¿Hay alguna "cultura superior a las demás"?

RAYMOND IBRAHIM






Recientemente, mientras pedía disculpas a los "pueblos indígenas" y denunciaba a los cristianos –sin el importantísimo contexto histórico–, el Papa Francisco declaró que "nunca más la comunidad cristiana puede dejarse infectar por la idea de que una cultura es superior a las demás...".


Esto –afirmar que todas las culturas son iguales– es una postura muy peligrosa, sobre todo porque conduce al relativismo y a la negación de la Verdad.


Para la mayoría de los occidentales, la palabra cultura evoca, en el mejor de los casos, diferencias superficiales: vestidos o comidas "exóticos". Sin embargo, en realidad, las culturas son nada menos que visiones del mundo completas y distintas, con su propio conjunto de aciertos y errores, a menudo arraigadas en una religión o una filosofía.


De hecho, para algunos pensadores, como el ensayista T. S. Eliot, "cultura y religión" están inextricablemente unidas y son "diferentes aspectos de la misma cosa".


"La cultura puede incluso describirse simplemente como aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida... Ninguna cultura puede aparecer o desarrollarse si no es en relación con una religión... Podemos ver una religión como la completa forma de vida de un pueblo, desde el nacimiento hasta la tumba, desde la mañana hasta la noche e incluso durante el sueño, y esa forma de vida es también su cultura" (Eliot, Notas sobre la definición de cultura, 1943: 100-101).


Del mismo modo, para el historiador anglo-francés Hilaire Belloc:


"Las culturas nacen de las religiones; en última instancia, la fuerza vital que mantiene cualquier cultura es su filosofía, su actitud hacia el universo; la decadencia de una religión implica la decadencia de la cultura que le corresponde –lo vemos más claramente en el desmoronamiento actual del cristianismo–."


En resumen, las culturas aportan mucho más que, por ejemplo, la comodidad de tener cocina india en la misma calle.


El hecho es que todos los valores tradicionalmente apreciados por el Occidente moderno –la libertad religiosa, la tolerancia, el humanismo, la monogamia– no se desarrollaron en el vacío, sino que están inextricablemente enraizados en los principios cristianos que, a lo largo de unos dos mil años, han influido profundamente en la epistemología, la sociedad y, por supuesto, la cultura occidentales.


Aunque ahora se dan por sentados y se consideran "universales", hay una razón por la que estos valores nacieron y se alimentaron en naciones cristianas (y no musulmanas, budistas, hindúes o confucianas). Incluso si aceptáramos la idea, ampliamente arraigada, de que la "Ilustración" es lo que condujo al progreso occidental, sólo el hecho de que esta Ilustración se desarrollara en naciones cristianas –y no en cualquiera de las muchas naciones no cristianas– es revelador.


Todo esto lo pasan por alto quienes ignoran las raíces espirituales e intelectuales de la civilización occidental, incluido, al parecer, el Papa Francisco.


Esta es, por cierto, la razón por la que todos los occidentales laicos se ven a sí mismos arrogantemente como la culminación de toda la historia humana: pensadores "ilustrados" que han dejado atrás todo el bagaje cultural y religioso preocupándose únicamente por lo material. Para ellos, todas las religiones y culturas son superficialidades de las que acabarán desprendiéndose todos los pueblos del mundo. El mundo no occidental, según este pensamiento, está destinado a desarrollarse igual que Occidente, que ya no se ve como una cultura distinta sino como el punto final de todas las culturas.


La insensatez de este pensamiento se pone de manifiesto especialmente en el contexto del islam y los musulmanes, que en este nuevo paradigma son vistos como occidentales embrionarios. Diga lo que diga un musulmán –llamamientos a la yihad, odio a los infieles– seguro que en el fondo valora el "laicismo" y aprecia la necesidad de practicar el islam en privado, respetar la libertad religiosa, la igualdad de género, etcétera. Así que está hecho "a nuestra imagen", excepto, claro está, que olvidamos las raíces de "nuestra imagen".


En realidad, el musulmán tiene su propia visión del mundo, única y antigua, y un conjunto de principios –su propia cultura– que, a su vez, impulsan un comportamiento que se considera "radical" según los criterios occidentales (que se suponen falsamente  como normas "universales").


Como escribió T. S. Eliot, que había reflexionado mucho sobre estas cuestiones: "En última instancia, las religiones antagónicas deben significar culturas antagónicas; y en última instancia, las religiones no pueden reconciliarse".


Describir como "universal" lo que en el fondo es un paradigma cristiano, y aplicarlo después a una cultura ajena como el islam, está condenado al fracaso. La idea de que los musulmanes pueden ser fieles a su religión y, aun así, encajar de forma natural en la sociedad occidental es falsa y se basa en una premisa igualmente falsa: que el cristianismo de alguna manera también tuvo que moderarse para encajar en una sociedad secular. El hecho es que los principios cristianos, tan ajenos al islam, fueron fundamentales para la creación de Occidente.


¿Qué hay entonces del "multiculturalismo", esa palabra que se supone que Occidente celebra y abraza de todo corazón? Detrás de ella está la idea de que todas las culturas son iguales, y ninguna –ciertamente no la cultura cristiana u occidental– "es superior a las demás", por citar a Francisco.  En realidad, el multiculturalismo es otra forma eufemística de socavar y sustituir las verdades de una religión y su cultura por el relativismo.


Los pueblos occidentales del pasado comprendieron que capitular ante una cultura extranjera equivalía al suicidio. De nuevo, Eliot:


"Es inevitable que, cuando defendemos nuestra religión, estemos defendiendo al mismo tiempo nuestra cultura, y viceversa: estamos obedeciendo al instinto fundamental de preservar nuestra existencia".


Una anécdota capta bien este "choque de culturas". Después de que las potencias coloniales británicas prohibieran el sati –la práctica hindú de quemar viva a la viuda en la pira funeraria de su marido–, los sacerdotes hindúes se quejaron al gobernador británico Charles James Napier de que el sati era su costumbre y, por tanto, era lo correcto, a lo que el gobernador contestó:


"Que así sea. Esta quema de viudas es vuestra costumbre; preparad la pira funeraria. Pero mi nación también tiene una costumbre. Cuando los hombres queman vivas a las mujeres, los ahorcamos y confiscamos todos sus bienes. Por tanto, mis carpinteros levantarán horcas en las que colgarán a todos los implicados cuando la viuda se consuma. Actuemos todos conforme a las costumbres nacionales."


Por cierto, oponerse al "multiculturalismo" –es decir, al relativismo– no equivale en absoluto a oponerse a otras razas o etnias, sino a oponerse a la desunión y al caos.


Al fin y al cabo, las naciones racialmente homogéneas pero culturalmente heterogéneas están mucho más fracturadas que a la inversa. No hay más que mirar a Estados Unidos, donde los blancos "de izquierdas" y "de derechas" a menudo se aborrecen unos a otros. O miremos a Oriente Próximo, donde musulmanes y cristianos son en gran medida homogéneos –racial, étnica y lingüísticamente–, pero donde los primeros persiguen sin piedad a los segundos, exclusivamente por motivos religiosos.


En fin, no hay nada malo en que los ciudadanos de una nación procedan de diferentes razas y etnias, pero solo a condición de que compartan la misma visión del mundo, las mismas prioridades, la misma ética, el mismo sentido del bien y del mal; en una palabra, la misma cultura.



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