Laicistas
poco laicos
MARTÍN CASTILLA
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Dejando a salvo la buena voluntad de las
personas, me parece necesario dirigir una severa crítica a las
proclamas y las convocatorias que vienen impulsadas por el movimiento
de Europa Laica, en las que subyace a todas luces una
dudosa política y una ideología trasnochada y paradójicamente poco
laica.
Esa plataforma de laicismo.org, como su sección "Europa laica", no
parece
tener gran idea de lo que significa un Estado laico, tal como, por
ejemplo, establece la Constitución de la
Unión Europea
(2004), cuando trata del estatuto de las iglesias y de las
organizaciones no confesionales (art. I-52), de la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión (art. II-70), o del derecho a
la educación (art. II-74,3).
Orbitan en un militantismo indisimuladamente antirreligioso, en medio
de una confusión alimentada por un discurso de medias ideas, que hace
tiempo dejó ya de pensar, o al menos de pensarse a sí mismo. Por esta
razón, entre otras, quizá sea conveniente y hasta necesario intentar
aclararnos apuntando metodológicamente a una distinción entre laicidad y laicismo. Entendemos por laicidad del Estado
la legalidad y la acción política dirigida a garantizar el pluralismo
de la sociedad, sobre todo la libertad de pensamiento y la libertad
religiosa, en un marco de respeto a las libertades de todos. En cambio,
debemos denominar laicismo a
la ideología y la política radical que combate contra la pluralidad
existente en la sociedad, de manera que, en la medida en que toca
poder, emplea todos los medios con el fin de imponer su confesionalidad
laicista, vivida como trasunto de religión inconfesa. Nada más
contrario a la laicidad, que significa neutralidad del poder político
con respecto a los valores de la gente, y que funda las instituciones
del Estado en un mínimo de valores morales y normas jurídicas comunes
al conjunto de la sociedad.
Ahora bien, si el Estado debe ser laico, resulta una necedad decir que
la sociedad civil deba ser "laica". Esto de ser laico solo es aplicable
al Estado democrático, que ha de separar o autonomizar su política
tanto de la religión instituida como de cualquier otra ideología que
venga a sustituirla. Porque el Estado se inhibe de adoptar como propia
una religión y una moral, precisamente para que la sociedad y sus
organizaciones no estatales puedan desarrollarse libremente conforme a
sus valores específicos.
No distinguir entre el Estado y la sociedad civil es lo típico de la
mentalidad totalitaria. No es deseable, sino abominable, que el Estado
sea el que lo determine todo, al modo de las dictaduras fascistas,
comunistas o islamistas. La sociedad y su historia concreta configuran
numerosos aspectos del sistema social pertenecientes a la sociedad
civil. Tampoco tendría sentido postular, en el extremo opuesto, que
solo haya sociedad civil, como se refleja en las fabulaciones de la
ideología anarquista y la ultraliberal. Lo más ajustado a la realidad y
a las libertades estriba en la interrelación productiva entre sociedad
y Estado. El aparato del Estado cumple funciones en interacción con las
diversas instituciones de la sociedad, algunas de las cuales pueden ser
públicas, aunque no sean estatales. El Estado y su gobierno debe operar
políticamente en favor del bienestar social, pero no produciéndolo él,
sino preservando el marco de las condiciones constitucionales,
regulando la mediación en los conflictos, garantizando siempre las
libertades de la sociedad civil. La laicidad del Estado no obsta para
que este se relacione, negocie con las organizaciones de la sociedad
civil, e incluso esté presente en sus actividades (en un
encuentro deportivo, en un acto académico, en una celebración
religiosa, etc.), siempre que se respete la autonomía específica de
cada esfera.
Por lo tanto, hay que insistir en que lo público no es únicamente lo
estatal. No distinguir entre público y estatal es otro rasgo de
totalitarismo. El Estado (excepto el totalitario) representa solamente
un nivel del espacio público. De modo que la sociedad civil cuenta con
instituciones de escala pública y servicio público, que no forman parte
del aparato del Estado y, en consecuencia, no tienen por qué ser
"laicas", en la misma medida en que no tienen por qué ser estatales.
Así, la economía, la orientación política, la educación, la sanidad,
las artes, el transporte, los medios de comunicación, los deportes, las
fiestas, las celebraciones religiosas, etc.). En tal sentido, en una
democracia, lo público no puede ser lo mismo que lo estatal y, a la
vez, ambos se distinguen del ámbito privado.
Lo malo de las convocatorias de actos cívicos "por el laicismo" del
Estado, cuando estamos en un Estado que es ya constitucionalmente
laico, pero no laicista, está en su sesgo antirreligioso, pues se
dirigen en realidad contra la Iglesia en cuanto institución de la
sociedad. Quizá los convocantes y los convocados no reparen en tantas
sutilezas. Pero, cuando analizamos sus discursos, sus publicaciones y
sus propuestas, lo que ahí se detecta constituye una rara conjunción en
la que destacan varios componentes: el estalinismo residual de
Izquierda Unida, el comunismo amnésico de Podemos, el anticlericalismo
histórico de un sector del PSOE en aumento, el liberalismo
multinacional de una renacida masonería y, para remate, el izquierdismo
católico de base, hipercrítico con la Iglesia oficial (pero que no
parece haber producido para el cristianismo nada digno de perdurar).
Todos ellos instrumentalizan un engolado laicismo
ya sobrepasado, pero útil para la batalla particular de cada clan. Así,
convergen curiosamente en una reivindicación muy especiosa de "Estado
laico" que apunta abiertamente contra la Iglesia católica, una guerra
de la que cada socio intenta sacar tajada para sus propios fines. En su
estrategia práctica, en la medida en que cuentan con poder
efectivo y proyección nacional o mundial, cada ideología se asocia
hasta con sus enemigos, o trata de utilizarlos como peones para luchar
contra las resistencias que el cristianismo y la Iglesia pueden ofrecer
todavía a una dominación cultural de signo predominantemente nihilista,
disfrazado aquí de laicista. El resultado es que cada vez se subordina
más la democracia a los negocios, o a utopías erráticas. Mientras el
islamismo aprovecha cualquier baza.
En resumidas cuentas, cabe dudar de los objetivos aireados por esas
campañas laicistas, cuyos propagandistas no tienen el menor problema
real con la laicidad estatal. El propósito de esas vanguardias de
redención laicista, si rastreamos la línea persistente de sus escritos
y declaraciones, lo que buscan es –dejemos los eufemismos– la
erradicación de la religión en la vida social, centrándose
especialmente en el debilitamiento de la Iglesia católica y el
cristianismo.
Entre sus consignas, hacen campaña por una "escuela pública y laica",
por la retirada de la financiación a los colegios concertados, aparte
de por la supresión de la asignación tributaria. Con esto, están
abogando por la liquidación de los centros educativos que no son
propiedad del Estado, que en gran parte son de instituciones
de la Iglesia. Así de claro. En España, afecta aproximadamente a un 30%
de la enseñanza primaria y un 15% de la secundaria. ¿Qué tendrá que ver
esto con la laicidad estatal? Solo serviría a una obsesión de control
ideológico, que implica el atropellar derechos y libertades. No parece
importarles que, en pocos meses, tuvieran que cerrar los centros, que
los
profesores cayeran en el desempleo, que muchos cientos de miles de
niños quedaran sin escolarizar.
Pero estos desastrosos efectos concretos no serían lo más grave. Lo
peor radica en la política de eliminación del pluralismo en la
enseñanza, ya de por sí bastante limitado, dado que es el Estado, por
medio del Ministerio y las Consejerías de Educación, el que decide los
planes de estudio y supervisa todo el proceso educativo. Sin duda, el
ideal de este laicismo militante reside en la completa estatalización
del sistema educativo, al modo de las dictaduras represivas y
totalitarias
Más allá de los lemas aparentemente progresistas, en esas
organizaciones, páginas y convocatorias "laicas", lo que subyace es una
guerra insidiosa contra la libertad religiosa y de conciencia. Los
cristianos que simpatizan con la causa laicista deberían detenerse un
momento a pensar en serio si su objetivo no es ya reformar la Iglesia,
sino destruirla, puesto que se alían con sus enemigos declarados.
Defendamos la laicidad del Estado, cuyo fin es garantizar el
pluralismo, la libertad de conciencia y de religión. No olvidemos que
el laicista odia a muerte esta laicidad.
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