Reflexión sobre la prohibición del islam

DEVOIR DE PRÉCAUTION




Al defender una actitud muy firme y agresiva hacia el islam (yo preconizo su prohibición desde hace unos 15 años), me he encontrado con frecuencia confrontado a acusaciones de extremismo violento, de pensamientos genocidas. Ahora bien, si yo no he tenido apenas inhibiciones para considerar esta salida, es verdad, siempre me ha parecido inconcebible y nunca la he tenido en cuenta en mis proyectos. Quizá merezca la pena ahondar un poco en la cuestión.


Durante la edad media y el comienzo de la edad moderna, la resistencia eficaz frente al islam estuvo siempre revestida de formas extremadamente violentas. Se trataba de matar al enemigo en gran número, de dejarle un recuerdo particularmente punzante. Y si era posible, recuperar territorios conquistados de la misma manera por el islam. Encontramos muy buenas descripciones de estos hechos de armas -los del islam y los de sus enemigos- en la última obra de Raymond Ibrahim: La espada y la cimitarra. Catorce siglos de guerra entre el Islam y Occidente.


Pero hoy, ese proceder está superado, incluso en el islam. Por una parte, en el mundo moderno, la guerra está considerada ampliamente, con justo título, como un azote o una solución de último recurso. Por otra parte, al fin se ha hecho posible destruir sin guerra el origen de los problemas que causa el islam, a saber, su ideología. Pues sí, es claramente la narrativa coránica tradicional la que motiva a los yihadistas, desde los orígenes. Y hoy, nadie puede ya ignorarlo más que voluntariamente. Y lo son también las incitaciones sistemáticas que emanan de la práctica de esta religión, con toda evidencia, las que impiden al mundo musulmán salir del atasco, o las que lo llevan a él.


Yo propongo, pues, luchar activamente contra el origen de estos problemas, atacando al islam mismo, a golpe de informaciones. Y esto fundándose sobre hechos establecidos según métodos modernos e insistiendo en el aspecto fantasioso de la fábula musulmana. Si el mundo no musulmán se pone a ello seriamente, el islam habrá cesado de atosigar a la humanidad de aquí a una generación a lo más. Y no será ya más que un recuerdo de las andanzas medievales después de dos o tres.


Por supuesto, tendremos que oír que yo deseo más bien atacar físicamente a los musulmanes, o animar a otros a hacerlo. La verdad es que, según yo lo veo, todos ellos plantean un problema, pues, desde el nacimiento, cada musulmán añade una unidad al efectivo creciente de donde los representantes del islam extraen lo esencial de su poder. Pero los musulmanes de nombre son también los cautivos de ese fenómeno y una gran parte de ellos no verá gran inconveniente en liberarse. Si el mundo no musulmán rechaza resuelta y activamente el islam, ¿cuántos musulmanes declarados quedarán? Tantos menos sin duda cuanto esta actitud de rechazo sea más pronunciada, sólida y duradera. El mundo no musulmán puede muy bien prescindir del islam. Lo contrario es mucho menos verosímil.


Pero ¿no hay riesgo de desencadenar conflictos sin fin? Es lo más probable que los yihadistas y otros fanáticos no alterarán sus convicciones. Ellos están persuadidos ya de que los no musulmanes son sus enemigos, por definición. Pero si el islam oficial es rechazado, prohibido en todas partes donde es minoritario, sus recursos serán más limitados. Y será más fácil combatirlos. En cuanto a los no musulmanes, ¿a santo de qué se lanzarían a una guerra? Incluso si pudiera emerger un consenso total contra el islam en las naciones y las grandes organizaciones no musulmanas, sería mucho más económico y conforme al espíritu de la época luchar contra la ideología islámica con la armada de los sistemas de influencia no militares, de los que el mundo dispone hoy.


Por el contrario, ¿qué podemos esperar si el islam sigue siendo tolerado? Ya sabemos que el mundo musulmán tiene dificultades para unirse a la modernidad. Y su crecimiento demográfico superior tiende a agravar estas dificultades, tanto en el islam como en los países de emigración de los musulmanes. Nada indica aquí una mejora previsible. Si, como numerosos indicios lo sugieren, el islam está en el origen de ese retraso y de esa demografía irrazonable, vamos a asistir a una multiplicación de evoluciones comparables a la de Turquía. El despotismo va a reemplazar la democracia y la libertad económica. La mediocridad se va a extender en la enseñanza, luego en la formación del conjunto de la sociedad. Entonces, sí, es muy posible que la guerra, una guerra sucia, retorne a lo grande. Si se impone un califa, será incluso su principal obligación, según confirman más de mil años de exégesis coránica.


Es necesario recordar que el mundo moderno y sus logros constituyen más bien una excepción en la historia. Sin el esfuerzo general de instrucción, de formación, de investigación científica, de industrialización concertada, de resolución pacífica de los problemas, la Tierra no podrá alimentar a diez mil millones de habitantes. Y todo nos advierte de que esos esfuerzos cesarán de dar frutos en la misma medida en que el islam se vuelva dominante. Por eso pienso que prohibirlo es una precaución que se ha vuelto indispensable. Un deber de precaución. También con el fin de evitar la guerra.



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