La negación de la familia. Las estructuras del parentesco y sus simulacros

1. El auge del pansexualismo

PEDRO GÓMEZ




El dimorfismo sexual está determinado genéticamente


Como en tantas otras, en la especie humana, biológicamente los sexos son dos: el masculino y el femenino, de antiguo simbolizados por Hermes y Afrodita. En muy raras ocasiones, el error genético da lugar a individuos hermafroditas. Dentro de estos determinantes de naturaleza biológica, se enmarca toda la diversidad de matices que concreta la singularidad de cada persona. Pero sin ignorarlos. No existen más sexos biológicos en la especie humana que los dados genéticamente, y esto no solo es una obviedad, sino que es una realidad refrendada por la ciencia biológica. Todas las demás diferenciaciones en el comportamiento sexual pertenecen al plano de los modelos sociales, que conjugan siempre lo biológico y lo cultural. Así, el comportamiento sexual se encauza a través de papeles socioculturales que se transmiten y los individuos asumen y desempeñan, en procesos sociológicos y psicológicos. Por mi par­te, considero que cabe investigar esta realidad lo más objetivamente posible, y también evaluarla filosóficamente en un debate moral. De lo que se trata no es de un «discurso» opinable, como dirían algunos, sino de entender hechos antropológicos.


El dimorfismo sexual genéticamente determinado es básico para la sociedad humana. Es tenido en cuenta en cada tradición histórica, que lo encauza y perfecciona a través de reglas culturales, mediante las cuales queda instituido, en rigor, el sistema de parentesco. En los tres capítulos siguientes, expondré a fondo un análisis del sistema de parentesco, te­niendo en cuenta las teorías antropológicas más acreditadas. Por el momento, adelantaré algunos conceptos básicos. El parentesco es una realidad indisociablemente biocultural, que asigna a los individuos los lugares que ocupan en la estructura, las normas de intercambio, los modos de relación permitidos y prohibidos, las funciones y obligaciones para ca­da figura de parentesco, con su correspondiente nomenclatura, que el individuo va asumiendo a lo largo de su vida. En este sentido, la familia, la evitación del incesto y las leyes de exogamia fundan la sociedad humana.



El fundamento bio-cultural del sistema de parentesco


Antes de la aparición de un principio de organización específicamente político, que fue introducido por las sociedades estatales, la organización de la sociedad se edificaba sobre el fundamento de las estructuras de parentesco. Con la aparición del Estado, estas estructuras no desaparecieron, sino que permanecieron, aunque ya sin totalizar el orden social. Conservaron su propio nivel de autonomía y desarrollaron formas más abiertas de intercambio generalizado. Desde entonces, podríamos decir que el parentesco ha constituido un modo de conformación de la sociedad civil.


La realidad descrita por la antropología cultural es perfectamente diáfana:


«Toda sociedad humana, en efecto, modifica las condiciones de su perpetuación física mediante un conjunto complejo de reglas tales como la prohibición del incesto, la endogamia, la exogamia, el matrimonio preferencial entre ciertos tipos de parientes, la poligamia o la monogamia, o simplemente por medio de la aplicación más o menos sistemática de normas morales, sociales, económicas y estéticas» (Lévi-Strauss 1958: 317).


En todas partes, la «función fundamental de un sistema de parentesco es definir categorías que permitan determinar cierto tipo de regulaciones matrimoniales» (Lévi-Strauss 1966: 55), y así sanciona un tipo de comunicación entre individuos y grupos crucial para su subsistencia.


El sistema de parentesco constituye, a su modo, un hecho social total, dotado de connotaciones múltiples, psicológicas, sociales y econó­micas. Más exactamente, engloba dos órdenes superpuestos: un sistema de denominaciones o nomenclatura (padre, madre, hijo, abuelo, tío, sobrino, primo, etc.) y otro sistema de actitudes o comportamientos (respeto o familiaridad, afecto u hostilidad, derecho o deber). Estos dos sistemas no se correlacionan linealmente uno con otro, pero existe una interrelación determinada en cada sociedad.


No cabe pensar que el parentesco sea algo secundario en ninguna sociedad: «Si la interpretación que propusimos es exacta, las reglas del parentesco y el matrimonio no se hacen necesarias por el estado de sociedad. Son el estado de sociedad mismo» (Lévi-Strauss 1949: 568). En este sentido, el análisis antropológico desvela la clave: «La prohibición del incesto funda de esta manera la sociedad humana y es, en un sentido, la sociedad» (Lévi-Strauss 1973: 29). Hace imperativa la exogamia.


Por eso, comprendemos que «el incesto es socialmente absurdo antes de ser moralmente culpable» (Lévi-Strauss 1949: 562). De manera análoga, podríamos diagnosticar, contra la frivolidad imperante, que las estructuras que atentan contra el parentesco son socialmente destructivas, aparte de ser éticamente reprobables.


Al surgir, la cultura «no está simplemente yuxtapuesta ni simplemente superpuesta a la vida. En un sentido, la sustituye; en otro, la utiliza y la transforma para realizar una síntesis de un nuevo orden» (Lévi-Strauss 1949: 36). Pero jamás puede emanciparse de la naturaleza biológica.


Con la prohibición del incesto, se establece la condición que posibilita el advenimiento de un nuevo orden: «una estructura nueva y más compleja se forma y se superpone –integrándolas– a las estructuras más simples de la vida psíquica, así como estas últimas se superponen –integrándolas– a las estructuras de la vida animal» (Lévi-Strauss 1949: 59). Este hecho tiene alcance antropológico universal; se verifica en toda sociedad por arcaica o por moderna que sea.


La realidad humana es a la vez de naturaleza biológica y cultural, y no cabe buscarle una explicación última en una sola de las dimensiones de esta dualidad. El análisis no puede aceptar una división dicotómica entre «naturaleza» y «cultura» que autonomice a esta y trate de justificar discursos capaces de otorgar al parentesco cualquier significado y dirigidos a modificarlo arbitrariamente. En el plano del discurso se puede de­cir cualquier cosa y su contraria acerca del sexo o el género. Pero la diferencia de sexos no se resuelve en el discurso, como creación literaria de algún poder dominante, o como ideología de quien busca liberarse. Hay realidades efectivas de los sexos en el campo sociocultural, determinadas por exigencias prácticas de la organización social concreta, sin excluir la influencia, para bien o para mal, ejercida por la configuración intelectual y moral de los agentes. Incluso las puras especulaciones, que pueden ser en sí mismas inconsistentes y hasta delirantes, pueden producir, no obstante, consecuencias reales.


El propósito de estas páginas es llevar a cabo una exploración en torno a ciertas problemáticas que afectan a las relaciones sociales que tie­nen que ver con el comportamiento sexual y con su repercusión en las estructuras de parentesco.


Para no sucumbir a la confusión reinante, conviene hacer, para entendernos, unas aclaraciones preliminares acerca de distintos componentes de orden biológico y cultural que forman parte del sistema de parentesco, aunque no sean los únicos, ni toda su variedad sea integrable en este sistema:


— El sexo biológico o genital es taxativamente binario, macho y hembra, aunque en casos muy excepcionales pueda darse hermafroditismo o intersexualidad en el cuerpo de algunos individuos. A veces se observa androginia, como ambigüedad en los rasgos somáticos aparentes.


— El género, o identidad de género, se define por la adopción como propios de unos rasgos y comportamientos asignados al sexo biológico según el código sociocultural vigente, que configura el género masculino y el género femenino, la masculinidad y la feminidad. A veces, puede ocurrir que un individuo adopte su identificación de género con independencia del sexo biológico: así, el transexual o el trangénero adopta el género opuesto a su sexo de nacimiento.


— La orientación erótica se refiere a la propensión pulsional y afectiva, como objeto de deseo, hacia personas de un sexo o género determinado. Este objeto no coincide siempre con el diferente al sexo biológico o el género que uno mismo asume. La atracción sexual o erótica se suele clasificar como orientación heterosexual, homosexual, bisexual.


Ahora, prestemos atención a fenómenos en auge que acontecen fuera de los confines del parentesco. No es complicado adivinar que nos estamos refiriendo al movimiento feminista hoy escindido entre clásico y radical; al movimiento gay, ampliado luego y conocido por las siglas LGBT (léase lesbi-gai-bi-trans-sexual), autoproclamado defensor de la «diversidad» sexual; y, más recientemente, a las corrientes pansexualistas en varias ramas. De hecho, contemplamos una declarada guerra civil entre el feminismo clásico y sus epígonos radicales, encuadrados en colectivos que militan por lo que bien podría considerarse un pansexualismo disoluto o un transgenerismo disolvente.


En nuestras sociedades permisivas, los modelos promovidos por esas tendencias convergen en un desafío multiforme a las estructuras del sistema de parentesco, por cuanto coinciden en anteponer el sexo como eje de la vida personal. Al mismo tiempo, suscitan la polémica en torno a las identidades de «género», que manifiesta una polarización contrapuesta. Según un concepto, la identificación del propio género sería opcional y sin tener en cuenta la biología (es decir, al margen de los genitales y los cromosomas). Según el otro, se rechaza toda concreción del género, con una negativa tajante a asumir una identidad sexual determinada, de tal modo que los «géneros» pierden toda significación. No obstante, en ambas líneas, encontramos que el individuo y sus relaciones se sustraen a las normas más asentadas de la cultura, aparte de obviar la naturaleza humana dada biológicamente.



El movimiento feminista abandera la lucha de sexos


Podemos partir de lo que dice la Wikipedia en la entrada «feminismo», donde hay también bibliografía, aunque la fiabilidad de esta fuente enciclopédica haya que ponerla siempre en cuarentena:


«El feminismo es un movimiento político y social, una teoría política y una perspectiva filosófica que, según la RAE, postula el «principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre». De acuerdo con ONU Mujeres, el feminismo en principio lucha por la equidad de género y por el reconocimiento de las mujeres como personas físicas y sujetos de derecho.
Asimismo, sostiene que ningún ser humano debe ser privado de bien o derecho alguno a causa de su sexo y busca conseguir que las mu­jeres tengan iguales libertades que los hombres, además de eliminar la violencia contra la mujer que en su mayoría es ejercida por estos mismos. Surgió alrededor del siglo XVIII…»


Con esta cita tenemos una idea básica. Todos estaremos de acuerdo con la igualdad en el reconocimiento de derechos y libertades para la mujer, como para todo ser humano. Pero el feminismo realmente existente representa un movimiento probablemente no tan antiguo, ni tan utópicamente liberador e igualitario como proclama la hagiografía al uso. De hecho, encontramos una pléyade de feminismos a menudo en discordia: feminismo liberal, feminismo socialista, feminismo anarquista, feminismo marxista, feminismo radical, feminismo negro, feminismo interseccional. Se habla de una primera, segunda, tercera y cuarta olas en la historia del feminismo. Y si buscamos una clasificación general, en la misma Wikipedia se cataloga una treintena de variantes, cada una con su entrada correspondiente.


Buena parte de las doctrinas feministas emplean términos clave acuñados por los «estudios de género», tales como patriarcado, heteropatriarcado, androcentrismo, perspectiva de género, empoderamiento de las mujeres, violencia machista, etc. Ahora bien, estos términos y las doctrinas donde se inscriben sustentan conceptos más ideológicos que objetivos, como han denunciado incluso sectores del propio feminismo. Lo que ahí se revelan son, sobre todo, los paradigmas metafísicos o criptorreligiosos de las respectivas corrientes, en ausencia de verdadera sociología y de antropología social comparada.


El rasgo feminista más común radica en la promoción del enfrentamiento entre sexos/géneros, interpretado como lucha de las féminas contra los varones, contra el «patriarcado». Esta lucha es, en su esquema, un trasunto de la «lucha de clases», con la que coincide en una propensión un tanto maniquea de los grupos militantes y en incitar a conductas generalmente agresivas en los niveles populares.


El feminismo denominado clásico ha sido sobrepasado por otro que, desde principios de este siglo XXI, discurre por derroteros cada vez más radicales, con unas doctrinas críticas no ya del «patriarcado», sino de los varones como conjunto. El «empoderamiento» de las mujeres se orientó a la reivindicación de la «perspectiva de género» (entiéndase femenino), al parecer como interpretación de la realidad que antepone los propios intereses de grupo al juicio ajustado a la realidad. Luego, se insistió en la «violencia de género» (del masculino sobre el femenino), porque sobreentienden que la violencia la ejerce por definición el varón y que la hembra es siempre la víctima. A partir de estas ideas, convertidas en dogmas, no es de extrañar que se llegue a toda clase de disparates. Así, hemos podido ver por las calles carteles murales de una marcha feminista, en los que se leía «Muerte al terrorismo machista», no referido a ningún caso particular, sino como una acusación que incrimina a todos los hombres por el hecho de serlo.


En estos asuntos con implicaciones tan controvertidas, es de suma importancia buscar la mayor objetividad posible por encima de todo. En este sentido, la llamada «perspectiva de género» (lo mismo que la perspectiva de clase, de raza, etc.) supone una negación frontal de la objetividad. Pues sacrifica la objetividad a unos intereses de grupo y, consecuentemente, desprecia la verdad, al distorsionar la visión de la realidad en función de una ideología doctrinaria. Esto comporta cierta forma de bandolerismo intelectual y una falta de ética, con lo que la «perspectiva de género» pierde toda el aura que se le suele dar.


Sin el menor ánimo de ofender a nadie, una observación atenta nos muestra que la expansión social del feminismo como ideología de género potenció, en la práctica, el desarrollo del movimiento gay, por su incidencia fáctica en una mayor problematicidad en las relaciones entre los sexos, que a su vez ha repercutido en el incremento social de la homosexualidad. Al fomentar tanto la rivalidad de los géneros, el discurso feminista dificulta en buena medida el acercamiento y el entendimiento entre hombres y mujeres, lo cual, con toda probabilidad y sin ser la única causa, contribuye al auge de la «opción homosexual» como vía alternativa de realización erótica. Igualmente afecta negativamente a la estabilidad del matrimonio y la familia tradicional.



El movimiento gay obtiene el matrimonio homosexual


En estos tiempos desnortados que algunos llaman posmodernos, a falta de nombre propio, hemos conocido no solo la eclosión, sino la expansión y hasta el orgulloso proselitismo del movimiento gay o LGBT, o como diría un clásico, la apoteosis del uranismo y el tribadismo.


Consultemos de nuevo la Wikipedia como punto de partida un tanto ecléctico, en la entrada «movimiento LGBT»:


«El movimiento LGBT o movimiento LGTB
es el movimiento social que lucha contra la discriminación y en favor de la normalización y reconocimiento de derechos de las personas lesbianas, gais, bisexuales, transgénero y transexuales.»


Reiteremos el respeto a todas las personas en cuanto tales, sean de la orientación que sean, lo que no obsta para proseguir el análisis del tema sin ser anatematizado por «homofobia». Al explorar el asunto, una de las primeras cosas que salta a la vista es el contencioso lingüístico. En estos aciagos días en que está prohibido llamar a las cosas por su nombre, nos sentimos transportados a un ámbito de eufemismos, censuras, mentiras y falsos tecnicismos, donde metafóricamente parecería que rei­na Satanás disfrazado de ángel de luz. Quienes discrepan han de tener cuidado, porque pueden desencadenarse nuevas guerras de religión, ahora en forma de duros enfrentamientos entre creencias sobre el sexo, codificadas en discursos altamente dogmáticos e intolerantes.


No se trata de lo que alguien sea personalmente, sino de la significación social, política e ideológica del movimiento designado con el acrónimo LGBT. Sin duda, constituye una realidad más amplia y compleja que lo que desfila en las carrozas del orgullo.


Los siglos de uso de la lengua española y los diccionarios ya proporcionan un rico repertorio de palabras, en ocasiones quizá más precisas que la jerga dudosamente científica que manejan los discursos gais posmodernistas. Por más que se las declare palabras malsonantes, despectivas u ofensivas, sin criterio coherente, no se las puede privar del valor semántico denotativo o connotativo. Por eso, no debe tacharse de blasfemia el recordar algunas, antes de que el puritanismo progre las borre del diccionario, las prohíba o hasta multe en penitencia por su uso pecaminoso. Solo unos vocablos de ejemplo, en orden alfabético, para ellos: acaponado, afeminado, ahembrado, amadamado, amanerado, amarica­do, amariconado, amujerado, barbilindo, bujarrón, cacorro, fileno, invertido, marica, maricón, mariposa, mariposón, mariquita, ninfo, sarasa, sodomita. Y para ellas, con más parquedad: bollera, lesbia, lesbiana, lés­bica, macha, machorra, marimacho, maritornes, sáfica, torta, tortillera, tribada, virago, viriloide.


Por otro lado, ha habido interés por buscar una explicación al fenómeno de la orientación homosexual. Las teorías basculan entre dos extremos inconciliables: las que remiten al determinismo genético y las que defienden que se trata de una opción personal. Habría que decir que la preprogramación o la predisposición de los genes para los compor­ta­mientos complejos es una cuestión muy controvertida, que no tiene aún una respuesta científica definitiva. Algún sociobiólogo afirma que «la mayor probabilidad de que una persona se desarrolle para devenir homosexual está prescrita por genes» (Wilson 2012: 295). Pero reputados genetistas sostienen que la funcionalidad de los genes termina en la producción de las proteínas correspondientes, muy lejos de cualquier comportamiento. Así que, quizá, lo más probable sea que el comportamiento no esté en los genes, sino en los memes: depende del sistema de esquemas culturales que operan en los cerebros de las personas, así como de los esquemas que las personas elaboran a partir de su experiencia, en respuesta a los desafíos del medio y las urgencias de la vida.


Pero bajemos al terreno de la historia para continuar con el tema. Es palmariamente evidente que el hecho de la homosexualidad ha estado presente en todas las sociedades humanas, en toda época y lugar. Solo difiere el tratamiento que se le ha dado. Algunos pueblos reprimieron punitivamente la homosexualidad, otros toleraron sin más problema a las personas de esa categoría, y otros les reservaron tareas especiales en beneficio del orden social. Ahora bien, no tenemos información de que en ninguna parte se haya constituido un fenómeno tan amplio, organizado y militante como el que representa el movimiento LGBT que conocemos en las naciones occidentales contemporáneas.


Como es sabido, fue en Estados Unidos donde se potenció el movimiento gay, donde dio lugar a abundante literatura y donde salió a las calles reivindicando sus derechos. Allí también inventaron y enarbolaron la bandera arcoíris, por cierto nada original. Pues, en realidad, cuando cierto artista de Kansas la propuso en 1978, ya existía como bandera de la municipalidad de Cuzco, en Perú, adoptada como enseña del Tahuantinsuyo o Imperio incaico. En Cuzco, uno puede ver cómo esta bandera con las franjas del arcoíris luce en la plaza de Armas y en edificios ofi­ciales, junto a la bandera nacional peruana, sin que haya la menor referencia simbólica a LGBT.


La amplificación del fenómeno homosexual en la sociedades desarrolladas no significa solamente una mayor visibilidad, sino que se relaciona con una expansión cuantitativa cuyas causas cabe estudiar. En busca de explicación, el antropólogo Marvin Harris resume su teoría indicando que, en el fondo, responde a un cálculo de costes/beneficios, más o menos consciente, en el terreno de las ventajas sexuales y sociales. También cabe aducir una serie de factores y circunstancias concurrentes: la mayor facilidad que ofrece para la satisfacción del deseo sexual; la ventaja de invertir en uno mismo el tiempo y el dinero que se gastaría en los hijos; los beneficios económicos y políticos que reporta la pertenencia a la red gay; el prestigio de los modelos LGBT difundidos por los medios de información o propaganda, sobre todo en televisión y cine; y la relajación generalizada de las costumbres, junto con el abandono de la adhesión a la moral cristiana.


Una característica de los emparejamientos homosexuales, por su propia esencia, ha sido siempre el ser refractarios a la familia, pues constituyen una manera de esquivar el matrimonio y los hijos. No obstante, en tiempos recientes, un sector del movimiento gay giró en otra dirección. No solo han aspirado a que se le reconozcan derechos equiparables a los de la legislación familiar, sino que, además, han presionado insistentemente para que a la pareja formada por personas del mismo sexo se la considere jurídicamente como matrimonio.


Recordemos que la institución matrimonial, que ha admitido distintas configuraciones en las distintas culturas, sigue estando presente y gozando de un prestigio reconocido y legitimado ampliamente. Ya sabemos que es sobre la base del matrimonio como se constituye la familia y se establece la red del parentesco. Por tanto, desde un punto de vista riguroso, el término «familia» solo adquiere su sentido preciso cuando está inserta en el sistema de parentesco. Y el parentesco debe estar categorizado con precisión, tanto por la antropología como por la regulación jurídica. Para la antropología social, cualquier definición arbitraria del parentesco, la familia o el matrimonio supondría adscribirse a una teoría inconsistente, perfectamente invalidable. Para la filosofía del derecho, una amalgama de figuras jurídicas relativas al matrimonio y la familia resultará falta de racionalidad y causa de injusticia, por no establecer con la debida precisión la naturaleza de las relaciones que regulan.


De ahí que no haya razón para que cualquier unidad social de convivencia tenga por qué considerarse ni llamarse «familia». El campo efectivo de las interacciones sociales y sexuales o eróticas abarca mucho más que el parentesco. Es patente que cualquier clase de emparejamiento con una relación estable no es condición suficiente para constituirse como matrimonio.


Según la ciencia antropológica, las categorías clasificatorias del sistema de parentesco configuran una especie de tabla periódica de vínculos que conjugan la alianza, la consanguinidad, la afinidad, la adopción, etc., en la que cabe concluir que no encajan, en absoluto, las parejas homosexuales. En efecto, así se infiere si tenemos en cuenta que se conforman a un modelo de relación que, por su estructura, repugna con el modelo de la alianza matrimonial genuina por varias razones, entre ellas la incompatibilidad intrínseca, no solo empírica, con el tipo de interacción biológica que permite la procreación y demás funciones inherentes al parentesco. Es interesante la observación que hallamos en una obra del antropólogo y filósofo Jesús Mosterín sobre la naturaleza humana:


«Desde un punto de vista conceptual y científico, hay que distinguir claramente entre la reproducción (la producción de un organismo del mismo tipo que el reproductor), la sexualidad (el intercambio y recombinación de genes), el sexo (el ser macho o hembra), el erotismo (la obtención de placer, excitación y relajación mediante tocamientos y otras interacciones relacionadas con conductas que a veces conducen a la reproducción) y la crianza (el cuidado y alimentación de las crías)» (Mosterín 2006: 69).


Según esto, este autor concluye que «los homosexuales pueden practicar el erotismo y a veces pueden llevar a cabo la crianza, pero lo que no pueden hacer nunca entre ellos es ejercer la sexualidad o reproducirse». Un razonamiento perfectamente lógico.


La red internacional LGBT engloba, bajo su acrónimo, las identidades lesbianas, gais, bisexuales y transexuales, de modo que ampara las identidades sexuales o de género de carácter no heterosexual, no binario y no cisgénero. Si caemos en la cuenta, agrupa figuras en principio in­com­patibles entre sí, coincidentes solo por situarse fuera de la norma heterosexual, binaria (monogámica) y «cisgénero» (conformes con el se­xo biológico de nacimiento), lo que también significa fuera del paren­tesco. En efecto, ahí no tiene ningún papel la consanguinidad, la afinidad o la alianza, ni las reglas de intercambio matrimonial (y es de temer que, en un futuro, tampoco se respete la exogamia, ni los límites de edad).


Es un craso error creer que, para fundar un matrimonio dentro del sistema de parentesco, basta con que se dé un vínculo interpersonal de erotismo y consentimiento entre dos personas, sin que importe el sexo. Las relaciones de parentesco solo se dan insertas en el sistema social que lo regula estableciendo sus condiciones biológicas y culturales. De ahí la insensatez de suponer que bastan las relaciones eróticas y sexuales de una pareja, de cualquier sexo, para formar un matrimonio y fundar una familia en sentido propio.


Las relaciones eróticas encuadradas bajo las siglas LGBT coinciden todas en ser estructuralmente no procreativas, relaciones estériles, por lo que no cuentan con fundamento para constituir matrimonio, ni familia. Pues estos se basan en el modelo estructural de alianza que, al menos en principio, es pertinente para la procreación.


La unión en pareja de dos personas del mismo sexo se articula conforme a un modelo de asociación completamente ajeno al parentesco, es decir, que no se atiene a los principios de organización que rigen el matrimonio propiamente tal y dan origen a los vínculos familiares. Por esta razón, resulta impropio, equívoco y engañoso designar ese tipo de uniones como «matrimonio», siendo el matrimonio el concepto central y clave en la textura del sistema de parentesco.


Puesto que una pareja heterosexual y una pareja homosexual constituyen dos perfiles biológica y socialmente diferentes, por eso mismo, requieren que se las identifique con conceptos antropológicos y jurídicos netamente distintos. Todos sabemos que la relaciones sexuales forman parte del matrimonio, pero igualmente se dan por separado y no bastan para justificar una alianza matrimonial. El matrimonio se caracteriza por vincular el erotismo y el sexo en el marco de la norma y conforme a las reglas del sistema de parentesco. Por el contrario, una relación basada en el erotismo, el sexo u otros intereses interpersonales comunes, pero que se funde en una estructura inviable por principio para la procreación y en discordancia con las reglas de parentesco, como ocurre en la pareja homosexual, es una entidad incompatible con el matrimonio y la familia en sentido estricto.


Por consiguiente, es un absurdo antropológico y una aberración jurídica encuadrar a una pareja homosexual dentro de la categoría de «matrimonio», porque no cumple con las condiciones constitutivas del sistema de parentesco. En esta línea, si consideramos el tipo de relaciones que la antropología transcultural incluye en la red de estructuras de parentesco en sentido estricto, comprobaremos que los modos de relación erótica o sexual entre individuos del mismo sexo, por mucho que cohabiten y pretendan una asociación duradera, no cumplen con las condiciones imprescindibles para constituir un matrimonio y una familia, por lo que no hay fundamento para reconocer en ellos una alianza matrimonial y lazos de parentesco propiamente tales. Solo un abuso de poder, como el que se produce hoy en numerosos países, puede cambiar por ley el nombre de las cosas, pero no cambiará la realidad antroposocial, contemplada desde un enfoque objetivo.


La unión civil o contrato de convivencia entre una pareja homosexual podría tener estatuto jurídico con una figura específica, pero esa coyunda nunca puede originar una alianza matrimonial, puesto que la estructura y función de esta consiste en instaurar, al menos como posibilidad por su modelo de interacción, un cauce abierto de intercambio genético que genere familias propiamente dichas. Entre personas del mismo sexo tal propósito resulta por naturaleza inverosímil e ilógico. La pareja homosexual implica intrínsecamente el «cierre de la procreación». En su caso, solo quedan flecos sueltos del sistema de parentesco, en la medida en que todo el mundo posee unos ascendientes. Pero su relación de pareja obedece a un modelo inviable para crear descendencia, por lo cual, para las personas implicadas, la familia en sentido estricto se terminó en aquella de la que proceden.


Sin embargo, la dinámica del movimiento LGBT empuja a sus seguidores en una doble dirección. Por un lado, libera a la relación homosexual de la carga que implica la procreación y fomenta valores ajenos a la familia. Por otro lado, reclama el derecho a formar matrimonio y familia, aunque sea como simulacro, probablemente como vía de acceso a los beneficios que ya se habían establecido en la legislación familiar. Cuando se reclaman derechos, no debe ser a costa de otros. Por ejemplo, cuando la lésbica dice que ella tiene derecho a tener un hijo, hay que recordarle que el hijo tiene derecho a tener un padre.


En estas cuestiones, correspondería a los antropólogos sociales dar un veredicto más terminante, pero no hay unanimidad entre ellos a la hora de establecer a qué variedades de vínculo y de organización doméstica les corresponde propiamente el concepto teórico de matrimonio. Algunos contemporizan porque temen ofender, si se niegan a calificar como «matrimonio» un tipo de uniones o formas de emparejamiento que claramente no cumplen con las características que lo definen. El antropólogo Marvin Harris afirma sin ambages que el «matrimonio homosexual» no es técnicamente un matrimonio, pero, en vez de resistir a la corriente, busca una escapatoria:


«Existe una manera sencilla para escapar de este dilema. En primer lugar, definamos el matrimonio como la conducta, sentimientos y reglas que se refieren al emparejamiento entre compañeros corresidentes heterosexuales y a la reproducción en contextos domésticos. En segundo lu­gar, para evitar ofender a nadie al aplicar este concepto exclusivamente a corresidentes domésticos heterosexuales, se puede recurrir a un sencillo expediente. Designar las demás relaciones como «matrimonios entre no corresidentes», «matrimonios hombre-hombre», «matrimonios mujer-mujer», o mediante cualquier otra nomenclatura específica que demuestre ser apropiada. Está claro que estas uniones tienen diferentes implicaciones ecológicas, demográficas, económicas e ideológicas. Por tanto, nada se gana diciendo si son o no «verdaderos» matrimonios» (Harris 1988: 408-409).


Lo decepcionante de ese «sencillo expediente» es que se renuncia a la exactitud de los conceptos por razones totalmente acientíficas y espurias, para «evitar ofender» no se sabe muy bien a quién. ¿Desde cuán­do es este un criterio admisible en un método que aspira a ser científico?


La calificación de las parejas homosexuales como «matrimonio», en contra de toda evidencia antropológica, solo puede explicarse como prepotencia por parte de quienes deciden esa categorización. Se trata de una imposición inmoral de una ideología a la que la vacía autoproclamación de «progresista» pretende autorizarla a cualquier desmán y a la manipulación de las instituciones sociales básicas.


Es lo que ocurrió de hecho en España, en 2005. El Partido Socialista legalizó el llamado «matrimonio entre personas del mismo sexo», desestimando el informe en sentido contrario elaborado por el Consejo de Estado y despreciando el veto del Senado. Así, se aplicó a las uniones de convivencia entre parejas homosexuales la misma figura jurídica del matrimonio. Tal desmán se consumó de manera demagógica y alegando una interpretación forzada y falsa del artículo 32 de la Constitución Española. Los medios informativos carecieron de independencia y de criterio, aunque no faltaron las voces en contra de ese «matrimonio» entre homosexuales, donde se exhibe «un ethos que nada tiene que ver con la naturaleza de las cosas, sino con la arbitrariedad estatal» (Negro 2007: 138).


Frente a buena parte de la intelectualidad en ciencias del hombre y filosofía, tan perezosa que semeja un coro de papagayos repitiendo los ismos consabidos, es encomiable una valoración crítica como la que hace el filósofo Gustavo Bueno, con toda razón:


«Sin entrar en la aberración implícita en el concepto de «matrimonios homosexuales» – aberración que se hubiera evitado dando un estatuto específico a las parejas homosexuales que lo deseasen–, lo que nos interesa subrayar aquí es la incoherencia y sinsentido de un «orgullo democrático» ante situaciones en las que un Pueblo que mayoritariamente asume las normas del matrimonio romano (y luego cristiano) deja pasar, sin embargo, una ley que mina la estructura misma de nuestra sociedad de familias; un Pueblo que, si tuviera un orgullo democrático auténtico, debiera haberse plantado ante un gobierno formado por un hatajo de ideólogos indoctos e irresponsables, que deciden, en nombre de un progresismo que les da miles y miles de votos, destruir las bases de una sociedad milenaria y plantear más problemas para el futuro de los que puede resolver en el presente inmediato» (Bueno 2006: 305).


El cardenal Joseph Ratzinger, por su parte, entrevistado en 2004, alertaba del peligro que se cierne con la negación de los valores de la familia y el matrimonio, asediados por «diferentes ideologías que minan las bases del matrimonio y la familia cristiana». Por ello, censuraba el «matrimonio entre homosexuales» y criticaba el relativismo mo­ral. Dijo, en particular, que la legalización del matrimonio homo­sexual en España es destructiva y que estamos ante la disolución de la imagen del hombre.


De nada sirvió que intelectuales de la izquierda histórica, en otros países europeos, se opusieran a la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, con argumentos sólidos contra la ingeniería social del Estado. Así, el psiquiatra francés Michel Schneider:


«Después del Pacto Civil de Solidaridad [la unión civil legalizada por el Gobierno socialista de Lionel Jospin en 1999], el matrimonio es solo un paso hacia la homoparentalidad. Me opongo a ello. El Estado, que da a lo simbólico su fuerza de coacción y referencia para la sociedad –y no al revés–, no debe autorizar el matrimonio y la filiación entre dos personas del mismo sexo. Si la sexualidad humana no es simplemente natural, tampoco es totalmente cultural, desvinculada de las leyes de la reproducción.»


El mismo autor arremete incluso contra la ley de procreación asistida, dando su interpretación crítica desde una óptica psicoanalítica:


«Hay en la postura de querer tener hijos sin tener que entrar en relación con el sexo masculino, un miedo, un odio, un temor, una fobia al miembro viril, que hace que intentemos tener el producto del apareamiento sin tener que pasar por el acto de aparearse. Aquí hay una fantasía, queremos decir ‘señoras, si quieren tener hijos, hay una forma muy sencilla, muy económica, que no cuesta nada a nadie, es el coito con un hombre de carne y hueso’. ¿Por qué necesita la procreación asistida? ¿Por qué quieres ser madre si has elegido un modo de sexualidad que te lo prohíbe?» (Michel Scheneider 2022).


Es clamar en el desierto. Como de costumbre, las aberraciones tienden a normalizarse en el horizonte cotidiano, donde la ideología de género triunfa. Así, en junio de 2012, la edición digital del diccionario de la Real Academia incorporó una nueva acepción de la palabra matrimonio: «En determinadas legislaciones, unión de dos personas del mismo sexo, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses».


A pesar de su legalización, la categoría jurídica que tipifica el «matrimonio entre personas del mismo sexo» nunca pasará de ser, desde el enfoque antropológico, es decir, desde la teoría científica acerca del parentesco, un simulacro de matrimonio, una figura de emparejamiento externa y extraña al sistema de parentesco. Y, en los casos muy excepcionales en los que esas personas llegan a adoptar niños, tal hecho solo puede dar lugar a una familia defectiva, si es que no puramente metafórica o imaginaria, que se hace cargo de la crianza de huérfanos.


En conclusión, para un observador racional y ecuánime, el «matrimonio» entre personas del mismo sexo constituye un disparate antro­po­lógico, una fabricación política que pasa por encima de la naturaleza biológica humana e instituye un constructo de consecuencias probablemente nocivas para la sociedad, para las personas y para la humanidad. En realidad, los modelos extraparentales de «matrimonio» responden, más que al respeto, a la producción ideológica de la «diversidad» de estereotipos sexuales que, más allá de la tolerancia, devienen socialmente aberrantes a los ojos de la mayoría de los mortales.



La internacional LGBT evoluciona hacia el pansexualismo


La evolución de los discursos sexualistas comienza por alterar el lenguaje, que no solo finge seudoconceptos y vocablos, sino que con frecuencia retuerce la gramática, por ejemplo, al confundir la categoría gramatical de género con el género sexual, algo ridículo. También innova el léxico, con un repertorio de neologismos, eufemismos y barbarismos que amplía la jerga de heteropatriarcal, monoparental, gay, bisexual, transexual, con intersexual, no binario, poliamoroso, cisgénero, transgénero, etc. Y los sambenitos de los nuevos herejes: homófobo, tránsfobo, feminista transexcluyente, etc.


Las acusaciones de «machismo», «homofobia», «transfobia» están entre los venablos utilizados, sean pertinentes o no, desde el argumentario que se maneja, basado en una retórica de etiquetas vacías de contenido real. Así, la jerga que vehicula tales fantasías ideológicas pretende descansar en la crítica a una supuesta «razón patriarcal», que apenas existe fuera de las mentes seducidas por la falaz narrativa feminista. Pues la razón no tiene sexo, salvo para quienes profesen una tosca metafísica de burdel. Nada de eso es real en el sentido que la mitología de género pretende.


Pero volvamos a consultar, en la Wikipedia, el artículo dedicado al «movimiento LGBT», para ver cómo completa su definición:


«En los últimos años, el movimiento ha incluido también otros colectivos relacionados con la diversidad de orientaciones, deseos e identidades sexuales, como las personas intersexuales, transexuales, travestis, queers, BDSM o kink, swinger, leather, asexuales, osos, poliamorosas, practicantes de la infidelidad unilateral consentida (cuckolding), etc., que lle­varon a extender la sigla con letras adicionales (LGBTTTAIQK), agregarle un signo más (LGBT+), o reemplazar la sigla por la palabra «diversidad» o disidencia, de manera que no se incluya al colectivo cisheteronormativo.»


La lógica transgresora del movimiento gay lo ha conducido a dar al­bergue bajo su techo a toda clase de «subculturas» sexuales, con excepción, claro está, del modelo heterosexual del matrimonio entre hombre y mujer, que siempre fue la norma. El resultado consigue cohonestar to­dos los comportamientos sexuales imaginables que, en tiempos pasados, eran catalogados unánimemente como desviaciones o perversiones, y ahora gozan de buena prensa, al amparo de la permisividad social.


Además, aquí se recrudece la batalla del lenguaje, con neologismos y barbarismos ininteligibles para el no iniciado. El calificativo queer (literalmente, extraño) está abierto a todo lo «raro» tocante a sexualidad. Las siglas BDSM identifican al grupo de prácticas eróticas de bondage, disciplina, dominación, sumisión, sadismo y masoquismo. El calificativo kink alude al uso de cualesquiera prácticas o fantasías sexuales no convencionales. El anglicismo swinger designa a personas «liberales» que, viviendo en pareja, consensúan tener sexo con otras parejas. El llamado género leather se distingue por el uso de indumentaria de color negro y de cuero como fetiche para realzar el poder sexual. O el gremio «asexual» es el de quienes dicen carecer de todo tipo de atracción o se niegan a toda relación. Etcétera.


Se diría que hay un afán linneano de clasificación en el hecho de que se han llegado a catalogar 33 tipos de género y hasta 16 tipos de familia, no hay que decir que con total ausencia de coherencia racional y sin idea de antropología.


El precursor de esas teorías deletéreas lo ven algunos en un sobrevalorado Michel Foucault, metafísico nihilista reputado, personaje que resulta censurable no tanto por el oscuro malabarismo de sus escritos, sino por su retorcimiento conceptual, junto a su pederastia declarada, su negacionismo del sida, su apología del régimen islamista del ayatolá Jomeini y, en suma, su funesta animadversión hacia la racionalidad humana.


Surgida del movimiento gay y, en parte, del feminismo, la «teoría» se abrió a toda la proliferación de los discursos de género. Luego, se radicalizó en una posición extrema, que promovió el pansexualismo y el mul­tigenerismo como una especie de Frente Pansexual de liberación del género. Su lógica rupturista derivó hacia la idea de una fluidez, versatilidad y autoelección subjetiva y cambiante del sexo/género, tan maleable que finalmente ha llegado a postular la abolición o negación de la identidad sexual como tal. En consecuencia, ha pasado de cobijar todas las identidades al delirio de pretender liquidarlas todas, provocando enorme indignación en el feminismo y el homosexualismo clásicos, que habrían lucha­do en vano. Si las diferencias de género dejan de tener sentido, ¿para qué el feminismo que defiende a la mujer? ¿Para qué el movimien­to LGBT, fundado precisamente en la protección de las diversas identidades y roles de género que ahora se dicen inexistentes o irrelevantes?


¿Las diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres son totalmente artificiales? Hasta la investigación en etología animal y primatología parece indicar lo contrario. Aunque no demuestre mucho, resulta que, en las sociedades de primates, los monos hembras prefieren jugar con muñecas, mientras a los monos machos les gusta jugar con coches y pelotas (cfr. Waal 2022). Sin duda hay gran adaptabilidad en los papeles de género, que pueden ser productos culturales, pero la identidad de género posee un anclaje más profundo.


Volviendo a la evolución reciente, comprobamos cómo se han introducido nuevas mutaciones en los modelos de identificación, que desbordan por completo los planteamientos del movimiento gay original. Este aparece hoy bifurcado en dos alas antagónicas: una reivindica la autodeterminación del género, otra demanda la abolición teórica y social del género/sexo. Hacen fortuna las tesis ultratransgresoras, se formulan doctrinas que relativizan toda adscripción clara de sexo/género, o que llegan a decretar que carece de sentido cualquier definición de la «identidad» sexual o de género; de tal manera que, al final, rechazan todo referente con el que identificarse sexualmente.


Si analizamos la deriva ideológica del discurso sexualista, a través de la radicalización del feminismo y del movimiento LGBT, descubriremos con relativa facilidad tres pasos consecutivos, siguiendo una lógica que, al final, entra en contradicción consigo misma.


1. El primer paso introduce la distinción entre «sexo» y «género», con el propósito de diferenciar lo dado biológicamente, es decir, el sexo genético, de lo configurado socialmente, en parte por los papeles que asig­na a cada sexo la cultura. Hay que decir que esta distinción es válida en el plano teórico, pero solo desde esa perspectiva, porque, en la práctica, el sexo concreto de la persona nunca lo encontramos como un mero dato biológico, sino que siempre implica la remodelación por el contexto social y cultural; de modo que, en realidad, el concepto de «sexo» de la persona ya incluye en su significado lo mismo que se pretende denotar con la palabra «género».


2. En el segundo paso, la distinción sirve para preconizar la desconexión completa del «género» (culturalmente modelado) con respecto al sexo biológico, con la finalidad de conferir al género un significado exclusivamente sociocultural, despojado de todo contenido biológico. La motivación ideológica de esta maniobra de desacoplamiento estriba probablemente en la ilusión de que, con esta noción de género puramente cultural, se allana el camino para una mayor libertad del comportamiento sexual, con independencia de lo que dicte la genética. Pero aquí aún se valora positivamente la «identidad de género».


3. Más allá de la distinción y la desconexión, el tercer paso es más drástico aún. Supone la negación de toda relevancia al concepto de sexo genital, de nacimiento, al mismo tiempo que reivindica para el individuo la autodeterminación o autoasignación, es decir, la elección a su arbitrio de su propia «identidad de género». Además, con el fin de evitar cualquier restricción, la tesis más ultra defiende que la autodefinición del propio género no tiene por qué ser permanente, ni definitiva, sino que cada cual tiene el derecho a cambiarla cuando lo desee. El plan propone que sea suficiente la autodeclaración del sujeto, sin otra justificación ni autorización, para inscribir su nueva «identidad de género» en el registro civil y, en consecuencia, obtener los efectos jurídicos correspondientes y disfrutar de ellos.


La propaganda de los colectivos LGBT que siguen ahora a la vanguardia queer, propugna el género «no binario», las relaciones «poli­amorosas» o «polisexuales» y, por último, pontifica acerca de la irrelevancia de las diferencias y de la identidad sexual. Fantasea con eliminar de las relaciones toda referencia a la naturaleza biológica (la dualidad genital) y repudia toda referencia al sistema biocultural de parentesco (la norma de intercambio, la nomenclatura, las actitudes, los papeles y las funciones). Ha perdido toda sensibilidad ante las contradicciones, cuan­do, por un lado, reclama la autodeterminación del género y, por otro, postula la disolución del concepto mismo de identidad de género.


El resultado de esta última evolución en la línea del pansexualismo hace que la «identidad», en última instancia, se vuelva arbitraria, imagina­ria, evanescente, sin sentido. En rigor, ya no queda ahí ni sexo, ni género. Pero una autodeclaración carente de fundamento objetivable se evidencia vacía de significación. Esa pretendida irrelevancia del sexo genital dado biológicamente, seguida en casos particulares por la agresiva extirpación gonadal, en aras de la disolución del género o sexo sociocultural, ideológicamente mudable según el antojo individual, abocan a un estado de confusión con respecto al sexo/género, de de-generación, que solo puede comportar patología para las personas y deterioro para la sociedad.


Desde el punto de vista pansexualista, el feminismo y el homosexualismo ortodoxos parecen demasiado mojigatos. Su ideal aspira a una promiscuidad omnímoda, sin límites de sexo, edad o estado civil. Esto supondrá legitimar la corrupción y prostitución de menores, la pederastia y tal vez –¿por qué no?– el incesto y la necrofilia. La exaltación del caos sentimental carece de límites. ¿Podemos objetar algo? En la dogmática pansexualista no hay nada que refutar, puesto que carece de pensamiento racional con el que confrontarse; su relativismo equipara y sacraliza todo tipo de ocurrencias, caprichos y transgresiones en lo tocante al sexo.


Esas aspiraciones están en marcha, con la pretensión de abolir las barreras de edad para el sexo y dejar disponibles a los niños para la pederastia, mientras que el hecho de los abusos sexuales y los traumas padecidos por los niños nunca entra en el debate. Desde el utopismo de la revolución sexual del Mayo francés de 1968, hasta Los Verdes alemanes (cfr. Meotti 2013: III), el plan está inscrito en la agenda de la izquierda subversiva, licenciosa y carente de principios, así como en sus actuales epígonos «progresistas». Es exactamente lo que se trasluce, hoy en España, en las políticas de permisividad e incluso de promoción del sexo con menores, abanderadas desde determinados ministerios, consejerías y ayuntamientos, do­minados por organizaciones izquierdistas o antisistema (cosa que quizá deberían tener en cuenta algunos de sus votantes). He aquí un diagnóstico certero sobre el trasfondo ideológico que comportan las posturas pansexualistas:


«En el comunismo de hoy cabe todo lo que sale en televisión para quejarse de la atroz herencia occidental recibida. En España, Podemos, por ejemplo, es leninista, queer, ecologista, animalista, inclusivo en educación, feroz perseguidor de la lengua común española y a favor del separatismo de regiones ricas como Cataluña o el País Vasco. Pero nunca hay que fijarse en lo que defiende, sino en lo que ataca. Lo mismo: libertad, propiedad, igualdad ante la ley, tradición occidental y unidad nacional» (Jiménez 2020: 14).


Por nuestra parte, tratemos de seguir con la investigación, con el convencimiento de que es posible avanzar en el descubrimiento de estructuras ocultas del universo sociocultural y su evolución histórica, aunque estos mecanismos escapan normalmente a la conciencia inmediata y operan con independencia de la voluntad de los sujetos actuantes.


A escala individual, las disposiciones, deseos y sentimientos profundos que entran en acción en las relaciones humanas nunca obedecen a pura espontaneidad existencial, ni tampoco a pura libertad personal de elección, ni mucho menos a una inspiración puramente racional. Todo eso entra en juego y cada persona tiene que aprender a manejarse, en el entorno de dinámicas sociales que tienden a imponerse.


Hay difusión por comunicación ideológica y por el poderoso mecanismo de la imitación, ese modo de retroacción positiva en las relaciones sociales mediante el cual unos comportamientos individuales desviantes se propagan y pueden llegar a imponerse a escala de la sociedad. Un hecho social elemental puede transformarse, a veces rápidamente, si no es contenido o neutralizado, en un hecho social total. Así, observamos có­mo los fenómenos del pansexualismo se extienden e hipertrofian socialmente, de manera análoga a otras costumbres más epidérmicas, como pueden ser la estética del tatuaje, la perforación, o la tonsura. Las gentes no inventan esas conductas, sino que obran así porque piensan, sienten y desean así; porque así son educados, o inducidos, o manipulados, en unas circunstancias sociales que lo permiten. En general, cabe asegurar que detrás de la aparente espontaneidad de las masas siempre se esconde una manipulación, y acaso una estrategia de ingeniería social diseminada por grupos ideológicos, de interés o de poder.


Todo esto no supone juzgar el comportamiento de las personas, que podría deberse a inmadurez, fallo de socialización, narcisismo, o des­orientación ética. En el plano personal concreto, podemos encontrar también madurez, responsabilidad y actitudes honestas. Además, no es ese el cometido de estas páginas, sino seguir analizando el fenómeno social del identitarismo de «género» y su radicalización en planteamientos pansexualistas cada vez más sectarios.


Un aspecto reseñable de los movimientos sociales relacionados con la sexualidad y el «género» es que, en sus modos de vivencia y en la formación de colectivos de género, ofrecen un sucedáneo de religión. Afirmar que poseen naturaleza cuasirreligiosa se fundamenta en el hecho de que asumen rasgos definitorios del sistema religioso, como son: a) la formulación de una mitología o conjunto de axiomas en los que se cree, b) la participación en rituales simbólicos y manifestaciones de signo paralitúrgico y c) la acción práctica conforme a pautas éticas y opciones políticas determinadas por aquellas creencias, a todo lo cual se le atribuye un significado último que da sentido a la vida personal y grupal. La mitología de género abarca distintas confesiones y congrega a sus divinidades en una especie de panteón sexopolítico donde se da culto a Afrodita/Venus, Hermes/Mercurio, Eros/Cupido, Príapo, bien es verdad que bajo otros nombres más actuales y con ferviente devoción.


Además, habría que añadir que el sexualismo militante opera como una religión de rasgos arcaicos, en la medida en que promueve división y enfrentamiento entre clases sexuales y, sobre todo, porque resucita la búsqueda de chivos expiatorios (patriarcales, heteros, cisgéneros) en los que descargar la agresividad. Los fieles, imbuidos de la propia absoluta inocencia, proyectan el malestar y la culpa siempre sobre el otro, el otro sexo, el otro género. Y creen firmemente que la salvación se alcanzará cuando ellos lo derroten, eliminen, sometan y, por fin, impongan la ley pansexualista a toda la sociedad. Se trata, a fin de cuentas, de una mala religión. Una muestra muy reciente la tenemos en el talibanismo «trans», cuyo militantismo hace estragos hoy en medios universitarios europeos (véase el artículo de Caterina Giojelli 2022). En su delirio, sostienen que no se puede definir una identidad de género, por ejemplo mujer, con base biológica, que eso es un pecado de «transfobia» que hay que castigar, y así lo exigen inquisitorialmente (cfr. Alías 2022). Pero algunas personas que han pasado por ello denuncian amargamente la «estafa del transgenerismo» (cfr.
Mercado Rodríguez 2022).


La dogmática de los movimientos sexualistas está construida sobre un esquema de fondo bastante simplista, a partir de la suposición de que existe una sistemática opresión de sexo/género (que no está demostrada sociológicamente). De ahí el llamamiento a la «lucha de sexos», en la cre­encia de que esta lucha final acabará con la opresión cuando elimine los sexos/géneros sociales. Es un calco del mito marxista de que la lucha de clases acabaría con la opresión de la clase obrera suprimiendo las clases sociales. Esta última utopía ya está desmentida por la práctica histórica leninista, ya que solo condujo a la instauración de una dictadura estatal controlada por la nomenklatura del partido, nueva clase dominante.


Más aún, en la religiosidad pansexualista, tras los preconceptos filosóficos de la lucha de géneros, es lógico descubrir la presencia de un avatar de la matriz de pensamiento hegeliano-marxista, a pesar del descrédito en que yace, pues sabemos que, en cuanto teoría materialista de la sociedad y la historia, es manifiestamente errónea; y, en cuanto metafísica dialéctica, resulta un método irreconciliable con la epistemología del conocimiento científico contemporáneo.


La cuestión no es crear nuevas formas de relación con la naturaleza y con los demás, pues la evolución es un proceso normal, sino saber si todo vale, o qué es lo que vale ponderadamente. Porque se da el caso de que el individuo intenta ser creativo afirmándose arbitrariamente frente a la especie de la que nació y la sociedad que lo crio, si es que no en con­tra de ellas, cuando la tradición cultural establecida aporta ya el fruto de creaciones históricas decantadas a lo largo de los siglos. Ni lo antiguo por antiguo, ni lo nuevo por nuevo, tiene garantía de ser mejor, claro está. Hay que discernir siempre. Por eso, carece de sentido el rela­tivismo para el que todo vale igual y cualquier transgresión es plausible.


Si, en el campo de las interacciones sociosexuales, la persona deja de caracterizarse por un sexo/género determinado y reconocible, ¿en función de qué se establecen sus relaciones? Si todo se reduce al juego fortuito de papeles sociales intercambiables, si la diferencia genital da igual, si el afecto amoroso no se dirige a un objeto definido, entonces desa­parece toda posibilidad de relación estable y nadie se hace responsable de lo que le ocurra a la sociedad.


Ese discurso polierótico y pansexualista para el que, finalmente, no significa nada la diferencia entre femenino y masculino semeja una es­pecie de ensoñación, una fantasía subjetiva y una ficción que supone el abandono de toda racionalidad en la organización social. Por el contrario, la condición sexual es determinante desde el punto de vista biológico y fundamental en el orden cultural y emocional. Delata una gran insensa­tez la creencia en que uno puede cambiar su condición como cambia de indumentaria, pregonando y queriendo elevar a norma un travestismo generalizado. Sin duda, las anomalías son inevitables y es precisa la to­le­rancia con ellas, pero no hay razón para proponerlas como modélicas.


En suma, el movimiento pansexualista propugna una ética canalla basada en un «anarquismo de género», tendente, en última instancia, a la disolución de todo concepto de género sexual, lo cual deja sin razón de ser al feminismo e incluso al movimiento LGBT, a la par que constituye un prominente ejemplo de disparate antroposocial. Tesis inconsistentes, como la de que el «género» no tiene que ver nada con el sexo, que la cultura se puede disociar completamente de la biología, o que lo afectivo es disociable de lo genital, empujan en consecuencia a la degradación del orden moral de la sociedad humana.


En último término, la lógica de tales tesis puede conducir, y en ello estamos, a legitimar abiertamente la corrupción de menores, la pederastia y otros comportamientos transgresores que de vicios o delitos pasan a ser considerados como virtudes y derechos y señal de progresismo. Imaginemos las terribles secuelas de engaño, violencia y sufrimiento que semejante vía de perversión empiezan a ocasionar, sobre todo entre gen­te joven.



El relativismo moral lleva a la demolición de la familia


Es un hecho incuestionable que los componentes que se articulan en el sistema de parentesco pueden darse de manera independiente, extramuros del parentesco. La relación sexual, el erotismo, el afecto, la pro­cre­a­ción y la crianza se sitúan ahí fuera de las estructuras del parentesco, fuera de la familia y del matrimonio en sentido antropológico. En la sociedad tradicional, esos fenómenos acontecían como anomalías. En contextos más recientes, sin embargo, parece que esa desarticulación tiende a considerarse normal. El desafecto por las relaciones de parentesco y los vínculos familiares aumenta sin cesar. Cada año, hay un mayor porcentaje de niños con un solo progenitor, o nacidos fuera del matrimonio, o adoptados por una familia anómala.


Todas estas circunstancias han influido decisivamente en el declive demográfico de las sociedades desarrolladas. Porque la estructura social se mantiene demográficamente por el hecho de que no cesa de nutrirse con el flujo de uniones entre varón y hembra (matrimonio) como modo de procreación y enculturación que teje la genealogía familiar.


Lo propio del relativismo pansexualista está en arrumbar el interés por emparentarse y por procrear, para concentrarse en el fervor por la diversión y la entrega a una satisfacción erótica omnímoda, ya sea esta con reivindicación de género, sin referencia a género alguno, o en vías de degeneración.


En líneas generales, constatamos una doble praxis que entraña una evidente contradicción: por un lado, la pretensión declarada de integrarse en el sistema de parentesco (caso del «matrimonio» entre homosexuales); por otro lado, el rechazo abierto y beligerante contra las estructuras conyugales y familiares (como ocurre en otros planteamientos sexualistas). En realidad, se trata de dos maneras complementarias de atacar al sistema de parentesco.


Existe un límite dado por la naturaleza, que radica en la irreversibilidad constituida con la formación del cigoto, origen del individuo huma­no, a lo que hay que añadir la consiguiente irreversibilidad de la identidad genética, incluida la sexual, masculina o femenina, que permanece inscrita en la información del genoma en el interior de cada una de las treinta mil millones de células que componen el organismo. En este sentido, es cierto que nadie nace en un cuerpo equivocado (cfr. Errasti y Pérez Álvarez 2022). Sobre esta base, se edifica el desarrollo existencial del individuo y la evolución cultural en la historia de la sociedad.


De la afirmación del carácter cultural del comportamiento sexual no se sigue, en absoluto, que cualquier comportamiento imaginable sea igual­­mente válido. Más bien, lo contrario: se reconoce que la sexualidad siempre está regulada culturalmente, sometida a normas de moralidad y decencia que favorezcan el bienestar y la supervivencia. Si se borra todo límite en la relación sexual, si todo está permitido, si no importa nada la procreación, entonces ni el futuro de la especie ni el de la sociedad están a salvo. Se habrían implantado los esquemas para su autodestrucción. Solo cabe esperar que la selección natural biológica y la sensatez sociocultural encuentren los medios para librarse de tan necios enemigos.


La propagación de la onda sexualista, a impulsos del relativismo posmoderno, produce serias perturbaciones en el campo sociocultural y se expande de unas sociedades a otras, de manera tan militante que en la actualidad hay organizada una auténtica Internacional LGBT, con un proyecto de expansión del pansexualismo a escala global. Ahora, hasta Sigmund Freud está descalificado por mojigato, obsoleto y retrógrado.


En síntesis, y recapitulando, las militancias de «género» impulsan modelos de comportamiento sexual/erótico que repercuten en consecuencias patológicas y nocivas para la vida en sociedad, también para las personas y, probablemente, para la especie. Se echa de menos un esclarecimiento racional y emocional que refuerce un sentido sensato para la vida erótica, tanto para quienes lo buscan como para quienes han de ser educados. Porque creer que cualquier comportamiento da igual, que todo vale, que hay «géneros» a la carta, o que no importa la identidad de sexo pone de manifiesto una estupidez alarmante. Habría que romper el tabú, y poder criticar públicamente el pansexualismo, mostrar hasta qué punto recubre un enjambre de elucubraciones seudoprogresistas, que serían desdeñables, si no fuera porque desencadenan consecuencias socialmente desquiciantes. Unos efectos que se producen con independencia de la voluntad de los protagonistas, y que podrían precipitar a la sociedad por una pendiente hacia la degradación.


La doctrina que pide liquidar la identidad sexual de los individuos lleva necesariamente a negar el valor de la masculinidad y la feminidad para el ser de la persona, y rechaza la relevancia social de esta diferencia. Desde el marco ideológico del dogma pansexualista, se acaba aniqui­lando la identidad sexual de las personas en su perjuicio. Paradójicamente, el pansexualismo se transmuta en una posición antisexualista, que rechaza el valor vital de la sexualidad femenina y masculina, despoja a la diferencia entre feminidad y masculinidad de todo significado para la per­sona y para la sociedad. Tal es el resultado del ataque a los fundamentos sobre los que se asienta la familia y el parentesco.


Ante la demolición sexualista en curso, hemos de insistir: la fórmula de lo que es según la estructura bio-cultural dispuesta para la procrea­ción, tejedora del parentesco, nos da la clave que hace al matrimonio. Este reúne lo masculino y lo femenino en la alianza conyugal entre marido y mujer, con la virtualidad de ser padre y madre. Es la fórmula mediante la cual se combinan naturalmente los genes para una nueva vida humana y se transmiten la lengua y la cultura. No bastan los datos positivistas como el formar una pareja cualquiera, ni la residencia compartida, ni la convivencia juntos, ni el erotismo recíproco, ni la pasión sexual, ni la adopción conjunta de un niño. Llamar «matrimonio» a emparejamientos del mismo sexo podría suponer una burla y entrañar objetivamente una ofensa para la dignidad de quienes han contraído verdadero matrimonio.


Si tomamos en consideración la inserción del hombre en el conjunto de la naturaleza, entonces las relaciones sociales, que incluyen la organización sociocultural de la familia y el matrimonio, no pueden emanciparse por completo de la naturaleza, como pretenden las doctrinas del género ad libitum, sin dañar a la naturaleza genética humana, a la sociedad y a las personas.


Sin embargo, las ideologías pansexualistas difunden en el campo social flujos de información y desinformación capaces de alterar gravemente las estructuras racionales y emocionales de muchas personas, con especial incidencia en niños y adolescentes.


Aunque la guerra de los sexos/géneros se libra en campos de batalla extramuros del parentesco, sin embargo, sus resultados repercuten en él directamente, debilitando su estabilidad. El hecho es que el utopismo revolucio­nario de género, al intentar abolir la identidad sexual y que la expresión social de género no se atenga a normas, promueve la eliminación gradual del matrimonio y la familia tradicionales.


La repercusión más trascendente del pansexualismo se observa, pues, en el hostigamiento al sistema de parentesco, que se va erosionando con el aumento de familias truncadas y con la institucionalización de modalidades de «matrimonio» y «familia» extrañas al sistema de paren­tesco. Así, el Frente Pansexualista, en sincronía con corrientes radi­cales del feminismo y de la autodeterminación de género, auspicia separar la procreación con respecto al verdadero sistema de parentesco, privando entonces a los hijos de tener una familia en sentido propio y, a veces, de progenitores reconocidos.


Por el momento, mientras el número de bodas disminuye cada año, las consecuencias prácticas del ataque a las estructuras del parentesco son un hecho que está a la vista:

– El debilitamiento demográfico y el envejecimiento de la población, que forma parte de una situación bipolar a escala global. Atrofia de la población en las naciones desarrolladas, antinatalistas. Hipertrofia poblacional en naciones subdesarrolladas y países musulmanes.

– La orfandad, debida al incremento de niños sin sus padres, o con un solo progenitor, que incide desfavorablemente en su crianza y educación.

– La soledad, con el aumento de hogares con una sola persona, sobre todo en la vejez, que conlleva peor situación emocional y económica.

– La insolidaridad interpersonal e intergeneracional, subsiguiente a la disolución de los lazos familiares.

– La inestabilidad creciente que afecta a las relaciones sociales y personales, que provoca mayor incertidumbre ante el futuro.


La inestabilidad del sistema de parentesco es normal a lo largo de la historia, pero hoy se ve incrementada por la ideología de género, tendente a la abolición o negación de la familia y el fomento de la diversidad de modelos familiares –con la que hoy se engaña a los niños ya en la escuela–. Las fluctuaciones en ese aspecto, si no se controlan, pueden amplificarse hasta el punto de dar lugar a transformaciones disruptivas. Si anticipamos los escenarios previsibles, podrían ser estos:


A. El sistema de parentesco consigue contrarrestar las fluctuaciones, y de este modo aumentará las probabilidades de mantener su estructura previa en cierto equilibrio, o incluso la reforzará, dentro de una inestabilidad que es ineludible.


B. Las fluctuaciones traspasan un punto crítico de inestabilidad y desestructuran poco a poco el sistema de parentesco, hasta llegar a destruirlo al desmontar las bases de su continuidad. En su lugar, se propagan relaciones incidentales y caóticas, que, en nombre de una irrestricta libertad, emulan un ilusorio «estado de naturaleza», o una utópica «revolución sexual», mientras se acelera el colapso de la civilización.


C. La inestabilidad se contrarresta mediante el reemplazo progresivo del orden familiar por una regulación impuesta por los poderes del Estado. Este instaura las normas obligatorias para los individuos progenitores, despojados de la patria potestad, cuya prole pasa a depender en­teramente de instituciones del propio Estado, que adopta la figura de superpatriarca, o de la reina de una colmena.


D. La desestabilización del sistema da oportunidad a la intrusión de un sistema extraño que se hace con el control y reemplaza al anterior. Esta sustitución puede ocurrir facilitada por un cambio demográfico que extendiera un sistema de parentesco basado en otros principios, como la discriminación de la mujer, la poligamia, el matrimonio infantil y la sumisión social a una ley religiosa. Para una sociedad libre, esto supone la ruina de los derechos humanos y de la dignidad de las personas.


E. Quizá alguna otra salida imprevisible, que ahora no acertamos a sospechar.


Lo cierto es que nos hallamos ante el incierto futuro del sistema de parentesco propio de la tradición occidental y cristiana, contra la que militan numerosas organizaciones y partidos políticos. Los cimientos de la sociedad se resquebrajan, ante el empuje de los neobárbaros que surgen dentro y los paleobárbaros procedentes de fuera, en ambos aspectos con la complicidad de unos gobiernos tan indecentes como ineptos.



El progresismo pansexual marcha hacia el Estado totalitario


Cada sujeto humano tiene existencia propia conforme a su idiosincrasia, pero a la vez está inmerso en un campo de interacciones común en el que su actuación conlleva un signo y propicia unos efectos. ¿Qué sentido puede tener la creación de un sistema innovador en el ámbito de la convivencia y la procreación? Lo razonable es pensar que el bienestar de las personas, en particular de los hijos, así como la optimización de las libertades ciudadanas marquen los límites para valorar las innovaciones que afecten a las estructuras de parentesco. Es una cuestión de ética y de política.


Si no abandonamos del todo el pensamiento crítico, cabe seguir argumentando que el llamado «matrimonio homosexual», o entre personas del mismo sexo, por muy socializado que esté, y cuanto más, más, significa socialmente una injerencia, una agresión política al sistema de parentesco. Como ya quedó dicho más arriba, ha instituido una figura jurídica aberrante, a la vez que lleva a cabo una manipulación antropológica temeraria y emplea eufemismos lingüísticos para encubrir la arbitrariedad realmente producida.


Pero no es lo único. Ya hemos visto cómo el feminismo radical incidió en la expansión del homosexualismo. Luego, la Internacional LGBT despejó el camino al identitarismo de género. Y este, por la vía de un relativismo muy posmoderno, desembocó en el movimiento pansexualista radical. La labor de zapa del progresismo pansexual va minando los cimientos de la organización social. Tiende a descomponer la estructura familiar, promocionando un modelo de individuos totalmente individualistas, «poliamorosos», «pansexualistas», cuya ética legitima un estilo de vida para cuyas realidades prácticas, aunque nunca fueron tan doctrinarias, no son del todo nuevas, pues el diccionario cuenta, desde antiguo, con palabras que las describen: hedonismo, sensualismo, promiscuidad, lujuria, lascivia, salacidad, sicalipsis, sexomanía, pedofilia. Es probable que el pansexualismo no alcance de momento los últimos objetivos de su agenda, pero puede avanzar mucho, si cuenta a su favor con el respaldo poderoso del Estado. En el camino, intentará por todos los medios ofuscar el enfoque científico, debilitar el pensamiento crítico, demoler la sociedad fundada en la igualdad, la modernidad, la libertad y la democracia pluralista.


Conforme a su programa, la lucha pansexualista promociona unos modelos de relación conforme a los cuales se va sustituyendo la ayuda mutua de la familia, enraizada en la naturaleza biológica y la costumbre, por la dependencia anónima del Estado protector, que poco a poco aspira a ocupar todo el espacio social. Se cambia la interrelación afectiva, personal, por la relación burocrática de amparo jurídico. Una interpretación metafórica diría que, al final del proceso, serán los supermachos y las superhembras alfa del partido gobernante quienes decidan y legislen sobre la vida de las personas en todos sus aspectos (al modo de la saría mahometana). Tan solo persistirá una ilusión de libertad, circunscrita a los espacios de desrepresión provistos con el fin de incentivar la adhesión y como coartada ideológica.


Al separar a los hijos de los progenitores y de la organización familiar, la última meta ideológica de la ingeniería social pansexualista es que sean los poderes del Estado, quizá con una red de inclusas subven­cionadas, los que tomen a su cargo a los niños y los adoctrinen dentro de una colmena totalitaria, como infausta alternativa a la familia propiamente tal, inserta en el sistema de parentesco.


Insistamos una vez más: si la relación sexual, en sentido biológico estricto, consiste en un intercambio de genes, que eventualmente da lugar a la fecundación, entonces, cuando la relación sexual se desvincula del «género», una de sus implicaciones es el rechazo del matrimonio y la familia. En consecuencia, ocurre que los niños son privados de padre y madre, son huérfanos preprogramados y prefabricados. Por eso, esas formas de convivencia que el Estado llama «familias», de tipo monoparental, adoptiva, impropia, o defectiva, tienen como resultado más palpable la promoción de orfanatos domésticos. Aunque en un futuro se podría solventar el problema de la reproducción por medio de gestantes artificiales, tal vez máquinas. Y el afectuoso cuidado materno y paterno pasaría a ser sustituido por la atención burocrática en el seno de un monumental orfanato. Pero ¿qué clase de inhumanos resultarán?


La deriva de cierto feminismo radical ha ido también por esos caminos, al extender la retórica del «heteropatriarcado» hasta una crítica demagógica de los fundamentos políticos de la sociedad moderna occidental. No hay más que ver las insidias feministas posmodernas que vinculan el régimen patriarcal familiar con la estructura del Estado liberal democrático, postulando la tesis de que está organizado por los varones en contra de las hembras. Léanse los sofismas encadenados de Carole Pateman, en El contrato sexual (1988). Su conclusión política es un llamamiento para acabar con la democracia, no se sabe muy bien para qué alternativa, sin duda dictatorial, acaso inspirada por una reedición del mito del matriarcado.


En realidad, las llamadas «políticas de igualdad» y «políticas de identidad» que hoy despliegan las instituciones gubernamentales y educativas suelen consistir en administrar la discriminación de unos grupos respecto a otros (grupos sexuales, raciales, territoriales), favore­ciendo demasiadas veces a los falsamente oprimidos, bajo el camuflaje ideológico de una corrección política que impone tabúes, amenazas y represalias, y usando un lenguaje trufado con santurronería de género (cfr. Benegas 2020: cap. 19 y 20). Desde el necesario reconocimiento de la diversidad humana junto con la igualdad ante la ley, se ha dado un salto, injustificable, a la promoción arbitraria de privilegios para las «diferencias».


Los planes sexualistas patrocinados por gobiernos dados a la experimentación social y el proselitismo irresponsable ejercido a través de los medios de comunicación de masas han conseguido que la opinión pública considere ciertas aberraciones morales como una conquista emancipadora. Se da un trastorno desastroso de los principios éticos en nuestra sociedad, no ya permisiva, sino abiertamente corruptora, que presenta como normal la depravación del sexo, la distorsión del lenguaje y el adoctrinamiento sectario en la enseñanza.


Cuando el control ideológico sobre la gente llega a ser casi absoluto, los mantras sustituyen al debate abierto. La replicación viral de la mitología pansexualista, la subordinación jerárquica a ídolos degenerados, la ceguera voluntaria ante la delincuencia política, facilita el proceso que convertirá la sociedad humana en un gigantesco hormiguero.


El argumento, esgrimido a veces, de que las reglas de la familia o el matrimonio son una «construcción» social, como sobreentendiendo que son algo que puede desmontarse y montarse a voluntad en un momento dado, es un argumento falaz porque da a entender algo completamente erróneo. No cabe planificar la evolución histórica, máxime ignorándola, sin sabotearla. En principio, las instituciones recibidas se encuentran contrastadas con la experiencia y seleccionadas bioculturalmente a lo largo de siglos, o incluso milenios. Es evidente que no son eternas. La evolución prosigue, pero muy pocas de las mutaciones o innovaciones resultan consolidadas por la selección cultural, en función de su valor de supervivencia y de convivencia. La mayoría de las que aparecen no prosperan. Sin embargo, en ocasiones, hay mutaciones que llegan a difundirse, pese a ser deletéreas, y acaban siendo patológicas o mortíferas para la sociedad. Conviene distinguir unas de otras.


En este sentido, podemos temer que las injerencias de ingeniería social en el campo del comportamiento sexual se correlacionen con fases hacia la demolición de las libertades cívicas y las instituciones democráticas pluralistas. Hay proyectos políticos «progresistas» cuya hoja de ruta incluye el objetivo de implantar progresivamente una dictadura tota­li­taria. Y es que el mayor logro del progresismo posmoderno estriba en combinar el relativismo moral con el despotismo político.


Ya no es solo una ideología de género inscrita en un discurso lunático, o en pancartas de manifestaciones tumultuosas. Hoy, por ejemplo en España, hay leyes de género marcadas por el pansexualismo, como la ley de «violencia de género». Y hay políticas agresivas impuestas por una minoría contra el consenso de la gran mayoría de la sociedad. Se instauran tipos de «matrimonio» y de «familia» impropios, que no tienen cabida coherente en ningún sistema de parentesco propiamente tal. Se suprime el título de «familia numerosa». Se borran del léxico jurídico los términos «madre» y «padre». Se niega el derecho de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos y se menoscaba la patria potestad, afirmando que «los hijos no pertenecen a los padres de ninguna manera». Se eliminan las condiciones limitantes para el aborto. Las adolescentes, a partir de los 16 años, pueden abortar por su cuenta, sin conocimiento ni aprobación de sus padres. A cualquiera, incluidos niños y púberes desde los doce años, se le permite cambiar de sexo y de «género» a voluntad. Se defiende que los menores puedan dar su consentimiento a relaciones sexuales con adultos desde los doce años; y que en la educación infantil se enseñe a los niños pequeños a masturbarse a partir de los tres años.


Hoy, el Estado no solo no tiene una política de apoyo a la familia, sino que impulsa su destrucción. Lo que quiere son buenos «ciudadanos» entendidos como individuos aislados y dóciles, pero no personas libres. Los medios de domesticación de masas y hasta un «Ministerio de Igualdad», además del sistema de enseñanza, adoctrinan contra la familia, promocionando todas las formas de satisfacción hedonista inmediata como mecanismo ascético para la formación de individualidades egoístas, pero gregarias en la sumisión a un orden estatal que acapara toda la organización social. A cambio, se exige la renuncia a formar una familia, el abandono de la tradición.


Esta línea de intervencionismo en marcha suspende toda norma racional asentada por la costumbre, a la vez que exalta como virtudes cívicas no ya el adulterio o el homosexualismo, sino la pedofilia, la corrupción de menores, la falta de respeto a los progenitores, el desprecio a la familia, todo esto en nombre de una libertad que está por ver, porque las experiencias habidas desde Mayo del 68 han demostrado que se trata de la mentira con que se encubren los abusos de los más prepotentes sobre los débiles e inmaduros.


La pragmática de esa especie de sovietismo de género propende a erosionar la institución familiar, reemplazando el apoyo mutuo del pa­rentesco por beneficios burocráticos concedidos por el Estado a los individuos, que así dependerán vitalmente de él. En última instancia, se pretende estatalizar la reproducción, tras desvincularla del sistema inmemorial del parentesco, de modo que la natalidad quede separada de la organización conyugal y familiar autónoma. Este es el destino que aguar­da, cuando ideológicamente se desconecta radicalmente sexo, género, afecto y parentesco; cuando se idealiza la satisfacción inmediata de la pulsión sexual, el cumplimiento irrestricto de fantasías eróticas individuales, al margen de toda responsabilidad familiar, mientras subrepti­ciamente el Estado se apodera de la gestión directa de la población, usurpando la titularidad del genoma humano.


En síntesis, el militantismo de «género» radical propaga un discurso de cariz totalitario, al mismo tiempo que se lanza socialmente al asalto de las instituciones educativas y políticas. Sus secuaces recitan el mito panse­xualista y transgenerista como un corán, obnubilan a demasiados prosélitos vacuocéfalos y promueven la dictadura ideológica de un puritanismo canalla, que practica con descaro la censura, el acoso y la intimidación contra quienes osan oponérsele.


El utopismo que pretende la abolición de las categorías sociales de sexo/género resulta tan absurdo como pretender abolir la gramática y el léxico de la lengua hablada, para que cada cual sea libre de comunicarse con su idiolecto inventado a cada momento, lo que apenas se distinguiría de una cacofonía de rebuznos.


La evolución no se define en términos de individuo, ya que el comportamiento de un individuo desviante o innovador puede ser anecdótico, si queda en una rareza aislada. La evolución se define en términos de la población, cuando el nuevo esquema es imitado y cunde socialmente. Este es el riesgo, si no hay resistencia.


A veces se justifica señalando que hay mayor libertad individual. La hay, sin duda. Pero no debemos olvidar que la libertad implica posibilidad de obrar lo bueno y lo malo, en términos éticos, por lo que requiere una mayor responsabilidad, tan a menudo ausente. No toda transgresión como ejercicio de libertad mejora las cosas. Los mutantes culturales pueden levantar una sociedad, pero también hundirla. En el balance, las innovaciones pansexualistas, lejos de ser constructivas, amenazan con un retroceso histórico sin precedentes para la organización social.


Las corrientes más radicales del feminismo, el homosexualismo, el pansexualismo y el transgenerismo se interconvierten y convergen en una ubicua hipersexualización, forman una amalgama que hace estragos entre la gente joven y guerrea contra las estructuras de parentesco de la cultura occidental. Hay que salir en defensa de ellas, porque nuestro modelo tradicional se caracteriza por singularizar a cada individuo dentro de un campo de relaciones que hace posible la igualdad concreta, que educa para la libertad personal y la responsabilidad dentro de una sociedad abierta. En otros modelos conocidos, en cambio, el individuo está subordinado estructuralmente a la familia, al clan, de forma que queda desposeído de auto­nomía en sus decisiones personales, a la vez que coartado en sus libertades políticas y económicas. Al demoler las estructuras del matrimonio monogámico y la familia vertebradora del parentesco, la evolución cultural pansexualista va camino de desarticular las bases de la sociedad occidental.


En el trasfondo del discurso pansexualista, se esconden dos metafísicas que, en la teoría, parecen contrarias e incompatibles entre sí: A) El relativismo posmodernista para el que todo da prácticamente igual, pues todo punto de vista vale como interpretación y cualquier comportamiento es legítimo en la práctica. B) El totalitarismo tomado de la dialéctica por el neomarxismo, sin duda fuera de época, pero que alienta la «lucha» de géneros en la que solo es admisible un dogma. No obstante, ambas corrientes ideológicas, mitológicas, criptorreligiosas, confluyen en el empeño por abolir el sistema de parentesco, así como en la enemistad hacia la civilización humanista de inspiración cristiana.


En un juicio sumario, desde un enfoque filosófico, cabría decir que la deriva analizada, por cuanto desacopla la animalidad (irracional) y la humanidad (representada por la norma cultural), al tiempo que se pone la segunda al servicio de la primera, promueve formas de comportamiento calificables como éticamente reprobables por repercutir de manera perniciosa en la organización social. Es una cuestión que afecta, en última instancia, a la supervivencia de la especie, pero también al significado de la existencia humana.


En fin, debemos dictaminar que el relativismo posmodernista es intelectual y moralmente insostenible, al menos para quien no renuncie a la razón. La idea relativista de que cualquier comportamiento sexual da igual y toda ética constituye un artificio, al ser defendida como absoluta e incuestionable, evidencia que es la presunta validez universal del relativismo pansexualista, patrocinado por el totalitarismo «progre», la que implica una contradicción.


Lamentablemente, estamos en un mundo donde cada vez resulta más raro encontrar verdad en las palabras, decencia en los comportamientos, respeto a la naturaleza y fe ilustrada en Dios. La inquisición «progre» impone la «corrección política», pura ideología, que induce a la autocensura y coarta libertades mediante todo tipo de intimidaciones.


Con todo, no hemos vislumbrado el último horizonte de la desolación. Aún habría que asociar los movimientos pansexualistas y los planes de ingeniería social del Estado con las profecías de la manipulación genética, que darían el salto del sujeto transgénero al transhumanismo (cfr. Miyares 2022). Todavía un mito delirante, pero es el mito lo que transforma o trastorna la historia. Las doctrinas del transhumanismo creen que es posible y deseable, en un futuro próximo, la superación de ciertos límites cognitivos y corporales de la naturaleza biocultural humana, mediante el empleo de la ingeniería genética y la edición del ADN. Este tipo de sectas criptorreligiosas profetizan el poshumanismo, un mesianismo genómico, cuya escatología imagina la metamorfosis de nuestra realidad antropológica, de tal manera que los portentos tecnológicos generarían una nueva especie artificial, «poshumana» o «transhumana», salvada de las constricciones determinadas por el genoma actual de homo sapiens. Dios nos libre del terror que supondrá, si algún día prosperan ideas como esas y unos fáusticos aprendices de brujo consiguen financiación para sus experimentos Frankenstein, que, con toda probabilidad, desencadenarían una calamitosa pandemia de peste negra genética, previa acaso a una catastrófica extinción de la humanidad como humanidad.