La
mayor victoria del islam: la caída de Constantinopla, el 29 de mayo de
1453
RAYMOND IBRAHIM
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En la historia, tal día como el 29 de mayo de
1453, la espada del
islam
conquistó Constantinopla. De todas las conquistas islámicas de
territorio cristiano, esta fue, con mucho, la más simbólicamente
significativa. Constantinopla no solo era una extensión viva y directa
del antiguo Imperio Romano y la actual capital del Imperio Romano
Cristiano (o Bizancio), sino que sus muros ciclópeos habían impedido
que el islam entrara en Europa a través de su puerta oriental durante
los siete
siglos anteriores, comenzando con el primer asedio árabe de
Constantinopla (años 674-678).
Cuando las fuerzas musulmanas volvieron a fracasar en el segundo asedio árabe de Constantinopla
(años 717-718), el conquistar la antigua capital
cristiana se convirtió en una especie de obsesión para los sucesivos
califatos y sultanatos. Sin embargo, sería solo con el surgimiento del
sultanato otomano -llamado así por Osmán, su fundador turco epónimo
(1258-1326)- cuando se hizo posible conquistar la ciudad, seguramente
la mejor
fortificada del mundo, desde China a Eurasia, en buena medida gracias
al aumento concomitante de la potencia de fuego de los cañones. Hacia
1400, sus descendientes habían
logrado invadir y conquistar una parte importante del sur de los
Balcanes, aislando así a Constantinopla y convirtiéndola en una isla
cristiana
en medio de un mar islámico.
Llegó entonces el
sultán Mehmet II (Mehmet es Mahoma en turco), que reinó entre
1451 y 1481, "el enemigo
mortal de los cristianos", por citar a un prelado contemporáneo. Al
convertirse en sultán en 1451,
Constantinopla le envió una embajada diplomática para felicitarlo. El
joven de 19 años respondió diciéndoles lo que querían escuchar. Según
escribió retrospectivamente un amargado cristiano coetáneo: "Juró
por el dios de su falso profeta, por el profeta cuyo nombre
llevaba, que era su amigo, y que seguiría siendo durante toda su
vida un amigo y aliado de la ciudad y de su gobernante Constantino
[XI]". Lo creyeron, pero Mehmet estaba sacando ventaja de "las
artes más
elementales del disimulo y el engaño ", escribió Edward Gibbon.
"La paz estaba en sus labios, mientras la guerra estaba en su corazón."
Lo que estaba en su corazón pronto se hizo evidente. A lo largo de la
primavera de 1453, la ciudad vio impotente cómo un batallón otomano
tras otro se abrían camino y rodeaban Constantinopla
por tierra y por mar. Un contemporáneo comentó que "el ejército de
Mehmet
parecía tan innumerable como los granos de arena, se extendía ... por
toda la tierra de costa a costa". Al final, llegaron unos cien mil
combatientes y cien buques de guerra.
Pocos europeos occidentales acudieron en ayuda de Constantinopla. Al
final, menos de siete mil combatientes, dos mil de los cuales eran
extranjeros, estuvieron preparados para proteger los veinticuatro
kilómetros de muralla,
mientras que solo veintiséis buques cristianos patrullaban por el
puerto.
Mehmet comenzó el bombardeo el 6 de abril. A pesar de que trató de
penetrar por encima, a través y por debajo de las murallas, avanzó
poco. Unas seis semanas
después de haber comenzado a bombardear Constantinopla, no estaba más
cerca de su objetivo. Con buen sentido, el sultán celebró un
consejo con sus oficiales más veteranos. Aunque hubo cierta
discusión acerca de si retirarse, al final Mehmet decidió lanzar hasta
el
último
de los hombres que tenía contra las murallas, en un último esfuerzo.
Pero primero necesitaría inflamar a sus hombres.
Así que los reunió y los arengó: "Como ocurre en todas las batallas,
algunos de vosotros moriréis, según haya decretado el destino para cada
uno", comenzó. "Recordemos las promesas de nuestro Profeta en el Corán
con
respecto a los guerreros caídos: el hombre que muere en
combate será transportado al paraíso y cenará con Mahoma en presencia
de mujeres, guapos jovencitos y vírgenes".
Aun así, el sultán Mehmet sabía que las recompensas en el ahora
siempre eran preferibles a las promesas para el más allá. Como el jeque
Akshemsettin le había dicho previamente, "Como bien sabes, la mayoría
de
los soldados [especialmente los temidos jenízaros], después de todo, se
han convertido [al islam] por la fuerza. El número de los
que están dispuestos a sacrificar su vida por el amor de Alá es
extremadamente reducido. Pero, si vislumbran la posibilidad de
obtener botín, correrán hacia una muerte segura".
Así que el "Sultán juró ... que a sus guerreros se les otorgaría el
derecho de saquearlo todo, de capturar a cualquiera, hombre o mujer, y
todas las propiedades o tesoros que hubiera en la ciudad. Y que en
ninguna circunstancia rompería su juramento", escribió un prelado
católico que estuvo presente. "No pidió nada para sí mismo, excepto los
edificios y las murallas de la ciudad. Todo lo demás, el botín y los
cautivos, serían para ellos."
Cualquier musulmán todavía no motivado por las bendiciones
del aquí o del más allá se quedó con esta última idea: "[Si] veo a
un
hombre remoloneando por las tiendas de campaña y no luchando
en la muralla", advirtió el sultán, "no podrá escapar de una
muerte
lenta", una referencia a la forma de castigo favorita de
Mehmet, el empalamiento (que Vlad el Empalador, Drácula, aprendió de él mientras fue su rehén huésped). La
"promesa de Mehmet fue
recibida con gran alegría", y de miles de gargantas surgieron oleadas
de "Allahu Akbar!" y "¡No hay más dios que Alá y Mahoma es su
profeta!"
"¡Oh! Si hubieras oído aquellas voces elevándose al cielo -decía un
cristiano que estuvo tras la muralla- te habrías quedado espantado ...
Estábamos alucinados de semejante fervor religioso, y rogábamos a Dios
con abundantes lágrimas que estuviera bien dispuesto hacia nosotros".
Todo aquel "griterío tan terrible", recuerda otro testigo ocular, "se
escuchaba hasta en la costa de Anatolia, a veinte kilómetros de
distancia,
y los
cristianos estábamos sobrecogidos de miedo".
El asalto definitivo se fijó para el 29 de mayo. El día anterior se
ordenó hacer expiación, abluciones, rezos y ayuno "bajo pena de
muerte", en el campamento otomano. Se pusieron en acción fanáticos de
todo tipo
para motivar a los hombres a la yihad. Iban y venían los "derviches
visitando las tiendas de campaña, con el fin de inculcar el deseo de
martirio,
y la seguridad de pasar una eterna juventud entre los ríos y
jardines del paraíso, y entre abrazos de vírgenes de ojos negros
[las legendarias huríes]", escribe un historiador moderno. Los
pregoneros recorrían el campamento haciendo sonar los cuernos:
"Hijos de Mehmet, tened buen ánimo, porque mañana tendremos
tantos cristianos en nuestro poder que los venderemos, dos esclavos
por un ducado, y tendremos tantas riquezas que todos seremos de oro, y
de las barbas de los griegos haremos correas para nuestros perros, y
sus familias serán esclavos nuestros. Así que tened buen ánimo y
preparaos para morir alegremente por amor a nuestro Mahoma."
Finalmente,
el 29 de mayo, alrededor de las dos de la madrugada, Mehmet desató todo
el infierno contra Constantinopla: estallaron los
sonidos de trompetas, címbalos y gritos de guerra islámicos; el fuego
de los cañones iluminó el horizonte, mientras los proyectiles caían uno
tras otro contra la muralla. Se sumó al pandemónium el tañido de las
campanas de las iglesias y
las alarmas. Después de la oleada inicial de disparos de cañón, el
sultán prosiguió su estrategia: "atacar sucesivamente y sin tregua con
un
cuerpo de tropas de refresco tras otro", como había dicho a sus
generales, "hasta que, acosado y agotado, el enemigo no pueda resistir
más".
Una y otra vez, oleada tras oleada, llegaban las hordas, todas deseosas
de
botín o paraíso -o simplemente de evitar el empalamiento-. Con escalas
y ganchos, luchaban, se agarraban y escalaban la muralla. "¿Quién
podría
narrar las voces, los gritos de los heridos y los lamentos que surgían
en
ambos lados?", rememoraba un testigo ocular. "Los alaridos y el
estruendo
traspasaban los límites del cielo."
Después de dos horas así, miles de los más sacrificados asaltantes
otomanos yacían muertos al pie de la muralla. Habiendo
cumplido su propósito de agotar a los defensores, Mehmet -ahora
montado junto a la muralla y dirigiendo el ataque con una maza en la
mano- ordenó que arremetiera contra la muralla otra oleada de refresco
de turcos de Anatolia. Edificaron y levantaron pirámides
humanas con sus propios muertos y heridos, mientras seguían disparando
balas de cañón que se
estrellaban, inútilmente. Al estar en la parte alta, los cristianos
rechazaban a innumerables otomanos. "Uno solo podía maravillarse de lo
brutos
que eran",
admitía un defensor. "Su ejército estaba siendo aniquilado y, sin
embargo, se arriesgaban a acercarse al foso una y otra vez."
A las cuatro de la mañana, el incesante fuego de los cañones había
abierto
varias brechas, por las que cargaron las tropas de choque de élite
otomanas, los jenízaros (compuestas por muchachos cristianos
secuestrados y adoctrinados en la yihad), aun cuando sus
correligionarios se mantenían firmes. Un testigo presencial ofrece una
instantánea:
"[Los defensores] luchaban valientemente con lanzas, hachas, picas,
jabalinas y otras armas ofensivas. Era un enfrentamiento cuerpo a
cuerpo: detuvieron a los atacantes y les impidieron penetrar en la
empalizada.
Había un enorme griterío en ambos lados: sonidos mezclados de
blasfemias,
insultos, amenazas, de atacantes y defensores, de tiradores que
disparaban,
de los que mataban y los moribundos, de los que enfurecidos y
encolerizados cometían todo
tipo de desmanes terribles. Y era algo digno de ver allí: una dura
lucha cuerpo a cuerpo, con gran determinación y por las mayores
recompensas, héroes luchando valientemente: de un lado
[los otomanos] combatiendo con todas sus fuerzas para hacer retroceder
a los
defensores, poder apoderarse de la muralla, entrar en la ciudad y
caer sobre los niños y las mujeres y los tesoros; de otro lado,
agonizando valerosamente para repelerlos y proteger sus posesiones,
aun cuando no consiguieran prevalecer ni conservarlas.
Un pequeño destacamento de turcos entró en la ciudad a través de una
pequeño postigo que los defensores habían dejado abierto durante el
caos. Rápidamente plantaron la bandera islámica, causando consternación
entre los defensores.
Sobreponiéndose
a
sus peores temores, el sultán gritó con fuerza: "¡La
ciudad es nuestra!" y ordenó a sus mejores jenízaros que cargaran.
Un tal Hasán, "un gigante de bestia", adelantó a todos los que iban
delante de él e animó a otros turcos a avanzar tras él. Cuando una
piedra bien apuntada lo derribó, continuó blandiendo su cimitarra
apoyado en una rodilla hasta que, acosado y "asaeteado por las
flechas", fue
recibido en el paraíso por las huríes. "Para entonces, toda la hueste
del
enemigo estaba sobre nuestras murallas y nuestras fuerzas eran puestas
en
fuga". Miles de invasores penetraron y mataron a los defensores muy
inferiores en número; otros fueron pisoteados y "aplastados hasta la
muerte" por aquella apisonadora de hombres.
Gritando
"¡La ciudad está perdida, pero yo estoy vivo!", el emperador
Constantino XI se despojó de sus atuendos reales, "espoleó a su
caballo y alcanzó el lugar donde los turcos llegaban en mayor número".
Con
su corcel "arremetió contra los impíos de las murallas" y con "su
espada
desenvainada en la mano derecha, mató a muchos enemigos, mientras la
sangre brotaba de sus piernas y sus brazos". Inspirados por su señor,
gritando "¡Mejor morir!, los hombres "se lanzaron en contra y fueron
exterminados por la muchedumbre que irrumpía. "El emperador fue
atrapado entre
estos, cayó y se levantó de nuevo, luego cayó una vez más".
De
este modo, "murió junto a la puerta con muchos de sus hombres, como
cualquier plebeyo, después de haber reinado durante tres años y tres
meses", concluye un cronista. Y ese 29 de mayo de 1453, el Estado
romano, de 2.206 años de antigüedad, murió con él y, como observó otro
contemporáneo, "se cumplió el dicho: ‘Empezó con Constantino [el
Grande, que
fundó Constantinopla o "Nueva Roma "en 330] y con Constantino
[XI] terminó".
Aun así, al resistir contra el islam durante todo el tiempo en que lo
hizo,
ocho siglos, Constantinopla salvó a Occidente. Después de todo,
"si los sarracenos hubieran capturado Constantinopla en el siglo VII en
lugar del XV", observa el historiador John Julius
Norwich, "toda Europa -y Estados Unidos- podría ser musulmana hoy".
Nota. El
relato anterior se ha extraído y adaptado del libro del
autor, La espada y la cimitarra.
Catorce siglos de guerra entre el islam y Occidente. A menos que
se indique lo
contrario, todas las citas provienen de testigos presenciales
contemporáneos y fuentes primarias documentadas en el libro.
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Mehmet II el Conquistador.
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El emperador Constantino XI.
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