La
destrucción de bibliotecas como parte de la yihad cultural
MARTÍN CASTILLA
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Existe una yihad
cultural que libra sus batallas en el terreno de la cultura, el
saber y la
información. Cuando no se consigue seducir mediante el engaño, siempre
queda el
recurso del soborno, la amenaza, la quema y el terror. En cualquier
caso, se
trata de exterminar la cultura no musulmana para imponer la que manda
el Corán.
Esta yihad cultural se despliega
en dos facetas. Por un lado, se esfuerza por difundir la sumisión a la
mentalidad islámica y la saría.
Pero, al mismo tiempo, busca minar y
destrozar
las instituciones culturales de los sistemas socioculturales distintos
del
islam.
La imagen que se
ofrece del islam suele ser falaz. Cuando evocan el
esplendor de la civilización musulmana, nunca mencionan la situación
que
soportaban las mujeres, los esclavos, los dimmíes, los cautivos de
guerra y la falta general de libertad.
Asimismo, disimulan las agresiones imperiales, las atrocidades
legitimadas por
el orden jurídico islámico (la saría),
el fanatismo que fomentan con la ilusión de
poseer
la verdad absoluta. Un aspecto muy significativo de la historia de las
devastaciones perpetradas por la yihad cultural, complemento de la
yihad
militar, lo encontramos en la emblemática destrucción de bibliotecas,
reducidas
a ceniza. Porque en la yihad no solo perecen personas, sino que se
queman
libros.
Desde los
orígenes, la destrucción o el incendio de grandes bibliotecas
entró a formar parte del estilo de expansión e implantación del
islamismo.
Durante el mandato
de Omar, en el año 637, los invasores sarracenos
llevaron a cabo la destrucción de la biblioteca de Ctesifonte, capital
del
Imperio persa sasánida, la mayor del mundo por aquel entonces. Es el
célebre Ibn
Jaldún
quien nos lo narra:
«Los musulmanes
conquistaron la región de Persia y encontraron una
cantidad inabarcable de libros y de tratados científicos. Escribió
entonces Sad
ibn Abi Waqqas a Omar Ibn Al-Jattab solicitando su permiso para darlos
como
botín a los musulmanes, a lo que Omar contestó diciéndole: "¡Arrójalos
al
agua!, porque si lo que hay en ellos es una buena guía, Dios nos ha
otorgado
una orientación mejor aún; y si lo que contienen es extravío, Dios nos
ha
protegido de ello". Y los arrojó al agua o al fuego, y de esa manera
las
ciencias de los persas desaparecieron y no llegaron a nosotros» (Ibn
Jaldún, Introducción a la
historia
universal, capítulo 6º).
Con la misma
política, en 638, los sarracenos de Omar arrasaron la
biblioteca de la Academia de Gondeshapur, también en la Persia sasánida.
Hacia 640, los
sarracenos
incendiaron la biblioteca de Cesarea Marítima, en Palestina, que
contenía la
mayor colección de libros cristianos de la antigüedad.
En 642, durante la
invasión de Egipto, la tradición árabe refiere que
Omar mandó destruir la gran biblioteca de Alejandría y que los libros
se
distribuyeran como combustible para las panaderías.
Por supuesto, esa
bárbara práctica no es exclusiva del islam, aunque ciertamente
se perfila como una señal inequívoca de una propensión intolerante y
sectaria. Es
evidente que hubo excepciones, pero no justifican la idealización
beatífica del
amor del islamismo por la ciencia. Recordemos otros cuantos hitos
históricos,
exponentes de un amor demasiado «ardiente» del islam por el saber y los
libros:
779.
Bajo el
califato del abasí Al-Mahdi, los musulmanes destruyeron las bibliotecas
de
Alepo, en Siria.
878.
Los
musulmanes, en una de sus incursiones contra Sicilia, saquearon
Siracusa y
quemaron su biblioteca.
911.
Los
musulmanes invadieron y ocuparon los Alpes occidentales, y destruyeron
la
biblioteca de Turín.
980.
Durante
una lucha intestina del califato cordobés, Almanzor incendió la
biblioteca
califal de Córdoba.
1174.
En medio de la guerra, el sultán Saladino provocó la destrucción
de la biblioteca fatimí de El Cairo.
1195. Por
incitación de los ulemas, el califa almohade mandó quemar la biblioteca
de
Averroes (Ibn Rušd) en una plaza de Córdoba.
1199.
En India, los invasores musulmanes redujeron a cenizas la
inmensa biblioteca del monasterio budista de Nalanda.
1453.
Tras la conquista de Constantinopla, el 29 de mayo de 1453, los
ejércitos turcos otomanos del sultán Mehmet II, entre las múltiples
destrucciones, arrasaron la biblioteca imperial bizantina.
1480.
Los
otomanos atacaron Salento, al sur de Italia, y destruyeron la
biblioteca del
monasterio de San Nicolás de Casole.
1658.
En enfrentamientos entre príncipes mogoles, musulmanes, de India,
una de las facciones destruyó la biblioteca del príncipe Dara Shikoh,
en Delhi.
1925.
En Arabia, los seguidores del movimiento islámico
fundamentalista creado por Muhammad Ibn Abd Al-Wahab incendiaron las
bibliotecas de Medina.
2013.
A fines
de enero, los islamistas prendieron fuego al Instituto Ahmed Baba en
Tombuctú,
al norte de Mali, destruyendo parcialmente la biblioteca, que alberga
decenas
de miles de manuscritos muy antiguos.
Esta pasión fogosa
tiene fundamentos
teológicos y apologéticos islámicos, y forma parte de la yihad
cultural. Recordemos
el planteamiento que la tradición islámica atribuye al rey Omar Ibn
Jattab,
cuando el general Amr Ibn Al-As, conquistador del Egipto bizantino, le
consultó
qué hacer con la biblioteca alejandrina: «Si
los escritos de los griegos concuerdan con
el libro de Dios, son
inútiles y no es necesario preservarlos. Si están en desacuerdo, son
perniciosos y deben ser destruidos».
Este es el
espíritu que ha configurado la
conciencia musulmana, desde que fueron anatematizados los filósofos
mutazilíes
y se impuso el oscurantismo de Al-Ghazali (m. 1111), que exige el
abandono de
la razón y fija la suprema autoridad literal del Corán y la tradición
mahomética. Las ciencias naturales y sociales se juzgan contrarias a
las leyes
del islam. Poner en cuestión el significado del Corán o buscar su
interpretación alegórica se considera una herejía. Para todos los
buenos
musulmanes, el
pensamiento racional humano, las libertades individuales, las leyes
democráticas
y la declaración universal de los derechos del hombre son contrarios al
islam, por
lo que deben rechazarse y combatirse. Solo Dios tiene derecho a
legislar –creen–. Y todo hombre deberá someterse a su ley.
Ya sabemos que,
según el Corán, toda
yihad tiene como fin que la comunidad de Mahoma, que se cree nuevo
pueblo de
los elegidos y los justos, purifique el mundo, conquistándolo y tomando
plena posesión
de él. Este delirio escatológico se apoya en el dogma de que la tierra
entera
pertenece a Dios y Dios se la ha entregado a los musulmanes, de modo
que todo
no musulmán es visto como un usurpador de su país, que debe ser
exterminado o
sometido y puesto al servicio del islam.
«La tierra
pertenece a Dios que la da en
herencia a quien él quiere de entre sus siervos. El fin será para los
que lo
temen» (Corán 39/7,128).
«Vosotros sois la
mejor nación surgida entre
los humanos. Ordenáis lo que está bien, prohibís lo que está mal y
creéis en
Dios» (Corán 89/3,110).
«Combatid contra
ellos hasta que no haya
más subversión y que toda la religión pertenezca a Dios [Alá]» (Corán
88/8,39).
«Es él quien ha
enviado a su enviado con
la dirección y la religión de la verdad, a fin de que la haga
prevalecer sobre
todas las religiones» (Corán 111/48,28).
«Combatid contra
aquellos a los que se
les dio el Libro, que no creen en Dios ni en el último día, no prohíben
lo que
Dios y su enviado han prohibido, y no profesan la religión de la
verdad, hasta
que paguen el tributo con su mano y en estado de humillación» (Corán
113/9,29).
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