Pensar la religión desde la modernidad crítica

11. El problema de Dios en la filosofía de Edgar Morin

PEDRO GÓMEZ




Escribe Wittgenstein, al final de su Tractatus, que «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse», frase lapidaria a la que acaso no le faltara razón, si no fuera por el hecho de que nunca se ha dejado de hablar de ello y, por tanto, sí se puede hablar. Por lo demás, callarse solo conseguiría dejar la conversación a merced de los charlatanes.


De todos modos, no queda muy claro qué es aquello de lo que no se puede hablar. No es lo que escapa al imperio de la ciencia empírica, porque está ahí el orden social y la vida cotidiana que también escapan bastante al saber positivo. Podemos pensar que sea lo que trasciende la experiencia humana, quizá lo absoluto, o lo que denominamos Dios. Aunque, en realidad, esto que para el filósofo trasciende la experiencia suele formar parte de la vivencia ordinaria de muchísima gente. Así pues, para empezar a aclararnos, convengamos en que el problema de Dios no es, ni puede ser, un problema científico; pero sí podría ser un problema filosófico, abordable por la racionalidad humana. A lo largo del artículo, trataré de situar la problemática y argumentar los pasos seguidos en mi prospección del tema.


En cuanto a Edgar Morin, en sus textos se expresa tan bien y tan claro por sí mismo, que, más acá de los análisis y las glosas sobre cualquier asunto, quizá siempre será más esclarecedora la lectura directa de los pasajes citados de sus obras. A ellas me remito en todo momento.


Desde el principio, debemos tener en cuenta que el «método» de Morin no es un discurso de rango estrictamente científico, ni tampoco se circunscribe a epistemología de la ciencia, sino que su «paradigma de complejidad» constituye más bien una modalidad de pensamiento filosófico, que se apoya en los avances de las ciencias, pero elabora una panorámica o teorización metacientífica. Su preocupación estriba en articular saberes, relacionar aspectos heterogéneos, integrar la expe­rien­cia humana, sopesar la buena opción ética.


En efecto, sin reducirse a teoría científica, cabe considerar su pensamiento como una filosofía, anclada en una especie de nueva epistemología general, que nos enseña a sobrevolar los dominios del conocimiento y levantar el mapa panóptico de sus estructuras e interconexiones. Quizá sea interesante rastrear sus razonamientos por zonas marginales, donde afloran temas no abordados directamente, pero que surgen a propósito de la reflexión sobre los fundamentos últimos, sobre la mitología, la ética y la religión. No obstante, aunque de forma poco explícita, son temas involucrados en sus planteamientos y su parénesis.


El proceder del pensamiento humano no se reduce al conocimiento científico. La teoría del conocimiento, en sentido general, no tiene por qué limitarse a ser epistemología que fundamente los métodos de las ciencias. Puede ejercer en interacción con el pensamiento orientado a la ética, la estética, la política y, en general, las acciones sociales y humanas, su valoración previa y el juicio cerca de su ejecución y sus consecuencias. Aquí hay una realidad distinta de la que manejan los físicos.


A mi entender, el pensamiento de Morin constituye un meta­dis­curso, posee un carácter metacientífico, si bien toma pie en la ciencia positiva, en el sentido de tenerla en cuenta y, eventualmente, retroactuar sobre ella, detectando sus implícitos, sus bases, sus carencias, sus límites. No incrementa nuestros conocimientos (todos ellos procedentes de la ciencia empírica y de la experiencia de la vida), pero desarrolla la profundidad de nuestra comprensión, nuestra conciencia crítica acerca de nosotros mismos y de lo que conocemos.



La frecuencia léxica del término ‘Dios’ en El método


Me planteo la pregunta por la teología escondida en el pensamiento de Edgar Morin, si es que la hay. Busco el lugar que ocupa la idea de Dios en su obra y cuál es su significación, pero limito el alcance de mi estudio a la hexalogía de El método, donde examino el asunto a partir del análisis de los textos donde concurre la incidencia del término «Dios». Quizá se vea como un punto de partida arbitrario, pero sin duda es concreto y computable.


La cuenta es bien sencilla. Tomamos los volúmenes de El método, previamente digitalizados en formato PDF, y llevamos a cabo búsquedas avanzadas mediante Adobe Acrobat. Localizamos la palabra, delimitamos su contexto y vamos recopilando los pasajes pertinentes, para su posterior reconsideración. Este procedimiento de busca arroja como resultado que Morin utiliza la palabra «dios» 75 veces, unas con mayúscula y otras con minúscula, oscilando entre 7 y 19 incidencias según de qué volumen se trate. En total, encontramos 55 pasajes, muy dispersos y dispares desde el punto de vista semántico. Si los juntamos todos, apenas suman veinte páginas, entre las 2.100 que componen los seis tomos de la edición española de la obra.


Como no sabemos si 75 menciones representan mucho o poco, realizamos una prospección con otros términos significativos, para ver qué resulta, dando por buena la hipótesis de que la frecuencia léxica constituye un síntoma de las propensiones cognitivas del autor. Así, seleccionamos una serie de palabras clave, según lo que ya sabemos después de haber estudiado a Morin. Entonces, realizamos y contamos las correspondientes búsquedas, incluyendo la flexión de singular, plural y formas verbales. Finalmente, agrupamos esas palabras en campos semánticos, a fin de que la cuantificación léxica quede más clara. Ob­tenemos lo siguiente:


– conocimiento/conocer/conocido: 2.682 veces; ciencia/científico: 1.095 veces; mito/mitología: 429 veces; filosofía/filosófico: 176 veces; ética/ético/éticamente: 63 veces; teología/teológico: 12 veces.

– física/físico/physis: 1.382 veces; biología/biológico: 908 veces; antropología/antropológico/antroposocial: 681 veces.

– vida/vivo/viviente/vital: 2.795 veces; hombre/humano/ huma­nidad: 2.701 veces; naturaleza/natural: 941 veces; mundo: 897 veces; muerte/muerto/mortal: 839 veces; universo: 639 veces.

– organización/organizado/organizar: 4.119 veces; orden/ orde­nado /ordenar: 1.531 veces; sistema/sistematizar: 1.508 veces; máquina: 992 veces; desorden: 680 veces; caos: 102 veces.

– realidad/real:  896 veces; el ser: 419 veces; nada/nihilo: 227 veces.

– complejidad/ complejo: 2.076 veces; buble/buclaje: 664 veces; lógica/lógico: 537 veces; método: 377 veces.

– dios: 75 veces.


A la vista de estos datos, cada cual puede reflexionar y ponderar qué importancia se ha de otorgar a cada concepto, según su reiteración, desde el enorme énfasis en la «organización» (4.119 veces), hasta la escasa alusión a la «teología» (12 veces).


Con todo, esta cuantificación por sí sola no explica mucho. Puede indicar una tendencia, una preocupación, una obsesión, incluso una necesidad objetiva; pero sería necesario un estudio monográfico en cada caso. Aquí nos circunscribimos exclusivamente al tema relacionado con Dios en El método, a partir de las 75 incidencias, de las que un tercio tiene significado impropio, pues hallamos que se usa «dios» en sentido análogo, como adjetivación o aposición, en doce casos, por ejemplo «el azar-dios»; y en sentido genérico, en trece casos, por ejemplo «un dios» cualquiera. Y cuando se menciona un Dios sustantivo personalizado, es a menudo citando expresiones bíblicas: Dios creador, Dios legislador, Dios salvador…



La pregunta por Dios pensado en el devenir del universo


Desde el primer tomo de El método, subtitulado La naturaleza de la naturaleza, Morin se hace cargo de «la complejidad lógica de los fundamentos de nuestro universo», que incita a pensar en «una realidad no mundana» con respecto al origen y evolución de la physis; pero enseguida sentencia que es vano buscar ninguna figura relativa a lo que había «antes» del universo (cfr. Morin 1977: 62). Va de suyo, porque, en efecto, no hay «antes», ni después, cuando aún no hay tiempo. Pero aquí cesa la indagación, pues el autor arguye que «sería antropomorfo y logócrata nombrar a Dios» (Morin 1977: 62, nota 1), y no aporta más razones. Nos quedamos sin saber qué ocurriría si se lo nombrara prescindiendo del antropomorfismo y descartando la logocracia. A fin de cuentas, solo sería una proposición filosófica, al modo de las sustentadas casualmente por Francisco Suárez (1548-1617), Galileo Galilei (1562-1642), René Descartes (1596-1650), Gottfried Leibniz (1646-1716), Isaac Newton (1643-1727), Immanuel Kant (1724-1804), o Albert Einstein (1879-1955), entre innumerables otros. Lo único imprescindible es que uno aclare cuál es el significado que asocia con el lexema «Dios», tan polisémico y, con frecuencia, equívoco.


Morin hace un sumario recorrido por la noción bíblica que articula, en su distinta denominación, el Dios Creador (Elohím) con el Dios Señor (Adonai) y el Dios Legislador (Yahvé), para elaborar unas evocaciones metafóricas en torno a un torbellino termodinámico genesíaco, o un dispositivo cibernético que regula como un programa la máquina antroposocial (Morin 1977: 261). Y ahí queda el asunto.


Expone que la metafísica dominante vinculó el ser, la esencia y la sustancia con la idea de Dios, pero que la física, así como la teoría de sistemas y la cibernética, han expulsado el concepto del ser, por lo que también evacuan la idea de Dios (Morin 1977: 269). Empezamos a notar una mezcla de planos en la práctica tenida por científica, y también en la exposición moriniana, que queda pendiente de una clarificación teórica ulterior.


El desarrollo de la física moderna occidental desencantó y desoló el universo, dice Morin. De manera que Dios, los seres vivos y los espíritus fueron excluidos del universo físico y recluidos en otra esfera, la de los poetas y los filósofos (Morin 1977: 411). En principio, esta apreciación no es nada nuevo. Los pensadores medievales, para evitar la confusión, habían distinguido las que llamaron «causas segundas», en el sentido de las causas físicas, que presuponen ya dado el universo y no lo preceden ni lo exceden, respecto a la «causa primera», que indica una relación de otro orden. Es deplorable que todavía haya científicos confundidos en esto, pero toda persona nace ignorante y no existe filosofía infusa.


Porque a la física no le incumbe encantar, ni desencantar el mundo, sino tan solo formular teorías explicativas en su ámbito. Al demarcar los límites explicativos y prescindir de otros elementos e interpretaciones desde otras perspectivas, una disciplina científica no hace más que perfilar su método y sus condiciones de validez. Nada que objetar.


Lo objetable es cuando la física, o la biología, o cualquier otro saber se erige en clave última para la comprensión de toda la realidad, creyendo fantasiosamente que la ciencia positiva es el único saber que posee todas las verdades y que, por tanto, está llamada a dictar el sentido de la vida y de la historia, la moral y la política. Así se autoinviste como ideología sustitutoria, traspasando los límites epistemológicos, con la pretensión ilegítima de hacer pasar por ciencia lo que no es sino una filosofía de contrabando. Esto suele ocurrir con ciertos científicos, cuando asumen una metafísica materialista e incurren en un reduccionismo fisicista, biologicista, etc. Están en su derecho a sustentarlo como opción filosófica, pero no como posición científica.


Morin señala con el dedo acusador esa suplantación del metafórico lugar de lo divino por parte del cientificismo y el poderío tecnológico: «La ciencia y la técnica generan y gobiernan, como dioses, un mundo de objetos» (Morin 1977: 412). Pero esto acontece en el terreno histórico y social, como algo fáctico que no arregla la cuestión de fondo.


Ante las pretensiones del argumento científico: ¿qué crédito merecen, al opinar sobre el tema, quienes acaban reconociendo que los métodos empíricos o matemáticos no sirven para dar cuenta del asunto de Dios, y esos otros que, presa de ignorancia o error, defienden que las ciencias están llamadas a tratar tal asunto y dictaminar sobre él? Unos y otros carecen de crédito, porque, a lo sumo, estarán epistemológicamente autorizados para mostrar la compatibilidad o la incompatibilidad de enunciados filosóficos/teológicos con respecto a enunciados científicos, y esto en un plano de discurso o uso de la razón que ya no es científico, sino necesariamente filosófico. No puede haber argumentos científicos en contra, ni a favor, de los enunciados sobre la realidad de Dios. Las ciencias sociales y humanas sí pueden, y deben, analizar las creaciones culturales que lo significan, a sabiendas del riesgo que las acecha de des­lizarse hacia la ideología.


Ya en el primer tomo de El método, más allá de la física y la cosmología, adelanta Morin la cuestión del papel que la invocación de «Dios» desempeña en la legitimación del poder sociopolítico, que se apoya también en abstracciones como el «Interés general», la «Verdad histórica», la «Información» (Morin 1977: 272). Sin duda, esta es una observación acertada, aunque no pasa de ser una constatación socio­lógica de la función ideológica de los referentes interpretativos conside­rados últimos. Quedan pendientes de tematizarse más directamente.


Desde la prehistoria, la referencia a lo divino siempre ha estado presente de alguna manera, en todas las sociedades humanas, evolu­cionando su idea en función de los diferentes niveles de organización social. Morin insiste en que, con la aparición de las mega­máquinas sociales, es decir, desde la formación del Estado, las diversas imágenes de Dios han poseído a los espíritus humanos y, mediante estos, se han enfrentado por la supremacía (Morin 1977: 384). Han impulsado la realización de grandes gestas y la erección de esplendorosos monu­mentos históricos.


En relación con la sociedad humana, el significante divino no solo se invoca o postula como garante cognitivo (de la verdad), sino como sujeto que trae la salvación en algún sentido. Cuando el Estado y quien lo gobierna asume esta función de modo irrestricto, anulando la distinción entre humano y divino, entonces aparecen los Estados totalitarios, sean comunistas, o nacionalsocialistas. Aunque, en ellos, después de haber borrado al Dios trascendente (cuya idea despoja del poder absoluto a toda instancia de este mundo), parece que se desdibuja también, en los hechos, la distinción entre salvación y condenación. Al final, si es un despropósito pensar un Dios antropomorfo, peor aún es idear un Estado teomorfo.



La idea de Dios desde la emergencia de la vida, el sujeto y la sociedad


El segundo tomo de El método está dedicado a La vida de la vida. En el seno del universo físico, con la vida emerge y evoluciona el sujeto y la sociedad.  El concepto de subjetividad da cuenta de lo más característico de los sistemas vivos, que se autoorganizan por medio de la computación de su información genética. Edgar Morin se pregunta por la posibilidad de otro tipo de sujetos a escalas del cosmos o de la partícula. En su respuesta, adopta una posición contraria al panteísmo: «de nuestro universo hay que excluir un Dios que sería conocido como subjetividad absoluta o infinita» (Morin 1980: 326), con lo que ciertamente se aleja de Spinoza, sin entrar en discusión con él. Luego, tomando pie en la especulación teórica de las tres materias debida a Stéphane Lupasco, da un salto lógico para concluir que el reinado de Dios (connotado como consolidación de la subjetividad) no es de nuestro mundo. Evi­den­temente, en este universo, los sistemas vivos son sujetos, pero no inmortales.


Las religiones arcaicas y antiguas, nos dice, veneraron a Dios como viviente, como Animal Dios, «un ser plenamente dotado de indivi­dualidad y de subjetividad» (Morin 1980: 335) y de inteligencia. Esto inteligibiliza la naturaleza y la vida humana, pero es un punto de vista antiguo y arcaico. Ahora bien, tampoco le convence la explicación por el puro azar, el «azar-dios (nueva simplificación)» (Morin 1980: 417; también 436). Tras la crítica a todo enfoque monocausal, insiste en la necesidad de interconectar un macroconcepto para entender la esfera biológica, alternativo al orden soberano determinista que sustituyó a Dios: la auto-(geno-feno-ego)-eco-re-organización-(computacional/ informacional/ co­municacional). Pero no caigamos en la tentación de convertir ningún ma­cro­concepto, por paradigmático que sea, en un mantra.


Con la especie humana, emerge una sociedad organizada mediante la cultura y su evolución se va convirtiendo en historia. En la esfera de la organización social humana, en mirada retrospectiva a la historia reciente, Morin da por superado el peligro totalitario, al haberse suprimido el nazismo, si bien cabría esperar aquí una mención expresa del marxismo. En este contexto, que es el nuestro, da por obsoleta la referencia soteriológica a Dios. Y a su supuesto vencedor, el mito del humanismo antropocéntrico basado en la dignidad humana, lo ve a punto de perecer bajo el poder en auge de la ideología cientificista: el Estado utiliza los progresos científicos para controlarlo absolutamente todo, incluidos los cerebros y los genes de los individuos, en una nueva dominación totalitaria sobre el hombre. ¿Quién protegerá al género humano de tamañas fuerzas subhumanas y sobrehumanas? Morin únicamente apela a la conciencia y la acción de los humanos, si bien «esta con­ciencia y esta acción necesitan un principio de conocimiento en el que el hombre deje de ser un mito, una abstracción o una nada, para aparecer en su naturaleza de homo complex» (Morin 1980: 495). Ahora bien, ¿y si este homo complex no fuera sino otro mito? Tampoco sería algo negativo, puesto que el pensamiento mítico es ineliminable. Y el debate está entre mitos, no en el falaz subentendido de que el mito equivale a falso y malo, mientras que solo la ciencia sería verdadera y buena. Por otra parte, si la clave para lo que debe salvarse radica en una concepción no simplificadora de homo, no parece tan evidente que esta mitología sea incompatible con la referencia a la idea de Dios, siempre que se traduzca en la afirmación del valor de la individualidad y la libertad, frente a la voluntad de poder de otros y la omnipotencia del Estado deificado.


La idea de Dios Padre le da lugar a una digresión sobre la dogmática psicoanalítica que parte de la imagen del padre, vinculado a la idea de poder, dominación y jerarquía, como principio y fundamento del orden social, así como para explicar la noción de Dios. Morin disiente. Argumenta que «es la imagen paterna la que es una derivación, sobre la familia, de la imagen del jefe, que es evolutivamente muy anterior» (Morin 1980: 506). De manera que la figura del padre es la más reciente, y se ha investido con la autoridad del jefe y la sacralidad de Dios. Dice que a la simbólica paterna se contrapone en la sociedad el «vínculo fraternitario», del que surge sin cesar la revuelta contra los jefes paternalizados y sacralizados en «las imágenes del Padre y del Rey, Señor, Dios, Dueño, Soberano, Guía, Führer, Duce, Padre de los Pueblos, Gran Timonel» (Morin 1980: 508). Me da la impresión de que este plan­teamiento antagónico, aunque lleva parte de razón, recae en el freu­dismo, o en un avatar del maniqueísmo dialéctico marxista. Porque en la revuelta fraterna siempre surge otro jefe, que ocupa el lugar paterno. Porque es absurdo hablar de vínculo de hermanos sin referencia implícita a un padre. Y porque no se ve la razón para concebir a este último necesariamente como un tirano en todos los casos.


Morin cita a veces a Pascal: «Si hay un Dios, hay que amarlo a él, y no a las criaturas pasajeras». Contra él sostiene que, más que a Dios u otros ideales, habría que amar precisamente a las criaturas pasajeras: «¿No debemos dejar de creer en lo no biodegradable: lo Abstracto, lo Eterno? ¿No amar más que lo mortal: lo viviente?» (Morin1980: 513, nota 21). Pero, hecha la pregunta, no la responde, acaso para no tener que justificar la previsible respuesta. Aquí encaja otra frase suya en otro contexto: «Tengo necesidad de la mujer, pero no de Dios». Valga como confesión subjetiva. Pero esta clase de alternativas, las plantee Morin o Pascal, no siempre están justificadas por la lógica, ya que pueden enunciarse no solo en razón inversa, sino también directa: porque amo a uno, amo a otras, y viceversa.



El debate sobre Dios ante el progreso del conocimiento humano


El tercer tomo de El método, bajo el título El conocimiento del conocimiento, aborda en primer plano lo específico de la humanidad, donde entran en juego el pensamiento consciente y la libertad, donde la organización social hace emerger las megamáquinas estatales, capaces de potenciar, pero también de aniquilar, a los individuos humanos.


Morin asume la tesis de que, con el avance del conocimiento científico, sobre todo con las teorías de Lamarck y Darwin, el Espíritu de Dios creador del mundo, de la vida y el hombre ha experimentado «una terrible derrota» (Morin 1986: 80). Desde mi punto de vista, sin embargo, este tópico del cientificismo no detecta hasta qué punto produce una amalgama de dos discursos pertenecientes a distinto plano, a «magisterios que no se superponen» (cfr. Gould 1999). Aparte de que, al jugar con la equivocidad de los términos, espíritu de Dios y espíritu humano, uno se arriesga a perderse en un laberinto semántico del que es casi imposible salir.


Lo más pertinente para nuestro tema, en este tercer tomo, reside en la exposición de la génesis de la idea de Dios, en la que combina la reducción antropológica de la teología, defendida por Ludwig Feuer­bach, con variopintas hipótesis formuladas por la antropología cultural.


Ya se explique como una antropomorfización de las fuerzas naturales, como una interpretación animista, como la imaginación de un «doble» o de un poder invisible, ubicuo e inmortal, como una miti­ficación monoteísta (cfr. Morin 1986: 177-181), o como una proyección de la esencia del ser humano genérico, no se resuelve del todo la cuestión. Porque analizar los procesos psicológicos o sociológicos asociados a un concepto no ayuda gran cosa al entendimiento de su significado y del referente, como tampoco lo haría en el caso de una teoría científica.


Lo que se dan son transformaciones en el discurso religioso, lo mismo que se dan en el discurso científico. Y de poco sirve señalar las insuficiencias o los errores históricos con la pretensión de descalificar uno u otro tipo de discurso. Cada época se las arregla con la ciencia y la religión que tiene.


Morin resume, en un par de páginas, la evolución de las formas religiosas, desde la magia arcaica hasta las grandes religiones en el nivel de la civilización. Aquí encontramos dos aportaciones interesantes de su análisis. Primera, la indicación de la persistencia actual de numerosos elementos provenientes de mitologías y magias arcaicas. En segundo lugar, la constatación de cómo «la historia contemporánea, al mismo tiempo que disuelve las antiguas mitologías, segrega otras nuevas, y regenera de manera propiamente moderna el pensamiento simbó­li­co/mitológico/mágico» (Morin 1986: 181).

Esto último es fundamental para no dejarnos engañar: la religión y su postulado sagrado último (llámese Dios, o de cualquier otro modo, expreso o tácito) se desplazan, se reconvierten, se camuflan, se disfrazan, se sustituyen, pero no desaparecen jamás. Se trata de un universal cultural. Ni siquiera desaparecen en el laicismo o el ateísmo, que históricamente han fabricado religiones de salvación terrestre y han dado culto a absolutos a veces terribles. Me parece muy acertado incluir las ideologías políticas (sobre todo las totalitarias) entre las metamorfosis de la religión.


La antigua analogía entre el alma humana y el cosmos, ese fisio­morfismo del hombre (que define la magia, según Levi-Strauss), se habría marchitado en la esfera de la creencia, pero florece en el ámbito estético. Por otro lado, el pensamiento simbólico, mítico y mágico pervive en el inconsciente explorado por el psicoanálisis, también en las personas adultas y con mentalidad moderna.


Las grandes religiones de salvación, que ofrecen un sentido de la vida y una esperanza en Dios ante el «agujero negro» de la muerte, «han permanecido vivas a pesar (y a causa) de los progresos del pensamiento racional y científico» (Morin 1986: 182). Pero, en los tiempos modernos, lo más relevante está en el surgimiento de la nueva mitología del Estado-nación que hoy triunfa mundialmente: «El Estado/nación constituye una entidad animista, impregnada de sustancia paternal/maternal (la madre patria), que se nutre del sacrificio de sus héroes y transforma su historia en mito» (Morin 1986: 182).


En esta línea de la mitificación del poder estatal, ha levantado el vuelo, impulsada por ingentes aspiraciones emancipadoras, «una formidable mitología de la Salvación terrestre», que «se ha dotado de un Mesías redentor (la clase obrera), de un Guía omnisciente e infalible (el Partido), de una certeza absoluta (la ciencia marxista) para resolver todos los problemas fundamentales de la humanidad» (Morin 1986: 182). Como glosa al margen, añadiré la observación de cómo las revoluciones del siglo XX, inspiradas por la mitología marxista, o nacionalsocialista, representan a la perfección reediciones del mesianismo macabeo, zelota, o mahometano.


Lo que ocurre es que, de forma general, el mito ha fermentado dentro del pensamiento racional, en el mismo proceso en el que este criticaba las leyendas y mitologías anteriores. Las ideologías filosóficas y políticas transmutan la idea en mito, dotándola de vida. Así, la idea:


«se impregna de participaciones subjetivas cuando proyectamos en ella nuestras aspiraciones y cuando, al identificarnos con ella, le con­sagramos nuestra vida; de este modo, las nociones soberanas de las grandes ideologías modernas (Libertad, Democracia, Socialismo, Fas­cismo) se aureolan con una radiación adorable y las nociones antinó­micas a estas se cargan de un diabolismo odiable; determinadas nociones descriptivas o explicativas se transforman en seres-sujetos (el capita­lismo, la burguesía, el proletariado); las críticas racionales se mudan en condenas éticas y los condenados pueden ser sacrificados como víctimas expiatorias y cabezas de turco» (Morin 1986: 182).


Al final del trayecto, la evolución religiosa de las élites contem­poráneas ha conducido, por la vía del positivismo y el materialismo, hasta el cientificismo imperante, que se apodera de la Verdad y lleva a cabo «una apropiación cuasi mágica de lo Real» y se cree portador de «las virtudes mitológicas del Verbo soberano». De modo que «la Razón y la Ciencia mismas se convierten en mitos, al hacerse Entidades supremas que toman a su cargo la Salvación de la Huma­nidad» (Morin 1986: 183). No cabe duda de que esto significa que la «Ciencia» ocupa el sitial de Dios, no en cuanto conocimiento empírico y teórico, que es lo suyo, sino en cuanto mitificada en una suplantación, propiamente metafísica, de la instancia ética y la interpretación última.


El pensamiento mitológico se ha desplazado a los terrenos de la política, la economía y la ciencia, dando nacimiento a nuevos mitos, nuevos propagandistas clericales que establecen el culto a una Idea abstracta, como avatar del Dios religioso: «Espiritualiza y diviniza la idea desde el interior. No quita necesariamente el sentido racional de la idea parasitada. Le inocula una sobrecarga de sentido que la transfigura» (Morin 1986: 183). Sería ilusorio, entonces, creer que nuestro tiempo está más desmitificado que el pasado.


Si recordamos la típica «ley de los tres estadios» de Augusto Comte y repensamos la «evolución» analizada por Morin, descubrimos en esta una obvia contradicción. Por un lado, parece cumplir el desarrollo de los cambios de fase hasta alcanzar el estado científico y positivo. Pero resulta que las etapas precedentes no se superan en absoluto, sino que la ley se revierte: la ciencia positiva eleva sus grandes nociones como entidades abstractas de orden metafísico y las inviste finalmente con cualidades propias del estado teológico, según hemos visto. No se ha salido del mito. Ya lo probó el propio Comte, cuando instituyó su religión positivista, con templos y sacerdotes. No saldremos de la confusión mientras no caigamos en la cuenta de que la evolución no se da de un nivel o estado a otro, sino en cada uno de los niveles. Las intrusiones del discurso teológico o filosófico en el campo de la ciencia empírica son epistemológicamente ilegítimas. Las incursiones del discurso científico positivo en el campo de la fe o la valoración ética son igualmente injustificadas. Pues la ciencia y la técnica de por sí solo poseen una función instrumental. Y la razón instrumental solo da información objetiva y determina lo que es manipulable, por lo que le es ajeno considerar la diferencia entre bien y mal, o cualquier otra valoración. Por consiguiente, la ciencia en sentido estricto está al margen de cualquier concepto teológico, o ético, o estético. Cuando un científico se adhiere a este tipo de conceptos, salta fuera de su disciplina científica y necesariamente los toma prestados de alguna ideología, salvo que él mismo cree y crea su propio mito. Como hizo Comte.


Hacia el final de El conocimiento del conocimiento, Morin afirma mediante un argumento enrevesado que «ni en la tierra, ni en el cielo, ni más allá de los cielos, hay conocimiento absoluto», sino un conocimiento relativo «a partir de la relación antropocósmica de inherencia/separación /comunicación» (Morin 1986: 225). Totalmente de acuerdo. Pero ¿qué falta hacía elevarlo a tesis teológica, aseverando que tampoco puede haber un Dios omnisciente, que lo conozca todo? Una afirmación gratuita.



El mito es inevitable al tratar de los problemas fundamentales


En el tomo cuarto de El método, Morin vuelve a citar a Pascal (1623-1662), cuya «apuesta» por Dios reconoce los límites de la razón y, desde la miseria y la grandeza de la condición humana, asume como complementarias la fe y la duda, la razón y la religión. Ahí radica la «gran dialógica europea» (cfr. Morin 1991: 51) que se enfrenta a lo que hoy denominaríamos nihilismo. Ahora bien, otorgar a Pascal el título de «primer creyente moderno» será a título subjetivo, porque, en el fondo, el intento de superar la duda racional no es nuevo, desde Tomás el Dídimo, pasando por Anselmo de Canterbury, Francisco Suárez, René Descartes, Gottfried Leibniz, o Immanuel Kant.


Por lo demás, la oposición razón/religión parece algo endeble, puesto que supone que la racionalidad se reduce al molde de la ciencia empirista, o de una filosofía racionalista (no ya racional). Ayer y hoy, siempre es alguna modalidad de la razón la que conduce a la afirmación teísta. Léase, por ejemplo, la argumentación racional de Antony Flew (Dios existe, 2007). También, la discusión con los filósofos modernos desarrollada por Hans Küng (¿Existe Dios?, 1978). En última instancia, la duda es pertinente no solo con la religión, sino también con la razón.


La cuestión de Dios tiene que ver con los problemas fundamentales, ineluctablemente universales. Opina nuestro autor que, hasta fines del siglo XVIII, al no haber demasiada información, era factible que una persona culta y honesta desarrollara una reflexión de conjunto «sobre los grandes problemas del bien y del mal, de la existencia o de la inexistencia de Dios, de la naturaleza humana, la sociedad, el sentido de la vida, etc.» (Morin 1991: 71). Sin embargo, estos problemas funda­mentales, que tienen que ver con la filosofía, la moral y la política apenas se abordan hoy más que en el género literario del ensayo. Y el ensayismo no domina suficientemente los conocimientos científicos, y además se ha alejado de la filosofía, que, a su vez, se ha encerrado en la torre de marfil de un esotérico lenguaje. En esta situación, «la cultura humanista se ve incapaz desde ahora de responder a sus propias cuestiones fundamentales. No solo ha perdido su hegemonía, sino también su pertinencia» (Morin 1991: 72).


Mientras tanto, las ciencias, que controlan todo conocimiento verificable, carecen de competencia epistemológica para responder a los problemas fundamentales. ¿Dónde plantear y debatir los problemas «verdaderos», concernientes al hombre, la sociedad, el mundo, Dios, la justicia, la verdad misma? (cfr. Morin 1991: 90). Responde pregun­tándose si existen situaciones sociológicas e históricas que favorezcan el pensar sobre esos problemas fundamentales, radicales y universales, de alcance transociológico y transhistórico. Reparemos en que menciona el de Dios entre los problemas fundamentales.


Morin rata de la «noosfera» (concepto tomado de Teilhard de Chardin), que incluye el ámbito del lenguaje, la cultura, el pensamiento, los mitos, los dioses, los ideales, los símbolos, los sueños, las imaginaciones, las ideas (cfr. Morin 1991: 247-248). A partir de ahí, diserta sobre la realidad, de índole inmaterial, propia de la información, de la idea, el mito, el dios. En cuanto seres noológicos requieren un soporte físico/energético, biológico, cerebral, pero a la vez poseen vida propia. Evita el reduccionismo neurobiológico, apunta a un emer­gen­tismo organizacional, afirma una autonomía del espíritu humano, así como de sus creaciones, que obedecen a una lógica propia. Ahora bien, el asunto no estriba solo en la clase de existencia de las ideas, que se piensan solas, o se sirven de nosotros para pensarse. Queda pendiente aclarar si un concepto teológico puede remitir a una realidad, de manera análoga a como una teoría científica remite a las estructuras objetivas del mundo.


Parece que Morin escapa por la tangente de la «cultura laicizada moderna». Propone «distinguir entre el tipo de existencia propio de las entidades que dependen de la estética (el poema, el canto) y el propio de las entidades que dependen de la creencia y/o el conocimiento (el dios, la idea)» (Morin 1991: 119). En el dominio del arte, la obra conjuga la emoción estética y la dimensión cognitiva, pero dice que deja este dominio fuera de su estudio, para centrarse singularmente en las ideas, en el plano de la creencia y el conocimiento. Así, reconoce la especificidad del dominio estético, pero, en el de las ideas, nos deja sin saber si se da también un dominio específico de la religión y como se definiría, siendo este tan universal como el arte.


En líneas generales, las ideas se dividen en científicas, filosóficas y (se sobreentiende) teológicas. Dando coherencia al planteamiento del autor, diremos que todas ellas presentan teorías o formulaciones que desvelan o inteligibilizan a su modo una realidad. Todas ellas se alimentan, de hecho, de las obsesiones de sus cultivadores, que giran en torno a themata recurrentes. Pero todas las teorías pueden degenerar en doctrinas petrificadas, cerradas al cuestionamiento a partir de nuevos datos. En ciertos casos, a la inversa, la doctrina sacralizada puede recuperar un vigor renovado: «la idea doctrinaria puede adquirir incluso la soberanía de un dios. Habría que estudiar la adhesión y el culto a la Idea suprema» (Morin 1991: 138).


Cualquier idea, en efecto, incluso en la teoría científica, puede degenerar en «doctrina». Así ocurre en el cientificismo, en las ideologías políticas, en el laicismo. Lo que no acaba de convencer es por qué la idea religiosa ha de calificarse siempre como doctrina, proyectando la sombra de que constituye una idea degenerada de por sí. Evidentemente, no se le puede pedir una contrastación empírica en sentido científico, pero la palabra del fundador, o del teólogo, puede contrastarse, al menos, con la experiencia vivida (personal, social, histórica) a través de la que se postula un referente último. Quizá también en este campo, habría que determinar el modo de comparar unas ideas religiosas con otras, pues no cabe considerarlas inconmensurables o incomparables, a no ser desde una postura irracional.


El autor de El método nos cuenta otra vez la historia: desde el Renacimiento y con el nacimiento de la ciencia moderna, «el cues­tionamiento de Dios, el cuestionamiento del hombre y la interde­pen­dencia de estos cuestionamientos determinan una problematización generalizada. La pérdida de los antiguos fundamentos de inteligibilidad y creencia suscita la búsqueda incesante de nuevos fundamentos y la formación ininterrumpida de nuevos sistemas filosóficos, los cuales plantean más cuestiones que las respuestas que aportan, lo que sin cesar vuelve a lanzar a la búsqueda» (Morin 1991: 142-143). Y en estas estamos: un sistema sucede a otro, con la pretensión de neutralizarlo y todos siguen ahí de cuerpo presente. O al menos eso nos cuentan los historiadores de la filosofía, que, reacios a hacer balances críticos, siquiera sean provisionales, se prodigan en levantar actas de defunción, un oficio compatible, sin embargo, con la afiliación ferviente e incondicional a la cofradía de algún maestro filósofo, venerado como santo patrón.


En la «noosfera filosófica europea», la actividad crítica se ejerce sobre la religión, pero no se detiene ahí, sino que se extiende sobre todos los sistemas racionales y sobre los principios en que estos se sustentan. Después de alcanzar la cumbre en Hegel, «a partir de ese momento, la historia de la filosofía será un cuerpo a cuerpo sin descanso entre el pensamiento sistemático y el pensamiento antisistemático» (Morin 1991: 143). Contemplamos una sucesión de paradigmas filosóficos en conflicto permanente, cada vez más exhaustos, mientras que las ciencias física, biológica y antropológica se elevan invencibles por encima de la filosofía, hasta asumir equivocadamente funciones que no les incumben. Las escuelas filosóficas, en ruinas, se afanan en escribir el obituario de Dios, del hombre y, en realidad, de sí mismas.


Al atardecer del siglo XX, los epígonos del pensamiento europeo hablan, en tono filosófico menor, de los arcanos del posmodernismo, cuando fácilmente se adivina que solo nos están contando pequeños relatos de su propia impotencia. Han abdicado del «esfuerzo por captar lo Uno y abarcar el Todo, por dar respuestas de ideas a los grandes interrogantes del espíritu humano». Estas filosofías, que han olvidado su pasado, aunque no pueden olvidar la ciencia, porque nunca la han aprendido, ¿cómo van a unir la física y la metafísica, el saber y la ética, en una concepción abarcadora tan necesaria en nuestros días? En la práctica, estos hijos pródigos del pensamiento suelen entrar al servicio de alguna ideología de poder, donde encuentran una religión de sustitución. «Recordemos que la ideología siempre tiene una fuerza motora que procede de su fuerte carga mitológica y de su carácter político, es decir, práxico en el seno de la ciudad. A partir de ahí, las ideologías poseen y sojuzgan a los humanos como lo hacen los dioses» (Morin 1991: 148). Aquí vemos cómo sigue estando presente la teología, por camuflada que esté.


El rechazo moderno y contemporáneo a los sistemas de ideas abs­tractas y a los sistemas mitológicos y religiosos no es más que aparente, afirma Morin. La ubicua «laicización de la noosfera no debe ocultarnos la invasión de los mitos en su seno mismo». Pues la razón genera racionalizaciones e irracionalidades, «se convierte en ídolo, e incluso en diosa» con el culto jacobino a la Razón. O con la divinización de la Ciencia en nuestra época, propiciada por la ideología cientificista que la dota de plena soberanía, con el mito del Progreso, al que atribuyen «la misión providencial de guía de la humanidad hacia la salvación terrenal» (Morin 1991: 148). Pero esa idea de razón se vuelve irrazonable. Esa idea de ciencia se vuelve anticientífica y se lanza a apropiarse del universo, de la naturaleza, del hombre, expandiendo una dominación de signo tota­litario, que refleja la encarnación de la más ominosa idea de Dios que jamás se haya concebido.



La historia humana manifiesta las metamorfosis de la religión


En el tomo quinto de El método, dedicado a pensar la humanidad de la humanidad, subraya el autor cómo la identidad humana es acuñada por las grandes ideologías. El poder de las ideas se apodera de los individuos, asociado ante todo al poder político, un efecto de posesión cultural específicamente «religioso».


Las metodologías y los rituales difieren de una sociedad a otra, de una época a otra. Incluso cuando se impone una visión monoteísta, no cesan los enfrentamientos: «la historia nos muestra que el mismo Dios monoteísta se ha vuelto diferente y enemigo de sí mismo, según le hable a los rabinos, a los imanes, a los curas y a los pastores» (Morin 2001: 64). Cada comunidad histórica se configura mediante un conjunto de ideas y valores que han construido su tradición. Y lo que ocurre con las tra­diciones religiosas continúa ocurriendo tras el advenimiento de las ideas laicas, que pugnan por el control de los espíritus. Pero, si operan del mismo modo que la religión, quizá habría que cuestionar la presunta «laicidad» de tales ideas y concluir que comportan más bien una reli­giosidad sui géneris.


También ahí, los individuos sujetos humanos son sujetados, sojuzgados, poseídos, no desde fuera, sino desde dentro de sí mismos: «el sujeto (en el sentido autónomo del término) puede devenir sujeto (en el sentido dependiente del término) cuando el Superyó del Estado, de la Patria, del Dios o del Jefe se impone en el interior» (Morin 2001: 87). Al mandar sobre el «dispositivo lógico egocéntrico», la Idea, el Mito o Dios poseen subjetivamente al individuo, que actúa a sus órdenes, mientras cree obrar libremente.


Aunque quizá pudiera ser que pase como con el hablante, que obedece la gramática, pero esto no le impide emitir sus propios mensajes, sino al contrario. Lo que el sistema de ideas interiorizado implica siempre es un paradigma interpretativo que, a su vez, implica un postulado últi­mo, subyacente.


Estos fenómenos noológicos de posesión ideológica, teológica o mitológica son proclives a enormes peligros de error e ilusión, que pueden arrastrar a sociedades enteras. Así, vemos cómo personas que parecían cultas y críticas, «mentes apenas desengañadas están prestas a caer en otra ilusión (del integrismo comunista al evangelio neoliberal, por ejemplo)» (Morin 2001: 108). El modelo teológico del «Gran Dios, terrible, celoso, punitivo, al mismo tiempo que protector y misericordioso» (Morin 2001: 185), que había sido sometido a la implacable crítica ilustrada o materialista, resulta que resurge en las sociedades supuestamente laicizadas, o secularizadas, en forma de ideología todopoderosa que, en nombre de la solidaridad y la igualdad, somete a los ciudadanos al yugo de un Aparato aún más punitivo, celoso y terrible.


Por tanto, la sacralización del poder del Estado, que implanta su propio culto y domina los espíritus, no se limita a los imperios teo­cráticos antiguos, puesto que «los Estados-nación modernos ins­tituyen su propia sacralidad, su propio culto y su propia religión» (Morin 2001: 200). Añadiríamos que ahí, en cierto sentido, se produce una regresión con respecto a las naciones europeas tradicionales, donde existió siempre la división entre el poder temporal y el poder espiritual, una modalidad de separación de poderes. En cambio, la moderna «separación de la Iglesia y el Estado», tal como la entienden los laicistas, significa realmente la asunción de todo el poder, incluido el espiritual y moral, por parte del Estado, que por eso mismo posterga, si es que no persigue o intenta destruir a la Iglesia.


En busca, otra vez, de la evolución histórica de las cosmovisiones, a cuya matriz religiosa parece imputar todo poder alienante, Morin pretende hallar el momento de emergencia de la emancipación del individuo, que se remontaría a la antigua Grecia. Recita la historia ejem­plar de que allí, en Atenas, apareció como innovación la institución democrática, con la separación de poderes, que convirtió a los súbditos de un rey endiosado en ciudadanos que elegían a sus gobernantes (cfr. Morin 2001: 204). La diosa Atenea seguía protegiendo a la ciudad, pero no la regía.


Pasemos por alto discretamente la indistinción entre democracia y plutocracia, que no viene al caso. Pero no podemos dejar de recordar que en los Estados totalitarios del último siglo también había, y hay, elecciones por parte de los ciudadanos, muchos de los cuales votan creyendo cooperar con el Bien y la Verdad, y hasta están dispuestos a dar la vida por la causa: la causa, en realidad, de la mayor maquinaria de opresión conocida y la peor negación de los derechos humanos. Sin más precisiones, el papel del individuo queda comprometido.


En esta búsqueda, como en una intuición fulgurante y efímera, Morin percibe la aportación de los fundadores de las grandes religiones que pusieron en marcha cosmovisiones de largo alcance. Habla de Moisés, Buda, Jesús, Mahoma, Confucio y Laozi, prototipos de indivi­dualidades eminentes. Pero lo hace de manera tan sumaria e imprecisa que, entre todos, apenas ocupan catorce líneas (cfr. Morin 2001: 235). Enseguida agrega las figuras individuales de los adelantados de la ciencia moderna: Copérnico, Galileo, Bacon y Descartes, que «liberaron el conocimiento de la religión», así como otros genios descubridores de la estructura del átomo, de la relatividad y del código genético. Me parece que este recurso tópico a la concurrencia entre religión y ciencia trasluce hasta qué punto persiste el mito comtiano, que no solo se resiste a morir, sino que, a través de sus reencarnaciones de diverso signo, pervive hasta el día de hoy.


Un poco más adelante, recupera el tema de la importancia de los dioses, o de las imágenes de Dios, en los aconteceres de la historia. Son actores gigantescos que, por intermediación humana, se confrontan, conquistan imperios, suscitan guerras de religión, cismas y, en nuestros días, se alían con los «furores nacionalistas», lo mismo que en el yihadismo. Para Morin, «los dioses se han debilitado en el curso de la ascensión de una civilización laica y de un nuevo mito religioso, el del Estado-nación. Su autoidentificación ha dotado al Estado-nación de una fuerza moral y psíquica indispensable para su poder físico, y los nacionalismos siguen desencadenándose sobre el planeta» (Morin 2001: 242). Ahora bien, podemos redargüir que, si la civilización laica trae consigo un nuevo mito religioso formidable, ¿dónde está la laicidad? A mi juicio, la crítica a la religión, dirigida contra la religión organizada, desvela su verdadero rostro como una farsa, cuyo significado se disuelve en términos de pelea política. La supuesta transición ilustrada y revolucionaria desde la concepción religiosa del mundo a la concepción del Estado laico presenta más bien una continuidad manifiesta de las guerras de religión. No se da tal salida de lo sagrado a lo secular profano, sino que el proceso se resuelve en un forcejeo por apropiarse de la sacralidad, y nada garantiza que no termine en un sistema de engaños y opresiones aún peor que el que achacan al enemigo.


La identidad nacional, o la identidad cultural, siempre excluyentes, se erigen como uno de esos ídolos arcaicos, sedientos de venganza, como lo fue la identidad de clase proletaria, como todavía lo es la oposición fiel/infiel del mahometismo, y como comienza a serlo de nuevo la identidad de raza que rebrota hoy por todos los meridianos.


Volviendo a Morin, el balance con vistas al futuro, sin perder del todo la esperanza, parece descorazonador. Ya no confía en la revolución violenta, siempre maniquea. Pero cree posible una metamorfosis. Aunque se pregunta: «¿Vamos hacia esta metamorfosis, o hacia la catástrofe?». Sueña que si la catástrofe inminente se hace visible para todos, quizá pueda despertar la conciencia, de modo que se facilite la adopción de las medidas necesarias para la salvación. Escribe: «¿Nuestra única esperanza sería la catastrófica? Si sí, la salvación estaría en la catástrofe, pero a condición de que sea evitada por los pelos» (Morin 2001: 272). En este planteamiento, las visionarias aspiraciones de la épica mesiánica desembocan en una especie de religión de la conciencia, donde la salvación se ha minimizado a la supervivencia de la especie. Pero, aún no sabemos en qué se fundamenta esa conciencia, ni tampoco qué hacer en concreto. Nos referimos a la cuestión ética.



La ética de resistencia como búsqueda de la religión perdida


El sexto y último tomo de El método trata de la ética. A mi modo de ver, en el planteamiento de fondo subyace una contradicción irresuelta, que asoma, por ejemplo, en esta declaración axiomática:


«Aunque no hay rito, cultura, religión en el sentimiento del deber que experimenta el individuo laicizado, la especificidad subjetiva del deber le confiere un aspecto cercano a la mística, el deber emana de un orden de realidad superior a la realidad objetiva y parece depender de una conminación sagrada. Se impone con la fuerza de ese tipo de posesión que nos hace ser poseídos por un dios o por la idea. Estos dos caracteres, místico y posesivo, parecen emanar de una fe invisible» (Morin 2004: 23).


A menos que el «individuo laicizado» se obceque en creer que rito, culto y religión son solo los de los demás, o los de la religión institucional (como si alguien se empeñaran en que lengua española es solo la que hablan los miembros de la Real Academia), no parece que «mística», «posesión», «realidad superior», «conminación sagrada» y «fe invisible» sean, como sugiere Morin, únicamente «una herencia de la ascendencia religiosa de la ética», sino que proceden efectivamente «de lo más antiguo, de lo más profundo, de la triple fuente bio-ántropo-sociológica». Es decir, por su fuente y por su proceder social denotan rasgos constitutivos de la religión.


A fin de clarificar el análisis, tomamos como referente teórico una posible definición de religión, que la objetiva antropológicamente como sistema semiótico con una estructura y una funcionalidad social: «Religión es un sistema cultural de signos que promete ganancia de vida mediante la correspondencia con una realidad última» (Theissen 2000: 15). Este sistema cultural de signos se caracteriza por combinar tres formas expresivas: una narración mítica que interpreta el mundo, una actuación simbólica ritual que une a los seguidores, y una normativa ética que determina el comportamiento.


Por consiguiente, todo sistema religioso consta de componentes normativos éticos. Y todo comportamiento con pretensión de eticidad forma parte de un sistema cuya ineludible naturaleza religiosa solo cabe negar ideológicamente, no objetivamente. La negación laica de la religión (en realidad, de la Iglesia, o del cristianismo) conlleva una ceguera voluntaria respecto al carácter religioso, en sentido antropológico, de las propias opciones éticas.


En lo que sí estamos de acuerdo es en que «los fundamentos de la ética están en crisis en el mundo occidental», también para la ética laicista. La marginación de la idea de Dios, la desacralización de la ley y la evanescencia de todo superyó social desdibujan el sentido del deber, la responsabilidad y la solidaridad. Arrastran a una crisis de los «fundamentos de la certeza», no solo en teología y filosofía, sino incluso en el ámbito del conocimiento científico. De poco sirve invocar los «valores», si ya no se encuentra una garantía en ninguna figura de tras­cendencia: ni en la Naturaleza, ni en la Historia, ni en la Razón, ni en Dios. Apenas queda el panorama de una especie de supermercado de valores, donde cada cual se sirve a su antojo: «Los valores le dan a la ética la fe en la ética sin justificación exterior superior a sí misma. De hecho, los valores intentan fundar una ética sin fundamento» (Morin 2004: 30). Otra cosa es que puedan conseguirlo sin caer en una flagrante contradicción ideológica, tributaria de la irracionalidad del «todo vale», una pauta que, de ser totalmente consecuentes, imposibilitaría toda vida en sociedad.


Lo cierto es que, salvo en una dramatización del absurdo, siempre que se afirman valores se aduce o se implica alguna teoría, por floja que sea. Sería importante elucidar de dónde proceden esos valores, cuáles son los presupuestos, a veces silenciados, de tal o cual ética, a fin de poner de manifiesto la religión subyacente, por fragmentaria e incoherente que nos parezca.


El vagabundeo de Morin en busca de sendas por las que transite la ética describe diferentes posibilidades que dan razón de ella. En la que podría llamarse la vía evangélica, alude al doble argumento del perdón y la comprensión, que encuentra en la actitud de Jesús. Primero, en el perdón a la adúltera, dice a quienes se disponen a lapidarla: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra», y así los emplaza a mirarse a sí mismos, tomar conciencia del propio pecado y renunciar al castigo. Segundo, en relación con los que ejecutan su crucifixión, Jesús clama: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen», de modo que considera la ceguera humana como origen del mal. Quien es malo es por ignorante, idea en la que coincidieron distintos filósofos (cfr. Morin 2004: 141). En suma, la actitud ética requiere una toma de conciencia de sí, un hacerse cargo de la precariedad humana y de las circunstancias atenuantes.


Otra es la vía estética, que desarrolla en la vida una sensibilidad contemplativa ante la naturaleza y ante la obra de arte. «Lleva en sí la experiencia de lo sagrado y de la adoración, no en el culto a un dios, sino en el amor a la efímera belleza. Lleva en sí la participación en el misterio del mundo» (Morin 2004: 153). Por esta otra vía, por más que se admita a medias, también la belleza se carga de significación ética y religiosa. El comportamiento malo es feo. Y la buena acción es bella y sagrada y vincula al misterio.


Una tercera es la vía política, en la medida en que puede favorecer una «ética de la comunidad» que se impone a la sociedad (cfr. Morin 2004: 164). Pero el mismo autor observa que esto, que funcionó en las sociedades arcaicas y tradicionales, entra en cortocircuito en los Estados-nación secularizados: prescinden de Dios y, en parte, desacralizan el poder político, e intensifican el componente comunitario de la nación o la patria. Sin embargo, al mismo tiempo, incurren en una doble deriva, hacia el individualismo más egoísta y hacia la hipertrofia de los poderes del Estado, ambas cosas en detrimento de la actitud ética. Por lo demás, la ética comunitaria que prescribe la solidaridad y la responsabilidad se agota dentro de las fronteras nacionales y no tiene vigencia más allá: se encierra en el particularismo, por lo que no alcanza a sustentar una ética universal, común a toda la humanidad


En nuestros días, la gente ya no reflexiona. Ni siquiera los filósofos se interrogan por los grandes problemas. Deambulamos por una era de ignorancia. Más aún: «Hoy se pide a cada cual que crea que su ignorancia es buena, necesaria, y a lo sumo se le libra a emisiones de televisión en las que especialistas eminentes le hacen algunas lecciones entretenidas» (Morin 2004: 170). En ausencia de verdadero conocimiento y, por tanto, de ética personal, la inmensa mayoría se pliega al viento de opiniones manipuladas a escala global.


A pesar de todo, finalmente, Morin apuesta por una ética de resistencia: se trata no tanto de implantar el Bien, cuanto de combatir los males evidentes. Pero ¿cómo sabremos que de este combate no resultaran males aún peores? Es un asunto muy incierto: «En el límite mismo, el Bien se vuelve Mal y el Mal se vuelve Bien». Además, hay que tener en cuenta que «Dios y Satán no están fuera de nosotros, no están por encima de nosotros, están en nosotros. La peor crueldad del mundo y la mejor bondad del mundo están en el ser humano» (Morin 2004: 215). En definitiva, el bien será siempre problemático y débil, «hay que abandonar todo sueño de perfección, de paraíso, de armonía». Sola­mente nos cabe ejercitar una ética de resistencia, que tampoco estará completamente libre de contradicción e incertidumbre.


Es una situación irredimiblemente trágica, pero que permite una ética modesta, autoexigente, indulgente y comprensiva con el prójimo. Esta ética «no tiene la arrogancia de una moral con el fundamento asegurado, dictada por Dios, la Iglesia, o el Partido. Se autoproduce a partir de la conciencia individual» (Morin 2004: 220). En lugar de atenerse a la Razón soberana, la autoética, la ética moriniana, propone «la dialógica en la que racionalidad, amor, poesía siempre están presentes y activos» en el trabajo de nuestra conciencia. No obstante, me asalta la duda de si esto no es más etéreo aún que los imperativos formales de Kant; o si, al exhortar a la razón, el amor y la poesía, cuyo contenido queda indeterminado, se prevendrá el riesgo de conducir a fatales ex­travíos. Como ocurrió, por ejemplo, con aquellos serbobosnios que, guiados por el poeta Radovan Karadžić, en 1995, cometieron crímenes contra la humanidad.


A todas luces, la ética navega siempre en un mar de incertidumbres. Se enfrenta a todos los poderes opresores, sin adherirse a ninguna nueva idealización o utopía. Se mantiene a flote en virtud de la primacía de la conciencia, que, si caemos en la cuenta, es exclusivamente una prerrogativa individual, lo mismo que la libertad. Debe beber en sus fuentes, para adquirir una conciencia bien formada (como antes se decía), que va creciendo en sabiduría para afrontar las dificultades concretas de la existencia. Resume nuestro autor:


«La ética compleja es una ética sin salvación, sin promesa. Integra en sí lo desconocido, incluyendo lo desconocido del mundo y lo desconocido del futuro humano. No es triunfante, sino resistente. Resiste al odio, a la incomprensión, a la mentira, a la barbarie, a la crueldad» (Morin 2004: 220).


Un último aspecto crítico: al examinar ese planteamiento agónico en busca de un fundamento para la ética, aunque sea endeble, se advierte que muchos autores, incluido nuestro autor, pretenden descubrir por primera vez la ética, como si cada sistema o movimiento empezara desde cero cada vez, como si, en el fondo, nada anterior valiera y como si la historia verdadera empezara precisamente con ellos. Demasiado expeditivamente se arrumba la experiencia y el pensamiento que nos legaron los siglos precedentes. Pero, en realidad, nos encontramos siempre en una sociedad asentada sobre sus tradiciones morales, sus creencias, sus normas, sus costumbres. Tal vez sería más sensato no interrumpir el diálogo con ellas, y conocer el sentido que nuestros antepasados dieron a sus vidas. No imitemos la barbarie de mahometanos y marxistas, que creen su deber destruir por completo el mundo que los precedió, para levantarlo de nueva planta. Porque, después, hemos visto en la historia que solo adviene un infierno, donde la ley totalitaria aniquila toda ética, donde un leviatán despiadado sojuzga a los hombres y se hace adorar como una deidad cananea.


Se podrá discutir si hay ética sin Dios, porque dependerá del concepto de Dios que cada uno se haga en su cabeza, aunque se podría objetivar. Más clara me parece la tesis de que no hay ética sin religión, en la medida en que el compromiso ético implica en sí mismo, antropológicamente hablando, un comportamiento religioso.



La oscuridad de las Luces y la religiosidad del laicismo


La genealogía del laicismo que caracteriza una parte de la modernidad forma parte del proceso trisecular en que se despliegan las críticas de los filósofos ilustrados, las ideologías revolucionarias y las teorías de las ciencias positivas, al tiempo que se desatan guerras cada vez más devastadoras, se acelera el aumento demográfico y se abre camino la mundialización de la ciencia, la tecnología y el mercado.


Ese proceso, que algunos llaman de secularización o laicización, esgrimió ante todo la «razón», en cuyo nombre desencadenó un ataque sin precedentes contra el orden establecido y la religión instituida. A partir de cierto momento, propalaron la idea de que había que superar el pensamiento religioso, al que calumniaban de impedir el progreso del conocimiento científico, y dogmatizaron sobre la necesidad histórica de ir hacia una sociedad no religiosa, laica e incluso atea. Pero, visto en retrospectiva, cabe dudar de todas estas tesis.


Lo que realmente hicieron filósofos radicales ilustrados y deci­monónicos, fue, como ya he sugerido, decretar que la religión es en sí algo negativo, para impugnar la religión del otro, mientras que la propia elaboración no sería religión, sino filosofía, o ciencia, laicismo en estado de gracia. De manera que, a base de medias verdades y un hábil malabarismo verbal, lograron difundir una opinión observablemente contrafáctica, que hacía pasar por real lo que cabe diagnosticar, más bien, como una fantasía.


El profuso uso de la oposición entre fe y razón fue la estrategia que inventaron los ilustrados con el fin de hacer pasar por razón su propia fe. Los ideólogos de las Luces consiguieron autoengañarse y engañar a casi todo el mundo, incluidos sus adversarios, con una crítica a la religión que dejaba fuera de foco la alternativa no menos religiosa que ellos mismos promovían en contra de la Iglesia y del cristianismo.


Porque, más allá del tópico aceptado y de la conciencia subjetiva de los implicados, no se trata de verdaderos ateos y arreligiosos, sino de creyentes en otras deidades y otra sacralidad. Se adhieren, de hecho, a una religión en sentido antropológico, de la que no excluyen una mezcolanza de razones y supersticiones. Y hasta la dotan, en buena medida, mediante el saqueo cultural de la tradición cristiana, secu­larizándola.


Los intelectuales ideólogos fungen, desde entonces, literalmente como teólogos de nuevas deidades: Razón, Ciencia, Progreso, Pueblo, Proletariado, Materia. En sus relatos, se esfuerzan por enmascarar la religiosidad del propio sistema, elevando sus mitos al rango superior de filosofía y de ciencia. Así, reservan el nombre de religión para la religión de sus adversarios, a los que tachan dogmáticamente de dogmáticos.


La realidad es que se puede abandonar una religión, pero no la religión. Igual que se puede dejar de hablar una lengua, pero no abstenerse de hablar una sin abandonar la humanidad. El ardid está en llamar religión solamente a la del otro. Cuando pregonan que su posición ideológica no es religión, sino razón, ciencia, filosofía, no debemos caer en la trampa. Es un embuste. El tan canonizado proceso de secula­rización no inauguró ninguna nueva era de laicidad.


Por encima de distinciones superficiales, afirmamos que todo proyecto ideológico o sistema sociocultural que asume la función de producir y administrar la visión del mundo y la moral de la sociedad es de naturaleza religiosa. Porque forja un entramado de relatos míticos sobre el sentido de la vida, junto con símbolos colectivos y modos de organización práctica, que concitan la adhesión de la gente mediante una promesa de mejora o de liberación. A la vista están las generaciones de intelectuales ilustrados, revolucionarios y orgánicos, desempeñando su papel de clérigos celosos, tonantes pontífices, censores del pensamiento y aguerridos adalides de los movimientos de masas. Al final, la religión es la de quien domina el púlpito: el panfleto, el periódico, la radio, la televisión, las redes sociales de Internet.


La sociedad occidental continúa funcionando de acuerdo con mecanismos míticos, mágicos y religiosos. Lo que ha ocurrido es que una parte significativa de las élites, y amplios sectores de la sociedad han desplazado su devoción hacia ideologías políticas radicales, o bien hacia la ideologización de las ciencias, de modo que, mientras creen apartarse de la religión, confieren a los héroes de sus fantasías los atributos de la divinidad.


Los productores de relatos, émulos de los profetas, proveen de discursos, textos sagrados e ilustraciones gráficas icónicas, que trans­miten como oráculos la mitología de las religiones políticas modernas, para nutrir la doctrina de los académicos y la credulidad de las gentes. Podríamos dictaminar que siguen el camino de los adelantados moder­nos en el arte de anteponer la propaganda a la verdad, en virtud del manejo de los medios, la imprenta, la radio y la televisión.


Por esa vía, los intelectuales se convirtieron en clero de la secula­rización, hasta desembocar en esos profesores y periodistas frailunos que adoctrinan desde cátedras o medios de comunicación, en especial cadenas televisivas y sitios digitales. Aunque hoy día ha dejado de ser necesario deliberar o argumentar con la razón, pues se confía más en la potencia de los instrumentos para inocular imágenes y opiniones mani­puladas desde alguna instancia de poder. Así hemos llegado al contra­sentido de que las proclamas más reaccionarias presumen de pro­gresismo: exaltan la feudal identidad cultural, la desgeneración sexual, la resurrección de la raza y todas las plagas del posmodernismo. En general, privilegian los mensajes que crean frentes de división social, siempre fieles al dogma de la lucha de clases y proclives al desprecio de la común humanidad.


Aún se leen los textos sacralizados de sus clásicos, como palabra revelada, al tiempo que se producen nuevas apariciones milagrosas de mesías revolucionarios que atraen el fervor de todo tipo de sectarios. Morin dio en el clavo cuando habló de religiones de salvación terrestre y de mitologías de salvación política. Hoy proliferan las capillas.


Además de fundar y propagar mitos, un sistema religioso produce su ritual. El culto no es únicamente el de la religión organizada, sino que se expresa a través de las ceremonias compartidas, las manifestaciones y los gestos simbólicos cargados de emoción. El culto se traduce en las participaciones sociales e íntimas que vinculan y comprometen con los ideales leídos en los libros sagrados y con los «santos» que los encarnan y son objeto de admiración. El culto motiva para el comportamiento acorde con el sistema de valores en el que se cree: el que determina, más allá de cómo es la realidad, cómo debería ser.


Como muestra de la presencia del rito, que a veces conlleva la agresión a los ritos de los demás, basta recordar el sutil ejemplo de la entronización de la diosa Razón en el altar mayor de Nôtre Dame de París. No hay sociedad secreta ni partido político que no cree sus símbolos, sus gestos, que no codifique alguna liturgia. La masonería celebra sus tenidas estrictamente rituales. El partido nazi enfervorizaba a las masas con marchas y concentraciones multitudinarias en exaltación del Führer. Los partidos comunistas organizaron desde el principio masivas procesiones portando los iconos de Marx y Lenin. En suma, cualquier Estado posee símbolos sagrados e impone a la sociedad alguna manera de festejarlos y comulgar con ellos.


La finalidad de todo sistema religioso estriba en la regulación de la práctica social.  Según la interpretación del mundo dada, determina, en último término, las normas morales que orientan y encauzan los comportamientos considerados valiosos. Desde la Ilustración, las ideologías se presentaron como instancias productoras de moral, una incumbencia típica de la religión.


Por todo eso, la explicación laica del laicismo estorba para com­prender su esencia, que es su constitución y funcionalidad religiosa. El laicismo militante supone con toda propiedad un sistema religioso, como a su modo lo es la masonería, o el Ku Klux Klan, o el partido comunista. Falta y basta estudiar los mitos, los ritos y las normas éticas de cada sistema, y ver cómo se desenvuelven sus organizaciones en la praxis. Ciertamente se trata de religión, por mucho que sea una religión defectiva, es decir, falta de alguno de los elementos tradicionales de la religión.


De ahí que casi todo lo que se ha escrito y publicado acerca de la sociedad secular, la secularización, el secularismo y la laicidad esté carcomido por un cúmulo de medias verdades y mentiras, camufladas, desde la Ilustración, por la propaganda y el prestigio de los intelectuales. Pero el brillo de las Luces no debe ocultar el lado tenebroso, el oscurantismo atribuido freudianamente a otros.


Para entender bien lo que significa el término «secularización» en la realidad de los hechos, el camino menos engañoso es investigar los hechos que la expresaban, que acompañaban pragmáticamente a los discursos, como correlato político del mito. Por dar solamente un ejemplo, estudiemos las sucesivas secularizaciones, también llamadas desamortizaciones, que se llevaron a efecto en España a lo largo de siglo XIX y parte del XX. Lo que significada era la expropiación sistemática de los bienes eclesiásticos, la desposesión de la religión institucional establecida, es decir, de la Iglesia católica y sus organizaciones. El proceso de secularización no tenía que ver gran cosa con abandonar «la religión», salvo que, ofuscando el concepto, se llamara religión solo al catolicismo. Y no fue tanto un abandono cuanto un expolio.


En ese proyecto de sustitución de la religión cristiana, las corrientes más fanáticas propendieron siempre hacia un poder altamente divini­zado, enfeudado en la utopía de la verdad absoluta, legitimador de la violencia revolucionaria y promotor del totalitarismo. Que este sea teocrático, o no, depende del lenguaje que queramos adoptar. En todo caso, comprobamos que hay una teología del poder, y sus seguidores, presuntamente laicos, creen estar en posesión de la verdad última, y se arrogan la misión, mesiánica, de protagonizar la salvación de la sociedad, o de la humanidad.


Sin embargo, hoy constatamos, más bien, como un rasgo en expansión, la tabuización de toda referencia a lo divino. Se convierte en tabú de toda mención favorable de lo religioso. No es casual, sino que prosigue el proyecto de erosionar la importancia de la religión histórica, en primer lugar, para beneficio de los promotores de otras opciones míticas, simbólicas y éticas; y en segundo lugar, para impedir que se desvele la índole religiosa o pararreligiosa de las posiciones antirre­ligiosas. En la mayoría de los casos, el propósito estriba en camuflar la sacralización inconfesa de la ideología llamada «progresista», o «revolucionaria», «científica», que se hace pasar por «atea», cuando solamente lo es respecto al Dios cristiano. Tales son algunas de las argucias de esos intelectuales, antes ilustrados y ahora cientificistas, en su predicación.


En fin, que el Estado laico no llegue a instituir formalmente una religión organizada está lejos de significar que la ideología que lo sustenta no implique un sistema religioso, más o menos defectivo, más o menos difuso en la sociedad. Solamente se exceptúan los casos en que, a diferencia del laicismo militante, la laicidad significa neutralidad con el fin de respetar y garantizar la libertad de las religiones y confesiones exis­tentes en la sociedad. Un significado, por cierto, enormemente re­ciente y que muchos no acaban de aceptar.



Una cuestión de fronteras epistemológicas


Cuando se trata de pensar sobre el concepto o el problema de Dios, el mal endémico estriba en la falta de deslinde entre los modos de conocimiento concurrentes. La epistemología general teoriza sobre los fundamentos, los métodos y las condiciones de validez de cada modo de conocimiento. Hay fronteras epistemológicas que no es legítimo trans­gredir, porque, de hacerlo, precipitan el discurso en una confusión que lo condena al oscurantismo.


Ante todo, habría que criticar epistemológicamente a los filósofos con disfraz de científicos, que tienen tan poca confianza en su propia capacidad pensante que simulan tomar de la ciencia la respuesta a los problemas filosóficos. Así, amalgaman y corrompen, a la vez, el pensamiento científico y el filosófico.


Por lo general, rige un estado de confusión epistémica en la cabeza de gran cantidad de científicos e intelectuales, tanto en los que niegan como en los que afirman. Con notables excepciones, claro está. En particular, se suele dar una extrapolación sin base al afirmar que el materialismo es una inferencia o una deducción científica, cuando cons­tituye una opción fuera de la física –de la que esta debe abstenerse–, y sin mayor fundamento filosófico que otras opciones igualmente compatibles con las teorías de la ciencia. Compatibles, pero no deducibles de ellas, ni alineables con ellas. Las explicaciones basadas en los métodos de las disciplinas científicas tienen validez en su campo, más allá del cual queda espacio abierto al pensamiento para elaborar filosofía, no con herramientas científicas, pero sí con argumentaciones cientí­fi­camente compatibles, como he dicho, y coherentes en sí mismas. Lo que se debe debelar es ese discurso camaleónico en el que se vuelven indis­cernibles afirmaciones heterogéneas, y donde se mezclan los criterios de verdad de los enunciados.


Para salir de la confusión y prevenirla, podemos recurrir a una esquematización de las alternativas fundamentales que hay y se han dado en la historia del pensamiento. Se trata de los grandes paradigmas interpretativos subyacentes en la religión y en la base de toda cos­movisión. De alguna manera, existe una homología estructural entre estos paradigmas y el concepto de «postulados sagrados últimos» (Rappaport 1999), y el de «axiomas fundamentales», según otra ter­mi­nología.


Las ciencias específicamente tales explican, mediante sus modelos teóricos, hasta donde autorizan estos modelos. Si un científico se aventura a ir más allá, desde ese punto ya no actúa ni habla como científico, sino como filósofo, o político, u hombre de la calle, en de­finitiva, como ideólogo, como creyente, conforme a otros usos de la razón y la experiencia. En efecto, nadie toma decisiones científicamente, como si su decisión se dedujera por imperativo del conocimiento científico. La decisión personal, o institucional, comporta una elección entre alternativas posibles. Las ciencias pueden aportar conocimiento, elementos de juicio, incluso previsiones de las consecuencias. Pero los conceptos de bueno y malo, justo e injusto, lo mismo que los de bello y feo, son por completo ajenos a la ciencia en cuanto tal; aunque sean incumbencia de la persona del científico en cuanto padre, marido, amigo, ciudadano, artista. Las ciencias naturales y sociales aportan valores cognitivos de orden empírico y técnico, nunca valores éticos, ni políticos, ni estéticos.


Todas las hipótesis paradigmáticas a las que me refiero parten del pleno reconocimiento de las ciencias empíricas. Todas admiten los resultados, los métodos específicos y la legitimidad epistemológica de las ciencias en sentido estricto. Es decir, la ciencia es la misma para todos los sustentadores de cualquiera de las preferencias filosóficas. Sería estúpido pretender que la ciencia es propiedad privada de cientificistas y materialistas.


Pues bien, manteniendo esa unanimidad respecto al conocimiento científico, podemos encontrar unos últimos macroparadigmas interpretativos de la religión, y probablemente también de la filosofía, que el historiador de las religiones Shafique Keshavjee (2010 y 2014), que cita a Morin a propósito del concepto de paradigma, ha denominado monoholista, monoteísta, materialista:


– El paradigma monoholista concibe un universo cíclico. Afirma que la unidad-totalidad abarca tanto a los dioses como al cosmos. A partir de la unidad primigenia se produce una diferenciación que lo despliega todo, hasta llegar finalmente a una reintegración en la unidad, para comenzar de nuevo en otro ciclo de ciclos infinito. Este es el modelo subyacente en el hinduismo: el darma, Brahman, Siva. En el budismo: la budeidad. En el taoísmo y el confucianismo: el tao. En antiguas mitologías: el caos, el huevo cósmico, el hombre primordial.


– El paradigma monoteísta piensa el universo con un comienzo. Considera que el principio creador es Dios. El mundo y el hombre son creaturas suyas. La creación supone una separación respecto a Dios, pero el destino de la creación es volver a la comunión definitiva con el creador. Este esquema se encuentra en el judaísmo: Yahvé. En el cristianismo: Dios Padre, Hijo y Espíritu. En el islamismo: Alá. Y también en el zoroastrismo: Ahúra Mazda.


– El paradigma materialista imagina el universo sin comienzo ni fin, aunque en algunas versiones acepta un inicio y un final. Cree que los dioses son ilusorios y que la matriz universal es solo «materia» que evoluciona ciegamente. La materia parte de una indiferenciación, pasa por una diferenciación y termina en una indiferenciación. Esta es la posición axiomática del ateísmo materialista, cuyos exponentes son el marxismo y también el cientificismo naturalista, que lo remite todo al azar.


Estos tres modelos de paradigma se sitúan en el plano de las elaboraciones metafísicas, metacientíficas, con pretensiones de fundar una cosmovisión. Ninguno de ellos restringe la razón al perímetro de las ciencias positivas. Aunque las interpretaciones últimas difieren y hasta son contradictorias, no se puede negar que los tres tienen algo en común. En todos está presente lo más específicamente humano, que es la racionalidad caracterizada por la búsqueda de verdad, belleza y bien. Esta racionalidad permanece activa en las distintas vías de la filosofía, la religión, la ética, la estética, la política, en medio de todos los acontecimientos y las experiencias. Pese a sus inevitables desencuentros, los defensores de los distintos paradigmas se siguen preguntando por la verdad del mundo, por la bondad y la justicia en el obrar, por la legitimidad del poder político, por la belleza inasible y la fugacidad del tiempo.


Es cierto que, si nos preguntamos por Dios, su realidad excede y escapa a nuestra razón, por definición, en cuanto absolutamente trascendente. Pero, al mismo tiempo, puede hacerse presente para el pensamiento en una segunda lectura de lo que nuestra razón conoce acerca el universo, la vida y la historia humana. Si no fuera posible descubrirlo ahí, entonces no sería lícito decir una sola palabra sobre él. Pero, al reflexionar sobre lo que sabemos del mundo y de la humanidad, hay aspectos inescrutables que evocan sigilosamente el misterio, como si este transpareciera, al modo del significado de una metáfora, en la experiencia de la belleza, la coherencia lógica, la bondad, la vida y la muerte.



Conclusiones sobre el texto de Morin


El espíritu de estos tiempos, salvo excepciones, nos fuerza a no ver más allá de las apariencias proyectadas por los medios masivos, ni entender más acá de los dogmas decretados por los medios académicos. Lo demás queda invisible e ininteligible. El concepto de Dios se vuelve impensable. Edgar Morin es de los pocos que no rehúyen enfrentarse con el problema, como hemos podido comprobar en su hexalogía, a partir del rastreo de las menciones del lexema «dios».


En efecto, Morin pone de manifiesto la estructura religiosa y teológica de las grandes hipóstasis de la modernidad, desenmascara las ideologías políticas como religiones de salvación terrestre, lleva a cabo una crítica de la reducción cientificista, hace un esfuerzo por incorporar las aportaciones de la antropología cultural. Pero diría que no acaba de desprenderse del mito de la Ilustración. Continúa siendo tributario, en cierta medida, de algunos postulados simplificadores de los filósofos ilustrados, de algunas apreciaciones de los positivistas y materialistas del siglo XIX, y de los esquemas laicistas del siglo XX. Es posible que no haya querido adentrarse más en los vericuetos de la filosofía y la historia de la religión, y de la teología, pero la consecuencia es el riesgo de no llegar a exorcizar suficientemente el nihilismo inherente a la propaganda del ateísmo militante.


En los textos de Morin no se plantea un estudio sistemático de la cuestión teológica. Mi conclusión es que sus esporádicas referencias al tema, en buena medida, son tributarias de las críticas a la religión efectuadas por los filósofos ilustrados y los ideólogos decimonónicos, a pesar de que se confronta con ellos en determinados aspectos. No basta para romper con la hegemonía actual del «secularismo» y el «laicismo», que tanto deben a la inercia mental y la incuria de los intelectuales, por no hablar de la incultura del común de las gentes.


A lo largo y ancho de El método, Morin critica con total cierto los sucedáneos de Dios, tales como el Azar, el Orden, el Estado, la Ciencia, como imagen o idea que deifica en falso una monocausa o un poder de este mundo, exaltado en figura ideológica totalitaria. Al mismo tiempo, lamenta la incapacidad para abordar las cuestiones fundamentales, marginadas en un ensayismo lastrado por su desconocimiento científico y olvidadas por la filosofía, que ni sabe ni contesta desde su torre de Babel.


Es verdad que El método no tematiza monográficamente el universal cultural de la religión, pero, aunque sea de manera tangencial, sí alude la problemática de su último significado. Antes y después de El método, Edgar Morin expone, en repetidas ocasiones, su itinerario intelectual. En algunos escritos, toca el tema de la religión y de Dios y hasta asume cierto aire profético. Habla de su mensaje como «evangelio de perdición» y, no recuerdo dónde, se autocalifica de «catolaico». Piensa que no hay última salvación en un sentido fuerte, pero repiensa una y otra vez el misterio insondable que evidencia nuestra ignorancia y los límites de todo conocimiento humano. Por eso, siempre que nos comunica sus convicciones y nos exhorta a tomar conciencia, lo hace con una actitud de modestia intelectual, como podemos ver, por ejemplo, en artículos como «¿Es Dios creíble todavía hoy?» (1988), o «Mesías, de ningún modo» (Morin 1989). Lo cual no obsta para que actúe al menos como precursor, en singular campaña contra el nihilismo, esperando, más allá de la desesperanza y la incertidumbre, que la humanidad se salve de la catástrofe. Más aún, en su obra La Vía (2011), donde parece inclinarse hacia el utopismo, describe los lineamentos de respuesta a los grandes problemas, con propuestas para las políticas de la humanidad, las reformas del pensamiento y la educación, las reformas de la sociedad y las reformas de la vida.


En fin, a través de todas las sendas vividas e imaginadas, su pensamiento, que explora la finitud del mundo hasta topar con los límites cognitivos, se siente emplazado siempre ante las puertas in­franqueables del misterio. Así nos lo confiesa en un librito más reciente, titulado Conocimiento, ignorancia, misterio (2017):


«Sé que mi razón, mi espíritu me abren al mundo, la realidad, la vida, y sé al mismo tiempo que me encierran en y por sus límites, y que el mundo, la realidad, la vida que conozco recubren lo desconocido.

     Vivo cada vez más con la conciencia y el sentimiento de la presencia de lo desconocido en lo conocido, del enigma en lo insignificante, del misterio en todas las cosas y, especialmente, de los avances del misterio en todos los avances del conocimiento» (Morin 2017: 15).


Hasta aquí llega nuestro autor. Se detiene a las puertas, hermé­ticamente cerradas, del misterio omnipresente e insondable que se adivina. No obstante, persiste la posibilidad de pensar en Dios en relación con el enigma del universo, la evolución de la biosfera y la historia de la humanidad, con respecto al devenir de las sociedades y al sentido de la vida personal de cada individuo. Además, cabe pensar sobre lo que otros pensaron en el pasado. Y siempre cabe plantear explora­ciones alternativas, ya transitadas, o todavía por recorrer, que permitan avanzar más allá en la respuesta.


Cuando la población mundial alcanza casi los 7.900 millones de habitantes, cada día es más necesario hacer posible la metamorfosis de humanización, que Morin anhela y otea en el horizonte, para la que convoca al cambio de conciencia, una llamada en la que resuena el kerigma evangélico: μετανοε
τε κα πιστεύετε ν τ εαγγελί, convertíos y creed en el evangelio.



Epílogo. De la crítica ideológica a la teoría de la religión


En espera de que se establezcan las reglas para un análisis filosófico de ideologías globales, el debate filosófico sobre Dios y la religión requiere, mínimamente, una previa clarificación de los conceptos utilizados, que se apoye en aportaciones de las ciencias históricas y antropológicas. Estas, como parece evidente, no tienen competencia para pronunciarse sobre la realidad última del referente teológico, pero contribuyen decisivamente al conocimiento de los significados inherentes al fenó­meno sociocultural de la religión.


No es difícil demostrar la naturaleza religiosa de las ideologías, en particular de las políticas, si utilizamos una teoría rigurosa de lo que es la religión, para poder identificar con fundamento cuáles son los compor­tamientos religiosos. Por ello, es imprescindible una teoría de la religión, que nos proporcione un concepto antropológico del sistema religioso, superando la idea vulgar o idiográfica (algo análogo a como el concepto antropológico de cultura difiere de la noción ordinaria o periodística).


No definimos la religión desde el punto de vista de las experiencias subjetivas del protagonista, ni desde las preferencias de quien está a favor o en contra, donde cabe elucubrar cualquier opinión. Buscamos la mirada intersubjetiva, el enfoque que trata de aplicar objetivamente los métodos con los que trabajan los especialistas, un enfoque expuesto a la discusión por parte de todos.


Desde el principio, hay que partir de una definición suficientemente precisa de lo que es el sistema religioso en el marco del sistema sociocultural. Muy sumariamente, entendemos que la religión es un sistema cultural de signos, que promete una mejora de la vida, fundamentada por referencia a una realidad última. La promesa de mejorar la vida, obtener bienes o alcanzar la salvación responde a una necesidad primordial humana de orden y sentido, y es satisfecha por medio de la configuración del mundo que el sistema aporta. En cuanto sistema semiótico, está creado culturalmente y es un lenguaje que posee una gramática, con sus reglas de sintaxis y su léxico de conceptos clave fundamentales, a cuyo alrededor se organizan todos los demás temas. La realidad última designa el axioma fundamental, la idea en la que los seguidores del sistema creen, contenida en el relato que desvela qué es lo real en última instancia, de lo que depende todo el sistema. Este sistema constituye un lenguaje complejo, que consta de tres subsistemas o formas expresivas, que se combinan entre sí: el mito o relato que desvela lo verdaderamente real, el rito o actuación simbólica en la que se participa, y el ethos o conjunto de normas que rige la práctica. Por supuesto, esto no quiere decir que todos los mitos sean religiosos, ni todos los rituales, ni todos los mandatos de comportamiento. Pero sí lo son los que están vinculados a la esperanza de una ganancia vital o a la salvación, en función del sentido último de la realidad.


El sistema religioso, como sistema objetivo de signos, proporciona una interpretación del mundo. Los signos no modifican la realidad, pero, al interpretarla, modifican el comportamiento cognitivo, emocional y pragmático con respecto a ella. Intervienen en la transformación del mundo en la medida en que orientan la atención, moldean las valoraciones y, en definitiva, fijan las reglas que organizan la acción humana en todos los contextos. Es imposible vivir en el mundo, o transformarlo, sin interpretarlo.


Históricamente podemos observar muy diversos tipos de religión, pero también podemos comprobar que todos coinciden en unas carac­terísticas estructurales y funcionales básicas. A partir de ahí, cada uno de los sistemas religiosos evoluciona históricamente formando parte de la evolución de la sociedad y en interacción con ella, como si exploraran todos los recursos del espíritu humano.


Lo que hemos llamado realidad última de referencia no tiene por qué formularse específicamente como «Dios», pues muchos otros referentes pueden ocupar a su modo el mismo lugar: Nirvana, Tao, Ser, Pueblo, Razón, Materia, etc.


En definitiva, la diferencia entre la creencia religiosa y la ideología laicista no es cualitativa. Los sistemas ideológicos son analizables, con toda pertinencia, en el marco de una teoría de la religión. Las diferencias se vuelven irrelevantes en cuanto sistemas con una estructura homóloga, que cumplen análogas funciones en la vida social y política. Los com­portamientos del que está imbuido por una ideología reproducen los típicamente religiosos, con la entrega, el fervor y hasta los fanatismos y las desviaciones que pueden darse en la religión.


Lo que a veces ocurre es que la religión a la que uno se adhiere de hecho, que es la que orienta el comportamiento en la práctica y, por tanto, es en la que se cree, puede pasar desapercibida. De tan asumida que está, uno la entiende como si se tratara de la mismísima realidad. Pero esta evidencia ingenua está siendo moldeada realmente por una opción filosófica/religiosa implicada, como la gramática en el hablante.


Por supuesto, puede haber religiones sucedáneas y defectivas. Llamamos religión defectiva a aquel sistema al que le falta, o no desarrolla, alguno de los componentes o estructuras típicas. Por ejemplo, no explicita el nombre de su dios/axioma fundamental. O no tiene una liturgia sistematizada. Pero notaremos que siempre cuenta con un equivalente articulado de relatos míticos, de actuaciones simbólicas y celebraciones, de normas éticas y prácticas sociopolíticas.


El auténtico agujero negro de los sistemas religiosos es la cuestión del referente. El hecho de que existen ideas sobre Dios no necesita demostración; es tan palmario como que existen teorías científicas y códigos semánticos de todo tipo. Que inciden en la vida social también es evidente. La cuestión en litigio radica en la referencia de los signi­ficados mentales de tales ideas. Si son solo signos de otros signos, o si son signos de algo real. Y entonces, qué clase de atributos enunciar acerca de ese algo referido más allá del significante y el significado, más allá del lenguaje e incluso de la objetividad del mundo. Habría que dilucidar si existe solo en la cabeza de quienes piensan esas ideas, solo en forma de creaciones socioculturales, o si cabe postular una existencia autosubsistente. Pero dejemos de lado, por ahora, esta espinosa cuestión del referente.


Lo que sí se encuentra accesible y cualquier interesado puede tomar en consideración son los materiales que nos han llegado de tantos profetas, filósofos y teólogos que se aventuraron a pronunciarse sobre lo oculto tras el velo de la inmanencia. Sobre los significados inscritos en estos materiales, quizá convenga emprender investigaciones desde enfoques y métodos de alcance variable, como los siguientes:


1. Estudio más a fondo de la historia de las religiones en el contexto de las civilizaciones.

2. Análisis mediante métodos histórico-críticos de cada uno de los sistemas religiosos y sus fuentes.

3. Estudio comparativo de los sistemas religiosos desde el enfoque transcultural de la antropología cultural.

4. Crítica y evaluación filosófico-teológica de las imágenes de Dios contenidas en las diferentes tradiciones.

5. Elaboración de un esbozo de filosofía teológica, o teología filosófica, consistente con la ciencia y con la conciencia contemporánea.

6. Diálogo abierto entre conocedores de las distintas religiones e ideologías, para encontrar puntos en común y, con base en principios fundamentales compartidos, formular las normas mínimas de una ética mundial (al modo de Hans Küng 1990).


Cualquier indagación deberá estar bien informada de las teorías científicas, deberá aplicar un razonamiento crítico, riguroso y con­secuente. Deberá estar siempre abierta y dispuesta a confrontarse en el debate.


Porque ahora encontramos que las ciencias sociales y humanas quedan mudas ante la conciencia y la libertad. Los modelos teóricos de la biología y la genética no pueden captar el fenómeno de la vida que nosotros percibimos, su unidad, su belleza. Las interacciones funda­mentales de la física se sorprenden de que hayan surgido sistemas vivientes. Y la cosmología no alcanza a explicar el hecho de que el universo esté ahí, que exista así y no de otra forma, que sus leyes sean las que son y no otras. Nada imposibilita intuir, o aventurar, un logos inscrito en la grandiosa evolución del universo, la inagotable creatividad de la vida y los desafíos imprevistos de la historia.