Pensar la religión desde la modernidad crítica

9. La polivalencia funcional de la religión

PEDRO GÓMEZ




La presencia multiforme y plurifuncional de la religión


En cierto sentido, podemos afirmar que hay religión allí donde se da un proceso de idealización, sacralización o divinización de verdades, convicciones, costumbres, personas, instituciones. El comportamiento religioso se basa en la relación con un referente último mitificado, sagrado, que concita una fuerte adhesión intelectual y emocional. Con frecuencia, se concibe como figura de héroe civilizatorio, de poder supremo, ya sea de naturaleza humana, sobrehumana, semidivina o plenamente divina. Desde tal instancia se establecen modelos que encarnan o inspiran, en la organización social, los valores más eximios y dignos de imitación. La sacralidad se encarna en este mundo en la figura del santo, el justo, el profeta, el místico, el sabio, el dirigente carismático, sea hombre o mujer.


Este proceso de idealización es el que instaura lo divino y la relación con lo divino, que no depende tanto de unos rasgos objetivos de aquello que se considera sagrado, cuanto de lo que en cada sociedad y en cada época se concibe como tal y es investido con el aura sagrada. Por eso, no es tan extraño que lo «sagrado» para una sociedad pueda aparecer como profano y hasta como diabólico para otra. No está en la cosa, el gesto, el lugar, la idea, el personaje, sino en la mirada que lo categoriza. Ahora bien, su aspecto arbitrario es semejante al que tienen las secuencias de sonido en la lengua hablada: una vez establecida la relación entre significante y significado, esta se vuelve socialmente necesaria.


Así, la mirada que enaltece un relato, un comportamiento, un tiempo, un espacio o un personaje al rango de la máxima excelencia, o lo vincula a ella, lleva a efecto un proceso de sacralización. No siempre queda claro del todo si el reconocimiento se debe a la potencia intrínseca de lo percibido como sagrado, o si más bien esta depende de aquel; pero no hay por qué excluir que ambos aspectos sean interdependientes.


Las formas religiosas de lo pensado, lo vivido y lo actuado se adhieren a unas opciones de orden cuya función estriba, normalmente, en legitimar el sistema de relaciones sociales y políticas, invocando valores, a veces absolutos, que supuestamente se realizan en tales relaciones y, en consecuencia, las legitiman como valiosas. Con este fin, la religión organizada y, en su defecto, lo que podemos llamar la religión invisible, e incluso algunas ideologías, proporcionan un marco de significación e interpretación, que ayuda a conferir sentido a la existencia colectiva, así como a la experiencia personal. El sistema religioso y sus dobles ponen de manifiesto su influencia sobre los sentimientos más profundos y sobre los esquemas que median en la interpretación de los acontecimientos. Porque la religión, sea cual sea, radica en lo que ejerce un influjo así, y no es otra su funcionalidad inmanente. No obstante, su poder de aglutinación resulta ambivalente, ya que puede servir tanto a la superación de conflictos y la creación o reforzamiento de una comunidad mayor como, en otros contextos o momentos, a la creación de bandos enfrentados. En esto, la incidencia de la religión resulta indisociable de algunos supuestos básicos de la práctica política.


Es sabido que, en la evolución de un nivel a otro de integración sociocultural, la religión tribal evolucionó hacia la religión nacional, luego hacia la religión imperial. Pero hoy, en el horizonte de la globalización, no parece observarse ninguna religión mundial, salvo quizá la que está latente y no explícita en la declaración universal de los derechos del hombre.


Expresadas en diferente lenguaje, la declaración de derechos y la revelación de mandamientos vienen a cumplir idéntica función. En ambos casos, una concepción ideal opera como referencia límite, respecto a la cual las sociedades humanas se observan a sí mismas desde una perspectiva de autoexamen y, al decidir, apuestan por un modelo de humanidad.


A pesar de todas las disfuncionalidades que, con razón, se le achacan, parece cierto que la religión responde a la naturaleza humana y su necesidad de adaptación. Responde a la necesidad intelectual de orden y de una visión coherente del mundo; responde a la necesidad de satisfacción emocional, asociada a un grado suficiente de cumplimiento de lo esperado en la vida; responde a la necesidad de modelos de actuación práctica, valiosos e incuestionables. Claro que las respuestas aportadas por la religión organizada suelen quedar obsoletas con el paso del tiempo y expuestas a la duda, lo que fuerza la renovación, la innovación, y acaso lleva a la extinción. Ante los desafíos de la modernidad, los sistemas religiosos tradicionales tendrán un futuro muy incierto, si no incorporan los logros de las revoluciones científicas y de las mutaciones democráticas. Deberán reconciliarse con la ciencia e integrar nuevos esquemas de pensamiento. Deberán asumir el paradigma de la modernidad crítica y, junto al conocimiento científico y ante el enigma del universo, elaborar nuevos enfoques en la estética, la ética y la política, nuevos estilos de sensibilidad, nuevos valores de igualdad, justicia mundial, respeto a la naturaleza y apertura a la verdad última. A fin de cuentas, se trataría de recuperar, renovar y reformular la mejor herencia de los mensajes religiosos.


Lo religioso se manifiesta, pues, como un proceso de sacralización o divinización. Lo estamos definiendo por la actitud respecto a lo sagrado o lo divino, sin prejuzgar qué se entiende por tal, puesto que admite muy distintas formulaciones, incluidas algunas que expresamente lo niegan. Hay estudiosos que dicen que el budismo es una religión sin Dios. Otros sostienen, contra toda evidencia, que el budismo, el taoísmo y el confucianismo no son religiones. No es extraño hallar incluso ateos enrocados en actitudes dogmáticas, inequívocamente religiosas en el sentido efectivo que aquí le damos, del mismo modo que encontramos sistemas confesionalmente ateos, como el de la extinta Unión Soviética, o el de China, donde el Estado instituye toda una pararreligión organizada.


Ahora bien, no hay que entender que la divinización implique necesariamente la creencia en una divinidad concebida como el Dios del monoteísmo u otros dioses personificados e invocados como tales. Porque, por ejemplo, se produce una exaltación de Buda al rango prácticamente divino en todas las corrientes del budismo. Aunque, en algunas tradi­ciones, el principio supremo se piense como de naturaleza no personal, en todas partes encontramos un mecanismo, que adopta dos formas principales. Primera, la personificación de la deidad, como podemos comprobar en Osiris, Krisna, Zeus, Marte, Yahveh, etc. Segunda, la deificación de la persona, como ocurre con los faraones egipcios, con Laozi, Buda y Cristo. Es sabido que Julio César fue declarado dios por el Senado romano, el año 42 antes de nuestra era; y lo mismo, Augusto, tras su muerte, el año 14 de nuestra era. Una variante de esta segunda forma acontece modernamente, cuando se diviniza de facto y se rinde culto a la personalidad de líderes políticos, sobre todo en los regímenes totalitarios. Sin embargo, lo cierto es que no hace falta ninguna parafernalia para elevar íntimamente una entidad significativa, sea natural, social o espiritual, al máximo grado de santidad, adscribiéndole valor, respeto, encantamiento, veneración, sacralización.


Sacralizar supone de alguna manera otorgar poder mediante el reconocimiento. Lo sagrado o divino aparece, en el plano simbólico, cargado de poder. Y este poder se representa e invoca en el relato mítico, en la actuación ritual, en el imperativo moral, en la decisión política, en la expresión artística. Lo cual no equivale a decir que estos factores adquieran siempre un carácter sagrado y, por ende, religioso; al menos, no explícitamente; pero quizá en el fondo nunca deje de estar implicada la cuestión religiosa, es decir, la referente a su valor profundo para la comunidad, la de aquel conjunto de creencias y emociones que la mantienen unida, religada, en un modo de vida.


De la previa sacralización, que instaura como divino a un referente, constituido entonces como cima suprema de toda jerarquía de valor, deriva el proceso de legitimación, que desciende sobre el conjunto de las instancias e instituciones de la vida social, santificándolas. De algún modo, en todo sistema social, se establece una «cibernética de lo santo» (Rappaport 1999: 589), mediante la cual las estructuras de poder son santificadas. Aquí, santificación y legitimación vienen a ser lo mismo. Si bien es verdad que:


«Así, la validez de los Postulados Sagrados Fundamentales y la relación de los elementos de las jerarquías reguladoras (...) con esos postulados dependen, en última instancia, de su aceptación por quienes es de suponer que están sometidos a ellos» (Rappaport 1999: 590).


Son postulados sagrados los que se invocan, o se presuponen, como instancia inapelable que confiere legitimidad (razón de ser, santidad, valor) al orden establecido, o a un orden preconizado. Los postulados sagrados últimos, así como las ideas, los sentimientos y las prácticas referidos a ellos, cumplen la función de legitimar un sistema social, un modelo de relaciones humanas. En las civilizaciones, en cuanto sociedades estratificadas, no solo hay lucha de clases, sino pugna entre divinidades, entre concepciones de Dios, entre interpretaciones religiosas legitimadoras, por ejemplo, cuando unas refrendan la jerarquía y otras la igualdad, unas fundamentan la explotación y otras la justicia.


¿Podría no haber ningunos postulados sagrados últimos, ninguna sacralidad reconocida en una sociedad humana? Cabe imaginarlo, pero más aún dudar de ello, salvo como situación límite con tan pocas posibilidades de existir como una sociedad sin ley ni normas. Con seguridad, están siempre implicados algunos postulados sagrados, acaso no formulados ni concienciados explícitamente. Pues puede darse una religión que no se considera tal a sí misma y se presenta bajo otra piel. Está ahí, como la gramática en el hablante, por mucho que este nunca piense en ella y hasta se resista a analizarla.


Toda sociedad produce y reproduce la instauración de unos principios, o postulados sagrados últimos, en virtud de los cuales se legitiman sus instituciones. Da igual que esto se entienda a partir de los postulados (ya constituidos o incluso tenidos por revelados), para, desde ellos, legitimar el orden social y moral; o que, según otros planteamientos, se entienda a partir de los procedimientos para establecer los principios constitucionales, o declarativos, o filosóficos, a los que se atribuye el valor de legitimación. Y da igual, porque se trata solo de dos maneras de describir el mismo hecho. En ambas operan dos movimientos, el que asciende de la sociedad a los principios y el que desciende de los principios a la sociedad. Siempre queda por debatir cuál es el mejor modo de hacerlo y el mejor lenguaje para expresarlo.


Todo discurso con pretensión de sentido sobre el mundo y la vida conlleva implicaciones de los postulados sagrados y, por tanto, comporta alguna dimensión religiosa (aunque esta, como cualquier dimensión, pueda encontrarse en valor cero). De ahí que no solo los códigos específicamente religiosos tengan significado religioso, sino cualquier otro código, en la medida en que confiera legitimación y justificación social al poder y a los valores. El significante último puede estar vacío de significado y, aun así, cumplir con eficacia su función.


El referente último, nombrado con significantes tales como orden, Dios, Ley, Tao, Dharma, Espíritu, Materia, Logos o Razón fundante, en cuanto esconde en el fondo un misterio, está vacío de significado, es decir, de representación accesible a nuestro entendimiento. Significa tan solo la pretensión de que lo que él ampara (estructura, práctica, verdad, valor, norma…) tiene sentido, es valioso, lleva razón, está legitimado. Incluso en los sistemas religiosos que se presentan como revelación, persiste el vacío; el contenido supuestamente «revelado» remite a un revelador incognoscible, que nunca se da adecuadamente en lo revelado, pues es quien se supone que lo avala y sin cuyo misterio no habría revelación. Pero él permanece siempre distinto de esta. Lo absoluto carece en sí mismo de estructura, aunque cumple una función, o quizá mejor, una metafunción determinante: la consagración, legitimación e imposición de conformidad para las mediaciones que están amparadas en el referente último, o pretenden fundamentarse finalmente en él.



La religión como fundamento de la ética y la política


Hemos visto que la sacralización es inherente al modo de legitimación de todos los sistemas sociales y políticos. En todos los casos se trata de aducir una justificación o fundamentación, pero esta no puede ser, sin más, el resultado de una demostración racional concluyente o la consecuencia de una teoría científica. Todo el mundo hace intervenir creencias, apuestas, cuando proyecta y opta en medio de una incertidumbre insoslayable, arriesgando a veces el propio interés.


En efecto, la otra cara de la legitimación o sacralización consiste en persuadir a la sociedad (a los creyentes) de que sacrifiquen al menos una parte de sus intereses individuales por el bienestar del grupo. El sacrificio, en el sentido de entrega altruista, está siempre presente en la ética y en la política, sea en la propia disposición, sea en esa inversión malvada, pero tan extendida, que impone el sacrificio a la mayoría de los demás. Muy probablemente, los rituales connotan este significado sacrificial. Lo que se sacrifica por los demás se concibe como sacrificado por lo divino. Y lo que se sacrifica a lo divino establece el modelo para el sacrificio por los demás. En el sacrificio está en juego una regla concomitante, que es la de la reciprocidad, y también la lealtad. En una formulación conocida: la alianza con Dios implica indisociablemente la alianza entre los miembros de la sociedad, un compromiso recíproco. Es el mismo esquema de la entrega a toda gran causa. Uno dedica su vida a un proyecto que juzga merecedor de tal «sacrificio» o entrega generosa, con la esperanza de un logro valioso.


A la hora de tomar decisiones, la presunción de que Dios lo quiere, el Orden eterno lo impone, la Naturaleza lo manda, la Razón lo demuestra, viene a ser una variedad de formas de certificar como legítimo y por principio incuestionable aquello a lo que se debe asentimiento, sometimiento, lealtad, entrega, sacrificio, fe y devoción. Pero ¿cómo se sabe que es fiable esa presunción? ¿Basta que se dé en escrituras sacras, filosofías, ideologías o teorías transmitidas por alguna tradición histórica? ¿O quizá haya prioridad de un logos o un espíritu que todos y cada uno poseemos, con capacidad para participar en el necesario discernimiento, deliberación y decisión? Las dos cosas están ahí. La alternativa está en usar las reificaciones de la historia para la dominación política, o, por el contrario, ir ensanchando cada vez más los caminos de la libertad, conforme al lema de que la voluntad divina es el bienestar de la humanidad. Cualquier otra meta política, de carácter humanamente alienante, adjudicada a lo religioso supone su corrupción y arrastra su pérdida de legitimidad.


Cuando un sistema pierde legitimidad por no responder a las básicas exigencias de bienestar, seguridad y justicia, la sociedad comienza a retraerse de él y el sistema deja de ser visto como sagrado y respetable. La gente deja de creer en él. Lo mismo que hay procesos de sacralización, se producen, generalmente en contextos de crisis, procesos de desacralización. Esto suele ocurrir en la escala del tiempo histórico, pero a veces lo observamos en el transcurso de la vida individual: militantes marxistas que acaban convertidos al islamismo, católicos que luego abanderan un laicismo rabiosamente antirreligioso, demócratas de izquierda que se pasan al nacionalismo. En general, lo que se da es un desplazamiento de la sacralización hacia otras estructuras concurrentes y, en casos de ruptura más radical, se llega a una sustitución de los postulados sagrados últimos por otros alternativos. Esos postulados pueden oscilar entre dos polos extremos: el de una forma de teocracia y el de una forma de ateísmo militante, con muchas figuras intermedias, sin que se excluya la posible reversibilidad, como ya he mencionado.


Sea cual sea la formulación teológica/ideológica, los comportamientos éticos y políticos inspirados o legitimados por ella los vemos bascular entre modelos polarizados: el del totalitarismo, el del anarquismo, el de la democracia liberal. No importa tanto la referencia discursiva o mítica a una divinidad, a unas leyes dialécticas de la historia, o a una sacrosanta libertad del yo. La teocracia colectiva presenta una homología estructural con el totalitarismo marxista. El misticismo individual se trasluce en el esquema de la violencia ácrata. Incluso diríamos que Marx y Bakunin reproducen de manera análoga la oposición entre Confucio y Laozi. Las tendencias son muy diversas y dinámicas, pero todas toman posición en un mismo campo de opciones contrapuestas, en el que los individuos particulares se acomodan y, a veces, transitan de una posición a otra, ante la imposibilidad real de escapatoria.


En la historia reciente, se observaban claros componentes religiosos en los ceremoniales del III Reich alemán y en los fastos conmemorativos de la Unión Soviética. Pero, en general, aparecen también en las celebraciones de Estado en todo el mundo. Más explícitamente, en movimientos sociopolíticos como el de Gandhi por la independencia de India, o el de Martin Luther King en pro de los derechos civiles. Entre las costumbres políticas, vemos cómo las autoridades ocupan un lugar preeminente en los actos específicamente religiosos, como un oficio litúrgico o una procesión, escenificando su privilegiada proximidad a los símbolos del poder sagrado. O bien, presiden personalmente la exhibición pública del poder sacralizado del aparato político. Todo sistema de poder erige su propia forma de sacralidad.


Sin tener por qué ser religión en el sentido estricto y específico, el hecho es que la teoría y la práctica política comportan inherentemente una faceta religiosa, lo cual no deja de ocurrir cuando rechazan exprofeso la religión establecida. Más aún, cuanto con más ímpetu la rechazan, tanto más ponen de manifiesto el afán de ocupar su lugar. Un rasgo religioso, en tono menor, lo hallamos en las promesas programáticas de los partidos políticos. Y en tono mayor, en las grandes promesas históricas de progreso, libertad y felicidad. Por tanto, en cierto sentido, la ideología política aparece como una variante de religión, muy claramente cuando la concepción ideológica se absolutiza y la adhesión adopta forma de fe ciega, pero también en las variantes ordinarias y pragmáticas. Podríamos, por ejemplo, considerar un caso contemporáneo de movimiento mesiánico el de las guerrillas comunistas, o el del chavismo en Venezuela; un caso masivo de posesión, el de la Diada de Cataluña o las manifestaciones nacionalistas. Hay asimismo casos ordinarios de devoción y entrega, como el de los votantes incondicionales de cualquier partido. En definitiva, la política comporta siempre una faceta religiosa, lo mismo que la religión posee siempre una faceta política. Si confundir religión y política conduce al fanatismo, pretender separarlas del todo desemboca fácilmente en ceguera para ver la realidad.


¿Y la ética? Se da por sentado que los ilustrados liberaron la ética de la religión. En efecto, cabe perfectamente una ética fundada en la razón. Pero no está tan claro lo que esto significa. Es cierto que hay una ética moderna que se plantea sin referencia a Dios y al margen de las instituciones eclesiásticas. Sin embargo, me parece erróneo creer que eso equivalga a una ética sin religión, en el sentido no convencional que estoy dando al concepto de religión. Porque, en realidad, la ética y la religión, cuando no van indisociablemente unidas como en las grandes tradiciones, constituyen formas de discurso que cumplen idéntica función, la de dilucidar y guiar el comportamiento humano, a la luz de valores o modelos que condensan la experiencia y prescriben lo que se tiene por bueno, respetable, excelente. Se trata tan solo de interpretaciones distintas, de lenguajes diferentes, pero referidos a un mismo fenómeno. No olvidemos que Feuerbach, el gran crítico de la religión, dejó escrito que quien tiene un objetivo en la vida tiene un dios. Así que quien tiene principios tiene una religión. Y quien no tiene unos principios es que tiene otros (entre los que, en último término, está la posibilidad de no atenerse más que a la propia veleidad, o a lo que impone el ambiente).



La polivalencia consustancial de los sistemas religiosos


Quizá no haya dimensión ni institución humana a las que no se pueda asociar una historia negra de barbaridades, crueldad inhumana y abuso de poder. Sobre todo, cuando se trata de sistemas políticos, ideológicos o religiosos. Si bien es verdad que no en todos los casos ocurre como resultado de la coherencia con los principios declarados, los orígenes fundacionales o las finalidades propuestas.


El escritor alemán Karlheinz Deschner dejó publicada una Historia criminal del cristianismo, en diez volúmenes, a todas luces una visión parcial, sobre la que cabe preguntarse si refleja el cumplimiento o más bien la perversión del mensaje cristiano. En general, un enfoque semejante, que hiciera de lo criminal el núcleo de la historia, equivaldría a subsumir la historia de todas las sociedades en una historia universal del crimen, aunque este esté omnipresente, operando una reducción simplista de la historia de la humanidad a la de su criminalidad. El historiador de la música no incluye en su obra a compositores malos o mediocres. Ni son memorables las malas interpretaciones de las obras maestras. Respecto a su funcionalidad, por ejemplo, no es intrínseco a la música su uso para la exaltación militar en los campos de batalla. ¿Por qué, cuando se trata de la religión, hay quienes generalizan a su arbitrio y le atribuyen todos (y casi solo) los desastres, depravaciones y abusos relacionados con ella, hasta el punto de reducir la historia del cristianismo a lo que denominan su «historia criminal»? Semejante parcialidad intelectual debería bastar para desacreditarlos.


La mirada histórica tiene que estar abierta a considerar y ponderar todos los acontecimientos implicados. Esto no significa que no haya aberraciones, disfunciones, violencias sin cuento y terribles atrocidades. Lo cuestionable, salvo en casos de maldad intrínseca o de extrema decadencia, es cifrar en tales comportamientos la esencia de la institución que da pie a ellos o los justifica. Un organismo vivo que enferma no se define por su enfermedad. Una religión organizada puede verse afectada por estados patológicos que la desvirtúen en mayor o menor grado. Cabe argumentar con razón que resulta alienante y hasta perversa, en circunstancias determinadas, sin que esto defina su esencia. Será enajenante cuando impone una visión falsa de la realidad y restringe la autonomía de la propia conciencia. Resultará pervertida cuando incita a hacer el mal, a fanatismos, abusos, persecuciones y guerras.


El hecho es que una gran tradición religiosa constituye siempre un fenómeno histórico de tan enorme complejidad que su actuación resultará forzosamente ambivalente a lo largo del tiempo; así como será peligrosa su instrumentalización y las consecuencias de sus opciones, imprevisibles. Según en qué aspectos fijen la atención, los amigos tendrán razones para la idealización y, a la vez, los enemigos las tendrán para la denigración.


Sin descartar la posibilidad de efectuar un examen comparativo y una evaluación de las actuaciones de los distintos sistemas religiosos, lo que ahora quiero destacar apunta a la normal ambigüedad o polivalencia intrínseca y funcional de cualquier sistema. La ambivalencia es constitutiva, como posibilidad inherente a la estructura de todo sistema de significación.


Si la religión prospera, es porque está anclada en la naturaleza humana, lo mismo que las demás dimensiones específicamente antropológicas. Además, todo sistema religioso está configurado en códigos culturales, simbólicos e imaginarios, que se transmiten socialmente y que son aprendidos e incorporados como esquemas en la dinámica de la mente humana. Estos esquemas inciden y median en el comportamiento de la sociedad, al mismo tiempo que en la experiencia de cada individuo, en la medida en que ofrecen una visión del mundo y proporciona modelos de comportamiento ético y de orden sociopolítico, entre los que también se suele incluir un repertorio de pautas para la transgresión de las normas establecidas.


En cualquier sistema religioso, se encuentra una reserva de esquemas organizadores de la experiencia vivida, pero lo cierto es que, según la interpretación y el uso que se les dé, tales esquemas se prestan tanto al diálogo con la racionalidad crítica, como a la adhesión irreflexiva a estereotipos forjados por la tradición.


Por antonomasia, la lengua hablada sirve para decir la verdad, pero le acecha a la vez la posibilidad de mentir y la de formular una verdad alternativa. El cumplimiento de diferentes funciones se hace posible en virtud de los mecanismos típicos del lenguaje humano, que le permiten decir, contradecir y engañar. De manera parecida, la religión organizada puede favorecer la alienación o, por el contrario, contribuir a la liberación humana en un sentido o en otro. Es capaz de propiciar una evasión espiritualista del mundo, pero también de estimular alguna clase de compromiso por la transformación social y la justicia.


De una tradición y sus textos canónicos, sus ritos y sus costumbres, tanto cabe extraer el espíritu que renueva la vida, como reverenciar la letra muerta, de lo que se seguirán efectos contradictorios para la espiritualidad personal. Y en el plano social, la religión opera como un dispositivo para disciplinar el poder, para legitimarlo y acaso deslegitimarlo, para sacralizarlo y desacralizarlo; para encantar y desencantar el mundo. Esta ambivalencia puede afectarle a ella misma, cuando se vende incondicionalmente a un sistema de poder como instrumento de este para someter las conciencias; entonces se traiciona a sí misma y se convierte en un factor de opresión, cuya legitimidad quedará también en entredicho.


Por consiguiente, es imprescindible discernir, en las ideas y los comportamientos religiosos, cuáles son sus formas sanas y cuáles sus formas patológicas, a fin de prevenir o contrarrestar estas últimas. La buena religión descree de la superstición que obnubila la racionalidad, rechaza el fanatismo que exalta la fe ciega, resiste al fundamentalismo literalista y al integrismo anclado en la tradición fósil, huye del sectarismo que propicia la división y el enfrentamiento social. Más aún, en sus formas sanas, la actitud religiosa es crítica, libera la razón y la búsqueda de la verdad, estimula la solidaridad, promueve la convivencia humana y el respeto a la naturaleza, inspira la libertad, la creatividad y el progreso humano. O dicho a la inversa: estas actitudes son las que constituyen el sentido de la buena religión y, en general, están contenidas en las fases fundacionales de las grandes religiones.


No obstante, con el tiempo, todos los sistemas religiosos presentan derivas, adaptaciones a nuevos contextos históricos, mediante cambios que frecuentemente muestran tendencias patológicas paralelas y similares. A veces, pueden degenerar. Algunas mutaciones tienen que ver con alteraciones surgidas desde el interior. Otras están inducidas, o son seleccionadas, por las condiciones económicas, sociales o políticas de los grupos que alcanzan la hegemonía, a cuyos intereses conviene tal o cual versión del sistema de creencias y prácticas religiosas. Para conocer bien estas derivas, es imprescindible llevar a cabo minuciosos estudios de cada caso concreto y su evolución. En abstracto, todo puede comenzar por un giro en la orientación o una radicalización, que acaba creando deslizamientos o antagonismos entre dos polos, en los que el segundo miembro es el marcado peyorativamente. Mencionamos estas: fe y fideísmo, dogma y dogmatismo, creencia y credulidad, piedad y pietismo, fundamento y fundamentalismo, integridad e integrismo, tradición y tradicionalismo, autoridad y autoritarismo, jerarquía y jerarquismo, comunidad y comunitarismo, individualidad e individualismo, laicidad y laicismo, rito y ritualismo, intelectualidad e intelectualismo, mística y mistificación, actividad y activismo, militancia y militantismo, etc.


Sin duda, es oportuno caer en la cuenta de que toda esa panoplia de patologías no es exclusiva de la religión, sino que aparece como una posibilidad común a cualquier faceta del pensamiento humano. Se puede observar en la ideología política, el deporte, el arte, la ciencia y la cultura en general. El carácter cerrado o abierto del pensamiento no alude a la esencia de ninguna de las dimensiones humanas, sino más bien a dos orientaciones contrapuestas en el modo de concebir y realizar cualquiera de ellas. Por eso, no lleva razón quien confunde religión con fanatismo. El fanatismo es una actitud mental patológica que, igual que la irracionalidad o la racionalización inmune ante los hechos, puede afectar a cualquier toma de posición humana, sobre todo cuando media algún tipo de pertenencia identitaria absolutizada.


El discurso religioso referido a la verdad, ¿cierra, o abre, la pregunta, la búsqueda de la verdad? No hay una respuesta unívoca, ya que puede hacer ambas cosas. Tal discurso puede clausurarse sobre sí, con la ilusión de detentar ya la «verdad definitiva» (típica de la dogmatización religiosa, del partidismo político y del determinismo científico). O bien, desde una cierta concepción de la trascendencia, puede impulsar a un conocimiento del mundo que jamás se absolutiza, permanentemente abierto a nuevos conocimientos y nuevas interpretaciones de la verdad. Hay que procurar el efecto terapéutico y prevenir el efecto mórbido.


Ni siquiera las ideas fundamentales de una religión son incorruptibles. Se alteran las ideas matrices, las interpretaciones, las aplicaciones prácticas y las adhesiones emocionales. Si no se regeneran, degeneran con el paso del tiempo. Incluso dentro de una misma tradición y usando la misma palabra, podemos comprobar cómo la idea de Dios invierte su significado. Por ejemplo, ¿es el mismo el Dios de la inquisición y el Dios de los evangelios sinópticos? Parece evidente que no. ¿Es el Alá islámico el mismo Dios de los cristianos? Acerca de Dios solo tenemos ideas y estas comportan diferencias de representación sobre las que gravita un bagaje histórico. Según esto, Alá, el Dios de Mahoma, no es sin más el mismo Dios Padre de los cristianos, ni en su concepción teológica, ni a la vista de la falta de reconocimiento mutuo que atraviesa catorce siglos de historia.


Con respecto a todas las cuestiones importantes, como la verdad, la libertad, la paz y la violencia, la salvación, encontraremos tendencias opuestas no solo entre un sistema religioso y otro, sino también en la tradición de cada sistema. Habrá interpretaciones tendentes a la supresión de la libertad y la sumisión servil a unos preceptos cosificados, repetidos a contrapelo del tiempo. Y habrá interpretaciones que significan un llamamiento a la libertad y la invención creativa del futuro.


Una ambivalencia análoga se da con relación a la paz y la violencia, la cohesión y la división social. Estos aspectos dependerán de los modos de implicación religiosa con el poder político, por encima de lo que proclamen los textos y los mensajes fundacionales. Más bien se diría que lo específicamente religioso radica en la paz y la unidad social. Al acusar al monoteísmo de promover la violencia, se oculta el hecho de que no existe tradición religiosa ni ideología política que pueda escapar a la misma acusación. Recordemos cómo las mayores hecatombes de la historia de la humanidad se han llevado a cabo en nombre de sistemas fundados en sendas variantes de ateísmo totalitario: el soviético y el nazi. Más aún, sería arbitrario exonerar de responsabilidad a la ciencia (si no como saber, al menos como institución) y al desarrollo de la técnica, puesta al servicio de la dominación, la explotación y la guerra, desde la manipulación de la información a la fabricación de armamento letal. ¿No es exacto atribuir colosales masacres y devastaciones a la ideología del progreso y a la revolución?


Al hablar de la equívoca funcionalidad de las religiones organizadas, resultaría sectario culparlas de todas las barbaridades perpetradas en su nombre, salvo en los casos particulares en que pueda ser documentada la facticidad de tal vínculo. Sin duda, será necesario distinguir lo que es atribuible, más bien, a la manipulación del credo religioso o al uso malé­volo de su potencial. En definitiva, es errónea la noción de religión entendida genéricamente como arma política. Está claro que se puede usar como arma política, pero la religión tiene una finalidad propia: la de motivar a la rectitud moral, la educación para el altruismo y la terapia para una vida humana dotada de sentido. Claro que toda religión maleada deberá criticarse y rectificarse.


Por ejemplo, la mayoría de los especialistas señalan que en el islam naciente se habría producido una inflexión, en la etapa del «profeta armado» en Medina, de modo que Mahoma acabó imponiendo la visión de un mundo simple y de fuertes emociones, que radicaliza el enfrentamiento entre los creyentes y los infieles, donde se hace un llamamiento a la yihad, es decir, al combate contra los infieles. Así, la yihad fija cuál debe ser el tipo de relación estratégica entre los musulmanes y quienes no lo son, conforme al supuesto mandato de Alá, que tiene como fin el sometimiento de la humanidad entera al imperio del islam como única religión verdadera. De ahí que la afirmación de que Alá es «clemente y misericordioso», reiterada en el encabezamiento de las suras coránicas, no deba ocultar el matiz decisivo: es clemente y misericordioso exclusivamente con los musulmanes obedientes, mientras queda fuera de duda que es tremendo y castigador implacable con todos los demás humanos y con los propios musulmanes descarriados. Por contraste, se trata de una imagen de Dios absolutamente contrapuesta a la imagen cristiana del padre que aparece en la parábola del «hijo pródigo», o aquel que «hace llover sobre justos e injustos», o que pide «amar a los enemigos».


En fin, ciertos rasgos del comportamiento humano a los que se suele atribuir un carácter religioso aparecen invistiendo también otras actividades. En este sentido, hay determinados fenómenos que operan como sucedáneos de la religión, en la medida en que ponen en práctica rituales de participación en procesos masivos, con una fuerte identificación emocional con símbolos de poder, superioridad, salvación, exaltación, victoria, excelencia, o supremacía. Podemos encontrar tales sucedáneos en fenómenos cotidianos, por ejemplo, en la afición enardecida al fútbol y otros deportes, en el gran espectáculo y el macroconcierto musical, en el consumo compulsivo, en la ideología nacionalista o el compromiso revolucionario, en la acumulación de capital, la adicción a las drogas, el fragor de la guerra, sin excluir el entusiasmo científico.


Probablemente, habrá quedado flotando en el aire la pregunta por la verdad última de las afirmaciones que se hacen sobre los postulados sagrados fundamentales, inherentes a todo sistema religioso. Esta es otra cuestión. Las ciencias del hombre, al atenerse a la metodología científica, e incluso una antropología filosófica que se limita a analizar la condición humana, no tienen nada que decir sobre este asunto, que es de orden metafísico. Ir más allá del estudio objetivo del sistema religioso e intentar responder a esa pregunta supone ya aventurarse en el terreno de la hermenéutica filosófica o teológica. No es nuestra pretensión aquí. Pero es cierto que, llegado a ese umbral, el pensamiento humano no tiene por qué detenerse; puede especular, hipotetizar una ontología metafísica y una antropología teológica, capaces de aportar argumentos de otro tipo, que aspiren a conseguir el asentimiento racional, con la única condición de preservar la armonía con la razón científica.