Una
retrospectiva sobre
Mahoma
IBN WARRAQ
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Mahoma fue sin duda uno de los grandes hombres de
la historia, en el
sentido de que, si no hubiera existido, otro habría sido el curso de la
historia de la humanidad. Pero, como señala Popper, «para que nuestra
civilización sobreviva, debemos abandonar el hábito de mostrar
deferencia por los grandes hombres. Los grandes hombres cometen grandes
errores». Aunque el dogma islámico lo ha retratado libre de pecado,
Mahoma nunca pretendió ser perfecto ni infalible. Como comenta Tor
Andrae, éste es uno de sus rasgos más simpáticos: tenía conciencia de
sus defectos y era capaz de autocrítica.
Mahoma era un hombre lleno de encanto. Son muchas
las fuentes que
hablan de su irresistible sonrisa y de su poderoso carisma, que
despertaba la lealtad y el afecto de sus hombres. Fue también un jefe
militar excepcional y un hombre de Estado con un enorme poder de
persuasión y diplomacia. ¿Cuáles fueron exactamente sus logros?
Montgomery Watt, uno de los pocos estudiosos occidentales que muestran
por él una admiración sin límites rayana en la adoración, resume como
sigue sus logros: «En primer lugar, poseía lo que podría denominarse
don de la profecía. Consciente de que las tensiones sociales de La Meca
tenían profundas raíces religiosas, elaboró una serie de ideas que, al
colocar las disputas de La Meca en un marco más amplio, permitieron
resolverlas hasta cierto punto».
Detengámonos aquí por un momento para analizar
las palabras de Watt. Ya
nos hemos referido a las teorías de Bousquet y Crone, que demuestran la
falsedad de la supuesta crisis espiritual padecida en ese entonces por
La Meca. Ahora quiero citar a Margoliouth, quien previo los argumentos
de Watt con casi cincuenta años de anticipación, y los refutó.
Margoliouth sostiene que las creencias árabes preislámicas eran más que
suficientes para satisfacer sus necesidades espirituales, y que no
existe prueba alguna de que hubiera alguna clase de malestar social:
«La afirmación de que el fetichismo árabe era
insuficiente para
satisfacer sus necesidades religiosas no puede probarse. Dios es un ser
imaginario que puede causar tanto el bien como el mal; y todo señala
que los árabes, que desconocían el mundo que los rodeaba, estaban
firmemente convencidos de que sus dioses y diosas podían ser causa de
ambos. [...] En cuanto a la gratificación que todo sentimiento
religioso requiere, no hay prueba alguna de que el paganismo no la
procurase. De las inscripciones de los paganos árabes se desprende que
éstos profesaban un enorme afecto y gratitud por sus dioses y patrones.»
Watt continúa: «Las ideas que proclamó le
otorgaron al fin una posición
de liderazgo, con una autoridad que no se basaba en la jerarquía tribal
sino en la "religión". Gracias a esta posición y a la naturaleza de su
autoridad, tribus y clanes secularmente rivales podían aceptar su
liderazgo. Esto, a su vez, dio origen a una comunidad cuyos miembros
estaban en paz unos con otros».
En este caso particular creo que Watt no hace
plena justicia a los
verdaderos logros de Mahoma y, lo que es más, confunde la teoría con la
práctica. Como señala Goldziher: «Mahoma fue el primer hombre de su
clase que le dijo a la gente de La Meca y a los indómitos amos del
desierto árabe que la misericordia no era un signo de debilidad sino
una virtud, y que perdonar las injusticias padecidas no era contrario a
las normas de la verdadera muruwwa [virtud] sino que
constituía la más
preciada muruwwa, ya que ello significaba seguir la senda de
Alá».
Si Mahoma fue capaz de persuadir a las tribus y
clanes de que, en
adelante, el principio unificador de la sociedad no sería la
pertenencia a una tribu sino el islamismo, fue justamente insistiendo
en el perdón. Hasta entonces las tribus habían estado divididas por
siglos de odios de sangre, asesinatos por venganza, represalias y
animosidad. Mahoma enseñó la igualdad de todos los creyentes a los ojos
de Dios. Por desgracia, una cosa es la teoría y otra la práctica. En
primer lugar, Mahoma no practicó lo que predicaba: con demasiada
frecuencia dio salida a sus crueles tendencias –como evidenció en su
conducta para con los judíos, los mecanos y sus rivales–, sin el más
mínimo signo de misericordia. Bukhari relata el siguiente ejemplo de la
crueldad de Mahoma:
«Algunos de los miembros de la tribu de Ukl
acudieron al encuentro del
profeta y abrazaron el islamismo; pero el aire de Medina les sentaba
mal, y deseaban marcharse. El profeta les ordenó que fueran a donde se
hallaban los camellos recibidos como limosna y que bebieran su leche,
cosa que hicieron, y se recuperaran de su malestar. Pero, hecho esto,
renunciaron al islamismo, se volvieron apóstatas y robaron los
camellos. El profeta envió entonces tras ellos a varios de sus hombres,
quienes los capturaron y los condujeron de vuelta a Medina. El profeta
ordenó que les cortaran manos y pies como castigo a su robo, y que les
quitaran los ojos. Pero no hizo que restañaran su sangre, y todos
murieron.»
William Muir reseña algunas de las atrocidades
que se le
atribuyen (y téngase presente que quienes las relatan son
autoridades musulmanas incuestionadas como Ibn Ishaq y al-Tabari):
«No se observa rasgo alguno de magnanimidad o
moderación en la conducta
de Mahoma para con aquellos enemigos que no acertaron a proponer una
alianza oportuna. Mostró una satisfacción salvaje ante los cadáveres de
los Quraish caídos en Badr, y dio orden de ejecutar a algunos
prisioneros que no habían cometido más delito que manifestar su
escepticismo y su oposición política. Hizo torturar salvajemente al
príncipe de Jaybar para que revelara dónde habían ocultado los tesoros
de la tribu, y luego lo mandó ejecutar, al igual que a su primo, con la
excusa de que había cometido traición al ocultarlos, tras lo cual
condujeron a su esposa como cautiva a la tienda del conquistador.
Mahoma sentenció rigurosamente al exilio a dos tribus judías de Medina;
y de una tercera, también vecina de Medina, vendió como esclavos a
todas las mujeres y niños e hizo asesinar a sangre fría ante sus ojos a
los varios centenares de hombres.»
Por último, Watt describe una idílica imagen de
armonía tribal bajo el
liderazgo de Mahoma. El precedente ejemplo de la crueldad de Mahoma
sirve igualmente para ilustrar el hecho de que no todas las tribus
aceptaban su autoridad. Goldziher ha mostrado asimismo que la rivalidad
entre las tribus prosiguió aún largo tiempo después de que el islamismo
la hubo prohibido. Ya hemos hablado de la rivalidad entre los árabes,
por lo que no nos extenderemos aquí sobre ella. Pero es un hecho que
Mahoma no dejó a su muerte una nación unida, como lo confirman las
guerras de sucesión. Los califas segundo, tercero y cuarto fueron
asesinados. En cuanto al asesinato de Utmán, en 656, condujo a un caos
aún mayor y a una sangrienta anarquía, por lo que se lo conoce como al-Bab
al-Maftuh, es decir, «la puerta abierta» a la guerra civil.
Como comenta Margoliouth: «El profeta deseaba sin
duda que la vida de
un musulmán fuera tan sacrosanta en el mundo musulmán como lo había
sido para la tribu en el viejo sistema tribal; pero fracasó, ya que sus
primeros seguidores acabaron por desencadenar una guerra civil entre
ellos y, en la historia del islamismo, las víctimas de las matanzas
ordenadas por los sultanes musulmanes fueron con frecuencia comunidades
musulmanas y, en especial, familias que aseguraban descender del propio
profeta».
Watt concluye: «Para evitar que su energía
guerrera perturbara a la
comunidad concibió la idea de yihad o guerra santa, que dirige dicha
energía hacia afuera, hacia los no musulmanes».
Watt no es el único que manifiesta admiración por
la expansión árabe y
el consiguiente nacimiento del imperio islámico. Aunque el imperialismo
ya no es visto en general con buenos ojos, difícilmente se toma nadie
la molestia de criticar esa variedad de imperialismo que fue la
expansión árabe, con toda la muerte y destrucción que acarreó. Y me
resulta absolutamente incomprensible que Watt considere la guerra santa
como un gran logro moral digno de admiración, cuando su expreso
propósito es exterminar el paganismo, matar a los no creyentes y
conquistar por las armas las tierras y posesiones de otros pueblos.
La sinceridad de Mahoma
Mucha tinta ha corrido infructuosamente sobre la
cuestión de la
sinceridad de Mahoma. ¿Era un simple impostor, o creía sinceramente que
todas las «revelaciones» que constituyen el Corán eran comunicaciones
directas de Dios? Aun cuando aceptemos que era totalmente sincero, no
veo en qué puede incidir esto en el juicio moral de su persona. Uno
puede tener sinceramente creencias falsas. Más aún, uno puede tener
sinceramente creencias inmorales o indignas de respeto. Muchos racistas
creen con sinceridad que los judíos tienen que ser exterminados.
¿Acaso dicha sinceridad afecta a nuestra condena
moral de sus
creencias? Da la impresión de que la «sinceridad» desempeña un papel
semejante al «alegato de desequilibrio mental» que hoy hacen en los
tribunales de justicia muchos abogados que intentan exculpar a sus
infames clientes. Lo menos que puede achacársele a Mahoma en esta
cuestión es que se haya engañado a sí mismo, algo que incluso Watt
reconoce: «Es importante aclarar que el hecho de que las revelaciones
satisficieran los deseos de Mahoma y consintieran sus placeres, por
cierto que pueda ser, no prueba que Mahoma no fuera sincero;
simplemente demuestra que era capaz de engañarse a sí mismo.» En otras
palabras, si era sincero, tenía una increíble capacidad para engañarse
a sí mismo; si no era sincero, fue un impostor. No puede aceptarse que,
después de haber sostenido que Mahoma era un astuto político, un
brillante estadista, un gran conocedor de los hombres, un sabio
legislador y un hombre realista, sensato y maravillosamente diplomático
que nunca sufrió accesos de epilepsia, los apologistas aleguen de
pronto que Mahoma fue también capaz de engañarse extraordinariamente a
sí mismo. La conclusión forzosa es que, en la segunda etapa de su vida,
inventó «revelaciones» conscientemente para solucionar sus problemas
domésticos, a menudo por su propia conveniencia. Al mismo tiempo, se
puede aceptar sin vacilaciones la opinión sostenida por muchos
estudiosos de que, en La Meca, Mahoma era plenamente sincero en su
convicción de haber hablado con Dios. Pero es también de todo punto
innegable que, en Medina, su conducta y la naturaleza de sus
revelaciones cambiaron. Ya hemos visto que Muir resume admirablemente
este período de la vida de Mahoma:
«Los mensajes celestiales justifican cualquier
conducta política, y
sirven de fundamento para inculcar preceptos religiosos. Se libran
batallas, se ordenan ejecuciones y se anexan territorios, amparándose
en sanciones divinas. Lo que es más, se excusan las concesiones
particulares e incluso se alientan por medio de la aprobación o el
mandato divino. Una licencia especial permite que el profeta tenga
muchas esposas; su relación con su esclava María la copta se justifica
en una sura especial; y su pasión por la mujer de su hijo adoptivo e
íntimo amigo da origen a un inspirado mensaje en el que Dios censura
los escrúpulos del profeta, permite el divorcio y le impone el
casamiento con el objeto de su deseo. Si declaramos que Mahoma creía
sinceramente en tales «revelaciones» y se sometía a la sanción divina,
es forzoso darle un sentido especial. Sin duda hemos de hacerlo
responsable de esta creencia; y, para llegar a ella, tuvo que violentar
su juicio y los mejores principios de su naturaleza.»
El modo fortuito con que Mahoma recibía
revelaciones en esta última
etapa queda bien ilustrado por la siguiente anécdota. Omar, que más
tarde se convirtió en el segundo califa, fue en cierta ocasión a ver al
profeta y le recriminó que orara por su enemigo, Abdallah Ibn Ubayy.
Cuando Omar se preguntaba si no habría ido demasiado lejos criticando
al profeta, éste tuvo una revelación: «No ores nunca por ninguno de
ellos cuando muera, ni te detengas ante su tumba».
«Al parecer, la coincidencia no despertó ninguna
sospecha en Omar; pero
para nosotros la revelación no es más que la adopción formal de la
sugestión de Omar, que el profeta suponía un reflejo de la opinión
pública. En otra ocasión, cuando Omar (u otro), habiendo reflexionado
sobre la conveniencia de tener un Llamado a la Oración para evitar así
toda imitación a los judíos y cristianos, se lo sugirió al profeta, se
encontró con que el ángel Gabriel se le acababa de anticipar. Esto
ocurrió en tres ocasiones más: al hacerle una sugestión al profeta,
éste le aseguró cada vez que había recibido una revelación que
expresaba su idea con sus mismas palabras. Tal coincidencia halagó su
vanidad, pero no le inspiró la más mínima sospecha de impostura. Otros
seguidores eran quizá menos crédulos, pero sabían lo peligroso que
podía resultar ridiculizar el Corán. De vez en cuando surgían disputas
entre los musulmanes debido a que diferían las versiones del Corán que
les habían transmitido y cada uno sostenía que sólo la suya era la
correcta: el profeta, que siempre tenía réplica para todo, les aseguró
que había no menos de siete textos revelados del Corán.»
«Uno de los engaños más perjudiciales que los
hombres y las naciones
pueden sufrir es el de creerse un instrumento especial de la Divina
Voluntad», escribió Russell. Por desgracia, tanto Mahoma como los
musulmanes sufrieron tal engaño: sólo los musulmanes tenían garantizada
la salvación, ya que ésta era impensable fuera del islamismo. Dios los
había elegido para que difundieran el mensaje a la humanidad.
Reformas morales
Mahoma tiene a su favor haber abolido la antigua
costumbre de enterrar
vivas a las niñas indeseadas. No es fácil, en cambio, asegurar que
mejoró la condición general de las mujeres, porque no tenemos
suficientes conocimientos de las prácticas preislámicas. No obstante,
diversos estudiosos sostienen que el islamismo empeoró
considerablemente la situación de las mujeres. En su famosa obra Femmes
árabes avant et depuis l'islamisme [Las mujeres árabes antes y
después
del islamismo], Perron afirma que la condición de las mujeres se
deterioró gravemente con el islamismo, ya que perdieron su antigua
posición intelectual y moral:
«Algunas de las prerrogativas que el islamismo
abolió formaban parte de
los derechos naturales de las mujeres y les habían permitido gozar de
gran capacidad y libertad de acción. Antiguamente las mujeres árabes
disponían libremente de su persona, y la decisión de su casamiento
recaía en ellas; buscaban o esperaban un marido que fuera de su gusto,
tanto por compenetración intelectual como por otras afinidades.»
No sería correcto dejar de mencionar que algunos
estudiosos, como
Bousquet, creen que Mahoma hizo todo lo que pudo para mejorar la
condición de las mujeres, pero que no consiguió gran cosa. Como señaló
Lane Poole: «Mahoma podría haberlo hecho mejor». Lo cierto es que, en
el islamismo, la mujer sólo es igual al hombre en lo referente a las
propiedades; en cualquier otro aspecto es inferior a él.
Bousquet comenta asimismo el pernicioso ejemplo
que dio Mahoma al
casarse con Aisha cuando ésta no tenía más que nueve años. Esta
costumbre de los casamientos infantiles ha persistido hasta nuestra
época, y puede tener trágicas consecuencias. Aun así, los musulmanes se
muestran reacios a criticar un hábito establecido por el profeta.
Mahoma introdujo asimismo otra institución que ha acarreado grandes
males: la de la compensación por los juramentos violados.
«En la sura 16,93 se ordena cumplir los
juramentos, pero en la sura
5,91 se modifica esta regla introduciendo el principio de compensación,
según el cual la violación de un juramento se compensa con alguna otra
acción. Y en la sura 66,1-5 se confirma el principio y se aplica a un
caso en que el propio profeta está implicado. [...] La gravísima
consecuencia de esto es que la ley musulmana no ha hallado modo alguno
de conseguir que un juramento sea legal mente vinculante, ya que no
sólo el Corán declara expresamente que la ejecución de ciertos actos de
caridad puede sustituir el cumplimiento de un juramento, sino que se le
adjudica al profeta la máxima de que, si un hombre ha jurado hacer algo
y luego descubre un curso de acción preferible, debe seguir este último
curso y compensar el juramento violado.»
Por otra parte, la vida de Mahoma está plena de
contradicciones y deja
en claro que con frecuencia se mostraba dispuesto a renunciar a sus
principios en pro de una ganancia política o para conseguir más poder,
como cuando aceptó eliminar de un documento su título de «enviado de
Dios» porque éste constituía un obstáculo para la radicación del
tratado. Denostaba la idolatría, y no obstante incorporó todas las
prácticas paganas árabes a las ceremonias del peregrinaje (como, por
ejemplo, el beso a la Piedra Negra). Abolió juegos tradicionales por
considerarlos producto de la superstición, pero según parece conservó
las supersticiones de sus antepasados; entre otras cosas, otorgaba un
gran valor a los presagios, en especial a los relacionados con los
nombres. Creía firmemente en el mal de ojo y en la posibilidad de
evitarlo mediante encantamientos. En las primeras suras se enseñaba a
honrar a los padres; pero, cuando la nueva generación comenzó a unirse
a Mahoma en contra de la voluntad de sus padres, la devoción filial
hacia padres no creyentes pasó a ser mal vista y se prohibió a los
jóvenes que oraran por ellos. El consentimiento de Mahoma a que se
vertiera sangre de los propios parientes también tuvo una influencia
perniciosa en sus seguidores. Mientras que, en general, el Corán
predica la moderación en muchos ámbitos, se vuelve más y más
intolerante a medida que avanza el texto. Por desgracia, el asesinato
de los enemigos de Mahoma ha constituido un precedente para todas las
tradiciones, y en épocas modernas lo han citado incluso los defensores
de Jomeini para justificar su llamamiento al asesinato de Rushdie. Como
comenta Margoliouth, «las experiencias de la vida de Mahoma, el
continuo derramamiento de sangre que caracterizó el período de Medina,
parecen haber inculcado en sus seguidores la convicción de que
vertiendo sangre se abren para ellos las puertas del Paraíso». No es
fácil concebir en toda su magnitud lo que significó el ejemplo de
Mahoma para innumerables gobernantes, califas y visires musulmanes,
como Hajjaj y Mahmud de Ghazni, quienes se basaron en él para
justificar sus matanzas, saqueos y destrucciones: «Matad, matad a los
no creyentes dondequiera que los encontréis.» Como afirma Margoliouth,
«no hay lugar a error cuando se señala como fuente de este horrible
rasgo del islamismo [el derramamiento de sangre] las masacres de los
oponentes del profeta, y la teoría presente en el Corán de que, en
cierto momento de la trayectoria de un verdadero profeta, se requiere
un profuso derramamiento de sangre». Los librepensadores occidentales,
como Russell, consideran que Jesucristo es menos digno de admiración
que Sócrates o que Buda. ¿Qué es lo que le reprochan? Entre otras
cosas, haber maldecido a una higuera, lo que hizo que ésta se secara y
muriera; los apologistas del islamismo, en cambio, tanto occidentales
como musulmanes, intentan excusar los asesinatos perpetrados por
Mahoma. Yo, desde luego, no puedo colocar a Mahoma en el mismo plano
moral que a Sócrates, Buda, Confucio o Jesús.
Tal vez el peor legado de Mahoma haya sido su
insistencia en que el
Corán es la palabra literal de Dios, y por ende incuestionablemente
verdadera, ya que de ese modo impidió toda posibilidad de libertad de
pensamiento y de nacimiento de nuevas ideas, sin los cuales el mundo
islámico es absolutamente incapaz de progresar y entrar en el siglo XXI.
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