La negación de la
familia. Las estructuras
del parentesco y sus simulacros
3. La
articulación biocultural
PEDRO GÓMEZ
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El sistema de parentesco como sistema complejo
¿En
qué consiste la complejidad? En líneas muy
generales, la complejidad tiene que ver con la evolución del universo,
la vida
y la humanidad, en la medida en que las estructuras de la materia van
produciendo formas más organizadas. Pero ¿qué tienen en común un
concepto de
complejidad matemático, físico, biológico, psicológico, cultural? Caben
y se
dan de hecho muchas definiciones. El físico teórico Murray Gell-Mann
pone la
complejidad en relación con los sistemas adaptativos complejos, que se
encuentran «implicados en procesos tan diversos como el origen de la
vida, la
evolución biológica, la dinámica de los ecosistemas, el sistema
inmunitario de
los mamíferos, el aprendizaje y los procesos mentales en los animales
(incluido
el hombre), la evolución de las sociedades humanas» (Gell-Mann 1994:
35). Las
distintas modalidades de sistemas adaptativos complejos tienen en común
que
funcionan adquiriendo información de su entorno, con el que
interactúan, de
modo que captan en él regularidades, las asimilan en forma de esquemas,
mediante los cuales adaptan el propio comportamiento en el mundo real,
en un
proceso retroactivo y selectivo constante. Lo propio de los sistemas
adaptativos complejos, por diferentes que sean, está en que todos
procesan
información de algún modo.
En
pocas palabras, se puede decir que «la complejidad efectiva de un
sistema está
relacionada con la descripción de sus regularidades por parte de otro
sistema
adaptativo complejo que lo esté observando» (Gell-Mann 1994: 67). De
manera que
la complejidad constituye una propiedad intrínseca del sistema –el
esquema que
lo regula–, pero al mismo tiempo, implica la presencia del sujeto que
conoce:
que elabora el esquema, de menor o mayor magnitud informativa,
utilizado para
la descripción.
En
otros autores y contextos, se apuntan caracterizaciones del pensamiento
complejo que difícilmente se prestan a una sistematización, aunque sea
posible
percibir en ellas cierto aire de familia. En el sentido etimológico y
metafórico, lo complejo es «lo que está tejido junto», y también la unitas
multiplex, la multidimensionalidad de lo real, la interretroacción
entre
orden-desorden-organización; las relaciones antagonistas, concurrentes
y
complementarias entre componentes o entre sistemas; la dialógica entre
dos o
más principios lógicos; la organización recursiva y la
autoorganización; el
principio hologramático; el retorno del sujeto observador-conceptuador
(cfr.
Edgar Morin 1986). La complejidad se manifiesta en los procesos
caóticos, la
causalidad no lineal, la emergencia de nuevas estructuras, la
emergencia de
comportamientos cooperativos, la emergencia de propiedades sistémicas
no
reducibles a las propiedades de los componentes, los grados de libertad
de un
sistema, la articulación entre diferentes niveles de la realidad, la
coexistencia de múltiples posibilidades, la imposibilidad de un único
nivel de
explicación, etc. En cualquier caso, lo complejo aflora y se incrementa
en
sistemas que se hallan en estado de no equilibrio en los que surge un
orden,
donde «la no linealidad de los mecanismos de interacción, en
determinadas
condiciones, da lugar a la formación espontánea de estructuras
coherentes»
(Prigogine 1983: 255). En momentos de inestabilidad, ciertos
acontecimientos
críticos pueden precipitar el sistema, amplificando una fluctuación,
hacia una
reestructuración imprevista. Quizá todos los sistemas sean complejos,
en todas
las escalas, por respecto a sus elementos integrantes, pero la
complejidad
aparece, sobre todo, lejos del equilibrio, entre el azar y el
determinismo,
generando mutaciones e innovaciones que son incorporadas por la
evolución.
La
complejidad surge cuando el todo de un sistema no se reduce a ser la
simple
suma de las partes que lo componen, sino que, debido a la colaboración
entre
componentes, resulta «algo más». Observamos una fenomenología
insospechada,
aunque conozcamos las propiedades de los elementos constituyentes. Por
consiguiente, la noción de complejidad alude al carácter emergente de
ciertas
propiedades de los sistemas físicos, biológicos y antroposociales. Y a
la vez
se refiere a las herramientas conceptuales adecuadas para la
descripción de
tales sistemas. De ahí la importancia de adoptar un punto de vista que
reconozca las propiedades de los sistemas complejos y que aplique al
estudio de
su organización los instrumentos teóricos de las ciencias de la
complejidad.
No
debemos entender la complejidad como una doctrina, pues no comunica
ningún
mensaje. Ni siquiera proporciona un método estrictamente tal, pues no
sustituye
a los métodos de análisis especializados. Más bien, constituye el
pensamiento
en instancia crítica que detecta las insuficiencias, simplificaciones y
reduccionismos epistemológicos de cualquier signo. Apunta a un
paradigma que
empuja a complejificar nuestro conocimiento, para inteligibilizar mejor
la
estructura de la realidad. Pues bien, esta es precisamente la
perspectiva que
me he propuesto adoptar en esta reconsideración del sistema de
parentesco
humano: este no se puede reducir a explicaciones unilaterales de tipo
biológico, ni de tipo sociológico, ni de tipo psicológico, puesto que
se
constituye en la articulación de esos planos, en la dialógica que hace
emerger
una estructura compleja y un comportamiento igualmente complejo, que
cumplen
funciones diversas al mismo tiempo en todos los niveles.
La hipótesis
sobre la complejidad de la organización familiar
Casualmente,
en 1949, se publicaron dos obras
fundamentales sobre la organización del parentesco: La estructura
social,
de George P. Murdock, y Las estructuras elementales del parentesco,
de
Claude Lévi-Strauss. La problemática venía de antiguo en antropología
social, y
aún persiste en la actualidad. Hasta el punto de que, al cabo de
sesenta años,
se ha acometido una revisión crítica de algunos aspectos de la teoría
estructuralista del parentesco, en un número especial de Sciences
Humaines,
dedicado al centenario Lévi-Strauss (cfr. Barry 2008b).
Los
debates de todo este tiempo en torno a la universalidad de la
institución
familiar se zanjaron, a través de estudios comparativos de cientos de
sociedades y de casos al parecer nuevos, como los kibutzim israelíes,
con la respuesta afirmativa: todas las sociedades humanas generan
familias, a
través de reglas de intercambio y, mediante las familias, se regenera o
reproduce la propia sociedad. El caso de la retractación del
antropólogo
cultural Melford E. Spiro (1959: 67-73), antiguo negacionista, resulta
bien
elocuente en orden al reconocimiento de que el matrimonio y la familia
son
universales. Aunque todavía haya quien imagine «una vida social en la
que la
familia ya no existe» (Kathleen Gough 1973: 153), con tan escaso
fundamento
como esta misma autora postula, un párrafo antes, que la sociedad de
clases y
el Estado van a desaparecer, porque ya existen para ello las bases
tecnológicas
y científicas. A la vista está... Parece que no hemos aprendido nada
desde las
especulaciones decimonónicas de Engels a propósito de la familia, la
propiedad
privada y el Estado.
Ahora
bien, si pretendemos entender el parentesco o la familia, no vale con
quedarnos
en el plano de la observación biográfica, en la experiencia de los
acontecimientos de la vida particular, pues así estaríamos dejando
fuera del
campo de visión las estructuras sistémicas que están en juego, dando
cauce y sentido
a tales acontecimientos. En toda vida social, subyacen estructuras que
hacen
efectivo y significativo el proceso del acontecer empírico.
He
centrado mi investigación en la hipótesis de que el parentesco humano
constituye una organización específica, en la que se opera una
articulación
bio-cultural. El parentesco no consiste solo en elementos biológicos, o
más
exactamente genéticos, ni tampoco únicamente en los determinantes
sociales o
culturales. Las relaciones familiares se constituyen y desarrollan en
la
interfaz entre el plano biogenético y el sociocultural, dando lugar a
la
formación del sistema complejo que denominamos parentesco. De alguna
manera, el
comportamiento biológico es regulado culturalmente, al mismo tiempo que
la
existencia de una norma cultural viene exigida por la genética de la
especie.
No
se puede negar que en los diferentes esquemas de comportamiento que se
pueden
observar en las manadas de los primates se encuentran ciertas analogías
con lo
que acontece en las relaciones familiares de las sociedades humanas.
Sin
embargo, en todo el mundo animal, incluidos los simios actuales, no se
puede
afirmar con un mínimo de rigor que se dé un verdadero sistema de
parentesco, al
estar constitutivamente ausentes la cultura, el lenguaje y la
historia, en
sentido propio. El sistema de parentesco específicamente tal solo
emerge en la
interfaz biocultural, y es característico y exclusivo de la humanidad.
La articulación bio-cultural y la inserción
psicoindividual
La
historia de las sociedades humanas
nos documenta una inmensa variedad de formas de organización familiar y
matrimonial. Esta enorme diversidad evidencia que carece de sentido
hablar de
«familia natural», como una forma concreta de comportamiento propia de
la
especie humana. Si acaso, lo específico es que toda en sociedad humana
hay
alguna clase de familia, un sistema de parentesco. La naturaleza humana
prescribe que tiene que haber una organización de parentesco, pero no
cómo ha
de ser. La universalidad de la familia no implica la de ninguna fórmula
concreta. Esta primera comprobación sitúa el problema de la familia en
el plano
de la organización sociocultural, de la que forma parte, y de la
evolución
histórica a la que pertenecen sus mutaciones.
El
hecho es que la sociedad es anterior a la familia y no a la
inversa. Es
un requisito que haya al menos dos familias que puedan intercambiar
socialmente
y establecer una alianza matrimonial, para que se cree una familia. En
la
perspectiva de Lévi-Strauss: «Lo primero no es la familia, sino el
intercambio:
‘Si no hubiese intercambio no habría sociedad’. Pero la prioridad
lógica del
intercambio plantea un problema. Si la admitimos, ya no puede basarse
la
explicación de la sociedad en la familia. Ya no hay un fundamento
natural. Hay
que buscarlo en otra parte» (Bertholet 2003: 441). El intercambio
supone la
preexistencia de los socios que intercambian y de las reglas a las que
se
atienen. El parentesco supone en sí mismo la existencia de la
institución
cultural.
Si
el parentesco humano no se reduce a lo «natural», menos aún se debe
concebir
como algo sobrenatural. Las instituciones de parentesco son muy
anteriores en
el tiempo a la institucionalización religiosa. No parece que la familia
dependa
de la religión, aunque luego las instituciones religiosas establezcan
ritos
relativos al matrimonio y normas de la vida familiar. De hecho, en
todas las
grandes religiones, la historia nos muestra una transformación de las
formas
familiares según épocas y lugares. Lo mismo ocurre en la historia del
cristianismo. De ahí que no tenga fundamento bíblico ni exegético ni
teológico
hablar de una forma peculiar o un prototipo de «familia cristiana»; de
la misma
manera que no hay una «economía cristiana», una «democracia cristiana»,
o una
«medicina cristiana» (salvo como una denominación impropia, típica de
la
ideología de algún período). Para conocer qué es la familia y explicar
la
diversidad de sus formas, hay que analizar las condiciones sociales
complejas
en las que la estructura familiar está sometida a toda clase de
presiones y
desafíos a los que trata de dar respuesta.
El
parentesco constituye una creación cultural e histórica. No se refiere
a la
compartición de unos mismos genes, ni al hecho biológico del
engendramiento,
aunque los implique. La proximidad genética es solo un elemento que se
articula
en alguna de las relaciones de parentesco. Pero ni siquiera basta que
se dé
transmisión genética, pues esta tiene que ser reconocida socialmente,
mediante unas reglas que implican la instauración de
relaciones de
alianza y afinidad.
Por
otro lado, la estructura del parentesco ha estado y está al servicio de
las más
diversas funciones, en los muy dispares entornos prácticos de las
sociedades
humanas. No obstante, sería disparatado atribuir todas esas
funcionalidades a
lo constitutivo del parentesco. Este, inserto en el sistema
sociocultural, se
caracteriza por alguna estructura y función específica, que a su vez
puede ser
utilizada para otras operaciones adaptativas. ¿Cuál es la especificidad
constitutiva del sistema de parentesco humano propiamente dicho?
¿Cuáles sus
estructuras y procesos? ¿Cabe crear una tipología?
El
plano genético y el plano cultural
Para
entender el parentesco es necesario comprender
a la vez los genes y la cultura, no por separado sino conjuntamente. No
hay que
concebir un abismo, sino una interfaz bio-cultural. Para mayor
precisión,
tampoco hay que confundir lo biológico y lo genético. Lo primero es más
amplio
que lo segundo. Lo genético está dentro de lo biológico, en el
ADN
celular y mitocondrial. Pero lo cultural también está dentro de
lo
biológico: en el cerebro; aunque está también fuera, en la
organización
de la sociedad. De modo que el comportamiento biológico no depende solo
de los
genes, sino también de la información cultural. Los genes no dependen
de la
cultura. La estructura biológica concreta depende básicamente de los
genes,
pero en parte también de las interacciones del organismo con el sistema
socioecológico y sociocultural.
El
sistema de parentesco propiamente tal no se encuentra en la naturaleza,
aunque
tenga un anclaje en ella, no se reduce a términos de biología ni de
genética.
Tiene que ver con la doble transmisión de genes y de cultura, en el
marco de la
evolución bio-cultural. La naturaleza aporta elementos básicos
constantes, como
el dimorfismo sexual/genital, el apareamiento, la fecundación, el
parto, la
diferencia de edad, la necesidad de crianza, los impulsos
biopsicológicos
propios de la naturaleza humana, la reproducción y regeneración
poblacional.
Como
señaló Lévi-Strauss, el parentesco no nace solo de las relaciones de
filiación
y consanguinidad, limitadas al plano biológico, sino de una alianza
social de
familias.
Una
sociedad humana es, ante todo, una población de la especie, una
realidad
biológica. Al distinguir un plano social, sin aludir a una
entidad
diferente, se destaca el modo de organización y funcionamiento humano
de la
población. Pero, si la familia nunca es cuestión solo de zoología, de
herencia
biológica solamente, tampoco es algo exclusivamente cultural. Se trata
de un
sistema complejo bio-cultural. Surge en la interacción entre herencia y
ambiente, entre genotipo y cultura.
El
sistema de parentesco tiene un pie en la naturaleza, pero es el efecto
de una
codificación cultural. A la inversa, no es solo un código cultural,
sino que se
sirve de contenidos y diferencias naturales y sociales, abordando
problemas a
los que proporciona una solución: problemas económicos, sexuales,
reproductivos, educativos, alimentarios, políticos, etc. De ahí que su
cometido
sea multifuncional. Aunque queda por aclarar si tiene una estructura
propia e
irreductible.
Es
preciso señalar que no todas las relaciones sociales son relaciones de
parentesco. Hay relaciones sociales que no están basadas en él.
Entonces, ¿qué
condiciones ha de cumplir una relación social humana para formar parte
del
sistema de parentesco en un contexto dado? La respuesta a esta pregunta
requiere resolver antes otra cuestión, a saber, qué se entiende
propiamente por parentesco.
Para
entenderlo, nos aproximaremos poco a poco, tratando de describir sus
rasgos y
estructuras. El parentesco es una matriz de relaciones
multidimensional, que
sitúa a las personas en una trama de derechos y obligaciones mutuos. La
familia
forma un nudo local de la red compleja del parentesco. Y su fundación y
núcleo
lo constituye el matrimonio. El parentesco alude a una modalidad de
relaciones
sociales, entre otras que se pueden basar en otros principios ajenos al
específico del parentesco. Hemos de aclarar también qué no es
estrictamente
parentesco.
El
parentesco no se reduce a la relación de consanguinidad. No es un dato
de la
biología, sino requiere otros factores constitutivos que, como he
dicho, no se
dan fuera de la humanidad. El sistema de parentesco no se encuentra en
la
naturaleza extrahumana. Es el efecto de una codificación cultural.
Pero, por
otro lado, no se puede reducir solo a un código cultural, puesto que se
sirve
de contenidos y diferencias biológicas (sexuales) y de contenidos
sociales
(reproductivos, económicos, alimentarios, educativos, etc.); y viene
exigido
por problemas sociales específicos a los que proporciona una solución
razonable. De manera positiva, la antropología concibe que las
relaciones que
configuran el parentesco son alianza, consanguinidad y afinidad
combinadas entre
sí.
El
parentesco es un sistema que articula diversas clases de interacciones
y
relaciones tipificadas, en general con una nomenclatura peculiar:
cónyuge,
madre y padre, hijo, nieto, hermano, primo, tío, sobrino, nieto,
abuelo,
cuñado, yerno y nuera, etc. Puede ser muy variable tanto la
nomenclatura como
el significado y la función de cada término. Además, un mismo individuo
resulta
polifacético, algo camaleónico, pues cumple a la vez varias de tales
relaciones
con sus funciones asociadas. Las asume simultáneamente: uno
mismo es a
la vez hijo, hermano, sobrino, nieto, bisnieto, padre, tío, abuelo...
Pero
también las va asumiendo sucesivamente: pasa de ser hermano a
ser tío de
los hijos de sus hermanos; de soltero a casado, al contraer matrimonio;
de hijo
a padre y, más tarde, a abuelo...
En
general, las personas humanas nacen dentro de una red de relaciones
parentales
o familiares. No obstante, de hecho pueden reproducirse fuera de esa
red. Puede
haber reproducción sin parentesco, porque –insisto– el parentesco no
debe
confundirse con la relación biológica de procreación o la transmisión
de genes.
Esto último ocurre siempre en el seno de una población, en el seno de
la
especie humana considerada desde el punto de vista zoológico, pero no
necesariamente dentro del sistema de parentesco. Este tiene que ver con
hechos
biológicos y genéticos, sin duda, y pretende regularlos, pero no se
funda en
ellos exclusivamente. Un determinado sistema parental puede no
reconocer como
hijo a uno engendrado fuera de las normas; o puede reconocer como hijo
a alguien
adoptado y sin proximidad genética. Con excepción de la humana, que en
todas
partes regula el parentesco, todas las demás especies vivas se
reproducen sin
necesidad de un sistema de parentesco. El campo del parentesco llega
hasta
donde se desvanece el reconocimiento de la familia, de tales personas
como
familiares o parientes. Queda constituido por la red donde se
instituyen
relaciones de alianza entre las familias y se generan nuevas familias o
estas
se prolongan en el tiempo, transmitiendo a la vez su patrimonio
genético y su
patrimonio cultural (económico, político, lingüístico, etc.), de
generación en
generación.
La
articulación clave en este tejido de relaciones la encontramos en la alianza,
en el matrimonio, que no se basa en la proximidad genética (la
consanguinidad más bien suele ser un impedimento) y que, no obstante,
se
convierte en la pieza clave para el establecimiento de todas las
restantes
relaciones de parentesco, que derivan de la alianza matrimonial, y para
la
aplicación de la terminología o nomenclatura correspondiente.
El
parentesco, por tanto, es una creación sociocultural: para aliarse es
condición
necesaria no ser pariente (o no serlo en determinado grado y modo; por
ejemplo
no ser primo paralelo). Mediante la alianza se llega a serlo, o a serlo
más
estrechamente.
Como
creación compleja bio-cultural, el parentesco tiene en cuenta algunas
relaciones que lo preceden (de orden biológico y social), las
selecciona,
distinguiéndolas y oponiéndolas, y las utiliza para instaurar su propio
código,
sometido a reglas coherentes entre sí y con las condiciones de la
sociedad y su
reproducción.
La
proximidad genética, que a veces se llama «parentesco natural», indica
la
coincidencia en un porcentaje de genes por la participación en la
herencia de
un linaje. Indica que determinados individuos comparten un porcentaje
del mismo
genotipo o patrimonio genético individual (como es sabido, los padres
con los
hijos y los hermanos entre sí coinciden en un 50%; los nietos con los
abuelos,
en un 25%, etc.). Aunque es evidente que este hecho ha sido desvelado
por la
genética, fue casi siempre entrevisto por las distintas sociedades
bajo otros
prismas, como el «parentesco carnal», la «misma sangre» o grados de
consanguinidad. Ahora bien, la proximidad genética no es el dato que da
origen
al parentesco, sino que es la alianza (que más bien exige, por la regla
de
exogamia, que haya cierta lejanía genética) la que origina como consecuencia
suya la proximidad genética. El contenido
biológico del parentesco es, por
tanto, algo subsiguiente a la instauración del parentesco mediante la
alianza
matrimonial, de la que normalmente se engendrarán hijos, descendientes
de ambas
familias o linajes aliados. Estas adquieren así proximidad genética, o
grados
de semejanza debidos a la participación en cierto porcentaje de los
mismos
genes, con las personas de esos hijos catalogados por ambos linajes
aliados
como sobrinos, nietos, etc.
La
relación de alianza mediante el matrimonio encauza y confiere
entidad a
la relación de filiación y de consanguinidad (proximidad o
participación
genética, los vínculos «carnales», por ejemplo, padre-hijo,
hermano-hermano,
tío-sobrino, abuelo-nieto, etc.); y también determina todas las formas
y grados
de afinidad contemplados en un sistema de parentesco determinado (las
relaciones «políticas», por ejemplo, suegro-yerno, suegro-nuera, entre
cuñados,
entre concuñados, entre consuegros, etc.).
Hay,
pues una prioridad lógica y fáctica de la relación de alianza con
respecto al
establecimiento de todas las demás relaciones del sistema, que de ella
derivan.
Constituye el pivote en torno al cual giran. Es el acontecimiento que
organiza
todo el campo, incorporando a la red de parentesco las relaciones no
solo con
los ascendientes y los descendientes, sino también con los colaterales
y los
afines.
La
pertenencia a la familia y el lugar que el individuo ocupa en ella
determinan
una multiplicidad de relaciones con respecto a otras familias y a sus
componentes. La alianza matrimonial, que da origen a cada familia, abre
cauce a
extensión de la consanguinidad (por la reproducción,
filiación,
transmisión genética) y, al mismo tiempo, instaura los lazos de afinidad
(los
parientes «políticos» o no consanguíneos).
Por
consiguiente, el parentesco entrelaza relaciones fundadas en la
consanguinidad
con otras que, mediante el matrimonio, se basan en la alianza o la
afinidad. La
filiación, ascendencia, descendencia y otras (hermandad, primazgo,
tiazgo/sobrinazgo, abuelazgo/nietazgo) son formas de relación basadas
en la
consanguinidad, es decir, en la compartición de un porcentaje de la
herencia de
genes: del 50, el 25, el 12,50 por ciento del genotipo.
El
suegro/suegra con respecto al yerno/nuera tienen una relación no
consanguínea;
pero también es verdad, mirando desde la generación anterior a la
siguiente,
que tienen descendientes comunes (nietos e hijos respectivamente) con
los que
comparten un porcentaje de su patrimonio genético y, por tanto,
resultan en
algún grado «consanguíneos» a posteriori e indirectamente,
puesto que lo
son con respecto a unos mismos individuos descendientes.
Los
cuñados entre sí tampoco son consanguíneos, en principio, pero sus
hijos, que
son primos entre sí, sí comparten un porcentaje de genes (un 25%). Aquí
no hay
un descendiente común a los concuñados, pero los descendentes de un
lado y del
otro cuentan con un grado de consanguinidad (genotipicidad) compartida.
Cada
uno de los concuñados puede considerar que aquel que lleva la mitad de
sus
genes –su propio hijo– comparte a la vez un porcentaje de sus genes con
el hijo
del otro (los hijos de uno y otro son primos hermanos, que comparten
entre sí
un 25% del genotipo). Así resulta que la afinidad y la consanguinidad
no son
totalmente ajenas la una a la otra, puesto que existe una vinculación
indirecta
entre ellas, que implica una referencia genética aunque sea mediata,
indirecta
y diferida. Quienes son aliados (no consanguíneos) entre sí tienen cada
cual
como consanguíneos a otros, más o menos cercanos en línea de
descendencia,
directa o colateral, que son consanguíneos entre sí.
Según
la teoría antropológica de Lévi-Strauss, la alianza matrimonial se
efectúa
entre linajes o familias, al efectuarse un intercambio entre ellas, por
intermediación de los cónyuges; si esto es así, entonces el concepto de
alianza, referido estrictamente al
matrimonio, no se
restringe a él, a una alianza
entre los cónyuges, puesto que sus efectos se extienden en realidad al
conjunto
de los parientes de cada cónyuge, los llamados afines. Estos se vuelven
también
«aliados» en un sentido más amplio, en virtud del enlace matrimonial;
contraen
parentesco, emparientan, pasan a ser familiares de alguna clase y en
algún
grado. El parentesco se constituye, así, como una emergencia de
la
articulación entre estos dos tipos de relación, que son la alianza y la
consanguinidad, siendo condición la primera (de índole sociocultural)
para
garantizar la continuidad de la segunda (de naturaleza biosocial).
En
un momento dado y sea cual sea el individuo que tomemos como punto de
partida,
la red del parentesco no se extiende indefinidamente. El ámbito del
parentesco
tiene unos límites difusos, que se hallan allí donde deja de
reconocerse al
otro como pariente, sea como consanguíneo o como aliado; con más
exactitud, el
límite del parentesco se encuentra allí donde deja de haber una
interacción
basada en las exigencias o consecuencias de la alianza.
La
escala psicoindividual
Ya
ha quedado claro que el componente biogenético no
basta para que haya un sistema de parentesco. La genitalidad, el sexo,
el
intercambio de recombinación de genes, la consanguinidad, la herencia
mendeliana, la filiación o la reproducción demográfica son factores que
están
presentes, pero sometidos a una regulación y una funcionalidad social.
Por su
parte, las reglas de alianza, el intercambio de cónyuges entre linajes,
el
reconocimiento público, la cohabitación, la crianza, la cooperación
económica y
los derechos y deberes estipulados socialmente se imponen a lo
biológico y lo
canalizan; aunque cada uno de estos elementos por separado puede darse
sin
llegar a constituir parentesco. Por otro lado, el componente
sociocultural
tampoco basta. No hay parentesco puramente social. Las relaciones
sociales de
reproducción implican lo biogenético. Algo parecido cabe decir de los
ingredientes que operan a escala de la experiencia individual: la
relación de
afectividad, el erotismo, el cariño, o el vínculo personal se incluyen,
pero
por sí solo el componente psicológico tampoco basta para crear
parentesco. Así,
un amante o un amigo íntimo no se convierte por ello en pariente.
A
contrapelo del tópico, el afecto amoroso no es la razón determinante
que
origina el matrimonio. Con respecto a este, el afecto puede ser
antecedente o
consecuente, y ni siquiera es imprescindible, en algunas sociedades,
para
cumplir con las estipulaciones matrimoniales. Y, por descontado, los
afectos se
dan espontáneamente, al margen de la institución matrimonial y sin
ninguna
vinculación con ella. De hecho, hay múltiples formas de satisfacción
erótica,
sexual y afectiva, e incluso de transmisión genética, que circulan
fuera de los
cauces conyugales que, por consiguiente, no pertenecen al ámbito
familiar.
En
cualquier caso, es necesario que las disposiciones e interacciones
individuales
se inscriban en el sistema de escala social. El matrimonio resulta de
una
combinación que articula todos los componentes (genéticos, sociales y
psíquicos) y cumple todas las funciones al mismo tiempo, generando una
regulación sociocultural a la que obedece. De la alianza emerge el
parentesco,
en la medida en que el sistema de parentesco regula las alianzas
mediante
principios de organización propios. Lo mismo que hay un código de la
lengua,
sin el que no hablaríamos nada coherente, existen códigos culturales
para los
comportamientos relativos a la reproducción social. En el plano
psicológico,
canalizan la afectividad y la vinculación con respecto a los parientes
y
allegados, quienes precisamente son reconocidos como tales en virtud de
esos
códigos.
Los parámetros universales del sistema de parentesco
La
antropología utiliza una terminología del
parentesco especializada, que se suele explicar en cada caso. Pero
quizá sea
oportuno recordar algunas de las nociones más básicas. Parentesco:
Vínculo entre dos o más personas por consanguinidad, afinidad,
matrimonio o
adopción. Parentela: El conjunto de parientes de alguien. Parental:
Perteneciente o relativo a los padres o a los parientes. Consanguinidad:
Parentesco próximo y natural de una o más personas que descienden de un
mismo
antepasado. Afinidad: Parentesco que mediante matrimonio se
establece
entre cada cónyuge y los parientes por consanguinidad del otro. Linaje:
Ascendencia o descendencia de cualquier familia. Familia:
Conjunto de
ascendientes, descendientes, colaterales y afines de un linaje. Afín:
Pariente por afinidad (suegro, yerno, nuera, cuñado, consuegro,
concuñado, tío
político, sobrino político). Colateral: Pariente consanguíneo
que no lo
es por línea directa (hermano, primo hermano, primo segundo, etc.; tío,
sobrino, tío abuelo, sobrino nieto, etc.). Hermano carnal: Que
tiene el
mismo padre y madre. Hermano consanguíneo: Que lo es de padre
solamente. Hermano uterino: Que lo es de madre solamente. Hermano
bastardo:
Nacido fuera del matrimonio. Cognado: Pariente consanguíneo por
línea
femenina, que desciende de un linaje común de hembra en hembra. Agnado:
Pariente consanguíneo por línea masculina, que desciende de un linaje
común de
varón en varón. Avúnculo: Tío materno, es decir, hermano de la
madre. Chozno:
Hijo de tataranieto, nieto en cuarta generación.
Para
explicar antropológicamente el parentesco, se han formulado hipótesis
teóricas
muy diversas, entre las que cabe destacar las siguientes:
A.
La teoría popular de la consanguinidad, que puede considerarse la más
convencional, frecuentemente plagada de incoherencias y con poco valor
científico.
B.
La reformulación genética de la consanguinidad, o teoría genética del
parentesco, que en último extremo termina en un reduccionismo genético
al modo
de Richard Dawkins en su obra El gen egoísta (1976). También se
alinea
aquí la «selección de parentesco» como selección de genes y la «teoría
de la
familia» de base biológica defendida por la sociobiología humana
(Wilson 1998:
249-250).
C.
Las teorías antibiológicas, que se deslizan hacia un reduccionismo
culturalista
y que basan el parentesco en un principio de solidaridad, o de
identidad, en
una mera norma social. Así, Emmanuel Désveaux (2008a), en su crítica al
estructuralismo de Lévi-Strauss, cuestiona la importancia de la
consanguinidad.
Mientras que el antropólogo norteamericano David M. Schneider rechazaba
todo
fundamento biológico, hasta su posterior retractación en Crítica
del estudio
del parentesco (1984).
D.
Las teorías que insisten en la filiación, en la línea de ascendencia y
descendencia, como eje temporal, generacional, con respecto al cual
cada
pariente se sitúa, se clasifica, ocupa un puesto de la red de
relaciones,
tomando como referencia antepasados comunes y descendientes comunes
(reales o
posibles). El matrimonio anuda la red de relaciones que se va tejiendo
a lo
largo del tiempo: Uno es hijo de tal, hermano de tal, marido de tal,
padre de
tal¼
Así lo entiende Françoise Héritier (2008). A partir
de ahí, es posible el reconocimiento de la existencia de parentesco,
por mucho
que varíen sus formas y grados, y atribuir un significado y una
funcionalidad a
cada posición.
La
tesis aquí defendida sostiene que es necesario un concepto complejo de
la
organización del parentesco, que conecte los diferentes niveles de
descripción,
atendiendo a las relaciones entre el todo y el comportamiento de sus
componentes. Para ello, resulta más convincente el enfoque teórico que
abarca y
combina las implicaciones biológicas (relaciones de consanguinidad por
línea
directa y colateral) y las implicaciones sociales (relaciones de
alianza y de afinidad),
aunque sea discutible el papel que desempeñan determinados factores
concretos,
como la evitación del incesto, la exogamia, o el intercambio. En el
orden
humano, lo social es intrínsecamente biocultural. El parentesco
constituye una
red biocultural, que se activa interconectando relaciones en la
sucesión
generacional anterior y posterior, en el plano colateral y en el
entrecruzamiento de linajes distintos por obra del matrimonio. De esta
manera,
opera como un filtro que orienta los itinerarios por los que van
transitando
las generaciones a lo largo del tiempo. El parentesco surge de una combinación
sistémica de componentes biológicos, sexuales, jurídicos, sociales,
culturales y psicológicos, que dota a ciertas relaciones humanas de
propiedades
o funciones específicas. Sin esa estructura, no se produce parentesco
en las
relaciones. El parentesco es un fenómeno de naturaleza colectiva,
consecuencia
de comportamientos individuales (pero no de escala individual) que se
encuentran sometidos a precisas reglas de escala social. Estas imponen
un
código sociocultural para la organización de la convivencia doméstica y
la
reproducción, que, con invariantes y variables, se expresa en la
producción de
relaciones sociales básicas, llevando a cabo una adaptación a los
distintos
contextos sociales.
Imaginemos
una plantilla neutra de relaciones genealógicas, fundadas en la
descendencia
biológica a lo largo de las generaciones. El parentesco no se restringe
a la
transmisión lineal de genes, porque en cada generación incide un
cónyuge-progenitor procedente de otra línea de transmisión. Además esta
especie
de «sinapsis» se halla sometida a regulaciones perfiladas
culturalmente, como
la prohibición del incesto, las reglas de exogamia, las estipulaciones
de la
alianza matrimonial, las normas para el cuidado de la prole, etc. De
los
diversos perfiles resultan los diversos sistemas de matrimonio, familia
y
parentesco, concebibles y observables, como variantes de una estructura
invariante y universal. El cuadro siguiente presenta una aproximación a
una
estructura que incluye los componentes universales del parentesco,
cada
uno de los cuales es susceptible de adoptar formas diferentes como
propiedades
del modelo. En conjunto, se trata de un código familiar/parental, que
se puede
traducir a otros códigos vividos o pensados y que regula la producción
de acontecimientos:
relaciones, servicios y cosas, así como las condiciones mismas de su
propia
reproducción.
ESTRUCTURA
UNIVERSAL DEL PARENTESCO
|
CONSTANTES
|
FORMAS
VARIABLES
|
Dimorfismo
sexual
|
división
sexual de tareas y papeles
|
Evitación
del incesto
|
parientes
incluidos y excluidos
|
Reglas
de exogamia
|
matrimonio
preferencial, concertado, libre elección
|
Tipo
de intercambio
|
restringido,
generalizado, complejo
|
Legitimación
social de la alianza
|
ritual;
ceremonia; registro oficial; reconocimiento público
|
Deberes,
derechos y privilegios
|
sexuales,
económicos, sociopolíticos, etc.
|
Residencia
posmarital
|
patrilocal;
matrilocal; neolocal; uxorilocal; virilocal
|
Amplitud
familiar
|
extensa;
nuclear; monoparental; número de hijos
|
Filiación:
linaje
|
matrilineal;
patrilineal; ambilineal; bilateral
|
Crianza
y educación
|
maternal;
paternal; ambos; avuncular; vicaria
|
Reglas
de herencia
|
sucesión;
propiedad; casa; título; apellido; etc.
|
Compatibilidad
con otro
matrimonio
|
familia
monogámica; familia poligámica
|
Disolubilidad
del matrimonio
|
vínculo
indisoluble; separación; divorcio
|
En
la práctica, el funcionamiento del sistema de parentesco quizá se
reduce a unos
algoritmos simples, en general correspondientes a pautas concretas de
acción (como
evitar determinado tipo de pariente, casarse con la hija del tío
materno,
atenerse al acuerdo entre las familias, elegir libremente al cónyuge,
etc.).
Las estrategias individuales se sirven normalmente de las estructuras
existentes, que a su vez son ya plasmación de estrategias muy refinadas
y
contrastadas en la experiencia a lo largo de mucho tiempo.
El
dimorfismo sexual procede de la
naturaleza
El
punto de partida se encuentra en la
naturaleza y consiste en el dimorfismo sexual y en el proceso de
reproducción
de la especie, sabiendo que esta última es inseparable de la
reproducción
social. Por eso, en todas las dimensiones operan principios de
organización
que suponen necesariamente, pero no reflejan sin más, hechos
biológicos. Un
mismo grado de consanguinidad o proximidad genética puede aparecer
investido de
distinta significación: puede caer, o no, bajo la prohibición del
incesto;
puede estar marcado, o no, como cónyuge preferencial; se le prescriben,
o no,
deberes especiales con relación a otro; se le atribuye, o no, derecho a
la
herencia de bienes, títulos, etc.
Por
su lado, el hecho de la relación sexual ha de distinguirse con toda
claridad de
su institucionalización en determinada forma de convivencia que se
sirve del
dimorfismo y la complementariedad sexual para fundar la familia, si
bien esta
articula también otras relaciones, como la filiación, la consanguinidad
y la
afinidad, caracterizadas precisamente por excluir la relación sexual.
Françoise
Héritier cifra en el dato de «la diferencia de los sexos» (2008: 85),
la
invariante más profunda de la que hay que partir para comprender el
parentesco.
En efecto, sin el dato de la diferencia biológica no puede existir
matrimonio,
ni parentesco, ni reproducción, pero tampoco basta con su puesta en
juego fuera
de las reglas sociales. De ahí que siempre se encuentren restricciones
impuestas
por encima las posibilidades dadas por la naturaleza, cuyo sentido mira
al buen
funcionamiento del orden social humano. Lo cual no equivale a decir que
tales
reglas no puedan ser transgredidas de facto, en casos concretos, lo
cual
evidentemente ocurre a veces, a pesar de estar sancionado negativamente
por la
sociedad.
Para
entender adecuadamente lo esencial que constituye el sistema parentesco
es
necesario comprender el puente que articula los planos entre la
biología y la
cultura. El parentesco no consiste en un mero dato o resultado de la
selección
natural, independiente de la selección cultural, ni tampoco es una
norma
meramente social que se pone, o se cambia, en plan constructivista. La
articulación se ha vuelto intrínseca, de tal modo que «privado de su
fundamento
en la biología, el parentesco no es nada» (David M. Schneider 1984).
La
evitación del incesto
En
las sociedades propiamente humanas,
en contra de ciertas hipótesis que se han demostrado falsas, nunca hubo
fases
de «promiscuidad primitiva», ni «matrimonio de grupo» (Lévi-Strauss
1983: 61),
como tampoco hubo en ninguna sociedad conocida un régimen de
«matriarcado»,
basado en el poder político de las mujeres o en el derecho materno,
pese a lo
que postularan Johann J. Bachofen y otros evolucionistas, en el siglo
XIX
(sería un error confundir un sistema de filiación matrilineal con un
matriarcado).
En
toda sociedad conocida, primitiva o actual, encontramos el imperativo
de buscar
pareja fuera del círculo familiar más estrecho, aunque puede adoptar
múltiples
formas variables; siempre hay una organización de parentesco que impone
su
regulación y que gira en torno al matrimonio. De manera universal se da
una
prohibición que excluye como posibles cónyuges a ciertos parientes
próximos, en
general los miembros del mismo grupo doméstico, delimitando así el
campo de
aquellos que podrán ser cónyuges, sea de manera preferente, o pactada
por la
familia, o por libre elección. La transgresión de dicha prohibición se
denomina
incesto y suele estar ampliamente penalizada. ¿Cómo se explica la
conducta de
evitación del incesto?
Entre
las hipótesis que han propuesto los antropólogos desde el siglo XIX, se
pueden
deslindar cuatro grupos. Unos, como Lewis H. Morgan y Henry Maine,
atribuyen la
prohibición a una reflexión social sobre el fenómeno natural de
las
taras resultantes de las uniones consanguíneas. Otros, como Edward
Westermarck
o Havelock Ellis, creen que sería efecto de una repugnancia natural
hacia al incesto, es decir, hacia la relación sexual con personas con
las que
se ha convivido estrechamente. Otros, como John F. McLennan, John
Lubbock y
Émile Durkheim, suponen que estaría originada exclusivamente por una regla
social, fijada por distintos motivos según las sociedades. Por
último,
otros autores como Claude Lévi-Strauss, creen que no basta una
explicación
exclusiva o predominantemente por causas naturales ni por causas
culturales,
sino que se trata de una interacción en la cual se produce el paso
de la
naturaleza a la cultura, nace la sociedad humana, basada en el intercambio,
como se explicó en el capítulo anterior.
En
años recientes, los sociobiólogos y psicólogos evolucionistas han
rescatado la
teoría del «efecto Westermarck», cuya prueba estaría en el hecho
observable de
que los niños que se han criado juntos durante los primeros años de
vida (por
ejemplo, en los kibutzim de Israel) carecen luego de interés
entre ellos
a la hora de buscar pareja. Lo mismo ocurriría con la evitación de los
parientes cercanos, que son emocionalmente rechazados como consecuencia
de la
coexistencia cercana vivida con ellos desde muy pequeños y que actuaría
como
factor inhibidor (cfr. Wilson 1998: 256-266). No obstante, la validez
de la
teoría de Westermarck fue impugnada por Marvin Harris (1988: 415-417).
Por lo
demás, este tipo de proceso psicológico no contradiría en absoluto la
tesis del
intercambio como generador de sociedad, sino que más bien revela uno de
sus mecanismos,
que propicia la ampliación de las relaciones sociales. Pero entonces la
explicación se desplaza más claramente hacia las ventajas sociales y
culturales
de la exogamia, tal como señala el propio Harris.
Por
lo tanto, aunque ocurra que la existencia previa, ya reconocida, de una
relación social próxima esté relacionada con el rechazo de otro tipo de
relación (como la sexual y la matrimonial), la razón estribaría en que
buscarla
fuera obvia una endogamia problemática en pro de una exogamia
prometedora. La
aversión hacia el incesto se deriva de una doble constatación, pues
comporta un
aspecto intelectual (la percepción de la coherencia de la
organización
social del parentesco) y un aspecto emocional (la vivencia de
la
cohesión de grupo o las relaciones de familiaridad). De manera que,
cuando
alguien ocupa un puesto determinado y claramente establecido en el
sistema (un
padre o una madre, un hijo, un hermano, etc.), resulta chocante alterar
la
relación preestablecida y significativa, investida con un papel
consolidado, al
objeto de convertirla en lazo conyugal. Tal eventualidad produciría
contradicciones, cortocircuitos en la línea de filiación y desorden en
el
sistema de relaciones sociofamiliares, pensadas, vividas y prácticas.
Tal vez
por eso, en caso de posiciones algo menos cercanas (primos, sobrinos,
etc.), la
exclusión es menos rígida; entonces, una relación de parentesco
periférica
puede reconvertirse en una céntrica como es la matrimonial, en ciertos
contextos donde esta estrategia aporta ventajas sociales comprobables.
Como sentenció
Lévi-Strauss, el incesto es socialmente absurdo antes de ser moralmente
culpable.
Las
reglas de exogamia y el intercambio
Una
vez descartados como posibles cónyuges
determinados parientes muy cercanos, queda abierto el espacio de la
regulación
o desregulación de la búsqueda de pareja para el matrimonio fuera del
grupo
doméstico, es decir, de forma exogámica.
Al
obligar a la exogamia, el parentesco opera como un sistema de
intercambio
social, que crea (y es creado por) una red de relaciones entre
familias, a las
que adscribe a los individuos, instaurando reglas que tienen en cuenta
las
diferencias biológicas de sexo –y edad, a veces–. Estas reglas
establecen el
estatuto de varios tipos de relaciones: la de alianza matrimonial, las
de
filiación, las de consanguinidad y las de afinidad, mediante códigos de
prohibiciones y prescripciones, inclusiones y exclusiones, derechos y
deberes,
tendentes a un equilibrio del sistema entre individuos, familias y
sociedad,
entre los cuales se dan complementariedades y antagonismos. El sistema
de
intercambio sufre constantes inestabilidades, pero a la vez proporciona
los
medios para buscar un punto de equilibrio en las interacciones
fundamentales.
Las
relaciones de parentesco se constituyen en el juego de reglas
epigámicas para
la reproducción, mediante alguna clase de alianza, que supone de hecho
un
intercambio entre linajes o entre familias (en último término, entre
las
personas de los contrayentes). El intercambio instaura una trama de
obligaciones mutuas, que miran muy en especial a garantizar un estatuto
a la
descendencia.
Algunos
antropólogos sostuvieron que, en el caso de la sociedad tradicional de
los
Nayar de Kerala (India), no existía el matrimonio, al no observarse una
convivencia estable de la pareja ni un cuidado paterno de la prole. Sin
embargo, un examen atento de los hechos lleva a la conclusión de que el
matrimonio se daba efectivamente, pero que la situación de guerra
permanente
impedía a los maridos vivir en casa con la mujer. Allí, el sistema de
parentesco suplía esa ausencia mediante el desplazamiento de algunas
funciones
a otros parientes por línea materna, que se encargaban de la
alimentación y la
educación de los niños. En todo caso, el padre era socialmente conocido.
Laurent
Barry, autor de La parenté (2008a), lleva a cabo una revisión
de la
teoría del intercambio lévistraussiana y pone objeciones a la validez
universal
del intercambio, es decir, a la extensión de la teoría más allá del
intercambio
«restringido» y «generalizado», a los sistemas de tipo «complejo», que
además
son los más frecuentes. Ofrece como ejemplo el de los antiguos
atenienses, que
permitían el matrimonio con la hermanastra de padre, no de madre; o el
llamado
matrimonio árabe, que consiste en casarse con la hija del hermano del
padre. En
ambos casos parece que no se da intercambio entre linajes diferentes
sino más
bien una clausura del linaje sobre sí mismo (Barry 2008b: 18). Pero no
me
parece del todo convincente que tales hechos invaliden la hipótesis del
intercambio, aunque sea cierto que en casos extremos como esos su
alcance sea
mínimo.
El
intercambio sigue presente, no necesariamente entre linajes o entre
familias
extrañas, y cumpliendo una función hacia el exterior, sino que la
cumpliría
hacia el interior (minimizando el ámbito de la evitación del incesto),
estrechando los lazos de facciones dentro del propio linaje (como
pueden ser el
otro matrimonio del padre o la familia del tío paterno). Habría que
estudiar
qué razones concurren para querer prevenir de ese modo el
debilitamiento de los
efectos de una alianza anterior o el distanciamiento de un parentesco
colateral. Al reiterar en la siguiente generación una alianza
matrimonial muy
próxima, se aumenta quizá exageradamente el grado de cohesión y
emparentamiento, pero continúa habiendo dos partes que intercambian,
por mucho
que el campo de la exogamia se haya reducido hasta el límite. Solo una
abolición completa de la exogamia conllevaría la desaparición del
intercambio.
Una
refutación similar se puede oponer a Gamella y Martín (2008), que se
adhieren
al cuestionamiento de la teoría de la alianza como intercambio. Basta
con
entender que el «sistema de intercambio» comporta una doble función no
excluyente: establecer lazos de parentesco y también reforzarlos;
pactar y
estrechar el pacto. En ambas situaciones, se persigue como objetivo el
valor de
la alianza: incorporar nuevos aliados al núcleo familiar, con la
expectativa de
obtener las consecuencias sociales favorables que de ella derivarán.
Barry,
por su parte, prosigue argumentando que «existen muchas sociedades
donde la
manera en que las gentes conciben sus lazos de parentesco no se explica
por la
obligación de intercambiar o de hacer circular mujeres entre grupos»
(Barry
2008b: 18), por lo que la mayor parte de los sistemas de parentesco del
mundo
no se apoyarían en un dispositivo de intercambio matrimonial y
carecerían de
toda lógica de intercambio. Argumenta que existe incluso un caso, el de
los Na
de China, que desconocen la paternidad y el mismo matrimonio. Ante
tales
alegaciones, hay que caer en la cuenta de que se nos está ofreciendo la
perspectiva emic. Pero esa manera endocultural en que los
protagonistas
lo conciben no impide que de facto, piensen lo que piensen, estén
intercambiando contrayentes (así como también intercambian genes
procedentes de
una parte y de otra), e igualmente que observen algún comportamiento
como
progenitores. Más aún, el propio Barry nos facilita una clave, al
afirmar que,
en cualquier caso, «todos tienen en común prohibir a ciertos
parientes». Pues
esta es la condición que determina la necesidad del intercambio, que no
hay por
qué interpretar literalmente «entre linajes». En realidad, caben otras
escalas
de intercambio, siempre que se eluda la endogamia.
Tampoco
parece muy acertado deducir del plano ideológico de una rara sociedad
donde, al
parecer, no se considera el matrimonio o la paternidad, pero donde
reconoce que
«hay prohibiciones sexuales y la idea de parentesco está muy presente»
(Barry
2008b: 18), una teoría de que el parentesco existe no solo sin
intercambio,
sino con independencia del matrimonio. Pienso que habría que seguir la
pista de
esas «prohibiciones sexuales» para encontrar las modalidades en que se
da, en
ese parentesco tan presente, la práctica del intercambio, el matrimonio
y la
paternidad, en lugar de salir por la tangente postulando una
interpretación
posmoderna del parentesco como «identidad común entre generaciones»,
algo que
distingue a un «nosotros» fundado en un «sentimiento del parentesco»
que tienen
todas las sociedades. Semejante mistificación ideológica arroja a un
completo
oscurantismo la explicación de las fórmulas organizativas de las que
ese mismo
sentimiento depende.
Fruto
y prueba del intercambio es el hecho de obtener descendientes que
comparten
entre sí una porción de genes. Pero ¿cómo es concebible que, sin idea
de
genética ni de herencia biológica, e incluso, a veces, sin tener una
noción
clara de que entre los hijos y sus padres haya consanguinidad o algún
parecido
(cfr. Désveaux 2008b: 15), las sociedades humanas hayan organizado su
sistema
de parentesco de modo que favorezca el tener descendientes que
comparten entre
sí una porción de los mismos genes? Tal vez podría bastar la percepción
(no
necesariamente explícita en el plano consciente) de que ciertos
descendientes
de uno lo son a la vez de otras personas que –por esta razón– se
convierten en
parientes o aliados. En general, la nomenclatura de parentesco
contribuye a
facilitar esta percepción. Y no es imprescindible postular ninguna
consanguinidad directa (que el hijo o el nieto se parezca a uno mismo),
sino
tan solo identificar una línea genealógica o de descendencia, respecto
a la
cual cada uno ocupa una posición y establece una relación determinada.
Desde
ese punto de vista, la permisión del incesto haría totalmente confusa
la
descendencia. En cambio, la alianza exogámica aparece como un método
para
organizar la descendencia y controlarla. De ahí que el intercambio, sin
ofrecer
una fórmula concreta universal, se encuentre siempre operativo,
asignando los
puestos que se ocuparán dentro del sistema constituido mediante el
matrimonio.
La alianza matrimonial crea el nudo más fuerte desde el que se teje una
red más
amplia de alianzas. Un pariente, más allá del consanguíneo, es un
aliado de
algún tipo, reconocido como tal en virtud de la posición que ocupa con
referencia a una alianza que prolonga líneas de descendencia. Y esto
ocurrirá
sea cual sea el modo como se produzca el matrimonio. No tiene mucho
sentido
oponer la «elección individual» al intercambio, como hace Françoise
Héritier
(2008: 85), a no ser que nos obcequemos en la formulación literal de
«hombres
que intercambian mujeres», un tanto superficial en la medida en que se
fija en
los actores en vez de en el sistema.
Por
lo demás, quizá no haya que vincular tan directamente el tabú del
incesto y el
mandato del intercambio. Pueden no ser, sin más, el anverso y el
reverso,
porque cada uno obedezca a sus propias reglas y motivos. A pesar de
todo, la
prohibición señala el campo que queda libre para el juego de
intercambios y
alianzas. Y a la inversa, la lógica o la estrategia de las alianzas
puede ser
la que delimite el alcance de las relaciones que se tienen por
incestuosas o
endogámicas. La «lógica general propia de los sistemas de parentesco»
continúa
siendo la de la alianza, que requiere mecanismos de intercambio, a
condición de
reformularla considerando diferentes escalas donde opera y distintas
funciones
que ha de cumplir, a fin de optimizar el grado de parentesco
socialmente
reconocido.
La alianza matrimonial como
núcleo del sistema
De
las relaciones de parentesco solo hay una que
tiene que ver directamente con la reproducción biológica, y es la
relación
conyugal, constitutiva del matrimonio, aunque no quepa reducirla a un
hecho
biológico. El matrimonio tiene que ver con la reproducción de la
especie, pero
no obedece sin más a una ley natural; no existe propiamente en los
prehomínidos. Implica componentes culturales. A nadie se le oculta que
hay
formas de reproducción de los humanos que caen fuera del matrimonio y
la
familia conyugal: madres biológicas que rechaza la maternidad, hijos
sin padre
conocido y abandonados, etc. En muchas sociedades, niños semejantes
están
destinados al infanticidio. En otras, acaban en el orfanato, en la
esclavitud o
la servidumbre. En otras, se dan en adopción. En otras, el hijo es
criado por
uno solo de sus progenitores, formando una familia monoparental. De ahí
que la
reproducción, considerada en sí misma, no suponga necesariamente la
existencia
de matrimonio.
El
matrimonio tampoco es sin más la respuesta a las necesidades sexuales,
pues en
toda sociedad hay diversas maneras de satisfacer la sexualidad que no
tienen
que ver con el matrimonio y que quedan fuera del sistema de parentesco.
Son
pocas las sociedades que han pretendido circunscribir la práctica
sexual al
ámbito matrimonial exclusivamente. No obstante, la alianza conyugal es
la única
relación de parentesco que otorga derechos sexuales. A través de él
pasa
universalmente la línea de filiación, el linaje de ascendencia y
descendencia
de una familia. Todas las demás relaciones familiares, que, en
principio,
podrían darse o no darse, es decir, ser o no ser reconocidas por la
sociedad,
de hecho se instituyen y organizan en correlación con el matrimonio.
Sin la
organización del parentesco existiría una gran confusión social. Por
eso, en
todas partes prevalece la opción de utilizarla para situar con
facilidad a las
personas en la trama social, al tiempo que se les atribuyen
determinados
derechos y obligaciones, especificadas al menos para algunas de ellas.
La alianza
se produce primordialmente entre familias y suele comprometer de alguna
manera
a los linajes, de los que el esposo y la esposa operan como
representantes. Es
cierto que hay sistemas que explicitan más la alianza entre familias,
como
aquellos donde se observan normas de levirato o sororato, mientras que
en otros
la alianza se vuelve más implícita. Sin duda, esta variabilidad se
refleja en
los modos de selección del cónyuge, en una gradación que iría desde la
regla
prescriptiva o preferencial, a la negociación entre familias gestionada
por los
padres (sin consentimiento de los futuros cónyuges, o con él), y la
libre
elección por parte de los contrayentes.
Así
pues, es un hecho universal que la familia se origina en el matrimonio,
y que
este nunca ha sido ni puede ser un asunto privado. La institución
universal del
matrimonio efectúa una alianza entre linajes o entre familias, aunque
estas
solo estén representadas por los propios contrayentes. Mediante él se
opera una
articulación entre la relación de sexos, masculino y femenino, donde la
exigencias naturales son sometidas a reglas culturales. Los derechos de
reproducción determinan el estatuto de los hijos. Como he repetido, el
hecho de
las relaciones sexuales y el hecho de la reproducción como meros datos
biológicos no constituyen matrimonio, sino cuando se inscriben en los
códigos
culturalmente establecidos. El matrimonio somete la naturaleza y la
sexualidad
a una codificación cultural, conforma la familia nuclear, pone en
acción la
regla social de intercambio genético, la regulación de la filiación y
la
crianza, la cooperación económica para la subsistencia, los derechos de
herencia material y simbólica, el estatuto social de los miembros de la
familia, creando y dinamizando, en definitiva, toda la red familiar
del
parentesco. El matrimonio es un vector que crea el parentesco y
viceversa. En
él se opera una doble articulación, entre la relación conyugal y la
relación
filial, de las que depende todo el dispositivo familiar en su realidad
biológica y en su significado cultural. En sentido estricto, el
matrimonio está
constituido por una pareja formada por dos personas de diferente sexo,
en la
que la complementariedad privilegiada entre lo femenino y lo masculino,
generadora y regeneradora de la población humana, es elevada por el
sistema de
parentesco a clave y principio organizador de la reproducción social.
De él
pasa a depender la supervivencia de la especie y la prosperidad de la
sociedad, la llegada al mundo de nuevos individuos que lleven adelante
la una y
la otra.
La
alianza no se limita a un intercambio puntual, sino que es la puesta en
marcha
de un proceso de interacciones que amplía la red de parentesco en la
realidad
social, organizando además el emparentamiento de afines y colaterales,
al
tiempo que regula la procreación de descendientes comunes. En efecto,
la
alianza marital conlleva una promesa de descendencia común,
tanto para
los contrayentes como para sus respectivas familias. Hoy, con mayor
conocimiento científico, diríamos que tal promesa se basa en la
posibilidad de
compartición genética. Para la sociedad, comporta la promesa de
renovación y
crecimiento de la población. Y para la especie, asegura su
supervivencia.
La
relación matrimonial implica, en cuanto modelo, una proyección
de la
pareja en la paternidad y la maternidad, por cuanto le es inherente la
predisposición potencial a la procreación y al cuidado de la infancia,
en los
modos específicamente humanos de esa función biosocial. La posibilidad
de
reproducción y crianza, significada en la figura de la díada de los
progenitores-cuidadores,
es esencial en la institución del matrimonio y en la organización de
todo modo
de reproducción, aunque luego haya casos concretos en que no llegue a
realizarse por circunstancias o razones contingentes.
En
consecuencia, estrictamente hablando, a pesar de las apariencias en
contra y de
los casos problemáticos, se puede afirmar que el matrimonio está
constituido
universalmente por una pareja de mujer y varón. Más aún, todo
matrimonio como
tal es siempre monogámico, si lo describimos con rigor. Supone un abuso
o
imprecisión del lenguaje hablar de «matrimonio poligámico», porque lo
que hay
son familias poligámicas, pero no matrimonios poligámicos. La
poligamia, en las
sociedades donde la admiten, se refiere a la posibilidad de que un
individuo,
ya casado, pueda contraer otros matrimonios acumulables, cada uno de
ellos con
un solo cónyuge. En ninguna parte se contraen proindiviso con
un lote de
esposos o esposas. De hecho, cuando se produce la disolución conyugal,
esta se
da también por separado y singularmente con respecto a un cónyuge
determinado.
El régimen de monogamia, en cambio, prohíbe esa posibilidad de tener
contraídos matrimonios simultáneos, si bien permite contraer nuevas
nupcias,
tras la extinción o el divorcio del enlace anterior.
El
matrimonio requiere en todas partes una legitimación pública.
Nunca
puede estar ausente alguna clase de sanción social, aunque sea tácita.
Esta
significa de hecho la aprobación o el rechazo hacia la unión
matrimonial, pues
en ausencia total de reconocimiento no habría matrimonio, al no
existir
socialmente. Lo más frecuente es que, además, el casamiento conlleve
una
sanción ritual de la boda, algún ceremonial, no necesariamente en forma
religiosa. Y siempre entraña una sanción social, sea por la costumbre o
por la
ley, que impone asumir una serie de deberes y derechos en lo
concerniente al
sexo, la reproducción, la educación de la prole y la subsistencia
familiar. El
reconocimiento social del matrimonio, en mirada transcultural, no tiene
por qué
adoptar la forma jurídica y registral propia de las sociedades con
Estado y con
escritura; al igual que no tiene por qué presentar una forma
sacramental, como,
por ejemplo, en el caso del matrimonio canónico católico. Basta con que
se dé
el reconocimiento explícito o implícito por parte de la sociedad: que
públicamente la pareja forme una unión de convivencia y eventualmente
tenga
hijos.
Puesto
que el parentesco no es un dato de la naturaleza, ni viene determinado
solo por
los genes o la procreación, la llamada «paternidad biológica» o
cualquier forma
de compartición genética solo es efectiva y entra a considerarse
parentesco a
condición de que la ley o el reconocimiento social se lo imponga así.
Entonces,
establece la pertenencia a una red, que está sometida al cumplimiento
de
ciertas condiciones e interacciones, cuyo núcleo es el matrimonio y su
descendencia.
Por
último, las normas consuetudinarias o legales propias de un sistema de
parentesco suelen contemplar la regulación de la compatibilidad o la
incompatibilidad del matrimonio con otros matrimonios (poligamia), así
como la
disolubilidad o la indisolubilidad del vínculo matrimonial (divorcio).
Es un
aspecto más de la codificación cultural que afecta a contenidos
biológicos.
La
residencia posmarital y la amplitud
familiar
Si
conviniéramos en considerar «familia»
a cualquier grupo de convivencia y considerar «matrimonio» a cualquier
unión
sexual, tal vez habríamos dado una definición clara, pero estaríamos
sosteniendo una arbitrariedad expuesta a ser desmentida pronto por los
hechos,
además de carecer de fundamento teórico. En cambio, si estamos
convencidos de
que solo algunas de las formas asociativas de la organización social
constituyen
el sistema de parentesco –estudiado por la antropología–, entonces la
familia y
el matrimonio deben poder deslindarse como una estructura bien
delimitada y
universal, por muy variadas que sean sus formas concretas. Lo que no
resulta
coherente ni aceptable es designar como «matrimonio» o como «familia» a
algunos
modos de convivencia ajenos a los requisitos mínimos exigidos para la
definición transcultural de esas instituciones.
En
general, la mayor parte de los grupos de convivencia han sido unidades
sociales
de reproducción. Residir juntos o convivir bajo el mismo techo suele
ser un
elemento presente y comúnmente utilizado en la organización del
parentesco.
Pero sería un disparate confundir una familia con una vivienda o creer
que los
que viven juntos cumplen suficientes condiciones para ser parientes.
Por otro
lado, la red de parentesco no se concentra en un solo grupo
residencial, sino
que lo desborda ampliamente. Ni siquiera los miembros de una familia en
sentido
restringido tienen por qué vivir necesariamente juntos. En cualquier
caso, los
grupos residenciales no siempre se ajustan al parentesco ni se basan en
él. En
consecuencia, no hay que confundir un grupo residencial con una
familia, por
muy cierto que sea que la familia y el parentesco determinan algunas
clases de
grupo residencial. Del hecho de cohabitar no se deduce que se forma una
familia. A un colegio mayor de estudiantes, un convento de monjas, un
cuartel
de reclutas, una residencia de ancianos, una casa de acogida solamente
se les
puede llamar «familia» en un sentido metafórico e impropio. Suponen
modos de
cohabitar ajenos a los requisitos del parentesco. No son, ni pueden,
ser
familia, sencillamente porque caen fuera del sistema de parentesco, al
no
responder a las condiciones estructurales que lo constituyen.
Aunque
no me detendré aquí en ello, el materialismo cultural explica las
causas que
impulsan a cada tipo de residencia posmarital, patrilocal, matrilocal,
avunculocal (cfr. Harris 1988: 438-442), así como la amplitud del
ámbito
familiar –nuclear, doméstico, extenso–, en estrecha relación con los
grupos de
filiación y con la funcionalidad infraestructural y social. También
puede dar
cuenta de por qué se constituyen otras diversas formas de convivencia y
corresidencia de índole no familiar. Por lo demás, ni las relaciones
amistosas
ni las relaciones eróticas exigen de por sí la residencia en común.
La
filiación y la consanguinidad o proximidad
genética
Desde
los descubrimientos de la genética, la idea de consanguinidad y
sus grados se puede traducir
en términos de
compartición de una herencia genética, en mayor o menor porcentaje.
Para un
individuo, la antigua «consanguinidad» se refiere ahora a la proximidad
de su
genotipo con el de otros individuos que poseen ascendientes comunes,
partiendo
del hecho –ya sabido– de que un hijo recibe el 50% del genotipo de cada
uno de
sus progenitores. Y que, estadísticamente, cada hermano comparte con
cada
hermano un 50% del genotipo. El nieto, el sobrino carnal o el primo
hermano
comparten un 25%. Y así sucesivamente. Cada individuo es idéntico
únicamente
consigo mismo. Su genotipo solo coincide con el de sus parientes más
cercanos
en un porcentaje correlativo a su grado de proximidad genética.
Si
trazáramos una topología generacional neutra, marcando las posiciones
de los
ascendientes y descendientes de un individuo de referencia,
obtendríamos la
cuadrícula de una terminología de parentesco que reflejaría las
distancias
genéticas. En la generación uno, estaría ego junto con sus
hermanos,
primos, cónyuge y cuñados. Hacia atrás, la generación anterior 2ª
(padre,
madre, tíos), la generación anterior 3ª (abuelo, abuela, tíos abuelos),
la
generación anterior 4ª (bisabuelos) y así sucesivamente. Hacia
adelante, la
generación posterior 2ª (hijos, sobrinos, yernos/nueras), la generación
posterior 3ª (nietos, sobrinos nietos), la generación posterior 4ª
(bisnietos),
etcétera. Sin embargo, hay que tener en cuenta que las distancias
genéticas
objetivas no poseen la misma significación en todas las culturas. El
significado de un tipo de pariente suele variar en los distintos
modelos
correspondientes a tipologías particulares estudiadas por los
antropólogos, que
pueden marcar como diferentes posiciones genealógicas iguales, o como
iguales,
distancias genealógicas dispares. Por ejemplo, una prima cruzada
matrilateral
puede aparecer en un sistema avuncular como cónyuge preferente,
mientras la
prima paralela matrilateral cae bajo la prohibición del incesto. Otro
efecto de
distorsión suelen introducirlo las genealogías, al remitir a un antepasado
común más o menos remoto, siendo así que en la cuarta generación
anterior ya
hay ocho bisabuelos con las mismas credenciales genéticas y, si nos
remontamos
más en el tiempo, habrá 16 tatarabuelos, y –multiplicándose por dos
cada vez–
se habrán elevado a 512 antepasados en la décima generación anterior,
de los
que uno desciende en igual grado. De cualquiera de ellos, el
descendiente de
referencia habrá heredado apenas un 0,19% de su genotipo, que no llega
a dos
milésimas. Lo que se comparte con un antepasado a tal distancia es
aproximadamente lo mismo que se comparte con cualquier otra persona de
la
calle. Y es que el genoparentesco lineal, la herencia genealógica a
partir de un
antepasado común, se degrada sistemáticamente y va reduciéndose a la
mitad en
cada nueva generación, hasta desvanecerse.
La
idea de descender de un tronco común, por tanto, es ineluctablemente
falaz. A
cada generación que nos remontemos se multiplica por dos el número de
troncos
comunes distintos de los que se desciende por igual, o lo que es lo
mismo, se
divide entre dos la herencia recibida de aquel antepasado, hasta hacer
que lo
que se comparte con él sea estadísticamente insignificante. De ahí que
todas
las genealogías se vuelvan prácticamente falsas o irrelevantes, tan
pronto como
sobrepasan unas cuantas generaciones. Los linajes convergen y divergen
constantemente. Convergen en el punto de cruce representado por el
matrimonio.
Desde el punto de vista del hijo que nace, lo que en él ha convergido
resulta
divergente mirando hacia atrás a sus ascendientes (que doblan su número
a cada
generación anterior). Y volverá a ser divergente también mirando hacia
adelante, a los descendientes (que dividirán su genotipo entre dos a
cada
generación posterior).
Por
lo que respecta a la descendencia común, las matemáticas no son tan
exactas,
puesto que el número de descendientes con el mismo grado de parentesco
ya no es
cerrado, sino abierto. En efecto, solo hay una pareja de progenitores,
pero
puede haber muchos hijos; solo hay cuatro abuelos genéticos, pero se
pueden
tener numerosos nietos, o ninguno. Quizá no haya que entender
exactamente del
mismo modo el parentesco mirando en dirección a los ascendientes o en
dirección
a los descendientes.
Como
parece evidente, la consanguinidad procede de la filiación y, en
realidad, son
equivalentes. Ahora bien, en el eje temporal de la línea de filiación,
hemos
distinguido la ascendencia y la descendencia. Por lo general, se suele
decir
que son parientes aquellas personas que tienen un antepasado común o
compartido. Y es cierto. Pero también puede formularse el principio de
otro
modo: las personas que tienen descendientes comunes, no solo directos,
sino
descendientes comunes que son consanguíneos entre sí. Los dos
principios
parecen iguales, pero presentan un enfoque muy diferente, puesto que el
primero, retrospectivo y más restrictivo, resalta solo antepasados
consanguíneos con los sujetos de referencia, de quienes se dice que son
parientes entre sí por tener tal o cual antepasado común; mientras que
el
segundo principio –que abarca al primero– es prospectivo y más amplio,
al
considerar que personas no necesariamente consanguíneas entre sí
(colaterales y
afines) llegan a tener descendientes compartidos, o bien descendientes
directos
de uno que son consanguíneos de descendientes directos de otro. Ambos
órdenes
de parientes, antepasados y descendientes, resultan de un único
principio: el
principio de coincidencia genética parcial (directa o indirecta) con
determinadas
personas de la generación posterior. Es notorio que los linajes o
grupos
domésticos cruzados en un matrimonio producen, en ramas colaterales y
en la
siguiente generación, individuos con genotipos que comparten entre sí
una misma
cantidad de genes, aun cuando no puedan remitirse a un mismo antepasado
común.
En otras palabras, afines como los cuñados no comparen consanguinidad
entre sí,
pero sus hijos respectivos sí la comparten (un 25%): son primos
hermanos.
La
afinidad, por lo tanto, acaba implicando algo de consanguinidad, si
bien
indirectamente, por cuanto la habrá entre descendientes que lo son al
mismo
tiempo de los afines: los hijos de un progenitor y los hijos de su
cuñado
–afín– son primos hermanos entre sí y tienen en común una pareja de
abuelos,
que son los padres de ese progenitor (y evidentemente padres de su
hermano, el
cónyuge del mencionado cuñado). Los componentes genéticos y los
culturales
interactúan recursivamente, haciendo emerger el parentesco.
Cabe
hacer un resumen diciendo que la filiación humana consta de tres
niveles,
construidos uno sobre otro. Primero, implica la progenitura, es decir,
la
transmisión de patrimonio genético; pero esta transmisión puede darse
sin
ningún otro cuidado, como ocurre en otros animales como peces y
reptiles.
Segundo, la crianza, en cuanto alimentación y cuidado inicial de la
prole a
cargo de uno de los progenitores o de ambos; así lo observamos ya en
aves y
mamíferos. Y tercero, lo que podemos llamar educación o adiestramiento
en
ciertos comportamientos, saberes y normas. Este último compromiso es
exclusivo
de los humanos y es lo que conforma propiamente la maternidad y la
paternidad.
Conlleva un compromiso para los progenitores, o para algún familiar que
asume
el papel de proveedor o educador (por ejemplo, el avúnculo). A veces se
puede
delegar, en todo o en parte. Así pues, en la descendencia converge la
transmisión de genes (consanguinidad) y la transmisión cultural
(herencia
social), es decir, la crianza que, sin dejar de ser biológica, se
realiza de
conformidad con reglas socioculturales adaptadas a cada tradición o
contexto
particular.
El
parentesco es clave para sobrevivir y vivir
humanamente
En
definitiva, el plano propio del sistema de
parentesco es aquel en el que operan unos principios de organización
que
combinan un doble mecanismo de interacción: la alianza y la filiación.
El
primero es el mecanismo de alianza, de la que deriva
directamente la
filiación e indirectamente la afinidad. Podemos desglosarlo en a)
el
principio de complementación sexual (a partir del dimorfismo o
diferencia
sexual); b) el principio de intercambio, implicado en la
realización del
matrimonio; y c) el principio de solidaridad con afines,
aliados de
alguna manera, a consecuencia de la alianza conyugal. El segundo es el mecanismo
de filiación, dispuesto para acoger a los posibles descendientes,
poniendo
en juego a) el principio de descendencia compartida, b)
el
principio de residencia familiar y c) el principio de herencia
tanto
genética como cultural o social. El proceso del parentesco puede
describirse,
así, como una clase de estructura disipativa en la que se embuclan tres
dimensiones de distinta naturaleza, pero que se vuelven
interdependientes: el
flujo de la población, mediante la transmisión de información genética;
la
historia de la sociedad, configurada mediante información cultural; y
la
existencia de los individuos, que, atravesados por esa doble
información,
llevan a cabo su propia experiencia. En conjunto, el parentesco
satisface las
funciones de reproducción geno-cultural de la sociedad, y de adaptación
simultánea al entorno bioecológico y sociocultural, dando soporte
básico para
poder sobrevivir y para vivir humanamente.
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