Los dilemas del islam
Introducción.
Cómo
abordar
el
estudio del islam
PEDRO
GÓMEZ
|
1. Un objeto de estudio problemático
2. Una orientación metodológica compleja
1.
Un objeto de
estudio problemático
La antropología nos
enseña que todos los rasgos
culturales son transmisibles por definición, sea como elementos simples
o en
unidades más complejas, ya se trate de técnicas y artefactos que se
transportan, de ideas y creencias que anidan en las cabezas de la gente
que se
desplaza, o como información que va inscrita en soportes que se
difunden de un
sitio a otro. Los segmentos y los conjuntos codificados de rasgos o
esquemas
culturales constituyen la clave en el modo específico de organización
de la
sociedad humana.
Cuando en un
sistema social se introducen
paquetes de esquemas culturales provenientes de otro sistema
sociocultural,
entonces, según la teoría de la evolución aplicada a la historia, se
produce un flujo cultural. Y el comportamiento del
sistema que recibe la afluencia
externa de mutaciones se verá alterado de alguna manera, dependiendo en
cualquier caso de la selección cultural. Se puede decir que
este tipo de
fenómeno ocurre en múltiples direcciones, en nuestro mundo abierto y
globalizado, pero de un modo particular observamos un flujo específico
que está
aconteciendo en Europa y en España con el asentamiento de población
musulmana,
caracterizada por el hecho de traer consigo componentes ideacionales y
comportamentales propios de su religión y en buena medida disonantes,
como se
verá, con respecto a valores fundamentales de la cultura europea.
Mi propósito, a lo
largo de estas páginas,
estriba en describir brevemente y analizar críticamente algunos
aspectos de la
problemática que suscita la presencia del islam en los países
occidentales,
una problemática que también afecta a la posición de los musulmanes en
el
mundo. A nadie se le oculta la dificultad de abordar un tema así, en el
que
concurren circunstancias tan polémicas y opiniones tan contradictorias
que bien
podrían hacer decir hoy a Don Quijote: «Con el islam hemos topado,
amigo
Sancho». No es cuestión de soslayarlo. Creo que es posible respetar a
las
personas concretas y su libertad de conciencia y, al mismo tiempo,
defender el
derecho a examinar libremente, discutir y argumentar racionalmente las
ideologías y las creencias en cuanto sistemas de ideas. Pues el temor a
que
alguien se sienta herido u ofendido subjetivamente por una opinión no
puede
convertirse en una forma de chantaje moral que colapse toda libertad de
pensamiento y expresión. Dentro de los límites de la prudencia y el
respeto a
las personas, no sería honesto desistir de la búsqueda de objetividad
en los
asuntos investigados, aunque el punto de vista adoptado desdiga de la
visión
que tienen los protagonistas y aunque las hipótesis formuladas vengan a
desmentir las que otros estudiosos sustentan.
Puedo anticipar ya
el reproche de
parcialidad. También se le ha hecho a las páginas que Claude
Lévi-Strauss
dedica al islam, al final de Tristes trópicos (1955, capítulos
39 y 40).
Se le recrimina que representa «una forma de divagación, si no de
delirio que
ciega a su autor hasta el punto de no ser ya capaz de disfrutar de las
bellezas
legadas por el islam como civilización» (Meddeb 2011, pág. 77). Mi
respuesta,
de antemano, es que aquí no voy a tratar del islam como civilización
–sin
excluir las alusiones necesarias–, sino del islam en cuanto sistema
religioso e
ideológico. Creo que la distinción es pertinente. Esta distinción la
proponen
los estudiosos, aunque en general no de forma tan radical como en la
tesis de
Ibn Warraq, quien defiende que en lo que se denomina «islam» debemos
distinguir
tres cosas: una, la enseñanza de Mahoma contenida en el Corán; dos, la
tradición y la ley islámicas; y tres, la civilización musulmana como
tal; para
sostener seguidamente que la tercera logró su esplendor a pesar de las
dos
primeras y no a causa de ellas (véase Ibn Warraq 1995, pág. 33). Por mi
parte,
aparte de la mirada histórica, también prestaré atención al islam como
factor
en el proceso de mundialización contemporáneo.
Por lo demás, niego
que los análisis y
opiniones que expongo sean obra del a priori y consecuencia de los
prejuicios.
Siempre me han maravillado las visitas a la antigua mezquita de Córdoba
y los
paseos por los palacios de la Alhambra de Granada. Como a tantos
andaluces, me
han embelesado las fabulosas historias del tiempo de los moros, la
lectura de Las
mil y una noches, El collar de la paloma de Ibn Hzam, los Viajes
de Alí Bey, o los Cuentos de la Alhambra de Washington
Irving. Lejos
de cualquier predisposición en contra, he experimentado ante todo
curiosidad y
admiración. Mis puntos de vista críticos han surgido, con diferentes
matices,
como resultado de la investigación, después de manejar las fuentes y un
amplio
repertorio de documentos, mediante un enfoque histórico y
antropológico, guiado
por un pensamiento inquisitivo, llevado hasta el plano filosófico y el
teológico. Es verdad que el estudio me ha conducido a una creciente
desmitificación. De manera que, sin salir del asombro por las
maravillas
arquitectónicas y literarias, he descubierto con no menos asombro el
trasfondo
religioso y el sistema de valores y desarrollos jurídicos de una
tradición que,
al menos en su declive, se desvela como una tremenda regresión en la
historia
de la humanidad. En este diagnóstico vuelvo a coincidir con las
distantes
apreciaciones de Lévi-Strauss, a quien Abdelwahab Meddeb acusa
tópicamente de
«fobia islámica». Yo escribí, hace un tiempo, una crítica acérrima
contra la
filosofía de Descartes, pero, hasta ahora, a nadie se le ha ocurrido
decir que
estoy poseído por una fobia cartesiana.
2.
Una
orientación metodológica compleja
El método de
investigación seguido aquí busca
conocimientos lo mejor fundados posible, partiendo de una actitud y un
enfoque
que da prelación a la antropología sobre la teología, a la historia
sobre la
metafísica, al análisis crítico sobre la experiencia mística. De ahí
que solo
sea pertinente un discurso dirigido a un esclarecimiento racional,
articulado
con herramientas del análisis científico, antropológico y filosófico,
desde la
perspectiva de la historia de los acontecimientos y el sistema
conceptual en el
que estos se inscriben. Pues estoy convencido de que todas las
tradiciones
religiosas son susceptibles de indagación histórico-crítica y a todas
les son
aplicables los mismos métodos de estudio evolutivo y sistémico, por
mucho que
algunas de ellas imaginen poseer una verdad por encima de todo alcance
racional, pretensión a todas luces indemostrable.
En este sentido,
podemos mencionar el caso
del cristianismo, que, después de dos siglos sometiendo a implacable
crítica y
hermenéutica sus orígenes, textos, prácticas, instituciones y
paradigmas
históricos, ha llegado un punto en el que se ha logrado cierto consenso
básico
entre los especialistas (véase Küng 1995; Lenoir 2007), aunque siempre
queden
cuestiones abiertas. En lo que respecta al islamismo, también ha
habido, sobre
todo en los últimos decenios, investigaciones críticas bien
fundamentadas,
tanto las debidas a autores no musulmanes (véase Crone 1987, Ferro
2002, Küng
2004, Spencer 2007, Elorza 2008, Caldwell 2009, Farías 2010), como las
realizadas por intelectuales de origen musulmán (véase Ibn Warraq 1995,
Mondher
Sfar 2000, al-Yabri 2006, Filali-Ansari 2003, Arkoun 2005, Djait 2004,
Abdelmajid Charfi 2008, Mohamed Charfi 2009, Abu Zayd 2006 y 2009,
Jahanbegloo
2007, Soroush 2000, Bidar 2008, de los que hablaré en el capítulo
octavo). Pero
la triste realidad es que las ideas historicistas y reformistas han
calado muy
poco, o casi nada, en el mundo islámico, masivamente encerrado en los
esquemas
de la tradición medieval y con grandes dificultades para salir de su
ensimismamiento. Más aún, en ese mundo, en general, el análisis crítico
del
Corán, de la tradición de Mahoma y de las escuelas jurídicas sigue
considerándose, en general, como un crimen y expone, en ocasiones, a
quien lo
acomete a una amenaza muy real de persecución, cárcel, destierro u
ostracismo.
Lo que no se
entiende es que, en Europa, ese
tipo de análisis crítico de las fuentes islámicas se haya convertido en
tabú y
que no pocos arabistas e islamólogos se limiten a emitir un discurso
eufemístico o reverencial, si es que no apologético. ¿Llegaremos a tal
situación
que llamar a las cosas por su nombre y expresarse con claridad
constituya un
delito? No deberíamos. Por lo pronto, comprobamos a diario que se abusa
de la
acusación de «islamofobia», sin verdadero motivo, como una forma
expeditiva de
silenciar el debate o infamar al discrepante. En este asunto, no hay
por qué
creer que los prejuicios de los extranjeros son siempre sagrados, ni
que los
prejuicios de los europeos son necesariamente execrables.
La condición previa
para poder abordar estos
temas con rigor exige situarse más allá del multiculturalismo y del
relativismo
cultural, ambos atrapados en la falta de lógica que supone postular la
validez
universal de un discurso que niega a todo otro discurso la posibilidad
de tener
validez universal. Además, si las culturas o los sistemas religiosos
particulares fueran de por sí inconmensurables e incomparables –como
pretenden
los multiculturalistas–, sería imposible toda ciencia sobre ellos e
incluso
toda referencia a ellos como un conjunto. A diferencia del relativismo
–que
absolutiza cada cultura particular–, una teoría de la relatividad
cultural pone
en relación las diferentes culturas como pertenecientes a un mismo
campo.
Porque lo cierto es que la racionalidad humana opera básicamente igual
en todas
partes y sus estructuras lógicas sirven de apoyo al avance del
conocimiento que
trata de objetivar la realidad: un conocimiento compartido por todos
los
observadores debidamente entrenados. Por eso, defendemos el saber
científico
(sin olvidar las ciencias humanas) contra sus detractores posmodernos y
antimodernos, sean heideggerianos, foucaultianos, derridianos,
geertzianos,
nihilistas o islamistas, basándonos en el fundamento de un mínimo de
criterios
epistemológicos y metodológicos desarrollados para elaborar la
información
científica. La ciencia no es infalible, claro está, pero es el mejor
instrumento con el que contamos para poder avanzar en el conocimiento:
«La
razón de que los
científicos prefieran el conocimiento producido de conformidad con los
principios
epistemológicos de la ciencia no es que la ciencia garantice una verdad
absoluta, exenta de sesgos, errores, falsedades, mentiras y fraudes
subjetivos,
sino que la ciencia es el mejor sistema descubierto hasta el momento
para
reducir los sesgos, errores, falsedades, mentiras y fraudes subjetivos»
(Harris
1999, pág. 157).
El saber científico
no es garantía de
libertad, pero la libertad es inconcebible sin ciencia. Tampoco la
libertad es
garantía de bondad ética, pero es impensable la bondad o la acción
moral sin
libertad. El esfuerzo por conseguir interpretaciones antropológicas lo
más
objetivas posibles no es solo un objetivo epistemológico. Tiene
implicaciones
éticas y políticas relacionadas con el encubrimiento o la denuncia de
las
consecuencias perjudiciales que un determinado factor cultural puede
acarrear
para muchos millones de personas.
El planteamiento
científico y las libertades
individuales han chocado siempre con las posiciones dogmáticas de todo
signo.
En la historia europea, desde el siglo XVII, ha habido importantes
avances y
regresiones de la libertad, con un alto costo humano. La libertad
religiosa se
instauró en Europa como consecuencia a largo plazo de las guerras de
religión.
Era una forma de mantener a raya las pretensiones políticas de las
iglesias
anquilosadas y del cristianismo identificado a la sazón con el antiguo
régimen
y mayoritariamente contrario al progreso de la modernidad. ¿Deben
permitir las
sociedades democráticas que se invoque y utilice esa libertad, ahora,
para
abrir paso a proyectos sociopolíticos radicalmente antimodernos? La
libertad de
expresión desde su origen pretendía amparar, entre otras cosas, la
legitimidad
de la crítica a la religión cristiana. ¿Se verá mermada hoy por la
pretensión
de inmunidad de la religión musulmana, en la medida en que esta impone
su veto,
amenaza con el castigo o compele a la autocensura?
La libertad de
investigación no es menos
capital.
Su meta es la verdad; no la Verdad absoluta, sino el hallazgo de
verdades. Y la
verdad de un enunciado, descripción o interpretación no se dirime por
ajustarse
o no a la percepción que tienen los participantes, desde su propia
perspectiva
interna, sino por atenerse a los criterios que la comunidad de
observadores
científicos considera apropiados. Solo podrá refutarse una pretendida
verdad si
se comprueba la falsedad de las premisas o de las pruebas empíricas
aducidas
para respaldar las proposiciones acerca de lo que es verdadero, real,
representativo o significativo.
En fin, hay que
tener muy en cuenta que no es
exactamente lo mismo hablar del islam que hablar del conjunto de los
musulmanes, aunque a menudo ambos se confundan. Por eso, conviene no
olvidar
que lo que se dice acerca del islam como sistema de creencias, ritos y
normas
no es válido atribuírselo sin más a ningún musulmán en particular, ni
tampoco a
toda la comunidad de creyentes, pues se refiere a un objeto de
dimensión y
nivel diferente. El propio islam, aunque conste de un núcleo
permanente, que ha
de interpretarse, se da en formas históricas, cambia a través de las
épocas y
cristaliza en paradigmas más o menos adaptativos, en interacción con
las
transformaciones sociales. En el terreno
práctico, cabe añadir que en
las sociedades musulmanas hay mucho más que el islam. Y la relación con
el
islam de cada individuo musulmán resulta siempre contingente, incierta,
puesto
que sus ideas y comportamientos pueden apartarse o no coincidir
exactamente con
lo que prescribe el sistema islámico, entendido desde una ortodoxia
establecida. El desafío que hoy tiene planteado el mundo del islam es
su
incorporación a una humanidad general: la cuestión es si los musulmanes
conseguirán reconciliar el islam con la modernidad, tal como reclaman
voces
musulmanas un poco por todas partes, pero faltas de apoyo y de difusión
social.
Se trata de incorporar los principios humanistas y laicos sobre los que
se basa
el mundo moderno, y sin los cuales la libertad de los países musulmanes
seguirá
siendo una lejana utopía. Pero, además, esa cuestión, de alguna manera,
nos
concierne a todos, porque las antiguas tradiciones llevan ya mucho
tiempo
encontrándose y conviviendo, cada vez más, en una universalidad
concreta. El
diálogo se está produciendo ya en el seno de una misma y única
civilización en
ciernes, la civilización humana. De ahí que la cuestión planteada sea,
en
último término, una cuestión humana.
En este punto, está
justificada la tarea y
resulta imprescindible el esfuerzo por conocer mejor la historia de la
problemática y su significación, así como por adentrarse críticamente
en el
debate y en la busca de las soluciones o las vías de evolución
deseables en la
encrucijada actual. A esto quisiera contribuir modestamente con estas
páginas.
. Al escribir estos ensayos
no
me considero obligado
a ninguna ortodoxia, ni me atengo a la autocensura reclamada por el
lenguaje
políticamente reprimido. He procurado avanzar un poco en el
conocimiento, con
la información que he podido recopilar y dentro de mis inevitables
limitaciones, pero siempre abierto a debatir los datos y los argumentos
que
propicien una verdad mayor. Mi enfoque intenta apoyarse en los
siguientes
fundamentos: 1) La aplicación de métodos histórico-críticos al analizar
los
textos fundacionales y tradicionales. 2) La existencia de una
racionalidad
humana, propia de la especie, y de un patrón cultural universal. 3) La
comparabilidad transcultural de los discursos filosóficos y teológicos,
basada
en el análisis de su coherencia lógica. 4) La comparabilidad de los
componentes
socioculturales, basada en la constatación y el discernimiento de las
consecuencias sociales y personales. 5) La crítica interna de la propia
tradición.
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