Ciencia,
bioquímica y panenteísmo en Arthur Peacocke
JAVIER MONSERRAT
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Arthur Peacocke es hoy, junto
a Barbour y Polkinghorne, uno de los tres grandes maestros en el
estudio de la
conexión ciencia/religión; muy especialmente con la teología cristiana.
Los
tres han sido galardonados con el Premio Templeton al conjunto de su
obra:
Barbour en 1999, Peacocke en 2001 y Polkinghorne en 2002; en el 2000 fue el científico Freeman
J. Dyson y antes habían
sido, entre otros, Paul Davis en 1995, Carl Friedrich von Weizsácker en 1989 o Stanley
L. Jaki en 1987. Barbour, Peacocke y Polkinghorne constituyen una
tríada
fundamental, armónica y congruente, para entender la proyección actual
de la ciencia (o filosofía de la ciencia)
sobre la religión en general, y la teología cristiana en especial.
Es en los tres
autores un enfoque positivo, en que la
imagen científica del mundo, de la vida y del hombre es integrable o
asumible
por los modelos religiosos y por la teología
cristiana. Para los tres autores
la imagen científica de la realidad
debería ser hoy presupuesto básico para acceder al entendimiento
(podríamos
decir también hermenéutica) de la religión y de la teología cristiana,
en
concordancia con la cultura moderna dominante en el mundo occidental. Esta teología-desde-la-ciencia debería ser hoy el acceso más apropiado para establecer los
parámetros básicos de
una teodicea, o teología natural, que condujera a una hermenéutica de
modelos
religiosos y teología cristiana en congruencia con la sensibilidad de
nuestro tiempo.
1. ARTHUR
PEACOCKE: DIOS DESDE EL
HORIZONTE DE LA BIOQUÍMICA
Así como Barbour
y Polkinghorne son físicos, Peacocke
es biólogo y bioquímico, Su perspectiva es, digamos, la más cercana
al mundo de la vida y esto nos explica
quizá
su insistencia en una visión pan-en-teísta:
la imagen de
un universo
en que Dios aparece como
fundamento esencial, al mismo tiempo transcendente e inmanente, en que todos «vivimos, nos movemos y somos», en perfecta
concordancia con el pensamiento paulino, presente desde siempre en la tradición cristiana más antigua, e incluso en
la tradición mística más
profunda en todas las
religiones. La imagen científica del mundo, entendida por Peacocke, nos conduce a leerlo religiosamente como manifestación unitaria y monista de la
Vida de la Divinidad en la que todo lo real está sumergido ontológicamente,
fundando
nuestras
vidas, nuestras
acciones
y nuestro
ser. El pan-en-teísmo sería así un concepto muy apropiado para
hablar del Dios transcendente/inmanente de la tradición cristiana, tal como puede ser iluminado por la imagen
científica del mundo. Nuestra intención es
presentar ahora, comentando y discutiendo, algunos
de los tópicos más importantes del enfoque de Arthur Peacocke.
Evolución intelectual. Arthur
Peacocke nace en Watford, muy cerca
de
Londres, en 1924. De familia anglicana alejada de la religión no tuvo al parecer inquietudes
tempranas por lo religioso. En su época universitaria mantuvo una posición
agnóstica y escéptica, provocada por la conservadora iglesia anglicana de
entonces. Relata, sin embargo, que un sermón de William Temple, arzobispo de Canterbury,
le hizo vislumbrar la posibilidad de que el cristianismo pudiera quizá
ser intelectualmente defendible. En 1941 entró
en el Exeter College
de Oxford, donde
recibió el Bachelor of Arts en
química,
el Bachelor of Science y el Doctor of Philosophy, de tal manera
que en 1948 estaba en condiciones
de acceder a lecturer
en química de la universidad de Birmingham. Pero poco a poco se fue despertando en
Peacocke el
interés por la teología (una búsqueda de Dios congruente con la razón):
en 1960
recibió ya un diploma en teología y en 1971 un Bachelor of
Divinity en la misma universidad de Birmingham. En 1952
cuando se anunció el descubrimiento del DNA, Peacocke se encontraba
investigando en el Virus Laboratory de
la universidad de California en Berkeley,
pero junto a sus colegas en Birmingham intervino también en los
estudios que
condujeron al conocimiento de la ordenación espacial
de las moléculas de ADN. Desde 1959 continuó su investigación como physical
biochemist en Oxford.
Hacia comienzo de
los años sesenta culminó su
aproximación a la iglesia de Inglaterra, siendo Lay Reader
en 1961. Diez años después, en 1971, se ordenó
como
sacerdote, aunque siguió dedicado a su trabajo científico. Desde tiempo
atrás,
Peacocke estaba ya casado y tenía dos hijos. En la década de los
setenta
comenzaron sus publicaciones sobre ciencia y religión. Su primer libro
en esta
línea fue Science and the Christian
Experiment que recibió el Lecomte de
Noüy Price, en 1973, siendo todavía investigador a tiempo completo
sobre la
químico-física de proteínas y de ADN
en Oxford. En el mismo año 1973 pasó a
ser decano del Ciare College
de Cambridge,
y esta nueva ocupación le dejó más tiempo
para emprender definitivamente sus escritos sobre ciencia y religión.
En 1985
Peacocke fundó el Jan Ramsey Centre for
the Interdisciplinary Study of Religious Beliefs in Relation to the
Sciences en
Oxford. Igualmente promovió el U.K. Science
and Religion Forum y la fundación de la European
Society for the Study of Science and Theology (ESSSAT) que ha
celebrado
recientemente, en 1-6 de abril de 2004, su congreso bienal en
Barcelona,
asociado al Forum Universal de las Culturas. También fundó la Society of Ordained
Scientists.
La
obra de Peacocke sobre
ciencia/religión. Nos
referimos solo a las más importantes publicaciones. Science
and the Christian Experiment (1971)
fue su primera obra. En ella
comenzaba comparando la tarea experimental de la ciencia y la propia de
la
teología, para exponer después las nuevas perspectivas abiertas por la
ciencia
en la descripción del proceso de evolución cósmica y biológica.
Abordaba una
revisión de la tarea de la teología desde estas nuevas perspectivas de la ciencia:
Dios y el cosmos; el hombre, la evolución y Cristo; la materia
en la perspectiva teológica y científica, etc. Creation
and the World of Science (1979, citado CWS) fue su primer
gran libro sistemático que le dio renombre internacional. El ensayo
presentaba
una descripción del estado de la cosmología científica e introducía por
primera
vez una reflexión a fondo sobre el «principio antrópico»: el Dios de
las
religiones se vislumbraba como posible fundamento de la consistencia
del universo
y de la inteligibilidad de su diseño
físico/biológico.
Al mismo tiempo introducía también la perspectiva bioquímica del azar y
los
cambios aleatorios en el ADN, concibiendo
formas de entender la
acción creativa de Dios en consonancia con el mundo biológico del azar.
Igualmente
se discutían en el texto las teorías del «gen egoísta» de Dawkins y de
la
sociobiología de Wilson para apoyar una idea humanista del hombre, en
congruencia
con la idea cristiana de la encarnación. Intimations
of Reality: Critical Realism in Science and Religion (1984, citado
IOR) presentaba,
digamos, la primera exposición monográfica de la
epistemología de Peacocke. Se trataba ya del realismo
crítico, también defendido por Barbour y Polkinghorne.
Tanto ciencia como religión trataban de referirse por metáforas,
imágenes y
modelos a la misma realidad. De ahí el reto de hacer entrar en
congruencia los
modelos científicos con los modelos religiosos. God and
the New Biology (1986) fue una obra dedicada a profundizar
en la discusión del biologismo reduccionista en la línea de Dawkins,
Wilson, e
incluso del mismo Francis H. C. Crick que consideraba que la biología
«no es
otra cosa que física y química». Para Peacocke la biología, aun dentro
de una
visión unitaria y monista del universo, exigía entender la vida como
realidad
emergente con niveles cualitativos de ser no reducibles al mecanicismo
físico/biológico
del mundo inorgánico.
Con Theology
for a
Scientific Age: Being and Becaming, Natural, Human and Divine (1993,
citado
TSA) llegamos a su obra fundamental, tal como es comúnmente reconocido.
La
forma en que podía concebirse en el mundo la acción divina a la luz de
las
teorías del caos, del azar y de la mecánica cuántica estaba siendo objeto de
polémica y discusión. La obra ofrecía la visión de Peacocke sobre la
acción
divina en el mundo en congruencia con las nuevas perspectivas
científicas. El
aspecto original y propio de su enfoque era concebir que, así como en
sistemas
complejos el «todo» puede afectar al comportamiento de sus partes (como
sucede
en los sistemas biológicos, y en el hombre), así igualmente podía
concebirse la
inmersión del universo en Dios y su
presencia
actuante en cada una
de sus partes. En todo caso, el libro ofrecía también la necesaria
revisión de
muchas de las ideas tradicionales de Dios en la filosofía y en la
teología, a
la luz de la idea del ser y el devenir, tanto humano como divino,
propiciado por
las nuevas perspectivas de la ciencia. God and Science: A Quest for Christian Credibility
(1996) es
un libro dirigido al gran público en que Peacocke trata de ofrecer
una visión de Dios asequible a quienes desde el mundo de la ciencia se
abren a
la religión. From DNA to Dean. Reflections
and Explorations of a Priest-Scientist (1996) es también un libro
autobiográfico divulgativo en que reúne un conjunto de textos breves
leídos en
diferentes contextos. Más importancia tiene, sin embargo, su último
libro Paths from Science to God: forging a New Theology for a Scientific
Age (2001), editado también
más brevemente con el subtítulo The End of all our
Exploring (citado
PSG). Este libro es, pues, como un testamento final donde Peacocke
vuelve a
insistir en sus grandes ideas: la necesidad de que la idea moderna de
Dios sea
reformulada desde el mundo de la ciencia; la semejanza entre la forma
de
razonamiento de la ciencia y de la teología, siempre a
posteriori en dependencia de las evidencias fenoménicas; la
necesidad de superar el clásico dualismo antropológico de la teología
clásica,
yendo hacia un emergentismo fundado en la
idea «humanista» del hombre posibilitada por la ciencia; la necesidad
de pensar
a Dios de forma coherente con su continua acción divina en el mundo
en
el marco
de su
esquema pan-en-teísta, ya antes
aludido.
2. SU ENFOQUE EPISTEMOLÓGICO
Realismo
crítico. Como Barbour
y Polkinghorne, Peacocke ha defendido siempre un «realismo crítico»
flexible,
tanto en ciencia como en teología. Su exposición básica está en la obra
de
1984, pero se encuentran referencias continuas en casi todos sus
libros. En las
ciencias se construye siempre conocimiento a partir
de la experiencia: son los datos o base empírica. El conocimiento es siempre
un constructo producido por la razón
que, aunque apoyado
en hechos,
establece en ocasiones
hipótesis y especulaciones sobre un mundo que no es de
acceso inmediato a la experiencia. La ciencia considera que sus
constructos
dicen algo del mundo real,
aunque solo sean metáforas, imágenes
o modelos: la ciencia es, pues, realista. Sus
hipótesis, aunque sean siempre revisables y deban ser
sometidas continuamente a crítica, apuntan a lo real y probablemente
consiguen conocerlo. Este realismo crítico
es por entero
congruente con una moderna
epistemología científica, popperiana o pospopperiana. La ciencia
constata el
mundo empírico en los hechos, pero busca su inteligibilidad por el
realismo
crítico. Inteligibilidad es
conocer por qué las cosas son como son, por qué aparecen
en su ser y en su devenir;
cuáles son, en definitiva, las causas de su realidad
(IOR, passim; TSA,
11-18).
Religión
y experiencia
religiosa. Para Peacocke,
como para Barbour, las religiones son un
hecho, cuya existencia real no puede ponerse en duda. Pero estas se
fundan en
la experiencia religiosa, individual e integrada en comunidades
religiosas. En
el cristianismo integrada asimismo en las comunidades de fe del pasado,
hasta
llegar a la comunidad de Israel en el A.T. y de la primitiva comunidad
cristiana descrita en el N.T. La
teología busca exponer la fe
contenida en la experiencia religiosa, pero también hacerla inteligible
y
expresar su sentido. Buscar inteligibilidad
es conocer por qué la experiencia religiosa es
como es, cómo debe ser
entendida y cuáles son sus causas en el conjunto de la realidad en que
vivimos.
Para Peacocke la experiencia religiosa busca algo que no busca la
ciencia (por
la pura objetividad de esta): el sentido.
La teología busca entender cómo la experiencia religiosa
integra al hombre
congruentemente en la realidad
del universo, dotando a su vida personal de un valor y de una esperanza
de
cumplimiento final.
La experiencia
religiosa, por tanto, puede ser objeto de
descripción fenomenológica. Es una vivencia de experiencia de Dios, por
ejemplo, descrita en la mística de muchas religiones. El sujeto se
siente
inmerso en Dios y cercano a Él en su interior (el agustiniano intimior intimo
meo): es la experiencia de inmanencia y transcendencia de Dios presente
ya en el paulino «en Dios vivimos, nos movemos y somos»,
repetidamente citado por Peacocke. Pero
la teología, y la filosofía cristiana, al buscar inteligibilidad han
debido necesariamente
hacer uso de la razón. Pero esto ha dependido -no podía ser de otra
manera- de cada
época histórica: de la filosofía griega, de Platón, de Aristóteles, de
los sistemas
escolásticos, de Descartes, de Kant, de Hegel… Estos modelos de
inteligibilidad
racionales han llevado a una lectura o interpretación de la experiencia religiosa: lectura, sin embargo,
que podría ser más o menos correcta, o incluso imprecisa
y errónea. Estos análisis de inteligibilidad epocales, variables por su
propia
naturaleza, no deben confundirse con los modelos religiosos que
contienen la
vivencia ele la realidad y de la experiencia religiosa que constituye
la
esencia de la religión.
Inteligibilidad
de Dios en la era de la ciencia. El conjunto de la obra intelectual de
Peacocke se funda en una declaración de principios básica, compartida
con
Barbour, Polkinghorne y otros muchos (y por mí mismo): que el
constructo
racional sobre el universo, la vida y el hombre hacia un entendimiento
actual <le la experiencia
religiosa debe partir de la experiencia organizada en la
ciencia (sometida, naturalmente, a una problematización filosófica, ya
que la
ciencia no tiene por qué plantearse desde su propia metodología ciertas
cuestiones
últimas, antropológicas o metafísicas). Peacocke insiste en que acceder
a la
inteligibilidad de la experiencia religiosa en la teología desde la
ciencia es
hoy, además, especialmente necesario para el cristianismo por razones
históricas
y sociológicas: por el cuestionamiento crítico de la religión desde la
ilustración
por la ciencia y por la influencia generalizada <le la ciencia en la cultura occidental de nuestros días
(CWS, 7-37; TSA, 1-23). No seguir este camino equivaldría a encerrar el
conocimiento y lenguaje racional sobre Dios, y la experiencia
religiosa, en
discursos deficientes y en anacronismos ininteligibles por la sociedad
actual.
En su discurso de recepción del premio Templeton decía Peacocke, el 8
de marzo
de 2001, que «la ciencia es el lenguaje global y el patrimonio de
nuestra
cultura, y para los creyentes de todas las religiones ha llegado el
tiempo ele
comprometerse creativamente con la perspectiva universal ofrecida por
las
ciencias».
La ciencia,
asumida por los modelos religiosos, conduce a
entender la inmanencia de la divinidad en la ontología del mundo -como veremos
en el
panenteísmo de Peacocke-. La
experiencia del mundo es ciertamente ya una experiencia implícita del
ser de la
Divinidad. Pero es una experiencia del Deus
absconditus, ya que el mundo, como nos hace ver la ciencia, puede
ser
descrito como puramente mundano, autónomo, sin Dios. La imagen
científica del
mundo nos conduce a entender que el Dios que se revela en la
experiencia religiosa
es el Deus absconditus, el Dios oculto que no se impone, el Dios cristiano de la Gracia
en el Espíritu, el Dios de la libertad. El Dios, en definitiva, que se
nos manifiesta
en la kénosis cristológica del misterio de su Muerte y Resurrección. La
experiencia natural no es eo ipso religiosa
(porque puede ser mundana), sino que es la experiencia religiosa
posible,
asumida libremente, la que revela la experiencia del mundo como
experiencia de
Dios. Todo esto es, a nuestro entender, muy importante y depende de la inteligibilidad de Dios orientada por la
imagen científica del mundo (ver el epígrafe final de este escrito).
Modelos
científicos y modelos religiosos. Para entender su relación (muy
parecida, por otra parte, a la contemplada por Barbour) debemos hacer
algunas
observaciones.
1) Para Peacocke
queda establecido que la ciencia puede
construir una descripción puramente mundana, natural o autónoma del
universo,
de la vida y del hombre, sin Dios, aunque sea solo una hipótesis
posible,
compatible con la persistencia del enigma último del universo y con
muchas
lagunas de inteligibilidad propias de esta misma hipótesis natural.
2) Pero la
relación ciencia/religión no consiste en el
enfoque apologético hacia pruebas y demostraciones de la existencia de Dios, como en la antigua teodicea
y teología
natural.
3) Que la
religión, por otra parte, a través de la
filosofía y de la teología, busque su inteligibilidad significa que esa imagen científica del mundo (aunque
pueda ser leída en clave mundana) debería
poder ser asumida
de forma congruente por la idea del Dios fundamento
y creador de las religiones. Es decir, el mundo de la ciencia podría
ser también
compatible con la idea del Dios de las religiones.
4) Gran parte del esfuerzo analítico y argumentativo de Peacocke ha ido
dirigido precisamente a mostrar que la ciencia no excluye la
posibilidad de
concebir la existencia de un Dios congruente con el universo: así sus
análisis
sobre la posibilidad de concebir
la acción divina en
un universo de azar, de caos,
de indeterminaciones cuánticas, o la misma doctrina pan-en-teísta como
marco conceptual cercano a la ciencia para
entender la
inmanencia/transcendencia de
Dios.
5) Pero, el punto de vista de Peacocke va incluso más allá: aunque
una descripción
mundana, sin
Dios, del universo sea posible, considera que, no obstante, la
hipótesis de
inteligibilidad fundada en Dios sería probablemente la mejor de las explicaciones posibles: donde su fundamento ontológico y su racionalidad profunda
hallarían
explicaciones causales más satisfactorias.
3. LA IMAGEN DE
LO REAL EN LA CIENCIA
No puede
emprenderse, pues, esa teología-desde-la-ciencia a
que estamos aludiendo, sin tomar nota
de la imagen científica del mundo. En las obras de Peacocke constatamos
un corpus de información puramente descriptivo,
básico: qué dice hoy la ciencia sobre el universo, sobre la vida, sobre
el
hombre. Para trazar un cuadro completo de esta presentación deberíamos
indagar en
todas sus obras donde a veces repite informaciones, pero donde se dan
observaciones nuevas, no mencionadas antes. En su obra fundamental la
presentación
distingue una imagen estática de la
realidad (el ser de la realidad) y una imagen dinámica (el
devenir de la realidad) (TSA. 25-84; también CWS,
50-73).
El ser de la realidad (What's
There).
La revisión de Peacocke deja
constancia de que se ha construido históricamente a partir
de la mecánica clásica
newtoniana, una aproximación macroscópica todavía aceptable en determinadas circunstancias. Sus conceptos básicos
de materia, energía
y su ubicación en el espacio tiempo
absoluto
(que algunos
relacionarían inapropiadamente con su aprioridad) han sido en esencia
superados
por la visión relativista de Einstein. El tiempo clásico-homogéneo, independiente de objetos
y eventos sucedidos en él, absoluto, inerte, infinito, continuo-- ha sido también superado por la relatividad einsteiniana. Las acciones
causales nunca pueden transmitirse a
una velocidad mayor que la de la luz. La irreversibilidad del tiempo ha sido debatida
y Hawking ha acentuado el aumento de entropía en el universo
y la progresiva disipación del orden; los seres vivos solo pod1ian
presentarse en la fase expansiva en que ahora nos hallamos.
Para Hawking la flecha del tiempo termodinámica, psicológica y cosmológica parece apuntar
en la misma
dirección. Pero la línea del tiempo queda hoy enmarcada por la ciencia
en una
referencia al big bang que daría, al
menos, su dirección en el momento cósmico en que nos hallamos. El ser
de ese
universo, situado en una línea del tiempo, queda también hoy descrito
por la
profundización de nuestra idea de la materia constitutiva, más allá de
la
mecánica clásica. Desde Einstein conocemos la convertibilidad de materia y energía, al mismo tiempo
que la materia corpuscular se ha ido conciliando con su carácter
ondulatorio. En esta perspectiva corpuscular-ondulatoria de la mecánica cuántica
la complejidad de los modelos
matemáticos que describen la materia nos hace dudar
actualmente sobre el alcance de nuestras
representaciones y realza la
persistencia del enigma profundo de la naturaleza última del mundo (TSA, 29-35).
La observación
científica del ser objetivo de lo real
constata, por una parte, la enorme diversidad de estructuras y
entidades, pero
al mismo tiempo constata también su simplicísima unidad constitutiva:
la
energía generada en el big bang ha producido
una jerarquía de niveles de ser que abarca desde las partículas hasta átomos,
moléculas,
macromoléculas, organículos subcelulares, células, organismos
funcionales
multicelulares, organismos vivientes holísticos, poblaciones de
organismos
vivientes, ecosistemas y biosfera. Estos diferentes niveles se integran
unos en
otros como series de muñecas rusas en un marco monística en que todo lo
real responde
a las mismas leyes fundamentales de la materia. Leyes fundamentales de
la
materia que en último término se apoyarían en las de las cuatro
interacciones
básicas, que los físicos intentan unificar
en una Grand Unified
Theory (GUT) e incluso en una unificación total. Peacocke
rechaza que esta unidad de lo real imponga a la ciencia el
reduccionismo, ya
que las estructuras generadas desde la simplicidad de la materia han
producido
niveles de ser emergentes de realidad que fundan diferentes
epistemologías y enfoques explicativos propios de cada una de las ciencias (i.e., física y biología). Estos
niveles emergentes se producen por la complejísima propensión de la materia a la
interconexión
creciente y a su organización en totalidades holísticas (TSA,
36-43).
El devenir
de la realidad (What's going
on). El universo
constituido estructuralmente así está sometido
a un devenir continuo. Ha llegado a su estado
actual por
devenir desde el big bang y se encamina
hacia el futuro por un devenir todavía no cerrado. La
explicación del
pasado, del presente y del futuro en la ciencia, para describir la
forma de ese
devenir cósmico, se construye a partir de la noción de predictibilidad fundada en la noción de causalidad.
La novedad
y el futuro
emergen
dentro de cadenas causa-efecto que establecen la línea del devenir
y permiten la predictibilidad en la historia físico-biológico-humana
del universo.
Peacocke analiza por ello el binomio predictibilidad-causalidad en
diferentes contextos de interacción física (TSA, 46ss). Pero lo más interesante es su
análisis de la causación top-down (downward) que apunta ya a establecer tanto su rechazo del
reduccionismo como también su argumentación
de la inteligibilidad del universo a través de la hipótesis del pan-en-teísmo divino. Esta causalidad es
la ejercida sistémicamente por el todo sobre
sus partes, tal como el psiquismo
controla y determina los procesos físico-químico-biológicos inferiores
del
organismo por una causalidad superior descendente. Estos procesos «todos emergentes»
determinan los niveles de realidad
cualitativamente diferentes que fundan el
rechazo del reduccionismo, sin negar el monismo y simplicidad de la
realidad en
su origen desde el mundo físico elemental (TSA, 53-55).
En el marco
conceptual, por tanto, de predictibilidad y
de causalidad productor de niveles de complejidad emergentes, aborda
Peacocke
la pura constatación del devenir evolutivo de la vida. La ciencia
describe cómo
se ha llegado hasta aquí, pero el futuro está
abierto y no es posible anticipar una predicción biológica
determinista. Desde la bioquímica de la vida, la química de las
proteínas y la
genética del ADN -especialidad de Peacocke como científico- expone la
conformación del proceso evolutivo, en parte entendible como un proceso
de
organización del flujo de información, pero también en coherencia con su forma emergente-holística de entender la
causación top down y sin caer en el reduccionismo. La evolución propensiva (propensity for increased complexity) hacia el
incremento de
orden, la coordinación de azar y necesidad como causa de un avance
creativo, o
la indeterminación final del proceso, no están en contradicción con las leyes de la física
o el papel de la entropía
en la termodinámica del universo
(TSA, 55-65).
Apoyándose, pues, ontológicamente en estos niveles
evolutivos
de complejidad
Peacocke asume el nacimiento
de la sensibilidad como un factor sistémico y
emergente,
unido esencialmente a la vida,
aunque quizá accedido
desde mecanicismos
inferiores.
Sin embargo, no creemos que Peacocke en su análisis del problema
psicobiofísico
haya llegado a tocar toda la profundidad hoy posible. En la década
de los noventa circulaban ya las ideas de Penrose
sobre, digamos,
una neurología cuántica, y muchas otras
discusiones en torno, que no han tenido
eco en él. A nuestro
entender,
al menos solo como hipótesis, estas ideas hubieran
podido enriquecer su análisis. El hombre aparece
en el proceso creciente de los niveles de conciencia
(cita a
Teilhard, aunque no comparte plenamente su correlación simple complejidad-conciencia). El cerebro humano
dice Peacocke
permite un
análisis nuevo del medio, una profundización en la habilidad para el procesamiento de información y un desarrollo general de la sensibilidad humana ante el dolor, la
propia
vulnerabilidad y la experiencia del propio ser y del mundo (TSA,
69-71).
La ciencia
constata también la emergencia del ser humano
en la continuidad del proceso
evolutivo. En el homo sapiens descubrimos muchas características,
perfeccionadas, ya presentes en los mamíferos superiores. Sin embargo,
su descripción exige nuevos conceptos, no-reductivos, autónomos que den cuenta de su peculiaridad
específica, de
su nivel emergente de ser: la conjunción de esos caracteres específicos
son lo
que para Peacocke nos permite hablar de la persona humana. En el marco de una epistemología evolutiva
Peacocke describe el
desarrollo de la mente humana hacia las imágenes visuales y sensitivas,
hacia el pensamiento abstracto
y el lenguaje. El pensamiento abstracto va unido a la emergencia
funcional de la
conciencia de «sujeto» y de un mundo objetual cognoscible. El ser
humano,
apoyándose en las funciones neuronales, puede representarse el pasado, la complejidad del presente y prever, e incluso diseñar, el futuro. El
sujeto humano
puede así autotranscenderse, salir de sus necesidades animales
inmediatas, y
acceder racionalmente a las preguntas últimas y al sentimiento de lo
numinoso
(TSA, 73-74). Esta autoimagen se forma desde la infancia y conduce
a la representación del otro, haciendo al ser humano
intelectualmente social. Con su razón el
hombre construye diversas
posibilidades de acción y se mueve escogiendo libre,
pero racional-humanamente, entre ellas.
La conducta humana es así intencional, y dirigida por las funciones
superiores
de su psiquismo. De esta manera la persona humana ha creado la cultura
desde
sus raíces evolutivas (como se entiende en el marco
del análisis de Konrad Lorenz, citado por Peacocke).
A nuestro
entender, la presentación de Peacocke es
correcta, pero tampoco llega aquí a los niveles
de profundización últimos
que hubieran
podido enriquecerla: una discusión más amplia con las actuales teorías de la mente,
bien desde el paradigma
mecanicista-computacional, serial o conexionista, bien desde el paradigma emergentista, enriqueciéndose, por ejemplo, con autores como Edelman y otros. El conocimiento de la teoría
de la hiperformalización biológica de
Zubiri le hubiera ayudado
también para explicar con
mucha mayor congruencia la causas
de la emergencia de la razón en el proceso evolutivo (TSA, 73-77).
Pero este devenir
cósmico
evolutivo,
y las posibilidades abiertas en él coyunturalmente
para la vida, tienen una limitación en el tiempo: Peacocke se inclina a
aceptar
que la ciencia prevé la extinción futura de la vida y la disolución energética
del universo, agotado por el proceso entrópico (TSA, 69-71). Sin embargo, el devenir evolutivo muestra en su
despliegue un complejo
diseño racional, una inteligibilidad,
una racionalidad objetiva, que siempre ha asombrado a la ciencia,
e incluso un cuasi
diseño racional de las propiedades del universo
para hacer posible la vida, e incluso la vida del ser humano como persona,
tal como muestran los argumentos del «principio antrópico» (TSA, 77-80, CWS, 67ss).
4. LA
INTELIGIBILIDAD DEL UNIVERSO EN DIOS
El universo
objetivo descrito por la ciencia como sistema
unitario (monista), desde la energía del big
bang hasta la conciencia autoconsciente del hombre que se
cuestiona a sí
misma y al universo, está fácticamente ahí. Y plantea a la razón humana
-ciencia y teología-
la cuestión de
su inteligibilidad. No se trata de
responder preguntas como «¿por qué el mundo existe?», que, aunque quizá
tenga
sentido proponerlas (Peacocke no admite que sean sin
sentido como piensa la filosofía analítica), son, sin embargo,
probablemente irrespondibles. Buscar inteligibilidad es partir de lo
que
existe, del universo, de la vida, del hombre, y preguntamos hasta donde
podamos, sin rechazar las cuestiones límite, pero fundándonos en los
hechos, en
el mundo descrito racionalmente por la ciencia, cómo puede tener todo
una explicación,
unas causas últimas que den al universo un significado congruente y
doten al
devenir cósmico de un sentido que enriquezca la existencia humana. La
ciencia -aun perdida todavía
hoy en un universo enigmático-- busca inteligibilidad
intelectual (conocer desde los fundamentos y dar desde ahí a todo
una
significación congruente); es quizá posible que la ciencia deba ir más
allá de
sí misma y entrar incluso en el ámbito de la reflexión filosófica sobre
sus
resultados. Pero la teología no se contenta con esto y busca además
desde la urgencia existencial de reposar hallando
un sentido en la dinámica del universo
(TSA, 87-90).
Peacocke admite
que la filosofía construida desde la
ciencia pueda dotar al universo de una inteligibilidad sin Dios,
autónoma,
agnóstica o atea. Pero su esfuerzo se orientará a mostrar que ese mismo
universo descrito por la ciencia (aunque no necesariamente teísta) se
ilumina
también de congruencia e inteligibilidad desde la idea de Dios presente
en los modelos religiosos, y en
especial desde el cristianismo. La realidad de Dios se presentará incluso para él como la «mejor explicación»
del universo (TSA, 90, 99). Razonar, pues, esta idea de Dios desde la
ciencia
debe ser entendido como la vía actual para alcanzar la inteligibilidad
(el anselmiano fides
quaerens intellectum) de la experiencia religiosa, tal como antes
señalábamos.
El
Dios de
los filósofos. Frente a la
tradición racionalista en el análisis de la
esencia divina, Peacocke se inclina por la posición del filósofo inglés
Richard
Swinburne. Para este la argumentación sobre Dios es a
posteriori: la experiencia empírica de los hechos -el mundo
objetivo, pero también la autoexperiencia humana- ofrece
las
evidencias que llevan a la probabilidad de la existencia de un ser
divino. Pero este se piensa siempre de acuerdo con nuestros argumentos para
considerar su
existencia: debe tener las propiedades que le permitan ser fundamento
del mundo
(personalidad, eternidad, libertad, omnipotencia, omnisciencia,
creador...).
Sin embargo, la afirmación «Dios existe», ¿es también necesaria? La
respuesta
de Swinburne nos dice Peacocke es que «la esencia de Dios es eterna;
que existe
un Dios en esencia fundamento personal del ser (lo que incluye ser
eterno) es
el puro hecho inexplicable, un término final de la explicación de cómo
son las
cosas» (TSA, 92-91). Swinburne entiende esto como una existencia
/actualmente necesaria (factually necessary existence) y
no como una existencia lógicamente necesaria (logicallv
necessary existence). Peacocke cree que la
inteligibilidad de Dios desde la ciencia es también una racionalidad
construida
a posteriori desde el mundo
empírico.
Y esta racionalidad analítica, la de la única teodicea hoy posible,
debe ser la
que conduzca a la hermenéutica de la experiencia religiosa. Este
enfoque a posteriori, por otra parte, ha sido
habitual en la historia de la filosofía escolástica. Recordemos que
Santo Tomás
rechazó la prueba anselmiana de la existencia de Dios y que, además, el
enfoque
racionalista (v.g. Descartes) o la orientación tomista transcendental
conectada
con el apriorismo kantiano han sido, y siguen siendo, una posición muy
sectorial
en la filosofía de tradición escolástica considerada globalmente.
Dios
como
factor de inteligibilidad última. Para Peacocke es posible una inteligibilidad
sin-Dios, pero este ofrece al universo una inteligibilidad mejor. Se
trata de
argumentarlo ejerciendo una razón que analiza con orden los hechos para
llegar
finalmente a entender la inteligibilidad del mundo en Dios y la
naturaleza de
la experiencia religiosa. Esta racionalidad se funda hoy en la imagen
del mundo
en la ciencia. El ser y el devenir del universo, incluyendo la vida y
el
hombre, están ahí (pienso que, desde un enfoque zubiriano, mejor sería
decir: la
realidad y el ser de su actualidad en el tiempo están ahí). Pero hay
que ver cómo
se presentan de hecho este ser y devenir: tal como la ciencia nos
describe con
toda precisión metodológica. Por tanto, no se puede hoy abordar una
especulación
directa sobre el ser y el devenir de lo real, del mundo -o sobre el ser
del
hombre, su conocimiento y su experiencia-, sin la mediación racional de
la
ciencia. Así, en el marco científico, aborda Peacocke tanto su análisis
de lo
real, como su análisis del ser y del devenir de Dios.
El ser
divino hace,
pues, esencialmente inteligible el universo como fundamento del ser (Ground of Being). El universo está ahí y su existencia
debe tener
una explicación
suficiente. «Su existencia
exige una explicación de
algún tipo, en el sentido de que con estas propiedades concretas podría
no
haber existido» (TSA, 101). El universo, descrito por la ciencia, es
tan
problemático y mistérico que justifica aplicarle el concepto
tradicional de contingencia. Es muy problemático que
siendo así pueda hacer inteligible su existencia. Desde la realidad se construye entonces
la idea de Dios como factor de inteligibilidad para el
fundamento del ser. Dios debe concebirse de modo que pueda ser fundamento del ser. Recordando a Swinburne, cabe pensarlo entonces
como eterno (o incluso
si se quiere como necesario, en el sentido
de que no sería congruente pensar que pudiera dejar de
ser real y existir, desde el momento
en que lo consideramos fundamento
de lo real). Pero se trata de una factually necessary
existence,
no de
una logically
necessary
existence
(en
el sentido anselmiano, cartesiano, o incluso, con matices, hegeliano).
Así, el Dios-fundamento-del-ser concebible desde la ciencia como factor de inteligibilidad debería ser transcendente (CWS, 204), inmanente, uno, con insondable riqueza
ontológica, ser
supremanente racional, fundamento y preservador fiable de la
constitución del
universo, creador continuo y causa
del
orden racional (principio antrópico) del universo, personal y con acciones
intencionales. Otro Dios no haría inteligible
al universo: para ser fundamento, debería ser así. El enigma de la consistencia y estabilidad del universo, de su racionalidad constructiva -del orden
físico
y biológico-, así como de la emergencia y sentido
de la persona humana en él,
hacen de Dios, según Peacocke, la mejor hipótesis
para
la inteligibilidad del fundamento último
de su ser (TSA, 1O1-113).
Pero ese Dios
debería también ser entendido con un devenir
divino en consonancia con el Dios bíblico (aunque
distante
del Dios
inmutable de la tradición escolástica)
que enriquece ciertamente la idea natural de Dios. Es un Dios interactivo con
el mundo, que se alegra de la creación, que como creador continuo actúa en
el mundo en el marco de la necesidad de las leyes -establecidas por Él- y del azar (TSA, 115-121, CWS, 86-110). Es un Dios que
parece haber autolimitado
voluntariamente tanto su omnipotencia (v.g. en la libertad humana) como
su omnisciencia divina (v.g. ha creado un mundo en que la ontología caótica
de
muchos sistemas no puede ser conocida puntualmente). Es un Dios
vulnerable, un
Amor que se vacía y se entrega a sí mismo (Selfemptying,
Self giving Love), un Dios
sufriente
en la vida de los seres
humanos -nos dice
haciéndose eco de la teología de J. Moltmann,
C. Hartshorne, W. H.
Vanstone o Paul Fiddes- (TSA, 123-127). Pero la lógica que, desde el mundo, conduce
a concebir el devenir
divino nos lleva también a replantear la concepción del tiempo, en el fondo el misterio del
tiempo, tanto
en relación con el universo como en su proyección sobre la divinidad fundamento-del-ser (TSA, 128-134).
La acción
divina en el mundo. La
hipótesis
de Dios, en su ser y en su devenir, como factor de inteligibilidad nos
obliga,
pues, a admitir una
continua
acción divina en el mundo.
Pero el mundo es como es y la ciencia
nos describe: con la necesidad, la probabilidad, el determinismo y el indeterminismo de los eventos
macrofísico-clásicos y microfísico-cuánticos, con
el azar-necesidad de la biología evolutiva, con las
fluctuaciones caóticas, con las diversas formas de interacción y causalidad
que rigen la forma de aparición, evolución y fin
de los estados físico-biológicos.
Por tanto, si la acción divina fuera inconcebible, absolutamente
incongruente e imposible en un mundo
así descrito por la ciencia, entonces la hipótesis de Dios no sería un
buen
factor de inteligibilidad fundamental para el universo. Por ello, la obra de Peacocke
ha ido dirigida a explicar que la idea
científica del mundo
no es contradictoria con la acción divina, sino que permite conjeturar
formas congruentes de compaginarla con el orden natural fáctico.
En este contexto,
Peacocke
estudia la acción esencial
de Dios sobre el mundo, la creación y su acción
interventiva
posterior sin alterar la naturaleza
creada. Todo ello es congruente
con un mundo abierto, en aspectos determinados, pero en otros
indeterminado,
con un mundo cuántico, un mundo de azar, un mundo
con causalidad organizada en sistemas v
donde existe una causalidad top down manifiesta
en el mundo
biológico. Todo ello permite diversos modelos inteligibles de la
interacción entre
Dios y el mundo, congruentes con nuestra idea de
Dios y la evidencia científica de
cómo el mundo está construido (creado) fácticamente. En parte, Peacocke
ha
contribuido a entender cómo Dios podría obrar en el mundo a través del
azar
físico y biológico, de los procesos caóticos y de las
indeterminaciones
cuánticas (TSA, 135-183). En todas estas reflexiones no se trata de
conocer, claro
está, la esencia divina, sino de mostrar solo que la hipótesis del Dios-fundamento que actúa en el mundo no es contradictoria con
nuestra imagen
científica de este.
Panenteísmo
y emergentismo. El modelo de
Peacocke para hallar en cada caso respuestas congruentes con la
inteligibilidad
del mundo en Dios es el pan-en-teísmo. El Dios-fundamento debería entenderse como un
ser unido
ontológicamente al mundo. Dios
sería fundamento último y origen de toda
creación, del universo. En Dios vivimos, nos movemos y somos:
todo
es participación del ser divino que alienta como profundidad última de
todo vestigio
de creación. Ese Dios es Espíritu (la plenificación ontológica sin
límites de
nuestra experiencia psíquica) y de ahí nace toda forma del ser creado
(CWS,
205-210). La organización de la materia conduce así a la emergencia de
niveles
de conciencia que apuntan ya al ser espiritual de Dios. De ahí que el
psiquismo
humano, abierto al cuestionamiento racional del sentido de la vida, sea
la emergencia
más plena de la ontología
espiritual, y divina,
del universo (TSA, 189-254). Como el psiquismo humano
abarca su propio cuerpo y lo controla
causalmente, así podemos conjeturar que Dios abarca toda la realidad y
actúa sobre
ella desde su interior con una causalidad top
down,
distinta,
mucho más perfecta y efectiva que en las esencias vivientes. No se
dice, pues,
que Dios tenga organismo, o sistema
nervioso, como los seres vivos. Su esencia ontológica, desconocida,
debe de ser
diferente para poder abarcar desde su profundidad el universo y actuar
sobre
él. El ser vivo es solo una imagen que
nos hace apuntar a la ontología unitaria, misteriosa, y mucho más
perfecta de
Dios. Este Dios inmanente y transcendente, que alienta como fondo
ontológico de
todo, responde al modelo pan-en-teísta (CWS,
207, 238-243; TSA, 158, 371-72;
PST, 57-58, 110-114,
138-143). Para Peacocke es un modelo congruente con la
tradición
cristiana y patrística (TSA, 185); y lo es también, pensamos
nosotros,
con el mismo modelo
de Teilhard de Chardin, cuya presencia es continua en su obra (y él reconoce con numerosas menciones).
Filosofía/teología
del proceso. Peacocke trata
de dialogar, en efecto, con la
filosofía/teología del proceso y concuerda con muchas de sus
posiciones, pero
siempre de una manera muy matizada. El Dios que hace el mundo
inteligible y el
Dios bíblico-cristiano no son un Dios impasible e inmutable, sino un
Dios comprometido
en la vida del mundo y cercano a la vida humana, a la historia del
mundo. El
Dios de Peacocke también sería, en un cierto sentido, aquel great
companion, the fellow-sufferer who
understands, el gran compañero, el compañero sufriente que nos
comprende
(Whitehead, Process and Reality, Free
Press, 532). No creemos que este Dios transcendente y personal, aunque
también inmanente,
comprometido cercanamente en el proceso del
mundo y en el dramatismo de la vida
humana en su marco pan-en-teísta, sea
objetable
desde una ortodoxia católica. Otro aspecto, sin
embargo, son
la omnipotencia y omnisciencia divina, cuya limitación real en el mundo
-en
parte para salvar la impotencia de Dios ante el sufrimiento humano y el
mal,
liberándolo de responsabilidad- ha sido tan radicalmente entendida en
la filosofía/teología del proceso. En este
sentido Peacocke es también muy matizado, y tampoco sería objetable por
la
ortodoxia católica. Admite una cierta autolimitación de Dios en su obra
creadora, tanto en la omnipotencia (v.g. ante la libertad humana) como
en la
omnisciencia divina (v.g. en los movimientos caóticos, por azar, no
previsibles
puntualmente, sino solo por estadística y probabilidad). Pero esta
autolimitación
divina conjetural es siempre voluntaria, responde a una voluntad divina
de
crear de un modo definido, cuenta con el mismo azar, y mantiene un
último
control final y absoluto sobre todo lo creado
(TSA, 115-127; CWS, 140-141, 213, 239-240).
5. DIOS, KÉNOSIS,
CRISTIANISMO
Peacocke pretende
mostrar cómo la relación de Dios con el mundo,
entendida
como kenótica, solo
puede ser adecuadamente iluminada y ampliada
desde los resultados de la ciencia: kenótico
por la ofrenda de sí mismo, por la autolimitación y vulnerabilidad asumida
por Dios en el proceso
evolutivo
creado (CNL, 21-22)6 • ¿Cuál es, pues, el proceso evolutivo desvelado
por la ciencia? Sin duda que
en él descubriremos líneas decisivas para entender la naturaleza del
plan
creador de Dios.
La creación es
continua y evidencia una emergencia de numerosas
formas de vida. Se trata de un inmenso proceso de autoorganización que,
dentro
de la continuidad monista hace emerger nuevas formas de ser real (CNL,
22-23),
Aunque Dios sea el creador -Deus semper
creator en la creatio continua- ha
construido su obra como proceso natural: que se explica como generado
evolutivamente
en el tiempo desde sí mismo, autónomamente. En esta autonomía (sin
referencia
al Dios-tapa-agujeros) juegan un
papel relevante la selección natural (Darwin, Dawkins), los principios
autoorganizativos (Stuart Kaufmann) o las teorías de la complejidad
(Ian
Stewart), en concepciones crecientemente holísticas. Pero las claves
esenciales
siguen siendo el azar y la necesidad, entendidos en clave biológica
desde la
lógica genético-mutacional del ADN. El
plan creador es un diseño que
cuenta ya ab initio con la autonomía
del proceso, así como con el papel que jugará en él un diseño
naturalístico,
autónomo, que incluye una previsión del marco de actuación producido
por el
azar, la probabilidad, la estadística e incluso el caos, en el
resultado final
del proceso. Dios creador ha asumido así un riesgo
ante una creación de diseño autónomo -incluida la
matizada limitación de la
omnisciencia ante la imprevisibilidad puntual de los procesos caóticos-
(CNL,
24-25). Pero el proceso evolutivo presenta también tendencias
significativas que forman parte del mismo diseño asumido
por Dios, aunque éstas puedan entenderse también naturalísticamente.
Peacocke cree
que la evolución permite aplicar además el concepto popperiano de la propensión que, en un cierto sentido,
apunta a la dirección que acabará culminando en el homo
sapiens (CNL, 26-29). Estas propensiones de la
materia-evolutiva creada en un diseño natural,
contribuyendo a la eficacia adaptativa, son: la complejidad, la
habilidad para el
procesamiento y registro de información por el sistema nervioso, el
dolor y el
sufrimiento (la sensibilidad), la autoconciencia y el lenguaje (CNL, 29-34), Dolor y sufrimiento,
entendidos por Peacocke, se refieren
a la propensión al crecimiento holístico de la sensibilidad en los
sistemas
materiales. Pero todo, incluida la emergencia de la autoconciencia, del
lenguaje
y del psiquismo humano integral, se presenta también en el diseño
creador como
un proceso natural autónomo que no necesita una intervención especial
de Dios
(CNL, 33-34)7 •
Este diseño evolutivo natural, por último, tal como ha sido escogido
por Dios,
es dinámico
y se realiza a costa
del dolor, del sufrimiento, de la lucha y de la muerte
en que lo fáctico se hace antiguo y debe dejar
paso a la novedad emergente (CNL, 34-35).
Pero ¿era éste el único
camino para un diseño de creación? Esta es una pregunta metafísica
irrespondible. Pero vemos por la autonomía de la creación que se ha
constituido
un marco apto para la acción libre del ser autoconsciente (CNL, 37). En
la
historia del cosmos el hombre emerge con dolor y sufrimiento, pero podemos también
hablar «analógicamente, de sufrimiento en Dios,
nos dice Peacocke, siendo este sufrimiento una identificación y
participación
en el sufrimiento del mundo» (CNL, 37). Es un mundo que nace con dolores
de parto. Dios «crea un espacio» dentro de sí
mismo, aunque distinto de
él porque es creado con autonomía (zimzum),
explica Peacocke, aludiendo al concepto usado por Moltmann. El coste de esta autonomía ha sido el sufrimiento. «Podemos quizá
atrevemos a
decir que hay un autovaciamiento creativo y autodonación (una kénosis) de Dios, una participación en
el sufrimiento de las creaturas divinas, en los mismos procesos de
creación
evolutiva del mundo» (CNL, 38). En el cristianismo sabemos que esta
kénosis
nace del Amor y hace posible la comunión de Dios con personas libres
capaces de
amar. En este mundo autónomo, sin embargo, la humanidad puede ignorar
la
presencia divina y rechazarla: y esto se proyecta también sin duda
sobre el sufrimiento
divino por el drama del proceso creador (CNL, 39).
Esta paradójica
naturaleza humana ha llevado al
desconcierto hiriente de la historia y a los múltiples escenarios del
mal,
muchos producidos por la voluntad
humana.
¿Sigue
siendo Dios inteligible desde este escenario
de indignidad?
¿Cuáles eran sus intenciones en la creación
de un
mundo autónomo? Dios diseñó un mundo
natural, autónomo, en que emergieran personas libres, con
autodeterminación y
con posibilidad de ignorar a Dios -encerrándose en un mundo natural, mundano-.
Dios aceptó este riesgo en el diseño
de creación. Pero Dios,
debemos entender, aceptó
libremente
esta autovulnerabilidad en la historia
por el bien mayor
de la emergencia de personas
libres.
«Quizá es esto, nos dice Peacocke,
lo que el autor del Apocalipsis apuntaba cuando describió a Cristo,
viéndolo
entonces
presente
ante Dios como
el Cordero degollado desde
la fundación
del
mundo» (CNL, 41).
La conjetura de
que Dios podría haber llegado a la kénosis
de su divinidad en la creación por el bien de la libertad
humana, queda
reforzada y abiertamente revelada, si Dios se ha expresado
verdaderamente en
Jesús, el Cristo, llevado a la suprema vulnerabilidad y sufrimiento ante el
mundo,
hasta el trágico abandono en la muerte
de cruz.
Cristo
es para
los creyentes
la última
garantía del
Amor de Dios
como autodonación en la creación. «Dios,
actuando en su creatividad divina,
es autolimitante, vulnerable, totalmente salido-de-sí (selfemptying), autodonación, esto es, Amor supremo
por la acción
creativa»
(CNL, 41).
«Si Dios estuvo presente en Jesús, el
Cristo,
siendo uno con Él, entonces debemos concluir
que Dios también sufrió en Él y con Él en su
pasión y muerte. El Dios a quién Jesús obedeció
y manifestó en su vida y muerte
es ciertamente por tanto un Dios crucificado, y el grito de derelicción puede verse también
como expresión de la angustia misma de Dios en la creación» (CNL, 42). Este sufrimiento «está hasta tal punto
concentrado en intensidad y transparencia en Jesús, el Cristo, que lo revela como expresión de la perenne
relación
de Dios con la creación» (CNL,
42).
Conclusión.
Desde la
ciencia, ha descrito Peacocke lo que la razón permite hoy decir sobre el ser real del universo
y el ser real del hombre. El universo es inteligible
como mundano, autónomo, sin Dios. El hombre se ha formado
evolutivamente a posteriori dentro de ese universo,
forma parte natural de él. El hombre es libre,
y Dios no se le impone, porque puede construir
una inteligibilidad puramente mundana de sí mismo en el
universo. Este
mundo autónomo, con todas las autolimitaciones
divinas aceptadas voluntariamente en su diseño,
es el coste de la nueva vida en libertad. Pero
el hombre puede llegar a entender la inteligibilidad teísta del
universo: pero el Dios que entonces aparece es el Dios que asume la
kénosis de
sí mismo en la creación. Cuando el hombre se sumerge entonces en la
experiencia
religiosa, ésta no se vive en términos de la ontología teocéntrica de
la
escolástica o del apriorismo transcendental, también teocéntrico, sino
en términos
cristianos: el Dios cercano se vive como el Deus absconditus que se manifiesta en el misterio de Cristo, muerte y
resurrección, que es el misterio del Dios de la libertad. Es entonces
cuando la
experiencia del mundo, transfigurada por la experiencia religiosa en Cristo, se transforma en experiencia religiosa, experiencia de la misma ontología de Dios, en
el marco pan-en-teísta sugerido por Peacocke.
PENSAMIENTO,
vol. 61 (2005), núm. 229: 59-76.
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