La negación de la familia. Las estructuras del parentesco y sus simulacros

4. La familia y sus simulacros

PEDRO GÓMEZ




Las fronteras del sistema de parentesco


Aunque todos estamos vinculados a lazos familiares de alguna manera, a veces resulta difícil adoptar una perspectiva adecuada en lo concerniente a la comprensión de qué es el parentesco. Es cierto que el análisis del parentesco, la familia o el matrimonio nos los descubre como un sistema enormemente complejo, intrincado, en el que se articulan dimensiones heteróclitas y se entrecruzan diversos principios de organización. Por ello, es conveniente explorar sus fronteras, deslindar dónde no existe tal sistema, dónde se disuelve, dónde se imita simplemente y, al mismo tiempo, entender en concreto cómo ha evolucionado históricamente y cómo sigue evolucionando en respuesta a las solicitaciones de cada época.


En los dos capítulos precedentes, he tratado de las estructuras del parentesco y su complejidad, y he intentado determinar, con alcance transcultural, los diversos tipos de vinculación entre personas que constituyen propiamente un matrimonio, en cuanto condición para que un grupo de convivencia o apoyo mutuo forme una familia. Porque no cualquier agrupación residencial lo es. Los individuos humanos se relacionan y se juntan de múltiples maneras y con fines muy dispares. También suelen hacerlo para convivir y residir bajo el mismo techo de formas muy variables. Esto da lugar a que las personas organicen y reorganicen sus estilos de vida, pero no necesariamente en el marco del parentesco, si bien el propio sistema familiar no deja de evolucionar con el tiempo. Lo que parece evidente es que no toda unidad de convivencia conforma una familia, ni toda vinculación entre personas constituye un matrimonio, ni cualquier relación o compromiso social pertenece al sistema de parentesco. Existen, en todas las sociedades, múltiples tipos de asociaciones basadas en el sexo, la edad y toda clase de intereses comunes, que caen fuera de ese ámbito.


Es probable que la opinión ordinaria y más extendida en nuestro contexto social no nos aporte el mejor instrumento para aclarar los conceptos. Lo que se piensa sociocéntricamente siempre es un aspecto que hay que tener en cuenta, pero con frecuencia suele confundir, enmascarar o ignorar parte de la realidad. Hay situaciones en las que cierto tipo de pareja que cumple los requisitos antropológicos de un matrimonio puede no estar reconocida como tal a nivel ideológico, y viceversa. Por ejemplo, cuando leemos en un reciente titular de prensa: «Uno de cada tres niños nace fuera del matrimonio en España», ahí se está dando por buena la ortodoxia particular que solo considera verdaderos matrimonios los celebrados con determinado ritual religioso o civil. En cambio, la observación de los hechos nos descubre una tipología bastante clara: A) La unión con sacramento o ceremonia religiosa, con inscripción en el registro civil. B) La unión con boda o ceremonia ante un juez u otra autoridad, inscrita en el registro civil. C) La unión con inscripción como pareja de hecho en el ayuntamiento o cualquier otro registro oficial –sin boda, solo en el sentido de no inscribirse en el registro civil conforme al derecho matrimonial–. D) La unión de hecho por libre, sin papeles ni inscripción en ninguna parte, es decir, sin compromiso expresado ante ninguna institución. Pues bien, desde un enfoque emic, se consideran matrimonio solamente los tipos A y B. Pero, desde un enfoque etic, los cuatro tipos son en realidad matrimonios desde un punto de vista antropológico. Aparte, habría otros dos casos: E) El grupo monomaterno, especie de familia anómala, formada por una madre con su hijo, radicalmente huérfano de padre, cuyo progenitor nunca llega a conocerse, sea por una decisión premeditada o por azar. F) El grupo monopaterno formado por un varón con un hijo adoptado, cuya progenitora permanece en total anonimato y nunca llega a conocerse. En estos dos últimos tipos, a diferencia de los cuatro anteriores, se puede afirmar con bastante seguridad que no ha existido matrimonio.


En el polo opuesto del no reconocimiento de un matrimonio que efectivamente existe, puede ocurrir que, desde un punto de vista emic, se llame «matrimonio» a un tipo de pareja que no responde a su concepto antropológico. O también, por otro lado, encontraremos que hay con toda propiedad «hijos fuera del matrimonio» y, por tanto, efectivamente al margen del sistema de parentesco, más allá de sus confines, lo que suele dar lugar a múltiples formas de orfandad, total o parcial, que se intenta compensar socialmente mediante acogida en familias adoptivas, o familias que a veces cabe denominar defectivas, o impropiamente tales.



No existe parentesco propiamente dicho en la naturaleza


Los sistemas de reproducción en el mundo natural, antes y después de la invención del sexo, sirven a la supervivencia de las especies, pero no se puede afirmar, hablando con propiedad, que supongan sistemas de parentesco. Ni siquiera de las aves, los mamíferos, o los primates que forman diversos tipos de asociación para el cuidado de sus crías, se puede decir con propiedad que formen «familias» o que sean «parientes» entre sí. Solo cabe decirlo metafóricamente, o con un lenguaje laxo, como cuando hablamos de padres o madres, de hijos y de hermanos en el mundo animal. Es muy elocuente que no utilicemos ya el resto de la terminología del parentesco (abuelo, nieto, yerno, tío, sobrino, cuñado, etc.). Nosotros no somos capaces de seguir asignándoles más allá del núcleo reproductor unas relaciones de parentesco fundadas exclusivamente en la proximidad genética. Y ellos no tienen absolutamente ninguna idea de la existencia de tales relaciones, ni estas ejercen la menor repercusión en su comportamiento. Todos los animales que se reproducen sexualmente están dotados de mecanismos para distinguir a los machos de las hembras y a los adultos de las crías en general. Hay especies que reconocen a sus propias crías, o a los miembros de su colonia. Pero estos sistemas de reconocimiento basado en alguna pista sensorial no requieren, para funcionar, ningún conocimiento de sí mismo (cfr. Hauser 2000: 139), ni del lugar que uno ocupa en relación con los demás, ni ser consciente de ningún compromiso con la descendencia o los congéneres, que denote una verdadera relación de parentesco.


Los elementos que se dan en el reino animal (el sexo, la reproducción, a veces la crianza) están presentes en el reino humano, pero lo específico que encontramos en la sociedad humana (matrimonio, familia, parentesco) está ausente en todas las formas de vida no humanas. Por lo tanto, hablando con propiedad, técnicamente es incorrecto y erróneo afirmar que existe el parentesco entre los animales. Ni el parentesco ni el matrimonio existen fuera de la especie humana.


Es erróneo aplicar a los primates un punto de vista antropomórfico, porque, aunque poseen capacidad de aprender ciertos rasgos «culturales» esporádicos, e incluso transmitirlos a la siguiente generación, su sistema social no se fundamenta en logros culturales, como es el caso de los grupos humanos sin excepción. Esta precaución vale igualmente a la hora de atribuir un sistema familiar a los núcleos de reproducción primates. Desde el lado biológico, podemos observar que comparten con los humanos algunas características, como los alumbramientos de una sola cría y largos períodos de cuidados «maternos», y asimismo el vivir en grupos de reproducción muy cohesionados. Pero no debemos confundir lo que –a falta de un léxico más preciso– cabe llamar parentesco genético, que se da en todas las especies vivas, entre los individuos genéticamente próximos, en grado variable, debido al proceso de reproducción. Pues efectivamente se da una progenitura, el nacimiento de una nueva generación, si bien es verdad que el sistema de reproducción no va acompañado de ninguna otra interdependencia ni, menos aún, precedido o seguido de alguna clase de reconocimiento o relación duradera. Simplemente, una generación trasmite sus genes a la siguiente.


En numerosas sociedades animales, sobre todo en aves y mamíferos, puede encontrarse una estructuración epigenética del comportamien­to, en general limitada a los progenitores, o alguno de ellos, y la progenie: alimentación y cuidado de las crías. Se podría hablar ahí, en cier­to sentido, de un parentesco social de corta duración en la mayor parte de los casos. En los primates, llega a producirse algún tipo de reconocimiento individual entre «madre» e «hijos», que puede durar toda la vida, así como diversas fórmulas de organización de la «familia».


Según las observaciones de los primatólogos, hay muy diversas fórmulas en la organización de las manadas y en el comportamiento de monos y simios con respecto a las crías. Los lémures de cola anillada, de Madagascar, forman grupos de hasta treinta individuos, dominados por hembras (Bloom 1999: 217). Los colobos blancos y negros de África central y oriental viven «en manadas formadas por un macho y varias hembras con sus crías» (Bloom 1999: 226). Los sakis de la selva, en las tierras bajas suramericanas, «viven en grupos familiares compuestos de una pareja monógama y sus crías» (Bloom 1999: 228). Los macacos japoneses, o monos de las nieves, que viven en tropas de entre veinte y cien individuos, se aparean en invierno y las crías nacen en primavera o verano; las crías son amamantadas durante casi un año (Bloom 1999: 151); el grupo familiar vive muy unido: la madre y el padre cuidan de la crianza (pág. 176) y mantienen estrechos lazos durante toda la vida.


En lo que respecta a los simios, los gibones del sureste asiático (Sumatra, Tailandia, Malasia) «viven en grupos familiares que suelen consistir en una pareja monógama y sus hijos de distintas edades» (Bloom 1999: 204). Entre los orangutanes de Borneo y Sumatra, la hembra tiene una cría cada ocho o nueve años; la madre cría sola al hijo y se establece un fuerte lazo madre-cría (Bloom 1999: 64). Los gorilas de Ruanda, Uganda y Congo viven en un grupo familiar cerrado, de entre seis y cuarenta miembros, dirigido por el macho adulto de espalda plateada; las hembras conciben por primera vez alrededor de los nueve años de edad y las crías dependen totalmente de la madre durante los dos primeros años (Bloom 1999: 107); si falta el macho dominante, «los lazos familiares se rompen y los individuos se dispersan y se unen a otros grupos vecinos» (pág. 132). Los chimpancés de África oriental, central y occidental viven en grupos familiares de hasta cien individuos, formando sociedades «patriarcales», dominadas por machos; entre ellos, el apareamiento no es solo un acto de reproducción, sino que cumple también una función social; se crea un fuerte lazo entre madre e hijo durante unos cinco años, e incluso después sigue mostrando interés uno por otro (Bloom 1999: 42). Por último, los bonobos de África central viven en grupos familiares dominados por las hembras (Bloom 1999: 52) y es característico de ellos utilizar el sexo no solo para la reproducción sino como forma de apaciguamiento social.


No se puede negar que en esos esquemas de comportamiento de los primates se dan ciertas analogías con lo que acontece en las sociedades humanas. Sin embargo, en la medida en que están ausentes la cultura, el lenguaje y la historia en sentido específico, no se trata todavía de un verdadero sistema de parentesco biocultural, que es característico y exclusivo de la humanidad.



La formación, movilidad y disolución del parentesco vivido


En el sistema de parentesco, no encontraremos posiciones absolutas y unívocas. Nadie es solamente padre o hermano con relación a todos. Lo normal es que un individuo, en cuanto pariente, acumule en su vida un conjunto de relaciones parentales, llegando a ocupar a la vez varias posiciones relativas: hijo, nieto, hermano, primo, marido, cuñado, padre, yerno, suegro... A lo que es imprescindible añadir las codificaciones culturales particulares, que pueden modificar la correlación y la función de posiciones consanguínea o genéticamente equidistantes.


Hay relaciones de parentesco que, al formarse, son constitutivas: uno las adquiere directamente, como consecuencia del propio matrimonio (alianza) o del propio nacimiento (consanguinidad). Las demás relaciones se adquieren indirectamente, a consecuencia de la alianza matrimonial de un pariente o del nacimiento del hijo de un pariente, acontecimientos que afectan a otros, convertidos –sin tener que hacer nada al respecto– en cuñados, nueras y yernos, suegros, y en abuelos y nietos, tíos y sobrinos. Cuando una madre da a luz, no solo trae al mundo un hijo, sino un hermano, un primo, un sobrino, un nieto; y para el futuro, un yerno o nuera, un cónyuge, un tío, un abuelo, etc. Se promueve la reactivación de todo el sistema de parentesco, que crea una nueva generación de parientes.


Este emparentamiento sobrevenido expresa el mecanismo que expande el parentesco, aliando familias, en el acto de instaurar una nueva familia. Y así predispone a todos los concernidos a acoger al posible descendiente del nuevo matrimonio como perpetuador del propio patrimonio genético, en variable porcentaje. Los emparentados contarán con algunos descendientes que compartirán genes con los descendientes de los recién casados. Los parientes consanguíneos compartirán directamente un porcentaje de genes con los descendientes del nuevo matrimonio. Los parientes afines, por su parte, no compartirán genes directamente con los descendientes del nuevo matrimonio, pero sus propios descendientes si compartirá un porcentaje de genes con los descendientes de ese nuevo matrimonio. De esta manera, una onda de familiaridad circula por la red del parentesco y refuerza el tejido social, lo organiza para su propia reproducción, regeneración y prosperidad. Estas funciones básicas, como ya he explicado, reúnen indisolublemente aspectos biogenéticos y socioculturales.


Pero, en realidad, esta red polivalente solo resulta significativa para las personas concretas a lo largo de tres o cuatro generaciones consecutivas, como mucho. Por la duración limitada de la vida individual, la propia terminología genealógica se agota, prácticamente, en tatarabuelos y tataranietos, no porque no haya nadie más allá, sino porque ya no es factible la relación interpersonal. El sistema en cuanto tal se reitera una y otra vez, sucesivamente, entre las generaciones que alcanzan a convivir.


Por otra parte, el parentesco tampoco es incorruptible, sino que se crea y se destruye en vida de los implicados. Lo mismo que hay personas que no son parientes con que se adquieren relaciones de parentesco (a consecuencia de una alianza matrimonial, mediante adopción filial), en determinadas circunstancias hay relaciones de parentesco que se disuelven y dejan de serlo. Y es que, en realidad, constituye una dinámica compleja que resulta del proceso social que lo establece. Por su carácter procesual, también puede llegar a romperse y dejar de existir, incluso a pesar de los hechos biológicos. Así ocurre en el caso de los repudios y los divorcios, también en el de los hijos no reconocidos, los deshijados o desheredados, y en el de los progenitores abandonados a su suerte. A veces se trata de hechos brutos que acontecen, pero la mayor parte de las sociedades establecen alguna regulación del conflicto y algún mecanismo de desconexión.


Esta cuestión comporta una problemática difícil. Por ejemplo, ¿has­ta qué punto los exparientes conservan algún lazo con su situación anterior? Quizá sigan manteniendo normalmente las relaciones no afectadas por la ruptura, que no se anulan del todo en ciertos casos. Determinadas dimensiones quedan abolidas, o su valor se reduce a cero. Otros, sin embargo, transforman el estatus: como el «vínculo» jurídico en casos de separación, el deber de pasar una pensión para mantenimiento de la expareja, la mensualidad por alimentos para los hijos, etc. De modo que, situado en la periferia del sistema familiar al que perteneció con anterioridad, el ex (sobre todo el exmarido o la exmujer) puede quedar completamente desconectado, o bien ser deudor de cierto tipo de prestaciones, o acreedor de ciertos beneficios derivados de su estado previo, de la alianza que hubo. Y probablemente permanecerá inalterado y operativo el compromiso derivado del principio de descendientes compartidos. La vinculación y desvinculación a la red de parentesco está siempre en jue­go, tejiendo, destejiendo y volviendo a tejer la trama social a lo largo de los siglos. Pero, para los individuos, las relaciones de parentesco vividas pueden extinguirse antes de tiempo.



La simulación de parentesco al exterior del sistema


Para que se dé la relación matrimonial en sentido propio no basta que se dé relación sexual, ni basta por separado el hecho de la reproducción, ni la residencia juntos, ni la colaboración económica, ni el pacto jurídico. Cada uno de esos rasgos puede darse sin constituir una relación conyugal o familiar. Es necesaria una articulación de esos elementos, que, aislados y cada uno por sí solo, no llegan a constituir matrimonio, ni parentesco. A nadie se le oculta que hay numerosas formas de asociación y de grupos domésticos al margen del parentesco.


El hecho de que, normalmente, las funciones de crianza, educación e integración social sean llevadas a efecto por la familia fundada en el matrimonio no implica que no pueden correr a cargo de otras personas o instituciones; pero esto no las convierte en familia y matrimonio.


Sin embargo, la idea y el término de matrimonio se ha utilizado a veces en un sentido figurado o simulado, llevando a cabo una extrapolación más allá del espacio delimitado por el sistema de parentesco. No tiene sentido decir que hay parentesco, por ejemplo, en una relación entre amantes: no se consideran parte de la familia, ni siquiera en el caso de que de esa relación nazca un hijo (cuyo estatuto suele resultar, por ello, un tanto problemático). En el capítulo anterior, sinteticé una noción antropológica de matrimonio: En sentido estricto, el matrimonio está constituido por una pareja formada por dos personas de diferente sexo, en la que la complementariedad privilegiada entre lo femenino y lo mas­culino, generadora y regeneradora de la población humana, es elevada por el sistema de parentesco a clave y principio organizador de la reproducción social. De él pasa a depender la supervivencia de la especie y la prosperidad de la sociedad, la llegada al mundo de nuevos individuos que lleven adelante la una y la otra.


Si imaginamos una sencilla topología, el espacio del matrimonio «verdadero» presenta límites que se pueden acotar con claridad. Dentro de él, cabe una pluralidad de formas: monogamia y poligamia, familia nuclear y familia extensa, etc. Más allá de sus fronteras, encontramos fórmulas incompatibles con el matrimonio, como el incesto o la endogamia y también las formas de familia defectiva fundadas en un monoparentalismo motivado ideológicamente por el rechazo de cónyuge. En otros planos exteriores, se sitúan otras categorías «inspiradas» en el modelo matrimonial, del que únicamente constituyen una imitación, sea real o imaginaria. Me refiero a tipos de emparejamiento o unión entre hembra y hembra, entre macho y macho humanos; o bien esos tipos de «matrimonio» extrahumano que hallamos descritos en la mitología entre dos polos extremos opuestos: las nupcias de humanos con seres suprahumanos o dioses (teogamia), o con seres infrahumanos (zoogamia), cuyos sig­nificados se adentran por las sendas de la metáfora, la mística, la transgresión o lo fantástico entre humano y animal, entre humano y divinidad. Con respecto a la diferencia complementaria del verdadero matrimonio, tales formas aparecen como simbólicamente desequilibradas: en la teogamia, el otro de la relación es demasiado alto (un dios); en la zoogamia, es demasiado bajo (un animal); y en la homogamia, el otro es demasiado igual (del mismo sexo). Desde el punto de vista de la propagación de la especie, las tres formas resultan estériles. Por eso, es lógico que se les aplique la consideración de simulacros de aquello que no son.


Un simulacro se caracteriza, en contraposición al referente verdadero, porque carece del sentido real y social de este. Nunca clasificaríamos los tipos mencionados en un repertorio de los modelos de familia o de parentesco genuino, por más que cada uno conlleve su propia intencionalidad. Es lo que ocurre con ciertas uniones que se establecen entre hombres varones: «Por ejemplo, entre los kwakiutl, un hombre que desea adquirir los privilegios asociados a un determinado jefe puede ‘casarse’ con el heredero varón del jefe. Si el jefe no tiene herederos, podría entonces casarse con el lado derecho o izquierdo del jefe, o con una de sus piernas o brazos» (Harris 1988: 408).


En algunos países occidentales, se califica a veces como «matrimonio» la relación homosexual estable entre varones, o entre hembras, que viven juntos. En algunos casos, ese tipo de unión de ha reconocido jurídicamente (por ejemplo, en España, año 2005) como «matrimonio» entre personas del mismo sexo. Ahora bien, si tenemos en cuenta el significado del concepto de matrimonio en sentido propio, definido por su inserción crucial en el sistema de parentesco, aunque es un tema discutido, hay razones para concluir que ese tipo de vínculo no cumple –ni de por sí puede cumplir– las condiciones esenciales para ser considerado antropológicamente matrimonio. No alcanza a ser más que un simulacro suyo, por mucho que el legislador –ignorando todo planteamiento científico y despreciando el consenso social– se haya arrogado denominar matrimonio al contrato de unión de la pareja homosexual.


No obstante, ante el uso social de determinada terminología, que en rigor es inexacta e induce a confusión, cabe la opción de atenerse a lo que sugiere Marvin Harris. Comienza señalando cómo se complica la comprensión teórica «cuando todas esas diferentes formas de emparejamiento se incluyen en el mismo concepto de matrimonio» (Harris 1988: 408), como si no denominarlas así fuera deshonroso o injusto. Como salida, propone que, ante todo, «definamos el matrimonio como la conducta, sentimientos y reglas que se refieren al emparejamiento entre compañeros heterosexuales corresidentes y a la reproducción en contextos domésticos» (Harris 1988: 409). Este es el matrimonio en sentido propio. Luego, para no disgustar a nadie, se puede designar los demás tipos de uniones de pareja como «matrimonio entre no corresidentes», «matrimonio hombre-hombre», «matrimonio mujer-mujer», o como mejor parezca. Pero quedando perfectamente «claro que estas uniones tienen diferentes implicaciones ecológicas, demográficas, económicas e ideológicas» por las que no son propiamente matrimonio. En definitiva, según Harris, cabe ceder y relativizar la nomenclatura, siempre que no se confundan los conceptos. Pero la cuestión es si esta confusión conceptual no resulta inevitable en tal contexto.



La evolución de la familia como adaptación al cambio social


La familia es un tipo social de organización de un grupo personas con arreglo a los principios del parentesco (estudiados en los capítulos 2 y 3). La familia constituye la realización concreta de la estructura de parentesco, que impone sus códigos –de los que forman parte las reglas de alianza y filiación– a la formación de nuevas familias, mediante el mecanismo del matrimonio. Este mecanismo cumple su función biológica y social en el curso del desarrollo de la unidad familiar, abocado a un largo proceso transgeneracional de construcción de familias particulares.


En su composición compleja, el grupo de familiares o parientes lo integran no solo aquellos que poseen genes en común uno con otro (heredados de un antepasado en línea de descendencia directa: padre, hijo, nieto, hermanos, primos), sino también aquellos que –sin poseer genes en común entre sí– los poseen con un tercero (entre marido y mujer respecto a sus hijos), o bien tienen un descendiente que comparte genes con el descendiente del otro (si tomamos como referencia un matrimonio, por ejemplo, el marido no comparte genes con el sobrino «político», hijo de un hermano de su mujer, pero el hijo del matrimonio de referencia sí comparte el 25% de sus genes con el mencionado sobrino, con quien le une el vínculo de primo hermano). En este último tipo, el que lleva parte de los propios genes (el hijo) lleva a la vez parte de los genes del otro (el sobrino/primo). Hay que tener en cuenta estas relaciones genéticas, o de consanguinidad, han sido entendidas a su modo y han desempeñado un papel en cada cultura (la mayoría de las sociedades, aunque desconocían la genética, hacían algunas elucubraciones en torno a nociones como «la misma sangre»).


La familia tiene que ver con la unidad de convivencia, con el sexo, con la procreación, con la crianza y la educación, con la transmisión de derechos, con la legitimación social o legal. Pero debo insistir de nuevo en que no basta ninguno de estos hechos por separado. Cada uno de ellos puede darse de manera independiente, sin que haya matrimonio, ni familia ni parentesco. Pues este se instaura en la combinación simultánea y articulada de todos ellos, en una institucionalización a la que son inherentes tales atributos y que, en principio, está socialmente acreditada para ejercerlos.


El matrimonio crea a modo de sinapsis en la red del parentesco, de manera que la familia residencial constituye un nudo de esa red. En su interior, la propia familia funciona como una microrred donde operan los mecanismos propios de la organización del parentesco, articulada en el matrimonio y completada con los hijos. Pero estos, al crecer, abandonarán la familia de origen para fundar otra, mediante su propio matrimonio. De manera que la familia, a la larga, resulta siempre una estación de paso. Se compone con el destino de descomponerse, dando paso a una nueva generación.


En las sociedades de baja demografía, el parentesco obedece a modelos «mecánicos», de intercambio restringido, mientras que, en las grandes poblaciones, tales modelos son sustituidos por otros de tipo estadístico, de intercambio generalizado y de libre elección. En cualquier caso, pese a lo variable y hasta azaroso de los comportamientos locales, a nivel global se genera siempre un comportamiento colectivo que asegura la reproducción de la sociedad. El sistema de parentesco constituye una especie de estructura disipativa, que se nutre de las familias que construye, para más tarde destruirlas y producir otras nuevas a través de un proceso en el que se regenera a sí mismo, a la sociedad y, en último término, a la especie.


La estructura familiar fue en sus orígenes polivalente y multifuncional, pero ocurre históricamente que al menos algunas de las funciones que desempeñaba se llegan a atribuir a un subsistema diferente, especializado: acciones productivas, educacionales, sanitarias, ceremoniales, etc. Por ese camino cabe especular sobre la pregunta de si el sistema de parentesco podría llegar a desaparecer. Pero el hecho es que no se tiene noticia de ninguna sociedad donde esto haya acontecido, por mucho que la estructura familiar haya cambiado. Lo que se observa es, más bien, una evolución adaptativa del sistema de parentesco.


Parece claro que no hay una evolución unilineal de la familia como institución, en contra de lo que creyeron los etnólogos evolucionistas de épocas pasadas. Basta considerar que el matrimonio monogámico lo encontramos tanto en las sociedades de cazadores recolectores y en tribus primitivas, como en nuestras sociedades complejas contemporáneas. Bien es verdad que han existido y existen múltiples tipos de organización familiar, susceptibles de analizarse, pero su evolución hay que estudiarla en cada caso, en relación con el entorno práctico, al mismo tiempo que se trata de comprender la lógica conforme a la cual funcionan.


Las instituciones y los usos sociales tienen una lógica y en general se atienen a ella, pero no se explican solo por ella, sino también por los acontecimientos o motivos que un día llevaron a establecer la norma. Su funcionalidad original puede haber cambiado o desaparecido, mientras que la forma tradicional de la institución permanece. Pues no hay que presuponer que todo comportamiento social sea siempre adaptativo. Cuando las circunstancias presionan con fuerza para una adaptación, la estructura cambiará o se diversificará, a la par que se modifican los modos de comportamiento. Esto ha ocurrido frecuentemente en la historia y es lo que ocurre en la actualidad. Las diferentes estructuras familiares traducen de alguna manera los flujos económicos e ideológicos que las alimentan, tienden a representar respuestas adaptativas, en relación con las condiciones fluctuantes del entorno. Aunque la estructura resiste los embates de los acontecimientos contingentes, si la fluctuación alcanza un punto crítico, el sistema entero puede asumir un nuevo modo de funcionamiento, instaurando una nueva «sintaxis» del parentesco.


Hay que analizar las transformaciones de las estructuras de parentesco, cuyas posibilidades están dadas desde el principio, y que cada sociedad adapta a sus conveniencias. La adaptación no debe entenderse como efecto de ninguna ley del progreso. Porque no hay un marco de referencia absoluto que pudiera servir para medirlo. Por lo cual, dependiendo del punto de vista adoptado, una misma transformación del modelo puede ser entendida como un avance social o como una regresión, o como una degeneración. No es competencia del análisis dilucidar quién pueda llevar razón, sino solo describir la evolución de las formas y sus condiciones de producción. Más allá de eso, quedan por discutir las consecuencias sociales y personales, para apostar por un juicio de valor; pero la ciencia no tiene por misión avalarlo, aunque ciertamente sería estúpido formularlo sin contar con ella.


Ahora voy a aludir a dos casos ilustrativos de evolución de la estructura familiar. Primero, brevemente, a la basada en el «matrimonio árabe», que el varón contrae con la hija del hermano de su padre. Y luego, algo más detenidamente, expondré a grandes rasgos la transformación del modelo familiar en nuestra sociedad española contemporánea.



El caso histórico del llamado matrimonio árabe


Según algunas investigaciones, en la época preislámica, se hallaba bastante extendido entre las tribus árabes un sistema de matrimonio poliándrico, con un régimen al parecer matrilocal o con rasgos matrilineales. Este sistema se adaptaba a una situación en la que los varones pasaban la vida dispersos en sus actividades y empeñados en conflictos intertribales, mientras que las mujeres casadas mantenían el hogar. Tras los cambios sobrevenidos en el tercer decenio del siglo VII, con la aparición del islam y la unificación militar de las tribus árabes, aquel sistema familiar resultaba incompatible con las exigencias de concentración y centralidad del grupo de varones en un contexto de guerra permanente como el que Mahoma desencadenó. A estas exigencias respondía mucho mejor el modelo de la poligamia poligínica de la tradición islámica, que fue el que acabó imponiéndose mediante la instauración de un régimen patrilocal y patrilineal.


Así pues, el «matrimonio árabe» (del que trata Barry 2008b: 18), se caracteriza por la norma de contraer matrimonio del varón con la hija del hermano del padre (tío paterno), es decir, con la prima paralela patrilateral, como opción preferencial. Esta modalidad aportó, en su origen, una fórmula que sin duda obedecía a unas circunstancias prácticas adaptativas (si bien, pasado el tiempo, acaso solo se mantenga por la costumbre, mientras no se sigan graves inconvenientes). Las circunstancias son las de una sociedad guerrera y con un régimen de residencia que se ha vuelto virilocal por el imperativo de mantener unido al grupo de combatientes. Allí resulta prioritaria la necesidad de mantener unidos al mayor número de descendientes varones, haciendo que los hijos de las hijas no vayan a parar a otro clan o linaje, debido a una regla de exogamia demasiado amplia. El matrimonio con la hija del tío paterno asegura que no solo los hijos de los hijos, sino también los hijos de las hijas permanecerán en el mismo clan. Además, las propias hijas no se pierden, salvo cuando interese una alianza con otros clanes. En este último caso, se trata del mismo mecanismo, pero aplicado coherentemente a escala más amplia. Lo que ocurre es que la solidaridad o alianza basada en el parentesco comienza a consolidarse «desde dentro», antes de poder expandirse «hacia fuera».


Este modelo, al incluir la poliginia, aportaba a la vez una solución eficaz al problema social de las mujeres enviudadas por la guerra, al tiempo que aprovechaba las capacidades de todas las hembras, fueran libres o esclavas, manteniéndolas activas en el reforzamiento de los nuevos hogares musulmanes y en el incremento demográfico necesario para la expansión. Se muestra como un sistema avaro de mujeres, a las que exprime sin concesiones, en los antípodas del sistema preislámico, que practicaba el infanticidio femenino selectivo (coherente con la poliandria). Si nos preguntamos por qué la hija del hermano del padre y no de la hermana, o por qué no la hija del hermano o la hermana de la madre, la razón es que no llevan consigo tantas ventajas, conforme a la lógica del sistema. Por el lado paterno, las hijas de la hermana del padre no son interesantes como cónyuges porque, al ser un sistema de filiación patrilineal, la preferencia se decanta a favor del marido de dicha hermana, que casará a sus hijas con sus sobrinos carnales, lo que tenderá a reforzar la línea de filiación de ese marido. Otra posible razón es que el pacto con vistas al matrimonio se hace con un hombre y no con una mujer, lo que descarta igualmente a la hermana de la madre y sus hijas. ¿Y la hija del hermano de la madre? Las hijas del hermano de la madre ya están de antemano asignadas por el sistema para los hijos de sus hermanos varones, y no hay que interferir, si uno quiere recíprocamente preservar el propio derecho. En todos los casos es el padre (varón) el que negociará con sus hermanos varones el matrimonio de sus hijos y también los de sus hijas. A las mujeres no se les atribuye voz ni voto en este sistema, salvo lo que consigan influir en privado, sin transgredir la primacía masculina.

 

La acelerada transformación de la familia española


Otro caso en el que se demuestra la incidencia de los cambios sociales en la transformación del sistema de parentesco es el de nuestra sociedad contemporánea. En ella, se produce un retroceso de la familia tradi­cional, una diversificación de los tipos de familia, así como la aparición de grupos domésticos que se sitúan fuera del sistema de parentesco. Esto último es una cuestión que hay que estudiar con cuidado, porque no siempre coincide lo que se estipula oficialmente con la realidad objetiva analizada desde un enfoque antropológico social.


En España, la familia tradicional se mantuvo ampliamente dominante hasta los años 1960, cuando se acometió la trasformación económica potenciada por los planes de desarrollo. Este modelo de familia era fundamentalmente pronatalista. Se caracterizaba por una sexualidad encauzada dentro del matrimonio, un hogar dominado por el padre de familia, varón procreador y proveedor, una tendencia a la familia numerosa y la madre centrada en las tareas del hogar y la crianza.


El proceso de industrialización y urbanización, así como la llegada del turismo, en la fase que va desde 1960 a 1980, conlleva poco a poco una mejora en los niveles de bienestar y consumo, pero también un mayor costo de la alimentación, la adquisición de vivienda, el vestido, la educación, la asistencia médica y las vacaciones. Con la transformación tecnoeconómica, el traslado a las ciudades para trabajar en la industria y también con la emigración a Alemania, Francia y Suiza principalmente, la familia extensa del medio rural decae y el parentesco va perdiendo importancia. Se impone la familia nuclear, con menos hijos, en pisos populares de los barrios urbanos. Las mujeres comienzan a trabajar fuera de casa y los maridos han de implicarse más en la crianza. Entra en declive la autoridad paterna, al tiempo que progresa una mentalidad democratizadora. En el mismo proceso, desciende la tasa de natalidad y cae en picado la familia numerosa, en otro tiempo predominante. Empieza a aumentar la proporción de matrimonios sin hijos. La misma familia nuclear entra en crisis. Es la era de la modernización de las viviendas, los electrodomésticos, la televisión y la paulatina relajación de las costumbres, la planificación familiar y el uso de anticonceptivos, la reivindicación del divorcio y de la despenalización del aborto. La procreación de hijos, en vez de suponer una inversión mirando al futuro, resulta cada vez más un gasto creciente y a fondo perdido. El parentesco va dejando de ser funcional en el aspecto del cuidado de la salud y de los ancianos, en la medida en que se mejoran los derechos sociales, el sistema de seguridad social en la sanidad, el desempleo y la jubilación.


A partir de 1980, la evolución social se dirige hacia una economía de servicios e información. Prosigue la devaluación del modelo de familia orientada fundamentalmente a la procreación, pues este modelo compensa cada vez menos. Se generaliza aún más el trabajo de las mujeres fuera de casa, con un salario inferior al de los varones en un tercio, cambiando la composición sexual de la fuerza de trabajo con la mano de obra femenina. El trabajo de los inmigrantes, peor remunerado, va alcanzando cotas masivas en el mercado de trabajo y modifica la composición nacional de la fuerza de trabajo con la mano de obra extranjera. Son maneras de contrapesar la tendencia al decrecimiento de la productividad y al aumento subyacente de la inflación, con el objetivo inmutable de maximizar la acumulación de capital. Con el mismo fin, se intensifica la deslocalización de empresas a países donde los bajos salarios abaratan drásticamente los costes de producción, multiplicando el margen de beneficios. La ingente producción de riqueza no lleva a una distribución más equitativa, sino al contrario: hoy la renta media del 10% de la población española más rica supera en 12 veces la renta media del 10% de la población más pobre. Los empleos se vuelven inestables y precarios, los sueldos son relativamente bajos, las viviendas cada vez más pequeñas y más caras, el costo de la crianza y educación de los hijos aumenta sin cesar. La persistente incitación al consumo y el hedonismo choca con los límites de la renta familiar. Además, de la familia como unidad de consumo se irá hacia una prevalencia cada vez más importante del consumo individual y el vivir solo en función de uno mismo.


Los cambios en el modo de producción repercuten en cambios en el modo de reproducción, en la economía doméstica, en las costumbres y en la mentalidad. Una consecuencia de los nuevos tiempos y su ideología individualista es que se radicaliza la reestructuración de la vida familiar y la libertad sexual, como forma de adaptación de las estructuras familiares. En general, se da un aplazamiento de la edad en que se formaliza la relación y se contrae matrimonio, por la dificultad de asumir las cargas de mantener una casa y una familia. También se retrasa la edad de reproducción: en España, los partos de mujeres mayores de treinta años eran el 36,7% en 1990, y ascendieron al 61,1% en 2005.


La sociedad toma un giro cada vez más antinatalista, donde las condiciones presionan para tener menos hijos y reducir la tasa de natalidad, que llega a estar por debajo de la tasa de reposición: el número de hijos por mujer da un promedio de 1,3. Esta baja fecundidad hace que descienda en términos absolutos la cantidad de niños y de jóvenes. Cada vez hay menos familias numerosas, es decir, con tres o más hijos. La pareja con dos hijos aparece como la modalidad más frecuente de convivencia (18%), seguida de la pareja sin hijos (17%) y la pareja con un solo hijo (15,5%). Se incrementa la tasa de divorcios (cerca de uno por cada mil habitantes), la mayoría por mutuo acuerdo, un hecho favorecido sin duda por la autonomía económica de la mujer. Se expande el movimiento feminista, así como la reivindicación de derechos por parte de los homosexuales, gais y lesbianas (la ley que regula el matrimonio entre personas del mismo sexo se aprobó en 2005). Cada vez hay más personas que prefieren las ventajas que le reporta satisfacer el deseo sexual sin exponerse a ningún compromiso, mientras que son menos las que se acogen al usufructo sistemático de los beneficios que puede reportar la institucionalización de la relación conyugal. Como novedad imprevista y significativa, hay que señalar la incidencia y el auge de los dispositivos de comunicación y de Internet en las relaciones sociales y sexuales, en cuanto nuevo cauce para la formación de parejas y la intercomunicación personal y familiar.


Las bodas civiles ganan terreno a las religiosas, que pasan del 80% en 1990, al 42% en 2010, el 20% en 2019. Pero la tasa de matrimonios celebrados, sea por lo religioso o por lo civil, ha ido descendiendo, en favor de la convivencia sin papeles (cfr. Centro de Investigaciones Sociológicas 2004). Se da un aumento constante de las denominadas parejas de hecho, no pocas veces inscritas –paradójicamente– como tales en el Registro de Parejas de Hecho municipal o de la comunidad autónoma. Estas parejas, frecuentemente con hijos, suelen estar reconocidas socialmente y constituir una familia que funciona con normalidad en la red de parentesco, por mucho que no esté formalizado el matrimonio jurídicamente y por mucho que las encuestas computen a sus hijos como bebés «nacidos fuera del matrimonio». En realidad, cumplen perfectamente con el contenido de la institución matrimonial verdadera, aunque les pueda faltar algún requisito legal. No obstante, las encuestas insisten en el aumento irrefrenable del número de hijos «extramatrimoniales»: eran el 4% en 1980, 10% en 1990, el 17% en 2000, el 35% en 2010 y el 48% en 2020. Pero, pese a la sociología al uso, esto no supone propiamente «maternidad fuera del matrimonio», sino una nueva modalidad de matrimonio verdadero, aunque no se hayan casado por la iglesia ni por el juzgado. De ahí que muchos de ellos, para garantizar sus derechos, opten por inscribirse en un registro, no menos oficial que el civil, aunque difiera el régimen jurídico, lo cual es en realidad otra forma de casarse. La inadaptación del Código Civil ha dado lugar a esta dualidad legal, tanto más ficticia cuanto se pretende que no haya ninguna discriminación entre las parejas «casadas» y las «de hecho». Ya en 2011, la convivencia sin papeles se había convertido en la opción dominante entre los jóvenes. Y la procreación sin boda aumentaba en las parejas menores de 35 años, que, además, ya no se concebían como pareja para toda la vida.


La ideología antimatrimonial y antifamiliar, presentada a menudo co­mo una liberación, disimula mal el hecho del miedo o el rechazo al com­promiso con la pareja, con los gastos de la boda o del posible divorcio ulterior, y a las implicaciones que la maternidad o la paternidad pueden traer, con su carga económica y emocional. Resultado de esa tendencia, encontramos una frecuencia en alza de tipos de familia incompleta o defectiva, el hogar monoparental, generalmente matrifocal, que se desliga –por planteamiento– del modelo formado por padre y madre e hijos: en torno al 15% de los niños vive en un hogar con un solo progenitor (mujer en casi nueve de cada diez casos). El hecho es que se ha detectado que el auge de las familias monoparentales comporta para sus niños y jóvenes una mayor incidencia de pobreza y desigualdad, aproximadamente el doble que en las familias con padre y madre. En fin, hay que mencionar que, de los aproximadamente siete millones de menores (de 0 a 17 años), poco más de dos mil habitan con parejas homosexuales (cfr. Instituto Infancia y Mundo Urbano 2006).


En último extremo, la familia prácticamente desaparece: en su lugar se da una «parafamilia» de un adulto que, sin mantener relación con ningunos parientes, adopta él solo, como si constituyera una especie de microorfanato. Por otro lado, crece la cantidad de personas que viven solas: son en torno al 20% de los hogares. Se trata, sobre todo, de personas mayores: en España, cerca del 15% de los mayores de 65 años viven solos (el doble de mujeres que de hombres), mientras que el 36% vive con sus hijos. En ocasiones, puede observarse un desplazamiento afec­tivo hacia animales domésticos, como si tener una mascota compensara más que un hijo, pues produce menos gasto, menos preocupaciones, y proporciona afecto seguro e inmediato.


Resulta imposible no conectar con este contexto el aumento, y no solo la visibilidad social, de la homosexualidad, en cuanto fórmula de satisfacción sexual radicalmente libre del imperativo marital y procreador. La subsiguiente legalización de las uniones homosexuales es consistente con la obtención de los mismos beneficios sociales históricamente concedidos al matrimonio y la familia en sentido propio. La separación entre sexo y matrimonio representa una característica muy extendida en nuestra sociedad, de modo que ha abierto la puerta a considerar con normalidad las relaciones sexuales prematrimoniales, extramatrimoniales y antimatrimoniales. Igualmente, la separación entre sexo y procreación, que conduce al matrimonio sin descendencia, por decisión propia, como forma de familia, o bien a la procreación sin matrimonio, en los bordes donde se difumina el espacio del parentesco.


Por otro lado, la importación masiva de inmigrantes en España, aunque la descripción pueda parecer descarnada, cumple una doble función: la de aportar una mano de obra a menor coste y la de compensar la caída en la tasa de reproducción. En 2005, había ya en España casi 1.600.000 extranjeros afiliados a la Seguridad Social, un 8,7% del total de los trabajadores. En 2021, superaban los 2.290.000 extranjeros afiliados, un 11,3% del total. En la actualidad, 2022, el número de inmigrantes con residencia legal en España asciende a 5.420.000. Y provienen de diversos países, por orden de importancia: Marruecos, Rumanía, Reino Unido, Colombia, Italia, Venezuela, China, Alemania, Francia, Honduras, Ecuador, Perú, Bulgaria, Portugal, Ucrania, Argentina, Rusia, Brasil, Cuba, Paraguay, Polonia, Pakistán, Senegal, etc. En conjunto, dejando aparte los de la Unión Europea, presentan un índice de natalidad superior a la media nacional española. Se han importado familias más baratas, con hijos más baratos, seguramente con beneficio para ellos, pero como un gran negocio para determinadas empresas. De los bebés nacidos de extranjeras, el 40% son hijos de madre que no ha formalizado su matrimonio, y este porcentaje tiende a permanecer constante.


En definitiva, la transformación a la que se ha visto presionada la familia, si bien ha supuesto una mejora general de las condiciones materiales y de consumo, ha acarreado el pago de un precio: tener menos hijos, vivir casi sin hermanos, a veces semihuérfanos, confiados a la guardería, al televisor, al ordenador, al azar de una sociedad donde, a con­tra­pelo del afán individualista que se les ha inculcado, les está resultando cada día más difícil emanciparse, irse de la casa paterna y fundar la propia familia. Al parecer, ni la innovación tecnológica, ni la inserción de la mujer en el mercado de trabajo, ni la importación de mano de obra inmigrante bastan para asegurar la productividad y la rentabilidad y, sobre todo, para detener la inflación real. El aumento del coste de la vida es implacable, de modo que cada día nos vemos obligados a pagar más a cambio de menos y resulta más difícil mantener el nivel de vida alcanzado. No es otra la causa profunda de las transformaciones del sistema de parentesco, sacrificado, primero, en aras del sistema de producción en el que no cuenta para nada y, después, en pro de un alto consumo individualizado, para el que tener familia estorba. Durante los últimos decenios, se ha experimentado también una gran transformación en la mentalidad religiosa de la población española: más del 65% de los que se consideran católicos no siguen la doctrina oficial de la Iglesia en lo referente a sexualidad, relaciones de pareja y reproducción. Parece obvio que los católicos han evolucionado adaptándose a los cambios, mientras que la jerarquía de la Iglesia parece no saber cómo ir más allá de los mo­delos tradicionales.


Como ya he sugerido, no debemos confundir el sistema de parentesco en su realidad antropológica con lo que estipula la regulación legal vigente en un momento determinado, por la misma razón por la que tampoco debemos confundir el reconocimiento social efectivo con el reconocimiento jurídico (aunque este pueda ser un aspecto importante de aquel). Así, por ejemplo, en el contexto español actual, no se considera matrimonio a las parejas de hecho, estén o no inscritas en un registro, cuando, desde un enfoque etic antropológico, constituyen plenamente una forma de matrimonio. Sin embargo, se considera legalmente «matrimonio» la unión entre personas del mismo sexo, que queda fuera del sistema de parentesco. El legislador ha forzado bajo la misma categoría jurídica realidades heterogéneas, si es que no incompatibles. La mentalidad dominante se ha plegado la ideología políticamente impuesta. Y la mayoría de la gente que dice que lo aprueban jamás se han detenido a pensar por un instante lo que significa el concepto de matrimonio, por lo que ni siquiera se les pasa por la imaginación que tal concepto no pueda aplicarse legítimamente a cualquier clase de unión o empareja­miento. Una vez más se confirma cómo el habitual enfoque emic distorsiona la percepción de la realidad social.



La negación de la familia amenaza a la humanidad


En todas las sociedades conocidas, el sistema de parentesco, mediante su lógica de intercambio, tiende desde siempre a un cierto equilibrio entre donantes y receptores, entre lo que uno da y lo que recibe a cambio. El ideal estriba en la reciprocidad, que refuerza la igualdad y la complementariedad en la práctica. Pero, cuando se da cada vez más para recibir menos, entonces tenemos un caso de inflación en los bienes y servicios que la familia presta. Es lo que está ocurriendo desde que el mercado y el Estado interfieren en las relaciones familiares y matrimoniales, y parece que tienden a controlarlas o sustituirlas. Si la familia tradicional dejó de ser rentable, si se hizo una rémora para el Estado autocrático, la suerte que aguarda la familia en nuestros días podría ir por el mismo camino. Algunos pretenden que haya que obtenerlo todo en el mercado, o por la intermediación del Estado. Por lo pronto, parece que se difunde la lógica ventajista según la cual cada uno da lo menos posible y procura lograr cuanto más mejor. Como en la crisis de cualquier sistema, la crisis del parentesco puede amplificar las fluctuaciones, de modo que la producción de formas desviantes o autolíticas alejen cada vez más al sistema del mínimo equilibrio necesario, hasta precipitarlo al borde de su desintegración. Las inestabilidades locales del parentesco, agudizadas por comportamientos anómalos y anómicos, por el asedio sistemático del pansexualismo y las intromisiones de un Estado manipulador, si no se detienen a tiempo las formas positivamente peligrosas para la sociedad, podrían desencadenarse consecuencias destructivas para el sistema entero, con perjuicios irreversibles para toda la sociedad, para la humanidad.


Sin embargo, el hecho es que hay quien imagina una vida social sin organización familiar (Kathleen Gough 1973). Y tampoco faltan quienes, a la zaga de utopismos comunistas como los enunciados por Engels (1884), abogan por la eliminación de la familia y el parentesco, movidos ahora por un sedicente progresismo de aires posmodernos, notoriamente necio y despreocupado por los efectos reales que seguirán. Otros se inventan una tipología de «familias» sin criterio ni fundamento antropológico alguno, obligando a no pocos hogares a vivir en un simulacro amparado por la ley. Porque, en realidad, carece absolutamente de sentido la pretensión de que cualquier grupo doméstico es una «familia», y que cualquier pareja que convive es un «matrimonio». No hace falta ser matrimonio o familia para vivir juntos, ni solo por vivir juntos se forma un matrimonio o una familia.


El parentesco no lo es todo en la sociedad, sobre todo desde que esta evolucionó más allá del nivel de organización característico de las sociedades tribales. Existen otros principios de asociación en la sociedad civil, del mismo modo que existen otros principios de organización política allende el parentesco. ¿No sería preferible respetar el parentesco, la familia y el matrimonio en su espacio y su especificidad, en lugar de presionar hacia una desnaturalización, o una estatalización, que atentan contra ese universal bio-cultural milenario? ¿O es que da igual producir hijos en una familia tradicional, en la red del parentesco, que fabricar expresamente huérfanos en una sociedad desestructurada y manejada por una burocracia dictatorial? Esto no significa que se deslegitimen otros modos de convivencia, o que se les deba privar de protección legal.


Por otro lado, todavía quedan los apóstoles de la tecnificación biomédica del organismo humano, que nos prometen «hacer niños a la carta» y que parecen pregonar un mundo feliz, lejos de lo que juzgan apego enfermizo a la tradición. Nos quieren llevar a una humanidad que domine las claves de la reproducción. Y una vez que se tengan todas las claves, se harán niños a la carta. Los podrá haber sin padre y quizá también sin madre. O hijos de un grupo. O clónicos generación tras generación, a partir de gametos del abuelo o la abuela. Para algunos, esto se presenta como el mayor logro de la tecnología moderna aplicada a la reproducción. ¿De verdad? Lo que se anuncia, más bien, es la disolución de los lazos familiares y, finalmente, la abolición de la familia, con una sociedad sumida en un caos de parentesco y en la orfandad generalizada. En otras palabras, se propone un futuro poshumano. La procreación se separa de la autonomía personal y el Estado, y en parte el mercado, que se habrán adueñado de la especie, fabricará bebés por encargo de aquellos que desean encargarse de gestionar la crianza. O posiblemente esto sea todavía reminiscencia del modelo tradicional, que habrá que superar con la fórmula mediante la que el interesado invierta en bolsa en el sistema de inclusas públicas para la crianza de humanos homologables, a cambio de ciertas ventajas fiscales y emocionales, mientras que el Estado incluye en sus presupuestos una partida destinada a financiar el suministro del contingente demográfico necesario. Nos remitimos aquí a los análisis desarrollados en el primer capítulo de este libro.


Si la principal razón de ser del parentesco en la historia de la humanidad ha sido, siempre, organizar y garantizar la convivencia y el modo de reproducción, hoy, en un mundo en parte envejecido, en conjunto superpoblado, donde se ha creado una burbuja demográfica global, lo más razonable y urgente es una transformación de las estructuras familiares en el sentido de que los progenitores asuman la responsabilidad de engendrar, y engendrar solo los hijos que puedan criar y educar dignamente. Parece sensato que esta, y no otra, constituye la estrategia que deberían respaldar unas organizaciones políticas responsables, unos medios de comunicación decentes y unas instituciones religiosas coherentes, en este mundo sobrecogido con sus ocho mil millones de personas humanas. De lo contrario, podría suceder no ya que se destruya la familia o se arruine el parentesco, sino que la misma especie humana se arriesgue a desplomarse en una catástrofe fatalmente inducida por el necio utopismo de la revolución sexual de unos, la ceguera en el éxito reproductivo de otros, la estulticia generalizada y el maquiavelismo suicida en el ejercicio del poder, el tener y el saber, mientras afrontamos una creciente incertidumbre.