfr. Smith 1991: 201). Los discípulos
levantaron
santuarios taoístas dedicados a Laozi, donde, a pesar de todas sus
advertencias
contra el culto a las deidades, su imagen recibe ceremonialmente la
devoción de
sus fieles.
Kongzi (Confucio),
fundador del confucianismo, aconsejaba el mayor respeto a los rituales,
los
sacrificios y el culto al Cielo. Tras su muerte comenzó entre sus
discípulos la
«glorificación» del sabio maestro (Smith 1991: 164) y el culto a su
vida, obra y
enseñanzas. La antigua residencia familiar en su localidad natal de
Qufu,
actual provincia de Shandong, fue muy pronto transformada en templo,
donde
durante siglos se han seguido celebrando ceremonias en memoria del
maestro.
Buda Gautama, tan
escéptico respecto a lo divino, fue elevado a la suprema categoría de
la
iluminación, de tal manera que, tanto en el budismo theravada como en
el
mahayana, las estatuas de Buda, a veces colosales, y sus impresionantes
templos, no menos que su doctrina, se convirtieron en objeto de
veneración. Los
sermones atribuidos a Buda se recopilaron y recrearon como escrituras
sagradas
muchos años después. Su biografía se revistió de forma hagiográfica,
llena de
sucesos portentosos durante la vida y a la muerte del personaje, como
puede
leerse, por ejemplo, en el relato de su entrada en el nirvana
definitivo,
causando conmoción en todas las esferas del universo (cfr. Buddhacharita,
recopilado en Eliade 1967: 499-500).
Sócrates aparece como un
personaje idealizado en los diálogos platónicos. El gran sabio griego
declaró,
en distintos momentos, que escuchaba una «voz» interior, un daimon,
a
través del cual le llegaban señales y mensajes de la divinidad, que le
prevenían de lo que debía hacer y decir. En ocasiones, llegaba a
sentirse
poseído hasta el punto de entrar en un profundo estado extático. Lo
cierto es
que Sócrates ejerció como un maestro de vida y no debe escamotearse que
«se
presentó y fue percibido por sus discípulos a la vez como un filósofo
que se
apoya en la razón y como un místico que se siente conectado con una
fuerza
superior» (Lenoir 2009: 71).
Jesús de Nazaret no solo
fue reconocido por sus seguidores como profeta escatológico similar a
Elías,
como Sabiduría de Dios, o como Cristo, aplicándole referencias
bíblicas, sino
que, muy pronto, la iglesia primitiva lo proclamó Hijo de Dios y Dios
en persona
(cfr. Theissen 2004: 53-56). A este devenir Dios quizá no fue ajeno el
hecho de
que su figura fuera concebida como antagonista y contrapuesta a la del
emperador romano: El reino de Dios frente al reino de Roma. En efecto,
como
analogía, Julio César, tras su muerte, había sido divinizado por el
Senado
romano, el año 42 antes de nuestra era. Y Octavio Augusto, considerado
hijo del
divino, fue igualmente divinizado por el Senado, al mes de su
fallecimiento, el
año 14 de nuestra era (Crossan 1994: 19-20, Borg y Crossan 2009:
111-112). Lo
cierto es que, muy pronto, los primeros cristianos organizaron el culto
a su
Señor, Jesús el Cristo.
Abu l-Qasim Ibn Abdallah,
de nombre Qatham, conocido como Mahoma, considerado por los musulmanes
el más
perfecto de los hombres, fue exaltado como el último y mayor de los
profetas,
hasta el extremo de que su nombre se incluyó en la profesión de fe
islámica
como el enviado de Dios, reputado el mediador definitivo de la
verdadera
revelación divina (Corán 33,40 y 56-57; 47,2 y 33). Su tumba en la
Mezquita del
Profeta, en Medina, Arabia, fue objeto de veneración y alabanza desde
antiguo.
Y su nombre, artísticamente escrito sobre un panel circular, está
colocado, a
la vista de todos, en el ábside de innumerables mezquitas, del mismo
modo, a la
misma altura y con el mismo honor que el de Alá.
Un aspecto reseñable de
las hagiografías es la elusión simbólica de la muerte, la creación de
mitos
sobre el fundador, la sacralización del cadáver, la posesión de
reliquias, la
erección de monumentos funerarios, a fin de perpetuar la presencia del
ausente
y, en ocasiones, postular su regreso futuro. La materialización de un
mausoleo
magnífico que contenga de manera empírica, o acaso solo simbólica, los
restos
del gran personaje otorga el máximo prestigio a los sucesores que lo
custodian.
Dejando margen a los matices propios de cada caso, podemos ver en
acción un
mismo esquema por doquier. La tumba de Confucio está erigida en Qufu,
Shandong.
Tras la muerte de Buda, en Lumbini, los residuos de su incineración se
repartieron entre numerosos templos. La tumba de Abrahán está ubicada
en
Hebrón. La de Moisés, en el monte Nebo, cerca de Jericó. El cenotafio
de Jesús,
en la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén. La tumba de Mahoma, en
la
Mezquita del Profeta en Medina. Un mecanismo similar lo reencontramos,
con el
toque numinoso que envuelve al poder, en panteones regios y en lugares
sacros
donde yacen políticos fundadores, como el enterramiento de Lincoln en
el
cementerio de Oak Ridge, en Springfield, Illinois; el mausoleo de
Lenin, en la
Plaza Roja de Moscú; o el monumental mausoleo de Mustafá Kemal Atatürk,
en
Ankara.
La apropiación de algo o
alguien que estuvo en contacto con el enaltecido difunto significa la
cercanía
a los orígenes sacralizados. Es conocida la tumba de san Pedro en Roma,
o la
invención del sepulcro de Santiago en Compostela, y el tráfico medieval
de
reliquias del leño de la cruz y de santos populares. El Imperio Otomano
realzó
su legitimidad islámica, ya desde tiempos de Mehmet II el Conquistador,
con el
oportuno hallazgo de la tumba de un compañero de Mahoma, Abu Ayyub
al‑Ansari,
junto al Cuerno de Oro, en cuyo honor se construyó el mausoleo y la
mezquita
Eyüp Sultán. Asimismo, en 1517, el prestigio se reforzó gracias al
traslado de
reliquias del profeta, desde La Meca a Constantinopla (cfr. Fletcher
2002:
146), actualmente expuestas en el palacio de Topkapi, en Estambul. La
historia
es que, cuando los turcos otomanos derrotaron a los árabes del Imperio
mameluco
de Egipto, en 1517, y poco después saquearon Bagdad, se hicieron con
las llaves
de las ciudades santas de La Meca y Medina y se apoderaron de las más
preciadas
reliquias de Mahoma y otros profetas antiguos. Por eso, en Topkapi se
exhiben
fabulosos objetos: La espada del rey David. La vara de Moisés. El gorro
de
Abrahán, una especie de fez color blanco. Un enorme turbante de José,
el hijo
de Jacob. El hueso del brazo del profeta Juan Bautista, en una funda
metálica,
así como su corazón. Una huella del pie de Mahoma. El molde del sello
de
Mahoma. Una gárgola de la Caaba de La Meca. Una funda de oro de la
piedra negra
de la Caaba. Llaves de la Caaba. La espada de Zubeyr ibn Awwan,
compañero
militar de Mahoma. Otras espadas de varios compañeros del profeta
(siglo VII).
La cabeza de Mahoma y el relicario de la cabeza. Una cajita con un
diente de
Mahoma. Tierra pisada por el profeta de los musulmanes. Su sello. Unos
pelos de
su barba. Una escudilla donde bebía Mahoma. Sellos de Medina y de
Karbala. El
manto de la venerable (hazrat) Fátima, hija del profeta y esposa
de Alí.
Tres espadas de Mahoma. La espada de Abu Bakr. La espada de Omar. La
espada de
Utmán. Dos espadas del venerable Alí. El visitante extranjero no debe
sorprenderse de tan ostensible e íntimo vínculo entre la espada y la
religión
en el islam.
Se diría que el culto
adopta básicamente la forma de culto a los muertos, sobre todo como
culto al
antepasado simbólico que es siempre el fundador de la tradición. Este
sigue
vivo en la medida en que sigue ejerciendo su influjo en la vida de los
seguidores.
El culto significa el cultivo reiterado de la herencia recibida.
En todos los casos, los
seguidores extienden su adhesión de fe en la sacralidad última hasta la
fe en
el mediador, sea sabio, místico, profeta o santo, y a la inversa. En la
medida
en que el mediador se comunica con la santidad de lo absoluto o divino,
hace de
puente entre lo divino y lo humano, reuniendo a veces en sí mismo la
doble
condición. La adhesión al mediador y a las mediaciones no es solo
intelectual,
sino vivida con profunda emoción. Como señala entre otros el
antropólogo Roy
Rappaport, en lo santo hay dos aspectos: lo sagrado, que
refiere a un
logos racional, vinculado con las estructuras cotidianas de la vida; y
lo numinoso,
principalmente afectivo y expresado mediante el ritual, que alude a
experiencias en las que se experimenta el logos, como verdad divina,
suscitando
una entusiasta adhesión a las convenciones santificadas. De ahí que el
fundador
religioso sea no solo sacralizado, sino «numinizado» por sus seguidores
(Rappaport 1999: 596), puesto que no solo lo hacen objeto de aceptación
intelectual,
sino de un arrobamiento emotivo que los lleva a una entrega
incondicional.
El proceso de exaltación
suele tener un fundamento en hechos históricos, pero los transfigura y
los
convierte en mito. Esto conduce a efectos ambivalentes. En parte, al
fijarse el
relato, produce una interpretación ortodoxa del mensaje original que,
por su
petrificación, puede llegar a neutralizarlo, bien porque deriva hacia
una
actitud conservadora de los seguidores, a veces con el riesgo de una
imitación
literal o espiritualista, o porque evoluciona hacia la acomodación a
las
circunstancias sociales y, tarde o temprano, hacia la oficialización
política.
En cambio, por otro lado, al desvincular al fundador mitificado de su
estricto
contexto histórico, se vuelve más fácil convertirlo en fuente de
inspiración
para otras gentes y otras épocas. La incertidumbre oscilará entre la
domesticación
del carisma inicial, quizá demasiado rompedor, en un intento por
adaptarse a la
sociedad, y la posibilidad latente de que ese carisma se reavive en
situaciones
ulteriores. Es lo que ocurre en los movimientos de renovación.
Aparte del mecanismo
fundamental de la exaltación mitificadora, concurren otros muchos que
entran en
acción en cada variante histórica y que subyacen bajo todas las
semejanzas y
diferencias entre opciones religiosas, así como en las orientaciones
alternativas
de distinto signo, algunas de las cuales he enumerado más arriba.
En realidad, los grandes
fundadores nunca partieron de cero, sino que destacaron sobre un
trasfondo
histórico preexistente. Normalmente se sirvieron de él y lo reformaron,
aplicando un mecanismo de asimilación, afirmación selectiva y
superación de la
tradición. Confucio insistía en que solo pretendía restaurar la
sabiduría de
los antiguos maestros. Buda sostenía que él no había creado la doctrina
(dharma),
sino que esta se le había revelado; y que él no es el único Buda, pues
ya había
habido otros antes que él. Los profetas hebreos remitían a la ley de
Moisés, y
este a la fe de Abrahán. Jesús de Nazaret aceptaba a Moisés, aunque lo
enmendara; su figura era comparada al profeta Elías y al hijo de David
mesiánico. Mahoma, según la tradición islámica, se consideraba como el
último
de los profetas de Israel, al tiempo que trataba de entroncar sobre
todo con
Abrahán, a través del linaje de Ismael. Es propio de los reformadores
invocar
una recuperación de la tradición más pura: el judaísmo rabínico,
posterior a la
destrucción del templo jerosolimitano en el año 70, inventó la teoría
de la
doble Torá, uniendo a la ley escrita otra oral, supuestamente
transmitida
también desde Moisés, con objeto de conferir autoridad a sus doctrinas
y
preceptos recopilados en el Talmud. En general, después de haber
buscado
legitimidad en precedentes tradicionales, todo credo renovado tiende a
presentarse como la culminación definitiva, o como la actualización
para los
tiempos nuevos o para los últimos tiempos. Es lo que observamos también
en las
ideologías totalitarias modernas, que operan more mahomético
como
religiones políticas, como religiones sucedáneas.
La continuidad de una
tradición instaurada o restaurada exige un mínimo de
institucionalización y
jerarquización, que establezca quiénes son los sucesores y
representantes
autorizados del iniciador histórico. El mediador da lugar a toda una
saga de
mediadores epígonos, que sin duda pugnarán por un puesto importante en
la
jerarquía de mediación. Así, nunca faltará una tipología de figuras con
un
papel especial: sabios y maestros, gurús, bodhisatvas, patriarcas,
sumos
sacerdotes, rabinos, califas, imanes, ulemas, muftíes, ayatolás y
mulás,
apóstoles, obispos, santos, monjes, pontífices, demagogos, etc. Incluso
cuando
se proclama la inmediatez del acceso individual a lo divino, nunca
falta alguna
clase de intermediación, siquiera sea transitoria e informal.
La sucesión inmediata del
fundador se resuelve haciendo que la autoridad recaiga sobre un
vicario,
lugarteniente o continuador, que para ello es designado, cooptado, o
tenido
como una reencarnación suya. Pero no es raro encontrar que, con tal
fin, se eche
mano del principio de parentesco, de modo que sea la familia o algún
familiar
quien asuma la dirección del movimiento o de la organización. El
recurso a este
mecanismo dinástico puede ser quizá incidental, como el caso de
Santiago el
Justo, hermano de Jesús, que dirigió la iglesia protocristiana de
Jerusalén
entre el año 44 y el 62, cuando murió martirizado. En otros casos, se
intenta
expresamente perpetuar una cadena de descendencia, como ocurrió con los
primeros sucesores de Mahoma, que fueron parientes suyos. La pretensión
sucesoria de Alí, primo y yerno del profeta, desencadenó la guerra
intestina y
la escisión del islam chií, cuyo motivo fue precisamente la disputa por
la
legitimidad de la sucesión. Todavía hoy, los monarcas musulmanes de los
países
árabes pretenden ser descendientes lejanos del profeta.
La continuidad del origen
se pone de manifiesto como repetición, renacimiento, reproducción,
reencarnación, resurrección, como un mecanismo de replicación casi
fractal de
prototipos análogos, escenas semejantes, sentencias parecidas. Los
maestros
enseñan a los discípulos, que llegan a ser nuevos maestros de nuevos
discípulos. Los santos y las santas no cesan de surgir generación tras
generación. Buda es los diez mil Budas. Del Buda en sí emanan los Budas
de
meditación y, de estos, los bodhisatvas de meditación y, de ellos, los
budas
humanos como Gautama.
Con todo, por mucha
fidelidad y estabilidad pretendidas, los tiempos cambian y aparecen
tendencias,
corrientes, escuelas, sectas, confesiones, cismas, herejías. Existen
mecanismos
de diversificación siempre dispuestos a entrar en juego,
fluctuaciones
en el ámbito de las creencias, las acciones rituales y festivas, las
prácticas
éticas y políticas, las estructuras organizativas. Cada variante
refuerza una
opción filosófica, en lo que se puede describir como una lucha por el
poder, ya
sea en el seno de la propia organización religiosa, ya en el marco de
las
relaciones sociales o de la política estatal.
Las grandes tradiciones no
suelen restringir su mensaje a un grupo o una nación, sino que, tarde o
temprano, lo proyectan como válido para toda la humanidad, con lo que
adoptan
algún mecanismo de universalización. Esto lo podemos comprobar
históricamente. El judaísmo antiguo se desarrolló como religión del
pueblo
hebreo, pero hubo épocas en que favoreció la expansión a otras naciones
(por
ejemplo, los etíopes), para luego volver a replegarse como religión
nacional
judía. El islamismo surgió como religión «étnica» árabe y específica de
hombres
guerreros, con más afán dominador que proselitista, hasta que la
dinastía abasí
la abrió a gentes de todas las procedencias. El cristianismo apareció
como un
movimiento de judíos palestinos, para alcanzar pronto una difusión por
todo el
Imperio Romano y más allá. El budismo, inicialmente una religión
monacal y
masculina del noreste de India, se adaptó más tarde a todos los países
asiáticos, sobre todo en su vertiente mahayana.
La tendencia, a veces
misionera, hacia la universalidad humana se traduce con frecuencia en
una
tentación por la hegemonía. Entonces es cuando pueden estallar los
conflictos
intra e interreligiosos. Parece como si cada tradición solo propugnara
la
tolerancia y el pluralismo mientras se halla en situación de debilidad.
Hoy, en
las sociedades democráticas, se previene el conflicto religioso
imponiendo un
marco básico de creencias políticas que garantiza la pluralidad y la
libertad
religiosa, lo cual quizá funciona como una versión de religión
simplificada,
minimalista y de carácter universalizable.
En relación con el
ejercicio de las facultades humanas a las que se otorga mayor
importancia para
el acceso a Dios, o lo que ocupa su lugar, y a la práctica religiosa,
en todas
partes se oscila entre una vía pietista y una vía intelectual. La
primera cultiva
la devoción emocional, el fervor espiritual vivido, los rituales
participados,
la expresión carismática y solidaria, sin apenas interés por el
estudio, el
examen crítico o las preguntas. Mientras que, por otro lado, la
posición
intelectual aplica la razón y trata de compaginarla con la fe,
manifiesta gran
interés por la exégesis, la teología y la filosofía. Desde ahí se
entienden
mejor algunos enfrentamientos históricos, como los que tuvieron lugar
entre los
sufíes y los mutazilíes racionalistas en el islam, entre el hasidismo
pietista
y el reformismo ilustrado judío, entre el tradicionalismo católico y la
teología crítica. Por lo general, se constata que la vía devocional
tiende a
perderse en el oscurantismo y suele decantarse son sesgo irracional por
opciones
dogmáticas en todos los terrenos.
Es un hecho que las
opciones filosóficas y religiosas van vinculadas a posiciones con
respecto al
orden sociopolítico. Las minorías dominantes, y todos los grupos
marcados por
una mentalidad elitista, generan variantes espirituales y teológicas
afines a sus
intereses de grupo o de casta. Así, frente a la verdad exotérica
del
mensaje, accesible a todo el mundo, los privilegiados favorecen un esoterismo
restringido a los iniciados en el conocimiento supuestamente profundo y
vedado
al común de los mortales: por ejemplo, el tantrismo hindú, la escuela
chan
budista, el gnosticismo cristiano, la tariqa sufí islámica, la
cábala
judaica, la mayor parte de los misticismos, y ciertas vanguardias. Así,
en
lugar de afirmar un espíritu (pneuma) universal, que supone un
saber al
alcance de todos, el esoterismo pretende transmitir un conocimiento (gnosis)
iniciático, reservado exclusivamente a la minoría selecta.
En todo sistema de
pensamiento religioso, las injusticias, las privaciones, las desgracias
y los
sufrimientos de la gente común reciben tratamientos específicos, que no
siempre
aportan una solución efectiva en esta vida. En ciertos contextos, se
tiende a
alguna clase de evasión, mediante creencias que justifican el estado de
cosas
existente, que consideran ineluctable, o acaso desplazan el remedio a
una vida
ulterior. En cualquier caso, operan unos mecanismos soteriológicos, muy
dispares en apariencia, pero coincidentes todos en el esquema de salvar
las
contradicciones, armonizarlas, superarlas, suavizarlas, disolverlas.
Por
tremendamente injusta que sea la sociedad presente, siempre cabe,
aparte de
transformarla, soñar con que habrá un sistema de compensación, de
retribución,
de castigos y premios, en un tiempo futuro, lineal o cíclico, o en una
eternidad más allá del tiempo. Esta convicción ofrece consuelo y
alienta la
esperanza, lo que ya suscita efectos en el más acá. Aunque funcionen de
modos
diversos y con diferentes resultados, nunca faltan senderos, reales o
imaginarios, para la terapia, la salvación, la prosperidad, la
liberación, la
paz social.
En la visión hindú y en la
budista, como este mundo es considerado ontológicamente irreal, también
el
sufrimiento se anula en último término en la irrealidad. Han imaginado
un
sistema de karma y sámsara (Smith 1986: 77-80), donde
la
reencarnación dará la reiterada oportunidad para liberarse de los males
soportados, de los que solamente uno mismo parece ser responsable. En
el
trasfondo del pensamiento chino, la concepción del yin-yang
(cfr. Cheng
1997: 238-244), basada en un fluir de las mutaciones, que sea mediante
su
armonía, sea mediante su alternancia, proporciona siempre una
expectativa de
mejora y una fe intemporal en que todos los desequilibrios pueden ser
balanceados. En la filosofía griega antigua, está muy extendida la idea
y el
ideal de que la razón, la virtud y el justo medio conducirán a la
felicidad. La
religión hebrea mantiene la creencia en la elección por parte del Dios
de la
alianza, que es justo y promete librar y dar la felicidad a quienes
observen su
ley (Deuteronomio 30,9-16), aun en medio de las pruebas más difíciles y
las
situaciones más desesperadas. El evangelio cristiano ofrece a quienes
sigan el
camino de Cristo participar en el reino de Dios (Lucas 17,20-21),
haciéndolo realidad ya aquí en la tierra, y con la esperanza en una
vida eterna
(Juan 11,25). En el Corán, en las suras de la época del profeta armado,
llamadas de Medina, se promete el reparto del botín en este mundo y los
placeres del paraíso en el último día (Corán 48,20; 9,21-29), a cambio
de la
entera sumisión y la entrega a la yihad como combate en el camino de
Alá.
Por último, en lo tocante
a la respuesta del grupo religioso con respecto a la sociedad, sobre la
que tan
a menudo se cierne todo tipo de dramas, abusos, corrupciones y culpas,
podemos
encontrar posiciones de rechazo parcial o total. Cuando la religión
establecida
ha dejado de proporcionar medios satisfactorios para afrontar la crisis
y
obtener la salvación, se levantan movimientos religiosos de protesta,
como
mecanismos tendentes a elaborar y encauzar el malestar. El sociólogo de
la
religión Bryan R. Wilson (1970, 1973) definió una tipología
transcultural de
esas actitudes de reacción ante el mundo, que expresarían otras tantas
alternativas u opciones fundamentales del espíritu humano, observadas
históricamente en distintos contextos. En algún momento y en grado
variable,
volvemos a encontrarlas todas presentes en la evolución de las grandes
tradiciones religiosas, sin que haya que entenderlas en absoluto como
fases
predeterminadas de un desarrollo prefijado, sino más bien como
alternativas
posibles. He aquí, en esquema, una clasificación utilizada
frecuentemente:
– Los conversionistas buscan
subjetivamente la
conversión interior, pensando que, de este modo, Dios cambiará y
salvará a las
personas que se hallaban perdidas, gracias a una transformación
intensamente
vivida, de carácter sobrenatural.
– Los manipulacionistas
dan la mayor importancia a
la propia actitud con respecto al mundo: creen que Dios los llama a ver
el
mundo de manera diferente, pero cada uno debe escoger los medios y las
técnicas
más eficientes para lograrlo.
– Los taumaturgistas creen
que Dios les concederá
sus dones e intervendrá de forma milagrosa en orden a su salvación
particular.
Por otro lado, están los
que insisten más en concebir una realización objetiva y social de la
salvación:
– Los revolucionarios piensan
en una destrucción y
transformación completa del orden social, e incluso del mundo natural,
en
virtud de una inminente intervención divina, escatológica, sea de forma
directa
o con participación humana.
– Los reformistas están
convencidos de que Dios
les manda corregir el mundo, enmendando la organización social injusta
mediante
la implantación de medidas prácticas, de inspiración sobrenatural y
aceptadas
voluntariamente.
– Los utópicos,
más radicales que los reformistas,
creen que debe reconstruirse la sociedad en su conjunto, desde los
cimientos, a
partir de unos principios absolutos de origen divino, pero básicamente
por
medio de la acción humana.
– Los introversionistas juzgan
que este mundo
corrompido no tiene remedio y creen que Dios los invita a abandonarlo:
rompen
con él y se retraen, a fin de crear sus modos peculiares de vida al
margen de
la civilización normal. Un ejemplo histórico de esta última opción
sería esa
constante filosófica de la fuga mundi «según la cual, a través
del
cinismo grecorromano, se pasa del misticismo oriental al monaquismo
cristiano y
por fin al anarquismo laico» (Crossan 1991: 114).
A estas alturas, ya
sabemos que los calificativos de «divino» y «sobrenatural» no tienen
por qué
interpretarse como categorías estricta o exclusivamente religiosas en
el
sentido convencional. Por consiguiente, esta tipología recién expuesta
en
esquema puede valer igualmente para clasificar las ideologías políticas.
Notas
sobre el caso particular
del cristianismo naciente
En sus
orígenes, como es sabido, el cristianismo surgió y
empezó a evolucionar en el seno de la religión hebrea o mosaica, en la
Palestina de la primera mitad del siglo I, en un período de
inestabilidad, bajo
la dominación imperial romana. El judaísmo del Segundo Templo se
caracterizaba
por una amplia variedad interna de tendencias organizadas, entre las
que
destacaban fariseos, saduceos, esenios, samaritanos, herodianos y
precursores
de los zelotas (cfr. John Meier 2001: tomo III, capítulos 28 a 30).
Pero,
después de la destrucción de Jerusalén y su templo, en el año 70, esas
corrientes desaparecieron como tales, al tiempo que se producía una
bifurcación
que dio lugar, por una parte, al cristianismo primitivo y, por otra, al
judaísmo rabínico.
Las iglesias cristianas
primitivas, que se extendieron por el Imperio Romano, presentaban una
notable
pluralidad teológica, ritual y organizativa. La corriente principal del
cristianismo helenizado fue la que más tarde, durante el siglo IV,
constituiría
la gran Iglesia imperial. Ella fijó el canon de los textos cristianos
fundacionales, reconocidos oficialmente, que conforman el Nuevo
testamento.
Los más antiguos por orden cronológico son las cartas auténticas de
Pablo
(escritas entre el año 50 y el 60), el evangelio de Marcos (compuesto
alrededor
del año 70), el evangelio de Mateo y el de Lucas (hacia el año 80) y el
evangelio de Juan (entre los años 90 y 100). Estos documentos ponen ya
de
manifiesto, desde el principio, elaboraciones teológicas, en las que
los
especialistas distinguen hoy varios estratos y épocas de redacción.
Desde
mediados de los años setenta del siglo XX, las investigaciones sobre el
Jesús
histórico y sobre los comienzos del cristianismo han dado lugar a una
floración
de obras de gran altura científica (entre otros muchos: Marcus J. Borg,
John D.
Crossan, Hans Küng, John P. Meier, Gerd Theissen, James D. G. Dunn).
Aquí me parece importante
recoger y subrayar la idea de que hay que dar prioridad al enfoque
histórico y,
solo después, sabiendo que supone un plano distinto, vincular con la
historia
la interpretación simbólica y teológica. Es evidente que la simbología
cristiana y su lenguaje proceden de la tradición hebrea y bíblica, pero
sin
olvidar que, el pueblo judío llevaba tres siglos de helenización
cultural y
casi un siglo de dominación romana, lo que hace necesario tener en
cuenta
también la tradición grecorromana para comprender el cristianismo.
Incluso para
empezar a entender el significado de los textos más tópicos, que todo
el mundo
sabía de memoria en los países de cultura cristiana, antes de que la
ignorancia
religiosa arrasara entre las generaciones más recientes. Habrá que
remitir los
textos al contexto de las escrituras bíblicas veterotestamentarias, así
como al
trasfondo histórico, que no es otro que el de Galilea y Judea en el
siglo I de
nuestra era, como territorios dentro del marco del Imperio de Roma.
El «Jesús histórico» será
siempre una reconstrucción, como todo resultado de la investigación
histórica,
pero, sin duda, apunta al personaje real, aunque solo nos pueda ofrecer
una
visión incompleta y problemática en muchos aspectos. Entre los años 28
y 30,
Jesús de Nazaret desarrolló su actividad itinerante por Galilea y
Judea, como
un judío marginal, sanador, maestro carismático y profeta del tiempo
final. El
núcleo de su mensaje radicaba en la llegada del reino de Dios (cfr.
Meier 1991b,
Crossan 1991). Esto significaba el advenimiento de una nueva época,
basada no
en la dominación militar y la explotación comercial, sino en la
justicia para
todos y en una ética de amor al prójimo como práctica de apoyo mutuo.
Es lo que
él exponía a sus discípulos y a la multitud, de palabra mediante
parábolas y a
través de una acción profética que pretendía realizar sin dilaciones la
voluntad de Dios. No era un programa utópico ni apocalíptico, sino algo
que
Jesús iniciaba ya en los hechos, por medio de curaciones, comidas
compartidas,
liberaciones personales, mientras iba organizando un movimiento de
discípulos y
seguidores, hombres y mujeres. Semejante proceder lo condujo a graves
conflictos con el entorno (cfr. Theissen 2004: 39-48), que desembocaron
en la
confrontación con el sistema religioso oficial, centrado en torno al
sumo
sacerdocio del templo de Jerusalén, e igualmente con el sistema
imperial
romano, impuesto sobre aquellas regiones bajo la férula de un prefecto
militar.
El desenlace fue que pronto lo detuvieron en Jerusalén y el poder
romano lo
condenó a muerte y lo ejecutó como sedicioso político. En ese trágico
momento,
sus discípulos lo abandonaron, pero no definitivamente, pues, poco
tiempo
después, el movimiento de Jesús se reorganizó y continuó adelante.
Entre los grupos de
seguidores que se congregaron en las primitivas iglesias, en seguida
fermentó
un proceso de exaltación del maestro crucificado, proclamado por los
suyos como
«Cristo» y como «Hijo de Dios». El apelativo de Cristo (Mesías)
significaba básicamente
el título de rey del pueblo de Israel, enviado por Dios para liberar al
pueblo
de la dominación. Mientras que la dignidad de Hijo de Dios, aparte de
su
resonancia bíblica, aludía a uno de los principales títulos del augusto
emperador de Roma. La formulación de la fe en Jesús resucitado como el
Salvador
y Señor aparece ya muy elaborada en Pablo y en los evangelistas. Cada
uno de
ellos desarrolló su propia interpretación teológica de Jesús, adaptada
al
contexto de sus comunidades de creyentes e inserta en el contexto
social,
político y cultural del momento. Para tal fin, utilizaron de forma
creativa
géneros literarios y recursos simbólicos comunes en aquel tiempo,
bastante
ajenos –como es lógico– a las exigencias que modernamente demandamos a
una investigación
histórica o biográfica. Por ejemplo, el evangelio de Marcos presenta a
Jesús
anunciando la venida inminente del reino de Dios, ya presente en Jesús,
el
Mesías e Hijo de Dios, y a la vez subraya cómo los discípulos no
comprenden el
mensaje del maestro y lo abandonan en la hora de la pasión. Mateo
destaca la
autoridad de Jesús por encima de la de Moisés y compendia la ley divina
en el
amor a Dios y al prójimo como a uno mismo. Lucas pone especial énfasis
en una
ética a favor de los pobres y los afligidos, y otorga un papel muy
relevante a
las mujeres. Mientras que el evangelio de Juan presenta a Jesús como
encarnación de la eterna sabiduría da Dios, o Logos, que trae la luz al
mundo
para dar vida.
Por otro lado, Pablo
sintetiza su visión de fe en fórmulas compactas como esta: «Jesús
Cristo es
Señor» (2 Corintios 4,5). Sus epístolas destilan una teología cristiana
cuyo
significado choca frontalmente con la teología imperial romana. Esta
última
concibe la religión, con su culto a los dioses y al emperador
César,
Augusto, Hijo de Dios, como suprema legitimación de la guerra,
cuya meta
estriba en la victoria, mediante la cual los vencedores
instauran la paz de Roma en César. Por el contrario y en total
oposición, el apóstol Pablo
expone que la religión de los seguidores de Jesús estriba en
la
conversión personal y el amor al prójimo, cuyo objetivo es la justicia
para todos, único fundamento del que se seguirá la paz de Dios
en Cristo
(cfr. Borg y Crossan 2009: 113-115). En oposición a la jerarquía social
normal
de la civilización, postula una igualdad radical, al menos en el seno
de la
comunidad creyente, pero con una proyección tendencialmente universal:
«Todos
sois hijos de Dios (...) Ya no hay más judío ni griego, esclavo ni
libre, varón
o hembra, pues sois todos uno mediante el Mesías Jesús» (Gálatas 3,26-28).
La teología paulina, en sus principios y sin que tenga sentido buscar
ahí los
planteamientos de nuestra mentalidad moderna, llama a superar el
patriarcado,
alcanzando un equilibrio entre la mujer y el hombre, tanto en la
familia como
en la asamblea cristiana. Se pronuncia sobre el problema de la
desigualdad
social y la esclavitud, exigiendo relaciones de igualdad y justicia
distributiva. Pablo clama vehementemente contra los elementos de
división
étnica y religiosa, y defiende la unión dentro de la comunidad
cristiana. Pero
no solo eso. Aboga también por la unificación de todo Israel y sueña en
la
unidad de la humanidad entera, aunando a todos, cristianos, judíos y
paganos,
en la compartición del mismo Espíritu.
Ahora bien, no se trata
sin más de un conjunto de ideas recogidas en unos textos más o menos
creativos.
Hay que caer en la cuenta de que más importante aún que tales
documentos es la
realidad práctica y social vivida por aquellas comunidades, donde se
crearon,
de cuya reflexión dimanan estos textos, que representan un producto de
la
experiencia y un instrumento de comunicación. Bien es verdad, sin
embargo, que
son los textos los que han atravesado los siglos, yendo mucho más allá
de lo
que imaginaron sus autores.
De manera análoga a lo que
sugiero sobre el cristianismo, postulamos la necesidad de investigar
históricamente las otras grandes tradiciones religiosas, remontarse a
sus fases
formativas y revisar críticamente su historia. Pero abandonemos por el
momento
las miradas retrospectivas, cuyos meandros dan testimonio de
multiformes e
imprevistos desarrollos de los orígenes, así como de toda clase de
distorsiones
imaginables a partir de los significados primigenios, en una incesante
dinámica
de inestabilidades y bifurcaciones. Al pensar hoy en la evolución
histórica de
los sistemas religiosos, si dirigimos la vista a nuestros días y
ampliamos la
panorámica, observaremos que el principal desafío que todos deben
afrontar es,
sin duda, el de su respuesta ante los ineludibles planteamientos de la
modernidad y sus conflictos.
Ante la perspectiva
moderna, no quiero dejar de señalar que, de entre todos los sistemas
religiosos, el islamismo presenta los perfiles más retrógrados y es el
que
entraña el más serio peligro para las sociedades libres. Y también para
la
cristiandad, precisamente porque se erigió contra ella, en cuanto
sistema
religioso, desde su origen y hasta hoy. Además, porque, según sus
textos
fundacionales y su tradición unánime, la religión de Mahoma es
absolutamente
indisociable de un proyecto político de dominación mundial, con el fin
de
implantar la ley islámica. Tal es el fundamento sobre el que sustentan
la
legitimidad de la yihad, la violencia, la guerra contra el «infiel».
El célebre Samuel
Huntington, en su prospectiva sobre el futuro de las civilizaciones,
señalaba
el riesgo de que a la larga triunfara Mahoma. Todavía, no. Hoy por hoy,
el
cristianismo, incluyendo sus diferentes denominaciones, lleva ventaja
en la
batalla demográfica. Philip Jenkins, especialista en historia de la
religión,
en su obra The next Christendom. The coming of global christianity
(2002), sostiene que los cristianos continuarán siendo más numerosos
que los
musulmanes en 2020, y los aventajarán en un tercio más para el año
2050. Este
crecimiento de la religión cristiana se producirá sobre todo en países
del
llamado Tercer Mundo. Esto significará un cambio en la identificación
tradicional del cristianismo con Occidente.
En fin, los conflictos
entre religiones, ideologías, filosofías, mitologías, es decir, entre
visiones
últimas interpretativas del mundo, explícitas o implícitas, se
reproducen en todas
las escalas de tiempo, cortas y largas. Una piedra de toque decisiva
está hoy
en saber si los sistemas de ideas resultan compatibles con la imagen
científica
del mundo. Los que sean esencialmente incompatibles se arriesgan a ser
descartables. No obstante, ante la incertidumbre inherente a la
modernidad
crítica, las hipótesis compatibles pueden ser diversas y ninguna de
ellas puede
hacerse la ilusión de ser verificable científicamente.
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