Sobre el origen de la crisis del pensamiento occidental: la negación de la ley natural
PEDRO ABELLÓ · INFOVATICANA
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El siglo XIII señala el punto culminante de la
Europa que se llamaba a sí misma Cristiandad, unidad religiosa,
política y social bajo la autoridad del emperador y del papa,
cohesionada por una fe común. En ese tiempo, todos los estamentos de la
sociedad, desde el emperador hasta el último siervo, creían firmemente
en tres cosas:
– Dios existe y gobierna el mundo mediante la ley divina.
– Dicha ley divina ha sido implantada por Dios en
la conciencia de cada persona en forma de ley natural, que nos permite
distinguir espontáneamente lo que está bien de lo que está mal; al
mismo tiempo, ha sido también revelada en la antigua y la nueva
Alianza, y plasmada en el Decálogo.
– Existe una vida después de esta, que viene
condicionada por lo que en esta vida terrena se haya hecho o dejado de
hacer; existe, por lo tanto, la posibilidad de un castigo eterno, como
existe la de una recompensa eterna.
Esa común creencia tenía importantes implicaciones:
– Por una parte, en la medida en que existe una ley natural como
reflejo de la ley divina, toda ley positiva, toda ley humana, debía
tomar como referente esa ley natural y no entrar en contradicción con
ella. De ese modo, la ley natural se convertía en el marco que
proporcionaba cohesión y legitimidad a la ley positiva, la cual,
además, en virtud precisamente de su coherencia con esa creencia común
y de su último fundamento en la ley divina, era más fácilmente
comprendida, asumida y respetada.
– Ese fundamento de la ley positiva en la ley
natural reforzaba la universalidad de la primera, la convicción y común
aceptación de que nadie estaba exento de cumplir la ley, comenzando por
el rey y terminando por el último siervo. A todos era igualmente
exigible ese cumplimiento, puesto que ninguna autoridad terrena puede
estar por encima de la ley divina.
– Existía una clara conciencia de la profundidad
y la gravedad de la transgresión en todos los niveles de la sociedad,
lo cual no quiere decir que no hubiera transgresión, sino que esa
transgresión era profundamente sentida en la conciencia, tanto del
transgresor como de la sociedad en general; no existía indiferencia
social ante la transgresión, ni mucho menos aceptación general de la
misma como ahora existe. La transgresión no podía quedar impune, y si
el transgresor no recibía el castigo en esta vida, terminaría
recibiéndolo en la otra.
– El temor a la posibilidad de un castigo eterno
actuaba en gran medida como freno de la transgresión, o bien, una vez
cometida ésta, como acicate para su reparación, y ello a todos los
niveles. Son conocidos los casos de reyes que, habiendo cometido algún
crimen, solicitaban el perdón del papa y asumían durísimas penitencias
para expiar su culpa. La posibilidad de excomunión era un freno
poderoso a la arbitrariedad del poder.
Ese era, en términos generales, el retrato de la sociedad de los siglos
XII y XIII, siglos que coinciden con la culminación del esplendor del
arte, la arquitectura y el pensamiento en Europa. Son los siglos del
gótico y de la Summa theologica.
Pero el poder corrompe, y aquellos reyes que en siglo XIII aceptaban
todavía esas duras penitencias para expiar sus faltas, en el siglo XIV
habían ya comenzado a cambiar su mentalidad. En el siglo XIV, los reyes
aspiraban ya al ejercicio de su poder sin restricciones, y las
restricciones al ejercicio del poder real estaban personificadas en el
emperador y, fundamentalmente, en el papa. Para poder ejercer su poder
sin restricciones, los reyes necesitaban liberarse esencialmente de la
autoridad del papa, puesto que la del emperador era más fácilmente
controlable. Ahora bien, el hecho de vivir en una sociedad
profundamente religiosa –lo cual no hay que confundir con una sociedad
de “buenas personas”, pero sí de personas convencidas de que hay un
poder sobrehumano que termina siempre aplicando la justicia–, sociedad
en la cual la autoridad espiritual gozaba de un gran respeto, obligaba
a los reyes a dotarse de una potente justificación ideológica mediante
la cual neutralizar ese respeto social por la autoridad espiritual. Tal
justificación les fue proporcionada por la intelectualidad de la época,
por los universitarios que aspiraban ya al favor real y a un puesto en
la corte, mediante la elaboración de la teoría conocida como
“nominalismo”, teoría desarrollada en gran medida con el fin de dar
justificación a la autonomía real frente a la autoridad espiritual.
Sería demasiado prolijo entrar ahora en un comentario detallado sobre
el nominalismo. Me limitaré a indicar uno de los aspectos y
consecuencias fundamentales de esa teoría.
El nominalismo niega la ley natural y afirma la arbitrariedad en los
designios divinos. Dios ha dicho “no matarás”, pero podría haber
preceptuado lo contrario. Los actos humanos no son buenos o malos por
sí mismos, sino porque aceptan o rechazan esas disposiciones
arbitrarias de Dios. Al no existir una ley natural, las leyes humanas
no están sometidas a un orden moral superior, sino que se trata de
puras convenciones entre los hombres sobre lo que está bien y
es adecuado en cada momento, y responden básicamente a la voluntad del
legislador: “lo que place al Príncipe, esa es la ley”. Excluida una ley
natural, no queda otro recurso que acudir a la razón práctica para
asegurar la convivencia entre los hombres. Dicha razón práctica
coincide con la voluntad del legislador, siendo éste una persona, un
partido o una comunidad. En todo caso, se trata de establecer por vía
de voluntad qué se puede o no hacer. El Estado, significado entonces
por el monarca, es quien determina lo que es bueno y útil para la
comunidad.
Si nos paramos a pensar con detenimiento sobre las consecuencias de esa
enorme ruptura representada por el nominalismo, podemos ver en ella el
origen principal de todos los errores posteriores y, en definitiva, de
la deriva del pensamiento occidental. El nominalismo es el fundamento
ideológico de la reforma protestante, del idealismo en filosofía, de la
Ilustración y, en último término, de la modernidad con todo su
contenido disolvente. Y lo es porque deja al pensamiento humano sin
referentes, sometido únicamente a su propia parcialidad, a su
subjetividad.
Sin un referente superior, queda únicamente la razón individual como
rector de la conducta individual y colectiva, pero la razón es
subjetiva, por lo que cada uno tiene “su” propia razón. Se produce
entonces una pugna entre subjetivismos –ya que no existe un referente
que pueda unificarlos– para ver cuál de ellos establece las normas, y
evidentemente, el subjetivismo vencedor será siempre el más poderoso,
no el que tenga más razón. Se establece de este modo el fundamento
intelectual del totalitarismo en todos sus aspectos, del poder omnímodo
del Estado. Nace la ideología con su carácter totalitario, que
considera “su verdad” como la única posible y cualquier otro
pensamiento como indefendible y, por ello, atacable.
La subjetividad más poderosa es la que, de ahí en adelante, determina
lo que es bueno y lo que no lo es, sea esa subjetividad la de un tirano
o la de un parlamento, puesto que ni el tirano ni la ley de la mayoría
admiten un referente superior. La ley se convierte en pura convención,
modificable según la conveniencia de quien la establece. Es también el
inicio del relativismo.
El liberalismo tratará de encauzar esa subjetividad mediante la ley de
las mayorías, considerando que, cuando un número suficiente de
personas, especialmente si son las mejores del colectivo, se ponen de
acuerdo en algo, ese algo será necesariamente lo mejor para la
sociedad. Por nuestra experiencia podemos juzgar hasta qué punto eso es
cierto, hasta qué punto un parlamento reune a “los mejores” y hasta qué
punto esos “mejores” son capaces de determinar lo mejor para la
sociedad. Tenemos sobrada experiencia para juzgar sobre ello,
especialmente en este momento, en el que el parlamentarismo nos muestra
abiertamente toda su miseria y su limitación. La pregunta es: ¿puede la
organización social evitar derrumbarse sin un referente superior?
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