El cerco islámico

MARCELO GULLO





Durante más de ochocientos años, el islam asedió y trató de conquistar los pequeños y fragmentados reinos cristianos de Europa. La invasión comenzó el 27 de abril de 711, cuando el general Táriq ibn Ziyad, gobernador de Tánger, desembarcó en Tarifa, iniciando así la conquista de España. Finalizó el 12 de septiembre de 1683, en la batalla de Kahlenberg, cuando, a las afueras de Viena, las tropas lituano-polacas derrotaron al mayor ejército musulmán desde los tiempos de Saladino y pusieron fin al conocido como «segundo sitio de Viena». Quizá un breve repaso histórico nos dé una idea aproximada de la profundidad y amplitud de la ofensiva musulmana que durante más de ocho siglos atormentó a Europa y que marcó especialmente la historia de España [224].


En el año 711, las tropas de Táriq ibn Ziyad cruzaron el estrecho de Gibraltar. No eran muy numerosas, apenas siete mil bereberes. Todos sabían que, si la resistencia era firme, la expedición sería una razia más, pero si el enemigo se mostraba más débil de lo pensado la expedición podría transformase en una «guerra santa» de conquista territorial. El rey visigodo Don Rodrigo fue vencido en el primer combate, lo que significaba que la razia se transformaba en guerra. Las ciudades cayeron una tras otra y, desde Marruecos, llegó un ejército con refuerzos que «remató» la conquista de España. En 713, Musa Ibn Nusair, gobernador de África del Norte, proclamó en Toledo la soberanía del islam, con lo que España pasaba a ser una parte más del «Estado de Dios».


En la cima de su gloria, cumpliendo una orden del jefe de los creyentes, Musa emprendió el regreso a Damasco, capital del Califato. Así lo cuenta el historiador Rolf Palm:


«A caballo, el orgulloso anciano yemenita conducía una kilométrica caravana triunfal. Inmediatamente detrás de él iban [como prisioneros] unos cien príncipes españoles, veinte reyes de las islas del Rum, como los árabes llamaban a las islas de Mallorca, Menorca, Sicilia, Cerdeña y Lampedusa, que el virrey había atrapado de paso con su flota. La segunda división de esta festiva expedición, grandiosa y fantasmal, la formaban treinta mil vírgenes españolas, a quienes les esperaba un destino nada inseguro en los harenes de los príncipes Umaídas. A ellas les seguían treinta vehículos pesados cargados con el botín de los ejércitos, que constaba de oro, plata y piedras preciosas. Solo de la catedral de Toledo provienen veinticuatro o veintisiete coronas de oro, cada una provista con sus fechas de vida grabadas, que los reyes visigodos de España le habían legado a la Iglesia. También se llevaron varias tinas doradas, llenas hasta el borde de perlas, rubíes y topacios» [225].


Todos los cronistas musulmanes de la época coinciden en señalar que el día en que Musa entró en Damasco –el califa lo recibió en la adornada mezquita Umaída– fue «uno de los días más brillantes del islam» [226]. En la capital del Califato reinaba el entusiasmo. No era para menos, ya que la conquista de los territorios hispánicos había sido un paseo y ya se podía soñar con la conquista de los demás reinos cristianos de Europa. Entonces, ¿por qué detenerse en la península Ibérica? Habían entrado en la península como el cuchillo en la mantequilla. ¿No sería igualmente fácil allende los Pirineos?


Las vacilaciones no duraron demasiado. Ese mismo año, 713, los musulmanes se apoderaron de Narbona, tras un asedio que comenzó a raíz que de que se prohibiera la entrada en la ciudad a los recaudadores de impuestos islámicos [227]. Una vez ocupada, los habitantes que se habían negado a pagar fueron «entregados a la espada» [228], y las mujeres y los niños fueron capturados en «calidad de esclavos» [229].


Narbona era una ciudad clave por su ubicación estratégica: se hallaba cerca de la costa y era difícilmente atacable porque estaba rodeada de marismas. Esas dos cualidades la convertían en un excelente punto de apoyo para la puesta en marcha de acciones de mayor envergadura:


«De España pronto llegarían barcos con pesadas máquinas sitiadoras y batallones de voluntarios, poco después seguían las familias de los participantes de la invasión quienes, aún no sabían dónde, esperaban instalarse en Francia. La empresa se puso en marcha por sí sola» [230].


Los musulmanes se dirigieron rápidamente a Tolosa, la capital del reino de Aquitania. Milagrosamente, Odón, duque de Aquitania, con un ejército de socorro, logró detenerlos en las puertas de la ciudad [231] y el gobernador de Al-Ándalus, As-Samh, murió en la batalla de Tolosa (719). Su hermano, el general árabe Abd al- Rahman al-Ghafiqi, realizó una retirada ordenada que permitió a Odón salvar la capital. Otro enclave importante, Nimes, se rindió pronto a las tropas invasoras y muchos de sus habitantes fueron llevados como esclavos a Barcelona. La ciudad de Carcassone también fue conquistada rápidamente [232], y


«Avignon formaba una nueva cabecera de puente para razias en el corazón de Francia. Río arriba del Rhône, en Lyon, los moros saqueaban las iglesias, a [las ciudades de] Macon y Chalons, también; destruyeron Beaune, incendiaron ambas iglesias de Auton (Saint Naziere y Saint Jean), redujeron a escombros el convento de Beze, en Dijon. En Besançon [pueblo en el que siglos más tarde nació Victor Hugo], casi ya en el límite con Suiza, una tropa de moros efectuó un baño de sangre entre los monjes del convento Saint Columban. También la abadía de Luxeuil, al pie de los Vosgos, cayó bajo el saqueo de los combatientes de Alá; el abad, el más tarde canonizado Mellinus, murió   por la espada de un moro. Solo en Sens, ya sobre la ruta Dijon-París, el obispo Ebbon rechazó un ataque en masa. Los moros habían acarreado sus máquinas sitiadoras hasta allí» [233].


Alrededor de 730, Abd al-Rahman al-Ghafiqi, el general musulmán que había reorganizado al ejército árabe tras la derrota de Tolosa, se convirtió en emir de Córdoba, y aprovechando la lucha fratricida entre Carlos Martel y Odón por el trono de Aquitania, y deseoso de vengar la muerte de su hermano en Tolosa, decidió realizar una nueva ofensiva contra territorio franco. El emir cruzó los Pirineos, hizo prisionera a la hija del rey Odón, Lampegia, conocida como «la Hermosa», y la envió como esclava al harén del califa en Damasco. Posteriormente, los soldados del emir atacaron Burdeos [234], y en su avance no hubo piedad para con los cristianos:


«Se masacra a la entera población masculina, se llevan hombres y mujeres en calidad de esclavos, devoran las llamas la torre de San Andrés, se saquea y devasta el convento de Saint Croix… [Aquitania agoniza] durante meses. Las tropas del islam iban saqueando de ciudad en ciudad, atravesando pueblos, cortes, conventos. Las columnas de humo sobre las poblaciones que yacían en escombros y cenizas indicaban la huella de los moros» [235].


A los oídos de Abd al-Rahman llegó la información de dos lugares cristianos de peregrinación cuya riqueza en ofrendas valiosas excedía todo lo que los musulmanes habían visto hasta aquel momento en Europa. Se trataba de las basílicas de San Hilario, en Poitiers, y San Martín de Tours [236]. El emir decidió probar suerte y comenzó a remontar el viejo camino romano –la Via Prima Mediolanum Santinum– que conducía a Poitiers y, desde allí, a París. Corrían los primeros días de octubre del año 732. Los musulmanes llegaron a Poitiers, cuya población se refugió en la fortaleza. Saquearon la basílica de los peregrinos y la incendiaron, capturaron a los monjes de San Hilario y se dirigieron a Tours [237]. Se encontraban a cuatro días a caballo de París, pero ahora Odón y Martel cabalgaban juntos y el 10 de octubre de 732 lograron derrotar a los invasores musulmanes. Abd al-Rahman al Ghafiqi murió en la batalla de Poitiers y, hoy en día, es considerado por los historiadores musulmanes un «mártir de Alá» que se ganó el paraíso sacrificando su vida por la causa de Dios y su profeta.


Sin embargo, su muerte no libró a Francia del peligro. Otros guerreros seguían soñando con la conquista de Francia, y, así, solo dos años después de la batalla de Poitiers –juzgada por muchos como una «simple escaramuza» carente de importancia–, ocurrió que


«en el 735, el gobernador árabe de Narbona, Yusuf Ibn Abderramán, se apodera de Arlés […]. En el 737, los musulmanes toman Avignon y extienden sus devastaciones hasta Lyon y hasta Aquitania» [238].


Carlos Martel marchó de nuevo contra los invasores y recuperó la ciudad de Avignon. Intentó hacer lo propio con Narbona y, aunque derrotó a un «ejército de refuerzo árabe llegado por mar» [239] (lo que demuestra la importancia estratégica que los musulmanes le daban a la plaza de Narbona como punto de apoyo para una posible invasión de la Europa occidental), no logró reconquistar la ciudad. La victoria de Martel sobre los musulmanes de Narbona «no impide una nueva incursión de los árabes en Provenza en 739» [240].


En 752, el rey Pipino el Breve atacó Narbona, pero los musulmanes resistieron el asedio [241]. Siete años después, en 759, Pipino consiguió reconquistar la plaza, cerrando definitivamente la puerta de entrada al continente occidental [242]. Sin embargo, esta ciudad no era la única «puerta» por la que los musulmanes pensaban entrar a Europa y fueron atacados otros lugares estratégicos.


«Las expediciones contra Sicilia se suceden en 720, 727, 728, 730, 732, 752, 753 interrumpidas, solamente, por causa de un período de trastornos civiles en África. Se reanudan en 827 bajo el emir aglabí Siadet Allah I, que aprovecha una rebelión contra el emperador para intentar un golpe de mano contra Siracusa» [243].


La flota musulmana partió de Susa [244] en el año 827 y logró sitiar Siracusa, pero una flota bizantina los obligó a levantar el sitio.


Enterados los musulmanes de España y de África de la intervención bizantina, enviaron refuerzos para la flota islámica, lo que permitió que el ejército invasor sarraceno, «en agosto- septiembre de 831, se apoderara de Palermo tras un año de asedio» [245].


La resistencia siciliano-bizantina fue tenaz, pero no pudo impedir que «los musulmanes se apoderasen de Mesina en 843» [246]. Pasaron quince años de enfrentamientos sin cuartel en los que ninguna población de Sicilia pudo dormir tranquila. Finalmente, en 859, la resistencia cristiana fue vencida y «Siracusa sucumbió, el 21 de mayo de 878, tras una heroica defensa» [247].


Mientras los sicilianos y los bizantinos luchaban para salvar el sur de Italia, Carlomagno se enfrentó a los musulmanes en la Marca Hispánica. En 778 decidió adoptar una estrategia ofensiva y envió un ejército que fue derrotado ante las murallas de Zaragoza. La retaguardia del ejército franco, cubriendo heroicamente la retirada del resto de las tropas, «se dejó matar» en Roncesvalles el 15 de agosto de 778 [248].


En 793, los musulmanes invadieron Septimania, en el actual sur de Francia. Carlomagno contraatacó y en el año 801 tomó Barcelona, donde se encontró con una durísima resistencia sarracena. Además, Carlomagno carecía de una flota propia para sacar réditos de la victoria de Barcelona y «en 798 los musulmanes devastaron las Islas Baleares» [249]. Carlomagno no pudo mantener la ofensiva y casi siempre tuvo que actuar a la defensiva en la línea formada por los Pirineos.


«En 806, los sarracenos se apoderaron de la islita de Pantelaria y vendieron en España como esclavos a los monjes que encontraron allí» [250]. Ese mismo año, el rey de Italia, Pipino –hijo mayor de Carlomagno–, intentó expulsar a los musulmanes de Córcega. Lo logró durante unos meses, pero al año siguiente (807) la isla cayó nuevamente en manos sarracenas. El condestable Burchard, después de un combate en el que perdió trece navíos, obligó a los musulmanes a retirarse, pero los invasores volvieron a la carga y, entre 809 y 810, ocuparon las islas de Córcega y Cerdeña.


En 812, los sarracenos de África, saquearon las islas de Lampedusa, Ponza e Isquia [251].


«El papa León III pone las costas de Italia en estado de defensa, y el emperador le envía a su primo, Wala, para ayudarle y en el 813, los musulmanes atacan Córcega, de donde se llevan quinientos cautivos» [252].


Ese mismo año, los musulmanes lanzaron razias contra Niza [253] y Civitavecchia, y, en 838, contra Marsella [254]. Diez años después, tomaron Marsella y, en 850, la región de Provenza. En 889 se establecieron en Saint-Tropez y en La Garde-Freynet, mientras que, por el lado del Atlántico, los sarracenos –llegados de España en el siglo VIII– se situaron en la isla de Noirmoutier.


En Italia, la situación para los cristianos no era más alentadora. Las ciudades de Bríndisi y Tarento fueron asoladas en 838 [255], y dos años después cayó Bari. Las flotas de Bizancio y Venecia fueron completamente derrotadas. «En 841, los musulmanes devastaron Ancona y la costa dálmata hasta Cattaro. Y Lotario, en el año 846, no ocultaba en absoluto que temía la anexión de Italia» [256]. Aquel año, «setenta navíos atacaron Ostia y Porto, avanzaron devastándolo todo hasta las murallas de Roma y profanaron la iglesia de San Pedro. La guarnición de Gregoriópolis no pudo detenerlos. Finalmente, fueron rechazados por Guido de Spoleto» [257]. Sin embargo, la expedición de Lotario al año siguiente no consiguió recuperar Bari, que siguió bajo dominio musulmán.


«En 849, por instigación del Papa, Amalfi, Gaeta y Nápoles constituyen una liga contra los sarracenos y reúnen en Ostia una flota que el papa León IV acude a bendecir. Obtiene una gran victoria naval sobre los sarracenos. Al mismo tiempo, el Papa ciñe con una muralla el burgo del Vaticano y lo convierte en Civitas Leoninas (848-852). En el 852, el Papa asienta en Porto, fortificada por él, a corsos que huyen de la isla, pero la nueva ciudad no prospera. Crea también Leópolis para sustituir a Civitavecchia, vaciada por el terror que inspiran los sarracenos» [258].


En 876 y 877, los guerreros musulmanes devastaron la campiña romana:


«El Papa implora en vano al emperador de Bizancio. Los desastres que este sufre en ese momento en Sicilia, donde Siracusa sucumbe en el 878, le impiden sin dudas intervenir y, al final, el Papa se ve obligado a pagar anualmente a los moros, para escapar a sus golpes de mano, veinte mil mancusi de plata […]. En 883, la abadía de Montecasino es incendiada y destruida. En 890, la abadía de Farfa es sitiada y resiste durante siete años. Subiaco es destruida, el valle del Anio y Tívoli son asolados. Los sarracenos han constituido una plaza fuerte no lejos de Roma, en Saracinesco; otra, en los montes Sabinos, en Ciciliano. La campiña romana se convierte en un desierto: redacta est terra in solitudinem» [259].


En 890, la flota del emperador Basilio logró recuperar Bari, un hecho crucial que impidió a los musulmanes establecerse en Italia, mantuvo la soberanía bizantina y garantizó la seguridad de Venecia [260].


Una relativa calma llegó en 915, cuando el papa Juan X, los príncipes del sur de Italia y el emperador de Constantinopla derrotaron a los invasores musulmanes a orillas del río Garigliano. Esta victoria cristiana supuso el final de los musulmanes en la península Itálica.


Sin embargo, el asedio musulmán tomó un nuevo impulso con la conversión de los turcos al islam. Así, lejos de debilitarse tras su extraordinaria expansión, el mundo islámico se revitalizó y reanudó las grandes invasiones, convirtiéndose en la pesadilla de Europa. Los turcos, tras la conquista de Constantinopla en 1453, bajo la espada del gran sultán Mehmet II, asumieron el viejo sueño musulmán de conquistar Europa. Mehmet II extendió los dominios del islam por los Balcanes y se apoderó de Grecia, Serbia y Albania. En 1503, en tiempos de Fernando el Católico, los musulmanes convirtieron en ruinas la costa valenciana tras atacar las plazas de Cullera, Oropesa, Salou, Mallorca, Vinaroz, Mahón, Benissa, Denia y Alicante.


Cuando el gran sultán Mehmet II murió (1480), el Imperio turco dominaba ya a millones de europeos. Le sucedió Bayaceto II, que detuvo el proceso de conquista hasta que, en 1512, las tropas turcas –hartas del pacifismo de Bayaceto– tramaron una conspiración que dio lugar al asesinato del sultán a manos de su propio hijo, Selim, que ordenó matar a todos sus hermanos y sobrinos para afianzarse en el trono. El hijo de Selim I, conocido como Solimán el Magnífico, condujo personalmente el ejército otomano en la conquista de Belgrado [261] (1521), que posteriormente permitió la toma de la cuidad de Buda y la ocupación de la región de Transilvania. En el verano de 1522, Solimán se puso al mando de cuatrocientos barcos y cien mil hombres en el ataque a la isla de Rodas, y cuatro años después, el 29 de agosto de 1526, en la batalla de Mohács, Solimán derrotó a Luis II de Hungría, que murió en el campo de batalla junto a la casi totalidad de la alta aristocracia del reino de Hungría. Bajo el mando del emperador Carlos V y de su hermano menor, Fernando, archiduque de Austria, las tropas cristianas recuperaron la ciudad de Buda y parte de Hungría. Sin embargo, poco duró Buda en sus manos, porque Solimán volvió a marchar sobre la ciudad y la reconquistó en el otoño de 1530. Posteriormente intentó tomar Viena, pero no tuvo éxito.


En 1534, el almirante Khair ad-Din, conocido en Europa como Barbarroja, conquistó las ciudades de Koroni, Patras y Lepanto, que estaban bajo dominio español. En julio de 1534, cruzó el estrecho de Mesina y destruyó el puerto de Cetraro; después saqueó las islas de Capri y Prócida, y arrasó los puertos del golfo de Nápoles. Luego se dirigió a la desembocadura del río Tíber, en la costa del mar Tirreno, donde atacó Ostia, el puerto de la antigua Roma. Comprendiendo la gravedad de la situación, las iglesias de Roma repicaron al unísono sus campanas: la capital del catolicismo se hallaba en peligro de muerte.


En 1538, Barbarroja derrotó a la flota española en la batalla de Préveza, una victoria que aseguró al Imperio otomano el dominio en el Mediterráneo oriental durante treinta y tres años. En 1539 conquistó la ciudad de Castelnuovo, al suroeste de Montenegro, y, en Italia, en la costa del Mar Adriático, asaltó la fortaleza española situada cerca de la ciudad de Pésaro. El gran almirante otomano conquistó Niza el 5 de agosto de 1543 y poco después hizo lo propio con las ciudades de San Remo y Mónaco. En 1544, Barbarroja ocupó Nápoles, y un año después, a pesar de la tregua firmada entre Carlos V y Solimán I, Barbarroja desembarcó y saqueó las islas de Mallorca y Menorca.


Barbarroja murió en 1546 en su palacio en el barrio Büyükdere de Estambul. Su cuerpo fue enterrado con todos los honores en un gran mausoleo en el lado europeo de Estambul. Importa resaltar –por su significado político– que en 1944 la República de Turquía construyó un monumento en honor al almirante junto a su tumba. Desde esa fecha, para cultivar la memoria de sus oficiales, todos los 4 de abril, Día de los Mártires Navales, la armada turca rinde homenaje al almirante Barbarroja. Hay pueblos como el turco que saben lo que otros pueblos –como el español– han olvidado: la importancia del cultivo de la memoria.


En Europa Central, el peligro musulmán solo desapareció en el año 1683, tras el último –y fallido– ataque turco a la ciudad de Viena.



El gran objetivo: atacar al islam por la retaguardia


Tanto la exploración portuguesa de la costa de África como el descubrimiento de América fueron producto del intento luso- castellano de romper el cerco islámico. Lusitanos y castellanos se habían propuesto atacar al islam por la retaguardia. Como destaca el historiador islámico Essad Bey, el poder musulmán dominaba todos los puntos de unión del tráfico del mundo antiguo y controlaba los caminos que comunicaban Oriente con Occidente entre la India y Europa, hasta el punto de que durante la Edad Media resultaba imposible el comercio con Asia –de donde provenían las especias– sin pasar por algunos de los numerosos y estrictos puestos aduaneros islámicos [262].


El poder musulmán había cercado por el sur y por el este a Europa Occidental; amenazaba su existencia misma, planificando cuidadosamente el ataque al bajo vientre europeo mediante la preparación de una flota que debía atacar la península itálica y conquistar Roma. En términos militares, la caída de Constantinopla aumentó la vulnerabilidad estratégica de Europa, porque desde entonces el poder islámico –conducido ahora por los turcos– se propuso tomar Viena, lo que abriría las puertas de Europa al poder musulmán.


El impulso marítimo de Portugal –su voluntad de lanzarse al mar para navegar la costa africana– nació así de una necesidad: llegar a Asia bordeando el mundo musulmán. En este sentido, el historiador indio Kavalam Madhava Panikkar afirma:


«La primera expansión europea por aguas asiáticas fue un intento de neutralizar con un rodeo el abrumador poder terrestre del islam en el Medio Oriente, con el propósito de romper la prisión del Mediterráneo a la que estaban restringidas las energías europeas» [263].

 

Por otra parte, importa valorar que Europa, cercada por el poder islámico, estaba siendo privada de las especias, un elemento que tenía un gran valor estratégico, pues permitía a los europeos conservar los alimentos que más escaseaban y alimentar a una población creciente.


«La pimienta puede no significar mucho para nosotros, pero en esa época se la valoraba tanto como las piedras preciosas. Los hombres se arriesgaban en los peligros de las profundidades, luchaban y morían por la pimienta […]. Las especias solo podían ser obtenidas en India o Indonesia, y debían llegar a través de Persia o Egipto; este comercio indispensable y monopolista por naturaleza se convirtió en el principal motivo de disputa de la política del Levante y fue el factor más poderoso, aisladamente, que estimuló la expansión europea en el siglo XV. El dominio de los tártaros sobre Persia, antes de la conversión del Iljanato al islamismo, permitió a los comerciantes italianos llegar directamente a la India y competir con los egipcios, quienes acostumbraban a elevar los precios en un 300 % como intermediarios entre la India y Europa. Como resultado, los europeos sabían dónde se producían las especias y a qué costo, de modo que, cuando se vieron nuevamente aislados del mercado indio por un islam hostil y por las incesantes guerras de Levante, tenían plena conciencia de las oportunidades que tendría una potencia que pudiera hallar una nueva ruta a las Indias, donde crecían las especias» [264].


Sin negar la motivación económica que ya hemos explicado, es preciso reconocer que la principal razón para la aventura africana de Portugal era estratégico-religiosa, ya que, en efecto, «los miembros de la familia real portuguesa, como buenos soldados cristianos, pretendían atacar al islam desde su retaguardia»


Así, como señala el historiador francés René Sedillot:


«El principal motivo del descubrimiento es del orden de lo militar y de lo estratégico: habiendo sufrido largo tiempo el yugo del islam, los portugueses aspiraban a eliminar el peligro para siempre; también, por precaución, ocuparon Ceuta y Arzila sobre la costa marroquí e hicieron de Tánger una ciudad vasalla: una especie de cruzada los empujaba hacia África» [266].

 



Notas


[224]     Claudio Sánchez-Albornoz, España. Un enigma histórico, Editorial Hispanoamericana, Barcelona, 1973, tomo II, págs. 9-11.

[225]     Rolf Palm, Los árabes: la epopeya del islam, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1980, págs. 200-201.

[226]     Ibíd., pág. 201.

[227]     Sobre la conquista y ocupación de Narbona, véase Claude Devic y Joseph Vaissete, «Histoire Géneral de Languedoc», disponible en Internet. Consultado el 23   de febrero de 2020. También George Moir Bussey y Thomas Gaspey, The Pictorial History of France and of the French People: From the Establishment of the Franks in Gaul, to the Period of the French Revolution, W. S. Orr and Company, Londres, 1843, vol. 1, pág. 726, disponible en Internet. Consultado el 25 de febrero de 2020. También Celestin Port, Essai sur l´histoire du commerce maritime de Narbonne, Durand, París, 1954, pág. 208, disponible en Internet. Consultado el 25 de febrero de 2020.

[228]     R. Palm, Los árabes, ob. cit., pág. 205.

[229]     Ibíd., pág. 206.

[230]     Ibíd., pág. 205.

[231]     C. Devic y J. Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.

[232]     Sobre la conquista y ocupación de Nimes y Carcassone, véase también C. Devic y

J. Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.

[233]     R. Palm, Los árabes, ob. cit., pág. 206.

[234]     C. Devic y J. Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.

[235]     R. Palm, Los árabes, ob. cit., pág. 211.

[236]     C. Devic y J. Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.

[237]     Ibíd.

[238]     Henri Pirenne, Mahoma y Carlomagno, Alianza, Madrid, 1985, pág. 128.

[239]     Ibíd.

[240]     Ibíd., pág. 129.

[241]     C. Devic y J. Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.

[242]     Ibíd.

[243]     H. Pirenne, Mahoma y…, ob. cit., pág. 129.

[244]     La ciudad de Susa, capital de la gobernación de Susa, está situada en la costa este de Túnez, a 140 kilómetros sur de la ciudad de Túnez. Está bañada por el mar Mediterráneo y por el golfo de Hammamet. Susa se llamaba Hadrumetum, durante la época púnica.

[245]     Ibíd.

[246]     Ibíd.

[247]     Ibíd.

[248]     C. Devic y J. Vaissete, Histoire Géneral de Languedoc, ob. cit.

[249]     H. Pirenne, Mahoma y…, ob. cit, pág. 130.

[250]     Ibíd., pág. 130.

[251]     El papa León II y Carlomagno son conscientes del peligro, pero no pueden impedir los ataques lanzados en 812 sobre las costas de Nápoles, contra las islas de Ponza e Isquia y el pillaje efectuado al año siguiente sobre la costa toscana, contra Centum Cellaes- Civitavecchia. Philippe Conrad, «La conquete musulmane de l’Occident», disponible en InternetConsultado el 25 de febrero 2020.

[252]     H. Pirenne, Mahoma y…, ob. cit., pág. 131.

[253]     Jacques Heers, La Ville au Moyen Age, Fayard, París, 1990, pág. 18.

[254]     Raoul Busquet, Histoire de Marseille, Jeanne Laffitte, Marsella, 1998, pág. 58.

[255]     Gianfranco Perri, «Brindisi nel contesto della storia», disponible en Internet. Consultado el 25 de febrero de 2020.

[256]     H. Pirenne, Mahoma y…, ob. cit., pág. 132.

[257]     Ibíd.

[258]     Ibíd.

[259]     Ibíd., pág. 133.

[260]     Norman Tobias, Basil I, Founder of the Macedonian Dynasty: A Study of the Political and Military History of the Byzantine Empire in the Ninth Century, Lewiston, The Edwin Mellen Press, Nueva York, 2007.

[261]     El 28 de agosto de 1521, Solimán el Magnífico conquistó Belgrado. En 1594 se produjo una insurrección serbia contra la dominación musulmana, que fue fácilmente sofocada por los turcos, que castigaron a la población cristiana destruyendo iglesias y quemando las reliquias de san Sava en el plato de Vračar. A partir de 1688, Belgrado se convirtió en el campo de batalla de las guerras que los austrohúngaros librarían contra la ocupación otomana. El ejército austrohúngaro logró liberar Belgrado por un breve periodo en tres oportunidades (1688, 1717 y 1789), pero los turcos recuperaron la ciudad rápidamente. En 1806, al producirse la llamada «Primera Insurrección Serbia», los cristianos serbios reconquistaron Belgrado y gobernaron la ciudad hasta 1813, cuando los turcos volvieron a ocuparla. Las últimas tropas turcas se retiraron de Belgrado en 1867.

[262]     Essad Bey, Mahoma: historia de los árabes, Arábigo-Argentina El Nilo, Buenos Aires, 1946, pág. 321.

[263]     Kavalam Madhava Panikkar, Asia y la dominación occidental. Un examen de la historia de Asia desde la llegada de Vasco da Gama, 1498-1945, Eudeba, Buenos Aires, 1966, pág. XIX.

[264]     K. M. Panikkar, Asia y la dominación occidental..., ob. cit., pág. 5.

[265]     Hugh Thomas, El Imperio español. De Colón a Magallanes, Planeta, Buenos Aires, 2004, pág. 68.

[266]     René Sedillot, Histoire des Colonisations, Fayard, París, 1958, pág. 308.


FUENTE:

Marcelo Gullo Omodeo, Madre patria. Desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán. Espasa, 2021.