El cerco
islámico
MARCELO GULLO
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Durante
más de ochocientos años,
el islam asedió y trató de
conquistar los pequeños y fragmentados reinos cristianos de Europa. La
invasión
comenzó el 27 de abril de 711, cuando
el general Táriq ibn Ziyad, gobernador de Tánger, desembarcó en Tarifa, iniciando
así la conquista de España. Finalizó el 12 de septiembre de 1683, en la
batalla de
Kahlenberg, cuando, a las afueras
de Viena, las tropas
lituano-polacas derrotaron al mayor ejército musulmán desde los tiempos
de
Saladino y pusieron fin al conocido como «segundo sitio de Viena».
Quizá un
breve repaso histórico nos dé una idea aproximada de la profundidad y
amplitud
de la ofensiva musulmana que durante más de ocho siglos atormentó a
Europa y
que marcó especialmente la historia de España [224].
En el
año 711, las tropas de
Táriq ibn Ziyad cruzaron el estrecho de Gibraltar.
No eran muy numerosas, apenas siete mil bereberes. Todos sabían que, si la
resistencia era firme, la expedición
sería una razia más, pero si el
enemigo se mostraba más
débil de lo pensado la expedición podría transformase en una «guerra
santa» de
conquista territorial. El rey visigodo Don Rodrigo fue vencido en el
primer
combate, lo que significaba que la razia se transformaba en guerra. Las
ciudades
cayeron una tras otra y, desde
Marruecos, llegó un ejército con refuerzos que «remató» la conquista de
España.
En 713, Musa Ibn Nusair, gobernador
de África del Norte, proclamó en Toledo la
soberanía del islam, con lo que España
pasaba
a ser una parte más del «Estado de Dios».
En la
cima de su gloria,
cumpliendo una orden del jefe de los creyentes, Musa emprendió el
regreso a
Damasco, capital del Califato. Así lo cuenta el historiador Rolf Palm:
«A
caballo, el orgulloso anciano yemenita conducía una
kilométrica caravana triunfal. Inmediatamente detrás de él iban [como
prisioneros] unos cien príncipes españoles, veinte reyes de las islas
del Rum,
como los árabes llamaban a las islas de Mallorca, Menorca, Sicilia, Cerdeña y Lampedusa, que el virrey había atrapado de paso con su
flota. La segunda división de esta festiva expedición, grandiosa y
fantasmal,
la formaban treinta mil vírgenes españolas, a quienes les esperaba un
destino
nada inseguro en los harenes de los príncipes Umaídas. A ellas les
seguían
treinta vehículos pesados cargados con el botín de los ejércitos, que
constaba
de oro, plata y piedras preciosas. Solo de la catedral de Toledo provienen veinticuatro
o
veintisiete coronas de oro, cada una provista con sus fechas de vida
grabadas,
que los reyes visigodos de España le habían legado a la Iglesia. También se llevaron varias
tinas doradas,
llenas hasta el borde de perlas, rubíes y topacios» [225].
Todos los
cronistas musulmanes de la época coinciden en señalar que el día en que
Musa entró en Damasco –el califa lo recibió en la adornada mezquita
Umaída– fue
«uno de los días más brillantes del islam» [226]. En la
capital del
Califato reinaba el entusiasmo. No era para menos, ya que la conquista
de los
territorios hispánicos había sido un paseo y ya se podía soñar con la
conquista
de los demás reinos cristianos de Europa. Entonces, ¿por qué detenerse
en la
península Ibérica? Habían entrado en la península como el cuchillo en
la
mantequilla. ¿No sería igualmente fácil allende los Pirineos?
Las
vacilaciones no duraron demasiado.
Ese mismo año, 713, los musulmanes
se apoderaron de Narbona, tras un asedio que comenzó a raíz que de que
se prohibiera la
entrada en la ciudad a los
recaudadores de impuestos islámicos
[227]. Una vez ocupada, los
habitantes que se habían negado a pagar fueron «entregados a la espada» [228],
y las mujeres y los niños fueron capturados en «calidad de esclavos» [229].
Narbona
era una ciudad clave por
su ubicación estratégica: se hallaba
cerca de la costa y era difícilmente atacable porque estaba rodeada de marismas.
Esas dos cualidades la convertían en
un excelente punto de apoyo para la puesta en marcha de acciones de mayor envergadura:
«De
España pronto llegarían barcos con pesadas máquinas
sitiadoras y batallones de voluntarios,
poco después seguían las familias de los participantes de la invasión
quienes,
aún no sabían dónde, esperaban instalarse en Francia. La empresa se
puso en
marcha por sí sola» [230].
Los
musulmanes se dirigieron
rápidamente a Tolosa, la capital del reino de Aquitania.
Milagrosamente, Odón,
duque de Aquitania, con un ejército de socorro, logró detenerlos en las
puertas
de la ciudad [231]
y el gobernador de Al-Ándalus, As-Samh, murió
en la batalla de Tolosa
(719). Su hermano, el general árabe Abd al- Rahman al-Ghafiqi, realizó
una
retirada ordenada que permitió a Odón salvar la capital. Otro enclave
importante, Nimes, se rindió pronto a las tropas invasoras y muchos de
sus habitantes
fueron llevados como esclavos a Barcelona. La ciudad de Carcassone
también fue
conquistada rápidamente [232], y
«Avignon
formaba una nueva cabecera de puente para razias en
el corazón de Francia. Río
arriba del Rhône, en Lyon, los moros saqueaban las iglesias, a [las
ciudades
de] Macon y Chalons, también; destruyeron Beaune, incendiaron ambas
iglesias de Auton (Saint
Naziere y Saint Jean),
redujeron a escombros el convento de Beze, en Dijon. En Besançon [pueblo en el que
siglos más tarde nació Victor Hugo],
casi ya en el límite con Suiza, una tropa de moros efectuó un baño de
sangre
entre los monjes del convento Saint Columban. También la abadía de Luxeuil,
al pie de los Vosgos,
cayó bajo el saqueo de los
combatientes de Alá; el abad, el más tarde canonizado Mellinus, murió por la
espada de un moro. Solo en Sens, ya sobre la ruta Dijon-París, el
obispo Ebbon rechazó un
ataque en masa. Los moros
habían acarreado sus máquinas sitiadoras hasta allí»
[233].
Alrededor
de 730, Abd al-Rahman
al-Ghafiqi, el general musulmán
que
había reorganizado al ejército árabe tras la derrota de Tolosa, se convirtió en emir
de Córdoba, y aprovechando la lucha
fratricida entre Carlos Martel y Odón por el trono de Aquitania, y
deseoso de
vengar la muerte de su hermano en Tolosa, decidió realizar una nueva
ofensiva contra
territorio franco. El emir cruzó los Pirineos, hizo prisionera a la
hija del
rey Odón, Lampegia, conocida como «la Hermosa», y la envió como esclava
al
harén del califa en Damasco. Posteriormente, los soldados del emir
atacaron Burdeos [234],
y en su avance no hubo piedad para con los cristianos:
«Se
masacra a la entera población masculina, se llevan
hombres y mujeres en calidad de esclavos, devoran las llamas la torre
de San
Andrés, se saquea y devasta el convento de Saint Croix… [Aquitania
agoniza]
durante meses. Las tropas del islam iban saqueando de ciudad en ciudad,
atravesando pueblos, cortes, conventos. Las columnas de humo sobre las
poblaciones que yacían en escombros y cenizas indicaban la huella de los moros» [235].
A los
oídos de Abd al-Rahman
llegó la información de dos lugares cristianos de peregrinación cuya
riqueza en
ofrendas valiosas excedía todo lo que los musulmanes habían visto hasta
aquel
momento en Europa. Se trataba de las basílicas de San Hilario, en
Poitiers, y
San Martín de Tours
[236]. El emir
decidió probar suerte y comenzó a remontar el viejo camino romano –la Via Prima Mediolanum
Santinum– que conducía a
Poitiers y, desde allí,
a París. Corrían los primeros días de octubre del
año 732. Los musulmanes llegaron a Poitiers, cuya población se refugió
en la
fortaleza. Saquearon la basílica de los peregrinos y la incendiaron,
capturaron
a los monjes de San Hilario y se dirigieron a Tours [237]. Se encontraban a cuatro días
a caballo de
París, pero ahora Odón y Martel cabalgaban juntos y el 10 de octubre de
732
lograron derrotar a los invasores musulmanes. Abd al-Rahman al Ghafiqi
murió en
la batalla de Poitiers y, hoy
en día, es considerado
por los historiadores
musulmanes un «mártir de Alá» que se ganó el paraíso sacrificando su
vida por
la causa de Dios y su profeta.
Sin
embargo, su muerte no libró a
Francia del peligro. Otros guerreros seguían soñando con la conquista
de
Francia, y, así, solo dos años después de la batalla de Poitiers
–juzgada por
muchos como una «simple escaramuza» carente de importancia–, ocurrió que
«en el
735, el gobernador árabe de Narbona, Yusuf Ibn Abderramán, se
apodera de Arlés
[…]. En el 737, los musulmanes toman Avignon y extienden sus
devastaciones hasta Lyon y
hasta Aquitania» [238].
Carlos
Martel marchó de nuevo
contra los invasores y recuperó la
ciudad
de Avignon. Intentó hacer lo propio con Narbona y, aunque derrotó a un
«ejército de refuerzo árabe llegado por mar» [239] (lo
que demuestra la importancia estratégica que los musulmanes le daban a
la plaza
de Narbona como punto de apoyo para una posible invasión de la Europa
occidental), no logró reconquistar la ciudad. La victoria de Martel
sobre los
musulmanes de Narbona «no impide una nueva incursión de los árabes en
Provenza
en 739»
[240].
En 752,
el rey Pipino el Breve
atacó Narbona, pero los musulmanes
resistieron el asedio [241].
Siete años después, en 759,
Pipino consiguió reconquistar la plaza, cerrando
definitivamente la puerta de entrada al continente occidental [242].
Sin embargo, esta ciudad no era la única «puerta» por la que los
musulmanes
pensaban entrar a Europa y fueron atacados otros lugares estratégicos.
«Las
expediciones contra Sicilia se suceden en 720, 727,
728, 730, 732, 752, 753 interrumpidas, solamente, por causa de un
período de
trastornos civiles en África. Se reanudan en 827 bajo el emir aglabí
Siadet
Allah I, que aprovecha una rebelión contra el emperador para intentar
un golpe
de mano contra Siracusa» [243].
La
flota musulmana partió de Susa [244] en
el año 827 y logró sitiar Siracusa, pero una flota bizantina los obligó
a
levantar el sitio.
Enterados
los musulmanes de
España y de África de la intervención bizantina, enviaron refuerzos
para la
flota islámica, lo que permitió que el ejército invasor sarraceno, «en
agosto-
septiembre de 831, se apoderara de Palermo tras un año de asedio» [245].
La
resistencia
siciliano-bizantina fue tenaz, pero no pudo impedir que «los musulmanes
se
apoderasen de Mesina en 843» [246]. Pasaron quince años de enfrentamientos sin
cuartel en los que ninguna población de Sicilia pudo dormir tranquila.
Finalmente, en 859, la resistencia cristiana fue vencida y «Siracusa
sucumbió,
el 21 de mayo de 878, tras una heroica defensa» [247].
Mientras
los sicilianos y los
bizantinos luchaban para salvar el sur de
Italia, Carlomagno se enfrentó a los musulmanes en la Marca Hispánica.
En 778
decidió adoptar una estrategia ofensiva y envió un ejército que fue
derrotado
ante las murallas de Zaragoza. La
retaguardia
del ejército franco, cubriendo heroicamente la retirada del resto de
las
tropas, «se dejó matar» en Roncesvalles el 15 de agosto de 778 [248].
En 793,
los musulmanes invadieron
Septimania, en el actual sur de
Francia. Carlomagno contraatacó y en el año 801 tomó Barcelona, donde
se
encontró con una durísima resistencia sarracena. Además, Carlomagno
carecía de
una flota propia para sacar
réditos
de la victoria de Barcelona y «en 798 los musulmanes devastaron las
Islas Baleares» [249].
Carlomagno no pudo mantener
la
ofensiva y casi siempre tuvo que actuar a la defensiva en la línea
formada por
los Pirineos.
«En
806, los sarracenos se
apoderaron de la islita de Pantelaria y vendieron en España como
esclavos a los
monjes que encontraron allí» [250]. Ese mismo año, el rey de Italia, Pipino
–hijo
mayor de Carlomagno–, intentó expulsar a los musulmanes de Córcega. Lo
logró
durante unos meses, pero al año siguiente (807) la isla cayó nuevamente
en
manos sarracenas. El condestable Burchard, después de un combate en el
que
perdió trece navíos, obligó a los musulmanes a retirarse, pero los
invasores
volvieron a la carga y, entre 809 y 810, ocuparon las islas de Córcega
y
Cerdeña.
En 812,
los sarracenos de África,
saquearon las islas de Lampedusa, Ponza e Isquia [251].
«El papa
León III pone las costas de Italia en estado de
defensa, y el emperador le envía a su primo, Wala, para ayudarle y en
el 813,
los musulmanes atacan Córcega, de
donde
se llevan quinientos cautivos»
[252].
Ese
mismo año, los musulmanes
lanzaron razias contra Niza [253] y
Civitavecchia, y, en
838, contra
Marsella [254]. Diez años después,
tomaron Marsella y, en
850, la región de Provenza. En 889 se establecieron en Saint-Tropez y
en La
Garde-Freynet, mientras que, por el lado del Atlántico, los sarracenos
–llegados
de España en el siglo VIII– se situaron en la isla de Noirmoutier.
En
Italia, la situación para los
cristianos no era más alentadora. Las ciudades de Bríndisi y Tarento fueron asoladas en
838 [255],
y dos años después cayó Bari. Las flotas de Bizancio y Venecia fueron completamente
derrotadas. «En 841, los musulmanes
devastaron Ancona y la costa dálmata hasta Cattaro. Y Lotario, en el año 846, no ocultaba en
absoluto que
temía la anexión de Italia» [256]. Aquel año, «setenta navíos atacaron Ostia y
Porto, avanzaron devastándolo todo hasta las murallas de Roma y profanaron la iglesia de San
Pedro. La
guarnición de Gregoriópolis no pudo detenerlos. Finalmente, fueron
rechazados
por Guido de Spoleto» [257].
Sin embargo, la expedición de Lotario al año siguiente no consiguió
recuperar Bari,
que siguió bajo dominio musulmán.
«En
849, por instigación del Papa, Amalfi, Gaeta y
Nápoles constituyen una liga contra los sarracenos y reúnen en Ostia
una flota
que el papa León IV acude a bendecir.
Obtiene una gran victoria naval sobre los sarracenos. Al mismo tiempo,
el Papa
ciñe con una muralla el burgo del Vaticano y
lo convierte en Civitas Leoninas (848-852). En el 852, el Papa asienta
en
Porto, fortificada por él, a corsos que huyen de la isla, pero la nueva
ciudad
no prospera. Crea también Leópolis para sustituir a Civitavecchia,
vaciada por
el terror que inspiran los sarracenos» [258].
En 876
y 877, los guerreros
musulmanes devastaron la campiña romana:
«El
Papa implora en vano al emperador de Bizancio. Los
desastres que este sufre en ese momento en Sicilia, donde Siracusa
sucumbe en
el 878, le impiden sin dudas intervenir y, al
final, el Papa se ve obligado a pagar anualmente a los moros, para
escapar a
sus golpes de mano, veinte mil mancusi de plata […]. En 883, la abadía
de
Montecasino es incendiada y destruida. En 890, la abadía de Farfa es
sitiada y
resiste durante siete años. Subiaco es destruida, el valle del Anio y
Tívoli
son asolados. Los sarracenos han constituido una plaza fuerte no lejos
de Roma,
en Saracinesco; otra, en los montes Sabinos, en Ciciliano. La campiña
romana se
convierte en un desierto: redacta est
terra in solitudinem» [259].
En 890,
la flota del emperador
Basilio logró recuperar Bari, un hecho crucial que impidió a los
musulmanes
establecerse en Italia, mantuvo
la
soberanía bizantina y garantizó la seguridad de Venecia [260].
Una
relativa calma llegó en 915,
cuando el papa Juan X, los príncipes del sur de Italia y el emperador
de
Constantinopla derrotaron a los invasores musulmanes a orillas del río
Garigliano. Esta victoria cristiana supuso el final de los musulmanes
en la
península Itálica.
Sin
embargo, el asedio musulmán
tomó un nuevo impulso con la conversión de los turcos al islam. Así,
lejos de
debilitarse tras su extraordinaria expansión, el mundo islámico se
revitalizó y
reanudó las grandes invasiones, convirtiéndose en la pesadilla de
Europa. Los
turcos, tras la conquista de Constantinopla en 1453, bajo la espada del
gran
sultán Mehmet II, asumieron el viejo sueño musulmán de conquistar
Europa. Mehmet
II extendió los dominios del islam por los Balcanes y se apoderó de
Grecia,
Serbia y Albania. En 1503, en tiempos de Fernando el Católico, los
musulmanes
convirtieron en ruinas la costa valenciana tras atacar las plazas de
Cullera,
Oropesa, Salou, Mallorca, Vinaroz, Mahón, Benissa, Denia y Alicante.
Cuando
el gran sultán Mehmet II
murió (1480), el Imperio turco dominaba ya a millones de europeos. Le
sucedió
Bayaceto II, que detuvo el proceso de conquista hasta que, en 1512, las
tropas
turcas –hartas del pacifismo de Bayaceto– tramaron una conspiración que
dio
lugar al asesinato del sultán a manos de su propio
hijo, Selim, que ordenó matar a todos sus hermanos y sobrinos para
afianzarse
en el trono. El hijo de Selim I, conocido como Solimán el Magnífico,
condujo
personalmente el ejército
otomano en
la conquista de Belgrado [261] (1521), que posteriormente permitió la toma
de
la cuidad de Buda y la ocupación de la región de Transilvania. En el
verano de
1522, Solimán se puso al mando de cuatrocientos barcos y cien mil
hombres en el
ataque a la isla de Rodas, y cuatro años después, el 29 de agosto de
1526, en
la batalla de Mohács, Solimán derrotó a Luis II de Hungría, que murió
en el
campo de batalla junto a la casi totalidad de la alta aristocracia del
reino de
Hungría. Bajo el mando del emperador
Carlos V y de su hermano menor,
Fernando,
archiduque de Austria, las tropas cristianas recuperaron la ciudad de
Buda y
parte de Hungría. Sin embargo, poco duró Buda en sus manos, porque
Solimán
volvió a marchar sobre la ciudad y la reconquistó en el otoño de 1530.
Posteriormente intentó tomar Viena, pero no tuvo éxito.
En
1534, el almirante Khair ad-Din,
conocido en Europa como Barbarroja, conquistó las ciudades de Koroni,
Patras y
Lepanto, que estaban bajo dominio español. En julio de 1534, cruzó el
estrecho
de Mesina y destruyó el puerto de Cetraro; después saqueó las islas de
Capri y
Prócida, y arrasó los puertos del golfo de Nápoles. Luego se dirigió a
la
desembocadura del río Tíber, en
la
costa del mar Tirreno, donde atacó Ostia, el puerto de la antigua Roma.
Comprendiendo la gravedad de la situación, las iglesias de Roma
repicaron al
unísono sus campanas: la capital del catolicismo se hallaba en peligro
de
muerte.
En
1538, Barbarroja derrotó a la
flota española en la batalla de Préveza, una victoria que aseguró al
Imperio
otomano el dominio en el
Mediterráneo
oriental durante treinta y tres años. En 1539 conquistó la ciudad de
Castelnuovo, al
suroeste de Montenegro, y, en
Italia, en la costa del Mar
Adriático, asaltó la fortaleza española situada cerca de la ciudad de
Pésaro.
El gran almirante otomano conquistó Niza el 5 de agosto de 1543 y poco
después
hizo lo propio con las
ciudades de
San Remo y Mónaco. En 1544, Barbarroja ocupó Nápoles, y un año después,
a pesar
de la tregua firmada entre Carlos V y Solimán I, Barbarroja desembarcó
y saqueó
las islas de Mallorca y Menorca.
Barbarroja
murió en 1546 en su
palacio en el barrio Büyükdere de Estambul. Su cuerpo fue enterrado con
todos
los honores en un gran mausoleo en el lado europeo de Estambul. Importa
resaltar –por su significado político– que en 1944 la República de
Turquía
construyó un monumento en honor al almirante junto a su tumba. Desde
esa fecha,
para cultivar la memoria de sus oficiales, todos los 4 de abril, Día de los
Mártires Navales, la armada turca
rinde homenaje al almirante Barbarroja. Hay pueblos como el turco que
saben lo
que otros pueblos –como el español– han olvidado: la importancia del
cultivo de
la memoria.
En
Europa Central, el peligro
musulmán solo desapareció en el año 1683, tras el último –y fallido–
ataque
turco a la ciudad de Viena.
El gran
objetivo: atacar al
islam
por la retaguardia
Tanto la
exploración portuguesa de la costa de África como el descubrimiento de
América fueron producto del intento luso- castellano de romper el cerco
islámico. Lusitanos y castellanos se habían propuesto atacar al islam
por la
retaguardia. Como destaca el
historiador
islámico Essad Bey, el
poder musulmán
dominaba todos los puntos de unión del tráfico del mundo antiguo y
controlaba
los caminos que comunicaban Oriente con Occidente entre la India y Europa, hasta
el punto de que durante la Edad Media
resultaba imposible el comercio
con Asia –de donde provenían las especias– sin pasar por algunos de los
numerosos y estrictos puestos aduaneros islámicos [262].
El
poder musulmán había cercado
por el sur y por el este a Europa Occidental; amenazaba su existencia
misma,
planificando cuidadosamente el ataque al bajo vientre europeo mediante
la
preparación de una flota que debía atacar la península itálica y
conquistar
Roma. En términos militares, la caída de Constantinopla aumentó la
vulnerabilidad estratégica de Europa, porque desde entonces el poder
islámico –conducido
ahora por los turcos– se propuso tomar Viena, lo que abriría las
puertas de
Europa al poder musulmán.
El
impulso marítimo de Portugal –su
voluntad de lanzarse al mar para
navegar la costa africana– nació así de una necesidad: llegar a Asia bordeando el
mundo musulmán. En este sentido, el
historiador indio Kavalam Madhava Panikkar afirma:
«La
primera expansión europea por aguas asiáticas fue un
intento de neutralizar con un rodeo el abrumador poder terrestre del
islam en
el Medio Oriente, con el propósito de romper la prisión del
Mediterráneo a la
que estaban restringidas las energías europeas» [263].
Por
otra parte, importa valorar
que Europa, cercada por el poder islámico, estaba siendo privada de las
especias, un elemento que tenía un gran valor estratégico, pues
permitía a los
europeos conservar los alimentos que más escaseaban y alimentar a una
población
creciente.
«La
pimienta puede no significar mucho para nosotros,
pero en esa época se la valoraba tanto como las piedras preciosas. Los
hombres
se arriesgaban en los peligros de las profundidades, luchaban y morían
por la
pimienta […]. Las especias solo podían ser obtenidas en India o
Indonesia, y
debían llegar a través de Persia o Egipto; este comercio indispensable
y
monopolista por naturaleza se convirtió en el principal motivo de
disputa de la
política del Levante y fue el factor más poderoso, aisladamente, que estimuló la expansión
europea en el
siglo XV. El dominio de los tártaros sobre Persia, antes de la
conversión del
Iljanato al islamismo, permitió a los comerciantes italianos llegar
directamente a la India y competir con los egipcios, quienes
acostumbraban a
elevar los precios en un 300 % como intermediarios entre la India y
Europa.
Como resultado, los europeos sabían dónde se producían las especias y a
qué
costo, de modo que, cuando se vieron nuevamente aislados del mercado
indio por
un islam hostil y por las incesantes
guerras de Levante, tenían plena conciencia de las oportunidades que
tendría
una potencia que pudiera hallar una nueva ruta a las Indias, donde
crecían las especias» [264].
Sin
negar la motivación económica
que ya hemos explicado, es preciso reconocer que la principal razón
para la
aventura africana de Portugal era estratégico-religiosa, ya que, en
efecto,
«los miembros de la familia real portuguesa, como buenos soldados
cristianos,
pretendían atacar al islam desde su retaguardia»
Así,
como señala el historiador
francés René Sedillot:
«El
principal motivo del descubrimiento es del orden de
lo militar y de lo estratégico: habiendo sufrido largo tiempo el yugo
del
islam, los portugueses aspiraban a eliminar el peligro para siempre;
también,
por precaución, ocuparon Ceuta y Arzila sobre la costa marroquí e
hicieron de
Tánger una ciudad vasalla: una especie de cruzada los empujaba hacia
África» [266].
Notas
[224]
Claudio
Sánchez-Albornoz, España. Un enigma histórico, Editorial Hispanoamericana,
Barcelona,
1973, tomo II, págs. 9-11.
[225]
Rolf
Palm, Los árabes: la epopeya del islam, Javier
Vergara Editor, Buenos Aires, 1980, págs. 200-201.
[226]
Ibíd.,
pág. 201.
[227]
Sobre
la
conquista y ocupación de Narbona, véase Claude Devic y Joseph Vaissete,
«Histoire
Géneral de Languedoc», disponible
en Internet. Consultado el 23
de febrero de 2020. También George Moir
Bussey y Thomas Gaspey, The Pictorial History of France and of the
French People: From the Establishment of the Franks in Gaul, to the
Period of
the French Revolution, W. S.
Orr
and Company, Londres,
1843, vol. 1,
pág. 726, disponible en Internet. Consultado el 25 de febrero de 2020.
También Celestin Port, Essai
sur l´histoire du commerce maritime de Narbonne, Durand,
París, 1954, pág. 208, disponible en Internet. Consultado el 25 de febrero
de 2020.
[228]
R.
Palm, Los árabes, ob. cit., pág. 205.
[229]
Ibíd.,
pág. 206.
[230]
Ibíd.,
pág. 205.
[231]
C.
Devic y J.
Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.
[232]
Sobre la conquista y ocupación de Nimes y Carcassone, véase también C. Devic y
J.
Vaissete, Histoire Géneral de
Languedoc, ob. cit.
[233]
R.
Palm, Los árabes, ob. cit., pág. 206.
[234]
C.
Devic y J.
Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.
[235]
R.
Palm, Los árabes, ob. cit., pág. 211.
[236]
C.
Devic y J.
Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.
[237]
Ibíd.
[238]
Henri
Pirenne, Mahoma y Carlomagno,
Alianza, Madrid, 1985, pág. 128.
[239]
Ibíd.
[240]
Ibíd.,
pág. 129.
[241]
C.
Devic y J.
Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.
[242]
Ibíd.
[243]
H.
Pirenne, Mahoma y…, ob. cit., pág. 129.
[244]
La
ciudad de
Susa, capital de la gobernación de Susa, está situada en la costa este de Túnez, a 140
kilómetros sur de la
ciudad de Túnez. Está bañada por el mar Mediterráneo y por el golfo de
Hammamet. Susa se llamaba Hadrumetum, durante la época púnica.
[245]
Ibíd.
[246]
Ibíd.
[247]
Ibíd.
[248]
C.
Devic y J.
Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.
[249]
H.
Pirenne, Mahoma y…, ob. cit, pág. 130.
[250]
Ibíd.,
pág. 130.
[251]
El
papa León
II y Carlomagno son conscientes del peligro, pero no pueden impedir los
ataques
lanzados en 812 sobre las costas de Nápoles, contra las islas de Ponza
e Isquia
y el pillaje efectuado al año siguiente sobre la costa toscana, contra
Centum
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Ninth Century, Lewiston, The
Edwin
Mellen Press, Nueva York, 2007.
[261]
El
28 de
agosto de 1521, Solimán el Magnífico conquistó Belgrado. En 1594 se
produjo una
insurrección serbia contra la dominación musulmana, que fue fácilmente
sofocada
por los turcos, que castigaron a la población cristiana destruyendo
iglesias y
quemando las reliquias de san Sava en el plato de Vračar. A partir de 1688,
Belgrado se convirtió en el campo de
batalla de las guerras que los austrohúngaros librarían contra la
ocupación
otomana. El ejército austrohúngaro logró liberar Belgrado por un breve
periodo
en tres oportunidades (1688, 1717 y 1789), pero los turcos recuperaron
la ciudad rápidamente.
En 1806, al producirse
la llamada «Primera Insurrección Serbia», los
cristianos serbios reconquistaron Belgrado y gobernaron la
ciudad hasta
1813, cuando los turcos volvieron a ocuparla. Las últimas tropas turcas se retiraron de Belgrado en 1867.
[262]
Essad
Bey, Mahoma:
historia de los árabes, Arábigo-Argentina El Nilo, Buenos Aires, 1946, pág. 321.
[263]
Kavalam
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occidental. Un examen de la historia de Asia desde la llegada de Vasco
da Gama,
1498-1945, Eudeba, Buenos Aires, 1966, pág. XIX.
[264]
K.
M.
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occidental..., ob. cit., pág. 5.
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Thomas, El Imperio español. De Colón a Magallanes, Planeta,
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René
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FUENTE:
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