El antropólogo Lévi-Strauss reflexiona sobre el islam

CLAUDE LÉVI-STRAUSS





En Tristes trópicos, el famoso antropólogo caracterizó al islam de forma no muy positiva. Lo hace en los dos últimos capítulos del libro, el 39 ("Táxila", Pakistán) y el 40 ("Visita al Kyong").

 

Del capítulo 39, "Táxila"

 

El islam me desconcertaba por una actitud contradictoria con respecto a la nuestra y contradictoria en sí misma frente a la historia: la preocupación de fundar una tradición iba acompañada de un apetito destructor de todas las tradiciones anteriores. Cada monarca había querido crear lo imperecedero destruyendo la duración (p. 400).


¿Cuál es la razón profunda de esta indigencia en la que se adivina el origen del actual desdén de los musulmanes por las artes plásticas? En la Universidad de Lahore encontré a una dama inglesa, esposa de un musulmán, que dirigía el departamento de Bellas Artes. Sólo las muchachas están autorizadas a seguir el curso; la escultura está prohibida, la música es clandestina, la pintura es enseñada como un arte de recreación. Como la separación de la India y el Pakistán se hizo según la línea de demarcación religiosa, se ha asistido a una exasperación de la austeridad y del puritanismo. El arte, se dice aquí, «se ha refugiado en lo clandestino».


No sólo se trata de permanecer fiel al islam, sino más aún, de repudiar a la India: la destrucción de los ídolos renueva a Abrahán, pero con una significación política y nacional completamente nueva. Pisoteando el arte, se abjura de la India (p. 402).


¿Por qué el arte musulmán se desploma tan completamente cuando cesa su apogeo? Pasa sin transición del palacio al bazar. ¿No es una consecuencia del repudio de las imágenes? El artista, privado de todo contacto con lo real, perpetúa una convención tan exangüe que no puede ser rejuvenecida o fecundada. Está sostenida por el oro o se viene abajo. En Lahore, el erudito que me acompaña siente sólo desprecio por los frescos sij que adornan el fuerte: Too showy, no colour scheme, too crowded; y sin duda, está muy lejos del fantástico cielo raso de espejos del Shish Mahal, que destella como un cielo estrellado; pero al igual que la India contemporánea, la mayoría de las veces se la compara con el islam, es vulgar, ostentosa, popular y seductora.


A excepción de los fuertes, los musulmanes no han construido en la India más que templos y tumbas. Pero los fuertes eran palacios habitados, mientras que las tumbas y los templos son palacios desocupados. Aquí también se experimenta la dificultad que tiene el islam para pensar la soledad. Para él, la vida es en primer lugar comunidad, la muerte se instala siempre en el marco de una comunidad, desprovista de participantes (p. 403-404).


Antes que hablar de tolerancia, valdría más decir que esa tolerancia, en la medida en que existe, es una perpetua victoria sobre ellos mismos. Preconizándola, el Profeta los ubicó en  una situación de crisis permanente, que resulta de la contradicción entre el alcance universal de la revelación y la admisión de la pluralidad de fes religiosas. Allí hay una situación «paradójica» en el sentido pavloviano, generadora de ansiedad, por una parte, y de complacencia en sí misma por otra, ya que se creen capaces de superar semejante conflicto gracias al islam. Por otra parte, es en vano: como lo hacía notar ante una vez un filósofo indio, los musulmanes se enorgullecen de profesar el valor universal de grandes principios: libertad, igualdad, tolerancia, y revocan el crédito que pretenden afirmando al mismo tiempo que son los únicos en practicarlos.


Un día, en Karachi, me encontraba en compañía de sabios musulmanes, universitarios o religiosos. Oyéndolos cómo se jactaban de la superioridad de su sistema, me impresionaba comprobar la insistencia con que volvían a un solo argumento: su simplicidad. La legislación islámica en materia de herencia es mejor que la hindú porque es más simple. Si se quiere torcer la prohibición tradicional del préstamo a interés basta con establecer un contrato de sociedad entre el depositario y el banquero, y el interés se resolverá en una participación del primero en las empresas del segundo. En cuanto a la reforma agraria, se aplicará la ley musulmana a la sucesión de las tierras laborables hasta que estén lo suficientemente divididas, después se la dejará de aplicar -ya que no es artículo de dogma- para evitar una parcelación excesiva: There are so many ways and means


Todo el islam parece ser, en efecto, un método para desarrollar en el espíritu de los creyentes conflictos insuperables, a riesgo de salvarlos después proponiéndoles soluciones de una gran simplicidad (pero demasiado grande). Con una mano se los precipita, con la otra se los detiene al borde del abismo. ¿Os inquieta la virtud de vuestras esposas e hijas mientras estáis en campaña? Nada más simple: veladlas y enclaustradlas. Así es como se llega a la burkah moderna, semejante a un aparato ortopédico, con su corte complicado, sus rejas de pasamanería para la visión, sus botones a presión y sus trencillas y la pesada tela de que está confeccionada para adaptarse exactamente a los contornos del cuerpo humano disimulándolo lo mejor posible. (...)


Entre los musulmanes, comer con los dedos llega a ser un sistema: ninguno toma los  huesos para roer la carne. Con la única mano utilizable (la izquierda es impura porque está reservada a las abluciones íntimas), se soban y arrancan los pedazos; y cuando se tiene sed, la mano grasosa empuña el vaso. Observando esas maneras en la mesa, que están de acuerdo con las otras pero que desde el punto de vista occidental parecen una ostentación de negligencia, uno se pregunta hasta qué punto la costumbre, más que un vestigio arcaico, no es resultado de una reforma deseada por el Profeta: -«No hagáis como los otros pueblos, que comen con cuchillo»- inspirada por la misma preocupación, inconsciente sin duda, de infantilización sistemática, de imposición homosexual de la comunidad, que se ve en la promiscuidad de los rituales de pureza después de la comida; allí todo el mundo se lava las manos, hace gárgaras, eructa y escupe en la misma jofaina, poniendo en común, en medio de una indiferencia terriblemente autista, el mismo miedo a la impureza asociado al mismo exhibicionismo. La voluntad de confundirse está, por otra parte, acompañada por la necesidad de singularizarse como grupo; de ahí la institución de la pardah: «¡Que vuestras mujeres estén veladas para que se las distinga de las otras!».


La fraternidad islámica descansa sobre una base cultural y religiosa. No tiene ningún carácter económico o social. Ya que tenemos el mismo Dios, el buen musulmán será quien comparta su huka con el barrendero. En efecto, el mendigo es mi hermano: en este sentido, sobre todo, compartimos fraternalmente la misma aprobación de la desigualdad que nos separa. De aquí estas dos especies sociológicamente tan notables: el musulmán germanófilo y el alemán islamizado. Si un cuerpo de guardia pudiera ser religioso, el islam parecería su religión ideal: estricta observancia del reglamento (plegarias cinco veces por día, cada una de las cuales incluye cincuenta genuflexiones), revistas de detalle y cuidados de limpieza (las abluciones rituales), promiscuidad masculina en la vida espiritual tanto como en el cumplimiento de funciones orgánicas; y nada de mujeres.


Esos ansiosos son también hombres de acción. Presos entre sentimientos incompatibles, compensan la inferioridad que sienten por medio de formas tradicionales de sublimación que desde siempre se asocian al alma árabe: celos, orgullo, heroísmo. Pero esa voluntad de estar en sí, ese espíritu localista, aliado a un desarraigo crónico (el urudu es una lengua bien llamada: «de campamento») que se halla en el origen de la formación del Pakistán, se explican muy imperfectamente por una comunidad de fe religiosa y por una tradición histórica. Es un hecho social actual y que debe ser interpretado como tal: drama de conciencia colectiva que ha obligado a millones de individuos a una elección irrevocable, al abandono de sus tierras, a menudo de su fortuna, de sus padres, de su profesión, de sus proyectos para el futuro, del suelo de sus antepasados y de sus tumbas, para quedarse entre musulmanes, y porque sólo se sienten cómodos entre musulmanes.


Gran religión que se funda no tanto sobre la evidencia de una revelación como sobre la impotencia de entablar lazos afuera. Frente a la benevolencia universal del budismo, al deseo cristiano de diálogo, la intolerancia musulmana adopta una forma inconsciente en los que se hacen culpables de ella; pues si bien no tratan siempre de llevar a otro, de manera brutal, a compartir su verdad, son sin embargo incapaces (y es lo más grave) de soportar la existencia de otro como otro. Para ellos el único medio de ponerse al abrigo de la duda y de la humillación consiste en un «anonadamiento» del otro considerado como testigo de otra fe y de otra conducta. La fraternidad islámica es la inversa de una exclusión de los infieles que no se puede confesar, pues reconocerla como tal equivaldría a reconocer a aquéllos como existentes (p. 404-407).

 

 

Del capítulo 40, "Visita al Kyong"

 

Conozco demasiado bien las razones de ese malestar que sentí frente al islam: en él vuelvo a encontrar el universo del que vengo; el islam es el Occidente de Oriente. Más precisamente aún, tuve que encontrar al islam para medir el peligro que amenaza hoy al pensamiento francés. (…) Como el islam, que se ha congelado en su contemplación de una sociedad que fue real hace siete siglos y para cuyos problemas concibió entonces soluciones eficaces, nosotros ya no llegamos a pensar fuera de los marcos de una época, acabada desde hace un siglo y medio, que fue aquella en la que supimos estar de acuerdo con la historia, aunque demasiado brevemente, pues Napoleón, ese Mahoma de Occidente, fracasó allí donde el otro triunfó. Paralelamente al mundo islámico, la Francia de la Revolución sufre el destino de los revolucionarios arrepentidos, que es el de transformarse en los conservadores nostálgicos del estado de cosas en relación con el cual se situaron una vez en el sentido del movimiento (p. 409).


Si, empero, una Francia de 45 millones de habitantes se abriera ampliamente sobre la base de la igualdad de derechos para admitir a 25 millones de ciudadanos musulmanes, en gran proporción analfabetos, no daría un paso más audaz que aquel al que América debe el hecho de no ser una pequeña provincia del mundo anglosajón. Cuando los ciudadanos de Nueva Inglaterra decidieron, hace un siglo, autorizar la inmigración proveniente de las regiones más atrasadas de Europa y de las capas sociales más desheredadas y dejarse cubrir por esa ola, hicieron y ganaron una apuesta, cuya postura era tan grave como la que nosotros nos rehusamos a arriesgar.


¿Lo podremos alguna vez? Dos fuerzas regresivas que se agregan, ¿ven invertirse su dirección? ¿Nos salvaremos a nosotros mismos o más bien no consagraremos nuestra perdición si, reforzando nuestro error con su simétrico, nos resignamos a estrechar el patrimonio del Viejo Mundo a esos diez o quince siglos de empobrecimiento espiritual cuyo teatro y agente ha sido su mitad occidental? Aquí, en Táxila, en esos monasterios budistas en los que la influencia griega ha hecho brotar estatuas, me enfrento a esa oportunidad fugitiva que tuvo nuestro Viejo Mundo, de seguir siendo uno; la escisión no se ha cumplido aún. Otro destino es posible, precisamente el que el islam impide levantando su barrera entre un Occidente y un Oriente que, sin él, quizá no hubieran perdido su arraigo al suelo común donde se hunden sus raíces (p. 410).


Los hombres han hecho tres grandes tentativas religiosas para liberarse de la persecución de los muertos, de la malevolencia del más allá y de las angustias de la magia. Separados por el intervalo aproximado de medio milenio, han concebido sucesivamente el budismo, el cristianismo y el islam; y asombra que cada etapa, lejos de marcar un progreso sobre la precedente, muestre más bien un retroceso. No hay más allá para el budismo; allí todo se reduce a una crítica radical, como nunca más la humanidad será capaz de hacerla, al término de la cual el sabio desemboca en un rechazo del sentido de las cosas y de los seres: disciplina que anula el universo y que se anula a sí misma como religión. Cediendo nuevamente al miedo, el cristianismo restablece el otro mundo, sus esperanzas, sus amenazas y su juicio final. Al islam no le queda más remedio que encadenar éste a aquél: el mundo temporal y el mundo espiritual se encuentran reunidos. El orden social se adorna con los prestigios del orden sobrenatural, la política se vuelve teología. Al fin de cuentas, se han reemplazado espíritus y fantasmas, a quienes la superstición no llegaba a dar vida, por maestros demasiado reales, a los cuales se les permite, además, monopolizar un más allá que agrega su peso al peso ya aplastante del aquí (p. 412).


Que Occidente se remonte a las fuentes de su desgarramiento: Interponiéndose entre el budismo y el cristianismo, el islam nos islamizó cuando Occidente se dejó llevar por las cruzadas, oponiéndose a él y entonces imitándolo en vez de entregarse -si el islam no hubiese existido- a una lenta osmosis con el budismo, que nos hubiera cristianizado más y en un sentido tanto más cristiano cuanto que nos habríamos remontado más allá del mismo cristianismo. Entonces fue cuando el Occidente perdió su oportunidad de seguir siendo fecundo (p. 413).

 

Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos. Buenos Aires, Eudeba, 1970.