Pensar la religión desde la modernidad crítica

10. La fenomenología de la religión según Mircea Eliade

PEDRO GÓMEZ




La especificidad irreductible de la religión


Voy a centrarme en Mircea Eliade como historiador de la religión y como filósofo de la religión. A mi modo de ver, este es el eje principal que vertebra toda su obra. En ella describe una trayectoria con un punto culminante inicial en su Tratado de historia de las religiones (en dos volúmenes), aparecido por primera vez en 1949, y una culminación definitiva en la Historia de las creencias y de las ideas religiosas (en cuatro volúmenes), publicada entre 1976 y 1980. Ambas obras se incluyen en un mismo proyecto, del que sus restantes libros podrían considerarse otros tantos capítulos. No se observan en él inflexiones significativas, salvo cuestiones de matiz, una profundización en el desarrollo de los mismos conceptos, una mayor madurez en la exposición y la inevitable actualización bibliográfica. Pero las tesis fundamentales se encuentran ya dadas desde el principio.


Su objetivo es estudiar la religión como un hecho con consistencia propia e irreductible. Para ello recurre a un triple método: histórico, fenomenológico y hermenéutico. Y por ello se enfrenta a los que él mismo denomina maestros del reduccionismo: Marx, Nietzsche y Freud.


La teoría de la religión de Eliade gira en torno a un concepto fundamental: lo sagrado. Lo sagrado es la esencia de lo religioso. La religión abarca el ámbito de las manifestaciones de lo sagrado. En consecuencia, todo el trabajo consiste en irse aproximando a un conocimiento de qué es lo sagrado, tomando como punto de partida las objetivaciones religiosas (de cualquier tipo, objetos, personas, monumentos, mitos, ritos, símbolos, espacios y tiempos), entendiendo que están vinculadas a una experiencia humana de carácter religioso. Y es una experiencia de carácter religioso porque, a través de esas mediaciones, manifestaciones de lo sagrado, la persona se comunica con algo distinto que está más allá de su manifestación.


Desde mi punto de vista, la gran aportación que nos ha hecho Eliade, más importante incluso que sus desarrollos teóricos particulares, está en el hecho de que sus obras han puesto a nuestro alcance materiales de primera mano y elaboraciones de un valor incalculable para nuestro conocimiento de las religiones de la humanidad. Así, su Historia de las creencias y de las ideas religiosas ponen nuestra mano: 1) una descripción competente y fidedigna de todos los tipos de religión, desde las sociedades arcaicas a las contemporáneas; 2) una bibliografía crítica, comentada y bien seleccionada; 3) una serie de ilustraciones fotográficas alusivas a las diversas tradiciones religiosas; y 4) una amplia antología de textos que nos acerca hasta las formulaciones canónicas de las creencias respectivas.


En cuanto al enfoque teórico, lo más importante radica no solo en tratar de establecer la especificidad de lo religioso, sino en concebir dentro de un mismo nivel de complejidad todas las creaciones de índole religiosa, arcaicas, antiguas o modernas, rompiendo con la falsa idea de la existencia de un «alma primitiva» o «mentalidad prelógica» como estadio superado por el despliegue del pensamiento racional. Esto tiene un alcance antropológico: la afirmación de la unidad y universalidad de la mente humana y de los universales culturales. Por eso, «en historia de las religiones, toda manifestación de lo sagrado es importante». La tesis la enuncia él mismo: «lo ‘sagrado’ es un elemento de la estructura de la conciencia, no un estadio de la historia de esa conciencia» (1976, I: 15). Esta puede considerarse como la conclusión que condensa todas sus investigaciones, aunque el aserto parezca chocar con la conciencia de los que dicen situarse al margen de toda religión.



La hierofanía y la ambivalencia de lo sagrado


Mircea Eliade se niega a dar una definición positiva y previa de lo sagrado. Prefiere ponerse y ponernos en contacto con sus manifestaciones, que abarcan todo el curso de la historia. La historia de las religiones se identifica con la «historia de la sacralidad» (1970, I: 34). Pero ¿qué es lo sagrado? Dicho simplemente, lo sagrado es aquello que la gente experimenta como sagrado. Y aquella mediación en la que se experimenta la sacralidad constituye, en la terminología de Eliade, una «hierofanía». Todo es susceptible de transfigurarse o transustanciarse en hierofanía: objetos, gestos, danzas, juegos, seres, plantas, animales, fenómenos, oficios, actos fisiológicos, etc. A la inversa, una hierofanía puede dejar de serlo tan pronto como deje de ser percibida y experimentada como tal. Por tanto, los fenómenos sagrados remiten siempre a un contexto de relaciones sociales, donde se produce su manifestación en la experiencia humana.


¿Qué propiedades añade la sacralidad al objeto a través del cual se manifiesta, convirtiéndolo en hierofanía? Se nos dice que la sacralidad confiere prestigio (1970, I: 36); es un privilegio otorgado a ciertos objetos o seres, y no a otros, que conforman el dominio de lo profano. De modo que lo sagrado y lo profano delimitan su significado por su mutua oposición y correlación. Lo sagrado supone una selección por la que algunos objetos o seres incorporan un plus distinto de ellos, algo que los sacraliza, que les hace quedar separados del resto e incluso respecto de sí mismos considerados como meros objetos o seres del ámbito profano. Adquieren una nueva dimensión, sagrada, extraordinaria, a veces categorizada como sobrenatural o como divina.


Sostiene Eliade que, en general, lo extraño, lo perfecto, lo insólito, lo nuevo o desconocido tienden con frecuencia a investirse de sacralidad, de un poder o realidad que suscita un sentimiento específico, caracterizado por la ambivalencia; pues produce al mismo tiempo veneración y temor, atracción y repulsión. Aquí resuenan ecos, entre otros, de Gerardus van der Leeuw (que entiende lo sagrado, ante todo, como «poder») y de Rudolf Otto (que caracteriza la experiencia de lo sagrado como algo «tremendo y fascinante»). Para los humanos, lo sagrado puede resultar bendito o maldito, puro o impuro, un beneficio o un peligro. Con esta ambivalencia se relacionan dos nociones clásicas estudiadas por la antropología de la religión: la noción de mana y la de tabú. Reflejan la contradictoria actitud humana con respecto a lo sagrado. Por un lado, el deseo de incrementar la propia realidad y potencia vital mediante el contacto positivo, incorporando la fuerza mágica o espiritual que conlleva la participación en lo sagrado. Por otro, el miedo a perder esa realidad al entrar en contacto, por ejemplo, con los muertos, con los espíritus, con cosas o personas impuras.


No obstante, demuestra que nociones como esas, presentes en algunas sociedades, no son universales, ni caracterizan a todas las religiones «primitivas», ni ninguna religión primitiva se reduce solo a esas nociones de hierofanías elementales, o al animismo o al totemismo. Pues en ellas se encuentran casi siempre indicios de culto a un ser supremo.


Por sus rasgos característicos, la hierofanía dada a la experiencia humana puede traducirse en otros términos equivalentes: como «cratofanía» (manifestación de poder); también como «ontofanía» (manifestación del ser, es decir, de la realidad verdadera); y finalmente como «teofanía», o revelación de lo divino.


Una vez establecido que todas las hierofanías o manifestaciones de lo sagrado son igualmente importantes, nuestro autor lleva a cabo una descripción pormenorizada de sus tipos y un estudio comparativo entre ellos: mitos, ritos, creencias, ideas religiosas constituyen formas históricas del espíritu humano, codificadas por el pensamiento simbólico, que vienen a dar sentido a la realidad. La historia de la religión la plantea como historia de esta morfología del espíritu, que en cada época conforma un sistema diferente y coherente. En esa historia, es evidente que ocurren cambios, pero estos cambios se explican por la crisis que sobreviene al sistema hierofánico establecido; crisis que consigue superarse por medio de la creación de una nueva sacralidad -de hecho, una nueva expresión de lo mismo-.


Pese a las transformaciones históricas, Mircea Eliade defiende que todas las hierofanías traslucen siempre el mismo fondo permanente de lo sagrado, por lo que las formas históricas cambiantes han de entenderse como mediaciones siempre relativas e incompletas, cuyo sentido no yace en ellas mismas sino en otra parte. Esto significa que propiamente no admite que haya evolución religiosa real, por más que hable de «nueva creación» de hierofanías. Para él, se trata solo de nuevas manifestaciones de unos arquetipos inmutables, que reeditan una y otra vez el mismo argumento bajo apariencias variantes. Ahora bien, ante un enfoque como este, es lícito preguntarse si esa postulación de un eterno retorno de lo mismo en la historia no constituye una manera refinada de negar que haya verdadera historia y vaciar de verdadera realidad al acontecer histórico.


Lo sagrado (lo verdaderamente real) no es de este mundo; lo trasciende siempre. Este mundo y su historia son de por sí «profanos» (carecen de verdadera realidad) y solo ocasionalmente se invisten de sacralidad. Pero, en la medida en que esta nunca les es intrínseca, esa sacralización nunca llega a dar sentido al mundo sino que refuerza su supuesta falta de realidad, al señalar por principio que lo verdaderamente real está en otro plano. Así refuerza una idea del universo como vacío ontológico y una visión de la evolución cósmica, biológica e histórica como mero teatro de sombras. Todo es maya hindú. No hay por qué tomarse en serio esta vida, tan irreal. Lo mismo da la fuga mundi que el carpe diem, en definitiva dos formas de lavarse las manos respecto al curso de los acontecimientos, marginándose de ellos o bien disfrutando el momento, sin asumir responsabilidades.



Contra los maestros del reduccionismo: Marx, Nietzsche y Freud


Eliade se enfrenta a los reduccionismos que disuelven la religión y desacralizan lo sagrado. Combate contra las teorías de los «maestros del reduccionismo». Marx dota de poder explicativo al desarrollo histórico, al despliegue de las fuerzas productivas y la transformación de las relaciones de producción, postulando un determinismo infraestructural. Eliade lo acusa de reduccionismo histórico-materialista y le opone una fenomenología de orientación idealista.


Nietzsche, en su quijotesca crítica de la cultura establecida, proclama la destrucción de todos los valores a la par que ensueña sus propias mitificaciones. Eliade lo recusa por caer en el reduccionismo nihilista, frente al cual reivindica un esencialismo de valores eternos.


Freud, por su parte, rastrea los mecanismos inconscientes del comportamiento humano, con la pretensión de explicar este desde su enraizamiento biológico y biográfico. Eliade no acepta el reduccionismo psicodinámico. Prefiere la psicología de los arquetipos de Jung. O el ser de Parménides. Todo lo que evoluciona carece de importancia en sí mismo. Solo lo religioso le parece irreductible; es decir, para su teoría, el único reduccionismo válido es el de lo sagrado, lo ideal, lo esencial, lo inmutable, lo ahistórico, lo eterno.


En relación con los métodos antropológicos, se distancia tanto de la estrategia nomotética de los evolucionistas como de la estrategia idiográfica de los particularistas históricos. Frente al evolucionismo, rechaza que haya fases de progreso, o estadios inferiores y superiores de la cultura, puesto que él equipara el valor de todas las formas religiosas, sean «primitivas» o modernas. Pero tampoco le encaja el particularismo, que agota la explicación de cada cultura en su peculiar horizonte histórico, mientras que él sustenta alguna clase de teoría general, unificadora de las diversas formas históricas por referencia a la misma realidad que todas manifiestan. Por lo tanto, se halla más cercano a cierto estructuralismo (por ejemplo, a Dumézil), por cuanto tiende a encerrar la historia comparada en modelos construidos de antemano por las constricciones del espíritu humano.



El cuestionable camino de la fenomenología


Cuando Mircea Eliade trata de explicitar su método, lo formula (como ya he indicado más arriba) como una estrategia en tres fases: histórica, fenomenológica y hermenéutica. No podemos detenernos ahora en precisar la manera muy personal como él entiende la historia, la fenomenología y la hermenéutica. Más bien me voy a limitar a los resultados recogidos en sus obras, a fin de discernir en ellos aciertos y debilidades.


En cuanto a lo histórico, podemos estar de acuerdo con la afirmación de Eliade, de que es obligado situar la investigación en la perspectiva de la historia universal y que «lo que importa es no perder de vista la unidad profunda e indivisible de la historia del espíritu humano» (1976, I: 18). Hay ahí incluso una mirada antropológica encomiable, por la extensión a toda la gama de tradiciones y la pretensión transcultural y universal. De hecho, sobre todo en su Historia de las creencias y de las ideas religiosas, la descripción de estas aparece minuciosamente entretejida con los acontecimientos históricos y sociales de la época correspondiente, con una percepción muy realista. Es lástima que, al mismo tiempo, su teorización vaya a contrapelo.


La cuestión decisiva estriba no tanto en contar la historia o aludir al espíritu, sino en cómo entender la historia universal y cómo entender el espíritu humano. Porque, si la «verdadera realidad» está en los arquetipos, entonces -como he objetado ya- queda vaciado de toda naturaleza verdaderamente real el tiempo y cuanto acontece en este mundo, cuyo devenir no produciría realmente nada interesante, salvo en cuanto manifestación de algo esencialmente distinto de él. Como si lo profano careciera de todo valor, salvo en su remitir a lo sagrado. Como si la realidad del mundo y la humanidad fueran producto de lo sagrado, y no a la inversa. Parece más coherente interpretarlo así: No es que lo sagrado desvele el sentido de lo humano (por lo demás, ¿quién identifica «lo sagrado»?), sino más bien que los humanos tratan de explicarse su humanidad mediante un código sagrado/religioso (capaz de hablar solo de la realidad humana, en forma cifrada).


Pensemos que, si es la experiencia humana la que determina dónde está lo sagrado, entonces esta experiencia es el último y único testigo de la hierofanía. (Las hierofanías documentadas, como tradiciones, escrituras, ritos, templos e instituciones, permanecen ahí solo como reificaciones de experiencias de otros en otras épocas, sometidas a nuestro escrutinio y discernimiento.) Apelar a cualquier otra instancia que viniera a avalar ese testimonio sería pura ficción, aparte de que aguardaríamos inútilmente su comparecencia. Esto hace imposible refutar la hipótesis de que la identificación de la presencia sagrada es una proyección humana. Por definición a toda experiencia humana le está vedado lo que caiga fuera de ella. Resulta más plausible interpretar que las sociedades y los individuos humanos se ven emplazados a dotar de sentido su existencia o su acción presentes (no otra cosa es, a fin de cuentas, experimentar como sagrado). Se nos impone la necesidad de dar un sentido a la realidad, si es que no lo hemos dado ya por sobreentendido y evidente; pero la pregunta es: ¿está el hombre en el sentido, o solamente está el sentido en el hombre que lo confiere? Es decir, ¿radica la realidad en lo sagrado, o simplemente lo sagrado forma parte de nuestra manera de comprender la realidad?


Por otro lado, si todo se sacraliza (como ocurre en algunos sistemas religiosos), o si todo se «profana» (se seculariza, como en algunas ideologías), al abolir la distinción nos quedamos sin recursos para definir o identificar «lo sagrado» (dado que, como el propio Eliade planteaba, el significado de lo sagrado se establece a partir de su oposición con lo profano). Además, cuando esa abolición de la diferencia se absolutiza, propende a dos extremos funestos: A) La sacralización total, que arrastra por su dinámica interna hacia un fundamentalismo teocrático. B) La profanización total, que alcanza sus últimas consecuencias en formas de nihilismo totalitario (leninismo, nazismo). Sagradas o profanas, son por igual formas ilusorias de escapar al tiempo, marcando un final a la historia: sea «la última revelación», sea «la lucha final», con sus respectivos paraísos imaginarios trocados en tangibles infiernos.


Quizá haya una tercera opción, que mantenga a la vez ambos aspectos de la experiencia humana -la necesidad de sentido y la inevitabilidad del absurdo y la tragedia- sin absolutizar ni escamotear ninguno. Quizá esto deje abierto el camino para la imprescindible búsqueda de valores comunes y compartidos, que permitan sobrevivir y convivir lo más razonablemente posible.


La crisis contemporánea, desencadenada por algunos sectores racionalistas y materialistas de la Ilustración, habría promovido la liquidación del sistema hierofánico tradicional (crítica a la religión, culminada en Feuerbach). Como a toda crisis, le correspondería luego dar lugar al nacimiento de una nueva sacralidad. Pero ha ocurrido algo extraño. Según Eliade, la «creación religiosa del mundo occidental moderno» ha desembocado en la «etapa última de la desacralización» (1976, I: 18). Ahora bien, esta constatación de que no ha surgido una nueva religión, sino un espíritu del tiempo que pretende situarse al margen de toda religión, ¿no pone en entredicho la tesis eliadiana de que lo sagrado es algo constitutivo de la conciencia humana, un universal antropológico? Nuestro autor propone las posibles interpretaciones de ese proceso de desacralización, secularización o laicización: que lo que se opera es un «perfecto camuflaje» de lo sagrado; o más exactamente, una «identificación» de lo sagrado con lo profano. En cualquier hipótesis, lo sagrado no desaparece, aunque se esconda. Esto es coherente con la consideración de los movimientos revolucionarios y ateos del siglo XIX y XX, como el marxismo-leninismo, el anarquismo, el fascismo, como «religiones de salvación terrestre» (Edgar Morin).


La verdad de los hechos es que, en nuestra época, todas las alternativas están sobre el tablero: creencias religiosas en moldes medievales; exaltaciones de valores nietzscheanos que son vividos fervorosamente; ateísmos posmodernos consagrados a toda clase de caprichosas devociones privadas; religiosidad del consumo, del deporte, de la comida y del sexo; fanatismos tecnológicos y científicos; cultos totémicos propios del nacionalismo; incluso los estereotipos de las iglesias institucionales conservan rastros de lo sagrado.



Las objeciones al planteamiento de Mircea Eliade


En fin, el planteamiento de Mircea Eliade en su visión de la historia de las religiones presenta aspectos valiosos e interesantes, y al mismo tiempo nos deja intelectualmente insatisfechos. Recopilo aquí mis principales objeciones en una serie de contrapuntos.


Primero. Eliade subraya, con razón, la importancia del fenómeno religioso y nos describe sus plasmaciones sociohistóricas. No obstante, su interpretación teórica ofrece flancos muy vulnerables, comenzando por la misma categoría de «lo sagrado», cuya pertinencia universal puede impugnarse con relativa facilidad. Pues, desde un enfoque antropológico, lo religioso no se debe confundir con lo que expresamente se considera tal en el contexto de una sociedad, dando por bueno el punto de vista emic. Decantarse por la identificación de lo religioso con lo sagrado -en cuanto lo contrapuesto a lo profano- me parece una opción que da cierto juego, pero que es parcial respecto a su objeto de referencia y no generalizable como concepto teórico a todos los hechos de índole religiosa.


Segundo. La designación de una experiencia o de un documento religioso como hierofanía, o modalidad de lo sagrado, ¿cómo se lleva a cabo? ¿Cómo sabemos que lo que llamamos sagrado es efectivamente una manifestación de lo sagrado? ¿Y de dónde hemos obtenido la idea de «sagrado» que utilizamos para su identificación? Si damos por aceptable lo que cada sociedad considera tal, nos arriesgamos a quedar atrapados en los prejuicios subjetivos y heterogéneos de cada sociedad y época; y, en consecuencia todo empeño comparativo naufragará en un mar de equívocos.


Tercero. Parece interesante el proyecto de combinar las perspectivas de la antropología y de la historia, o narrar los hechos históricos articulándolos en una visión antropológica fundamental. Pero la balanza se descompensa cuando Eliade adopta lo que podemos denominar su enfoque antropológico-ontológico-esencialista, del cual extrae la conclusión de que la historia manifiesta, pero no crea. Esto implica que -para él- lo real está dado desde el principio, con independencia de su construcción a lo largo del tiempo de la historia de las sociedades humanas (la construcción fáctica es rebajada ontológicamente a pura aparición y apariencia).


Cuarto. Comete el desacierto de sucumbir al influjo de la psicología de Carl Gustav Jung, de quien se apropia la noción de «arquetipo», para dar con ella la explicación última de los contenidos comunes subyacentes a las experiencias religiosas fundamentales, como si esos contenidos estuvieran ya conformados, prediseñados al modo de esencias ideales y eternas. En efecto, según Eliade, todas las manifestaciones religiosas, todas las hierofanías, tienden a «encarnar lo más perfectamente posible los arquetipos» correspondientes (1970, II: 254), dados de una vez por todas desde el principio. Preexisten platónicamente a su eventual encarnación en esta esfera sublunar.


Quinto. Eliade se propone desarrollar un trabajo comparativo de los fenómenos religiosos, enmarcándolos como hierofanías determinadas en su momento histórico, y a la vez quiere restituir los elementos sagrados en «teorías» o «sistemas» por medio de una comprensión fenomenológica y una hermenéutica del homo religiosus. Sin embargo, a la vista los resultados, sus textos nos ofrecen una excelente y minuciosa descripción, pero el alcance queda acantonado en ese plano, al faltarles un verdadero análisis estructural (por ejemplo, al estilo de Lévi-Strauss) y asimismo una verdadera teoría explicativa de la evolución religiosa en función del cambio histórico (por ejemplo, en la estela de un Marvin Harris). Todas las deficiencias detectadas derivan -en mi opinión- de los mismos desenfoques epistemológicos, ya señalados en los puntos anteriores. Y es que pensar que la historia que acontece no produce los fenómenos religiosos, sino que simplemente «abre el espíritu humano» a captar los «valores religiosos», aboca a un cierto ocasionalismo devaluador de la historia. Eliade escribe que «en última instancia, los acontecimientos históricos no pueden dar razón por sí solos de los fenómenos religiosos en cuanto tales» (1970, II: 255). Con esto nos da a entender que los fenómenos religiosos no son acontecimientos históricos. Tal enfoque reduce la historia a ser ocasión para la dialéctica de las hierofanías: el acontecer «hace posible» nuevas experiencias religiosas, pero estas se limitan a descubrir o redescubrir unos «valores» que ya estaban ahí atemporalmente, pertenecientes al misterioso orden de lo sagrado eterno.


¿Por qué semejante afán de aniquilar, por efímero que sea, el valor intrínseco de la evolución histórica y sus creaciones, paradójicamente reflejadas con tan minuciosa pasión en las páginas de sus obras?


Mi tesis es que los fenómenos religiosos pertenecen al conjunto de los acontecimientos históricos por el mismo título que todos los demás. Por ello, creo que la radical desvalorización del fluir histórico implicada en la concepción de lo sagrado que sostiene Eliade deja traslucir un cierto designio oscurantista, patente en esa posición que privilegia unos «valores» absolutos a los que se atribuye el derecho de imponerse sin tener que pasar ante el tribunal de la racionalidad crítica. No nos engañemos. En realidad, es siempre el pensamiento humano la única instancia capaz de dictaminar el carácter «sagrado» de lo que se tiene por sagrado; y de hecho, consciente o inconscientemente, es él quien está juzgando cada vez que se reconoce, afirma o niega, la presencia de una sacralidad. Toda hermenéutica de los símbolos que pretenda que estos captan directamente el misterio, traspasando la historia, no pasará de ser ilusoria. Pues la experiencia humana nunca puede ser del misterio en sí -que, por definición, la trasciende-, sino experiencia de un estado fisiológico o mental asociado a una idea de misterio, forzosamente arbitraria, oscura y sumida en una definitiva incertidumbre.