La Iglesia y
el escándalo del abuso sexual
BENEDICTO XVI
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Del 21 al 24 de febrero, tras la invitación del
Papa Francisco, los presidentes de las conferencias episcopales del
mundo se reunieron en el Vaticano para discutir la crisis de fe y de la
Iglesia, una crisis palpable en todo el mundo tras las chocantes
revelaciones del abuso clerical perpetrado contra menores. La extensión
y la gravedad de los incidentes reportados han desconcertado a
sacerdotes y laicos, y ha hecho que muchos cuestionen la misma fe de la
Iglesia. Fue necesario enviar un mensaje fuerte y buscar un nuevo
comienzo para hacer que la Iglesia sea nuevamente creíble como luz
entre los pueblos y como una fuerza que sirve contra los poderes de la
destrucción.
Ya que yo mismo he servido en una posición de responsabilidad como
pastor de la Iglesia en una época en la que se desarrolló esta crisis y
antes de ella, me tuve que preguntar –aunque ya no soy directamente
responsable por ser emérito– cómo podía contribuir a ese nuevo comienzo
en retrospectiva. Entonces, desde el periodo del anuncio hasta la
reunión misma de los presidentes de las conferencias episcopales, reuní
algunas notas con las que quiero ayudar en esta hora difícil. Habiendo
contactado al Secretario de Estado del Vaticano, Cardenal (Pietro)
Parolin, y al mismo Papa Francisco, me parece apropiado publicar este
texto en el "Klerusblatt".
Mi trabajo se divide en tres partes.
En la primera busco presentar brevemente el amplio contexto del asunto,
sin el cual el problema no se puede entender. Intento mostrar que en la
década de 1960 ocurrió un gran evento, en una escala sin precedentes en
la historia. Se puede decir que en los 20 años entre 1960 y 1980, los
estándares vinculantes hasta entonces respecto a la sexualidad
colapsaron completamente, y surgió una nueva normalidad que hasta ahora
ha sido sujeta de varios laboriosos intentos de disrupción.
En la segunda parte, busco precisar los efectos de esta situación en la
formación de los sacerdotes y en sus vidas.
Finalmente, en la tercera parte, me gustaría desarrollar algunas
perspectivas para una adecuada respuesta por parte de la Iglesia.
I.
(1) El asunto comienza con la introducción de los niños y jóvenes en la
naturaleza de la sexualidad, algo prescrita y apoyado por el Estado. En
Alemania, la entonces ministra de salud, (Käte) Strobel, tenía una
cinta en la que todo lo que antes no se permitía enseñar públicamente,
incluidas las relaciones sexuales, se mostraba ahora con el propósito
de educar. Lo que al principio se buscaba que fuera solo para la
educación sexual de los jóvenes, se aceptó luego como una opción
factible.
Efectos similares se lograron con el "Sexkoffer" publicado por el
gobierno de Austria (N. DEL T. Materiales sexuales usados en los
colegios austríacos a fines de la década de 1980). Las películas
pornográficas y con contenido sexual se convirtieron entonces en algo
común, hasta el punto que se transmitían en pequeños cines (Bahnhofskinos)
(N. del T. cines baratos en Alemania que proyectaban pequeñas cintas
cerca a las estaciones de tren).
Todavía recuerdo haber visto, mientras caminaba en la ciudad de
Ratisbona un día, multitudes haciendo cola ante un gran cine, algo que
habíamos visto antes solo en tiempos de guerra, cuando se esperaba una
asignación especial. También recuerdo haber llegado a la ciudad el
Viernes Santo de 1970 y ver en las vallas publicitarias un gran afiche
de dos personas completamente desnudas y abrazadas.
Entre las libertades por las que la Revolución de 1968 peleó estaba la
libertad sexual total, una que ya no tuviera normas. La voluntad de
usar la violencia, que caracterizó esos años, está fuertemente
relacionada con este colapso mental. De hecho, las cintas sexuales ya
no se permitían en los aviones porque podían generar violencia en la
pequeña comunidad de pasajeros. Y dado que los excesos en la vestimenta
también provocaban agresiones, los directores de los colegios hicieron
varios intentos para introducir una vestimenta escolar que facilitara
un clima para el aprendizaje.
Parte de la fisionomía de la Revolución del 68 fue que la pedofilia
también se diagnosticó como permitida y apropiada.
Para los jóvenes en la Iglesia, pero no solo para ellos, esto fue en
muchas formas un tiempo muy difícil. Siempre me he preguntado cómo los
jóvenes en esta situación se podían acercar al sacerdocio y aceptarlo
con todas sus ramificaciones. El extenso colapso de las siguientes
generaciones de sacerdotes en aquellos años y el gran número de
laicizaciones fueron una consecuencia de todos estos desarrollos.
(2) Al mismo tiempo, independientemente de este desarrollo, la teología
moral católica sufrió un colapso que dejó a la Iglesia indefensa ante
estos cambios en la sociedad. Trataré de delinear brevemente la
trayectoria que siguió este desarrollo.
Hasta el Concilio Vaticano II, la teología moral católica estaba
ampliamente fundada en la ley natural, mientras que las Sagradas
Escrituras se citaban solamente para tener contexto o justificación. En
la lucha del Concilio por un nuevo entendimiento de la Revelación, la
opción por la ley natural fue ampliamente abandonada, y se exigió una
teología moral basada enteramente en la Biblia.
Aún recuerdo cómo la facultad jesuita en Frankfurt entrenó al joven e
inteligente Padre (Schüller) con el propósito de desarrollar una
moralidad basada enteramente en las Escrituras. La bella disertación
del Padre (Bruno) Schüller muestra un primer paso hacia la construcción
de una moralidad basada en las Escrituras. El Padre fue luego enviado a
Estados Unidos y volvió habiéndose dado cuenta de que solo con la
Biblia la moralidad no podía expresarse sistemáticamente. Luego intentó
una teología moral más pragmática, sin ser capaz de dar una respuesta a
la crisis de moralidad.
Al final, prevaleció principalmente la hipótesis de que la moralidad
debía ser exclusivamente determinada por los propósitos de la acción
humana. Si bien la antigua frase “el fin justifica los medios” no fue
confirmada en esta forma cruda, su modo de pensar si se había
convertido en definitivo.
En consecuencia, ya no podía haber nada que constituya un bien
absoluto, ni nada que fuera fundamentalmente malo; (podía haber) solo
juicios de valor relativos. Ya no había bien (absoluto), sino solo lo
relativamente mejor o contingente en el momento y en circunstancias.
La crisis de la justificación y la presentación de la moralidad
católica llegaron a proporciones dramáticas al final de la década de
1980 y en la de 1990. El 5 de enero de 1989 se publicó la “Declaración
de Colonia”, firmada por 15 profesores católicos de teología. Se centró
en varios puntos de la crisis en la relación entre el magisterio
episcopal y la tarea de la teología. (Las reacciones a) este texto, que
al principio no fue más allá del nivel usual de protestas, creció muy
rápidamente y se convirtió en un grito contra el magisterio de la
Iglesia y reunió, clara y visiblemente, el potencial de protesta global
contra los esperados textos doctrinales de Juan Pablo II. (cf. D.
Mieth, Kölner Erklärung, LThK, VI3, p. 196) (N. del T. El LTHK es el Lexikon
für Theologie und Kirche, el Lexicon de Teología y la Iglesia,
cuyos editores incluían al teólogo Karl Rahner y al Cardenal alemán
Walter Kasper).
El Papa Juan Pablo II, que conocía muy bien y que seguía de cerca la
situación en la que estaba la teología moral, comisionó el trabajo de
una encíclica para poner las cosas en claro nuevamente. Se publicó con
el título de Veritatis splendor (El esplendor de la verdad) el 6 de
agosto de 1993 y generó diversas reacciones vehementes por parte de los
teólogos morales. Antes de eso, el Catecismo de la Iglesia Católica
(1992) ya había presentado persuasivamente y de modo sistemático la
moralidad como es proclamada por la Iglesia.
Nunca olvidaré cómo el entonces líder teólogo moral de lengua alemana,
Franz Böckle, habiendo regresado a su natal Suiza tras su retiro,
anunció con respecto a la Veritatis splendor que si la encíclica
determinaba que había acciones que siempre y en todas circunstancias
podían clasificarse como malas, entonces él la rebatiría con todos los
recursos a su disposición.
Fue Dios, el Misericordioso, quien evitó que pusiera en práctica su
resolución ya que Böckle murió el 8 de julio de 1991. La encíclica fue
publicada el 6 de agosto de 1993 y efectivamente incluía la
determinación de que había acciones que nunca pueden ser buenas.
El Papa era totalmente consciente de la importancia de esta decisión en
ese momento y para esta parte del texto consultó nuevamente a los
mejores especialistas que no tomaron parte en la edición de la
encíclica. Él sabía que no debía dejar duda sobre el hecho que la
moralidad de balancear los bienes debe tener siempre un límite último.
Hay bienes que nunca están sujetos a concesiones.
Hay valores que nunca deben ser abandonados por un valor mayor e
incluso sobrepasar la preservación de la vida física. Existe el
martirio. Dios es más, incluida la sobrevivencia física. Una vida
comprada por la negación de Dios, una vida que se base en una mentira
final, no es vida.
El martirio es la categoría básica de la existencia cristiana. El hecho
que ya no sea moralmente necesario en la teoría que defiende Böckle y
muchos otros demuestra que la misma esencia del cristianismo está en
juego aquí.
En la teología moral, sin embargo, otra pregunta se había vuelto
apremiante: había ganado amplia aceptación la hipótesis de que el
magisterio de la Iglesia debe tener competencia final (“infalibilidad”)
solo en materias concernientes a la fe y los asuntos sobre la moralidad
no deben caer en el rango de las decisiones infalibles del magisterio
de la Iglesia. Hay probablemente algo de cierto en esta hipótesis que
garantiza un mayor debate, pero hay un mínimo conjunto de cuestiones
morales que están indisolublemente relacionadas al principio
fundacional de la fe y que tiene que ser defendido si no se quiere que
la fe sea reducida a una teoría y no se le reconozca en su clamor por
la vida concreta.
Todo esto permite ver cuán fundamentalmente se cuestiona la autoridad
de la Iglesia en asuntos de moralidad. Los que niegan a la Iglesia una
competencia en la enseñanza final en esta área la obligan a permanecer
en silencio precisamente allí donde el límite entre la verdad y la
mentira está en juego.
Independientemente de este asunto, en muchos círculos de teología moral
se expuso la hipótesis de que la Iglesia no tiene y no puede tener su
propia moralidad. El argumento era que todas las hipótesis morales
tendrían su paralelo en otras religiones y, por lo tanto, no existiría
una naturaleza cristiana. Pero el asunto de la naturaleza de una
moralidad bíblica no se responde con el hecho que para cada sola
oración en algún lugar, se puede encontrar un paralelo en otras
religiones. En vez de eso, se trata de toda la moralidad bíblica, que
como tal es nueva y distinta de sus partes individuales.
La doctrina moral de las Sagradas Escrituras tiene su forma de ser
única predicada finalmente en su concreción a imagen de Dios, en la fe
en un Dios que se mostró a sí mismo en Jesucristo y que vivió como ser
humano. El Decálogo es una aplicación a la vida humana de la fe bíblica
en Dios. La imagen de Dios y la moralidad se pertenecen y por eso
resulta en el cambio particular de la actitud cristiana hacia el mundo
y la vida humana. Además, el cristianismo ha sido descrito desde el
comienzo con la palabra hodós (camino, en griego, usado en el Nuevo
Testamente para hablar de un camino de progreso).
La fe es una travesía y una forma de vida. En la antigua Iglesia, el
catecumenado fue creado como un hábitat en la que los aspectos
distintivos y frescos de la forma de vivir la vida cristiana eran al
mismo tiempo practicados y protegidos ante la cultura que era cada vez
más desmoralizada. Creo que incluso hoy algo como las comunidades de
catecumenado son necesarias para que la vida cristiana pueda afirmarse
en su propia manera.
II.
Las reacciones eclesiales iniciales
(1) El proceso largamente preparado y en marcha para la disolución del
concepto cristiano de moralidad estuvo marcado, como he tratado de
demostrar, por la radicalidad sin precedentes de la década de 1960.
Esta disolución de la autoridad moral de la enseñanza de la Iglesia
necesariamente debió tener un efecto en los distintos miembros de la
Iglesia. En el contexto del encuentro de los presidentes de las
conferencias episcopales de todo el mundo con el Papa Francisco, el
asunto de la vida sacerdotal, así como la de los seminarios, es de
particular interés. Ya que tiene que ver con el problema de la
preparación en los seminarios para el ministerio sacerdotal, hay de
hecho una descomposición de amplio alcance en cuanto a la forma previa
de preparación.
En varios seminarios se establecieron grupos homosexuales que actuaban
más o menos abiertamente, con lo que cambiaron significativamente el
clima que se vivía en ellos. En un seminario en el sur de Alemania, los
candidatos al sacerdocio y para el ministerio laico de especialistas
pastorales (Pastoralreferent) vivían juntos. En las comidas cotidianas,
los seminaristas y los especialistas pastorales estaban juntos. Los
casados a veces estaban con sus esposas e hijos; y en ocasiones con sus
novias. El clima en este seminario no proporcionaba el apoyo requerido
para la preparación de la vocación sacerdotal. La Santa Sede sabía de
esos problemas sin estar informada precisamente. Como primer paso, se
acordó una visita apostólica (N. del T.: investigación) para los
seminarios en Estados Unidos.
Como el criterio para la selección y designación de obispos también
había cambiado luego del Concilio Vaticano II, la relación de los
obispos con sus seminarios también era muy diferente. Por encima de
todo se estableció la “conciliaridad” como un criterio para el
nombramiento de nuevos obispos, que podía entenderse de varias maneras.
De hecho, en muchos lugares se entendió que las actitudes conciliares
tenían que ver con tener una actitud crítica o negativa hacia la
tradición existente hasta entonces, y que debía ser reemplazada por una
relación nueva y radicalmente abierta con el mundo. Un obispo, que
había sido antes rector de un seminario, había hecho que los
seminaristas vieran películas pornográficas con la intención de que
estas los hicieran resistentes ante las conductas contrarias a la fe.
Hubo –y no solo en los Estados Unidos de América– obispos que
individualmente rechazaron la tradición católica por completo y
buscaron una nueva y moderna “catolicidad” en sus diócesis. Tal vez
valga la pena mencionar que en no pocos seminarios, a los estudiantes
que los veían leyendo mis libros se les consideraba no aptos para el
sacerdocio. Mis libros fueron escondidos, como si fueran mala
literatura, y se leyeron solo bajo el escritorio.
La visita que se realizó no dio nuevas pistas, aparentemente porque
varios poderes unieron fuerzas para maquillar la verdadera situación.
Una segunda visita se ordenó y esa sí permitió tener datos nuevos, pero
al final no logró ningún resultado. Sin embargo, desde la década de
1970 la situación en los seminarios ha mejorado en general. Y, sin
embargo, solo aparecieron casos aislados de un nuevo fortalecimiento de
las vocaciones sacerdotales ya que la situación general había tomado
otro rumbo.
(2) El asunto de la pedofilia, según recuerdo, no fue agudo sino hasta
la segunda mitad de la década de 1980. Mientras tanto, ya se había
convertido en un asunto público en Estados Unidos, tanto así que los
obispos fueron a Roma a buscar ayuda ya que la ley canónica, como se
escribió en el nuevo Código (1983), no parecía suficiente para tomar
las medidas necesarias. Al principio Roma y los canonistas romanos
tuvieron dificultades con estas preocupaciones ya que, en su opinión,
la suspensión temporal del ministerio sacerdotal tenía que ser
suficiente para generar purificación y clarificación. Esto no podía ser
aceptado por los obispos estadounidenses, porque de ese modo los
sacerdotes permanecían al servicio del obispo y así eran asociados
directamente con él. Lentamente fue tomando forma una renovación y
profundización de la ley penal del nuevo Código, que había sido
construida adrede de manera holgada.
Además y sin embargo, había un problema fundamental en la percepción de
la ley penal. Solo el llamado garantismo (una especie de
proteccionismo procesal) era considerado como “conciliar”. Esto
significa que se tenía que garantizar, por encima de todo, los derechos
del acusado hasta el punto en que se excluyera del todo cualquier tipo
de condena. Como contrapeso ante las opciones de defensa, disponibles
para los teólogos acusados y con frecuencia inadecuadas, su derecho a
la defensa usando el garantismo se extendió a tal punto que las
condenas eran casi imposibles.
Permítanme un breve excurso en este punto. A la luz de la escala de la
inconducta pedófila, una palabra de Jesús nuevamente salta a la
palestra: “Y cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeños que
creen en mí, mejor le fuera si le hubieran atado al cuello una piedra
de molino de las que mueve un asno, y lo hubieran echado al mar” (Mc
9,42).
La palabra “pequeños” en el idioma de Jesús significa los creyentes
comunes que pueden ver su fe confundida por la arrogancia intelectual
de aquellos que creen que son inteligentes. Entonces, aquí Jesús
protege el depósito de la fe con una amenaza o castigo enfático para
quienes hacen daño.
El uso moderno de la frase no es en sí mismo equivocado, pero no debe
oscurecer el significado original. En él queda claro, contra cualquier
garantismo, que no solo el derecho del acusado es importante y requiere
una garantía. Los grandes bienes como la fe son igualmente importantes.
Entonces, una ley canónica balanceada que se corresponda con todo el
mensaje de Jesús no solo tiene que proporcionar una garantía para el
acusado, para quien el respeto es un bien legal, sino que también tiene
que proteger la fe que también es un importante bien legal. Una ley
canónica adecuadamente formada tiene que contener entonces una doble
garantía: la protección legal del acusado y la protección legal del
bien que está en juego. Si hoy se presenta esta concepción
inherentemente clara, generalmente se cae en hacer oídos sordos cuando
se llega al asunto de la protección de la fe como un bien legal. En la
consciencia general de la ley, la fe ya no parece tener el rango de
bien que requiere protección. Esta es una situación alarmante que los
pastores de la Iglesia tienen que considerar y tomar en serio.
Ahora me gustaría agregar, a las breves notas sobre la situación de la
formación sacerdotal en el tiempo en el que estalló la crisis, algunas
observaciones sobre el desarrollo de la ley canónica en este asunto.
En principio, la Congregación para el Clero es la responsable de lidiar
con crímenes cometidos por sacerdotes, pero dado que el garantismo
dominó largamente la situación en ese entonces, estuve de acuerdo con
el Papa Juan Pablo II en que era adecuado asignar estas ofensas a la
Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo el título de "Delicta
maiora contra fidem".
Esto hizo posible imponer la pena máxima, es decir la expulsión del
estado clerical, que no se habría podido imponer bajo otras previsiones
legales. Esto no fue un truco para imponer la máxima pena, sino una
consecuencia de la importancia de la fe para la Iglesia. De hecho, es
importante ver que tal inconducta de los clérigos al final daña la fe.
Allí donde la fe ya no determina las acciones del hombre es que tales
ofensas son posibles.
La severidad del castigo, sin embargo, también presupone una prueba
clara de la ofensa: este aspecto del garantismo permanece en vigor.
En otras palabras, para imponer la máxima pena legalmente, se requiere
un proceso penal genuino, pero ambos, las diócesis y la Santa Sede se
ven sobrepasados por tal requerimiento. Por ello formulamos un nivel
mínimo de procedimientos penales y dejamos abierta la posibilidad de
que la misma Santa Sede asuma el juicio allí donde la diócesis o la
administración metropolitana no pueden hacerlo. En cada caso, el juicio
debe ser revisado por la Congregación para la Doctrina de la Fe para
garantizar los derechos del acusado. Finalmente, en la feria cuarta (N.
del T. la asamblea de los miembros de la Congregación) establecimos una
instancia de apelación para proporcionar la posibilidad de apelar.
Ya que todo esto superó en la realidad las capacidades de la
Congregación para la Doctrina de la Fe y ya que las demoras que
surgieron tenían que ser previstas dada la naturaleza de esta materia,
el Papa Francisco ha realizado reformas adicionales.
III.
(1.) ¿Qué se debe hacer? ¿Tal vez deberíamos crear otra Iglesia para
que las cosas funcionen? Bueno, ese experimento ya se ha realizado y ya
ha fracasado. Solo la obediencia y el amor por nuestro Señor Jesucristo
pueden indicarnos el camino, así que primero tratemos de entender
nuevamente y desde adentro (de nosotros mismos) lo que el Señor
quiere y ha querido con nosotros.
Primero, sugeriría lo siguiente: si realmente quisiéramos resumir muy
brevemente el contenido de la fe como está en la Biblia, tendríamos que
hacerlo diciendo que el Señor ha iniciado una narrativa de amor con
nosotros y quiere abarcar a toda la creación en ella. La forma de
pelear contra el mal que nos amenaza a nosotros y a todo el mundo, solo
puede ser, al final, que entremos en este amor. Es la verdadera fuerza
contra el mal, ya que el poder del mal emerge de nuestro rechazo a amar
a Dios. Quien se confía al amor de Dios es redimido. Nuestro ser no
redimidos es una consecuencia de nuestra incapacidad de amar a Dios.
Aprender a amar a Dios es, por lo tanto, el camino de la redención
humana.
Tratemos de desarrollar un poco más este contenido esencial de la
revelación de Dios. Podemos entonces decir que el primer don
fundamental que la fe nos ofrece es la certeza de que Dios existe. Un
mundo sin Dios solo puede ser un mundo sin significado. De otro modo,
¿de dónde vendría todo? En cualquier caso, no tiene propósito
espiritual. De algún modo está simplemente allí y no tiene objetivo ni
sentido. Entonces no hay estándares del bien ni del mal, y solo lo que
es más fuerte que otra cosa puede afirmarse a sí misma y el poder se
convierte en el único principio. La verdad no cuenta, en realidad no
existe. Solo si las cosas tienen una razón espiritual tienen una
intención y son concebidas. Solo si hay un Dios Creador que es bueno y
que quiere el bien, la vida del hombre puede entonces tener sentido.
Existe un Dios como creador y la medida de todas las cosas es una
necesidad primera y primordial, pero un Dios que no se exprese para
nada a sí mismo, que no se hiciese conocido, permanecería como una
presunción y podría entonces no determinar la forma [Gestalt] de
nuestra vida. Para que Dios sea realmente Dios en esta creación
deliberada, tenemos que mirarlo para que se exprese a sí mismo de
alguna forma. Lo ha hecho de muchas maneras, pero decisivamente lo hizo
en el llamado a Abraham y que le dio a la gente que buscaba a Dios la
orientación que lleva más allá de toda expectativa: Dios mismo se
convierte en criatura, habla como hombre con nosotros los seres humanos.
En este sentido la frase “Dios es”, al final se convierte en un mensaje
verdaderamente gozoso, precisamente porque Él es más que entendimiento,
porque Él crea –y es– amor para que una vez más la gente sea consciente
de esta, la primera y fundamental tarea confiada a nosotros por el
Señor.
Una sociedad sin Dios –una sociedad que no lo conoce y que lo trata
como no existente– es una sociedad que pierde su medida. En nuestros
días fue que se acuñó la frase de la muerte de Dios. Cuando Dios muere
en una sociedad, se nos dijo, esta se hace libre. En realidad, la
muerte de Dios en una sociedad también significa el fin de la libertad
porque lo que muere es el propósito que proporciona orientación, dado
que desaparece la brújula que nos dirige en la dirección correcta que
nos enseña a distinguir el bien del mal. La sociedad occidental es una
sociedad en la que Dios está ausente en la esfera pública y no tiene
nada que ofrecerle. Y esa es la razón por la que es una sociedad en la
que la medida de la humanidad se pierde cada vez más. En puntos
individuales, de pronto parece que lo que es malo y destruye al hombre
se ha convertido en una cuestión de rutina.
Ese es el caso con la pedofilia. Se teorizó solo hace un tiempo como
algo legítimo, pero se ha difundido más y más. Y ahora nos damos cuenta
con sorpresa de que las cosas que les están pasando a nuestros niños y
jóvenes amenazan con destruirlos. El hecho de que esto también pueda
extenderse en la Iglesia y entre los sacerdotes es algo que nos debe
molestar de modo particular.
¿Por qué la pedofilia llegó a tales proporciones? Al final de cuentas,
la razón es la ausencia de Dios. Nosotros, cristianos y sacerdotes,
también preferimos no hablar de Dios porque este discurso no parece ser
práctico. Luego de la convulsión de la Segunda Guerra Mundial, nosotros
en Alemania todavía teníamos expresamente en nuestra Constitución que
estábamos bajo responsabilidad de Dios como un principio guía. Medio
siglo después, ya no fue posible incluir la responsabilidad para con
Dios como un principio guía en la Constitución europea. Dios es visto
como la preocupación partidaria de un pequeño grupo y ya no puede ser
un principio guía para la comunidad como un todo. Esta decisión se
refleja en la situación de Occidente, donde Dios se ha convertido en un
asunto privado de una minoría.
Una tarea primordial, que tiene que resultar de las convulsiones
morales de nuestro tiempo, es que nuevamente comencemos a vivir por
Dios y bajo Él. Por encima de todo, nosotros tenemos que aprender una
vez más a reconocer a Dios como la base de nuestra vida en vez de
dejarlo a un lado como si fuera una frase no efectiva. Nunca olvidaré
la advertencia del gran teólogo Hans Urs von Balthasar que una vez me
escribió en una de sus postales: “¡No presuponga al Dios trino: Padre,
Hijo y Espíritu Santo, preséntelo!”.
De hecho, en la teología Dios siempre se da por sentado como un asunto
de rutina, pero en lo concreto uno no se relaciona con Él. El tema de
Dios parece tan irreal, tan expulsado de las cosas que nos preocupan y,
sin embargo, todo se convierte en algo distinto si no se presupone sino
que se presenta a Dios. No dejándolo atrás como un marco, sino
reconociéndolo como el centro de nuestros pensamientos, palabras y
acciones.
(2) Dios se hizo hombre por nosotros. El hombre como Su criatura es tan
cercano a Su corazón que Él se ha unido a sí mismo con él y ha entrado
así en la historia humana de una forma muy práctica. Él habla con
nosotros, vive con nosotros, sufre con nosotros y asumió la muerte por
nosotros. Hablamos sobre esto en detalle en la teología, con palabras y
pensamientos aprendidos, pero es precisamente de esta forma que
corremos el riesgo de convertirnos en maestros de fe en vez de ser
renovados y hechos maestros por la fe.
Consideremos esto con respecto al asunto central: la celebración de la
Santa Eucaristía. Nuestro manejo de la Eucaristía solo puede generar
preocupación. El Concilio Vaticano II se centró correctamente en
regresar este sacramento de la presencia del cuerpo y la sangre de
Cristo, de la presencia de Su persona, de su Pasión, Muerte y
Resurrección, al centro de la vida cristiana y la misma existencia de
la Iglesia. En parte esto realmente ha ocurrido y deberíamos estar
agradecidos al Señor por ello.
Y sin embargo prevalece una actitud muy distinta. Lo que predomina no
es una nueva reverencia por la presencia de la muerte y resurrección de
Cristo, sino una forma de lidiar con Él que destruye la grandeza del
Misterio. La caída en la participación de las celebraciones
eucarísticas dominicales muestra lo poco que los cristianos de hoy
saben sobre apreciar la grandeza del don que consiste en Su Presencia
real. La Eucaristía se ha convertido en un mero gesto ceremonial cuando
se da por sentado que la cortesía requiere que sea ofrecido en
celebraciones familiares o en ocasiones como bodas y funerales a todos
los invitados por razones familiares.
La forma en la que la gente simplemente recibe el Santísimo Sacramento
en la comunión como algo rutinario muestra que muchos la ven como un
gesto puramente ceremonial. Por lo tanto, cuando se piensa en la acción
que se requiere primero y primordialmente, es bastante obvio que no
necesitamos otra Iglesia con nuestro propio diseño. En vez de ello se
requiere, primero que nada, la renovación de la fe en la realidad de
que Jesucristo se nos es dado en el Santísimo Sacramento.
En conversaciones con víctimas de pedofilia, me hicieron muy consciente
de este requisito primero y fundamental. Una joven que había sido
acólita me dijo que el capellán, su superior en el servicio del altar,
siempre la introducía al abuso sexual que él cometía con estas
palabras: “Este es mi cuerpo que será entregado por ti”.
Es obvio que esta mujer ya no puede escuchar las palabras de la
consagración sin experimentar nuevamente la terrible angustia de los
abusos. Sí, tenemos que implorar urgentemente al Señor por su perdón,
pero antes que nada tenemos que jurar por Él y pedirle que nos enseñe
nuevamente a entender la grandeza de Su sufrimiento y Su sacrificio. Y
tenemos que hacer todo lo que podamos para proteger del abuso el don de
la Santísima Eucaristía.
(3) Y finalmente, está el Misterio de la Iglesia. La frase con la que
Romano Guardini, hace casi 100 años, expresó la esperanza gozosa que
había en él y en muchos otros, permanece inolvidable: “Un evento de
importancia incalculable ha comenzado, la Iglesia está despertando en
las almas”.
Se refería a que la Iglesia ya no era experimentada o percibida
simplemente como un sistema externo que entraba en nuestras vidas, como
una especie de autoridad, sino que había comenzado a ser percibida como
algo presente en el corazón de la gente, como algo no meramente externo
sino que nos movía interiormente. Casi 50 años después, al reconsiderar
este proceso y viendo lo que ha estado pasando, me siento tentado a
revertir la frase: “La Iglesia está muriendo en las almas”.
De hecho, hoy la Iglesia es vista ampliamente solo como una especie de
aparato político. Se habla de ella casi exclusivamente en categorías
políticas y esto se aplica incluso a obispos que formulan su concepción
de la Iglesia del mañana casi exclusivamente en términos políticos. La
crisis, causada por los muchos casos de abusos de clérigos, nos hace
mirar a la Iglesia como algo casi inaceptable que tenemos que tomar en
nuestras manos y rediseñar. Pero una Iglesia que se hace a sí misma no
puede constituir esperanza.
Jesús mismo comparó la Iglesia a una red de pesca en la que Dios mismo
separa los buenos peces de los malos. También hay una parábola de la
Iglesia como un campo en el que el buen grano que Dios mismo sembró
crece junto a la mala hierba que “un enemigo” secretamente echó en él.
De hecho, la mala hierba en el campo de Dios, la Iglesia, son ahora
excesivamente visibles y los peces malos en la red también
muestran su fortaleza. Sin embargo, el campo es aún el campo de Dios y
la red es la red de Dios. Y en todos los tiempos, no solo ha habido
mala hierba o peces malos, sino también los sembríos de Dios y los
buenos peces. Proclamar ambos con énfasis y de la misma forma no es una
manera falsa de apologética, sino un necesario servicio a la Verdad.
En este contexto es necesario referirnos a un importante texto en la
Revelación a Juan. El demonio es identificado como el acusador que
acusa a nuestros hermanos ante Dios día y noche. (Ap 12, 10). El
Apocalipsis toma entonces un pensamiento que está al centro de la
narrativa en el libro de Job (Job 1 y 2, 10; 42:7-16). Allí se dice que
el demonio buscaba mostrar que lo correcto en la vida de Job ante Dios
era algo meramente externo. Y eso es exactamente lo que el Apocalipsis
tiene que decir: el demonio quiere probar que no hay gente correcta,
que su corrección solo se muestra en lo externo. Si uno pudiera
acercarse, entonces la apariencia de justicia se caería rápidamente.
La narración comienza con una disputa entre Dios y el demonio, en la
que Dios se ha referido a Job como un hombre verdaderamente justo.
Ahora va a ser usado como un ejemplo para probar quién tiene razón. El
demonio pide que se le quiten todas sus posesiones para ver que nada
queda de su piedad. Dios le permite que lo haga, tras lo cual Jon actúa
positivamente. Luego el demonio presiona y dice: “¡Piel por piel! Sí,
todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Sin embargo, extiende
ahora tu mano y toca su hueso y su carne, verás si no te maldice en tu
misma cara". (Job 2,4f).
Entonces Dios le otorga al demonio un segundo turno. También toca la
piel de Job y solo le está negado matarlo. Para los cristianos es claro
que este Job, que está de pie ante Dios como ejemplo para toda la
humanidad, es Jesucristo. En el Apocalipsis el drama de la humanidad
nos es presentado en toda su amplitud.
El Dios Creador es confrontado con el demonio que habla a toda la
humanidad y a toda la creación. Le habla no solo a Dios, sino y sobre
todo a la gente: Miren lo que este Dios ha hecho. Supuestamente una
buena creación. En realidad está llena de miseria y disgustos. El
desaliento de la creación es en realidad el menosprecio de Dios. Quiere
probar que Dios mismo no es bueno y alejarnos de Él.
La oportunidad en la que el Apocalipsis no está hablando aquí es obvia.
Hoy, la acusación contra Dios es sobre todo menosprecio de Su Iglesia
como algo malo en su totalidad y por lo tanto nos disuade de
ella. La idea de una Iglesia mejor, hecha por nosotros mismos, es de
hecho una propuesta del demonio, con la que nos quiere alejar del Dios
viviente usando una lógica mentirosa en la que fácilmente podemos caer.
No, incluso hoy la Iglesia no está hecha solo de malos peces y mala
hierba. La Iglesia de Dios también existe hoy, y hoy es ese mismo
instrumento a través del cual Dios nos salva.
Es muy importante oponerse con toda la verdad a las mentiras y las
medias verdades del demonio: sí, hay pecado y mal en la Iglesia, pero
incluso hoy existe la Santa Iglesia, que es indestructible. Además hoy
hay mucha gente que humildemente cree, sufre y ama, en quien el Dios
verdadero, el Dios amoroso, se muestra a Sí mismo a nosotros. Dios
también tiene hoy Sus testigos ("martyres") en el mundo. Nosotros solo
tenemos que estar vigilantes para verlos y escucharlos.
La palabra mártir está tomada de la ley procesal. En el juicio contra
el demonio, Jesucristo es el primer y verdadero testigo de Dios, el
primer mártir, que desde entonces ha sido seguido por incontables otros.
El hoy de la Iglesia es más que nunca una Iglesia de mártires y por
ello un testimonio del Dios viviente. Si miramos a nuestro alrededor y
escuchamos con un corazón atento, podremos hoy encontrar testigos en
todos lados, especialmente entre la gente ordinaria, pero también en
los altos rangos de la Iglesia, que se alzan por Dios con sus vidas y
su sufrimiento. Es una inercia del corazón lo que nos lleva a no desear
reconocerlos. Una de las grandes y esenciales tareas de nuestra
evangelización es, hasta donde podamos, establecer hábitats de fe y,
por encima de todo, encontrar y reconocerlos.
Vivo en una casa, en una pequeña comunidad de personas que descubren
tales testimonios del Dios viviente una y otra vez en la vida diaria, y
que alegremente me comentan esto. Ver y encontrar a la Iglesia viviente
es una tarea maravillosa que nos fortalece y que, una y otra vez, nos
hace alegres en nuestra fe.
Al final de mis reflexiones me gustaría agradecer al Papa Francisco por
todo lo que hace para mostrarnos siempre la luz de Dios que no ha
desaparecido, incluso hoy. ¡Gracias Santo Padre!
Benedicto XVI
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