La negación de la
familia. Las estructuras
del parentesco y sus simulacros
1. El auge
del pansexualismo
PEDRO GÓMEZ
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El
dimorfismo sexual está determinado genéticamente
Como en tantas
otras, en la
especie humana, biológicamente los sexos son dos: el masculino y el
femenino,
de antiguo simbolizados por Hermes y Afrodita. En muy raras ocasiones,
el error
genético da lugar a individuos hermafroditas. Dentro de estos
determinantes de
naturaleza biológica, se enmarca toda la diversidad de matices que
concreta la
singularidad de cada persona. Pero sin ignorarlos. No existen más sexos
biológicos en la especie humana que los dados genéticamente, y esto no
solo es
una obviedad, sino que es una realidad refrendada por la ciencia
biológica.
Todas las demás diferenciaciones en el comportamiento sexual pertenecen
al
plano de los modelos sociales, que conjugan siempre lo biológico y lo
cultural.
Así, el comportamiento sexual se encauza a través de papeles
socioculturales
que se transmiten y los individuos asumen y desempeñan, en procesos
sociológicos y psicológicos. Por mi parte, considero que cabe
investigar esta
realidad lo más objetivamente posible, y también evaluarla
filosóficamente en
un debate moral. De lo que se trata no es de un «discurso» opinable,
como
dirían algunos, sino de entender hechos antropológicos.
El dimorfismo sexual genéticamente
determinado
es básico
para la sociedad humana. Es tenido en cuenta en cada tradición
histórica, que
lo encauza y perfecciona a través de reglas culturales, mediante las
cuales
queda instituido, en rigor, el sistema de parentesco. En los tres
capítulos
siguientes, expondré a fondo un análisis del sistema de parentesco,
teniendo
en cuenta las teorías antropológicas más acreditadas. Por el momento,
adelantaré algunos conceptos básicos. El parentesco es una realidad
indisociablemente
biocultural, que asigna a los individuos los lugares que ocupan en la
estructura, las normas de intercambio, los modos de relación permitidos
y
prohibidos, las funciones y obligaciones para cada figura de
parentesco, con
su correspondiente nomenclatura, que el individuo va asumiendo a lo
largo de su
vida. En este sentido, la familia, la evitación del incesto y las leyes
de
exogamia fundan la sociedad humana.
El
fundamento bio-cultural del sistema de parentesco
Antes de la
aparición de un
principio de organización específicamente político, que fue introducido
por las
sociedades estatales, la organización de la sociedad se edificaba sobre
el
fundamento de las estructuras de parentesco. Con la aparición del
Estado, estas
estructuras no desaparecieron, sino que permanecieron, aunque ya sin
totalizar
el orden social. Conservaron su propio nivel de autonomía y
desarrollaron
formas más abiertas de intercambio generalizado. Desde entonces,
podríamos
decir que el parentesco ha constituido un modo de conformación de la
sociedad
civil.
La realidad descrita por la antropología
cultural es
perfectamente diáfana:
«Toda sociedad humana, en efecto, modifica las
condiciones de su perpetuación física mediante un conjunto complejo de
reglas
tales como la prohibición del incesto, la endogamia, la exogamia, el
matrimonio
preferencial entre ciertos tipos de parientes, la poligamia o la
monogamia, o
simplemente por medio de la aplicación más o menos sistemática de
normas
morales, sociales, económicas y estéticas» (Lévi-Strauss 1958: 317).
En todas partes, la «función fundamental de un
sistema de
parentesco es definir categorías que permitan determinar cierto tipo de
regulaciones matrimoniales» (Lévi-Strauss 1966: 55), y así sanciona un
tipo de
comunicación entre individuos y grupos crucial para su subsistencia.
El sistema de parentesco constituye, a su
modo, un hecho
social total, dotado de connotaciones múltiples, psicológicas, sociales
y económicas.
Más exactamente, engloba dos órdenes superpuestos: un sistema de
denominaciones
o nomenclatura (padre, madre, hijo, abuelo, tío, sobrino, primo, etc.)
y otro
sistema de actitudes o comportamientos (respeto o familiaridad, afecto
u
hostilidad, derecho o deber). Estos dos sistemas no se correlacionan
linealmente uno con otro, pero existe una interrelación determinada en
cada
sociedad.
No cabe pensar que el parentesco sea algo
secundario en
ninguna sociedad: «Si la interpretación que propusimos es exacta, las
reglas
del parentesco y el matrimonio no se hacen necesarias por el estado de
sociedad. Son el estado de sociedad mismo» (Lévi-Strauss 1949: 568). En
este
sentido, el análisis antropológico desvela la clave: «La prohibición
del
incesto funda de esta manera la sociedad humana y es, en un sentido, la
sociedad» (Lévi-Strauss 1973: 29). Hace imperativa la exogamia.
Por eso, comprendemos que «el incesto es
socialmente
absurdo antes de ser moralmente culpable» (Lévi-Strauss 1949: 562). De
manera
análoga, podríamos diagnosticar, contra la frivolidad imperante, que
las
estructuras que atentan contra el parentesco son socialmente
destructivas,
aparte de ser éticamente reprobables.
Al surgir, la cultura «no está simplemente
yuxtapuesta ni
simplemente superpuesta a la vida. En un sentido, la sustituye; en
otro, la
utiliza y la transforma para realizar una síntesis de un nuevo orden»
(Lévi-Strauss 1949: 36). Pero jamás puede emanciparse de la naturaleza
biológica.
Con la prohibición del incesto, se establece
la condición
que posibilita el advenimiento de un nuevo orden: «una estructura nueva
y más
compleja se forma y se superpone –integrándolas– a las estructuras más
simples
de la vida psíquica, así como estas últimas se superponen
–integrándolas– a las
estructuras de la vida animal» (Lévi-Strauss 1949: 59). Este hecho
tiene
alcance antropológico universal; se verifica en toda sociedad por
arcaica o por
moderna que sea.
La realidad humana es a la vez de naturaleza
biológica y
cultural, y no cabe buscarle una explicación última en una sola de las
dimensiones de esta dualidad. El análisis no puede aceptar una división
dicotómica entre «naturaleza» y «cultura» que autonomice a esta y trate
de
justificar discursos capaces de otorgar al parentesco cualquier
significado y
dirigidos a modificarlo arbitrariamente. En el plano del discurso se
puede decir
cualquier cosa y su contraria acerca del sexo o el género. Pero la
diferencia
de sexos no se resuelve en el discurso, como creación literaria de
algún poder
dominante, o como ideología de quien busca liberarse. Hay realidades
efectivas
de los sexos en el campo sociocultural, determinadas por exigencias
prácticas
de la organización social concreta, sin excluir la influencia, para
bien o para
mal, ejercida por la configuración intelectual y moral de los agentes.
Incluso
las puras especulaciones, que pueden ser en sí mismas inconsistentes y
hasta
delirantes, pueden producir, no obstante, consecuencias reales.
El propósito de estas páginas es llevar a cabo
una
exploración en torno a ciertas problemáticas que afectan a las
relaciones
sociales que tienen que ver con el comportamiento sexual y con su
repercusión
en las estructuras de parentesco.
Para no sucumbir a la confusión reinante,
conviene hacer,
para entendernos, unas aclaraciones preliminares acerca de distintos
componentes de orden biológico y cultural que forman parte del sistema
de
parentesco, aunque no sean los únicos, ni toda su variedad sea
integrable en
este sistema:
— El sexo biológico o genital es
taxativamente
binario, macho y hembra, aunque en casos muy excepcionales pueda darse
hermafroditismo o intersexualidad en el cuerpo de algunos individuos. A
veces
se observa androginia, como ambigüedad en los rasgos somáticos
aparentes.
— El género, o identidad de género, se
define por
la adopción como propios de unos rasgos y comportamientos asignados al
sexo
biológico según el código sociocultural vigente, que configura el
género
masculino y el género femenino, la masculinidad y la feminidad. A
veces, puede
ocurrir que un individuo adopte su identificación de género con
independencia
del sexo biológico: así, el transexual o el trangénero adopta el género
opuesto
a su sexo de nacimiento.
— La orientación erótica se refiere a
la
propensión pulsional y afectiva, como objeto de deseo, hacia personas
de un
sexo o género determinado. Este objeto no coincide siempre con el
diferente al
sexo biológico o el género que uno mismo asume. La atracción sexual o
erótica
se suele clasificar como orientación heterosexual, homosexual, bisexual.
Ahora, prestemos atención a fenómenos en auge
que
acontecen fuera de los confines del parentesco. No es complicado
adivinar que
nos estamos refiriendo al movimiento feminista hoy escindido entre
clásico y
radical; al movimiento gay, ampliado luego y conocido por las siglas
LGBT (léase lesbi-gai-bi-trans-sexual),
autoproclamado defensor
de la «diversidad» sexual; y, más recientemente, a las corrientes
pansexualistas en varias ramas. De hecho, contemplamos una declarada
guerra
civil entre el feminismo clásico y sus epígonos radicales, encuadrados
en
colectivos que militan por lo que bien podría considerarse un
pansexualismo
disoluto o un transgenerismo disolvente.
En nuestras sociedades permisivas, los modelos
promovidos
por esas tendencias convergen en un desafío multiforme a las
estructuras del
sistema de parentesco, por cuanto coinciden en anteponer el sexo como
eje de la
vida personal. Al mismo tiempo, suscitan la polémica en torno a las
identidades
de «género», que manifiesta una polarización contrapuesta. Según un
concepto,
la identificación del propio género sería opcional y sin tener en
cuenta la
biología (es decir, al margen de los genitales y los cromosomas). Según
el
otro, se rechaza toda concreción del género, con una negativa tajante a
asumir
una identidad sexual determinada, de tal modo que los «géneros» pierden
toda
significación. No obstante, en ambas líneas, encontramos que el
individuo y sus
relaciones se sustraen a las normas más asentadas de la cultura, aparte
de
obviar la naturaleza humana dada biológicamente.
El
movimiento feminista abandera la lucha de sexos
Podemos partir
de lo que
dice la Wikipedia en la entrada «feminismo», donde hay también
bibliografía,
aunque la fiabilidad de esta fuente enciclopédica haya que ponerla
siempre en
cuarentena:
«El feminismo es un movimiento político y
social, una
teoría política y una perspectiva filosófica que, según la RAE, postula
el
«principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre». De acuerdo
con ONU
Mujeres, el feminismo en principio lucha por la equidad de género y por
el
reconocimiento de las mujeres como personas físicas y sujetos de
derecho. Asimismo,
sostiene que ningún ser humano
debe ser privado de bien o derecho alguno a
causa de su sexo y busca conseguir que las mujeres tengan iguales
libertades
que los hombres, además de eliminar la violencia contra la mujer que en
su
mayoría es ejercida por estos mismos. Surgió alrededor del siglo XVIII…»
Con esta cita tenemos una idea básica. Todos
estaremos de
acuerdo con la igualdad en el reconocimiento de derechos y libertades
para la
mujer, como para todo ser humano. Pero el feminismo realmente existente
representa un movimiento probablemente no tan antiguo, ni tan
utópicamente
liberador e igualitario como proclama la hagiografía al uso. De hecho,
encontramos una pléyade de feminismos a menudo en discordia: feminismo
liberal,
feminismo socialista, feminismo anarquista, feminismo marxista,
feminismo radical,
feminismo negro, feminismo interseccional. Se habla de una primera,
segunda,
tercera y cuarta olas en la historia del feminismo. Y si buscamos una
clasificación general, en la misma Wikipedia se cataloga una treintena
de
variantes, cada una con su entrada correspondiente.
Buena parte de las doctrinas feministas
emplean términos
clave acuñados por los «estudios de género», tales como patriarcado,
heteropatriarcado, androcentrismo, perspectiva de género,
empoderamiento de las
mujeres, violencia machista, etc. Ahora bien, estos términos y las
doctrinas
donde se inscriben sustentan conceptos más ideológicos que objetivos,
como han
denunciado incluso sectores del propio feminismo. Lo que ahí se revelan
son,
sobre todo, los paradigmas metafísicos o criptorreligiosos de las
respectivas
corrientes, en ausencia de verdadera sociología y de antropología
social
comparada.
El rasgo feminista más común radica en la
promoción del
enfrentamiento entre sexos/géneros, interpretado como lucha de las
féminas
contra los varones, contra el «patriarcado». Esta lucha es, en su
esquema, un
trasunto de la «lucha de clases», con la que coincide en una propensión
un
tanto maniquea de los grupos militantes y en incitar a conductas
generalmente
agresivas en los niveles populares.
El feminismo denominado clásico ha sido
sobrepasado por
otro que, desde principios de este siglo XXI, discurre por derroteros
cada vez
más radicales, con unas doctrinas críticas no ya del «patriarcado»,
sino de los
varones como conjunto. El «empoderamiento» de las mujeres se orientó a
la
reivindicación de la «perspectiva de género» (entiéndase femenino), al
parecer
como interpretación de la realidad que antepone los propios intereses
de grupo
al juicio ajustado a la realidad. Luego, se insistió en la «violencia
de
género» (del masculino sobre el femenino), porque sobreentienden que la
violencia la ejerce por definición el varón y que la hembra es siempre
la
víctima. A partir de estas ideas, convertidas en dogmas, no es de
extrañar que
se llegue a toda clase de disparates. Así, hemos podido ver por las
calles carteles
murales de una marcha feminista, en los que se leía «Muerte al
terrorismo
machista», no referido a ningún caso particular, sino como una
acusación que
incrimina a todos los hombres por el hecho de serlo.
En estos asuntos con implicaciones tan
controvertidas, es
de suma importancia buscar la mayor objetividad posible por encima de
todo. En
este sentido, la llamada «perspectiva de género» (lo mismo que la
perspectiva
de clase, de raza, etc.) supone una negación frontal de la objetividad.
Pues
sacrifica la objetividad a unos intereses de grupo y, consecuentemente,
desprecia la verdad, al distorsionar la visión de la realidad en
función de una
ideología doctrinaria. Esto comporta cierta forma de bandolerismo
intelectual y
una falta de ética, con lo que la «perspectiva de género» pierde toda
el aura
que se le suele dar.
Sin el menor ánimo de ofender a nadie, una
observación
atenta nos muestra que la expansión social del feminismo como ideología
de
género potenció, en la práctica, el desarrollo del movimiento gay, por
su
incidencia fáctica en una mayor problematicidad en las relaciones entre
los
sexos, que a su vez ha repercutido en el incremento social de la
homosexualidad. Al fomentar tanto la rivalidad de los géneros, el
discurso
feminista dificulta en buena medida el acercamiento y el entendimiento
entre
hombres y mujeres, lo cual, con toda probabilidad y sin ser la única
causa,
contribuye al auge de la «opción homosexual» como vía alternativa de
realización erótica. Igualmente afecta negativamente a la estabilidad
del
matrimonio y la familia tradicional.
El
movimiento gay obtiene el matrimonio homosexual
En estos
tiempos desnortados
que algunos llaman posmodernos, a falta de nombre propio, hemos
conocido no
solo la eclosión, sino la expansión y hasta el orgulloso proselitismo
del
movimiento gay o LGBT, o como diría un clásico, la apoteosis del
uranismo y el
tribadismo.
Consultemos de nuevo la Wikipedia como punto
de partida
un tanto ecléctico, en la entrada «movimiento LGBT»:
«El movimiento LGBT o movimiento LGTB es el
movimiento social que lucha contra la discriminación y en favor
de la normalización y
reconocimiento de derechos de las personas lesbianas,
gais, bisexuales, transgénero y transexuales.»
Reiteremos el respeto a todas las personas en
cuanto
tales, sean de la orientación que sean, lo que no obsta para proseguir
el análisis
del tema sin ser anatematizado por «homofobia». Al explorar el asunto,
una de
las primeras cosas que salta a la vista es el contencioso lingüístico.
En estos
aciagos días en que está prohibido llamar a las cosas por su nombre,
nos
sentimos transportados a un ámbito de eufemismos, censuras, mentiras y
falsos
tecnicismos, donde metafóricamente parecería que reina Satanás
disfrazado de
ángel de luz. Quienes discrepan han de tener cuidado, porque pueden
desencadenarse nuevas guerras de religión, ahora en forma de duros
enfrentamientos entre creencias sobre el sexo, codificadas en discursos
altamente dogmáticos e intolerantes.
No se trata de lo que alguien sea
personalmente, sino de
la significación social, política e ideológica del movimiento designado
con el
acrónimo LGBT. Sin duda, constituye una realidad más amplia y compleja
que lo
que desfila en las carrozas del orgullo.
Los siglos de uso de la lengua española y los
diccionarios ya proporcionan un rico repertorio de palabras, en
ocasiones quizá
más precisas que la jerga dudosamente científica que manejan los
discursos gais
posmodernistas. Por más que se las declare palabras malsonantes,
despectivas u
ofensivas, sin criterio coherente, no se las puede privar del valor
semántico
denotativo o connotativo. Por eso, no debe tacharse de blasfemia el
recordar
algunas, antes de que el puritanismo progre las borre del
diccionario, las
prohíba o hasta multe en penitencia por su uso pecaminoso. Solo unos
vocablos
de ejemplo, en orden alfabético, para ellos: acaponado, afeminado,
ahembrado,
amadamado, amanerado, amaricado, amariconado, amujerado, barbilindo,
bujarrón,
cacorro, fileno, invertido, marica, maricón, mariposa, mariposón,
mariquita,
ninfo, sarasa, sodomita. Y para ellas, con más parquedad: bollera,
lesbia,
lesbiana, lésbica, macha, machorra, marimacho, maritornes, sáfica,
torta,
tortillera, tribada, virago, viriloide.
Por otro lado, ha habido interés por buscar
una
explicación al fenómeno de la orientación homosexual. Las teorías
basculan
entre dos extremos inconciliables: las que remiten al determinismo
genético y
las que defienden que se trata de una opción personal. Habría que decir
que la
preprogramación o la predisposición de los genes para los
comportamientos
complejos es una cuestión muy controvertida, que no tiene aún una
respuesta
científica definitiva. Algún sociobiólogo afirma que «la mayor
probabilidad de
que una persona se desarrolle para devenir homosexual está prescrita
por genes»
(Wilson 2012: 295). Pero reputados genetistas sostienen que la
funcionalidad de
los genes termina en la producción de las proteínas correspondientes,
muy lejos
de cualquier comportamiento. Así que, quizá, lo más probable sea que el
comportamiento no esté en los genes, sino en los memes: depende del
sistema de
esquemas culturales que operan en los cerebros de las personas, así
como de los
esquemas que las personas elaboran a partir de su experiencia, en
respuesta a
los desafíos del medio y las urgencias de la vida.
Pero bajemos al terreno de la historia para
continuar con
el tema. Es palmariamente evidente que el hecho de la homosexualidad ha
estado
presente en todas las sociedades humanas, en toda época y lugar. Solo
difiere
el tratamiento que se le ha dado. Algunos pueblos reprimieron
punitivamente la
homosexualidad, otros toleraron sin más problema a las personas de esa
categoría, y otros les reservaron tareas especiales en beneficio del
orden
social. Ahora bien, no tenemos información de que en ninguna parte se
haya
constituido un fenómeno tan amplio, organizado y militante como el que
representa el movimiento LGBT que conocemos en las naciones
occidentales
contemporáneas.
Como es sabido, fue en Estados Unidos donde se
potenció
el movimiento gay, donde dio lugar a abundante literatura y donde salió
a las
calles reivindicando sus derechos. Allí también inventaron y
enarbolaron la
bandera arcoíris, por cierto nada original. Pues, en realidad, cuando
cierto
artista de Kansas la propuso en 1978, ya existía como bandera de la
municipalidad de Cuzco, en Perú, adoptada como enseña del Tahuantinsuyo
o
Imperio incaico. En Cuzco, uno puede ver cómo esta bandera con las
franjas del arcoíris
luce en la plaza de Armas y en edificios oficiales, junto a la bandera
nacional peruana, sin que haya la menor referencia simbólica a LGBT.
La amplificación del fenómeno homosexual en la
sociedades
desarrolladas no significa solamente una mayor visibilidad, sino que se
relaciona con una expansión cuantitativa cuyas causas cabe estudiar. En
busca
de explicación, el antropólogo Marvin Harris resume su teoría indicando
que, en
el fondo, responde a un cálculo de costes/beneficios, más o menos
consciente,
en el terreno de las ventajas sexuales y sociales. También cabe aducir
una
serie de factores y circunstancias concurrentes: la mayor facilidad que
ofrece
para la satisfacción del deseo sexual; la ventaja de invertir en uno
mismo el
tiempo y el dinero que se gastaría en los hijos; los beneficios
económicos y
políticos que reporta la pertenencia a la red gay; el prestigio de los
modelos
LGBT difundidos por los medios de información o propaganda, sobre todo
en
televisión y cine; y la relajación generalizada de las costumbres,
junto con el
abandono de la adhesión a la moral cristiana.
Una característica de los emparejamientos
homosexuales,
por su propia esencia, ha sido siempre el ser refractarios a la
familia, pues
constituyen una manera de esquivar el matrimonio y los hijos. No
obstante, en
tiempos recientes, un sector del movimiento gay giró en otra dirección.
No solo
han aspirado a que se le reconozcan derechos equiparables a los de la
legislación familiar, sino que, además, han presionado insistentemente
para que
a la pareja formada por personas del mismo sexo se la considere
jurídicamente
como matrimonio.
Recordemos que la institución matrimonial, que
ha
admitido distintas configuraciones en las distintas culturas, sigue
estando
presente y gozando de un prestigio reconocido y legitimado ampliamente.
Ya
sabemos que es sobre la base del matrimonio como se constituye la
familia y se
establece la red del parentesco. Por tanto, desde un punto de vista
riguroso,
el término «familia» solo adquiere su sentido preciso cuando está
inserta en el
sistema de parentesco. Y el parentesco debe estar categorizado con
precisión,
tanto por la antropología como por la regulación jurídica. Para la
antropología
social, cualquier definición arbitraria del parentesco, la familia o el
matrimonio supondría adscribirse a una teoría inconsistente,
perfectamente
invalidable. Para la filosofía del derecho, una amalgama de figuras
jurídicas
relativas al matrimonio y la familia resultará falta de racionalidad y
causa de
injusticia, por no establecer con la debida precisión la naturaleza de
las
relaciones que regulan.
De ahí que no haya razón para que cualquier
unidad social
de convivencia tenga por qué considerarse ni llamarse «familia». El
campo
efectivo de las interacciones sociales y sexuales o eróticas abarca
mucho más
que el parentesco. Es patente que cualquier clase de emparejamiento con
una
relación estable no es condición suficiente para constituirse como matrimonio.
Según la ciencia antropológica, las categorías
clasificatorias del sistema de parentesco configuran una especie de
tabla
periódica de vínculos que conjugan la alianza, la consanguinidad, la
afinidad,
la adopción, etc., en la que cabe concluir que no encajan, en absoluto,
las
parejas homosexuales. En efecto, así se infiere si tenemos en cuenta
que se
conforman a un modelo de relación que, por su estructura, repugna con
el modelo
de la alianza matrimonial genuina por varias razones, entre ellas la
incompatibilidad
intrínseca, no solo empírica, con el tipo de interacción biológica que
permite
la procreación y demás funciones inherentes al parentesco. Es
interesante la
observación que hallamos en una obra del antropólogo y filósofo Jesús
Mosterín
sobre la naturaleza humana:
«Desde un punto de vista conceptual y
científico, hay que
distinguir claramente entre la reproducción (la producción de un
organismo del
mismo tipo que el reproductor), la sexualidad (el intercambio y
recombinación
de genes), el sexo (el ser macho o hembra), el erotismo (la obtención
de
placer, excitación y relajación mediante tocamientos y otras
interacciones
relacionadas con conductas que a veces conducen a la reproducción) y la
crianza
(el cuidado y alimentación de las crías)» (Mosterín 2006: 69).
Según esto, este autor concluye que «los
homosexuales
pueden practicar el erotismo y a veces pueden llevar a cabo la crianza,
pero lo
que no pueden hacer nunca entre ellos es ejercer la sexualidad o
reproducirse».
Un razonamiento perfectamente lógico.
La red internacional LGBT engloba, bajo su
acrónimo, las
identidades lesbianas, gais, bisexuales y transexuales, de modo que
ampara las
identidades sexuales o de género de carácter no heterosexual, no
binario y no
cisgénero. Si caemos en la cuenta, agrupa figuras en principio
incompatibles
entre sí, coincidentes solo por situarse fuera de la norma
heterosexual,
binaria (monogámica) y «cisgénero» (conformes con el sexo biológico de
nacimiento), lo que también significa fuera del parentesco. En efecto,
ahí no
tiene ningún papel la consanguinidad, la afinidad o la alianza, ni las
reglas
de intercambio matrimonial (y es de temer que, en un futuro, tampoco se
respete
la exogamia, ni los límites de edad).
Es un craso error creer que, para fundar un
matrimonio
dentro del sistema de parentesco, basta con que se dé un vínculo
interpersonal
de erotismo y consentimiento entre dos personas, sin que importe el
sexo. Las
relaciones de parentesco solo se dan insertas en el sistema social que
lo
regula estableciendo sus condiciones biológicas y culturales. De ahí la
insensatez de suponer que bastan las relaciones eróticas y sexuales de
una
pareja, de cualquier sexo, para formar un matrimonio y fundar una
familia en sentido
propio.
Las relaciones eróticas encuadradas bajo las
siglas LGBT
coinciden todas en ser estructuralmente no procreativas, relaciones
estériles,
por lo que no cuentan con fundamento para constituir matrimonio, ni
familia.
Pues estos se basan en el modelo estructural de alianza que, al menos
en
principio, es pertinente para la procreación.
La unión en pareja de dos personas del mismo
sexo se
articula conforme a un modelo de asociación completamente ajeno al
parentesco,
es decir, que no se atiene a los principios de organización que rigen
el
matrimonio propiamente tal y dan origen a los vínculos familiares. Por
esta
razón, resulta impropio, equívoco y engañoso designar ese tipo de
uniones como
«matrimonio», siendo el matrimonio el concepto central y clave en la
textura
del sistema de parentesco.
Puesto que una pareja heterosexual y una
pareja
homosexual constituyen dos perfiles biológica y socialmente diferentes,
por eso
mismo, requieren que se las identifique con conceptos antropológicos y
jurídicos netamente distintos. Todos sabemos que la relaciones sexuales
forman
parte del matrimonio, pero igualmente se dan por separado y no bastan
para
justificar una alianza matrimonial. El matrimonio se caracteriza por
vincular
el erotismo y el sexo en el marco de la norma y conforme a las reglas
del sistema
de parentesco. Por el contrario, una relación basada en el erotismo, el
sexo u
otros intereses interpersonales comunes, pero que se funde en una
estructura
inviable por principio para la procreación y en discordancia con las
reglas de
parentesco, como ocurre en la pareja homosexual, es una entidad
incompatible
con el matrimonio y la familia en sentido estricto.
Por consiguiente, es un absurdo antropológico
y una
aberración jurídica encuadrar a una pareja homosexual dentro de la
categoría de
«matrimonio», porque no cumple con las condiciones constitutivas del
sistema de
parentesco. En esta línea, si consideramos el tipo de relaciones que la
antropología transcultural incluye en la red de estructuras de
parentesco en
sentido estricto, comprobaremos que los modos de relación erótica o
sexual
entre individuos del mismo sexo, por mucho que cohabiten y pretendan
una asociación
duradera, no cumplen con las condiciones imprescindibles para
constituir un
matrimonio y una familia, por lo que no hay fundamento para reconocer
en ellos
una alianza matrimonial y lazos de parentesco propiamente tales. Solo
un abuso
de poder, como el que se produce hoy en numerosos países, puede cambiar
por ley
el nombre de las cosas, pero no cambiará la realidad antroposocial,
contemplada
desde un enfoque objetivo.
La unión civil o contrato de convivencia entre
una pareja
homosexual podría tener estatuto jurídico con una figura específica,
pero esa
coyunda nunca puede originar una alianza matrimonial, puesto que la
estructura
y función de esta consiste en instaurar, al menos como posibilidad por
su
modelo de interacción, un cauce abierto de intercambio genético que
genere
familias propiamente dichas. Entre personas del mismo sexo tal
propósito
resulta por naturaleza inverosímil e ilógico. La pareja homosexual
implica intrínsecamente
el «cierre de la procreación». En su caso, solo quedan flecos sueltos
del
sistema de parentesco, en la medida en que todo el mundo posee unos
ascendientes. Pero su relación de pareja obedece a un modelo inviable
para
crear descendencia, por lo cual, para las personas implicadas, la
familia en
sentido estricto se terminó en aquella de la que proceden.
Sin embargo, la dinámica del movimiento LGBT
empuja a sus
seguidores en una doble dirección. Por un lado, libera a la relación
homosexual
de la carga que implica la procreación y fomenta valores ajenos a la
familia.
Por otro lado, reclama el derecho a formar matrimonio y familia, aunque
sea
como simulacro, probablemente como vía de acceso a los beneficios que
ya se
habían establecido en la legislación familiar. Cuando se reclaman
derechos, no
debe ser a costa de otros. Por ejemplo, cuando la lésbica dice que ella
tiene
derecho a tener un hijo, hay que recordarle que el hijo tiene derecho a
tener
un padre.
En estas cuestiones, correspondería a los
antropólogos
sociales dar un veredicto más terminante, pero no hay unanimidad entre
ellos a
la hora de establecer a qué variedades de vínculo y de organización
doméstica
les corresponde propiamente el concepto teórico de matrimonio. Algunos
contemporizan porque temen ofender, si se niegan a calificar como
«matrimonio»
un tipo de uniones o formas de emparejamiento que claramente no cumplen
con las
características que lo definen. El antropólogo Marvin Harris afirma sin
ambages
que el «matrimonio homosexual» no es técnicamente un matrimonio, pero,
en vez
de resistir a la corriente, busca una escapatoria:
«Existe una manera sencilla para escapar de
este dilema.
En primer lugar, definamos el matrimonio como la conducta, sentimientos
y
reglas que se refieren al emparejamiento entre compañeros corresidentes
heterosexuales y a la reproducción en contextos domésticos. En segundo
lugar,
para evitar ofender a nadie al aplicar este concepto exclusivamente a
corresidentes domésticos heterosexuales, se puede recurrir a un
sencillo
expediente. Designar las demás relaciones como «matrimonios entre no
corresidentes», «matrimonios hombre-hombre», «matrimonios mujer-mujer»,
o
mediante cualquier otra nomenclatura específica que demuestre ser
apropiada.
Está claro que estas uniones tienen diferentes implicaciones
ecológicas,
demográficas, económicas e ideológicas. Por tanto, nada se gana
diciendo si son
o no «verdaderos» matrimonios» (Harris 1988: 408-409).
Lo decepcionante de ese «sencillo expediente»
es que se
renuncia a la exactitud de los conceptos por razones totalmente
acientíficas y
espurias, para «evitar ofender» no se sabe muy bien a quién. ¿Desde
cuándo es
este un criterio admisible en un método que aspira a ser científico?
La calificación de las parejas homosexuales
como
«matrimonio», en contra de toda evidencia antropológica, solo puede
explicarse
como prepotencia por parte de quienes deciden esa categorización. Se
trata de
una imposición inmoral de una ideología a la que la vacía
autoproclamación de
«progresista» pretende autorizarla a cualquier desmán y a la
manipulación de
las instituciones sociales básicas.
Es lo que ocurrió de hecho en España, en 2005.
El Partido
Socialista legalizó el llamado «matrimonio entre personas del mismo
sexo»,
desestimando el informe en sentido contrario elaborado por el Consejo
de Estado
y despreciando el veto del Senado. Así, se aplicó a las uniones de
convivencia
entre parejas homosexuales la misma figura jurídica del matrimonio. Tal
desmán
se consumó de manera demagógica y alegando una interpretación forzada y
falsa
del artículo 32 de la Constitución Española. Los medios informativos
carecieron
de independencia y de criterio, aunque no faltaron las voces en contra
de ese
«matrimonio» entre homosexuales, donde se exhibe «un ethos que
nada
tiene que ver con la naturaleza de las cosas, sino con la arbitrariedad
estatal» (Negro 2007: 138).
Frente a buena parte de la intelectualidad en
ciencias
del hombre y filosofía, tan perezosa que semeja un coro de papagayos
repitiendo
los ismos consabidos, es encomiable una valoración crítica como
la que
hace el filósofo Gustavo Bueno, con toda razón:
«Sin entrar en la aberración implícita en el
concepto de
«matrimonios homosexuales» – aberración que se hubiera evitado
dando un
estatuto específico a las parejas homosexuales que lo deseasen–, lo que
nos
interesa subrayar aquí es la incoherencia y sinsentido de un «orgullo
democrático» ante situaciones en las que un Pueblo que mayoritariamente
asume
las normas del matrimonio romano (y luego cristiano) deja pasar, sin
embargo,
una ley que mina la estructura misma de nuestra sociedad de familias;
un Pueblo
que, si tuviera un orgullo democrático auténtico, debiera haberse
plantado ante
un gobierno formado por un hatajo de ideólogos indoctos e
irresponsables, que
deciden, en nombre de un progresismo que les da miles y miles de votos,
destruir las bases de una sociedad milenaria y plantear más problemas
para el
futuro de los que puede resolver en el presente inmediato» (Bueno 2006:
305).
El cardenal Joseph Ratzinger, por su parte,
entrevistado en
2004, alertaba del peligro que se cierne con la negación de los valores
de la
familia y el matrimonio, asediados por «diferentes ideologías que minan
las
bases del matrimonio y la familia cristiana». Por ello, censuraba el
«matrimonio entre homosexuales» y criticaba el relativismo moral.
Dijo, en
particular, que la legalización del matrimonio homosexual en España es
destructiva y que estamos ante la disolución de la imagen del hombre.
De nada sirvió que intelectuales de la
izquierda
histórica, en otros países europeos, se opusieran a la legalización del
matrimonio entre personas del mismo sexo, con argumentos sólidos contra
la
ingeniería social del Estado. Así, el psiquiatra francés Michel
Schneider:
«Después del Pacto Civil de Solidaridad [la
unión civil
legalizada por el Gobierno socialista de Lionel Jospin en 1999], el
matrimonio
es solo un paso hacia la homoparentalidad. Me opongo a ello. El Estado,
que da
a lo simbólico su fuerza de coacción y referencia para la sociedad –y
no al
revés–, no debe autorizar el matrimonio y la filiación entre dos
personas del
mismo sexo. Si la sexualidad humana no es simplemente natural, tampoco
es
totalmente cultural, desvinculada de las leyes de la reproducción.»
El mismo autor arremete incluso contra la ley
de
procreación asistida, dando su interpretación crítica desde una óptica
psicoanalítica:
«Hay en la postura de querer tener hijos sin
tener que
entrar en relación con el sexo masculino, un miedo, un odio, un temor,
una
fobia al miembro viril, que hace que intentemos tener el producto del
apareamiento sin tener que pasar por el acto de aparearse. Aquí hay una
fantasía, queremos decir ‘señoras, si quieren tener hijos, hay una
forma muy
sencilla, muy económica, que no cuesta nada a nadie, es el coito con un
hombre
de carne y hueso’. ¿Por qué necesita la procreación asistida? ¿Por qué
quieres
ser madre si has elegido un modo de sexualidad que te lo prohíbe?»
(Michel
Scheneider 2022).
Es clamar en el desierto. Como de costumbre,
las
aberraciones tienden a normalizarse en el horizonte cotidiano, donde la
ideología de género triunfa. Así, en junio de 2012, la edición digital
del
diccionario de la Real Academia incorporó una nueva acepción de la
palabra matrimonio:
«En determinadas legislaciones, unión de dos personas del mismo sexo,
concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para
establecer y
mantener una comunidad de vida e intereses».
A pesar de su legalización, la categoría
jurídica que
tipifica el «matrimonio entre personas del mismo sexo» nunca pasará de
ser,
desde el enfoque antropológico, es decir, desde la teoría científica
acerca del
parentesco, un simulacro de matrimonio, una figura de
emparejamiento
externa y extraña al sistema de parentesco. Y, en los casos muy
excepcionales
en los que esas personas llegan a adoptar niños, tal hecho solo puede
dar lugar
a una familia defectiva, si es que no puramente metafórica o
imaginaria, que se
hace cargo de la crianza de huérfanos.
En conclusión, para un observador racional y
ecuánime, el
«matrimonio» entre personas del mismo sexo constituye un disparate
antropológico,
una fabricación política que pasa por encima de la naturaleza biológica
humana
e instituye un constructo de consecuencias probablemente nocivas para
la
sociedad, para las personas y para la humanidad. En realidad, los
modelos
extraparentales de «matrimonio» responden, más que al respeto, a la
producción
ideológica de la «diversidad» de estereotipos sexuales que, más allá de
la
tolerancia, devienen socialmente aberrantes a los ojos de la mayoría de
los
mortales.
La
internacional LGBT evoluciona hacia el pansexualismo
La evolución
de los
discursos sexualistas comienza por alterar el lenguaje, que no solo
finge
seudoconceptos y vocablos, sino que con frecuencia retuerce la
gramática, por
ejemplo, al confundir la categoría gramatical de género con el género
sexual,
algo ridículo. También innova el léxico, con un repertorio de
neologismos,
eufemismos y barbarismos que amplía la jerga de heteropatriarcal,
monoparental,
gay, bisexual, transexual, con intersexual, no binario, poliamoroso,
cisgénero,
transgénero, etc. Y los sambenitos de los nuevos herejes: homófobo,
tránsfobo,
feminista transexcluyente, etc.
Las acusaciones de «machismo», «homofobia»,
«transfobia»
están entre los venablos utilizados, sean pertinentes o no, desde el
argumentario que se maneja, basado en una retórica de etiquetas vacías
de
contenido real. Así, la jerga que vehicula tales fantasías ideológicas
pretende
descansar en la crítica a una supuesta «razón patriarcal», que apenas
existe
fuera de las mentes seducidas por la falaz narrativa feminista. Pues la
razón
no tiene sexo, salvo para quienes profesen una tosca metafísica de
burdel. Nada
de eso es real en el sentido que la mitología de género pretende.
Pero volvamos a consultar, en la Wikipedia, el
artículo
dedicado al «movimiento LGBT», para ver cómo completa su definición:
«En los últimos años, el movimiento ha
incluido también
otros colectivos relacionados con la diversidad de orientaciones,
deseos e
identidades sexuales, como las personas intersexuales, transexuales,
travestis, queers, BDSM o kink, swinger, leather,
asexuales,
osos, poliamorosas, practicantes de la infidelidad unilateral
consentida (cuckolding),
etc., que llevaron a extender la sigla con letras adicionales
(LGBTTTAIQK),
agregarle un signo más (LGBT+), o reemplazar la sigla por la palabra
«diversidad» o disidencia, de manera que no se incluya al colectivo
cisheteronormativo.»
La lógica transgresora del movimiento gay lo
ha conducido
a dar albergue bajo su techo a toda clase de «subculturas» sexuales,
con
excepción, claro está, del modelo heterosexual del matrimonio entre
hombre y
mujer, que siempre fue la norma. El resultado consigue cohonestar
todos los
comportamientos sexuales imaginables que, en tiempos pasados, eran
catalogados
unánimemente como desviaciones o perversiones, y ahora gozan de buena
prensa,
al amparo de la permisividad social.
Además, aquí se recrudece la batalla del
lenguaje, con
neologismos y barbarismos ininteligibles para el no iniciado. El
calificativo queer
(literalmente, extraño) está abierto a todo lo «raro» tocante a
sexualidad. Las siglas BDSM identifican al grupo de prácticas eróticas
de
bondage, disciplina, dominación, sumisión, sadismo y masoquismo. El
calificativo kink alude al uso de cualesquiera prácticas o
fantasías
sexuales no convencionales. El anglicismo swinger
designa a personas «liberales» que, viviendo en pareja, consensúan
tener sexo
con otras parejas. El llamado género leather se distingue por el
uso de indumentaria de color negro y de cuero como fetiche para realzar
el
poder sexual. O el gremio «asexual» es el de quienes dicen carecer de
todo tipo
de atracción o se niegan a toda relación. Etcétera.
Se diría que hay un afán linneano de
clasificación en el
hecho de que se han llegado a catalogar 33 tipos de género y hasta 16
tipos de
familia, no hay que decir que con total ausencia de coherencia racional
y sin
idea de antropología.
El precursor de esas teorías deletéreas lo ven
algunos en
un sobrevalorado Michel Foucault, metafísico nihilista reputado,
personaje que
resulta censurable no tanto por el oscuro malabarismo de sus escritos,
sino por
su retorcimiento conceptual, junto a su pederastia declarada, su
negacionismo
del sida, su apología del régimen islamista del ayatolá Jomeini y, en
suma, su
funesta animadversión hacia la racionalidad humana.
Surgida del movimiento gay y, en parte, del
feminismo, la
«teoría» se abrió a toda la proliferación de los discursos de género.
Luego, se
radicalizó en una posición extrema, que promovió el pansexualismo y el
multigenerismo
como una especie de Frente Pansexual de liberación del género. Su
lógica
rupturista derivó hacia la idea de una fluidez, versatilidad y
autoelección
subjetiva y cambiante del sexo/género, tan maleable que finalmente ha
llegado a
postular la abolición o negación de la identidad sexual como tal. En
consecuencia, ha pasado de cobijar todas las identidades al delirio de
pretender liquidarlas todas, provocando enorme indignación en el
feminismo y el
homosexualismo clásicos, que habrían luchado en vano. Si las
diferencias de
género dejan de tener sentido, ¿para qué el feminismo que defiende a la
mujer?
¿Para qué el movimiento LGBT, fundado precisamente en la protección de
las
diversas identidades y roles de género que ahora se dicen inexistentes
o
irrelevantes?
¿Las diferencias de comportamiento entre
hombres y
mujeres son totalmente artificiales? Hasta la investigación en etología
animal
y primatología parece indicar lo contrario. Aunque no demuestre mucho,
resulta
que, en las sociedades de primates, los monos hembras prefieren jugar
con
muñecas, mientras a los monos machos les gusta jugar con coches y
pelotas (cfr.
Waal 2022). Sin duda hay gran adaptabilidad en los papeles de género,
que
pueden ser productos culturales, pero la identidad de género posee un
anclaje
más profundo.
Volviendo a la evolución reciente, comprobamos
cómo se
han introducido nuevas mutaciones en los modelos de identificación, que
desbordan por completo los planteamientos del movimiento gay original.
Este
aparece hoy bifurcado en dos alas antagónicas: una reivindica la
autodeterminación del género, otra demanda la abolición teórica y
social del
género/sexo. Hacen fortuna las tesis ultratransgresoras, se formulan
doctrinas
que relativizan toda adscripción clara de sexo/género, o que llegan a
decretar
que carece de sentido cualquier definición de la «identidad» sexual o
de
género; de tal manera que, al final, rechazan todo referente con el que
identificarse sexualmente.
Si analizamos la deriva ideológica del
discurso
sexualista, a través de la radicalización del feminismo y del
movimiento LGBT,
descubriremos con relativa facilidad tres pasos consecutivos, siguiendo
una
lógica que, al final, entra en contradicción consigo misma.
1. El primer paso introduce la distinción
entre
«sexo» y «género», con el propósito de diferenciar lo dado
biológicamente, es
decir, el sexo genético, de lo configurado socialmente, en parte por
los
papeles que asigna a cada sexo la cultura. Hay que decir que esta
distinción
es válida en el plano teórico, pero solo desde esa perspectiva, porque,
en la
práctica, el sexo concreto de la persona nunca lo encontramos
como un
mero dato biológico, sino que siempre implica la remodelación por el
contexto
social y cultural; de modo que, en realidad, el concepto de «sexo» de
la
persona ya incluye en su significado lo mismo que se pretende denotar
con la
palabra «género».
2. En el segundo paso, la distinción sirve
para
preconizar la desconexión completa del «género» (culturalmente
modelado)
con respecto al sexo biológico, con la finalidad de conferir al género
un
significado exclusivamente sociocultural, despojado de todo contenido
biológico. La motivación ideológica de esta maniobra de desacoplamiento
estriba
probablemente en la ilusión de que, con esta noción de género puramente
cultural, se allana el camino para una mayor libertad del
comportamiento
sexual, con independencia de lo que dicte la genética. Pero aquí aún se
valora
positivamente la «identidad de género».
3. Más allá de la distinción y la desconexión,
el tercer
paso es más drástico aún. Supone la negación de toda relevancia
al
concepto de sexo genital, de nacimiento, al mismo tiempo que reivindica
para el
individuo la autodeterminación o autoasignación, es decir, la elección
a su
arbitrio de su propia «identidad de género». Además, con el fin de
evitar
cualquier restricción, la tesis más ultra defiende que la
autodefinición del
propio género no tiene por qué ser permanente, ni definitiva, sino que
cada
cual tiene el derecho a cambiarla cuando lo desee. El plan propone que
sea
suficiente la autodeclaración del sujeto, sin otra justificación ni
autorización, para inscribir su nueva «identidad de género» en el
registro
civil y, en consecuencia, obtener los efectos jurídicos
correspondientes y
disfrutar de ellos.
La propaganda de los colectivos LGBT que
siguen ahora a
la vanguardia queer, propugna el género «no binario», las
relaciones
«poliamorosas» o «polisexuales» y, por último, pontifica acerca de la
irrelevancia de las diferencias y de la identidad sexual. Fantasea con
eliminar
de las relaciones toda referencia a la naturaleza biológica (la
dualidad
genital) y repudia toda referencia al sistema biocultural de parentesco
(la
norma de intercambio, la nomenclatura, las actitudes, los papeles y las
funciones). Ha perdido toda sensibilidad ante las contradicciones,
cuando, por
un lado, reclama la autodeterminación del género y, por otro, postula
la
disolución del concepto mismo de identidad de género.
El resultado de esta última evolución en la
línea del pansexualismo
hace que la «identidad», en última instancia, se vuelva arbitraria,
imaginaria,
evanescente, sin sentido. En rigor, ya no queda ahí ni sexo, ni género.
Pero
una autodeclaración carente de fundamento objetivable se evidencia
vacía de
significación. Esa pretendida irrelevancia del sexo genital dado
biológicamente, seguida en casos particulares por la agresiva
extirpación
gonadal, en aras de la disolución del género o sexo sociocultural,
ideológicamente
mudable según el antojo individual, abocan a un estado de confusión con
respecto al sexo/género, de de-generación, que solo puede comportar
patología
para las personas y deterioro para la sociedad.
Desde el punto
de vista pansexualista, el
feminismo y el homosexualismo ortodoxos parecen demasiado mojigatos. Su
ideal
aspira a una promiscuidad omnímoda, sin límites de sexo, edad o estado
civil.
Esto supondrá legitimar la corrupción y prostitución de menores, la
pederastia
y tal vez –¿por qué no?– el incesto y la necrofilia. La exaltación
del caos
sentimental carece de límites. ¿Podemos objetar algo? En la dogmática
pansexualista no hay nada que refutar, puesto que carece de pensamiento
racional con el que confrontarse; su relativismo equipara y sacraliza
todo tipo
de ocurrencias, caprichos y transgresiones en lo tocante al sexo.
Esas aspiraciones están en marcha, con la
pretensión de
abolir las barreras de edad para el sexo y dejar disponibles a los
niños para
la pederastia, mientras que el hecho de los abusos sexuales y los
traumas
padecidos por los niños nunca entra en el debate. Desde el utopismo de
la
revolución sexual del Mayo francés de 1968, hasta Los Verdes alemanes
(cfr.
Meotti 2013: III), el plan está inscrito en la agenda de la izquierda
subversiva, licenciosa y carente de principios, así como en sus
actuales
epígonos «progresistas». Es exactamente lo que se trasluce, hoy en
España, en
las políticas de permisividad e incluso de promoción del sexo con
menores,
abanderadas desde determinados ministerios, consejerías y
ayuntamientos, dominados
por organizaciones izquierdistas o antisistema (cosa que quizá deberían
tener
en cuenta algunos de sus votantes). He aquí un diagnóstico certero
sobre el
trasfondo ideológico que comportan las posturas pansexualistas:
«En el comunismo de hoy cabe todo lo que sale
en
televisión para quejarse de la atroz herencia occidental recibida. En
España,
Podemos, por ejemplo, es leninista, queer, ecologista,
animalista,
inclusivo en educación, feroz perseguidor de la lengua común española y
a favor
del separatismo de regiones ricas como Cataluña o el País Vasco. Pero
nunca hay
que fijarse en lo que defiende, sino en lo que ataca. Lo mismo:
libertad,
propiedad, igualdad ante la ley, tradición occidental y unidad
nacional»
(Jiménez 2020: 14).
Por nuestra parte, tratemos de seguir con la
investigación, con el convencimiento de que es posible avanzar en el
descubrimiento de estructuras ocultas del universo sociocultural y su
evolución
histórica, aunque estos mecanismos escapan normalmente a la conciencia
inmediata y operan con independencia de la voluntad de los sujetos
actuantes.
A escala individual, las disposiciones, deseos
y
sentimientos profundos que entran en acción en las relaciones humanas
nunca
obedecen a pura espontaneidad existencial, ni tampoco a pura libertad
personal
de elección, ni mucho menos a una inspiración puramente racional. Todo
eso
entra en juego y cada persona tiene que aprender a manejarse, en el
entorno de dinámicas
sociales que tienden a imponerse.
Hay difusión por comunicación ideológica y por
el
poderoso mecanismo de la imitación, ese modo de retroacción
positiva en
las relaciones sociales mediante el cual unos comportamientos
individuales
desviantes se propagan y pueden llegar a imponerse a escala de la
sociedad. Un
hecho social elemental puede transformarse, a veces rápidamente, si no
es
contenido o neutralizado, en un hecho social total. Así, observamos
cómo los
fenómenos del pansexualismo se extienden e hipertrofian socialmente, de
manera
análoga a otras costumbres más epidérmicas, como pueden ser la estética
del
tatuaje, la perforación, o la tonsura. Las gentes no inventan esas
conductas,
sino que obran así porque piensan, sienten y desean así; porque así son
educados, o inducidos, o manipulados, en unas circunstancias sociales
que lo
permiten. En general, cabe asegurar que detrás de la aparente
espontaneidad de
las masas siempre se esconde una manipulación, y acaso una estrategia
de
ingeniería social diseminada por grupos ideológicos, de interés o de
poder.
Todo esto no supone juzgar el comportamiento
de las
personas, que podría deberse a inmadurez, fallo de socialización,
narcisismo, o
desorientación ética. En el plano personal concreto, podemos encontrar
también
madurez, responsabilidad y actitudes honestas. Además, no es ese el
cometido de
estas páginas, sino seguir analizando el fenómeno social del
identitarismo de
«género» y su radicalización en planteamientos pansexualistas cada vez
más
sectarios.
Un aspecto reseñable de los movimientos
sociales
relacionados con la sexualidad y el «género» es que, en sus modos de
vivencia y
en la formación de colectivos de género, ofrecen un sucedáneo de
religión.
Afirmar que poseen naturaleza cuasirreligiosa se fundamenta en el hecho
de que
asumen rasgos definitorios del sistema religioso, como son: a) la
formulación
de una mitología o conjunto de axiomas en los que se cree, b) la
participación
en rituales simbólicos y manifestaciones de signo paralitúrgico y c) la
acción
práctica conforme a pautas éticas y opciones políticas determinadas por
aquellas creencias, a todo lo cual se le atribuye un significado último
que da
sentido a la vida personal y grupal. La mitología de género abarca
distintas
confesiones y congrega a sus divinidades en una especie de panteón
sexopolítico
donde se da culto a Afrodita/Venus, Hermes/Mercurio, Eros/Cupido,
Príapo, bien
es verdad que bajo otros nombres más actuales y con ferviente devoción.
Además, habría que añadir que el sexualismo
militante
opera como una religión de rasgos arcaicos, en la medida en que
promueve
división y enfrentamiento entre clases sexuales y, sobre todo, porque
resucita
la búsqueda de chivos expiatorios (patriarcales, heteros, cisgéneros)
en los
que descargar la agresividad. Los fieles, imbuidos de la propia
absoluta
inocencia, proyectan el malestar y la culpa siempre sobre el otro, el
otro
sexo, el otro género. Y creen firmemente que la salvación se alcanzará
cuando
ellos lo derroten, eliminen, sometan y, por fin, impongan la ley
pansexualista
a toda la sociedad. Se trata, a fin de cuentas, de una mala religión.
Una
muestra muy reciente la tenemos en el talibanismo «trans», cuyo
militantismo
hace estragos hoy en medios universitarios europeos (véase el artículo
de
Caterina Giojelli 2022). En su delirio, sostienen que no se puede
definir una
identidad de género, por ejemplo mujer, con base biológica, que
eso es
un pecado de «transfobia» que hay que castigar, y así lo exigen
inquisitorialmente
(cfr. Alías 2022). Pero algunas personas que han pasado por ello
denuncian
amargamente la «estafa del transgenerismo» (cfr. Mercado
Rodríguez 2022).
La dogmática de los movimientos sexualistas
está
construida sobre un esquema de fondo bastante simplista, a partir de la
suposición de que existe una sistemática opresión de sexo/género (que
no está
demostrada sociológicamente). De ahí el llamamiento a la «lucha de
sexos», en
la creencia de que esta lucha final acabará con la opresión cuando
elimine los
sexos/géneros sociales. Es un calco del mito marxista de que la lucha
de clases
acabaría con la opresión de la clase obrera suprimiendo las clases
sociales.
Esta última utopía ya está desmentida por la práctica histórica
leninista, ya
que solo condujo a la instauración de una dictadura estatal controlada
por la
nomenklatura del partido, nueva clase dominante.
Más aún, en la religiosidad pansexualista,
tras los
preconceptos filosóficos de la lucha de géneros, es lógico descubrir la
presencia
de un avatar de la matriz de pensamiento hegeliano-marxista, a pesar
del
descrédito en que yace, pues sabemos que, en cuanto teoría materialista
de la
sociedad y la historia, es manifiestamente errónea; y, en cuanto
metafísica
dialéctica, resulta un método irreconciliable con la epistemología del
conocimiento científico contemporáneo.
La cuestión no es crear nuevas formas de
relación con la
naturaleza y con los demás, pues la evolución es un proceso normal,
sino saber
si todo vale, o qué es lo que vale ponderadamente. Porque se da el caso
de que
el individuo intenta ser creativo afirmándose arbitrariamente frente a
la
especie de la que nació y la sociedad que lo crio, si es que no en
contra de
ellas, cuando la tradición cultural establecida aporta ya el fruto de
creaciones históricas decantadas a lo largo de los siglos. Ni lo
antiguo por
antiguo, ni lo nuevo por nuevo, tiene garantía de ser mejor, claro
está. Hay
que discernir siempre. Por eso, carece de sentido el relativismo para
el que
todo vale igual y cualquier transgresión es plausible.
Si, en el campo de las interacciones
sociosexuales, la
persona deja de caracterizarse por un sexo/género determinado y
reconocible,
¿en función de qué se establecen sus relaciones? Si todo se reduce al
juego
fortuito de papeles sociales intercambiables, si la diferencia genital
da
igual, si el afecto amoroso no se dirige a un objeto definido, entonces
desaparece
toda posibilidad de relación estable y nadie se hace responsable de lo
que le
ocurra a la sociedad.
Ese discurso polierótico y pansexualista para
el que,
finalmente, no significa nada la diferencia entre femenino y masculino
semeja
una especie de ensoñación, una fantasía subjetiva y una ficción que
supone el
abandono de toda racionalidad en la organización social. Por el
contrario, la
condición sexual es determinante desde el punto de vista biológico y
fundamental en el orden cultural y emocional. Delata una gran
insensatez la
creencia en que uno puede cambiar su condición como cambia de
indumentaria, pregonando
y queriendo elevar a norma un travestismo generalizado. Sin duda, las
anomalías
son inevitables y es precisa la tolerancia con ellas, pero no hay
razón para
proponerlas como modélicas.
En suma, el movimiento pansexualista propugna
una ética
canalla basada en un «anarquismo de género», tendente, en última
instancia, a
la disolución de todo concepto de género sexual, lo cual deja sin razón
de ser
al feminismo e incluso al movimiento LGBT, a la par que constituye un
prominente ejemplo de disparate antroposocial. Tesis inconsistentes,
como la de
que el «género» no tiene que ver nada con el sexo, que la cultura se
puede
disociar completamente de la biología, o que lo afectivo es disociable
de lo
genital, empujan en consecuencia a la degradación del orden moral de la
sociedad humana.
En último término, la lógica de tales tesis
puede
conducir, y en ello estamos, a legitimar abiertamente la corrupción de
menores,
la pederastia y otros comportamientos transgresores que de vicios o
delitos
pasan a ser considerados como virtudes y derechos y señal de
progresismo.
Imaginemos las terribles secuelas de engaño, violencia y sufrimiento
que
semejante vía de perversión empiezan a ocasionar, sobre todo entre
gente
joven.
El
relativismo moral lleva a la
demolición de la familia
Es
un hecho incuestionable que los componentes que se articulan en el
sistema de
parentesco pueden darse de manera independiente, extramuros del
parentesco. La
relación sexual, el erotismo, el afecto, la procreación y la crianza
se
sitúan ahí fuera de las estructuras del parentesco, fuera de la familia
y del
matrimonio en sentido antropológico. En la sociedad tradicional, esos
fenómenos
acontecían como anomalías. En contextos más recientes, sin embargo,
parece que
esa desarticulación tiende a considerarse normal. El desafecto por las
relaciones de parentesco y los vínculos familiares aumenta sin cesar.
Cada año,
hay un mayor porcentaje de niños con un solo progenitor, o nacidos
fuera del
matrimonio, o adoptados por una familia anómala.
Todas estas circunstancias han influido
decisivamente en
el declive demográfico de las sociedades desarrolladas. Porque la
estructura
social se mantiene demográficamente por el hecho de que no cesa de
nutrirse con
el flujo de uniones entre varón y hembra (matrimonio) como modo de
procreación
y enculturación que teje la genealogía familiar.
Lo propio del relativismo pansexualista está
en arrumbar
el interés por emparentarse y por procrear, para concentrarse en el
fervor por
la diversión y la entrega a una satisfacción erótica omnímoda, ya sea
esta con
reivindicación de género, sin referencia a género alguno, o en vías de
degeneración.
En líneas generales, constatamos una doble
praxis que
entraña una evidente contradicción: por un lado, la pretensión
declarada de
integrarse en el sistema de parentesco (caso del «matrimonio» entre
homosexuales); por otro lado, el rechazo abierto y beligerante contra
las
estructuras conyugales y familiares (como ocurre en otros
planteamientos
sexualistas). En realidad, se trata de dos maneras complementarias de
atacar al
sistema de parentesco.
Existe un límite dado por la naturaleza, que
radica en la
irreversibilidad constituida con la formación del cigoto, origen del
individuo
humano, a lo que hay que añadir la consiguiente irreversibilidad de la
identidad genética, incluida la sexual, masculina o femenina, que
permanece
inscrita en la información del genoma en el interior de cada una de las
treinta
mil millones de células que componen el organismo. En este sentido, es
cierto
que nadie nace en un cuerpo equivocado (cfr. Errasti y Pérez Álvarez
2022).
Sobre esta base, se edifica el desarrollo existencial del individuo y
la
evolución cultural en la historia de la sociedad.
De la afirmación del carácter cultural del
comportamiento
sexual no se sigue, en absoluto, que cualquier comportamiento
imaginable sea
igualmente válido. Más bien, lo contrario: se reconoce que la
sexualidad
siempre está regulada culturalmente, sometida a normas de moralidad y
decencia
que favorezcan el bienestar y la supervivencia. Si se borra todo límite
en la
relación sexual, si todo está permitido, si no importa nada la
procreación,
entonces ni el futuro de la especie ni el de la sociedad están a salvo.
Se
habrían implantado los esquemas para su autodestrucción. Solo cabe
esperar que
la selección natural biológica y la sensatez sociocultural encuentren
los
medios para librarse de tan necios enemigos.
La propagación de la onda sexualista, a
impulsos del
relativismo posmoderno, produce serias perturbaciones en el campo
sociocultural
y se expande de unas sociedades a otras, de manera tan militante que en
la
actualidad hay organizada una auténtica Internacional LGBT, con un
proyecto de
expansión del pansexualismo a escala global. Ahora, hasta Sigmund Freud
está
descalificado por mojigato, obsoleto y retrógrado.
En síntesis, y recapitulando, las militancias
de «género»
impulsan modelos de comportamiento sexual/erótico que repercuten en
consecuencias patológicas y nocivas para la vida en sociedad, también
para las
personas y, probablemente, para la especie. Se echa de menos un
esclarecimiento
racional y emocional que refuerce un sentido sensato para la vida
erótica,
tanto para quienes lo buscan como para quienes han de ser educados.
Porque
creer que cualquier comportamiento da igual, que todo vale, que hay
«géneros» a
la carta, o que no importa la identidad de sexo pone de manifiesto una
estupidez alarmante. Habría que romper el tabú, y poder criticar
públicamente
el pansexualismo, mostrar hasta qué punto recubre un enjambre de
elucubraciones
seudoprogresistas, que serían desdeñables, si no fuera porque
desencadenan
consecuencias socialmente desquiciantes. Unos efectos que se producen
con
independencia de la voluntad de los protagonistas, y que podrían
precipitar a
la sociedad por una pendiente hacia la degradación.
La doctrina que pide liquidar la identidad
sexual de los
individuos lleva necesariamente a negar el valor de la masculinidad y
la
feminidad para el ser de la persona, y rechaza la relevancia social de
esta
diferencia. Desde el marco ideológico del dogma pansexualista, se acaba
aniquilando
la identidad sexual de las personas en su perjuicio. Paradójicamente,
el
pansexualismo se transmuta en una posición antisexualista, que rechaza
el valor
vital de la sexualidad femenina y masculina, despoja a la diferencia
entre
feminidad y masculinidad de todo significado para la persona y para la
sociedad. Tal es el resultado del ataque a los fundamentos sobre los
que se
asienta la familia y el parentesco.
Ante la demolición sexualista en curso, hemos
de
insistir: la fórmula de lo que es según la estructura bio-cultural
dispuesta
para la procreación, tejedora del parentesco, nos da la clave que hace
al
matrimonio. Este reúne lo masculino y lo femenino en la alianza
conyugal entre
marido y mujer, con la virtualidad de ser padre y madre. Es la fórmula
mediante
la cual se combinan naturalmente los genes para una nueva vida humana y
se
transmiten la lengua y la cultura. No bastan los datos positivistas
como el formar
una pareja cualquiera, ni la residencia compartida, ni la convivencia
juntos,
ni el erotismo recíproco, ni la pasión sexual, ni la adopción conjunta
de un
niño. Llamar «matrimonio» a emparejamientos del mismo sexo podría
suponer una
burla y entrañar objetivamente una ofensa para la dignidad de quienes
han
contraído verdadero matrimonio.
Si tomamos en consideración la inserción del
hombre en el
conjunto de la naturaleza, entonces las relaciones sociales, que
incluyen la
organización sociocultural de la familia y el matrimonio, no pueden
emanciparse
por completo de la naturaleza, como pretenden las doctrinas del género ad
libitum, sin dañar a la naturaleza genética humana, a la sociedad y
a las
personas.
Sin embargo, las ideologías pansexualistas
difunden en el
campo social flujos de información y desinformación capaces de alterar
gravemente las estructuras racionales y emocionales de muchas personas,
con
especial incidencia en niños y adolescentes.
Aunque la guerra de los sexos/géneros se libra
en campos
de batalla extramuros del parentesco, sin embargo, sus resultados
repercuten en
él directamente, debilitando su estabilidad. El hecho es que el
utopismo revolucionario
de género, al intentar abolir la identidad sexual y que la expresión
social de
género no se atenga a normas, promueve la eliminación gradual del
matrimonio y
la familia tradicionales.
La repercusión más trascendente del
pansexualismo se
observa, pues, en el hostigamiento al sistema de parentesco, que se va
erosionando con el aumento de familias truncadas y con la
institucionalización
de modalidades de «matrimonio» y «familia» extrañas al sistema de
parentesco. Así,
el Frente Pansexualista, en sincronía con corrientes radicales del
feminismo y
de la autodeterminación de género, auspicia separar la procreación con
respecto
al verdadero sistema de parentesco, privando entonces a los hijos de
tener una
familia en sentido propio y, a veces, de progenitores reconocidos.
Por el momento, mientras el número de bodas
disminuye
cada año, las consecuencias prácticas del ataque a las estructuras del
parentesco son un hecho que está a la vista:
– El
debilitamiento
demográfico y el envejecimiento de la población, que forma parte de una
situación bipolar a escala global. Atrofia de la población en las
naciones
desarrolladas, antinatalistas. Hipertrofia poblacional en naciones
subdesarrolladas y países musulmanes.
– La orfandad,
debida al
incremento de niños sin sus padres, o con un solo progenitor, que
incide
desfavorablemente en su crianza y educación.
– La soledad,
con el aumento
de hogares con una sola persona, sobre todo en la vejez, que conlleva
peor
situación emocional y económica.
– La
insolidaridad
interpersonal e intergeneracional, subsiguiente a la disolución de los
lazos
familiares.
– La
inestabilidad creciente
que afecta a las relaciones sociales y personales, que provoca mayor
incertidumbre ante el futuro.
La inestabilidad del sistema de parentesco es
normal a lo
largo de la historia, pero hoy se ve incrementada por la ideología de
género,
tendente a la abolición o negación de la familia y el fomento de la
diversidad
de modelos familiares –con la que hoy se engaña a los niños ya en la
escuela–.
Las fluctuaciones en ese aspecto, si no se controlan, pueden
amplificarse hasta
el punto de dar lugar a transformaciones disruptivas. Si anticipamos
los
escenarios previsibles, podrían ser estos:
A. El sistema de parentesco consigue
contrarrestar las
fluctuaciones, y de este modo aumentará las probabilidades de mantener
su
estructura previa en cierto equilibrio, o incluso la reforzará, dentro
de una
inestabilidad que es ineludible.
B. Las fluctuaciones traspasan un punto
crítico de
inestabilidad y desestructuran poco a poco el sistema de parentesco,
hasta
llegar a destruirlo al desmontar las bases de su continuidad. En su
lugar, se
propagan relaciones incidentales y caóticas, que, en nombre de una
irrestricta
libertad, emulan un ilusorio «estado de naturaleza», o una utópica
«revolución
sexual», mientras se acelera el colapso de la civilización.
C. La inestabilidad se contrarresta mediante
el reemplazo
progresivo del orden familiar por una regulación impuesta por los
poderes del
Estado. Este instaura las normas obligatorias para los individuos
progenitores,
despojados de la patria potestad, cuya prole pasa a depender
enteramente de
instituciones del propio Estado, que adopta la figura de
superpatriarca, o de
la reina de una colmena.
D. La desestabilización del sistema da
oportunidad a la
intrusión de un sistema extraño que se hace con el control y reemplaza
al
anterior. Esta sustitución puede ocurrir facilitada por un cambio
demográfico
que extendiera un sistema de parentesco basado en otros principios,
como la
discriminación de la mujer, la poligamia, el matrimonio infantil y la
sumisión
social a una ley religiosa. Para una sociedad libre, esto supone la
ruina de
los derechos humanos y de la dignidad de las personas.
E. Quizá alguna otra salida imprevisible, que
ahora no
acertamos a sospechar.
Lo cierto es que nos hallamos ante el incierto
futuro del
sistema de parentesco propio de la tradición occidental y cristiana,
contra la
que militan numerosas organizaciones y partidos políticos. Los
cimientos de la
sociedad se resquebrajan, ante el empuje de los neobárbaros que surgen
dentro y
los paleobárbaros procedentes de fuera, en ambos aspectos con la
complicidad de
unos gobiernos tan indecentes como ineptos.
El
progresismo pansexual marcha hacia el Estado
totalitario
Cada sujeto
humano tiene
existencia propia conforme a su idiosincrasia, pero a la vez está
inmerso en un
campo de interacciones común en el que su actuación conlleva un signo y
propicia unos efectos. ¿Qué sentido puede tener la creación de un
sistema innovador
en el ámbito de la convivencia y la procreación? Lo razonable es pensar
que el
bienestar de las personas, en particular de los hijos, así como la
optimización
de las libertades ciudadanas marquen los límites para valorar las
innovaciones
que afecten a las estructuras de parentesco. Es una cuestión de ética y
de
política.
Si no abandonamos del todo el pensamiento
crítico, cabe
seguir argumentando que el llamado «matrimonio homosexual», o entre
personas
del mismo sexo, por muy socializado que esté, y cuanto más, más,
significa
socialmente una injerencia, una agresión política al sistema de
parentesco.
Como ya quedó dicho más arriba, ha instituido una figura jurídica
aberrante, a
la vez que lleva a cabo una manipulación antropológica temeraria y
emplea
eufemismos lingüísticos para encubrir la arbitrariedad realmente
producida.
Pero no es lo único. Ya hemos visto cómo el
feminismo
radical incidió en la expansión del homosexualismo. Luego, la
Internacional
LGBT despejó el camino al identitarismo de género. Y este, por la vía
de un
relativismo muy posmoderno, desembocó en el movimiento pansexualista
radical.
La labor de zapa del progresismo pansexual va minando los cimientos de
la
organización social. Tiende a descomponer la estructura familiar,
promocionando
un modelo de individuos totalmente individualistas, «poliamorosos»,
«pansexualistas»,
cuya ética legitima un estilo de vida para cuyas realidades prácticas,
aunque
nunca fueron tan doctrinarias, no son del todo nuevas, pues el
diccionario
cuenta, desde antiguo, con palabras que las describen: hedonismo,
sensualismo,
promiscuidad, lujuria, lascivia, salacidad, sicalipsis, sexomanía,
pedofilia.
Es probable que el pansexualismo no alcance de momento los últimos
objetivos de
su agenda, pero puede avanzar mucho, si cuenta a su favor con el
respaldo
poderoso del Estado. En el camino, intentará por todos los medios
ofuscar el
enfoque científico, debilitar el pensamiento crítico, demoler la
sociedad
fundada en la igualdad, la modernidad, la libertad y la democracia
pluralista.
Conforme a su programa, la lucha pansexualista
promociona
unos modelos de relación conforme a los cuales se va sustituyendo la
ayuda
mutua de la familia, enraizada en la naturaleza biológica y la
costumbre, por
la dependencia anónima del Estado protector, que poco a poco aspira a
ocupar
todo el espacio social. Se cambia la interrelación afectiva, personal,
por la
relación burocrática de amparo jurídico. Una interpretación metafórica
diría
que, al final del proceso, serán los supermachos y las superhembras
alfa del
partido gobernante quienes decidan y legislen sobre la vida de las
personas en
todos sus aspectos (al modo de la saría mahometana). Tan solo
persistirá
una ilusión de libertad, circunscrita a los espacios de desrepresión
provistos
con el fin de incentivar la adhesión y como coartada ideológica.
Al separar a los hijos de los progenitores y
de la
organización familiar, la última meta ideológica de la ingeniería
social
pansexualista es que sean los poderes del Estado, quizá con una red de
inclusas
subvencionadas, los que tomen a su cargo a los niños y los adoctrinen
dentro
de una colmena totalitaria, como infausta alternativa a la familia
propiamente
tal, inserta en el sistema de parentesco.
Insistamos una vez más: si la relación sexual,
en sentido
biológico estricto, consiste en un intercambio de genes, que
eventualmente da
lugar a la fecundación, entonces, cuando la relación sexual se
desvincula del
«género», una de sus implicaciones es el rechazo del matrimonio y la
familia.
En consecuencia, ocurre que los niños son privados de padre y madre,
son
huérfanos preprogramados y prefabricados. Por eso, esas formas de
convivencia
que el Estado llama «familias», de tipo monoparental, adoptiva,
impropia, o
defectiva, tienen como resultado más palpable la promoción de orfanatos
domésticos. Aunque en un futuro se podría solventar el problema de la
reproducción por medio de gestantes artificiales, tal vez máquinas. Y
el
afectuoso cuidado materno y paterno pasaría a ser sustituido por la
atención
burocrática en el seno de un monumental orfanato. Pero ¿qué clase de
inhumanos
resultarán?
La deriva de cierto feminismo radical ha ido
también por
esos caminos, al extender la retórica del «heteropatriarcado» hasta una
crítica
demagógica de los fundamentos políticos de la sociedad moderna
occidental. No
hay más que ver las insidias feministas posmodernas que vinculan el
régimen
patriarcal familiar con la estructura del Estado liberal democrático,
postulando la tesis de que está organizado por los varones en contra de
las
hembras. Léanse los sofismas encadenados de Carole Pateman, en El
contrato sexual
(1988). Su conclusión política es un llamamiento para acabar con la
democracia,
no se sabe muy bien para qué alternativa, sin duda dictatorial, acaso
inspirada
por una reedición del mito del matriarcado.
En realidad, las llamadas «políticas de
igualdad» y
«políticas de identidad» que hoy despliegan las instituciones
gubernamentales y
educativas suelen consistir en administrar la discriminación de unos
grupos
respecto a otros (grupos sexuales, raciales, territoriales),
favoreciendo demasiadas
veces a los falsamente oprimidos, bajo el camuflaje ideológico de una
corrección política que impone tabúes, amenazas y represalias, y usando
un
lenguaje trufado con santurronería de género (cfr. Benegas 2020: cap.
19 y 20).
Desde el necesario reconocimiento de la diversidad humana junto con la
igualdad
ante la ley, se ha dado un salto, injustificable, a la promoción
arbitraria de
privilegios para las «diferencias».
Los planes sexualistas patrocinados por
gobiernos dados a
la experimentación social y el proselitismo irresponsable ejercido a
través de
los medios de comunicación de masas han conseguido que la opinión
pública
considere ciertas aberraciones morales como una conquista emancipadora.
Se da
un trastorno desastroso de los principios éticos en nuestra sociedad,
no ya
permisiva, sino abiertamente corruptora, que presenta como normal la
depravación del sexo, la distorsión del lenguaje y el adoctrinamiento
sectario
en la enseñanza.
Cuando el control ideológico sobre la gente
llega a ser
casi absoluto, los mantras sustituyen al debate abierto. La replicación
viral
de la mitología pansexualista, la subordinación jerárquica a ídolos
degenerados, la ceguera voluntaria ante la delincuencia política,
facilita el
proceso que convertirá la sociedad humana en un gigantesco hormiguero.
El argumento, esgrimido a veces, de que las
reglas de la
familia o el matrimonio son una «construcción» social, como
sobreentendiendo
que son algo que puede desmontarse y montarse a voluntad en un momento
dado, es
un argumento falaz porque da a entender algo completamente erróneo. No
cabe
planificar la evolución histórica, máxime ignorándola, sin sabotearla.
En
principio, las instituciones recibidas se encuentran contrastadas con
la
experiencia y seleccionadas bioculturalmente a lo largo de siglos, o
incluso
milenios. Es evidente que no son eternas. La evolución prosigue, pero
muy pocas
de las mutaciones o innovaciones resultan consolidadas por la selección
cultural, en función de su valor de supervivencia y de convivencia. La
mayoría
de las que aparecen no prosperan. Sin embargo, en ocasiones, hay
mutaciones que
llegan a difundirse, pese a ser deletéreas, y acaban siendo patológicas
o
mortíferas para la sociedad. Conviene distinguir unas de otras.
En este sentido, podemos temer que las
injerencias de
ingeniería social en el campo del comportamiento sexual se
correlacionen con
fases hacia la demolición de las libertades cívicas y las instituciones
democráticas pluralistas. Hay proyectos políticos «progresistas» cuya
hoja de
ruta incluye el objetivo de implantar progresivamente una dictadura
totalitaria.
Y es que el mayor logro del progresismo posmoderno estriba en combinar
el
relativismo moral con el despotismo político.
Ya no es solo una ideología de género inscrita
en un
discurso lunático, o en pancartas de manifestaciones tumultuosas. Hoy,
por
ejemplo en España, hay leyes de género marcadas por el
pansexualismo, como
la ley de «violencia de género». Y hay políticas agresivas
impuestas por
una minoría contra el consenso de la gran mayoría de la sociedad. Se
instauran
tipos de «matrimonio» y de «familia» impropios, que no tienen cabida
coherente
en ningún sistema de parentesco propiamente tal. Se suprime el título
de «familia
numerosa». Se borran del léxico jurídico los términos «madre» y
«padre». Se
niega el derecho de los padres a decidir sobre la educación de sus
hijos y se
menoscaba la patria potestad, afirmando que «los hijos no pertenecen a
los
padres de ninguna manera». Se eliminan las condiciones limitantes para
el
aborto. Las adolescentes, a partir de los 16 años, pueden abortar por
su
cuenta, sin conocimiento ni aprobación de sus padres. A cualquiera,
incluidos
niños y púberes desde los doce años, se le permite cambiar de sexo y de
«género» a voluntad. Se defiende que los menores puedan dar su
consentimiento a
relaciones sexuales con adultos desde los doce años; y que en la
educación
infantil se enseñe a los niños pequeños a masturbarse a partir de los
tres
años.
Hoy, el Estado no solo no tiene una política
de apoyo a
la familia, sino que impulsa su destrucción. Lo que quiere son buenos
«ciudadanos» entendidos como individuos aislados y dóciles, pero no
personas
libres. Los medios de domesticación de masas y hasta un «Ministerio de
Igualdad», además del sistema de enseñanza, adoctrinan contra la
familia,
promocionando todas las formas de satisfacción hedonista inmediata como
mecanismo ascético para la formación de individualidades egoístas, pero
gregarias en la sumisión a un orden estatal que acapara toda la
organización
social. A cambio, se exige la renuncia a formar una familia, el
abandono de la
tradición.
Esta línea de intervencionismo en marcha
suspende toda
norma racional asentada por la costumbre, a la vez que exalta como
virtudes
cívicas no ya el adulterio o el homosexualismo, sino la pedofilia, la
corrupción de menores, la falta de respeto a los progenitores, el
desprecio a
la familia, todo esto en nombre de una libertad que está por ver,
porque las
experiencias habidas desde Mayo del 68 han demostrado que se trata de
la
mentira con que se encubren los abusos de los más prepotentes sobre los
débiles
e inmaduros.
La pragmática de esa especie de sovietismo de
género
propende a erosionar la institución familiar, reemplazando el apoyo
mutuo del
parentesco por beneficios burocráticos concedidos por el Estado a los
individuos, que así dependerán vitalmente de él. En última instancia,
se
pretende estatalizar la reproducción, tras desvincularla del sistema
inmemorial
del parentesco, de modo que la natalidad quede separada de la
organización
conyugal y familiar autónoma. Este es el destino que aguarda, cuando
ideológicamente se desconecta radicalmente sexo, género, afecto y
parentesco;
cuando se idealiza la satisfacción inmediata de la pulsión sexual, el
cumplimiento irrestricto de fantasías eróticas individuales, al margen
de toda
responsabilidad familiar, mientras subrepticiamente el Estado se
apodera de la
gestión directa de la población, usurpando la titularidad del genoma
humano.
En síntesis, el militantismo de «género»
radical propaga
un discurso de cariz totalitario, al mismo tiempo que se lanza
socialmente al
asalto de las instituciones educativas y políticas. Sus secuaces
recitan el
mito pansexualista y transgenerista como un corán, obnubilan a
demasiados
prosélitos vacuocéfalos y promueven la dictadura ideológica de un
puritanismo
canalla, que practica con descaro la censura, el acoso y la
intimidación contra
quienes osan oponérsele.
El utopismo que pretende la abolición de las
categorías
sociales de sexo/género resulta tan absurdo como pretender abolir la
gramática
y el léxico de la lengua hablada, para que cada cual sea libre de
comunicarse
con su idiolecto inventado a cada momento, lo que apenas se
distinguiría de una
cacofonía de rebuznos.
La evolución no se define en términos de
individuo, ya
que el comportamiento de un individuo desviante o innovador puede ser
anecdótico, si queda en una rareza aislada. La evolución se define en
términos
de la población, cuando el nuevo esquema es imitado y cunde
socialmente. Este
es el riesgo, si no hay resistencia.
A veces se justifica señalando que hay mayor
libertad
individual. La hay, sin duda. Pero no debemos olvidar que la libertad
implica
posibilidad de obrar lo bueno y lo malo, en términos éticos, por lo que
requiere
una mayor responsabilidad, tan a menudo ausente. No toda transgresión
como
ejercicio de libertad mejora las cosas. Los mutantes culturales pueden
levantar
una sociedad, pero también hundirla. En el balance, las innovaciones
pansexualistas, lejos de ser constructivas, amenazan con un retroceso
histórico
sin precedentes para la organización social.
Las corrientes más radicales del feminismo, el
homosexualismo, el pansexualismo y el transgenerismo se interconvierten
y convergen
en una ubicua hipersexualización, forman una amalgama que hace estragos
entre
la gente joven y guerrea contra las estructuras de parentesco de la
cultura
occidental. Hay que salir en defensa de ellas, porque nuestro modelo
tradicional se caracteriza por singularizar a cada individuo dentro de
un campo
de relaciones que hace posible la igualdad concreta, que educa para la
libertad
personal y la responsabilidad dentro de una sociedad abierta. En otros
modelos
conocidos, en cambio, el individuo está subordinado estructuralmente a
la
familia, al clan, de forma que queda desposeído de autonomía en sus
decisiones
personales, a la vez que coartado en sus libertades políticas y
económicas. Al
demoler las estructuras del matrimonio monogámico y la familia
vertebradora del
parentesco, la evolución cultural pansexualista va camino de
desarticular las
bases de la sociedad occidental.
En el trasfondo del discurso pansexualista, se
esconden
dos metafísicas que, en la teoría, parecen contrarias e incompatibles
entre sí:
A) El relativismo posmodernista para el que todo da
prácticamente igual,
pues todo punto de vista vale como interpretación y cualquier
comportamiento es
legítimo en la práctica. B) El totalitarismo tomado de la
dialéctica por
el neomarxismo, sin duda fuera de época, pero que alienta la «lucha» de
géneros
en la que solo es admisible un dogma. No obstante, ambas corrientes
ideológicas,
mitológicas, criptorreligiosas, confluyen en el empeño por abolir el
sistema de
parentesco, así como en la enemistad hacia la civilización humanista de
inspiración cristiana.
En un juicio sumario, desde un enfoque
filosófico, cabría
decir que la deriva analizada, por cuanto desacopla la animalidad
(irracional)
y la humanidad (representada por la norma cultural), al tiempo que se
pone la
segunda al servicio de la primera, promueve formas de comportamiento
calificables como éticamente reprobables por repercutir de manera
perniciosa en
la organización social. Es una cuestión que afecta, en última
instancia, a la
supervivencia de la especie, pero también al significado de la
existencia
humana.
En fin, debemos dictaminar que el relativismo
posmodernista es intelectual y moralmente insostenible, al menos para
quien no
renuncie a la razón. La idea relativista de que cualquier
comportamiento sexual
da igual y toda ética constituye un artificio, al ser defendida como
absoluta e
incuestionable, evidencia que es la presunta validez universal del
relativismo
pansexualista, patrocinado por el totalitarismo «progre», la que
implica una
contradicción.
Lamentablemente, estamos en un mundo donde
cada vez
resulta más raro encontrar verdad en las palabras, decencia en los
comportamientos, respeto a la naturaleza y fe ilustrada en Dios. La
inquisición
«progre» impone la «corrección política», pura ideología, que induce a
la
autocensura y coarta libertades mediante todo tipo de intimidaciones.
Con todo, no hemos vislumbrado el último
horizonte de la
desolación. Aún habría que asociar los movimientos pansexualistas y los
planes
de ingeniería social del Estado con las profecías de la manipulación
genética,
que darían el salto del sujeto transgénero al transhumanismo (cfr.
Miyares
2022). Todavía un mito delirante, pero es el mito lo que transforma o
trastorna
la historia. Las doctrinas del transhumanismo creen que es
posible y
deseable, en un futuro próximo, la superación de ciertos límites
cognitivos y
corporales de la naturaleza biocultural humana, mediante el empleo de
la
ingeniería genética y la edición del ADN. Este tipo de sectas
criptorreligiosas
profetizan el poshumanismo, un mesianismo genómico, cuya
escatología
imagina la metamorfosis de nuestra realidad antropológica, de tal
manera que
los portentos tecnológicos generarían una nueva especie artificial,
«poshumana»
o «transhumana», salvada de las constricciones determinadas por el
genoma
actual de homo sapiens. Dios nos libre del terror que supondrá,
si algún
día prosperan ideas como esas y unos fáusticos aprendices de brujo
consiguen
financiación para sus experimentos Frankenstein, que, con toda
probabilidad,
desencadenarían una calamitosa pandemia de peste negra genética, previa
acaso a
una catastrófica extinción de la humanidad como humanidad.
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