Pensar la
religión
desde la modernidad crítica
11. El
problema de Dios en la filosofía de Edgar Morin
PEDRO GÓMEZ
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Escribe
Wittgenstein, al final de su Tractatus, que «de lo que no se
puede
hablar, mejor es callarse», frase lapidaria a la que acaso no le
faltara razón,
si no fuera por el hecho de que nunca se ha dejado de hablar de ello y,
por
tanto, sí se puede hablar. Por lo demás, callarse solo conseguiría
dejar la
conversación a merced de los charlatanes.
De todos modos, no queda muy claro
qué es aquello de lo que no se puede hablar. No es lo que escapa al
imperio de
la ciencia empírica, porque está ahí el orden social y la vida
cotidiana que
también escapan bastante al saber positivo. Podemos pensar que sea lo
que
trasciende la experiencia humana, quizá lo absoluto, o lo que
denominamos Dios.
Aunque, en realidad, esto que para el filósofo trasciende la
experiencia suele
formar parte de la vivencia ordinaria de muchísima gente. Así pues,
para
empezar a aclararnos, convengamos en que el problema de Dios no es, ni
puede
ser, un problema científico; pero sí podría ser un problema filosófico,
abordable por la racionalidad humana. A lo largo del artículo, trataré
de
situar la problemática y argumentar los pasos seguidos en mi
prospección del
tema.
En cuanto a Edgar Morin, en sus
textos se expresa tan bien y tan claro por sí mismo, que, más acá de
los
análisis y las glosas sobre cualquier asunto, quizá siempre será más
esclarecedora la lectura directa de los pasajes citados de sus obras. A
ellas
me remito en todo momento.
Desde el principio, debemos tener en
cuenta que el «método» de Morin no es un discurso de rango
estrictamente
científico, ni tampoco se circunscribe a epistemología de la ciencia,
sino que
su «paradigma de complejidad» constituye más bien una modalidad de
pensamiento
filosófico, que se apoya en los avances de las ciencias, pero elabora
una
panorámica o teorización metacientífica. Su preocupación estriba en
articular
saberes, relacionar aspectos heterogéneos, integrar la experiencia
humana,
sopesar la buena opción ética.
En efecto, sin reducirse a teoría
científica, cabe considerar su pensamiento como una filosofía, anclada
en una
especie de nueva epistemología general, que nos enseña a sobrevolar los
dominios del conocimiento y levantar el mapa panóptico de sus
estructuras e
interconexiones. Quizá sea interesante rastrear sus razonamientos por
zonas
marginales, donde afloran temas no abordados directamente, pero que
surgen a
propósito de la reflexión sobre los fundamentos últimos, sobre la
mitología, la
ética y la religión. No obstante, aunque de forma poco explícita, son
temas
involucrados en sus planteamientos y su parénesis.
El proceder del pensamiento humano
no se reduce al conocimiento científico. La teoría del conocimiento, en
sentido
general, no tiene por qué limitarse a ser epistemología que fundamente
los
métodos de las ciencias. Puede ejercer en interacción con el
pensamiento
orientado a la ética, la estética, la política y, en general, las
acciones
sociales y humanas, su valoración previa y el juicio cerca de su
ejecución y
sus consecuencias. Aquí hay una realidad distinta de la que manejan los
físicos.
A mi entender, el pensamiento de
Morin constituye un metadiscurso, posee un carácter metacientífico,
si bien
toma pie en la ciencia positiva, en el sentido de tenerla en cuenta y,
eventualmente, retroactuar sobre ella, detectando sus implícitos, sus
bases,
sus carencias, sus límites. No incrementa nuestros conocimientos (todos
ellos
procedentes de la ciencia empírica y de la experiencia de la vida),
pero
desarrolla la profundidad de nuestra comprensión, nuestra conciencia
crítica
acerca de nosotros mismos y de lo que conocemos.
La
frecuencia léxica del término ‘Dios’
en El método
Me planteo la
pregunta por la teología escondida en el
pensamiento de Edgar Morin, si es que la hay. Busco el lugar que ocupa
la idea
de Dios en su obra y cuál es su significación, pero limito el alcance
de mi
estudio a la hexalogía de El método, donde examino el asunto a
partir
del análisis de los textos donde concurre la incidencia del término
«Dios».
Quizá se vea como un punto de partida arbitrario, pero sin duda es
concreto y
computable.
La cuenta es bien sencilla. Tomamos
los volúmenes de El método, previamente digitalizados en
formato PDF, y
llevamos a cabo búsquedas avanzadas mediante Adobe Acrobat. Localizamos
la
palabra, delimitamos su contexto y vamos recopilando los pasajes
pertinentes,
para su posterior reconsideración. Este procedimiento de busca arroja
como
resultado que Morin utiliza la palabra «dios» 75 veces, unas con
mayúscula y
otras con minúscula, oscilando entre 7 y 19 incidencias según de qué
volumen se
trate. En total, encontramos 55 pasajes, muy dispersos y dispares desde
el
punto de vista semántico. Si los juntamos todos, apenas suman veinte
páginas,
entre las 2.100 que componen los seis tomos de la edición española de
la obra.
Como no sabemos si 75 menciones
representan mucho o poco, realizamos una prospección con otros términos
significativos, para ver qué resulta, dando por buena la hipótesis de
que la
frecuencia léxica constituye un síntoma de las propensiones cognitivas
del
autor. Así, seleccionamos una serie de palabras clave, según lo que ya
sabemos
después de haber estudiado a Morin. Entonces, realizamos y contamos las
correspondientes búsquedas, incluyendo la flexión de singular, plural y
formas
verbales. Finalmente, agrupamos esas palabras en campos semánticos, a
fin de
que la cuantificación léxica quede más clara. Obtenemos lo siguiente:
– conocimiento/conocer/conocido:
2.682 veces; ciencia/científico: 1.095 veces; mito/mitología: 429
veces;
filosofía/filosófico: 176 veces; ética/ético/éticamente: 63 veces;
teología/teológico: 12 veces.
–
física/físico/physis: 1.382 veces;
biología/biológico: 908 veces;
antropología/antropológico/antroposocial: 681
veces.
–
vida/vivo/viviente/vital: 2.795 veces; hombre/humano/ humanidad:
2.701 veces; naturaleza/natural: 941 veces; mundo: 897 veces;
muerte/muerto/mortal: 839 veces; universo: 639 veces.
–
organización/organizado/organizar: 4.119 veces; orden/ ordenado
/ordenar: 1.531 veces; sistema/sistematizar: 1.508 veces; máquina: 992
veces;
desorden: 680 veces; caos: 102 veces.
–
realidad/real: 896
veces; el ser: 419 veces; nada/nihilo: 227 veces.
– complejidad/
complejo: 2.076 veces; buble/buclaje: 664
veces; lógica/lógico: 537 veces; método: 377 veces.
– dios: 75
veces.
A la vista de estos datos, cada cual
puede reflexionar y ponderar qué importancia se ha de otorgar a cada
concepto,
según su reiteración, desde el enorme énfasis en la «organización»
(4.119
veces), hasta la escasa alusión a la «teología» (12 veces).
Con todo, esta
cuantificación por sí sola no explica mucho.
Puede indicar una tendencia, una preocupación, una obsesión, incluso
una
necesidad objetiva; pero sería necesario un estudio monográfico en cada
caso.
Aquí nos circunscribimos exclusivamente al tema relacionado con Dios en
El
método, a partir de las 75 incidencias, de las que un tercio tiene
significado impropio, pues hallamos que se usa «dios» en sentido
análogo, como
adjetivación o aposición, en doce casos, por ejemplo «el azar-dios»; y
en
sentido genérico, en trece casos, por ejemplo «un dios» cualquiera. Y
cuando se
menciona un Dios sustantivo personalizado, es a menudo citando
expresiones
bíblicas: Dios creador, Dios legislador, Dios salvador…
La
pregunta por
Dios pensado en el devenir del universo
Desde el
primer tomo de El método, subtitulado La
naturaleza de la naturaleza, Morin se hace cargo de «la
complejidad lógica
de los fundamentos de nuestro universo», que incita a pensar en «una
realidad
no mundana» con respecto al origen y evolución de la physis;
pero
enseguida sentencia que es vano buscar ninguna figura relativa a lo que
había «antes»
del universo (cfr. Morin 1977: 62). Va de suyo, porque, en efecto, no
hay «antes»,
ni después, cuando aún no hay tiempo. Pero aquí cesa la indagación,
pues el
autor arguye que «sería antropomorfo y logócrata nombrar a Dios» (Morin
1977:
62, nota 1), y no aporta más razones. Nos quedamos sin saber qué
ocurriría si
se lo nombrara prescindiendo del antropomorfismo y descartando la
logocracia. A
fin de cuentas, solo sería una proposición filosófica, al modo de las
sustentadas casualmente por Francisco Suárez (1548-1617), Galileo
Galilei
(1562-1642), René Descartes (1596-1650), Gottfried Leibniz (1646-1716),
Isaac
Newton (1643-1727), Immanuel Kant (1724-1804), o Albert Einstein
(1879-1955),
entre innumerables otros. Lo único imprescindible es que uno aclare
cuál es el
significado que asocia con el lexema «Dios», tan polisémico y, con
frecuencia,
equívoco.
Morin hace un sumario recorrido por
la noción bíblica que articula, en su distinta denominación, el Dios
Creador (Elohím)
con el Dios Señor (Adonai) y el Dios Legislador (Yahvé),
para
elaborar unas evocaciones metafóricas en torno a un torbellino
termodinámico
genesíaco, o un dispositivo cibernético que regula como un programa la
máquina
antroposocial (Morin 1977: 261). Y ahí queda el asunto.
Expone que la metafísica dominante
vinculó el ser, la esencia y la sustancia con la idea de Dios, pero que
la
física, así como la teoría de sistemas y la cibernética, han expulsado
el
concepto del ser, por lo que también evacuan la idea de Dios (Morin
1977: 269).
Empezamos a notar una mezcla de planos en la práctica tenida por
científica, y
también en la exposición moriniana, que queda pendiente de una
clarificación
teórica ulterior.
El desarrollo de la física moderna
occidental desencantó y desoló el universo, dice Morin. De manera que
Dios, los
seres vivos y los espíritus fueron excluidos del universo físico y
recluidos en
otra esfera, la de los poetas y los filósofos (Morin 1977: 411). En
principio,
esta apreciación no es nada nuevo. Los pensadores medievales, para
evitar la
confusión, habían distinguido las que llamaron «causas segundas», en el
sentido
de las causas físicas, que presuponen ya dado el universo y no lo
preceden ni
lo exceden, respecto a la «causa primera», que indica una relación de
otro
orden. Es deplorable que todavía haya científicos confundidos en esto,
pero
toda persona nace ignorante y no existe filosofía infusa.
Porque a la física no le incumbe
encantar, ni desencantar el mundo, sino tan solo formular teorías
explicativas
en su ámbito. Al demarcar los límites explicativos y prescindir de
otros
elementos e interpretaciones desde otras perspectivas, una disciplina
científica no hace más que perfilar su método y sus condiciones de
validez.
Nada que objetar.
Lo objetable es cuando la física, o
la biología, o cualquier otro saber se erige en clave última para la
comprensión de toda la realidad, creyendo fantasiosamente que la
ciencia
positiva es el único saber que posee todas las verdades y que, por
tanto, está
llamada a dictar el sentido de la vida y de la historia, la moral y la
política. Así se autoinviste como ideología sustitutoria, traspasando
los
límites epistemológicos, con la pretensión ilegítima de hacer pasar por
ciencia
lo que no es sino una filosofía de contrabando. Esto suele ocurrir con
ciertos
científicos, cuando asumen una metafísica materialista e incurren en un
reduccionismo fisicista, biologicista, etc. Están en su derecho a
sustentarlo
como opción filosófica, pero no como posición científica.
Morin señala con el dedo acusador
esa suplantación del metafórico lugar de lo divino por parte del
cientificismo
y el poderío tecnológico: «La ciencia y la técnica generan y gobiernan,
como
dioses, un mundo de objetos» (Morin 1977: 412). Pero esto acontece en
el
terreno histórico y social, como algo fáctico que no arregla la
cuestión de
fondo.
Ante las pretensiones del argumento
científico: ¿qué crédito merecen, al opinar sobre el tema, quienes
acaban
reconociendo que los métodos empíricos o matemáticos no sirven para dar
cuenta
del asunto de Dios, y esos otros que, presa de ignorancia o error,
defienden
que las ciencias están llamadas a tratar tal asunto y dictaminar sobre
él? Unos
y otros carecen de crédito, porque, a lo sumo, estarán
epistemológicamente
autorizados para mostrar la compatibilidad o la incompatibilidad de
enunciados
filosóficos/teológicos con respecto a enunciados científicos, y esto en
un
plano de discurso o uso de la razón que ya no es científico, sino
necesariamente filosófico. No puede haber argumentos científicos en
contra, ni
a favor, de los enunciados sobre la realidad de Dios. Las ciencias
sociales y
humanas sí pueden, y deben, analizar las creaciones culturales que lo
significan, a sabiendas del riesgo que las acecha de deslizarse hacia
la
ideología.
Ya en el primer tomo de El método,
más allá de la física y la cosmología, adelanta Morin la cuestión del
papel que
la invocación de «Dios» desempeña en la legitimación del poder
sociopolítico,
que se apoya también en abstracciones como el «Interés general», la
«Verdad
histórica», la «Información» (Morin 1977: 272). Sin duda, esta es una
observación acertada, aunque no pasa de ser una constatación
sociológica de la
función ideológica de los referentes interpretativos considerados
últimos.
Quedan pendientes de tematizarse más directamente.
Desde la prehistoria, la referencia
a lo divino siempre ha estado presente de alguna manera, en todas las
sociedades humanas, evolucionando su idea en función de los diferentes
niveles
de organización social. Morin insiste en que, con la aparición de las
megamáquinas
sociales, es decir, desde la formación del Estado, las diversas
imágenes de
Dios han poseído a los espíritus humanos y, mediante estos, se han
enfrentado
por la supremacía (Morin 1977: 384). Han impulsado la realización de
grandes
gestas y la erección de esplendorosos monumentos históricos.
En relación con la sociedad humana,
el significante divino no solo se invoca o postula como garante
cognitivo (de
la verdad), sino como sujeto que trae la salvación en algún sentido.
Cuando el
Estado y quien lo gobierna asume esta función de modo irrestricto,
anulando la
distinción entre humano y divino, entonces aparecen los Estados
totalitarios,
sean comunistas, o nacionalsocialistas. Aunque, en ellos, después de
haber
borrado al Dios trascendente (cuya idea despoja del poder absoluto a
toda
instancia de este mundo), parece que se desdibuja también, en los
hechos, la
distinción entre salvación y condenación. Al final, si es un
despropósito
pensar un Dios antropomorfo, peor aún es idear un Estado teomorfo.
La
idea de Dios
desde la emergencia de la vida, el sujeto y
la sociedad
El segundo
tomo de El método está dedicado a La vida de la vida.
En el seno
del universo físico, con la vida emerge y evoluciona el sujeto y la
sociedad. El concepto de subjetividad da
cuenta de lo más característico de los sistemas vivos, que se
autoorganizan por
medio de la computación de su información genética. Edgar Morin se
pregunta por
la posibilidad de otro tipo de sujetos a escalas del cosmos o de la
partícula.
En su respuesta, adopta una posición contraria al panteísmo: «de
nuestro
universo hay que excluir un Dios que sería conocido como subjetividad
absoluta
o infinita» (Morin 1980: 326), con lo que ciertamente se aleja de
Spinoza, sin
entrar en discusión con él. Luego, tomando pie en la especulación
teórica de
las tres materias debida a Stéphane Lupasco, da un salto lógico para
concluir
que el reinado de Dios (connotado como consolidación de la
subjetividad) no es
de nuestro mundo. Evidentemente, en este universo, los sistemas vivos
son
sujetos, pero no inmortales.
Las religiones arcaicas y antiguas,
nos dice, veneraron a Dios como viviente, como Animal Dios, «un ser
plenamente
dotado de individualidad y de subjetividad» (Morin 1980: 335) y de
inteligencia. Esto inteligibiliza la naturaleza y la vida humana, pero
es un
punto de vista antiguo y arcaico. Ahora bien, tampoco le convence la
explicación por el puro azar, el «azar-dios (nueva simplificación)»
(Morin
1980: 417; también 436). Tras la crítica a todo enfoque monocausal,
insiste en
la necesidad de interconectar un macroconcepto para entender la esfera
biológica, alternativo al orden soberano determinista que sustituyó a
Dios: la auto-(geno-feno-ego)-eco-re-organización-(computacional/
informacional/ comunicacional).
Pero no caigamos en la tentación de convertir ningún macroconcepto,
por
paradigmático que sea, en un mantra.
Con la especie humana, emerge una
sociedad organizada mediante la cultura y su evolución se va
convirtiendo en
historia. En la esfera de la organización social humana, en mirada
retrospectiva a la historia reciente, Morin da por superado el peligro
totalitario,
al haberse suprimido el nazismo, si bien cabría esperar aquí una
mención
expresa del marxismo. En este contexto, que es el nuestro, da por
obsoleta la
referencia soteriológica a Dios. Y a su supuesto vencedor, el mito del
humanismo antropocéntrico basado en la dignidad humana, lo ve a punto
de
perecer bajo el poder en auge de la ideología cientificista: el
Estado
utiliza los progresos científicos para controlarlo absolutamente todo,
incluidos los cerebros y los genes de los individuos, en una nueva
dominación
totalitaria sobre el hombre. ¿Quién protegerá al género humano de
tamañas
fuerzas subhumanas y sobrehumanas? Morin únicamente apela a la
conciencia y la
acción de los humanos, si bien «esta conciencia y esta acción
necesitan un
principio de conocimiento en el que el hombre deje de ser un mito, una
abstracción o una nada, para aparecer en su naturaleza de homo
complex» (Morin 1980: 495). Ahora bien, ¿y si este homo
complex no fuera sino otro mito?
Tampoco sería algo negativo, puesto que el pensamiento mítico es
ineliminable.
Y el debate está entre mitos, no en el falaz subentendido de que el
mito
equivale a falso y malo, mientras que solo la ciencia sería verdadera y
buena.
Por otra parte, si la clave para lo que debe salvarse radica en una
concepción
no simplificadora de homo, no parece
tan evidente que esta mitología sea incompatible con la referencia a la
idea de
Dios, siempre que se traduzca en la afirmación del valor de la
individualidad y
la libertad, frente a la voluntad de poder de otros y la omnipotencia
del
Estado deificado.
La idea de
Dios Padre le da lugar a una digresión sobre la
dogmática psicoanalítica que parte de la imagen del padre, vinculado a
la idea
de poder, dominación y jerarquía, como principio y fundamento del orden
social,
así como para explicar la noción de Dios. Morin disiente. Argumenta que
«es la
imagen paterna la que es una derivación, sobre la familia, de la imagen
del
jefe, que es evolutivamente muy anterior» (Morin 1980: 506). De manera
que la
figura del padre es la más reciente, y se ha investido con la autoridad
del
jefe y la sacralidad de Dios. Dice que a la simbólica paterna se
contrapone en
la sociedad el «vínculo fraternitario», del que surge sin cesar la
revuelta
contra los jefes paternalizados y sacralizados en «las imágenes del
Padre y del
Rey, Señor, Dios, Dueño, Soberano, Guía, Führer, Duce, Padre de los
Pueblos,
Gran Timonel» (Morin 1980: 508). Me da la impresión de que este
planteamiento
antagónico, aunque lleva parte de razón, recae en el freudismo, o en
un avatar
del maniqueísmo dialéctico marxista. Porque en la revuelta fraterna
siempre
surge otro jefe, que ocupa el lugar paterno. Porque es absurdo hablar
de
vínculo de hermanos sin referencia implícita a un padre. Y porque no se
ve la
razón para concebir a este último necesariamente como un tirano en
todos los
casos.
Morin cita a veces a Pascal: «Si hay
un Dios, hay que amarlo a él, y no a las criaturas pasajeras». Contra
él
sostiene que, más que a Dios u otros ideales, habría que amar
precisamente a
las criaturas pasajeras: «¿No debemos dejar de creer en lo no
biodegradable: lo
Abstracto, lo Eterno? ¿No amar más que lo mortal: lo viviente?»
(Morin1980:
513, nota 21). Pero, hecha la pregunta, no la responde, acaso para no
tener que
justificar la previsible respuesta. Aquí encaja otra frase suya en otro
contexto: «Tengo necesidad de la mujer, pero no de Dios». Valga como
confesión
subjetiva. Pero esta clase de alternativas, las plantee Morin o Pascal,
no
siempre están justificadas por la lógica, ya que pueden enunciarse no
solo en
razón inversa, sino también directa: porque amo a uno, amo a otras, y
viceversa.
El
debate sobre Dios ante el progreso
del conocimiento humano
El tercer tomo
de El método, bajo el título El
conocimiento del conocimiento, aborda en primer plano lo específico
de la
humanidad, donde entran en juego el pensamiento consciente y la
libertad, donde
la organización social hace emerger las megamáquinas estatales, capaces
de
potenciar, pero también de aniquilar, a los individuos humanos.
Morin asume la tesis de que, con el
avance del conocimiento científico, sobre todo con las teorías de
Lamarck y
Darwin, el Espíritu de Dios creador del mundo, de la vida y el hombre
ha
experimentado «una terrible derrota» (Morin 1986: 80). Desde mi punto
de vista,
sin embargo, este tópico del cientificismo no detecta hasta qué punto
produce
una amalgama de dos discursos pertenecientes a distinto plano, a
«magisterios
que no se superponen» (cfr. Gould 1999). Aparte de que, al jugar con la
equivocidad de los términos, espíritu de Dios y espíritu humano, uno se
arriesga a perderse en un laberinto semántico del que es casi imposible
salir.
Lo más pertinente para nuestro tema,
en este tercer tomo, reside en la exposición de la génesis de la idea
de Dios,
en la que combina la reducción antropológica de la teología, defendida
por
Ludwig Feuerbach, con variopintas hipótesis formuladas por la
antropología
cultural.
Ya se explique como una
antropomorfización de las fuerzas naturales, como una interpretación
animista,
como la imaginación de un «doble» o de un poder invisible, ubicuo e
inmortal,
como una mitificación monoteísta (cfr. Morin 1986: 177-181), o como
una
proyección de la esencia del ser humano genérico, no se resuelve del
todo la
cuestión. Porque analizar los procesos psicológicos o sociológicos
asociados a
un concepto no ayuda gran cosa al entendimiento de su significado y del
referente, como tampoco lo haría en el caso de una teoría científica.
Lo que se dan son transformaciones
en el discurso religioso, lo mismo que se dan en el discurso
científico. Y de
poco sirve señalar las insuficiencias o los errores históricos con la
pretensión de descalificar uno u otro tipo de discurso. Cada época se
las
arregla con la ciencia y la religión que tiene.
Morin resume, en un par de páginas,
la evolución de las formas religiosas, desde la magia arcaica hasta las
grandes
religiones en el nivel de la civilización. Aquí encontramos dos
aportaciones
interesantes de su análisis. Primera, la indicación de la persistencia
actual
de numerosos elementos provenientes de mitologías y magias arcaicas. En
segundo
lugar, la constatación de cómo «la historia contemporánea, al mismo
tiempo que
disuelve las antiguas mitologías, segrega otras nuevas, y regenera de
manera
propiamente moderna el pensamiento simbólico/mitológico/mágico»
(Morin 1986:
181).
Esto último es
fundamental para no dejarnos engañar: la
religión y su postulado sagrado último (llámese Dios, o de cualquier
otro modo,
expreso o tácito) se desplazan, se reconvierten, se camuflan, se
disfrazan, se
sustituyen, pero no desaparecen jamás. Se trata de un universal
cultural. Ni
siquiera desaparecen en el laicismo o el ateísmo, que históricamente
han
fabricado religiones de salvación terrestre y han dado culto a
absolutos a
veces terribles. Me parece muy acertado incluir las ideologías
políticas (sobre
todo las totalitarias) entre las metamorfosis de la religión.
La antigua analogía entre el alma
humana y el cosmos, ese fisiomorfismo del hombre (que define la magia,
según
Levi-Strauss), se habría marchitado en la esfera de la creencia, pero
florece
en el ámbito estético. Por otro lado, el pensamiento simbólico, mítico
y mágico
pervive en el inconsciente explorado por el psicoanálisis, también en
las
personas adultas y con mentalidad moderna.
Las grandes religiones de salvación,
que ofrecen un sentido de la vida y una esperanza en Dios ante el
«agujero
negro» de la muerte, «han permanecido vivas a pesar (y a causa) de los
progresos del pensamiento racional y científico» (Morin 1986: 182).
Pero, en
los tiempos modernos, lo más relevante está en el surgimiento de la
nueva
mitología del Estado-nación que hoy triunfa mundialmente: «El
Estado/nación
constituye una entidad animista, impregnada de sustancia
paternal/maternal (la
madre patria), que se nutre del sacrificio de sus héroes y transforma
su
historia en mito» (Morin 1986: 182).
En esta línea de la mitificación del
poder estatal, ha levantado el vuelo, impulsada por ingentes
aspiraciones
emancipadoras, «una formidable mitología de la Salvación terrestre»,
que «se ha
dotado de un Mesías redentor (la clase obrera), de un Guía omnisciente
e
infalible (el Partido), de una certeza absoluta (la ciencia marxista)
para
resolver todos los problemas fundamentales de la humanidad» (Morin
1986: 182).
Como glosa al margen, añadiré la observación de cómo las revoluciones
del siglo
XX, inspiradas por la mitología marxista, o nacionalsocialista,
representan a
la perfección reediciones del mesianismo macabeo, zelota, o mahometano.
Lo que ocurre es que, de forma
general, el mito ha fermentado dentro del pensamiento racional, en el
mismo
proceso en el que este criticaba las leyendas y mitologías anteriores.
Las
ideologías filosóficas y políticas transmutan la idea en mito,
dotándola
de vida. Así, la idea:
«se impregna de participaciones
subjetivas cuando proyectamos en ella nuestras aspiraciones y cuando,
al
identificarnos con ella, le consagramos nuestra vida; de este modo,
las
nociones soberanas de las grandes ideologías modernas (Libertad,
Democracia,
Socialismo, Fascismo) se aureolan con una radiación adorable y las
nociones
antinómicas a estas se cargan de un diabolismo odiable; determinadas
nociones
descriptivas o explicativas se transforman en seres-sujetos (el
capitalismo,
la burguesía, el proletariado); las críticas racionales se mudan en
condenas
éticas y los condenados pueden ser sacrificados como víctimas
expiatorias y
cabezas de turco» (Morin 1986: 182).
Al final del trayecto, la evolución
religiosa de las élites contemporáneas ha conducido, por la vía del
positivismo y el materialismo, hasta el cientificismo
imperante, que se
apodera de la Verdad y lleva a cabo «una apropiación cuasi mágica de lo
Real» y
se cree portador de «las virtudes mitológicas del Verbo soberano». De
modo que «la
Razón y la Ciencia mismas se convierten en mitos, al hacerse Entidades
supremas
que toman a su cargo la Salvación de la Humanidad» (Morin 1986: 183).
No cabe
duda de que esto significa que la «Ciencia» ocupa el sitial de Dios, no
en
cuanto conocimiento empírico y teórico, que es lo suyo, sino en cuanto
mitificada en una suplantación, propiamente metafísica, de la instancia
ética y
la interpretación última.
El pensamiento mitológico se ha
desplazado a los terrenos de la política, la economía y la ciencia,
dando
nacimiento a nuevos mitos, nuevos propagandistas clericales que
establecen el
culto a una Idea abstracta, como avatar del Dios religioso:
«Espiritualiza y
diviniza la idea desde el interior. No quita necesariamente el sentido
racional
de la idea parasitada. Le inocula una sobrecarga de sentido que la
transfigura»
(Morin 1986: 183). Sería ilusorio, entonces, creer que nuestro tiempo
está más
desmitificado que el pasado.
Si recordamos la típica «ley de los
tres estadios» de Augusto Comte y repensamos la «evolución» analizada
por
Morin, descubrimos en esta una obvia contradicción. Por un lado, parece
cumplir
el desarrollo de los cambios de fase hasta alcanzar el estado
científico y
positivo. Pero resulta que las etapas precedentes no se superan en
absoluto,
sino que la ley se revierte: la ciencia positiva eleva sus
grandes
nociones como entidades abstractas de orden metafísico y las
inviste
finalmente con cualidades propias del estado teológico, según
hemos
visto. No se ha salido del mito. Ya lo probó el propio Comte, cuando
instituyó
su religión positivista, con templos y sacerdotes. No saldremos de la
confusión
mientras no caigamos en la cuenta de que la evolución no se da de un
nivel o
estado a otro, sino en cada uno de los niveles. Las intrusiones del
discurso teológico
o filosófico en el campo de la ciencia empírica son epistemológicamente
ilegítimas. Las incursiones del discurso científico positivo en el
campo de la
fe o la valoración ética son igualmente injustificadas. Pues la ciencia
y la
técnica de por sí solo poseen una función instrumental. Y la razón
instrumental
solo da información objetiva y determina lo que es manipulable, por lo
que le
es ajeno considerar la diferencia entre bien y mal, o cualquier otra
valoración. Por consiguiente, la ciencia en sentido estricto está al
margen de
cualquier concepto teológico, o ético, o estético. Cuando un científico
se
adhiere a este tipo de conceptos, salta fuera de su disciplina
científica y
necesariamente los toma prestados de alguna ideología, salvo que él
mismo cree
y crea su propio mito. Como hizo Comte.
Hacia el final de El conocimiento
del conocimiento, Morin afirma mediante un argumento enrevesado que
«ni en
la tierra, ni en el cielo, ni más allá de los cielos, hay conocimiento
absoluto»,
sino un conocimiento relativo «a partir de la relación antropocósmica
de
inherencia/separación /comunicación» (Morin 1986: 225). Totalmente de
acuerdo.
Pero ¿qué falta hacía elevarlo a tesis teológica, aseverando que
tampoco puede
haber un Dios omnisciente, que lo conozca todo? Una afirmación gratuita.
El
mito es
inevitable al tratar de los problemas
fundamentales
En el tomo
cuarto de El método, Morin vuelve a citar a Pascal (1623-1662),
cuya «apuesta»
por Dios reconoce los límites de la razón y, desde la miseria y la
grandeza de
la condición humana, asume como complementarias la fe y la duda, la
razón y la
religión. Ahí radica la «gran dialógica europea» (cfr. Morin 1991: 51)
que se
enfrenta a lo que hoy denominaríamos nihilismo. Ahora bien, otorgar a
Pascal el
título de «primer creyente moderno» será a título subjetivo, porque, en
el
fondo, el intento de superar la duda racional no es nuevo, desde Tomás
el
Dídimo, pasando por Anselmo de Canterbury, Francisco Suárez, René
Descartes,
Gottfried Leibniz, o Immanuel Kant.
Por lo demás, la oposición
razón/religión parece algo endeble, puesto que supone que la
racionalidad se
reduce al molde de la ciencia empirista, o de una filosofía
racionalista (no ya
racional). Ayer y hoy, siempre es alguna modalidad de la razón la que
conduce a
la afirmación teísta. Léase, por ejemplo, la argumentación racional de
Antony
Flew (Dios existe, 2007). También, la
discusión con los filósofos modernos desarrollada por Hans Küng (¿Existe
Dios?, 1978). En última instancia, la duda es pertinente no
solo con
la religión, sino también con la razón.
La cuestión de Dios tiene que ver
con los problemas fundamentales, ineluctablemente universales. Opina
nuestro
autor que, hasta fines del siglo XVIII, al no haber demasiada
información, era
factible que una persona culta y honesta desarrollara una reflexión de
conjunto
«sobre los grandes problemas del bien y del mal, de la existencia o de
la
inexistencia de Dios, de la naturaleza humana, la sociedad, el sentido
de la
vida, etc.» (Morin 1991: 71). Sin embargo, estos problemas
fundamentales, que
tienen que ver con la filosofía, la moral y la política apenas se
abordan hoy
más que en el género literario del ensayo. Y el ensayismo no
domina
suficientemente los conocimientos científicos, y además se ha alejado
de la
filosofía, que, a su vez, se ha encerrado en la torre de marfil de un
esotérico
lenguaje. En esta situación, «la cultura humanista se ve incapaz desde
ahora de
responder a sus propias cuestiones fundamentales. No solo ha perdido su
hegemonía, sino también su pertinencia» (Morin 1991: 72).
Mientras tanto, las ciencias, que
controlan todo conocimiento verificable, carecen de competencia
epistemológica
para responder a los problemas fundamentales. ¿Dónde plantear y debatir
los
problemas «verdaderos», concernientes al hombre, la sociedad, el mundo,
Dios,
la justicia, la verdad misma? (cfr. Morin 1991: 90). Responde
preguntándose si
existen situaciones sociológicas e históricas que favorezcan el pensar
sobre
esos problemas fundamentales, radicales y universales, de alcance
transociológico y transhistórico. Reparemos en que menciona el de Dios
entre
los problemas fundamentales.
Morin rata de la «noosfera»
(concepto tomado de Teilhard de Chardin), que incluye el ámbito del
lenguaje,
la cultura, el pensamiento, los mitos, los dioses, los ideales, los
símbolos,
los sueños, las imaginaciones, las ideas (cfr. Morin 1991: 247-248). A
partir
de ahí, diserta sobre la realidad, de índole inmaterial, propia de la
información, de la idea, el mito, el dios. En cuanto seres noológicos
requieren
un soporte físico/energético, biológico, cerebral, pero a la vez poseen
vida
propia. Evita el reduccionismo neurobiológico, apunta a un
emergentismo
organizacional, afirma una autonomía del espíritu humano, así como de
sus
creaciones, que obedecen a una lógica propia. Ahora bien, el asunto no
estriba
solo en la clase de existencia de las ideas, que se piensan solas, o se
sirven
de nosotros para pensarse. Queda pendiente aclarar si un concepto
teológico
puede remitir a una realidad, de manera análoga a como una teoría
científica
remite a las estructuras objetivas del mundo.
Parece que Morin escapa por la
tangente de la «cultura laicizada moderna». Propone «distinguir entre
el tipo
de existencia propio de las entidades que dependen de la estética (el
poema, el
canto) y el propio de las entidades que dependen de la creencia y/o el
conocimiento (el dios, la idea)» (Morin 1991: 119). En el dominio del
arte, la
obra conjuga la emoción estética y la dimensión cognitiva, pero dice
que deja
este dominio fuera de su estudio, para centrarse singularmente en las
ideas, en
el plano de la creencia y el conocimiento. Así, reconoce la
especificidad del
dominio estético, pero, en el de las ideas, nos deja sin saber si se da
también
un dominio específico de la religión y como se definiría, siendo este
tan
universal como el arte.
En líneas generales, las ideas se
dividen en científicas, filosóficas y (se sobreentiende) teológicas.
Dando
coherencia al planteamiento del autor, diremos que todas ellas
presentan teorías
o formulaciones que desvelan o inteligibilizan a su modo una realidad.
Todas
ellas se alimentan, de hecho, de las obsesiones de sus cultivadores,
que giran
en torno a themata recurrentes. Pero todas las teorías pueden
degenerar
en doctrinas petrificadas, cerradas al cuestionamiento a partir
de
nuevos datos. En ciertos casos, a la inversa, la doctrina sacralizada
puede
recuperar un vigor renovado: «la idea doctrinaria puede adquirir
incluso la
soberanía de un dios. Habría que estudiar la adhesión y el culto a la
Idea
suprema» (Morin 1991: 138).
Cualquier idea, en efecto, incluso
en la teoría científica, puede degenerar en «doctrina». Así ocurre en
el
cientificismo, en las ideologías políticas, en el laicismo. Lo que no
acaba de
convencer es por qué la idea religiosa ha de calificarse siempre como
doctrina,
proyectando la sombra de que constituye una idea degenerada de por sí.
Evidentemente,
no se le puede pedir una contrastación empírica en sentido científico,
pero la
palabra del fundador, o del teólogo, puede contrastarse, al menos, con
la
experiencia vivida (personal, social, histórica) a través de la que se
postula
un referente último. Quizá también en este campo, habría que determinar
el modo
de comparar unas ideas religiosas con otras, pues no cabe considerarlas
inconmensurables o incomparables, a no ser desde una postura irracional.
El autor de El método nos
cuenta otra vez la historia: desde el Renacimiento y con el nacimiento
de la
ciencia moderna, «el cuestionamiento de Dios, el cuestionamiento del
hombre y
la interdependencia de estos cuestionamientos determinan una
problematización
generalizada. La pérdida de los antiguos fundamentos de inteligibilidad
y
creencia suscita la búsqueda incesante de nuevos fundamentos y la
formación
ininterrumpida de nuevos sistemas filosóficos, los cuales plantean más
cuestiones que las respuestas que aportan, lo que sin cesar vuelve a
lanzar a
la búsqueda» (Morin 1991: 142-143). Y en estas estamos: un sistema
sucede a
otro, con la pretensión de neutralizarlo y todos siguen ahí de cuerpo
presente.
O al menos eso nos cuentan los historiadores de la filosofía, que,
reacios a
hacer balances críticos, siquiera sean provisionales, se prodigan en
levantar
actas de defunción, un oficio compatible, sin embargo, con la
afiliación
ferviente e incondicional a la cofradía de algún maestro filósofo,
venerado como
santo patrón.
En la «noosfera filosófica europea»,
la actividad crítica se ejerce sobre la religión, pero no se detiene
ahí, sino
que se extiende sobre todos los sistemas racionales y sobre los
principios en
que estos se sustentan. Después de alcanzar la cumbre en Hegel, «a
partir de
ese momento, la historia de la filosofía será un cuerpo a cuerpo sin
descanso
entre el pensamiento sistemático y el pensamiento antisistemático»
(Morin 1991:
143). Contemplamos una sucesión de paradigmas filosóficos en conflicto
permanente, cada vez más exhaustos, mientras que las ciencias física,
biológica
y antropológica se elevan invencibles por encima de la filosofía, hasta
asumir
equivocadamente funciones que no les incumben. Las escuelas
filosóficas, en
ruinas, se afanan en escribir el obituario de Dios, del hombre y, en
realidad,
de sí mismas.
Al atardecer del siglo XX, los
epígonos del pensamiento europeo hablan, en tono filosófico menor, de
los
arcanos del posmodernismo, cuando fácilmente se adivina que solo nos
están
contando pequeños relatos de su propia impotencia. Han abdicado del
«esfuerzo
por captar lo Uno y abarcar el Todo, por dar respuestas de ideas a los
grandes
interrogantes del espíritu humano». Estas filosofías, que han olvidado
su
pasado, aunque no pueden olvidar la ciencia, porque nunca la han
aprendido,
¿cómo van a unir la física y la metafísica, el saber y la ética, en una
concepción abarcadora tan necesaria en nuestros días? En la práctica,
estos
hijos pródigos del pensamiento suelen entrar al servicio de alguna
ideología de
poder, donde encuentran una religión de sustitución. «Recordemos que la
ideología siempre tiene una fuerza motora que procede de su fuerte
carga
mitológica y de su carácter político,
es decir, práxico en el seno de la ciudad. A partir de ahí, las
ideologías
poseen y sojuzgan a los humanos como lo hacen los dioses» (Morin 1991:
148).
Aquí vemos cómo sigue estando presente la teología, por camuflada que
esté.
El rechazo moderno y contemporáneo a
los sistemas de ideas abstractas y a los sistemas mitológicos y
religiosos no
es más que aparente, afirma Morin. La ubicua «laicización de la
noosfera no
debe ocultarnos la invasión de los mitos en su seno mismo». Pues la
razón
genera racionalizaciones e irracionalidades, «se convierte en ídolo, e
incluso
en diosa» con el culto jacobino a la Razón. O con la divinización de la
Ciencia
en nuestra época, propiciada por la ideología cientificista que la dota
de
plena soberanía, con el mito del Progreso, al que atribuyen «la misión
providencial de guía de la humanidad hacia la salvación terrenal»
(Morin 1991:
148). Pero esa idea de razón se vuelve irrazonable. Esa idea de ciencia
se
vuelve anticientífica y se lanza a apropiarse del universo, de la
naturaleza,
del hombre, expandiendo una dominación de signo totalitario, que
refleja la
encarnación de la más ominosa idea de Dios que jamás se haya concebido.
La
historia humana manifiesta las metamorfosis de la religión
En el tomo
quinto de El método, dedicado a pensar la
humanidad de la humanidad, subraya el autor cómo la identidad humana es
acuñada
por las grandes ideologías. El poder de las ideas se apodera de los
individuos,
asociado ante todo al poder político, un efecto de posesión cultural
específicamente
«religioso».
Las metodologías y los rituales
difieren de una sociedad a otra, de una época a otra. Incluso cuando se
impone
una visión monoteísta, no cesan los enfrentamientos: «la historia nos
muestra
que el mismo Dios monoteísta se ha vuelto diferente y enemigo de sí
mismo,
según le hable a los rabinos, a los imanes, a los curas y a los
pastores»
(Morin 2001: 64). Cada comunidad histórica se configura mediante un
conjunto de
ideas y valores que han construido su tradición. Y lo que ocurre con
las tradiciones
religiosas continúa ocurriendo tras el advenimiento de las ideas
laicas, que
pugnan por el control de los espíritus. Pero, si operan del mismo modo
que la
religión, quizá habría que cuestionar la presunta «laicidad» de tales
ideas y
concluir que comportan más bien una religiosidad sui géneris.
También ahí, los individuos sujetos
humanos son sujetados, sojuzgados, poseídos, no desde fuera, sino desde
dentro
de sí mismos: «el sujeto (en el sentido autónomo del término) puede
devenir
sujeto (en el sentido dependiente del término) cuando el Superyó del
Estado, de
la Patria, del Dios o del Jefe se impone en el interior» (Morin 2001:
87). Al
mandar sobre el «dispositivo lógico egocéntrico», la Idea, el Mito o
Dios
poseen subjetivamente al individuo, que actúa a sus órdenes, mientras
cree
obrar libremente.
Aunque quizá pudiera ser que pase
como con el hablante, que obedece la gramática, pero esto no le impide
emitir
sus propios mensajes, sino al contrario. Lo que el sistema de ideas
interiorizado implica siempre es un paradigma interpretativo que, a su
vez,
implica un postulado último, subyacente.
Estos fenómenos noológicos de
posesión ideológica, teológica o mitológica son proclives a enormes
peligros de
error e ilusión, que pueden arrastrar a sociedades enteras. Así, vemos
cómo
personas que parecían cultas y críticas, «mentes apenas desengañadas
están
prestas a caer en otra ilusión (del integrismo comunista al evangelio
neoliberal, por ejemplo)» (Morin 2001: 108). El modelo teológico del
«Gran
Dios, terrible, celoso, punitivo, al mismo tiempo que protector y
misericordioso» (Morin 2001: 185), que había sido sometido a la
implacable
crítica ilustrada o materialista, resulta que resurge en las sociedades
supuestamente laicizadas, o secularizadas, en forma de ideología
todopoderosa
que, en nombre de la solidaridad y la igualdad, somete a los ciudadanos
al yugo
de un Aparato aún más punitivo, celoso y terrible.
Por tanto, la sacralización del
poder del Estado, que implanta su propio culto y domina los espíritus,
no se
limita a los imperios teocráticos antiguos, puesto que «los
Estados-nación
modernos instituyen su propia sacralidad, su propio culto y su propia
religión»
(Morin 2001: 200). Añadiríamos que ahí, en cierto sentido, se produce
una
regresión con respecto a las naciones europeas tradicionales, donde
existió
siempre la división entre el poder temporal y el poder espiritual, una
modalidad de separación de poderes. En cambio, la moderna «separación
de la
Iglesia y el Estado», tal como la entienden los laicistas, significa
realmente
la asunción de todo el poder, incluido el espiritual y moral, por parte
del
Estado, que por eso mismo posterga, si es que no persigue o intenta
destruir a
la Iglesia.
En busca, otra vez, de la evolución
histórica de las cosmovisiones, a cuya matriz religiosa parece imputar
todo
poder alienante, Morin pretende hallar el momento de emergencia de la
emancipación del individuo, que se remontaría a la antigua Grecia.
Recita la
historia ejemplar de que allí, en Atenas, apareció como innovación la
institución democrática, con la separación de poderes, que convirtió a
los
súbditos de un rey endiosado en ciudadanos que elegían a sus
gobernantes (cfr.
Morin 2001: 204). La diosa Atenea seguía protegiendo a la ciudad, pero
no la
regía.
Pasemos por alto discretamente la
indistinción entre democracia y plutocracia, que no viene al caso. Pero
no
podemos dejar de recordar que en los Estados totalitarios del último
siglo
también había, y hay, elecciones por parte de los ciudadanos, muchos de
los
cuales votan creyendo cooperar con el Bien y la Verdad, y hasta están
dispuestos a dar la vida por la causa: la causa, en realidad, de la
mayor
maquinaria de opresión conocida y la peor negación de los derechos
humanos. Sin
más precisiones, el papel del individuo queda comprometido.
En esta búsqueda, como en una
intuición fulgurante y efímera, Morin percibe la aportación de los
fundadores
de las grandes religiones que pusieron en marcha cosmovisiones de largo
alcance. Habla de Moisés, Buda, Jesús, Mahoma, Confucio y Laozi,
prototipos de
individualidades eminentes. Pero lo hace de manera tan sumaria e
imprecisa
que, entre todos, apenas ocupan catorce líneas (cfr. Morin 2001: 235).
Enseguida agrega las figuras individuales de los adelantados de la
ciencia
moderna: Copérnico, Galileo, Bacon y Descartes, que «liberaron el
conocimiento
de la religión», así como otros genios descubridores de la estructura
del
átomo, de la relatividad y del código genético. Me parece que este
recurso
tópico a la concurrencia entre religión y ciencia trasluce hasta qué
punto
persiste el mito comtiano, que no solo se resiste a morir, sino que, a
través
de sus reencarnaciones de diverso signo, pervive hasta el día de hoy.
Un poco más adelante, recupera el
tema de la importancia de los dioses, o de las imágenes de Dios, en los
aconteceres de la historia. Son actores gigantescos que, por
intermediación
humana, se confrontan, conquistan imperios, suscitan guerras de
religión,
cismas y, en nuestros días, se alían con los «furores nacionalistas»,
lo mismo
que en el yihadismo. Para Morin, «los dioses se han debilitado en el
curso de
la ascensión de una civilización laica y de un nuevo mito religioso, el
del
Estado-nación. Su autoidentificación ha dotado al Estado-nación de una
fuerza
moral y psíquica indispensable para su poder físico, y los
nacionalismos siguen
desencadenándose sobre el planeta» (Morin 2001: 242). Ahora bien,
podemos
redargüir que, si la civilización laica trae consigo un nuevo mito
religioso
formidable, ¿dónde está la laicidad? A mi juicio, la crítica a la
religión,
dirigida contra la religión organizada, desvela su verdadero rostro
como una
farsa, cuyo significado se disuelve en términos de pelea política. La
supuesta
transición ilustrada y revolucionaria desde la concepción religiosa del
mundo a
la concepción del Estado laico presenta más bien una continuidad
manifiesta de
las guerras de religión. No se da tal salida de lo sagrado a lo secular
profano, sino que el proceso se resuelve en un forcejeo por apropiarse
de la
sacralidad, y nada garantiza que no termine en un sistema de engaños y
opresiones aún peor que el que achacan al enemigo.
La identidad nacional, o la identidad
cultural, siempre excluyentes, se erigen como uno de esos ídolos
arcaicos,
sedientos de venganza, como lo fue la identidad de clase proletaria,
como
todavía lo es la oposición fiel/infiel del mahometismo, y como comienza
a serlo
de nuevo la identidad de raza que rebrota hoy por todos los meridianos.
Volviendo a Morin, el balance con
vistas al futuro, sin perder del todo la esperanza, parece
descorazonador. Ya
no confía en la revolución violenta, siempre maniquea. Pero cree
posible una
metamorfosis. Aunque se pregunta: «¿Vamos hacia esta metamorfosis, o
hacia la
catástrofe?». Sueña que si la catástrofe inminente se hace visible para
todos,
quizá pueda despertar la conciencia, de modo que se facilite la
adopción
de las medidas necesarias para la salvación. Escribe: «¿Nuestra
única
esperanza sería la catastrófica? Si sí, la salvación estaría en la
catástrofe,
pero a condición de que sea evitada por los pelos» (Morin 2001: 272).
En este
planteamiento, las visionarias aspiraciones de la épica mesiánica
desembocan en
una especie de religión de la conciencia, donde la salvación se
ha
minimizado a la supervivencia de la especie. Pero, aún no sabemos en
qué se
fundamenta esa conciencia, ni tampoco qué hacer en concreto. Nos
referimos a la
cuestión ética.
La
ética de resistencia como búsqueda de la religión perdida
El sexto y
último tomo de El método trata de la ética. A mi modo de ver,
en el
planteamiento de fondo subyace una contradicción irresuelta, que asoma,
por
ejemplo, en esta declaración axiomática:
«Aunque no hay rito, cultura,
religión en el sentimiento del deber que experimenta el individuo
laicizado, la
especificidad subjetiva del deber le confiere un aspecto cercano a la
mística,
el deber emana de un orden de realidad superior a la realidad objetiva
y parece
depender de una conminación sagrada. Se impone con la fuerza de ese
tipo de
posesión que nos hace ser poseídos por un dios o por la idea. Estos dos
caracteres, místico y posesivo, parecen emanar de una fe invisible»
(Morin
2004: 23).
A menos que el «individuo laicizado»
se obceque en creer que rito, culto y religión son solo los de los
demás, o los
de la religión institucional (como si alguien se empeñaran en que
lengua
española es solo la que hablan los miembros de la Real Academia), no
parece que
«mística», «posesión», «realidad superior», «conminación sagrada» y «fe
invisible» sean, como sugiere Morin, únicamente «una herencia de la
ascendencia
religiosa de la ética», sino que proceden efectivamente «de lo más
antiguo, de
lo más profundo, de la triple fuente bio-ántropo-sociológica». Es
decir, por su
fuente y por su proceder social denotan rasgos constitutivos de la
religión.
A fin de clarificar el análisis,
tomamos como referente teórico una posible definición de religión, que
la
objetiva antropológicamente como sistema semiótico con una estructura y
una
funcionalidad social: «Religión es un sistema cultural de signos que
promete
ganancia de vida mediante la correspondencia con una realidad última»
(Theissen
2000: 15). Este sistema cultural de signos se caracteriza por combinar
tres
formas expresivas: una narración mítica que interpreta el mundo, una
actuación
simbólica ritual que une a los seguidores, y una normativa ética que
determina
el comportamiento.
Por consiguiente, todo sistema
religioso consta de componentes normativos éticos. Y todo
comportamiento con
pretensión de eticidad forma parte de un sistema cuya ineludible
naturaleza
religiosa solo cabe negar ideológicamente, no objetivamente. La
negación laica
de la religión (en realidad, de la Iglesia, o del cristianismo)
conlleva una
ceguera voluntaria respecto al carácter religioso, en sentido
antropológico, de
las propias opciones éticas.
En lo que sí estamos de acuerdo es
en que «los fundamentos de la ética están en crisis en el mundo
occidental»,
también para la ética laicista. La marginación de la idea de Dios, la
desacralización de la ley y la evanescencia de todo superyó social
desdibujan
el sentido del deber, la responsabilidad y la solidaridad. Arrastran a
una
crisis de los «fundamentos de la certeza», no solo en teología y
filosofía,
sino incluso en el ámbito del conocimiento científico. De poco sirve
invocar
los «valores», si ya no se encuentra una garantía en ninguna figura de
trascendencia:
ni en la Naturaleza, ni en la Historia, ni en la Razón, ni en Dios.
Apenas
queda el panorama de una especie de supermercado de valores, donde cada
cual se
sirve a su antojo: «Los valores le dan a la ética la fe en la ética sin
justificación exterior superior a sí misma. De hecho, los valores
intentan
fundar una ética sin fundamento» (Morin 2004: 30). Otra cosa es que
puedan
conseguirlo sin caer en una flagrante contradicción ideológica,
tributaria de
la irracionalidad del «todo vale», una pauta que, de ser totalmente
consecuentes,
imposibilitaría toda vida en sociedad.
Lo cierto es que, salvo en una
dramatización del absurdo, siempre que se afirman valores se aduce o se
implica
alguna teoría, por floja que sea. Sería importante elucidar de dónde
proceden
esos valores, cuáles son los presupuestos, a veces silenciados, de tal
o cual
ética, a fin de poner de manifiesto la religión subyacente, por
fragmentaria e
incoherente que nos parezca.
El vagabundeo de Morin en busca de
sendas por las que transite la ética describe diferentes posibilidades
que dan
razón de ella. En la que podría llamarse la vía evangélica, alude al
doble
argumento del perdón y la comprensión, que encuentra en la actitud de
Jesús.
Primero, en el perdón a la adúltera, dice a quienes se disponen a
lapidarla: «El
que esté libre de pecado que tire la primera piedra», y así los emplaza
a
mirarse a sí mismos, tomar conciencia del propio pecado y renunciar al
castigo.
Segundo, en relación con los que ejecutan su crucifixión, Jesús clama:
«Perdónalos,
Padre, porque no saben lo que hacen», de modo que considera la ceguera
humana
como origen del mal. Quien es malo es por ignorante, idea en la que
coincidieron distintos filósofos (cfr. Morin 2004: 141). En suma, la
actitud
ética requiere una toma de conciencia de sí, un hacerse cargo de la
precariedad
humana y de las circunstancias atenuantes.
Otra es la vía estética, que
desarrolla en la vida una sensibilidad contemplativa ante la naturaleza
y ante
la obra de arte. «Lleva en sí la experiencia de lo sagrado y de la
adoración,
no en el culto a un dios, sino en el amor a la efímera belleza. Lleva
en sí la
participación en el misterio del mundo» (Morin 2004: 153). Por esta
otra vía,
por más que se admita a medias, también la belleza se carga de
significación
ética y religiosa. El comportamiento malo es feo. Y la buena acción es
bella y
sagrada y vincula al misterio.
Una tercera es la vía política, en
la medida en que puede favorecer una «ética de la comunidad» que se
impone a la
sociedad (cfr. Morin 2004: 164). Pero el mismo autor observa que esto,
que
funcionó en las sociedades arcaicas y tradicionales, entra en
cortocircuito en
los Estados-nación secularizados: prescinden de Dios y, en parte,
desacralizan
el poder político, e intensifican el componente comunitario de la
nación o la
patria. Sin embargo, al mismo tiempo, incurren en una doble deriva,
hacia el
individualismo más egoísta y hacia la hipertrofia de los poderes del
Estado,
ambas cosas en detrimento de la actitud ética. Por lo demás, la ética
comunitaria que prescribe la solidaridad y la responsabilidad se agota
dentro
de las fronteras nacionales y no tiene vigencia más allá: se encierra
en el
particularismo, por lo que no alcanza a sustentar una ética universal,
común a
toda la humanidad
En nuestros días, la gente ya no
reflexiona. Ni siquiera los filósofos se interrogan por los grandes
problemas.
Deambulamos por una era de ignorancia. Más aún: «Hoy se pide a cada
cual que
crea que su ignorancia es buena, necesaria, y a lo sumo se le libra a
emisiones
de televisión en las que especialistas eminentes le hacen algunas
lecciones
entretenidas» (Morin 2004: 170). En ausencia de verdadero conocimiento
y, por
tanto, de ética personal, la inmensa mayoría se pliega al viento de
opiniones
manipuladas a escala global.
A pesar de todo, finalmente, Morin
apuesta por una ética de resistencia:
se trata no tanto de implantar el Bien, cuanto de combatir los males
evidentes.
Pero ¿cómo sabremos que de este combate no resultaran males aún peores?
Es un
asunto muy incierto: «En el límite mismo, el Bien se vuelve Mal y el
Mal se
vuelve Bien». Además, hay que tener en cuenta que «Dios y Satán no
están fuera
de nosotros, no están por encima de nosotros, están en nosotros. La
peor
crueldad del mundo y la mejor bondad del mundo están en el ser humano»
(Morin
2004: 215). En definitiva, el bien será siempre problemático y débil,
«hay que
abandonar todo sueño de perfección, de paraíso, de armonía». Solamente
nos
cabe ejercitar una ética de resistencia, que tampoco estará
completamente libre
de contradicción e incertidumbre.
Es una situación irredimiblemente
trágica, pero que permite una ética modesta, autoexigente, indulgente y
comprensiva con el prójimo. Esta ética «no tiene la arrogancia de una
moral con
el fundamento asegurado, dictada por Dios, la Iglesia, o el Partido. Se
autoproduce a partir de la conciencia individual» (Morin 2004: 220). En
lugar
de atenerse a la Razón soberana, la autoética, la ética moriniana,
propone «la
dialógica en la que racionalidad, amor, poesía siempre están presentes
y
activos» en el trabajo de nuestra conciencia. No obstante, me asalta la
duda de
si esto no es más etéreo aún que los imperativos formales de Kant; o
si, al
exhortar a la razón, el amor y la poesía, cuyo contenido queda
indeterminado,
se prevendrá el riesgo de conducir a fatales extravíos. Como ocurrió,
por
ejemplo, con aquellos serbobosnios que, guiados por el poeta Radovan
Karadžić,
en 1995, cometieron crímenes contra la humanidad.
A todas luces, la ética navega
siempre en un mar de incertidumbres. Se enfrenta a todos los poderes
opresores,
sin adherirse a ninguna nueva idealización o utopía. Se mantiene a
flote en
virtud de la primacía de la conciencia, que, si caemos en la cuenta, es
exclusivamente una prerrogativa individual, lo mismo que la libertad.
Debe
beber en sus fuentes, para adquirir una conciencia bien formada (como
antes se
decía), que va creciendo en sabiduría para afrontar las dificultades
concretas
de la existencia. Resume nuestro autor:
«La ética compleja es una ética sin
salvación, sin promesa. Integra en sí lo desconocido, incluyendo lo
desconocido
del mundo y lo desconocido del futuro humano. No es triunfante, sino
resistente. Resiste al odio, a la incomprensión, a la mentira, a la
barbarie, a
la crueldad» (Morin 2004: 220).
Un último aspecto crítico: al
examinar ese planteamiento agónico en busca de un fundamento para la
ética,
aunque sea endeble, se advierte que muchos autores, incluido nuestro
autor,
pretenden descubrir por primera vez la ética, como si cada sistema o
movimiento
empezara desde cero cada vez, como si, en el fondo, nada anterior
valiera y
como si la historia verdadera empezara precisamente con ellos.
Demasiado
expeditivamente se arrumba la experiencia y el pensamiento que nos
legaron los
siglos precedentes. Pero, en realidad, nos encontramos siempre en una
sociedad
asentada sobre sus tradiciones morales, sus creencias, sus normas, sus
costumbres. Tal vez sería más sensato no interrumpir el diálogo con
ellas, y
conocer el sentido que nuestros antepasados dieron a sus vidas. No
imitemos la
barbarie de mahometanos y marxistas, que creen su deber destruir por
completo
el mundo que los precedió, para levantarlo de nueva planta. Porque,
después,
hemos visto en la historia que solo adviene un infierno, donde la ley
totalitaria
aniquila toda ética, donde un leviatán despiadado sojuzga a los hombres
y se
hace adorar como una deidad cananea.
Se podrá discutir si hay ética sin
Dios, porque dependerá del concepto de Dios que cada uno se haga en su
cabeza,
aunque se podría objetivar. Más clara me parece la tesis de que no hay
ética
sin religión, en la medida en que el compromiso ético implica en sí
mismo,
antropológicamente hablando, un comportamiento religioso.
La
oscuridad de las Luces y la
religiosidad del laicismo
La genealogía
del laicismo que caracteriza una parte de la
modernidad forma parte del proceso trisecular en que se despliegan las
críticas
de los filósofos ilustrados, las ideologías revolucionarias y las
teorías de
las ciencias positivas, al tiempo que se desatan guerras cada vez más
devastadoras, se acelera el aumento demográfico y se abre camino la
mundialización de la ciencia, la tecnología y el mercado.
Ese
proceso, que algunos llaman de secularización o laicización, esgrimió
ante todo
la «razón», en cuyo nombre desencadenó un ataque sin precedentes contra
el
orden establecido y la religión instituida. A partir de cierto momento,
propalaron la idea de que había que superar el pensamiento religioso,
al que
calumniaban de impedir el progreso del conocimiento científico, y
dogmatizaron
sobre la necesidad histórica de ir hacia una sociedad no religiosa,
laica e
incluso atea. Pero, visto en retrospectiva, cabe dudar de todas estas
tesis.
Lo que realmente hicieron filósofos
radicales ilustrados y decimonónicos, fue, como ya he sugerido,
decretar que
la religión es en sí algo negativo, para impugnar la religión del otro,
mientras que la propia elaboración no sería religión, sino filosofía, o
ciencia, laicismo en estado de gracia. De manera que, a base de medias
verdades
y un hábil malabarismo verbal, lograron difundir una opinión
observablemente
contrafáctica, que hacía pasar por real lo que cabe diagnosticar, más
bien,
como una fantasía.
El profuso uso de la oposición entre
fe y razón fue la estrategia que inventaron los ilustrados con el fin
de hacer
pasar por razón su propia fe. Los ideólogos de las Luces consiguieron
autoengañarse y engañar a casi todo el mundo, incluidos sus
adversarios, con
una crítica a la religión que dejaba fuera de foco la alternativa no
menos
religiosa que ellos mismos promovían en contra de la Iglesia y del
cristianismo.
Porque, más allá del tópico aceptado
y de la conciencia subjetiva de los implicados, no se trata de
verdaderos ateos
y arreligiosos, sino de creyentes en otras deidades y otra sacralidad.
Se
adhieren, de hecho, a una religión en sentido antropológico, de la que
no
excluyen una mezcolanza de razones y supersticiones. Y hasta la dotan,
en buena
medida, mediante el saqueo cultural de la tradición cristiana,
secularizándola.
Los intelectuales ideólogos fungen,
desde entonces, literalmente como teólogos de nuevas deidades: Razón,
Ciencia,
Progreso, Pueblo, Proletariado, Materia. En sus relatos, se esfuerzan
por
enmascarar la religiosidad del propio sistema, elevando sus mitos al
rango
superior de filosofía y de ciencia. Así, reservan el nombre de religión
para la
religión de sus adversarios, a los que tachan dogmáticamente de
dogmáticos.
La realidad es que se puede
abandonar una religión, pero no la religión. Igual que se puede dejar
de hablar
una lengua, pero no abstenerse de hablar una sin abandonar la
humanidad. El
ardid está en llamar religión solamente a la del otro. Cuando pregonan
que su
posición ideológica no es religión, sino razón, ciencia, filosofía, no
debemos
caer en la trampa. Es un embuste. El tan canonizado proceso de
secularización
no inauguró ninguna nueva era de laicidad.
Por encima de distinciones
superficiales, afirmamos que todo proyecto ideológico o sistema
sociocultural
que asume la función de producir y administrar la visión del mundo y la
moral
de la sociedad es de naturaleza religiosa. Porque forja un entramado de
relatos
míticos sobre el sentido de la vida, junto con símbolos colectivos y
modos de
organización práctica, que concitan la adhesión de la gente mediante
una
promesa de mejora o de liberación. A la vista están las generaciones de
intelectuales ilustrados, revolucionarios y orgánicos, desempeñando su
papel de
clérigos celosos, tonantes pontífices, censores del pensamiento y
aguerridos
adalides de los movimientos de masas. Al final, la religión es la de
quien
domina el púlpito: el panfleto, el periódico, la radio, la televisión,
las
redes sociales de Internet.
La sociedad occidental continúa
funcionando de acuerdo con mecanismos míticos, mágicos y religiosos. Lo
que ha
ocurrido es que una parte significativa de las élites, y amplios
sectores de la
sociedad han desplazado su devoción hacia ideologías políticas
radicales, o
bien hacia la ideologización de las ciencias, de modo que, mientras
creen
apartarse de la religión, confieren a los héroes de sus fantasías los
atributos
de la divinidad.
Los productores de relatos, émulos
de los profetas, proveen de discursos, textos sagrados e ilustraciones
gráficas
icónicas, que transmiten como oráculos la mitología de las religiones
políticas modernas, para nutrir la doctrina de los académicos y la
credulidad
de las gentes. Podríamos dictaminar que siguen el camino de los
adelantados
modernos en el arte de anteponer la propaganda a la verdad, en virtud
del
manejo de los medios, la imprenta, la radio y la televisión.
Por esa vía, los intelectuales se
convirtieron en clero de la secularización, hasta desembocar en esos
profesores y periodistas frailunos que adoctrinan desde cátedras o
medios de
comunicación, en especial cadenas televisivas y sitios digitales.
Aunque hoy
día ha dejado de ser necesario deliberar o argumentar con la razón,
pues se
confía más en la potencia de los instrumentos para inocular imágenes y
opiniones manipuladas desde alguna instancia de poder. Así hemos
llegado al
contrasentido de que las proclamas más reaccionarias presumen de
progresismo:
exaltan la feudal identidad cultural, la desgeneración sexual, la
resurrección
de la raza y todas las plagas del posmodernismo. En general,
privilegian los
mensajes que crean frentes de división social, siempre fieles al dogma
de la
lucha de clases y proclives al desprecio de la común humanidad.
Aún se leen los textos sacralizados
de sus clásicos, como palabra revelada, al tiempo que se producen
nuevas
apariciones milagrosas de mesías revolucionarios que atraen el fervor
de todo
tipo de sectarios. Morin dio en el clavo cuando habló de religiones de
salvación terrestre y de mitologías de salvación política. Hoy
proliferan las
capillas.
Además de fundar y propagar mitos,
un sistema religioso produce su ritual. El culto no es únicamente el de
la
religión organizada, sino que se expresa a través de las ceremonias
compartidas, las manifestaciones y los gestos simbólicos cargados de
emoción.
El culto se traduce en las participaciones sociales e íntimas que
vinculan y
comprometen con los ideales leídos en los libros sagrados y con los
«santos»
que los encarnan y son objeto de admiración. El culto motiva para el
comportamiento acorde con el sistema de valores en el que se cree: el
que
determina, más allá de cómo es la realidad, cómo debería ser.
Como muestra de la presencia del
rito, que a veces conlleva la agresión a los ritos de los demás, basta
recordar
el sutil ejemplo de la entronización de la diosa Razón en el altar
mayor de
Nôtre Dame de París. No hay sociedad secreta ni partido político que no
cree
sus símbolos, sus gestos, que no codifique alguna liturgia. La
masonería
celebra sus tenidas estrictamente rituales. El partido nazi
enfervorizaba a las
masas con marchas y concentraciones multitudinarias en exaltación del
Führer.
Los partidos comunistas organizaron desde el principio masivas
procesiones
portando los iconos de Marx y Lenin. En suma, cualquier Estado posee
símbolos
sagrados e impone a la sociedad alguna manera de festejarlos y comulgar
con
ellos.
La finalidad de todo sistema
religioso estriba en la regulación de la práctica social.
Según la interpretación del mundo dada,
determina, en último término, las normas morales que orientan y
encauzan los
comportamientos considerados valiosos. Desde la Ilustración, las
ideologías se
presentaron como instancias productoras de moral, una incumbencia
típica de la
religión.
Por todo eso, la explicación laica
del laicismo estorba para comprender su esencia, que es su
constitución y
funcionalidad religiosa. El laicismo militante supone con toda
propiedad un
sistema religioso, como a su modo lo es la masonería, o el Ku Klux
Klan, o el
partido comunista. Falta y basta estudiar los mitos, los ritos y las
normas
éticas de cada sistema, y ver cómo se desenvuelven sus organizaciones
en la
praxis. Ciertamente se trata de religión, por mucho que sea una religión
defectiva, es decir, falta de alguno de los elementos tradicionales
de la
religión.
De ahí que casi todo lo que se ha
escrito y publicado acerca de la sociedad secular, la secularización,
el
secularismo y la laicidad esté carcomido por un cúmulo de medias
verdades y
mentiras, camufladas, desde la Ilustración, por la propaganda y el
prestigio de
los intelectuales. Pero el brillo de las Luces no debe ocultar el lado
tenebroso, el oscurantismo atribuido freudianamente a otros.
Para entender bien lo que significa
el término «secularización» en la realidad de los hechos, el camino
menos
engañoso es investigar los hechos que la expresaban, que acompañaban
pragmáticamente a los discursos, como correlato político del mito. Por
dar
solamente un ejemplo, estudiemos las sucesivas secularizaciones,
también
llamadas desamortizaciones, que se llevaron a efecto en España a lo
largo de
siglo XIX y parte del XX. Lo que significada era la expropiación
sistemática de
los bienes eclesiásticos, la desposesión de la religión institucional
establecida, es decir, de la Iglesia católica y sus organizaciones. El
proceso
de secularización no tenía que ver gran cosa con abandonar «la
religión», salvo
que, ofuscando el concepto, se llamara religión solo al catolicismo. Y
no fue
tanto un abandono cuanto un expolio.
En ese proyecto de sustitución de la
religión cristiana, las corrientes más fanáticas propendieron siempre
hacia un
poder altamente divinizado, enfeudado en la utopía de la verdad
absoluta,
legitimador de la violencia revolucionaria y promotor del
totalitarismo. Que
este sea teocrático, o no, depende del lenguaje que queramos adoptar.
En todo
caso, comprobamos que hay una teología del poder, y sus
seguidores,
presuntamente laicos, creen estar en posesión de la verdad última, y se
arrogan
la misión, mesiánica, de protagonizar la salvación de la sociedad, o de
la
humanidad.
Sin embargo, hoy constatamos, más
bien, como un rasgo en expansión, la tabuización de toda referencia a
lo
divino. Se convierte en tabú de toda mención favorable de lo religioso.
No es
casual, sino que prosigue el proyecto de erosionar la importancia de la
religión histórica, en primer lugar, para beneficio de los promotores
de otras
opciones míticas, simbólicas y éticas; y en segundo lugar, para impedir
que se
desvele la índole religiosa o pararreligiosa de las posiciones
antirreligiosas.
En la mayoría de los casos, el propósito estriba en camuflar la
sacralización
inconfesa de la ideología llamada «progresista», o «revolucionaria»,
«científica»,
que se hace pasar por «atea», cuando solamente lo es respecto al Dios
cristiano. Tales son algunas de las argucias de esos intelectuales,
antes
ilustrados y ahora cientificistas, en su predicación.
En fin, que el Estado laico no
llegue a instituir formalmente una religión organizada está lejos de
significar
que la ideología que lo sustenta no implique un sistema religioso, más
o menos
defectivo, más o menos difuso en la sociedad. Solamente se exceptúan
los casos
en que, a diferencia del laicismo militante, la laicidad
significa
neutralidad con el fin de respetar y garantizar la libertad de las
religiones y
confesiones existentes en la sociedad. Un significado, por cierto,
enormemente
reciente y que muchos no acaban de aceptar.
Una
cuestión de fronteras epistemológicas
Cuando se
trata de pensar sobre el concepto o el problema de
Dios, el mal endémico estriba en la falta de deslinde entre los modos
de
conocimiento concurrentes. La epistemología general teoriza sobre los
fundamentos, los métodos y las condiciones de validez de cada modo de
conocimiento. Hay fronteras epistemológicas que no es legítimo
transgredir,
porque, de hacerlo, precipitan el discurso en una confusión que lo
condena al
oscurantismo.
Ante todo, habría que criticar
epistemológicamente a los filósofos con disfraz de científicos, que
tienen tan
poca confianza en su propia capacidad pensante que simulan tomar de la
ciencia
la respuesta a los problemas filosóficos. Así, amalgaman y corrompen, a
la vez,
el pensamiento científico y el filosófico.
Por lo general, rige un estado de
confusión epistémica en la cabeza de gran cantidad de científicos e
intelectuales, tanto en los que niegan como en los que afirman. Con
notables
excepciones, claro está. En particular, se suele dar una extrapolación
sin base
al afirmar que el materialismo es una inferencia o una deducción
científica,
cuando constituye una opción fuera de la física –de la que esta debe
abstenerse–, y sin mayor fundamento filosófico que otras opciones
igualmente
compatibles con las teorías de la ciencia. Compatibles, pero no
deducibles de
ellas, ni alineables con ellas. Las explicaciones basadas en los
métodos de las
disciplinas científicas tienen validez en su campo, más allá del cual
queda
espacio abierto al pensamiento para elaborar filosofía, no con
herramientas
científicas, pero sí con argumentaciones científicamente compatibles,
como he
dicho, y coherentes en sí mismas. Lo que se debe debelar es ese
discurso
camaleónico en el que se vuelven indiscernibles afirmaciones
heterogéneas, y
donde se mezclan los criterios de verdad de los enunciados.
Para salir de la confusión y
prevenirla, podemos recurrir a una esquematización de las alternativas
fundamentales que hay y se han dado en la historia del pensamiento. Se
trata de
los grandes paradigmas interpretativos subyacentes en la religión y en
la base
de toda cosmovisión. De alguna manera, existe una homología
estructural entre
estos paradigmas y el concepto de «postulados sagrados últimos»
(Rappaport
1999), y el de «axiomas fundamentales», según otra terminología.
Las ciencias específicamente tales
explican, mediante sus modelos teóricos, hasta donde autorizan estos
modelos.
Si un científico se aventura a ir más allá, desde ese punto ya no actúa
ni
habla como científico, sino como filósofo, o político, u hombre de la
calle, en
definitiva, como ideólogo, como creyente, conforme a otros usos de la
razón y
la experiencia. En efecto, nadie toma decisiones científicamente, como
si su
decisión se dedujera por imperativo del conocimiento científico. La
decisión
personal, o institucional, comporta una elección entre alternativas
posibles.
Las ciencias pueden aportar conocimiento, elementos de juicio, incluso
previsiones de las consecuencias. Pero los conceptos de bueno y malo,
justo e
injusto, lo mismo que los de bello y feo, son por completo ajenos a la
ciencia
en cuanto tal; aunque sean incumbencia de la persona del científico en
cuanto
padre, marido, amigo, ciudadano, artista. Las ciencias naturales y
sociales
aportan valores cognitivos de orden empírico y técnico, nunca valores
éticos,
ni políticos, ni estéticos.
Todas las
hipótesis paradigmáticas a las que me refiero parten del pleno
reconocimiento
de las ciencias empíricas. Todas admiten los resultados, los métodos
específicos y la legitimidad epistemológica de las ciencias en sentido
estricto. Es decir, la ciencia es la misma para todos los sustentadores
de
cualquiera de las preferencias filosóficas. Sería estúpido pretender
que la
ciencia es propiedad privada de cientificistas y materialistas.
Pues bien, manteniendo esa
unanimidad respecto al conocimiento científico, podemos encontrar unos
últimos
macroparadigmas interpretativos de la religión, y probablemente también
de la
filosofía, que el historiador de las religiones Shafique Keshavjee
(2010 y
2014), que cita a Morin a propósito del concepto de paradigma, ha
denominado
monoholista, monoteísta, materialista:
– El paradigma monoholista
concibe un universo cíclico. Afirma que la unidad-totalidad abarca
tanto a los
dioses como al cosmos. A partir de la unidad primigenia se produce una
diferenciación que lo despliega todo, hasta llegar finalmente a una
reintegración en la unidad, para comenzar de nuevo en otro ciclo de
ciclos
infinito. Este es el modelo subyacente en el hinduismo: el darma,
Brahman, Siva. En el budismo: la budeidad. En el taoísmo y el
confucianismo: el
tao. En antiguas mitologías: el caos, el huevo cósmico, el hombre
primordial.
– El paradigma monoteísta
piensa el universo con un comienzo. Considera que el principio creador
es Dios.
El mundo y el hombre son creaturas suyas. La creación supone una
separación
respecto a Dios, pero el destino de la creación es volver a la comunión
definitiva con el creador. Este esquema se encuentra en el judaísmo:
Yahvé. En
el cristianismo: Dios Padre, Hijo y Espíritu. En el islamismo: Alá. Y
también
en el zoroastrismo: Ahúra Mazda.
– El paradigma materialista
imagina el universo sin comienzo ni fin, aunque en algunas versiones
acepta un
inicio y un final. Cree que los dioses son ilusorios y que la matriz
universal
es solo «materia» que evoluciona ciegamente. La materia parte de una
indiferenciación, pasa por una diferenciación y termina en una
indiferenciación. Esta es la posición axiomática del ateísmo
materialista,
cuyos exponentes son el marxismo y también el cientificismo
naturalista, que lo
remite todo al azar.
Estos tres modelos de paradigma se
sitúan en el plano de las elaboraciones metafísicas, metacientíficas,
con
pretensiones de fundar una cosmovisión. Ninguno de ellos restringe la
razón al
perímetro de las ciencias positivas. Aunque las interpretaciones
últimas
difieren y hasta son contradictorias, no se puede negar que los tres
tienen
algo en común. En todos está presente lo más específicamente humano,
que es la
racionalidad caracterizada por la búsqueda de verdad, belleza y bien.
Esta
racionalidad permanece activa en las distintas vías de la filosofía, la
religión, la ética, la estética, la política, en medio de todos los
acontecimientos y las experiencias. Pese a sus inevitables
desencuentros, los
defensores de los distintos paradigmas se siguen preguntando por la
verdad del
mundo, por la bondad y la justicia en el obrar, por la legitimidad del
poder
político, por la belleza inasible y la fugacidad del tiempo.
Es cierto que, si nos preguntamos
por Dios, su realidad excede y escapa a nuestra razón, por definición,
en
cuanto absolutamente trascendente. Pero, al mismo tiempo, puede hacerse
presente para el pensamiento en una segunda lectura de lo que
nuestra
razón conoce acerca el universo, la vida y la historia humana. Si no
fuera
posible descubrirlo ahí, entonces no sería lícito decir una sola
palabra sobre
él. Pero, al reflexionar sobre lo que sabemos del mundo y de la
humanidad, hay
aspectos inescrutables que evocan sigilosamente el misterio, como si
este
transpareciera, al modo del significado de una metáfora, en la
experiencia de
la belleza, la coherencia lógica, la bondad, la vida y la muerte.
Conclusiones
sobre el texto de Morin
El espíritu
de estos tiempos, salvo excepciones, nos fuerza a no ver más allá de
las
apariencias proyectadas por los medios masivos, ni entender más acá de
los
dogmas decretados por los medios académicos. Lo demás queda invisible e
ininteligible. El concepto de Dios se vuelve impensable. Edgar Morin es
de los
pocos que no rehúyen enfrentarse con el problema, como hemos podido
comprobar
en su hexalogía, a partir del rastreo de las menciones del lexema
«dios».
En efecto, Morin pone de manifiesto
la estructura religiosa y teológica de las grandes hipóstasis de la
modernidad,
desenmascara las ideologías políticas como religiones de salvación
terrestre,
lleva a cabo una crítica de la reducción cientificista, hace un
esfuerzo por
incorporar las aportaciones de la antropología cultural. Pero diría que
no
acaba de desprenderse del mito de la Ilustración. Continúa siendo
tributario,
en cierta medida, de algunos postulados simplificadores de los
filósofos
ilustrados, de algunas apreciaciones de los positivistas y
materialistas del
siglo XIX, y de los esquemas laicistas del siglo XX. Es posible que no
haya
querido adentrarse más en los vericuetos de la filosofía y la historia
de la
religión, y de la teología, pero la consecuencia es el riesgo de no
llegar a
exorcizar suficientemente el nihilismo inherente a la propaganda del
ateísmo
militante.
En los textos de Morin no se plantea
un estudio sistemático de la cuestión teológica. Mi conclusión es que
sus
esporádicas referencias al tema, en buena medida, son tributarias de
las
críticas a la religión efectuadas por los filósofos ilustrados y los
ideólogos
decimonónicos, a pesar de que se confronta con ellos en determinados
aspectos.
No basta para romper con la hegemonía actual del «secularismo» y el
«laicismo»,
que tanto deben a la inercia mental y la incuria de los intelectuales,
por no
hablar de la incultura del común de las gentes.
A lo largo y ancho de El método,
Morin critica con total cierto los sucedáneos de Dios, tales como el
Azar, el
Orden, el Estado, la Ciencia, como imagen o idea que deifica en falso
una
monocausa o un poder de este mundo, exaltado en figura ideológica
totalitaria.
Al mismo tiempo, lamenta la incapacidad para abordar las cuestiones
fundamentales, marginadas en un ensayismo lastrado por su
desconocimiento
científico y olvidadas por la filosofía, que ni sabe ni contesta desde
su torre
de Babel.
Es verdad que El método no
tematiza monográficamente el universal cultural de la religión, pero,
aunque
sea de manera tangencial, sí alude la problemática de su último
significado.
Antes y después de El método, Edgar Morin expone, en repetidas
ocasiones, su itinerario intelectual. En algunos escritos, toca el tema
de la
religión y de Dios y hasta asume cierto aire profético. Habla de su
mensaje
como «evangelio de perdición» y, no recuerdo dónde, se autocalifica de
«catolaico».
Piensa que no hay última salvación en un sentido fuerte, pero repiensa
una y
otra vez el misterio insondable que evidencia nuestra ignorancia y los
límites
de todo conocimiento humano. Por eso, siempre que nos comunica sus
convicciones
y nos exhorta a tomar conciencia, lo hace con una actitud de modestia
intelectual, como podemos ver, por ejemplo, en artículos como «¿Es Dios
creíble
todavía hoy?» (1988), o «Mesías, de ningún modo» (Morin 1989). Lo cual
no obsta
para que actúe al menos como precursor, en singular campaña contra el
nihilismo,
esperando, más allá de la desesperanza y la incertidumbre, que la
humanidad se
salve de la catástrofe. Más aún, en su obra La Vía (2011),
donde parece
inclinarse hacia el utopismo, describe los lineamentos de respuesta a
los
grandes problemas, con propuestas para las políticas de la humanidad,
las
reformas del pensamiento y la educación, las reformas de la sociedad y
las
reformas de la vida.
En fin, a través de todas las sendas
vividas e imaginadas, su pensamiento, que explora la finitud del mundo
hasta
topar con los límites cognitivos, se siente emplazado siempre ante las
puertas
infranqueables del misterio. Así nos lo confiesa en un librito más
reciente,
titulado Conocimiento, ignorancia, misterio (2017):
«Sé que mi razón, mi espíritu me
abren al mundo, la realidad, la vida, y sé al mismo tiempo que me
encierran en
y por sus límites, y que el mundo, la realidad, la vida que conozco
recubren lo
desconocido.
Vivo
cada vez más con la conciencia y el
sentimiento de la presencia de lo desconocido en lo conocido, del
enigma en lo
insignificante, del misterio en todas las cosas y, especialmente, de
los
avances del misterio en todos los avances del conocimiento» (Morin
2017: 15).
Hasta aquí llega nuestro autor. Se
detiene a las puertas, herméticamente cerradas, del misterio
omnipresente e
insondable que se adivina. No obstante, persiste la posibilidad de
pensar en
Dios en relación con el enigma del universo, la evolución de la
biosfera y la
historia de la humanidad, con respecto al devenir de las sociedades y
al
sentido de la vida personal de cada individuo. Además, cabe pensar
sobre lo que
otros pensaron en el pasado. Y siempre cabe plantear exploraciones
alternativas, ya transitadas, o todavía por recorrer, que permitan
avanzar más
allá en la respuesta.
Cuando la población mundial alcanza
casi los 7.900 millones de habitantes, cada día es más necesario hacer
posible
la metamorfosis de humanización, que Morin anhela y otea en el
horizonte, para
la que convoca al cambio de conciencia, una llamada en la que
resuena el
kerigma evangélico: μετανοεῖτε καὶ πιστεύετε ἐν τῷ εὐαγγελίῳ, convertíos y
creed en el evangelio.
Epílogo.
De la
crítica ideológica a la teoría de la religión
En espera de
que se establezcan las reglas para un análisis
filosófico de ideologías globales, el debate filosófico sobre Dios y la
religión requiere, mínimamente, una previa clarificación de los
conceptos
utilizados, que se apoye en aportaciones de las ciencias históricas y
antropológicas. Estas, como parece evidente, no tienen competencia para
pronunciarse sobre la realidad última del referente teológico, pero
contribuyen
decisivamente al conocimiento de los significados inherentes al
fenómeno
sociocultural de la religión.
No
es difícil demostrar la naturaleza religiosa de las ideologías, en
particular
de las políticas, si utilizamos una teoría rigurosa de lo que es la
religión,
para poder identificar con fundamento cuáles son los comportamientos
religiosos. Por ello, es imprescindible una teoría de la religión,
que
nos proporcione un concepto antropológico del sistema religioso,
superando la
idea vulgar o idiográfica (algo análogo a como el concepto
antropológico de
cultura difiere de la noción ordinaria o periodística).
No
definimos la religión desde el punto de vista de las experiencias
subjetivas
del protagonista, ni desde las preferencias de quien está a favor o en
contra,
donde cabe elucubrar cualquier opinión. Buscamos la mirada
intersubjetiva, el
enfoque que trata de aplicar objetivamente los métodos con los que
trabajan los
especialistas, un enfoque expuesto a la discusión por parte de todos.
Desde el principio, hay que partir
de una definición suficientemente precisa de lo que es el sistema
religioso en
el marco del sistema sociocultural. Muy sumariamente, entendemos que la
religión
es un sistema cultural de signos, que promete una mejora de la
vida,
fundamentada por referencia a una realidad última. La promesa de
mejorar la
vida, obtener bienes o alcanzar la salvación responde a una necesidad
primordial humana de orden y sentido, y es satisfecha por medio de la
configuración
del mundo que el sistema aporta. En cuanto sistema semiótico, está
creado
culturalmente y es un lenguaje que posee una gramática,
con sus reglas de sintaxis y su léxico de conceptos
clave fundamentales, a cuyo alrededor se organizan todos los demás
temas. La
realidad última designa el axioma fundamental, la idea en la
que los
seguidores del sistema creen, contenida en el relato que desvela qué es
lo real
en última instancia, de lo que depende todo el sistema. Este sistema
constituye
un lenguaje complejo, que consta de tres subsistemas o formas
expresivas, que
se combinan entre sí: el mito o relato que desvela lo
verdaderamente
real, el rito o actuación simbólica en la que se participa, y
el ethos
o conjunto de normas que rige la práctica. Por supuesto, esto no quiere
decir
que todos los mitos sean religiosos, ni todos los rituales, ni todos
los
mandatos de comportamiento. Pero sí lo son los que están vinculados a
la
esperanza de una ganancia vital o a la salvación, en función del
sentido último
de la realidad.
El sistema
religioso, como sistema objetivo de signos, proporciona una
interpretación del
mundo. Los signos no modifican la realidad, pero, al interpretarla,
modifican
el comportamiento cognitivo, emocional y pragmático con respecto a
ella.
Intervienen en la transformación del mundo en la medida en que orientan
la
atención, moldean las valoraciones y, en definitiva, fijan las reglas
que
organizan la acción humana en todos los contextos. Es imposible vivir
en el
mundo, o transformarlo, sin interpretarlo.
Históricamente
podemos observar muy diversos tipos
de religión, pero también podemos comprobar que todos coinciden en unas
características
estructurales y funcionales básicas. A partir de ahí, cada uno de los
sistemas
religiosos evoluciona históricamente formando parte de la evolución de
la
sociedad y en interacción con ella, como si exploraran todos los
recursos del
espíritu humano.
Lo que
hemos llamado realidad última de referencia no tiene por qué formularse
específicamente como «Dios», pues muchos otros referentes pueden ocupar
a su
modo el mismo lugar: Nirvana, Tao, Ser, Pueblo, Razón, Materia, etc.
En
definitiva, la diferencia entre la creencia religiosa y la ideología
laicista
no es cualitativa. Los sistemas ideológicos son analizables, con toda
pertinencia, en el marco de una teoría de la religión. Las diferencias
se
vuelven irrelevantes en cuanto sistemas con una estructura homóloga,
que
cumplen análogas funciones en la vida social y política. Los
comportamientos
del que está imbuido por una ideología reproducen los típicamente
religiosos,
con la entrega, el fervor y hasta los fanatismos y las desviaciones que
pueden
darse en la religión.
Lo que a
veces ocurre es que la religión a la que uno se adhiere de hecho, que
es la que
orienta el comportamiento en la práctica y, por tanto, es en la que se
cree,
puede pasar desapercibida. De tan asumida que está, uno la entiende
como si se
tratara de la mismísima realidad. Pero esta evidencia ingenua está
siendo
moldeada realmente por una opción filosófica/religiosa implicada, como
la
gramática en el hablante.
Por supuesto, puede haber religiones
sucedáneas y defectivas. Llamamos religión defectiva a aquel
sistema al
que le falta, o no desarrolla, alguno de los componentes o estructuras
típicas.
Por ejemplo, no explicita el nombre de su dios/axioma fundamental. O no
tiene
una liturgia sistematizada. Pero notaremos que siempre cuenta con un
equivalente
articulado de relatos míticos, de actuaciones simbólicas y
celebraciones, de
normas éticas y prácticas sociopolíticas.
El auténtico agujero negro de los
sistemas religiosos es la cuestión del referente. El hecho de que
existen ideas
sobre Dios no necesita demostración; es tan palmario como que existen
teorías
científicas y códigos semánticos de todo tipo. Que inciden en la vida
social
también es evidente. La cuestión en litigio radica en la referencia de
los
significados mentales de tales ideas. Si son solo signos de otros
signos, o si
son signos de algo real. Y entonces, qué clase de atributos enunciar
acerca de
ese algo referido más allá del significante y el significado, más allá
del
lenguaje e incluso de la objetividad del mundo. Habría que dilucidar si
existe
solo en la cabeza de quienes piensan esas ideas, solo en forma de
creaciones
socioculturales, o si cabe postular una existencia autosubsistente.
Pero
dejemos de lado, por ahora, esta espinosa cuestión del referente.
Lo que sí se encuentra accesible y
cualquier interesado puede tomar en consideración son los materiales
que nos
han llegado de tantos profetas, filósofos y teólogos que se aventuraron
a
pronunciarse sobre lo oculto tras el velo de la inmanencia. Sobre los
significados inscritos en estos materiales, quizá convenga emprender
investigaciones desde enfoques y métodos de alcance variable, como los
siguientes:
1. Estudio más a fondo de la
historia de las religiones en el contexto de las civilizaciones.
2. Análisis
mediante métodos histórico-críticos de cada uno
de los sistemas religiosos y sus fuentes.
3. Estudio
comparativo de los sistemas religiosos desde el
enfoque transcultural de la antropología cultural.
4. Crítica y
evaluación filosófico-teológica de las imágenes
de Dios contenidas en las diferentes tradiciones.
5. Elaboración
de un esbozo de filosofía teológica, o
teología filosófica, consistente con la ciencia y con la conciencia
contemporánea.
6. Diálogo
abierto entre conocedores de las distintas
religiones e ideologías, para encontrar puntos en común y, con base en
principios fundamentales compartidos, formular las normas mínimas de
una ética
mundial (al modo de Hans Küng 1990).
Cualquier indagación deberá estar
bien informada de las teorías científicas, deberá aplicar un
razonamiento
crítico, riguroso y consecuente. Deberá estar siempre abierta y
dispuesta a
confrontarse en el debate.
Porque ahora encontramos que las
ciencias sociales y humanas quedan mudas ante la conciencia y la
libertad. Los
modelos teóricos de la biología y la genética no pueden captar el
fenómeno de
la vida que nosotros percibimos, su unidad, su belleza. Las
interacciones fundamentales
de la física se sorprenden de que hayan surgido sistemas vivientes. Y
la
cosmología no alcanza a explicar el hecho de que el universo esté ahí,
que
exista así y no de otra forma, que sus leyes sean las que son y no
otras. Nada
imposibilita intuir, o aventurar, un logos inscrito en la grandiosa
evolución
del universo, la inagotable creatividad de la vida y los desafíos
imprevistos
de la historia.
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