La fantasía de Al-Ándalus

STANLEY G. PAYNE





Las investigaciones que comenzaron en el siglo XIX sobre la sociedad medieval musulmana conocida como Al Ándalus se han ampliado enormemente, de modo que ahora quizá los historiadores saben más de Al Ándalus que de cualquier otra sociedad musulmana anterior a la época moderna.


En la cúspide de su poder, en el siglo X, Al Ándalus era el equivalente a lo que hoy en día llamaríamos una gran potencia, con una economía pujante y una brillante alta cultura. Al igual que todas las sociedades de la época clásica árabe, mantenía un sistema de tolerancia discriminatoria que permitía a judíos y cristianos seguir practicando su religión discretamente, aunque nunca con los mismos derechos que tenían los musulmanes.


Al Ándalus practicaba también sistemáticamente la yihad militar contra sus vecinos, concedía voz a los nuevos grupos islamistas intolerantes y era incapaz de alcanzar otra estructura política que no fuera el despotismo oriental. No se conocían los fueros descentralizados ni las leyes constitucionales. A la larga, su sistema se desmoronó y quedó sumido en el caos, a lo que siguieron 250 años marcados por las invasiones de los violentos yihadistas islamistas de Marruecos.


Mucho más allá de la sociedad investigada por los historiadores, algunos liberales del siglo XIX de España descubrieron y concibieron su propia fantasía: la fantasía de Al Ándalus. Esta tierra de fantasía que inventaron a su propio gusto era una sociedad de pura tolerancia y hermandad, de una convivencia utópica, tal como se describiría más tarde, que disponía de la cultura más avanzada del mundo. La yihad no se conocía, puesto que la cultura y la tolerancia eran los únicos valores notables de sus ciudadanos. A finales del siglo XIX y en el siglo XX, algunos izquierdistas españoles incluso sugirieron que Al Ándalus ofrecía el mejor modelo para la Península, en contraposición a la militante e intolerante Castilla.


Los fantasiosos, por supuesto, ignoran que Al Ándalus vivía en un despotismo militarista y que toda la alta cultura árabe de la época clásica resultó un callejón sin salida. Al final el principal heredero cultural de la que fuera antes una sociedad sofisticada ha sido Marruecos, aunque la herencia no parece haberle hecho mucho bien. Si, por algún desastre histórico, Al Ándalus se hubiese apoderado de todos sus vecinos cristianos, a la larga la península Ibérica se habría convertido en una especie de Marruecos del Norte. En ese caso, hoy los inmigrantes no estarían pasando en gran número de Marruecos a Marruecos del Norte, sino que también abandonarían Marruecos del Norte para buscar empleo en Europa.


En el siglo XX, con el establecimiento del pequeño protectorado de España en tierras de Marruecos, en algunos círculos políticos y culturales se desarrolló un concepto más pragmático sobre la afinidad especial de España con el mundo árabe. Después de los horrores de la pacificación de los años 20 del siglo pasado, los administradores españoles sí mantuvieron relaciones inteligentes con las elites marroquíes, e incluso tomaron medidas para facilitar ciertas prácticas religiosas musulmanas.


En la medida en que existió esa relación especial, el único beneficiado fue Franco. Las elites marroquíes reforzaron su retaguardia en el protectorado durante la Guerra Civil, unos 70.000 voluntarios marroquíes formaron una parte importante de sus fuerzas militares y los jefes de Estado de varios países árabes le proporcionaron reconocimiento internacional y apoyo durante los años de ostracismo, después de 1945.


Sin embargo, incluso Franco sufrió los efectos de su propia fantasía, que no tenía que ver con Al Ándalus, sino con Marruecos, pues estaba seguro de que durante muchos años seguiría siendo un fiel protectorado de España y de Francia. La retirada más bien precipitada de los franceses en 1956 cogió a Franco por sorpresa y al cabo de unos meses no le quedó más alternativa que, más bien ignominiosamente, seguir el ejemplo de Francia.


España apenas se había retirado del protectorado cuando tuvo que hacer frente a los ataques marroquíes contra el resto de sus posesiones en Ifni y el Sáhara. La presión del imperialismo de Marruecos en el Sáhara angustió a Franco en sus últimos días y probablemente aceleró su muerte.


Desde aquellos tiempos todo ha sido una sucesión de problemas: brutales acciones militares en el Sáhara, una presión continua contra Ceuta y Melilla, acoso ilegal de los barcos pesqueros españoles (mientras se violaba un acuerdo tras otro), un enorme tráfico de drogas, fomento de la inmigración ilegal, crecimiento del terrorismo islamista, el intento de tomar Perejil... La lista podría ser más larga.


Como Marruecos dispone de un Gobierno laico y también de una especie de sistema parlamentario, y oficialmente se enorgullece de cierto progresismo y de mantener relaciones estrechas con Europa, desde hace mucho se ha dado por sentado que de alguna manera los problemas relacionados con las sociedades árabes de Oriente Próximo nunca surgirían en Marruecos. Ahora está claro que no es así. Marruecos es, de hecho, uno de los dos principales problemas de España, junto con el de los nacionalismos periféricos.


La solución de Zapatero ha sido mostrar un despreocupado apoyo al Gobierno de Marruecos, incluso a su brutal política en el Sáhara. Por supuesto, un presidente que piense que Francia es un gran aliado de España es aparentemente capaz de creer cualquier cosa, pero es probable que haga falta una política más firme y medida.


Más realista es el estudio Nuevos retos, nuevas respuestas: Estrategia militar española, publicado por el Ministerio de Defensa en agosto. Este estudio considera la estabilidad de la zona del Gran Magreb «uno de los objetivos de seguridad más relevantes de España» y prevé la necesidad de «disuasión, cooperación, prevención y respuesta militar», e incluso «en el caso de una potencial agresión a los espacios de soberanía nacional... el empleo de la fuerza». Y si se llega a esto, uno se pregunta cuánto apoyo brindará la Unión Europea a España. Este nuevo estudio militar simplemente señala que hace falta menos fantasía y más realismo.


Stanley G. Payne es historiador y autor de obras como La primera democracia española.

EL MUNDO. Martes, 30 de noviembre de 2004.