Ciencia, bioquímica y panenteísmo en Arthur Peacocke

JAVIER MONSERRAT





Arthur Peacocke es hoy, junto a Barbour y Polkinghorne, uno de los tres grandes maestros en el estudio de la conexión ciencia/religión; muy especialmente con la teología cristiana. Los tres han sido galardonados con el Premio Templeton al conjunto de su obra: Barbour en 1999, Peacocke en 2001 y Polkinghorne en 2002; en el 2000 fue el científico Freeman J. Dyson y antes habían sido, entre otros, Paul Davis en 1995, Carl Friedrich von Weizsácker en 1989 o Stanley L. Jaki en 1987. Barbour, Peacocke y Polkinghorne constituyen una tríada fundamental, armónica y congruente, para entender la proyección actual de la ciencia (o filosofía de la ciencia) sobre la religión en general, y la teología cristiana en especial.

 

Es en los tres autores un enfoque positivo, en que la imagen científica del mundo, de la vida y del hombre es integrable o asumible por los modelos religiosos y por la teología cristiana. Para los tres autores la imagen científica de la realidad debería ser hoy presupuesto básico para acceder al entendimiento (podríamos decir también hermenéutica) de la religión y de la teología cristiana, en concordancia con la cultura moderna dominante en el mundo occidental. Esta teología-desde-la-ciencia debería ser hoy el acceso más apropiado para establecer los parámetros básicos de una teodicea, o teología natural, que condujera a una hermenéutica de modelos religiosos y teología cristiana en congruencia con la sensibilidad de nuestro tiempo.

 

 

1. ARTHUR PEACOCKE: DIOS DESDE EL HORIZONTE DE LA BIOQUÍMICA

 

Así como Barbour y Polkinghorne son físicos, Peacocke es biólogo y bioquímico, Su perspectiva es, digamos, la más cercana al mundo de la vida y esto nos explica quizá su insistencia en una visión pan-en-teísta: la imagen de un universo en que Dios aparece como fundamento esencial, al mismo tiempo transcendente e inmanente, en que todos «vivimos, nos movemos y somos», en perfecta concordancia con el pensamiento paulino, presente desde siempre en la tradición cristiana más antigua, e incluso en la tradición mística más profunda en todas las religiones. La imagen científica del mundo, entendida por Peacocke, nos conduce a leerlo religiosamente como manifestación unitaria y monista de la Vida de la Divinidad en la que todo lo real está sumergido ontológicamente, fundando nuestras vidas, nuestras acciones y nuestro ser. El pan-en-teísmo sería así un concepto muy apropiado para hablar del Dios transcendente/inmanente de la tradición cristiana, tal como puede ser iluminado por la imagen científica del mundo. Nuestra intención es presentar ahora, comentando y discutiendo, algunos de los tópicos más importantes del enfoque de Arthur Peacocke.

 

Evolución intelectual. Arthur Peacocke nace en Watford, muy cerca de Londres, en 1924. De familia anglicana alejada de la religión no tuvo al parecer inquietudes tempranas por lo religioso. En su época universitaria mantuvo una posición agnóstica y escéptica, provocada por la conservadora iglesia anglicana de entonces. Relata, sin embargo, que un sermón de William Temple, arzobispo de Canterbury, le hizo vislumbrar la posibilidad de que el cristianismo pudiera quizá ser intelectualmente defendible. En 1941 entró en el Exeter College de Oxford, donde recibió el Bachelor of Arts en química, el Bachelor of Science y el Doctor of Philosophy, de tal manera que en 1948 estaba en condiciones de acceder a lecturer en química de la universidad de Birmingham. Pero poco a poco se fue despertando en Peacocke el interés por la teología (una búsqueda de Dios congruente con la razón): en 1960 recibió ya un diploma en teología y en 1971 un Bachelor of Divinity en la misma universidad de Birmingham. En 1952 cuando se anunció el descubrimiento del DNA, Peacocke se encontraba investigando en el Virus Laboratory de la universidad de California en Berkeley, pero junto a sus colegas en Birmingham intervino también en los estudios que condujeron al conocimiento de la ordenación espacial de las moléculas de ADN. Desde 1959 continuó su investigación como physical biochemist en Oxford.

 

Hacia comienzo de los años sesenta culminó su aproximación a la iglesia de Inglaterra, siendo Lay Reader en 1961. Diez años después, en 1971, se ordenó como sacerdote, aunque siguió dedicado a su trabajo científico. Desde tiempo atrás, Peacocke estaba ya casado y tenía dos hijos. En la década de los setenta comenzaron sus publicaciones sobre ciencia y religión. Su primer libro en esta línea fue Science and the Christian Experiment que recibió el Lecomte de Noüy Price, en 1973, siendo todavía investigador a tiempo completo sobre la químico-física de proteínas y de ADN en Oxford. En el mismo año 1973 pasó a ser decano del Ciare College de Cambridge, y esta nueva ocupación le dejó más tiempo para emprender definitivamente sus escritos sobre ciencia y religión. En 1985 Peacocke fundó el Jan Ramsey Centre for the Interdisciplinary Study of Religious Beliefs in Relation to the Sciences en Oxford. Igualmente promovió el U.K. Science and Religion Forum y la fundación de la European Society for the Study of Science and Theology (ESSSAT) que ha celebrado recientemente, en 1-6 de abril de 2004, su congreso bienal en Barcelona, asociado al Forum Universal de las Culturas. También fundó la Society of Ordained Scientists.

 

La obra de Peacocke sobre ciencia/religión. Nos referimos solo a las más importantes publicaciones. Science and the Christian Experiment (1971) fue su primera obra. En ella comenzaba comparando la tarea experimental de la ciencia y la propia de la teología, para exponer después las nuevas perspectivas abiertas por la ciencia en la descripción del proceso de evolución cósmica y biológica. Abordaba una revisión de la tarea de la teología desde estas nuevas perspectivas de la ciencia: Dios y el cosmos; el hombre, la evolución y Cristo; la materia en la perspectiva teológica y científica, etc. Creation and the World of Science (1979, citado CWS) fue su primer gran libro sistemático que le dio renombre internacional. El ensayo presentaba una descripción del estado de la cosmología científica e introducía por primera vez una reflexión a fondo sobre el «principio antrópico»: el Dios de las religiones se vislumbraba como posible fundamento de la consistencia del universo y de la inteligibilidad de su diseño físico/biológico. Al mismo tiempo introducía también la perspectiva bioquímica del azar y los cambios aleatorios en el ADN, concibiendo formas de entender la acción creativa de Dios en consonancia con el mundo biológico del azar. Igualmente se discutían en el texto las teorías del «gen egoísta» de Dawkins y de la sociobiología de Wilson para apoyar una idea humanista del hombre, en congruencia con la idea cristiana de la encarnación. Intimations of Reality: Critical Realism in Science and Religion (1984, citado IOR) presentaba, digamos, la primera exposición monográfica de la epistemología de Peacocke. Se trataba ya del realismo crítico, también defendido por Barbour y Polkinghorne. Tanto ciencia como religión trataban de referirse por metáforas, imágenes y modelos a la misma realidad. De ahí el reto de hacer entrar en congruencia los modelos científicos con los modelos religiosos. God and the New Biology (1986) fue una obra dedicada a profundizar en la discusión del biologismo reduccionista en la línea de Dawkins, Wilson, e incluso del mismo Francis H. C. Crick que consideraba que la biología «no es otra cosa que física y química». Para Peacocke la biología, aun dentro de una visión unitaria y monista del universo, exigía entender la vida como realidad emergente con niveles cualitativos de ser no reducibles al mecanicismo físico/biológico del mundo inorgánico.

 

Con Theology for a Scientific Age: Being and Becaming, Natural, Human and Divine (1993, citado TSA) llegamos a su obra fundamental, tal como es comúnmente reconocido. La forma en que podía concebirse en el mundo la acción divina a la luz de las teorías del caos, del azar y de la mecánica cuántica estaba siendo objeto de polémica y discusión. La obra ofrecía la visión de Peacocke sobre la acción divina en el mundo en congruencia con las nuevas perspectivas científicas. El aspecto original y propio de su enfoque era concebir que, así como en sistemas complejos el «todo» puede afectar al comportamiento de sus partes (como sucede en los sistemas biológicos, y en el hombre), así igualmente podía concebirse la inmersión del universo en Dios y su presencia actuante en cada una de sus partes. En todo caso, el libro ofrecía también la necesaria revisión de muchas de las ideas tradicionales de Dios en la filosofía y en la teología, a la luz de la idea del ser y el devenir, tanto humano como divino, propiciado por las nuevas perspectivas de la ciencia. God and Science: A Quest for Christian Credibility (1996) es un libro dirigido al gran público en que Peacocke trata de ofrecer una visión de Dios asequible a quienes desde el mundo de la ciencia se abren a la religión. From DNA to Dean. Reflections and Explorations of a Priest-Scientist (1996) es también un libro autobiográfico divulgativo en que reúne un conjunto de textos breves leídos en diferentes contextos. Más importancia tiene, sin embargo, su último libro Paths from Science to God: forging a New Theology for a Scientific Age (2001), editado también más brevemente con el subtítulo The End of all our Exploring (citado PSG). Este libro es, pues, como un testamento final donde Peacocke vuelve a insistir en sus grandes ideas: la necesidad de que la idea moderna de Dios sea reformulada desde el mundo de la ciencia; la semejanza entre la forma de razonamiento de la ciencia y de la teología, siempre a posteriori en dependencia de las evidencias fenoménicas; la necesidad de superar el clásico dualismo antropológico de la teología clásica, yendo hacia un emergentismo fundado en la idea «humanista» del hombre posibilitada por la ciencia; la necesidad de pensar a Dios de forma coherente con su continua acción divina en el mundo en el marco de su esquema pan-en-teísta, ya antes aludido.

 

 

2. SU ENFOQUE EPISTEMOLÓGICO

 

Realismo crítico. Como Barbour y Polkinghorne, Peacocke ha defendido siempre un «realismo crítico» flexible, tanto en ciencia como en teología. Su exposición básica está en la obra de 1984, pero se encuentran referencias continuas en casi todos sus libros. En las ciencias se construye siempre conocimiento a partir de la experiencia: son los datos o base empírica. El conocimiento es siempre un constructo producido por la razón que, aunque apoyado en hechos, establece en ocasiones hipótesis y especulaciones sobre un mundo que no es de acceso inmediato a la experiencia. La ciencia considera que sus constructos dicen algo del mundo real, aunque solo sean metáforas, imágenes o modelos: la ciencia es, pues, realista. Sus hipótesis, aunque sean siempre revisables y deban ser sometidas continuamente a crítica, apuntan a lo real y probablemente consiguen conocerlo. Este realismo crítico es por entero congruente con una moderna epistemología científica, popperiana o pospopperiana. La ciencia constata el mundo empírico en los hechos, pero busca su inteligibilidad por el realismo crítico. Inteligibilidad es conocer por qué las cosas son como son, por qué aparecen en su ser y en su devenir; cuáles son, en definitiva, las causas de su realidad (IOR, passim; TSA, 11-18).

 

Religión y experiencia religiosa. Para Peacocke, como para Barbour, las religiones son un hecho, cuya existencia real no puede ponerse en duda. Pero estas se fundan en la experiencia religiosa, individual e integrada en comunidades religiosas. En el cristianismo integrada asimismo en las comunidades de fe del pasado, hasta llegar a la comunidad de Israel en el A.T. y de la primitiva comunidad cristiana descrita en el N.T. La teología busca exponer la fe contenida en la experiencia religiosa, pero también hacerla inteligible y expresar su sentido. Buscar inteligibilidad es conocer por qué la experiencia religiosa es como es, cómo debe ser entendida y cuáles son sus causas en el conjunto de la realidad en que vivimos. Para Peacocke la experiencia religiosa busca algo que no busca la ciencia (por la pura objetividad de esta): el sentido. La teología busca entender cómo la experiencia religiosa integra al hombre congruentemente en la realidad del universo, dotando a su vida personal de un valor y de una esperanza de cumplimiento final.

 

La experiencia religiosa, por tanto, puede ser objeto de descripción fenomenológica. Es una vivencia de experiencia de Dios, por ejemplo, descrita en la mística de muchas religiones. El sujeto se siente inmerso en Dios y cercano a Él en su interior (el agustiniano intimior intimo meo): es la experiencia de inmanencia y transcendencia de Dios presente ya en el paulino «en Dios vivimos, nos movemos y somos», repetidamente citado por Peacocke. Pero la teología, y la filosofía cristiana, al buscar inteligibilidad han debido necesariamente hacer uso de la razón. Pero esto ha dependido -no podía ser de otra manera- de cada época histórica: de la filosofía griega, de Platón, de Aristóteles, de los sistemas escolásticos, de Descartes, de Kant, de Hegel… Estos modelos de inteligibilidad racionales han llevado a una lectura o interpretación de la experiencia religiosa: lectura, sin embargo, que podría ser más o menos correcta, o incluso imprecisa y errónea. Estos análisis de inteligibilidad epocales, variables por su propia naturaleza, no deben confundirse con los modelos religiosos que contienen la vivencia ele la realidad y de la experiencia religiosa que constituye la esencia de la religión.

 

Inteligibilidad de Dios en la era de la ciencia. El conjunto de la obra intelectual de Peacocke se funda en una declaración de principios básica, compartida con Barbour, Polkinghorne y otros muchos (y por mí mismo): que el constructo racional sobre el universo, la vida y el hombre hacia un entendimiento actual <le la experiencia religiosa debe partir de la experiencia organizada en la ciencia (sometida, naturalmente, a una problematización filosófica, ya que la ciencia no tiene por qué plantearse desde su propia metodología ciertas cuestiones últimas, antropológicas o metafísicas). Peacocke insiste en que acceder a la inteligibilidad de la experiencia religiosa en la teología desde la ciencia es hoy, además, especialmente necesario para el cristianismo por razones históricas y sociológicas: por el cuestionamiento crítico de la religión desde la ilustración por la ciencia y por la influencia generalizada <le la ciencia en la cultura occidental de nuestros días (CWS, 7-37; TSA, 1-23). No seguir este camino equivaldría a encerrar el conocimiento y lenguaje racional sobre Dios, y la experiencia religiosa, en discursos deficientes y en anacronismos ininteligibles por la sociedad actual. En su discurso de recepción del premio Templeton decía Peacocke, el 8 de marzo de 2001, que «la ciencia es el lenguaje global y el patrimonio de nuestra cultura, y para los creyentes de todas las religiones ha llegado el tiempo ele comprometerse creativamente con la perspectiva universal ofrecida por las ciencias».

 

La ciencia, asumida por los modelos religiosos, conduce a entender la inmanencia de la divinidad en la ontología del mundo -como veremos en el panenteísmo de Peacocke-. La experiencia del mundo es ciertamente ya una experiencia implícita del ser de la Divinidad. Pero es una experiencia del Deus absconditus, ya que el mundo, como nos hace ver la ciencia, puede ser descrito como puramente mundano, autónomo, sin Dios. La imagen científica del mundo nos conduce a entender que el Dios que se revela en la experiencia religiosa es el Deus absconditus, el Dios oculto que no se impone, el Dios cristiano de la Gracia en el Espíritu, el Dios de la libertad. El Dios, en definitiva, que se nos manifiesta en la kénosis cristológica del misterio de su Muerte y Resurrección. La experiencia natural no es eo ipso religiosa (porque puede ser mundana), sino que es la experiencia religiosa posible, asumida libremente, la que revela la experiencia del mundo como experiencia de Dios. Todo esto es, a nuestro entender, muy importante y depende de la inteligibilidad de Dios orientada por la imagen científica del mundo (ver el epígrafe final de este escrito).

 

Modelos científicos y modelos religiosos. Para entender su relación (muy parecida, por otra parte, a la contemplada por Barbour) debemos hacer algunas observaciones.

1) Para Peacocke queda establecido que la ciencia puede construir una descripción puramente mundana, natural o autónoma del universo, de la vida y del hombre, sin Dios, aunque sea solo una hipótesis posible, compatible con la persistencia del enigma último del universo y con muchas lagunas de inteligibilidad propias de esta misma hipótesis natural.

2) Pero la relación ciencia/religión no consiste en el enfoque apologético hacia pruebas y demostraciones de la existencia de Dios, como en la antigua teodicea y teología natural.

3) Que la religión, por otra parte, a través de la filosofía y de la teología, busque su inteligibilidad significa que esa imagen científica del mundo (aunque pueda ser leída en clave mundana) debería poder ser asumida de forma congruente por la idea del Dios fundamento y creador de las religiones. Es decir, el mundo de la ciencia podría ser también compatible con la idea del Dios de las religiones.

4) Gran parte del esfuerzo analítico y argumentativo de Peacocke ha ido dirigido precisamente a mostrar que la ciencia no excluye la posibilidad de concebir la existencia de un Dios congruente con el universo: así sus análisis sobre la posibilidad de concebir la acción divina en un universo de azar, de caos, de indeterminaciones cuánticas, o la misma doctrina pan-en-teísta como marco conceptual cercano a la ciencia para entender la inmanencia/transcendencia de Dios.

5) Pero, el punto de vista de Peacocke va incluso más allá: aunque una descripción mundana, sin Dios, del universo sea posible, considera que, no obstante, la hipótesis de inteligibilidad fundada en Dios sería probablemente la mejor de las explicaciones posibles: donde su fundamento ontológico y su racionalidad profunda hallarían explicaciones causales más satisfactorias.

 

 

3. LA IMAGEN DE LO REAL EN LA CIENCIA

 

No puede emprenderse, pues, esa teología-desde-la-ciencia a que estamos aludiendo, sin tomar nota de la imagen científica del mundo. En las obras de Peacocke constatamos un corpus de información puramente descriptivo, básico: qué dice hoy la ciencia sobre el universo, sobre la vida, sobre el hombre. Para trazar un cuadro completo de esta presentación deberíamos indagar en todas sus obras donde a veces repite informaciones, pero donde se dan observaciones nuevas, no mencionadas antes. En su obra fundamental la presentación distingue una imagen estática de la realidad (el ser de la realidad) y una imagen dinámica (el devenir de la realidad) (TSA. 25-84; también CWS, 50-73).

 

El ser de la realidad (What's There). La revisión de Peacocke deja constancia de que se ha construido históricamente a partir de la mecánica clásica newtoniana, una aproximación macroscópica todavía aceptable en determinadas circunstancias. Sus conceptos básicos de materia, energía y su ubicación en el espacio tiempo absoluto (que algunos relacionarían inapropiadamente con su aprioridad) han sido en esencia superados por la visión relativista de Einstein. El tiempo clásico-homogéneo, independiente de objetos y eventos sucedidos en él, absoluto, inerte, infinito, continuo-- ha sido también superado por la relatividad einsteiniana. Las acciones causales nunca pueden transmitirse a una velocidad mayor que la de la luz. La irreversibilidad del tiempo ha sido debatida y Hawking ha acentuado el aumento de entropía en el universo y la progresiva disipación del orden; los seres vivos solo pod1ian presentarse en la fase expansiva en que ahora nos hallamos. Para Hawking la flecha del tiempo termodinámica, psicológica y cosmológica parece apuntar en la misma dirección. Pero la línea del tiempo queda hoy enmarcada por la ciencia en una referencia al big bang que daría, al menos, su dirección en el momento cósmico en que nos hallamos. El ser de ese universo, situado en una línea del tiempo, queda también hoy descrito por la profundización de nuestra idea de la materia constitutiva, más allá de la mecánica clásica. Desde Einstein conocemos la convertibilidad de materia y energía, al mismo tiempo que la materia corpuscular se ha ido conciliando con su carácter ondulatorio. En esta perspectiva corpuscular-ondulatoria de la mecánica cuántica la complejidad de los modelos matemáticos que describen la materia nos hace dudar actualmente sobre el alcance de nuestras representaciones y realza la persistencia del enigma profundo de la naturaleza última del mundo (TSA, 29-35).

 

La observación científica del ser objetivo de lo real constata, por una parte, la enorme diversidad de estructuras y entidades, pero al mismo tiempo constata también su simplicísima unidad constitutiva: la energía generada en el big bang ha producido una jerarquía de niveles de ser que abarca desde las partículas hasta átomos, moléculas, macromoléculas, organículos subcelulares, células, organismos funcionales multicelulares, organismos vivientes holísticos, poblaciones de organismos vivientes, ecosistemas y biosfera. Estos diferentes niveles se integran unos en otros como series de muñecas rusas en un marco monística en que todo lo real responde a las mismas leyes fundamentales de la materia. Leyes fundamentales de la materia que en último término se apoyarían en las de las cuatro interacciones básicas, que los físicos intentan unificar en una Grand Unified Theory (GUT) e incluso en una unificación total. Peacocke rechaza que esta unidad de lo real imponga a la ciencia el reduccionismo, ya que las estructuras generadas desde la simplicidad de la materia han producido niveles de ser emergentes de realidad que fundan diferentes epistemologías y enfoques explicativos propios de cada una de las ciencias (i.e., física y biología). Estos niveles emergentes se producen por la complejísima propensión de la materia a la interconexión creciente y a su organización en totalidades holísticas (TSA, 36-43).

 

El devenir de la realidad (What's going on). El universo constituido estructuralmente así está sometido a un devenir continuo. Ha llegado a su estado actual por devenir desde el big bang y se encamina hacia el futuro por un devenir todavía no cerrado. La explicación del pasado, del presente y del futuro en la ciencia, para describir la forma de ese devenir cósmico, se construye a partir de la noción de predictibilidad fundada en la noción de causalidad. La novedad y el futuro emergen dentro de cadenas causa-efecto que establecen la línea del devenir y permiten la predictibilidad en la historia físico-biológico-humana del universo. Peacocke analiza por ello el binomio predictibilidad-causalidad en diferentes contextos de interacción física (TSA, 46ss). Pero lo más interesante es su análisis de la causación top-down (downward) que apunta ya a establecer tanto su rechazo del reduccionismo como también su argumentación de la inteligibilidad del universo a través de la hipótesis del pan-en-teísmo divino. Esta causalidad es la ejercida sistémicamente por el todo sobre sus partes, tal como el psiquismo controla y determina los procesos físico-químico-biológicos inferiores del organismo por una causalidad superior descendente. Estos procesos «todos emergentes» determinan los niveles de realidad cualitativamente diferentes que fundan el rechazo del reduccionismo, sin negar el monismo y simplicidad de la realidad en su origen desde el mundo físico elemental (TSA, 53-55).

 

En el marco conceptual, por tanto, de predictibilidad y de causalidad productor de niveles de complejidad emergentes, aborda Peacocke la pura constatación del devenir evolutivo de la vida. La ciencia describe cómo se ha llegado hasta aquí, pero el futuro está abierto y no es posible anticipar una predicción biológica determinista. Desde la bioquímica de la vida, la química de las proteínas y la genética del ADN -especialidad de Peacocke como científico- expone la conformación del proceso evolutivo, en parte entendible como un proceso de organización del flujo de información, pero también en coherencia con su forma emergente-holística de entender la causación top down y sin caer en el reduccionismo. La evolución propensiva (propensity for increased complexity) hacia el incremento de orden, la coordinación de azar y necesidad como causa de un avance creativo, o la indeterminación final del proceso, no están en contradicción con las leyes de la física o el papel de la entropía en la termodinámica del universo (TSA, 55-65).

 

Apoyándose, pues, ontológicamente en estos niveles evolutivos de complejidad Peacocke asume el nacimiento de la sensibilidad como un factor sistémico y emergente, unido esencialmente a la vida, aunque quizá accedido desde mecanicismos inferiores. Sin embargo, no creemos que Peacocke en su análisis del problema psicobiofísico haya llegado a tocar toda la profundidad hoy posible. En la década de los noventa circulaban ya las ideas de Penrose sobre, digamos, una neurología cuántica, y muchas otras discusiones en torno, que no han tenido eco en él. A nuestro entender, al menos solo como hipótesis, estas ideas hubieran podido enriquecer su análisis. El hombre aparece en el proceso creciente de los niveles de conciencia (cita a Teilhard, aunque no comparte plenamente su correlación simple complejidad-conciencia). El cerebro humano dice Peacocke permite un análisis nuevo del medio, una profundización en la habilidad para el procesamiento de información y un desarrollo general de la sensibilidad humana ante el dolor, la propia vulnerabilidad y la experiencia del propio ser y del mundo (TSA, 69-71).

 

La ciencia constata también la emergencia del ser humano en la continuidad del proceso evolutivo. En el homo sapiens descubrimos muchas características, perfeccionadas, ya presentes en los mamíferos superiores. Sin embargo, su descripción exige nuevos conceptos, no-reductivos, autónomos que den cuenta de su peculiaridad específica, de su nivel emergente de ser: la conjunción de esos caracteres específicos son lo que para Peacocke nos permite hablar de la persona humana. En el marco de una epistemología evolutiva Peacocke describe el desarrollo de la mente humana hacia las imágenes visuales y sensitivas, hacia el pensamiento abstracto y el lenguaje. El pensamiento abstracto va unido a la emergencia funcional de la conciencia de «sujeto» y de un mundo objetual cognoscible. El ser humano, apoyándose en las funciones neuronales, puede representarse el pasado, la complejidad del presente y prever, e incluso diseñar, el futuro. El sujeto humano puede así autotranscenderse, salir de sus necesidades animales inmediatas, y acceder racionalmente a las preguntas últimas y al sentimiento de lo numinoso (TSA, 73-74). Esta autoimagen se forma desde la infancia y conduce a la representación del otro, haciendo al ser humano intelectualmente social. Con su razón el hombre construye diversas posibilidades de acción y se mueve escogiendo libre, pero racional-humanamente, entre ellas. La conducta humana es así intencional, y dirigida por las funciones superiores de su psiquismo. De esta manera la persona humana ha creado la cultura desde sus raíces evolutivas (como se entiende en el marco del análisis de Konrad Lorenz, citado por Peacocke).

 

A nuestro entender, la presentación de Peacocke es correcta, pero tampoco llega aquí a los niveles de profundización últimos que hubieran podido enriquecerla: una discusión más amplia con las actuales teorías de la mente, bien desde el paradigma mecanicista-computacional, serial o conexionista, bien desde el paradigma emergentista, enriqueciéndose, por ejemplo, con autores como Edelman y otros. El conocimiento de la teoría de la hiperformalización biológica de Zubiri le hubiera ayudado también para explicar con mucha mayor congruencia la causas de la emergencia de la razón en el proceso evolutivo (TSA, 73-77).

 

Pero este devenir cósmico evolutivo, y las posibilidades abiertas en él coyunturalmente para la vida, tienen una limitación en el tiempo: Peacocke se inclina a aceptar que la ciencia prevé la extinción futura de la vida y la disolución energética del universo, agotado por el proceso entrópico (TSA, 69-71). Sin embargo, el devenir evolutivo muestra en su despliegue un complejo diseño racional, una inteligibilidad, una racionalidad objetiva, que siempre ha asombrado a la ciencia, e incluso un cuasi diseño racional de las propiedades del universo para hacer posible la vida, e incluso la vida del ser humano como persona, tal como muestran los argumentos del «principio antrópico» (TSA, 77-80, CWS, 67ss).

 

 

4. LA INTELIGIBILIDAD DEL UNIVERSO EN DIOS

 

El universo objetivo descrito por la ciencia como sistema unitario (monista), desde la energía del big bang hasta la conciencia autoconsciente del hombre que se cuestiona a sí misma y al universo, está fácticamente ahí. Y plantea a la razón humana -ciencia y teología- la cuestión de su inteligibilidad. No se trata de responder preguntas como «¿por qué el mundo existe?», que, aunque quizá tenga sentido proponerlas (Peacocke no admite que sean sin sentido como piensa la filosofía analítica), son, sin embargo, probablemente irrespondibles. Buscar inteligibilidad es partir de lo que existe, del universo, de la vida, del hombre, y preguntamos hasta donde podamos, sin rechazar las cuestiones límite, pero fundándonos en los hechos, en el mundo descrito racionalmente por la ciencia, cómo puede tener todo una explicación, unas causas últimas que den al universo un significado congruente y doten al devenir cósmico de un sentido que enriquezca la existencia humana. La ciencia -aun perdida todavía hoy en un universo enigmático-- busca inteligibilidad intelectual (conocer desde los fundamentos y dar desde ahí a todo una significación congruente); es quizá posible que la ciencia deba ir más allá de sí misma y entrar incluso en el ámbito de la reflexión filosófica sobre sus resultados. Pero la teología no se contenta con esto y busca además desde la urgencia existencial de reposar hallando un sentido en la dinámica del universo (TSA, 87-90).

 

Peacocke admite que la filosofía construida desde la ciencia pueda dotar al universo de una inteligibilidad sin Dios, autónoma, agnóstica o atea. Pero su esfuerzo se orientará a mostrar que ese mismo universo descrito por la ciencia (aunque no necesariamente teísta) se ilumina también de congruencia e inteligibilidad desde la idea de Dios presente en los modelos religiosos, y en especial desde el cristianismo. La realidad de Dios se presentará incluso para él como la «mejor explicación» del universo (TSA, 90, 99). Razonar, pues, esta idea de Dios desde la ciencia debe ser entendido como la vía actual para alcanzar la inteligibilidad (el anselmiano fides quaerens intellectum) de la experiencia religiosa, tal como antes señalábamos.

 

El Dios de los filósofos. Frente a la tradición racionalista en el análisis de la esencia divina, Peacocke se inclina por la posición del filósofo inglés Richard Swinburne. Para este la argumentación sobre Dios es a posteriori: la experiencia empírica de los hechos -el mundo objetivo, pero también la autoexperiencia humana- ofrece las evidencias que llevan a la probabilidad de la existencia de un ser divino. Pero este se piensa siempre de acuerdo con nuestros argumentos para considerar su existencia: debe tener las propiedades que le permitan ser fundamento del mundo (personalidad, eternidad, libertad, omnipotencia, omnisciencia, creador...). Sin embargo, la afirmación «Dios existe», ¿es también necesaria? La respuesta de Swinburne nos dice Peacocke es que «la esencia de Dios es eterna; que existe un Dios en esencia fundamento personal del ser (lo que incluye ser eterno) es el puro hecho inexplicable, un término final de la explicación de cómo son las cosas» (TSA, 92-91). Swinburne entiende esto como una existencia /actualmente necesaria (factually necessary existence) y no como una existencia lógicamente necesaria (logicallv necessary existence). Peacocke cree que la inteligibilidad de Dios desde la ciencia es también una racionalidad construida a posteriori desde el mundo empírico. Y esta racionalidad analítica, la de la única teodicea hoy posible, debe ser la que conduzca a la hermenéutica de la experiencia religiosa. Este enfoque a posteriori, por otra parte, ha sido habitual en la historia de la filosofía escolástica. Recordemos que Santo Tomás rechazó la prueba anselmiana de la existencia de Dios y que, además, el enfoque racionalista (v.g. Descartes) o la orientación tomista transcendental conectada con el apriorismo kantiano han sido, y siguen siendo, una posición muy sectorial en la filosofía de tradición escolástica considerada globalmente.

 

Dios como factor de inteligibilidad última. Para Peacocke es posible una inteligibilidad sin-Dios, pero este ofrece al universo una inteligibilidad mejor. Se trata de argumentarlo ejerciendo una razón que analiza con orden los hechos para llegar finalmente a entender la inteligibilidad del mundo en Dios y la naturaleza de la experiencia religiosa. Esta racionalidad se funda hoy en la imagen del mundo en la ciencia. El ser y el devenir del universo, incluyendo la vida y el hombre, están ahí (pienso que, desde un enfoque zubiriano, mejor sería decir: la realidad y el ser de su actualidad en el tiempo están ahí). Pero hay que ver cómo se presentan de hecho este ser y devenir: tal como la ciencia nos describe con toda precisión metodológica. Por tanto, no se puede hoy abordar una especulación directa sobre el ser y el devenir de lo real, del mundo -o sobre el ser del hombre, su conocimiento y su experiencia-, sin la mediación racional de la ciencia. Así, en el marco científico, aborda Peacocke tanto su análisis de lo real, como su análisis del ser y del devenir de Dios.

 

El ser divino hace, pues, esencialmente inteligible el universo como fundamento del ser (Ground of Being). El universo está ahí y su existencia debe tener una explicación suficiente. «Su existencia exige una explicación de algún tipo, en el sentido de que con estas propiedades concretas podría no haber existido» (TSA, 101). El universo, descrito por la ciencia, es tan problemático y mistérico que justifica aplicarle el concepto tradicional de contingencia. Es muy problemático que siendo así pueda hacer inteligible su existencia. Desde la realidad se construye entonces la idea de Dios como factor de inteligibilidad para el fundamento del ser. Dios debe concebirse de modo que pueda ser fundamento del ser. Recordando a Swinburne, cabe pensarlo entonces como eterno (o incluso si se quiere como necesario, en el sentido de que no sería congruente pensar que pudiera dejar de ser real y existir, desde el momento en que lo consideramos fundamento de lo real). Pero se trata de una factually necessary existence, no de una logically necessary existence (en el sentido anselmiano, cartesiano, o incluso, con matices, hegeliano).

 

Así, el Dios-fundamento-del-ser concebible desde la ciencia como factor de inteligibilidad debería ser transcendente (CWS, 204), inmanente, uno, con insondable riqueza ontológica, ser supremanente racional, fundamento y preservador fiable de la constitución del universo, creador continuo y causa del orden racional (principio antrópico) del universo, personal y con acciones intencionales. Otro Dios no haría inteligible al universo: para ser fundamento, debería ser así. El enigma de la consistencia y estabilidad del universo, de su racionalidad constructiva -del orden físico y biológico-, así como de la emergencia y sentido de la persona humana en él, hacen de Dios, según Peacocke, la mejor hipótesis para la inteligibilidad del fundamento último de su ser (TSA, 1O1-113).

 

Pero ese Dios debería también ser entendido con un devenir divino en consonancia con el Dios bíblico (aunque distante del Dios inmutable de la tradición escolástica) que enriquece ciertamente la idea natural de Dios. Es un Dios interactivo con el mundo, que se alegra de la creación, que como creador continuo actúa en el mundo en el marco de la necesidad de las leyes -establecidas por Él- y del azar (TSA, 115-121, CWS, 86-110). Es un Dios que parece haber autolimitado voluntariamente tanto su omnipotencia (v.g. en la libertad humana) como su omnisciencia divina (v.g. ha creado un mundo en que la ontología caótica de muchos sistemas no puede ser conocida puntualmente). Es un Dios vulnerable, un Amor que se vacía y se entrega a sí mismo (Selfemptying, Self giving Love), un Dios sufriente en la vida de los seres humanos -nos dice haciéndose eco de la teología de J. Moltmann, C. Hartshorne, W. H. Vanstone o Paul Fiddes- (TSA, 123-127). Pero la lógica que, desde el mundo, conduce a concebir el devenir divino nos lleva también a replantear la concepción del tiempo, en el fondo el misterio del tiempo, tanto en relación con el universo como en su proyección sobre la divinidad fundamento-del-ser (TSA, 128-134).

 

La acción divina en el mundo. La hipótesis de Dios, en su ser y en su devenir, como factor de inteligibilidad nos obliga, pues, a admitir una continua acción divina en el mundo. Pero el mundo es como es y la ciencia nos describe: con la necesidad, la probabilidad, el determinismo y el indeterminismo de los eventos macrofísico-clásicos y microfísico-cuánticos, con el azar-necesidad de la biología evolutiva, con las fluctuaciones caóticas, con las diversas formas de interacción y causalidad que rigen la forma de aparición, evolución y fin de los estados físico-biológicos. Por tanto, si la acción divina fuera inconcebible, absolutamente incongruente e imposible en un mundo así descrito por la ciencia, entonces la hipótesis de Dios no sería un buen factor de inteligibilidad fundamental para el universo. Por ello, la obra de Peacocke ha ido dirigida a explicar que la idea científica del mundo no es contradictoria con la acción divina, sino que permite conjeturar formas congruentes de compaginarla con el orden natural fáctico. En este contexto, Peacocke estudia la acción esencial de Dios sobre el mundo, la creación y su acción interventiva posterior sin alterar la naturaleza creada. Todo ello es congruente con un mundo abierto, en aspectos determinados, pero en otros indeterminado, con un mundo cuántico, un mundo de azar, un mundo con causalidad organizada en sistemas v donde existe una causalidad top down manifiesta en el mundo biológico. Todo ello permite diversos modelos inteligibles de la interacción entre Dios y el mundo, congruentes con nuestra idea de Dios y la evidencia científica de cómo el mundo está construido (creado) fácticamente. En parte, Peacocke ha contribuido a entender cómo Dios podría obrar en el mundo a través del azar físico y biológico, de los procesos caóticos y de las indeterminaciones cuánticas (TSA, 135-183). En todas estas reflexiones no se trata de conocer, claro está, la esencia divina, sino de mostrar solo que la hipótesis del Dios-fundamento que actúa en el mundo no es contradictoria con nuestra imagen científica de este.

 

Panenteísmo y emergentismo. El modelo de Peacocke para hallar en cada caso respuestas congruentes con la inteligibilidad del mundo en Dios es el pan-en-teísmo. El Dios-fundamento debería entenderse como un ser unido ontológicamente al mundo. Dios sería fundamento último y origen de toda creación, del universo. En Dios vivimos, nos movemos y somos: todo es participación del ser divino que alienta como profundidad última de todo vestigio de creación. Ese Dios es Espíritu (la plenificación ontológica sin límites de nuestra experiencia psíquica) y de ahí nace toda forma del ser creado (CWS, 205-210). La organización de la materia conduce así a la emergencia de niveles de conciencia que apuntan ya al ser espiritual de Dios. De ahí que el psiquismo humano, abierto al cuestionamiento racional del sentido de la vida, sea la emergencia más plena de la ontología espiritual, y divina, del universo (TSA, 189-254). Como el psiquismo humano abarca su propio cuerpo y lo controla causalmente, así podemos conjeturar que Dios abarca toda la realidad y actúa sobre ella desde su interior con una causalidad top down, distinta, mucho más perfecta y efectiva que en las esencias vivientes. No se dice, pues, que Dios tenga organismo, o sistema nervioso, como los seres vivos. Su esencia ontológica, desconocida, debe de ser diferente para poder abarcar desde su profundidad el universo y actuar sobre él. El ser vivo es solo una imagen que nos hace apuntar a la ontología unitaria, misteriosa, y mucho más perfecta de Dios. Este Dios inmanente y transcendente, que alienta como fondo ontológico de todo, responde al modelo pan-en-teísta (CWS, 207, 238-243; TSA, 158, 371-72; PST, 57-58, 110-114, 138-143). Para Peacocke es un modelo congruente con la tradición cristiana y patrística (TSA, 185); y lo es también, pensamos nosotros, con el mismo modelo de Teilhard de Chardin, cuya presencia es continua en su obra (y él reconoce con numerosas menciones).

 

Filosofía/teología del proceso. Peacocke trata de dialogar, en efecto, con la filosofía/teología del proceso y concuerda con muchas de sus posiciones, pero siempre de una manera muy matizada. El Dios que hace el mundo inteligible y el Dios bíblico-cristiano no son un Dios impasible e inmutable, sino un Dios comprometido en la vida del mundo y cercano a la vida humana, a la historia del mundo. El Dios de Peacocke también sería, en un cierto sentido, aquel great companion, the fellow-sufferer who understands, el gran compañero, el compañero sufriente que nos comprende (Whitehead, Process and Reality, Free Press, 532). No creemos que este Dios transcendente y personal, aunque también inmanente, comprometido cercanamente en el proceso del mundo y en el dramatismo de la vida humana en su marco pan-en-teísta, sea objetable desde una ortodoxia católica. Otro aspecto, sin embargo, son la omnipotencia y omnisciencia divina, cuya limitación real en el mundo -en parte para salvar la impotencia de Dios ante el sufrimiento humano y el mal, liberándolo de responsabilidad- ha sido tan radicalmente entendida en la filosofía/teología del proceso. En este sentido Peacocke es también muy matizado, y tampoco sería objetable por la ortodoxia católica. Admite una cierta autolimitación de Dios en su obra creadora, tanto en la omnipotencia (v.g. ante la libertad humana) como en la omnisciencia divina (v.g. en los movimientos caóticos, por azar, no previsibles puntualmente, sino solo por estadística y probabilidad). Pero esta autolimitación divina conjetural es siempre voluntaria, responde a una voluntad divina de crear de un modo definido, cuenta con el mismo azar, y mantiene un último control final y absoluto sobre todo lo creado (TSA, 115-127; CWS, 140-141, 213, 239-240).

 

 

5. DIOS, KÉNOSIS, CRISTIANISMO

 

Peacocke pretende mostrar cómo la relación de Dios con el mundo, entendida como kenótica, solo puede ser adecuadamente iluminada y ampliada desde los resultados de la ciencia: kenótico por la ofrenda de sí mismo, por la autolimitación y vulnerabilidad asumida por Dios en el proceso evolutivo creado (CNL, 21-22)6 ¿Cuál es, pues, el proceso evolutivo desvelado por la ciencia? Sin duda que en él descubriremos líneas decisivas para entender la naturaleza del plan creador de Dios.

 

La creación es continua y evidencia una emergencia de numerosas formas de vida. Se trata de un inmenso proceso de autoorganización que, dentro de la continuidad monista hace emerger nuevas formas de ser real (CNL, 22-23), Aunque Dios sea el creador -Deus semper creator en la creatio continua- ha construido su obra como proceso natural: que se explica como generado evolutivamente en el tiempo desde sí mismo, autónomamente. En esta autonomía (sin referencia al Dios-tapa-agujeros) juegan un papel relevante la selección natural (Darwin, Dawkins), los principios autoorganizativos (Stuart Kaufmann) o las teorías de la complejidad (Ian Stewart), en concepciones crecientemente holísticas. Pero las claves esenciales siguen siendo el azar y la necesidad, entendidos en clave biológica desde la lógica genético-mutacional del ADN. El plan creador es un diseño que cuenta ya ab initio con la autonomía del proceso, así como con el papel que jugará en él un diseño naturalístico, autónomo, que incluye una previsión del marco de actuación producido por el azar, la probabilidad, la estadística e incluso el caos, en el resultado final del proceso. Dios creador ha asumido así un riesgo ante una creación de diseño autónomo -incluida la matizada limitación de la omnisciencia ante la imprevisibilidad puntual de los procesos caóticos- (CNL, 24-25). Pero el proceso evolutivo presenta también tendencias significativas que forman parte del mismo diseño asumido por Dios, aunque éstas puedan entenderse también naturalísticamente. Peacocke cree que la evolución permite aplicar además el concepto popperiano de la propensión que, en un cierto sentido, apunta a la dirección que acabará culminando en el homo sapiens (CNL, 26-29). Estas propensiones de la materia-evolutiva creada en un diseño natural, contribuyendo a la eficacia adaptativa, son: la complejidad, la habilidad para el procesamiento y registro de información por el sistema nervioso, el dolor y el sufrimiento (la sensibilidad), la autoconciencia y el lenguaje (CNL, 29-34), Dolor y sufrimiento, entendidos por Peacocke, se refieren a la propensión al crecimiento holístico de la sensibilidad en los sistemas materiales. Pero todo, incluida la emergencia de la autoconciencia, del lenguaje y del psiquismo humano integral, se presenta también en el diseño creador como un proceso natural autónomo que no necesita una intervención especial de Dios (CNL, 33-34)7 • Este diseño evolutivo natural, por último, tal como ha sido escogido por Dios, es dinámico y se realiza a costa del dolor, del sufrimiento, de la lucha y de la muerte en que lo fáctico se hace antiguo y debe dejar paso a la novedad emergente (CNL, 34-35).

 

Pero ¿era éste el único camino para un diseño de creación? Esta es una pregunta metafísica irrespondible. Pero vemos por la autonomía de la creación que se ha constituido un marco apto para la acción libre del ser autoconsciente (CNL, 37). En la historia del cosmos el hombre emerge con dolor y sufrimiento, pero podemos también hablar «analógicamente, de sufrimiento en Dios, nos dice Peacocke, siendo este sufrimiento una identificación y participación en el sufrimiento del mundo» (CNL, 37). Es un mundo que nace con dolores de parto. Dios «crea un espacio» dentro de sí mismo, aunque distinto de él porque es creado con autonomía (zimzum), explica Peacocke, aludiendo al concepto usado por Moltmann. El coste de esta autonomía ha sido el sufrimiento. «Podemos quizá atrevemos a decir que hay un autovaciamiento creativo y autodonación (una kénosis) de Dios, una participación en el sufrimiento de las creaturas divinas, en los mismos procesos de creación evolutiva del mundo» (CNL, 38). En el cristianismo sabemos que esta kénosis nace del Amor y hace posible la comunión de Dios con personas libres capaces de amar. En este mundo autónomo, sin embargo, la humanidad puede ignorar la presencia divina y rechazarla: y esto se proyecta también sin duda sobre el sufrimiento divino por el drama del proceso creador (CNL, 39).

 

Esta paradójica naturaleza humana ha llevado al desconcierto hiriente de la historia y a los múltiples escenarios del mal, muchos producidos por la voluntad humana. ¿Sigue siendo Dios inteligible desde este escenario de indignidad? ¿Cuáles eran sus intenciones en la creación de un mundo autónomo? Dios diseñó un mundo natural, autónomo, en que emergieran personas libres, con autodeterminación y con posibilidad de ignorar a Dios -encerrándose en un mundo natural, mundano-. Dios aceptó este riesgo en el diseño de creación. Pero Dios, debemos entender, aceptó libremente esta autovulnerabilidad en la historia por el bien mayor de la emergencia de personas libres. «Quizá es esto, nos dice Peacocke, lo que el autor del Apocalipsis apuntaba cuando describió a Cristo, viéndolo entonces presente ante Dios como el Cordero degollado desde la fundación del mundo» (CNL, 41).

 

La conjetura de que Dios podría haber llegado a la kénosis de su divinidad en la creación por el bien de la libertad humana, queda reforzada y abiertamente revelada, si Dios se ha expresado verdaderamente en Jesús, el Cristo, llevado a la suprema vulnerabilidad y sufrimiento ante el mundo, hasta el trágico abandono en la muerte de cruz. Cristo es para los creyentes la última garantía del Amor de Dios como autodonación en la creación. «Dios, actuando en su creatividad divina, es autolimitante, vulnerable, totalmente salido-de-sí (selfemptying), autodonación, esto es, Amor supremo por la acción creativa» (CNL, 41). «Si Dios estuvo presente en Jesús, el Cristo, siendo uno con Él, entonces debemos concluir que Dios también sufrió en Él y con Él en su pasión y muerte. El Dios a quién Jesús obedeció y manifestó en su vida y muerte es ciertamente por tanto un Dios crucificado, y el grito de derelicción puede verse también como expresión de la angustia misma de Dios en la creación» (CNL, 42). Este sufrimiento «está hasta tal punto concentrado en intensidad y transparencia en Jesús, el Cristo, que lo revela como expresión de la perenne relación de Dios con la creación» (CNL, 42).

 

Conclusión. Desde la ciencia, ha descrito Peacocke lo que la razón permite hoy decir sobre el ser real del universo y el ser real del hombre. El universo es inteligible como mundano, autónomo, sin Dios. El hombre se ha formado evolutivamente a posteriori dentro de ese universo, forma parte natural de él. El hombre es libre, y Dios no se le impone, porque puede construir una inteligibilidad puramente mundana de sí mismo en el universo. Este mundo autónomo, con todas las autolimitaciones divinas aceptadas voluntariamente en su diseño, es el coste de la nueva vida en libertad. Pero el hombre puede llegar a entender la inteligibilidad teísta del universo: pero el Dios que entonces aparece es el Dios que asume la kénosis de sí mismo en la creación. Cuando el hombre se sumerge entonces en la experiencia religiosa, ésta no se vive en términos de la ontología teocéntrica de la escolástica o del apriorismo transcendental, también teocéntrico, sino en términos cristianos: el Dios cercano se vive como el Deus absconditus que se manifiesta en el misterio de Cristo, muerte y resurrección, que es el misterio del Dios de la libertad. Es entonces cuando la experiencia del mundo, transfigurada por la experiencia religiosa en Cristo, se transforma en experiencia religiosa, experiencia de la misma ontología de Dios, en el marco pan-en-teísta sugerido por Peacocke.

 

PENSAMIENTO, vol. 61 (2005), núm. 229: 59-76.