Las protestas universitarias y los límites de la virtud

BENEDICT BECKELD





«Es decir, el esfuerzo virtuoso ahora es algo que pretende darle la vuelta a nuestro paradigma social.»

Sería redundante decir que los estudiantes que participan actualmente en las protestas propalestinas y pro-Hamas (pero me repito) en el campus son extremadamente ignorantes. El hecho de que se iniciaran en una elitista escuela de la Ivy-League, la Universidad de Columbia, no significa absolutamente nada en ese contexto. La educación en Estados Unidos, incluida la enseñanza superior, se ha degradado de forma tan sistemática en las últimas décadas, especialmente desde los años 1990, que se puede afirmar sin temor a equivocarse que los estudiantes en cuestión no saben nada del mundo. También son en su mayoría antisemitas y oikófobos, es decir, antiamericanos y antioccidentales. Pero esto es tan obvio que no requiere mayor comentario, y muchos otros ya lo han discutido. Quiero centrarme, más bien, en algunos aspectos más filosóficos.


Lo primero que hay que señalar a este respecto es que los estudiantes sufren lo que yo llamaría «envidia histórica». Lo que eso significa es que desean vivir en un momento histórico especial, y sienten envidia de quienes realmente lo hicieron. Por lo tanto, intentan crear ellos mismos ese momento, por destructivo que sea, para poder vivirlo. A veces se habla de «envidia de Selma» en un contexto estadounidense, pero es un fenómeno internacional y totalmente humano. Las personas que sufren este mal desean exhibir su lucha de la forma más ostentosa posible, y no quieren otra cosa que estar a horcajadas sobre la historia y alcanzar el clímax del esfuerzo humano.


En relación con esto está la idea de que las universidades, como los intelectuales en general, se consideran a sí mismas a la vanguardia del conocimiento y el progreso humanos. El intelectualismo genera así una falta de respeto por las formas de pensar establecidas. Esto a veces puede ser bueno, pero también conduce a grados de extravagancia que son menos comunes en otros segmentos de la sociedad. Ya Tucídides, en su Historia de la guerra del Peloponeso, hace decir al rey espartano Arquidamo II: «Somos sabios porque no estamos tan educados como para despreciar las leyes» (1.84). Del mismo modo, su Cleón de Atenas argumenta que «las personas inteligentes quieren parecer más sabias que las leyes... y por ello a menudo acaban derrocando sus ciudades» (3.37).


Así también la vanidad del intelectual urbano, o supuesto intelectual, lo lleva a sentir la responsabilidad de educar al público y transmitir ideas ilustradas a su sociedad en general, lo que lo hace más subversivo. Una vez más, ilustra la universalidad de estas observaciones el hecho de que no solo Tucídides lo comenta, sino, en una época y cultura diferentes, también Hobbes, en su Leviatán: «La naturaleza misma no puede errar; y a medida que los hombres abundan en la copiosidad del lenguaje, así se vuelven más sabios, o más locos, de lo ordinario. Ni es posible sin las letras que un hombre llegue a ser o excelentemente sabio, o... excelentemente necio».


Este fenómeno, unido a la envidia histórica, da como resultado el ridículo comportamiento antiamericano y antisemita que encontramos actualmente en las universidades estadounidenses. No es una coincidencia que tal cosa empezara en una de nuestras instituciones más destacadas, Columbia, y luego se extendiera también a escuelas menos cacareadas: La vanidad y extravagancia de los supuestos intelectuales significa que, cuanto más arriba en la jerarquía intelectual se encuentre una universidad, con más entusiasmo abrazará todos los absurdos progresistas. Mi propia alma mater, la Universidad de Heidelberg, es en realidad mi ejemplo favorito de esto, a fuerza de ser radical: En los años 30, Heidelberg era la universidad alemana más aduladora del nazismo y una de las primeras en despedir a todos sus profesores judíos, y solo tres décadas después, en los 1960, era el hervidero más extremo de simpatía comunista. Estos dos periodos no son opuestos, sino expresión de lo mismo, a saber, entre otras cosas: la extravagancia intelectual y la envidia histórica.


Estos factores confluyen en una última observación, que se expresa en la oikofobia y el antisemitismo que vemos crecer a nuestro alrededor. Los estudiantes se esfuerzan por estar a la altura de lo que perciben como un comportamiento virtuoso y justo. Ahora bien, el ideal virtuoso en fases civilizatorias anteriores es algo que existe realmente dentro del paradigma social de una sociedad. Así que cuando una persona se esfuerza por ser virtuosa en los primeros días de una sociedad, a menudo es fructífero, porque ese esfuerzo es hacia un objetivo que realmente existe dentro de esa sociedad en su conjunto, y que es adoptado por ella. Es decir, la persona virtuosa se esfuerza por ser lo que su propia sociedad, su propio paradigma social, considera virtuoso.


Pero en la fase declinante y decadente de una sociedad –y no exclusivamente en Estados Unidos– en la que nos encontramos actualmente, el esfuerzo virtuoso se dirige hacia un ideal que en realidad no existe dentro del paradigma de esa sociedad. Más bien, el ideal virtuoso es algo que antes no existía en absoluto –como el nazismo– o es algo que antes existía pero que está fuera del paradigma social, como el comunismo o, como ahora, el islam, por muy mal que se entienda.


Por tanto, muchos de los esfuerzos virtuosos actuales se dirigen hacia un ideal que no es posible dentro de nuestro paradigma social, lo que equivale a decir que no son realmente virtuosos en absoluto. O sea que el esfuerzo virtuoso de hoy es algo que pretende darle la vuelta a nuestro paradigma social. Dada la imposibilidad de alcanzar tal ideal dentro de la sociedad, el propósito de tal esfuerzo se convierte principalmente en la exhibición de la propia persona supuestamente virtuosa, como opuesta al intento de la virtud real y posible (aunque se perciba como tal). Y así, las exhibiciones de virtud en nuestros tiempos cada vez más decadentes y oikófobos se vuelven puramente solipsistas. Esto conduce a una pérdida de futuro para nuestro paradigma social, a menos, por supuesto, que podamos reunir suficiente confianza para creer de nuevo en ese paradigma y para insistir en que los jóvenes estudiantes lo aprendan.


Insistamos, pues, en nuestra tradición, y entendamos que hacia los estudiantes en cuestión no deberíamos tener más que desprecio y desdén. Esas personas, que han rechazado toda tradición y por tanto son cáscaras vacías sin sentido de la vida, solo tienen tanto poder y pasión como se les da. Por eso, si los administradores universitarios y las autoridades públicas mostraran un frente fuerte y unido, no solo las protestas se desvanecerían de la noche a la mañana, sino que la mayoría de los propios manifestantes olvidarían pronto su despreciable causa y su injusta indignación.



Benedict Beckeld es un filósofo residente en Nueva York. Su libro más reciente es Western Self-Contempt: Oikophobia in the Decline of Civilizations. Cornell University Press.

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