La genealogía del islam

10. Los creyentes, un pueblo sumiso a Mahoma

PEDRO GÓMEZ




- Los seguidores de Mahoma no eran aún ‘musulmanes’
- Los creyentes se contraponen a los descreídos o ‘infieles’
- Los creyentes son los que temen a Dios y confían en él
- Los creyentes son los que Dios dirige por el camino recto
- Los creyentes tienen la obligación de acudir al rezo
- Los creyentes tienen la obligación de pagar el tributo
- Los creyentes tienen la obligación de obedecer a Mahoma
- Conclusión. Un pueblo sin libertad
- Nota sobre las virtudes teologales


Los seguidores de Mahoma no eran aún ‘musulmanes’


Los primeros musulmanes no se denominaban «musulmanes», ni en el Corán, ni en el contexto social donde se erigieron como poder domi­nante, al menos durante el primer siglo. En aquella época, el sistema religioso-político que profesaban tampoco se denominaba «islamismo» o «islam», como se llamaría más tarde. Por eso, es un error craso en el que incurren algunos traductores, cuando traducen la palabra mslm por «musulmanes», en los cuatro versículos donde aparece (Corán 54/15,2; 89/3,102; 90/33,35; 103/22,78). Todas las veces que se utiliza significa­ba únicamente «sumisos». Lo mismo que, por entonces, slm solamente significaba «sumisión», no islam.


En los primeros decenios del protoislam y durante los tiempos de la dinastía califal omeya, el movimiento de Mahoma y sus seguidores aún no se había consolidado como un sistema semiótico independiente, ni el texto del Corán había cristalizado definitivamente. Aquellos sarracenos, procedentes del sur, que irrumpieron guerreando y conquistando Pales­tina, Siria y Mesopotamia, eran conocidos y se denominaban a sí mismos como
mahgrāyē (en siríaco), muhāŷirūn (en árabe), o su equivalente griego μαγαρίται, que sig­nifica «emigrados». La palabra se empleó inicialmente para designar a los que habían sido protagonistas de la «hégira», que ha­bían recorrido el camino de una singular «emigración» convertida en invasión militar y apoderamiento de las tierras y la soberanía.


A mediados del siglo VIII, los escritores bizantinos hablan de «la fe de los ismaelitas». Y, desde entonces, se emplearon distintos apelativos equivalentes e intercambiables: «sarracenos», «magaristas», «agarenos», «islámicos», «mahometanos», «muslimes» y «musulmanes». En paralelo, vemos que la denominación de la doctrina también sufrió oscilaciones entre sarracenismo, magarismo, islamismo, mahometismo, o agarenis­mo. Juan Damasceno (muerto en 749) menciona por su nombre a Ma­homa, diciendo «que anunció el magarismo o islamismo» (Juan Damas­ceno 1791: 87). Teodoro Abucara (m. 820) todavía consideraba a los «mahometanos», llamándolos así, como una herejía del cristianismo, si­milar a los nestorianos y los jacobitas (cfr. Juan Damasceno 1791: 82).


Pero vamos a ceñirnos aquí al texto del Corán. En él, los seguidores del profeta árabe se nombran con varios epónimos, como «los creyen­tes», «los que temen», «los que obedecen», «los sumisos», «los siervos», «los dirigidos», «los que emigran». Todos estos calificativos evocan un sentido más bien genérico, que no identifica con precisión un sistema religioso bien determinado, que pudiéramos llamar «islamismo». En el Corán, la designación más frecuente, con diferencia, es la de «creyentes». Y estos creyentes se definen ante todo porque hacen caso a Mahoma, por ser lo que podríamos llamar mahometanos, muy posiblemente sa­rracenos en su inmensa mayoría. Aunque, en algunos contextos, en la categoría de creyentes entran también los aliados nazarenos, así como grupos de judíos y cristianos captados para la causa.


Solo en unos pocos versículos tardíos del Corán, y acaso insertados a posteriori, se fue perfilando la idea de que los creyentes conformaban un nuevo pueblo, con reminiscencias del pueblo elegido hebreo. En efecto, aunque en el Corán la palabra «pueblo» (nación, comunidad) se emplea profusamente, solo denota una referencia expresa a los árabes seguidores de Mahoma en tres de los capítulos poshegíricos. La primera vez, el término aparece como un deseo expresado por Abrahán e Ismael:


«¡Señor nuestro! Haz de nosotros unos sumisos a ti y de nuestra descendencia un pueblo sumiso a ti» (Corán 87/2,128).


Más adelante, vermos cuatro versículos en los que el «pueblo» alude al colectivo de los creyentes congregados por Mahoma, con la presun­ción implícita de que constituyen el nuevo pueblo elegido por Dios:


«Así hemos hecho de vosotros un pueblo justo, para que seáis testi­gos ante los hombres, y que el enviado sea testigo ante vosotros» (Corán 87/2,143). [Esta aleya se suele tener por una interpolación pos­terior.]


«Que vosotros seáis un pueblo que llama al bien, que ordena lo lícito y prohíbe lo ilícito» (Corán 89/3,104).


«Vosotros sois el mejor pueblo suscitado entre los humanos. Orde­náis lo lícito, prohibís lo ilícito, y creéis en Dios» (Corán 89/3,110).


«Así te hemos enviado a un pueblo para que tú les recites lo que te hemos revelado. Antes de él pasaron otros pueblos, pero no creen en el clemente» (Corán 96/13,30).


Vamos a analizar cómo el Corán va caracterizando a los creyentes, su relación con Dios y con el profeta, su mentalidad, sus creencias y sus obligaciones. Desde un punto de vista teológico, diríamos que la figura coránica del «creyente» se correlaciona estrictamente con la imagen islá­mica de la di­vinidad. De este modo, no será de extrañar que a un Dios descrito como amo absoluto le corresponda la imagen de un ser humano concebido como esclavo.



Los creyentes se contraponen a los descreídos o «infieles»


Como ya he dicho, la denominación más general para los seguidores del movimiento de Mahoma y sus compañeros, en el Corán, es la de «cre­yentes». Pero no es sencillo desentrañar su significado con claridad, salvo que son los que obedecen al enviado. El Corán presenta al propio Ma­homa como el «buen modelo» para los creyentes (Corán 90/33,21). Sin embargo, si Mahoma constituye el modelo de lo que es ser creyente, esto colisiona con el hecho de que solo podrá servir de modelo de imitación muy parcialmente, puesto que, según el mismo Corán, ese profeta es único: inimitable en su intermediación con Dios, en su recepción de la revelación, en su derecho a múltiples esposas, en su privilegio en el re­parto del botín, con el que se hizo fabulosamente rico, en su poder para exigir obediencia ciega. Nada de esto se encuentra al alcance de los cre­yentes mahometanos, por lo que no podrán imitarlo.


Los creyentes (
المؤمنين, al-muminun, que da título a la sura 23), por defi­nición y genéricamente, son aquellos que tienen fe, aunque el contenido de esta fe es muy determinado, debe explorarse por el contexto, y solo quedará patente al examinar en concreto determinadas condiciones que el Corán exige para ser creyente.


La palabra «fe» (
إيمان, iman) incide 38 veces en el Corán (14 en suras anteriores a la hégira y 24 en suras posteriores). En diversas circuns­tancias, se habla del tener fe (18 veces), que requiere obras (3 veces). En la época poshegírica, se vuelve más apremiante la necesidad de fe: se insta a aumentar la fe (6 veces) y se condena a los que no tienen fe o la aban­donan después de haberla tenido (9 veces). Ahí podemos entrever que no faltaban quienes desertaban o se sentían tentados a hacerlo.


«Esos que han trocado la fe por la increencia no dañarán en nada a Dios. Y tendrán un castigo doloroso» (Corán 89/3,177).


Los que «vuelven la espalda» a la fe son insistentemente denostados en el Corán, en un total de 70 ocasiones (33 antehegíricas, 37 poshegí­ricas). Todo un síntoma de la resistencia con la que topaba el mensaje mesiánico-escatológico y, luego, el reclutamiento bélico-milenarista de Mahoma. Porque, en última instancia, se considera creyentes a los que obedecen a Mahoma; y se acusa de descreídos a los que le vuelven la espalda. Esto desvela que muchos eran reacios a seguirlo. En las últimas suras, volver la espalda a la fe llega a significar en concreto el huir del combate armado.


«Obedeced a Dios y al enviado. Y si vuelven la espalda, Dios no ama a los no creyentes» (Corán 89/3,32).


«No toméis aliados entre ellos [los no creyentes], hasta que emigren en el camino de Dios. Si vuelven la espalda, capturadlos y matadlos allá donde los encontréis» (Corán 92/4,89).


«Si obedecéis, Dios os dará una buena recompensa. Y si volvéis la espalda como habéis vuelto la espalda antes, él os castigará con un cas­tigo doloroso» (Corán 111/48,16).


«Dios os ha auxiliado en muchos sitios. El día de Hunayn, cuando vues­tro gran número os sorprendía, eso no os sirvió de nada, y la tierra, a pesar de su anchura se os hizo estrecha, y volvisteis la espalda para huir» (Corán 113/9,25).


La identificación de los seguidores de Mahoma como los creyentes aparece en el Corán con varias inflexiones que se repiten: «los creyentes» (220 veces); «los que han creído» (155 veces); «vosotros que habéis creí­do» (91 veces); otras variantes del verbo «creer» (unas 99 veces).


En total, suman alrededor de 565 incidencias. De este total, 190 se dan en capítulos anteriores a la hégira, y 375 en los posteriores capítulos, cuyo número es bas­tante menor. Estos datos muestran que, tras la hé­gira, se produce una notable acrecentamiento en la exigencia de ser cre­yentes, así como en las ape­laciones dirigidas a ellos. La interpelación «vosotros que habéis creído» se usa en 90 ocasiones, en capítulos poste­riores a la hégira, pero solo una vez en capítulos anteriores. En la gran mayoría de los casos, se habla de los creyentes en plural (522 veces), y mucho menos en singular (43 veces), lo que viene a subrayar el carácter más colectivo que individual de la creencia. Poco a poco iremos viendo lo que significa ser creyentes en el plano pragmático.


En contraposición con los creyentes aparecen en el Corán los que no creen, que están o in­curren en el des­creimiento, porque no creen en el Dios de Mahoma o se oponen a éste. La palabra se ha traducido frecuen­temente como los «infieles», (
الكافرون, al-kafirun, título de la sura 109). Aunque su etimología es compleja, viene a significar no creyentes, incre­yentes, incrédulos, descreídos. Se refiere a todos los no musulmanes, y se aplica también a los musulmanes que son percibidos como apóstatas o desviantes. Al hacer las búsquedas en el texto coránico, encontramos: los «descreídos» o «infieles» (151 veces); «los que han descreído» y «el que ha descreído» (215 veces); otras formas verbales de «descreer» (unas 80 veces); que «no creen» (53 veces).


En total, el Corán menciona alrededor de 500 veces a los que no creen en Mahoma. Con estos descreídos o «infieles» observamos una polémica incesante, sin que se aprecien diferencias cuantitativas entre antes y después de la hégira. Cabe afirmar que la oposición entre creyentes y descreídos es el eje del Corán, atraviesa todas sus páginas, alimentando contra los infieles una tensión que no cesa de crecer en ningún momen­to. Lo único que observamos es una evolución desde el enfrentamiento dialéctico, al principio, hasta la subsiguiente confrontación armada, sien­do esta la que queda como norma definitiva.


El Corán, propiamente, no pide al creyente (musulmán) una explícita profesión de fe mediante una fórmula consagrada, como más tarde se institucio­nalizaría (en la sahada: «No hay más dios que Dios y Mahoma es el enviado de Dios»), sino que le manda incorporarse a la comunidad cumpliendo el rezo y el pago del tributo: el azalá y el azaque. Estos cons­tituían los signos públicos de adhesión, junto con la obediencia sumisa a las órdenes del profeta.


Así pues, los creyentes coránicos eran los que obedecían a Mahoma y, una vez muerto él, son los que se adhieren al Corán, bajo la autoridad del califa, porque creen que esto es lo que Dios manda. Ahora bien, para cualquier creyente, la única prueba disponible de que Dios manda lo que dice el Corán es que está escrito en el Corán. Pero ¿de dónde procede semejante convencimiento, o en qué se funda?



Los creyentes son los que temen a Dios y confían en él


En el mensaje dirigido a los creyentes, el motivo primordial que se les aduce es el temor de Dios. Entre las formas nominales y verbales, el temor y el temer son invocados casi 400 veces en el Corán. La expresión «temed a Dios» supera las 50 veces. Según connota el contexto, se trata de una ac­titud de temor reverencial y servil:


«¡Oh siervos míos! Temedme.» (Corán 59/39,16).


«Temed a Dios y obedecedme a mí» (Corán 47/26,108) es una fór­mula que se repite en boca de distintos profetas.


Hay también otro aspecto complementario de la actitud de quienes creen en Dios, según el Corán, que es la confianza en él. Pero la mención de los que «con­fían» en Dios, o en su Señor, incide solo 18 veces.


«Que los creyentes confíen en Dios» (Corán 72/14,11) aparece siete veces; de ellas, seis tras la hégira.


Este último rasgo de la confianza parece más espiritual, al menos en principio, pero, en capítulos poshegíricos, se cifra específicamente en confiar en el auxilio de Dios en la batalla, para obtener la victoria.


«Si Dios os auxilia, nadie os vencerá. Si él os deja, ¿quién os auxiliará fuera de él? Que los creyentes confíen en Dios» (Corán 89/3,160).


«¡Vosotros que habéis creído! Recordar la gracia de Dios para con vosotros, cuando unas gentes casi habían echado sus manos sobre voso­tros. Y entonces él retuvo sus manos de vosotros. Temed a Dios. Que los creyentes confíen en Dios» (Corán 112/5,11).


Quienes confían en Dios son también aquellos de los que se dice que tienen paciencia, o «aguantan» (37 veces; de las cuales 33 son antes de la hégira). Y, por su aguante, tendrán asegurado el triunfo y la preva­lencia sobre los descreídos.


«Estos son los que han aguantado y confían en su Señor» (Corán 70/ 16,42).


«Qué maravillosa recompensa de los que obran bien, que han aguan­tado y confían en su Señor» (Corán 85/29,58-59).


«Dios jamás permitirá que los descreídos prevalezcan sobre los cre­yentes» (Corán 92/4,141).



Los creyentes son los que Dios dirige por el camino recto


Entre los rasgos con los que el Corán los caracteriza, los seguidores de Mahoma son aquellos a quienes Dios dirige o guía por el camino recto, o hacia la verdad. Esta idea de estar dirigido por Dios abunda en capítulos anteriores a la hégira (77 veces) más que en los posteriores (35 veces). En total, aparece en 112 ocasiones. Pero, en un buen número, presenta la forma negativa, como aquellos a quienes Dios no dirige (24 veces), que son opresores, descreídos, perversos, mentirosos y extraviados. Se los recrimina aún con mayor aco­metividad en los capítulos adscritos a la época posterior a la hégira.


No queda claro que estar guiado, o no, por Dios dependa de una opción personal, pues la omnipotencia divina no puede admitir límites en su obrar con absoluta arbitrariedad:


«Así, Dios extravía a quien él quiere y dirige a quien él quiere» (Corán 4/74,31).


«Dios dirige a quien él quiere por un camino recto…» (Corán 87/ 2,213).


El modo de estar bien dirigido y andar por el camino recto empieza por la exigencia de escuchar el Corán y creer en su mensaje:


«Hemos escuchado un Corán admirable, que dirige en la buena di­rección. En él hemos creído» (Corán 40/72,2).


En la práctica, la buena dirección se traduce en arrepentirse (Corán 113/9,11), purificarse (Corán 113/9,108), hacer buenas obras (sale más de 120 veces; por ejemplo, Corán 112/5,93). Pero falta por saber hasta dónde llega este comportamiento requerido al creyente. Falta arrojar un poco más de luz sobre cuál es el significado que implica ese andar por el «camino recto», o sea, «el camino de Dios» en su acepción más caracte­rísticamente musulmana. Nos encontramos ante un asunto complejo que intentaremos clarificar en las siguientes páginas.



Los creyentes tienen la obligación de acudir al rezo


La expresión que alude a «elevar el rezo» se repite 73 veces en el Corán (31 antes de la hégira; 42 después). Igualmente se dice «los que observan sus rezos» (2 veces). Y «los que se postran» en el rezo (8 veces), «se arrodillan» (13 veces) y «se prosternan» delante de Dios (45 veces). Se trata de lo que tradicionalmente se llama el azalá, una práctica ritual, exigida desde el principio a los creyentes, pero que adquiere mayor im­portancia después de la hégira, es decir, a medida que pase a un primer plano la práctica de la guerra.


«¡Vosotros que habéis creído! Arrodillados, prosternados, adorad a vuestro señor, y haced el bien» (Corán 103/22,77).


«Vuestro aliado es Dios, así como su enviado y los que han creído, los que elevan el rezo, dan el tributo y se arrodillan» (Corán 112/5,55).


«Son los que se arrepienten, adoran, alaban, ayunan, se arrodillan, se prosternan, ordenan lo lícito y prohíben lo ilícito, y observan las normas de Dios» (113/9,112).


El contenido primitivo del rezo de Mahoma, sus compañeros y sus adeptos no se sabe en qué consistiría, pero con seguridad debía incluir la lectura o recitación del «libro de Dios» (expresión usada siete veces).  Aunque no está nada claro que ese «libro» (palabra mencionada más de cien veces en el Corán) se refiera a lo que conocemos como Corán, sino que, en la mayoría de los casos, lo más probable es que fuera la Torá, leída o recitada en las reuniones de los árabes conversos, que había sido traducida del hebreo al árabe por Waraqa Ibn Naufal.


«Los que recitan el libro de Dios, han elevado el rezo y han gastado de lo que les hemos asignado» (Corán 43/35,29).


En la liturgia consolidada por los califas, y hasta hoy, aparte de la lectura salmodiada del Corán, cuando es preceptivo, el rezo incluye in­variablemente la repetición (17 veces al día) de la primera sura co­ránica. El rezo va acompasado con inclinaciones, prosternaciones y otros gestos corporales (que verosímilmente son imitación de las posturas de los súb­ditos en presencia de los sátrapas sasánidas). Parece claro que, en el plano simbólico, la imagen de Dios descrita por el Corán fue asu­miendo rasgos del omnímodo poder típico del despotismo oriental, a todas luces refleja­do en el espejo del ulterior califato.


Esta obligación del rezo suponía una forma concreta y visible de in­corporación a la comunidad de los creyentes seguidores de Mahoma, llamada umma, al nuevo pueblo elegido, que no solo se contrapone a las religiones no monoteístas, sino que pretende desbancar a los monoteís­mos judío y cristiano. Es sabido que la fórmula preceptiva del rezo (la fatiha, primera sura del Corán), en su versículo 7, contiene sendas conde­nas, una contra los judíos (a quienes culpa de concitar la ira divina con su comportamiento) y otra contra los cristianos (a quienes acusa de andar descarriados del camino recto). No pensemos que esta es una interpreta­ción tendenciosa, porque es la explicación canónica y está atestiguada por los principales exégetas musulmanes a lo largo de casi catorce siglos, de modo que muy pocos discrepan de ella (cfr. Sami Aldeeb 2014; Albo­cicade 2015). Para los analistas, es de temer que esa persistente y reite­rada imputación alimente una actitud de odio hacia los concernidos, sus­ceptible de de propiciar consecuencias negativas.


El carácter obligatorio del rezo pone de manifiesto que se trata de un compromiso no solo «religioso», sino a la vez social y político. Y, si analizamos más a fondo, supone para los protagonistas musulmanes la negación implícita de toda liber­tad de religión y de conciencia. Porque, de hecho, conforme a la Ley islá­mica, si no hay impedimento, el deber de acudir al rezo está sancionado, y no cumplirlo se categoriza y castiga co­mo delito de abjuración o apostasía.


Otra forma de definir a los creyentes es calificarlos como los que adoran a Dios. El verbo adorar se conjuga en 124 ocasiones. Al mismo tiempo los «adora­dores» (8 veces),  aparecen propuestsos como modelo y se enaltece la «adoración» de Dios (7 veces), mientras que se rechaza la adoración de los ídolos:


«No adoréis más que a Dios»(Corán 52/11,2).


«Adorad a Dios y apartaos de los ídolos» (Corán 70/16,36).


«Pero no se les ordenó más que adorar a Dios, dedicándole la re­li­gión, siendo rectos, cumplir con el rezo y dar el tributo. Esta es la religión verdadera» (Corán 100/98,5).


Los que adoran a Dios como buenos creyentes son sus «siervos», término empleado unas 130 veces para designarlos, con bastante más frecuencia en la época anterior a la hégira. Incluso Jesús es denominado «siervo» de Dios. Los humanos nunca son contemplados como hijos, sino como siervos, sirvientes, o esclavos.


La fórmula con más futuro para designar a esos adoradores y siervos es la que los denomina «sumisos», en el sentido de sometidos a los man­datos de Dios y su profeta. El término y sus derivados aparece alrededor de 100 veces. Los creyentes se someten a su Señor o, más bien, su Señor los somete, lo mismo que ha sometido todo cuanto hay en los cielos y la tierra. Como señalé más arriba, el vocablo «sumiso» empezó a ser usado como denominación de los seguidores de Mahoma, es decir, con el signi­ficado de «musulmán», un siglo después de muerto el profeta. Lo mismo que la «sumisión» acabó dando nombre a la nueva religión: el islam o islamismo. Aunque su sentido en el Corán todavía se limita a denotar la actitud de sometimiento requerida a los creyentes.


«Hemos hecho descender sobre ti el libro, como una exposición manifiesta de todas las cosas, una dirección, una misericordia y un anun­cio para los sumisos» (Corán 70/16,89).


«¡Señor nuestro! Haz de nosotros unos sumisos a ti y de nuestra des­cendencia un pueblo sumiso a ti» (Corán 87/2,128)


«¡Vosotros que habéis creído! Entrad en la sumisión completa» (Co­rán 87/2,208).


Por consiguiente, es una traducción pésima, por anacrónica y enga­ñosa, verter este último versículo como «Entrad en el islam por comple­to», según vemos en la versión del Corán al español, publicada en Riad por la Fundación Al Muntada Al Islami (Noor International 2013).


Ser sumiso no es igual que ser musulmán. Por eso, es un disparate decir que el patriarca Abrahán fue «musulmán». El Corán lo califica de «sumiso» (89/3,67) y lo propone como un «buen modelo» de quien adora a un único Dios (Corán 91/60,4), pero de ahí a considerarlo musulmán media un abismo, supone una evidente manipulación. 



Los creyentes tienen la obligación de pagar el tributo


La exigencia de «dar el tributo» se encuentra 30 veces en el Corán (10 en capítulos anteriores y 20 en posteriores a la hégira). Es un concepto di­ferente de «dar limosna», a la que también se alude a veces en el texto coránico, algunas con el sentido de una indemnización acordada (por ejemplo, en Corán 112/5,45). Este «tributo» obligatorio consiste en el pago de una contribución dineraria estipulada, una especie de diezmo o cuota, cuya palabra en árabe dio lugar al vocablo azaque en español. No es un asunto solamente religioso, sino socio­po­lítico, regulado sobre todo a partir de la organización del poder sub­siguiente a la hégira. La fórmula que exalta «elevad el rezo y dad el tri­buto», netamente poshegírica, no tiene solo un carácter parenético, sino que es una imposición legal.


«Elevad el rezo, dad el tributo, y arrodillaos con los que se arrodillan» (Corán 87/2,43).


Ese tributo o azaque es una de las primeras obligaciones que se im­ponen a los que, tras una resistencia inicial, o una vez derrotados, ter­minan por convertirse al islam, de grado o por fuerza:


«Pero si se arrepienten, elevan el rezo y dan el tributo, entonces de­jadlos en paz. Dios es indulgente, misericordioso» (Corán 113/9,5).


«Pero si se arrepienten, elevan el rezo y dan el tributo, serán her­manos vuestros en la religión» (Corán 113/9,11).


El azaque recaudado sirve para una atender a varios fines sociales, pero, como ya sabemos, hay un porcentaje que debe destinarse a la fi­nanciación de la lucha por la defensa y expansión del islam, que es la llamada yihad en «el camino de Dios». Este tema lo explica Sami Aldeeb en un pormenorizado estudio (cfr. Aldeeb 2015). Esa asignación para la lucha en el camino de Dios se basa en un versículo coránico:


«Las contribuciones son para los pobres, los indigentes, los que tra­bajan con ellos, aquellos cuyos corazones hay que captar, los cautivos, los que están sobrecargados de deudas, el camino de Dios, y el viajero. Es una imposición de parte de Dios» (Corán 113/9,60).


En esta línea, la manera más específica y eminente de manifestarse como verdaderos musulmanes la explicita el Corán, cuando afirma que son los que gastan sus fortunas en «el camino de Dios» , que es la yihad. En efecto, se les recuerda que los musulmanes tienen el deber de «gastar» de lo que Dios les ha concedido, en particular, empleando la propia for­tuna para apoyar la causa de la guerra.


«Los que gastan de lo que les hemos asignado» (Corán 62/42,38), o bien «Gastad de lo que os hemos asignado» (Corán 104/63,10). Esta misma frase se repite once veces.


«Di a mis siervos que han creído, que cumplan con el rezo, y que gasten de lo que les hemos asignado, en secreto o públicamente» (Corán 72/14,31).


Ese «gasto» se menciona más de 60 veces, desde la que se tiene como primera sura posterior a la hégira, cronológicamente hablando, y poco a poco la idea se va formulando como gastar en el camino de Dios (cfr. Corán 87/2,195), que, como ya sabemos, es una expresión técnica para referirse a la guerra en clave mesiánica. Así se repite, en más de 25 ocasiones, que los verda­de­ros creyentes son los que gastan o invierten «sus fortunas» con ese des­tino preciso. En diez casos, se ensalza literalmente el valor y la superioridad que supone efectuar ese gasto de la propia fortuna «en el camino de Dios».


«Los que gastan sus fortunas en el camino de Dios se parecen a un grano que produce siete espigas, en cada espiga cien granos. Dios redo­blará a quien él quiera» (Corán 87/2,261).

 
«Dios ha favorecido con un grado más a los que combaten con sus fortunas y sus personas, por respecto a los que se quedan en casa» (Corán 92/4,95).

 
«Los creyentes son solamente los que han creído en Dios y en su enviado, después no han dudado, y han combatido con sus fortunas y sus personas en el camino de Dios» (Corán 106/49,15).


«Creed en Dios y en su enviado, y combatid en el camino de Dios con vuestras fortunas y vuestras personas. Esto es mejor para vosotros» (Corán 109/61,11).


«Movilizaos, tanto ligeros como pesados, y combatid con vuestras fortunas y vuestras personas en el camino de Dios. Esto es mejor para vosotros» (Corán 113/9,41; se repite en 113/9,81; y 113/9,88).



Los creyentes tienen la obligación de obedecer a Mahoma


La idea coránica es que, en la práctica, los verdaderos creyentes son los que siguen al enviado de Dios, los que hacen lo que manda el profeta. Pese a la referencia teológica, en realidad, es el profeta enviado quien establece las leyes de comportamiento, con la pretensión declarada de situarse en continuidad con la tradición del judaísmo y el cristianismo:


«Los que siguen al enviado, el profeta de los gentiles que encuentran mencio­nado entre ellos en las escrituras, en la Torá y el Evangelio. Él les ordena lo lícito, les prohíbe lo ilícito, les permite lo bueno, les prohíbe lo malo, y echa lejos de ellos los fardos y las trabas que pesaban sobre ellos» (Corán 39/ 7,157).


De ahí que, aparte de acudir al rezo y pagar el tributo y poner los propios bienes al servicio de la causa, la obligación más primordial para los musulmanes consista en la obediencia, que en sí misma incluye todo lo demás que hay que hacer. El verbo obedecer y sus derivados aparecen 122 veces en el Corán, con bastante mayor frecuencia en los capítulos pos­hegíricos (46 veces, antes de la hégira; 76 veces, después). Asimismo, observamos la misma idea en el contrapunto que suponen las numerosas invectivas contra los que desobedecen (en 41 ocasiones).


La exigencia se enuncia como obedecer a Dios, pero, desde el punto de vista pragmático y operativo, el Corán concreta que eso consiste en obedecer al enviado. Así lo repite hasta trece veces (siempre en capítulos posteriores a la hégira):


«Elevad el rezo, dad el tributo, y obedeced a Dios y a su enviado» (Corán 90/33,33).


«Obedeced a Dios, obedeced al enviado» (Corán 95/47,33).


«El que obedece a Dios y a su enviado, teme a Dios y lo respeta. Esos son los que triunfan» (Corán 102/24,52).


«Elevad el rezo, dad el tributo, y obedeced al enviado» (Corán 102/ 24,56).


Pero donde se afirma, de la manera más diáfana imaginable, que en realidad, en último término, se trata de obedecer a Mahoma es en este versículo lapidario:


«Quien obedece al enviado, obedece a Dios» (Corán 92/4,80).


Por tanto, a los mahometanos se les requiere sumisión total, confor­me a un principio de subordinación radical que reclama obediencia ciega a Mahoma. Hasta el punto de que se prohíbe toda discusión libre a pro­pósito de la religión. No está permitido debatir ni argumentar en temas referidos a la supuesta revelación de Dios. Quienes los discuten son mal­quistos por descreídos y descarriados.


«No discuten sobre los signos de Dios sino los que no creen» (Corán 60/40,4).


«¿No has visto cómo los que discuten sobre los signos de Dios están extraviados?» (Corán 60/40,69).


«Los que argumentan a propósito de Dios, una vez que él ha res­pondido, su argumento ante Dios será refutado, una ira caerá sobre ellos, y tendrán un castigo fuerte» (Corán 62/4,16).


«Cuando Dios y su enviado han decidido sobre un asunto, ni el cre­yente ni la creyente tienen opción en ese asunto. El que desobedece a Dios y a su enviado está extraviado con un extravío manifiesto» (Corán 90/33,36).


«La palabra de los creyentes, cuando son llamados a Dios y su en­viado, para que este juzgue entre ellos, es solamente: ‘Hemos escuchado y hemos obedecido’» (Corán 102/24,51).


Hubo ciertas circunstancias en las que parece que se animaba a de­batir con los discrepantes con buenos modales, confiando en la sabiduría y haciendo gala de una actitud moderada:


«Llama al camino de tu Señor por medio de la sabiduría y la buena exhortación. Discute con ellos de la mejor manera» (Corán 70/16,125).


«No discutáis con las gentes del libro sino de la mejor manera, excepto con los que han oprimido. Decid: ‘Hemos creído en lo que ha descendido a nosotros y en lo que ha descendido a vosotros. Nuestro Dios y vuestro Dios son uno solo. A él estamos sometidos’» (Corán 85/29,46).


Sin embargo, más adelante, ese talante razonador fue descartado por completo y esos versículos fueron neutralizados. La actitud conciliadora, favorable a cierto diálogo y entendimiento con los que mantenían otras creencias, quedó claramente abrogada por otros versículos posteriores, donde se afirma que cualquier discusión está fuera de lugar. Con los des­creídos no hay nada que discutir. Más aún, hay que atacarlos, según los versículos que mandan claramente combatir, asediar, matar, golpear, capturar y derrotar (Corán
87/2,190-193; 87/2,216; 88/8,39; 88/8,60; 95/47,4; 113/9,5; 113/9,29).


La obediencia de los creyentes a Mahoma los sitúa en una posición de subordinación completa: han de mostrarse temerosos y deben bajar el tono de sus voces en presencia del enviado de Dios (Corán 106/49,3). Semejante so­metimiento, con entrega completa y sin rechistar, adquiere capital importancia en los momentos de la batalla, que representan el culmen de la obediencia:


«¡Vosotros que habéis creído! Cuando encontréis una tropa, estad firmes y acordaos mucho de Dios. Quizá triunfaréis. Obedeced a Dios y a su enviado y no discutáis, si no, fracasaréis y vuestro ímpetu de­sapa­recerá. Aguantad. Dios está con los que aguantan» (Corán 88/8,45-46).


En efecto, desde la hégira, los creyentes obedientes, bajo el mando de Mahoma, marcharon en armas al combate apocalíptico, a la guerra por la conquista escatológica, a la agresión efectiva contra tribus, po­bla­ciones y países más allá de Arabia. En estas acciones de los primeros tiempos, aún no se distinguía netamente entre un territorio interior y un afuera. Porque sería precisamente la conquista la que creó el espacio in­terior propio, al reforzar la unidad de los árabes. Y, a partir de ahí, surgió la oposición categórica entre la «tierra del islam» y el afuera, que denota la tierra de los descreídos, la «tierra de la guerra». En la tierra del islam, ya sometida, el Estado fundado por Mahoma impuso plenamente la obe­diencia a los dictados del profeta, germen de la Ley islámica (la saría). Respecto a la tierra de los «infieles», en cambio, se proclamaba la yihad, con la finalidad de hacer triunfar contra ellos y sobre ellos el someti­miento al régimen islámico.


Finalmente, la obligación de obedecer, con la misma sujeción urgida para con Dios y Mahoma, se transfiere a los que ostentan la autoridad, a quienes se les ha dado el poder en la tierra para cumplir y hacer cumplir lo que Dios y el profeta ordenan:


«¡Vosotros que habéis creído! Obedeced a Dios, obedeced al enviado y a aquéllos de vosotros encargados de los asuntos» (Corán 92/4,59).


«Los que, cuando les hemos dado el poder en la tierra, han elevado el rezo, han pagado el tributo, han ordenado lo lícito y prohibido lo ilí­cito» (Corán 103/22,41).


Así, el deber de obediencia se transfiere sucesivamente de Dios a Ma­homa, de Mahoma al califa y la Ley islámica, traspuesta desde los preceptos coránicos y luego desarrollada en los cánones del derecho.


El punto crítico de dicha obediencia al profeta se alcanza cuando este convoca para incorporarse a filas. Los creyentes auténticos tienen el deber de «emigrar» de sus hogares con la misión de emprender la guerra mesiánica «en el camino de Dios», cual nuevo pueblo elegido, en éxodo, en marcha para conquistar la tierra de promisión.



Conclusión. Un pueblo sin libertad


Los creyentes tipificados en el Corán acaban definidos, en su última configuración y en su grado eminente, como los militantes que com­baten en el camino de Dios contra todos aquellos que no se les unan o se les sometan (Corán 113/9,20). La misión a la que están destinados comporta como objetivo teológico-militar el asediar, hasta derrotar, toda otra religión o civilización, a fin de implantar el reino escatológico, some­tido al derecho islámico, considerado Ley de Dios. Nos equivo­caríamos si creyéramos que es una cuestión de radicalismo; esa es la esencia del sistema islámico.


Ser creyentes en el Dios del Corán consiste en un comportamiento que abarca rezarle, adorarlo, arrodillarse y prosternarse ante él, vivir su­misos a lo que mande, dejarse dirigir por él, pagar el tributo estipulado, gastar la propia fortuna en su causa, y estar dispuestos a matar y morir. Todo esto comportaba, en la práctica, la obediencia ciega a Mahoma, con el compromiso de continuar el proyecto mesiánico abanderado por el profeta, en la creencia de que había llegado el último día, el momento de lanzarse a la instauración del reino de Dios y propiciar la venida del Mesías guerrero. Pero lo que ocurrió en la historia real fue que los hechos siguieron su curso y, en vez del reino de Dios, advino el imperio árabe, que arrasó cuanto encontraba su paso, y que produjo una variante de despotismo oriental, el califato sarraceno, más tarde musulmán. Aquella revolución recibiría el nombre de islam, esto es, sumisión.


Todo el sistema está construido, sustentado y defendido, en última instancia, mediante el ejercicio de la yihad, un combate agónico por la dominación, que se reviste como sumisión a Dios (en el plano mítico), como sumisión a la religión de Mahoma (en el plano ritual) y como obediencia al poder musulmán imperante (en el plano ético-político). Históricamente, fue este poder el que determinó el contenido y la in­terpretación del Corán, y con ello configuró la visión del mundo, de Dios y del hombre típica del sistema islámico. Luego, el sistema se clausuró férreamente sobre sí mismo.


Al cabo los siglos, el pensamiento islámico, incapaz de concebir la evolución histórica, solo alcanza a seguir postulando la destrucción de las sociedades descreídas o infieles, con el fin de instaurar la «Ley de Dios», esa utopía supuestamente perfecta, que sueña con cancelar el devenir his­tórico para imponer sobre la tierra un simulacro de eternidad. Este totalismo, entre otras cosas, impide que los musulmanes vean su reli­gión como producto de una historia contingente y evolutiva, puesto que la creen inmutable, resultado de una revelación en la que ya está escrito todo cuanto debe ser.


En el sistema semiótico islámico, en fin, el creyente no tiene entidad en cuanto individuo, sino solo en cuanto parte de la familia, el clan, la tribu y, por excelencia, miembro del «mejor pueblo» (la umma), que impone lo lícito y prohíbe lo ilícito. Ahora bien, esta primacía totalitaria de lo colectivo entraña una antropología aberrante, montada sobre una teología arcaica, que termina por sacralizar la tiranía política y la ominosa servidumbre de las personas.


No es en absoluto casual que la palabra y el concepto de libertad no se encuentre ni una sola vez en el Corán. Las pocas ocasiones en que se emplea el verbo liberar y el sustantivo liberación se refieren al repudio de la esposa según las conveniencias (6 veces) y a la emancipación de un esclavo como castigo impuesto (5 veces). Por el contrario, en el Nuevo testamento, el término libertad aparece 28 veces (14 de ellas en cartas de Pablo) y sus derivados, liberar, liberación y libre suman más de 60 inci­dencias. No es de extrañar que Pablo sea proscrito por el Corán, porque proclama «la libertad de los hijos de Dios» (Romanos 8,21); porque «donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Corintios 3,17); y «para ser libres nos liberó Cristo» (Gálatas 5,1).


En definitiva, en el islam, la fe consiste estrictamente en obedecer. Se considera creyentes a los que obedecen a Dios o, más bien, a Ma­homa. Y esto se concreta en creer lo que El Corán refiere y obedecer a la Ley islámica que dimana de él. Pero, en su pensamiento, su senti­miento y su comportamiento, los creyentes musulmanes proceden más bien al revés: obedecen de facto a la Ley como verdadero rostro de Dios en sus vidas, mientras que la significación del Corán, de Mahoma y de Dios queda siempre en una suposición pendiente de demostrar.



Nota sobre las virtudes teologales


Se ha dicho desde antiguo que las virtudes teologales, infundidas por Dios al hombre, son tres: fe, esperanza y caridad o amor. Pero esto res­ponde, en realidad, a una concepción cristiana, porque es difícil encon­trar una correspondencia equiparable en la teología del Corán, como veremos a continuación.


La primera virtud es la fe, de la que he tratado más arriba en el apar­tado sobre los creyentes y los descreídos. La cuestión acerca de su pro­cedencia es difícil de dilucidar, pero es fácil averiguar el objeto hacia el que apunta y examinar su contenido. En teoría, el objeto efectivo de esa fe reside, ante todo, en el libro del Corán, que supuestamente recoge lo que dictaba Mahoma, que, a su vez, supuestamente transmitía las pala­bras que decía que le revelaba Dios. Esta es la creencia, que no es posible verificar. Porque nadie tiene a su alcance nada más que el texto, un tanto deteriorado, de ese libro. Y de sus páginas se extrae el contenido, como el conjunto de los significados percibidos al leerlo, que luego se han explicado y codificado, una y otra vez, en infinidad de otros textos y en interminables discursos y más discursos.


El esfuerzo del que dan testimonio estas páginas va dirigido precisa­mente a examinar y dilucidar cuáles son los significados inscritos en ese Corán, convertido en libro sagrado y objeto de fe por y para los musul­manes. En conjunto, se puede constatar que la sacralización de la litera­lidad del libro ha generado efectos deletéreos. Al haber echado la llave a la revelación, al haber clausurado la profecía, el mahometismo ha corta­do a toda persona la posibilidad de relación inmediata con Dios. En este aspecto, el texto inmutable no representa un puente, sino una vía muerta. Para tales creyentes, se podría decir que, en realidad, cuando adoran el Corán, se arriesgan a estar idolatrando un libro humano. A esto debemos añadir el agravante de que los mandatos de ese libro, muchos un tanto inhumanos, no han cesado de producir daños enormes, siglo tras siglo, sacrificando en aras de su dogmatismo a millones y millones de seres huma­nos inocentes. Resulta espantoso presentar semejante hecatombe como fruto de la fe, de una virtud teologal. Y la atribución de la autoría de tales mandatos a Dios parece, desde un punto de vista religioso, más bien una ofensa, una burda blasfemia.


Con respecto a la esperanza, pese al ardoroso impulso escatológico de la predicación de Mahoma, ofrece una presencia modesta en el Corán, si nos atenemos a sus términos literales. El conjunto de las inflexiones re­lacionadas son 41, referidas a Dios directa o indirectamente. La palabra «esperanza» aparece tres veces, pero solo una de ellas se refiere a la es­peranza en Dios (Corán 69/18,46). Las distintas formas que conjugan el verbo «esperar» aparecen en 9 ocasiones. Total, hay 10 menciones positi­vas. Por otro lado, en conjunto, abundan más las alusiones a «estar deses­perados» (3 veces), «no esperar» (10 veces), «desesperar» (18 veces), con relación al encuentro con Dios, al último día, o a la resurrección, pues llegan a sumar 31 menciones.


«Quien espera el encuentro de su Señor, que haga una buena obra y que no asocie a nadie en la adoración de su Señor» (Corán 69/18,110).


«Los que han creído, y los que han emigrado y combatido en el camino de Dios, esos esperan la misericordia de Dios» (Corán 87/2,218).


«Tenéis, en el enviado de Dios, un buen modelo para todo el que es­pe­raba en Dios y en el último día, y se acuerda mucho de Dios» (Corán 90/33,21).


Como se puede ver, también el tema de la esperanza, en la evolución interna del texto coránico, acaba vinculándose con el tema de la yihad: la esperanza en Dios se pone prácticamente en tomar las armas y mar­char al combate por la causa mesiánica, esperando lograr el botín en esta vida y, si esto falla, el paraíso en la otra. Sin embargo, excepto para el que muere en combate, no es segura la salvación (según la tradición mu­sulmana), porque, en última instancia, Dios hace lo que quiere y su so­beranía es absolutamente ilimitada:


«Dios perdona a quien él quiere y castiga a quien él quiere» (Corán 87/2,284; repetido en 89/3,129; 111/48,14; 112/5,18; 112/5,40).


Por último, la virtud de la caridad, o según otra posible traducción el amor, ofrece una más que exigua presencia en el texto del Corán. Si buscamos el término con un significado que haga referencia explícita a Dios, el sustantivo «amor» aparece solo en tres oca­siones contadas. Y si nos fijamos atentamente, en las dos primeras veces, se trata del amor procedente de Dios y, solo en la tercera, muy rara, se habla del amor a Dios. Veamos lo que dice el libro:


«Los que han creído y han hecho las buenas obras, el misericordioso los colmará de amor» (Corán 44/19,96).


«He lanzado sobre ti [Moisés niño] un amor de mi parte, para que seas formado bajo mi mirada» (Corán 45/20,39).


«Pero los que han creído son más fuertes en el amor a Dios» (Corán 87/2,165).


Por lo que respecta a las formas verbales, encontramos la expresión «Dios no ama» que es la que más se repite (24 veces). No ama a los pecadores, a quienes el Corán califica de corruptores, presuntuosos, transgresores, descreídos, pecadores, traidores, opresores, arrogantes e ingratos. La expresión contraria, «Dios ama», la encontramos solamente en capítulos posteriores a la hégira, y habría que preguntarse por qué:


«Dios ama a los que obran bien» (Corán 87/2,195; 89/3,134; 89/ 3,148; 112/5,13; 112/5,93).


«Dios ama a los que temen» (Corán 89/3,76; 113/9,4; 113/9,7).


«Dios ama a los que son equitativos» (Corán 91/60,8; 106/49,9; 112/5,42).


El amor divino va destinado a los que se purifican, se arrepienten, confían, aguantan, pero sobre todo a quienes se entregan al combate por su causa en la yihad:


«Dios ama a los que combaten en su camino, en fila, como si fueran un edificio de plomo» (Corán 109/61,4).


No obstante, debemos caer en la cuenta de que estas últimas citas versan del amar, o no amar, procedente de Dios, que no se puede con­fundir con el amor teologal de los humanos hacia Dios. El «amar a Dios» prácticamente no se conjuga: apenas dos veces. Una, para afirmar que Dios puede suscitar gente que lo ame (Corán 112/5,54). Y la otra, para reconducir el amar hacia el obedecer, porque lo que se exige a los cre­yentes es, ante todo, que teman y se sometan dócilmente.


«Si amáis a Dios, seguidme, y Dios os amará y os perdonará vuestras faltas. Dios es indulgente y misericordioso. Obedeced a Dios y al envia­do» (Corán 89/3,31-32).


Todo esto significa, al final, que el amor de los creyentes a Dios se demuestra, taxativamente, en la obediencia a las ór­denes de Mahoma.


En síntesis, da la impresión de que las virtudes teologales han que­dado aniquiladas para los musulmanes. La fe que se les exige no es tanto en Dios, sino en un libro indudablemente histórico y escrito por hom­bres. La esperanza nunca está garantizada por una alianza o un salvador, puesto que la soberanía del Dios de Mahoma es del todo irrestricta. Y la caridad nunca constituye una virtud en la escritura coránica: los creyentes no tienen por qué amar a Dios, basta con cumplir escru­pu­losamente los mandatos de la Ley islámica.



Capítulo 11. Bibliografía