La negación de la
familia. Las estructuras
del parentesco y sus simulacros
4. La familia
y sus simulacros
PEDRO GÓMEZ
|
Las fronteras del sistema de parentesco
Aunque
todos estamos
vinculados a lazos familiares de alguna manera, a veces resulta difícil
adoptar
una perspectiva adecuada en lo concerniente a la comprensión de qué es
el
parentesco. Es cierto que el análisis del parentesco, la familia o el
matrimonio nos los descubre como un sistema enormemente complejo,
intrincado,
en el que se articulan dimensiones heteróclitas y se entrecruzan
diversos
principios de organización. Por ello, es conveniente explorar sus
fronteras,
deslindar dónde no existe tal sistema, dónde se disuelve, dónde se
imita
simplemente y, al mismo tiempo, entender en concreto cómo ha
evolucionado
históricamente y cómo sigue evolucionando en respuesta a las
solicitaciones de
cada época.
En los dos capítulos precedentes, he
tratado de las estructuras del parentesco y su complejidad, y he
intentado
determinar, con alcance transcultural, los diversos tipos de
vinculación entre
personas que constituyen propiamente un matrimonio, en cuanto condición
para
que un grupo de convivencia o apoyo mutuo forme una familia. Porque no
cualquier agrupación residencial lo es. Los individuos humanos se
relacionan y
se juntan de múltiples maneras y con fines muy dispares. También suelen
hacerlo
para convivir y residir bajo el mismo techo de formas muy variables.
Esto da
lugar a que las personas organicen y reorganicen sus estilos de vida,
pero no
necesariamente en el marco del parentesco, si bien el propio sistema
familiar
no deja de evolucionar con el tiempo. Lo que parece evidente es que no
toda
unidad de convivencia conforma una familia, ni toda vinculación entre
personas
constituye un matrimonio, ni cualquier relación o compromiso social
pertenece
al sistema de parentesco. Existen, en todas las sociedades, múltiples
tipos de
asociaciones basadas en el sexo, la edad y toda clase de intereses
comunes, que
caen fuera de ese ámbito.
Es probable que la opinión ordinaria
y más extendida en nuestro contexto social no nos aporte el mejor
instrumento
para aclarar los conceptos. Lo que se piensa sociocéntricamente siempre
es un
aspecto que hay que tener en cuenta, pero con frecuencia suele
confundir,
enmascarar o ignorar parte de la realidad. Hay situaciones en las que
cierto
tipo de pareja que cumple los requisitos antropológicos de un
matrimonio puede
no estar reconocida como tal a nivel ideológico, y viceversa. Por
ejemplo,
cuando leemos en un reciente titular de prensa: «Uno de cada tres niños
nace
fuera del matrimonio en España», ahí se está dando por buena la
ortodoxia
particular que solo considera verdaderos matrimonios los celebrados con
determinado ritual religioso o civil. En cambio, la observación de los
hechos
nos descubre una tipología bastante clara: A) La unión con sacramento o
ceremonia religiosa, con inscripción en el registro civil. B) La unión
con boda
o ceremonia ante un juez u otra autoridad, inscrita en el registro
civil. C) La
unión con inscripción como pareja de hecho en el ayuntamiento o
cualquier otro registro oficial –sin boda, solo en el sentido de no
inscribirse
en el registro civil conforme al derecho matrimonial–. D) La unión de
hecho por
libre, sin papeles ni inscripción en ninguna parte, es decir, sin
compromiso expresado ante ninguna institución. Pues bien, desde un
enfoque emic,
se consideran matrimonio solamente los tipos A y B. Pero, desde un
enfoque etic,
los cuatro tipos son en realidad matrimonios desde un punto de vista
antropológico. Aparte, habría otros dos casos: E) El grupo monomaterno,
especie
de familia anómala, formada por una madre con su hijo, radicalmente
huérfano de
padre, cuyo progenitor nunca llega a conocerse, sea por una decisión
premeditada
o por azar. F) El grupo monopaterno formado por un varón con un hijo
adoptado,
cuya progenitora permanece en total anonimato y nunca llega a
conocerse. En
estos dos últimos tipos, a diferencia de los cuatro anteriores, se
puede
afirmar con bastante seguridad que no ha existido matrimonio.
En el polo opuesto del no
reconocimiento de un matrimonio que efectivamente existe, puede ocurrir
que,
desde un punto de vista emic, se llame «matrimonio» a un tipo
de pareja
que no responde a su concepto antropológico. O también, por otro lado,
encontraremos que hay con toda propiedad «hijos fuera del matrimonio»
y, por
tanto, efectivamente al margen del sistema de parentesco, más allá de
sus
confines, lo que suele dar lugar a múltiples formas de orfandad, total
o
parcial, que se intenta compensar socialmente mediante acogida en
familias
adoptivas, o familias que a veces cabe denominar defectivas, o
impropiamente
tales.
No existe parentesco propiamente dicho en la naturaleza
Los
sistemas de
reproducción en el mundo natural, antes y después de la invención del
sexo,
sirven a la supervivencia de las especies, pero no se puede afirmar,
hablando
con propiedad, que supongan sistemas de parentesco. Ni siquiera de las
aves,
los mamíferos, o los primates que forman diversos tipos de asociación
para el
cuidado de sus crías, se puede decir con propiedad que formen
«familias» o que
sean «parientes» entre sí. Solo cabe decirlo metafóricamente, o con un
lenguaje
laxo, como cuando hablamos de padres o madres, de hijos y de hermanos
en el
mundo animal. Es muy elocuente que no utilicemos ya el resto de la
terminología
del parentesco (abuelo, nieto, yerno, tío, sobrino, cuñado, etc.).
Nosotros no
somos capaces de seguir asignándoles más allá del núcleo reproductor
unas
relaciones de parentesco fundadas exclusivamente en la proximidad
genética. Y
ellos no tienen absolutamente ninguna idea de la existencia de tales
relaciones, ni estas ejercen la menor repercusión en su comportamiento.
Todos
los animales que se reproducen sexualmente están dotados de mecanismos
para
distinguir a los machos de las hembras y a los adultos de las crías en
general.
Hay especies que reconocen a sus propias crías, o a los miembros de su
colonia.
Pero estos sistemas de reconocimiento basado en alguna pista sensorial
no
requieren, para funcionar, ningún conocimiento de sí mismo (cfr. Hauser
2000:
139), ni del lugar que uno ocupa en relación con los demás, ni ser
consciente
de ningún compromiso con la descendencia o los congéneres, que denote
una
verdadera relación de parentesco.
Los elementos que se dan en el reino
animal (el sexo, la reproducción, a veces la crianza) están presentes
en el
reino humano, pero lo específico que encontramos en la sociedad humana
(matrimonio, familia, parentesco) está ausente en todas las formas de
vida no
humanas. Por lo tanto, hablando con propiedad, técnicamente es
incorrecto y erróneo afirmar que existe el parentesco entre los
animales. Ni el
parentesco ni el matrimonio existen fuera de la especie humana.
Es erróneo aplicar a los primates un
punto de vista antropomórfico, porque, aunque poseen capacidad de
aprender
ciertos rasgos «culturales» esporádicos, e incluso transmitirlos a la
siguiente
generación, su sistema social no se fundamenta en logros culturales,
como es el
caso de los grupos humanos sin excepción. Esta precaución vale
igualmente a la
hora de atribuir un sistema familiar a los núcleos de reproducción
primates.
Desde el lado biológico, podemos observar que comparten con los humanos
algunas
características, como los alumbramientos de una sola cría y largos
períodos de
cuidados «maternos», y asimismo el vivir en grupos de reproducción muy
cohesionados. Pero no debemos confundir lo que –a falta de un léxico
más
preciso– cabe llamar parentesco genético, que se da en todas
las
especies vivas, entre los individuos genéticamente próximos, en grado
variable,
debido al proceso de reproducción. Pues efectivamente se da una
progenitura, el
nacimiento de una nueva generación, si bien es verdad que el sistema de
reproducción no va acompañado de ninguna otra interdependencia ni,
menos aún,
precedido o seguido de alguna clase de reconocimiento o relación
duradera.
Simplemente, una generación trasmite sus genes a la siguiente.
En numerosas sociedades animales,
sobre todo en aves y mamíferos, puede encontrarse una estructuración
epigenética del comportamiento, en general limitada a los
progenitores, o
alguno de ellos, y la progenie: alimentación y cuidado de las crías. Se
podría
hablar ahí, en cierto sentido, de un parentesco social de
corta
duración en la mayor parte de los casos. En los primates, llega a
producirse
algún tipo de reconocimiento individual entre «madre» e «hijos», que
puede
durar toda la vida, así como diversas fórmulas de organización de la
«familia».
Según las observaciones de los
primatólogos, hay muy diversas fórmulas en la organización de las
manadas y en
el comportamiento de monos y simios con respecto a las crías. Los
lémures de
cola anillada, de Madagascar, forman grupos de hasta treinta
individuos,
dominados por hembras (Bloom 1999: 217). Los colobos blancos y negros
de África
central y oriental viven «en manadas formadas por un macho y varias
hembras con
sus crías» (Bloom 1999: 226). Los sakis de la selva, en las tierras
bajas
suramericanas, «viven en grupos familiares compuestos de una pareja
monógama y
sus crías» (Bloom 1999: 228). Los macacos japoneses, o monos de las
nieves, que
viven en tropas de entre veinte y cien individuos, se aparean en
invierno y las
crías nacen en primavera o verano; las crías son amamantadas durante
casi un
año (Bloom 1999: 151); el grupo familiar vive muy unido: la madre y el
padre
cuidan de la crianza (pág. 176) y mantienen estrechos lazos durante
toda la
vida.
En lo que respecta a los simios, los
gibones del sureste asiático (Sumatra, Tailandia, Malasia) «viven en
grupos
familiares que suelen consistir en una pareja monógama y sus hijos de
distintas
edades» (Bloom 1999: 204). Entre los orangutanes de Borneo y Sumatra,
la hembra
tiene una cría cada ocho o nueve años; la madre cría sola al hijo y se
establece un fuerte lazo madre-cría (Bloom 1999: 64). Los gorilas de
Ruanda,
Uganda y Congo viven en un grupo familiar cerrado, de entre seis y
cuarenta
miembros, dirigido por el macho adulto de espalda plateada; las hembras
conciben por primera vez alrededor de los nueve años de edad y las
crías
dependen totalmente de la madre durante los dos primeros años (Bloom
1999:
107); si falta el macho dominante, «los lazos familiares se rompen y
los
individuos se dispersan y se unen a otros grupos vecinos» (pág. 132).
Los
chimpancés de África oriental, central y occidental viven en grupos
familiares
de hasta cien individuos, formando sociedades «patriarcales», dominadas
por machos;
entre ellos, el apareamiento no es solo un acto de reproducción, sino
que
cumple también una función social; se crea un fuerte lazo entre madre e
hijo
durante unos cinco años, e incluso después sigue mostrando interés uno
por otro
(Bloom 1999: 42). Por último, los bonobos de África central viven en
grupos
familiares dominados por las hembras (Bloom 1999: 52) y es
característico de
ellos utilizar el sexo no solo para la reproducción sino como forma de
apaciguamiento social.
No se puede negar que en esos
esquemas de comportamiento de los primates se dan ciertas analogías con
lo que
acontece en las sociedades humanas. Sin embargo, en la medida en que
están
ausentes la cultura, el lenguaje y la historia en sentido específico,
no se
trata todavía de un verdadero sistema de parentesco biocultural,
que es
característico y exclusivo de la humanidad.
La formación, movilidad y disolución del parentesco
vivido
En
el sistema de
parentesco, no encontraremos posiciones absolutas y unívocas. Nadie es
solamente padre o hermano con relación a todos. Lo normal es que un
individuo,
en cuanto pariente, acumule en su vida un conjunto de relaciones
parentales,
llegando a ocupar a la vez varias posiciones relativas: hijo, nieto,
hermano,
primo, marido, cuñado, padre, yerno, suegro... A lo que es
imprescindible
añadir las codificaciones culturales particulares, que pueden modificar
la
correlación y la función de posiciones consanguínea o genéticamente
equidistantes.
Hay relaciones de parentesco que, al
formarse, son constitutivas: uno las adquiere directamente, como
consecuencia
del propio matrimonio (alianza) o del propio nacimiento
(consanguinidad). Las
demás relaciones se adquieren indirectamente, a consecuencia de la
alianza
matrimonial de un pariente o del nacimiento del hijo de un pariente,
acontecimientos que afectan a otros, convertidos –sin tener que hacer
nada al
respecto– en cuñados, nueras y yernos, suegros, y en abuelos y nietos,
tíos y
sobrinos. Cuando una madre da a luz, no solo trae al mundo un hijo,
sino un
hermano, un primo, un sobrino, un nieto; y para el futuro, un yerno o
nuera, un
cónyuge, un tío, un abuelo, etc. Se promueve la reactivación de todo el
sistema
de parentesco, que crea una nueva generación de parientes.
Este emparentamiento sobrevenido
expresa el mecanismo que expande el parentesco, aliando familias, en el
acto de
instaurar una nueva familia. Y así predispone a todos los concernidos a
acoger
al posible descendiente del nuevo matrimonio como perpetuador del
propio
patrimonio genético, en variable porcentaje. Los emparentados contarán
con
algunos descendientes que compartirán genes con los descendientes de
los recién
casados. Los parientes consanguíneos compartirán directamente un
porcentaje de
genes con los descendientes del nuevo matrimonio. Los parientes afines,
por su
parte, no compartirán genes directamente con los descendientes del
nuevo
matrimonio, pero sus propios descendientes si compartirá un porcentaje
de genes
con los descendientes de ese nuevo matrimonio. De esta manera, una onda
de
familiaridad circula por la red del parentesco y refuerza el tejido
social, lo
organiza para su propia reproducción, regeneración y prosperidad. Estas
funciones básicas, como ya he explicado, reúnen indisolublemente
aspectos
biogenéticos y socioculturales.
Pero, en realidad, esta red
polivalente solo resulta significativa para las personas concretas a lo
largo
de tres o cuatro generaciones consecutivas, como mucho. Por la duración
limitada de la vida individual, la propia terminología genealógica se
agota,
prácticamente, en tatarabuelos y tataranietos, no porque no haya nadie
más
allá, sino porque ya no es factible la relación interpersonal. El
sistema en
cuanto tal se reitera una y otra vez, sucesivamente, entre las
generaciones que
alcanzan a convivir.
Por otra parte, el parentesco
tampoco es incorruptible, sino que se crea y se destruye en vida de los
implicados. Lo mismo que hay personas que no son parientes con que se
adquieren
relaciones de parentesco (a consecuencia de una alianza matrimonial,
mediante
adopción filial), en determinadas circunstancias hay relaciones de
parentesco
que se disuelven y dejan de serlo. Y es que, en realidad, constituye
una
dinámica compleja que resulta del proceso social que lo establece. Por
su
carácter procesual, también puede llegar a romperse y dejar de existir,
incluso
a pesar de los hechos biológicos. Así ocurre en el caso de los repudios
y los
divorcios, también en el de los hijos no reconocidos, los deshijados o
desheredados, y en el de los progenitores abandonados a su suerte. A
veces se
trata de hechos brutos que acontecen, pero la mayor parte de las
sociedades
establecen alguna regulación del conflicto y algún mecanismo de
desconexión.
Esta cuestión comporta una
problemática difícil. Por ejemplo, ¿hasta qué punto los exparientes
conservan
algún lazo con su situación anterior? Quizá sigan manteniendo
normalmente las
relaciones no afectadas por la ruptura, que no se anulan del todo en
ciertos
casos. Determinadas dimensiones quedan abolidas, o su valor se reduce a
cero.
Otros, sin embargo, transforman el estatus: como el «vínculo» jurídico
en casos
de separación, el deber de pasar una pensión para mantenimiento de la
expareja,
la mensualidad por alimentos para los hijos, etc. De modo que, situado
en la
periferia del sistema familiar al que perteneció con anterioridad, el ex
(sobre todo el exmarido o la exmujer) puede quedar completamente
desconectado,
o bien ser deudor de cierto tipo de prestaciones, o acreedor de ciertos
beneficios derivados de su estado previo, de la alianza que hubo. Y
probablemente permanecerá inalterado y operativo el compromiso derivado
del
principio de descendientes compartidos. La vinculación y desvinculación
a la
red de parentesco está siempre en juego, tejiendo, destejiendo y
volviendo a
tejer la trama social a lo largo de los siglos. Pero, para los
individuos, las
relaciones de parentesco vividas pueden extinguirse antes de tiempo.
La simulación de parentesco al exterior del sistema
Para
que se dé la
relación matrimonial en sentido propio no basta que se dé relación
sexual, ni
basta por separado el hecho de la reproducción, ni la residencia
juntos, ni la
colaboración económica, ni el pacto jurídico. Cada uno de esos rasgos
puede darse
sin constituir una relación conyugal o familiar. Es necesaria una
articulación
de esos elementos, que, aislados y cada uno por sí solo, no llegan a
constituir
matrimonio, ni parentesco. A nadie se le oculta que hay numerosas
formas de
asociación y de grupos domésticos al margen del parentesco.
El hecho de que, normalmente, las
funciones de crianza, educación e integración social sean llevadas a
efecto por
la familia fundada en el matrimonio no implica que no pueden correr a
cargo de
otras personas o instituciones; pero esto no las convierte en familia y
matrimonio.
Sin embargo, la idea y el término de
matrimonio se ha utilizado a veces en un sentido figurado o simulado,
llevando
a cabo una extrapolación más allá del espacio delimitado por el sistema
de
parentesco. No tiene sentido decir que hay parentesco, por ejemplo, en
una
relación entre amantes: no se consideran parte de la familia, ni
siquiera en el
caso de que de esa relación nazca un hijo (cuyo estatuto suele
resultar, por
ello, un tanto problemático). En el capítulo anterior, sinteticé una
noción
antropológica de matrimonio: En sentido estricto, el matrimonio está
constituido por una pareja formada por dos personas de diferente sexo,
en la
que la complementariedad privilegiada entre lo femenino y lo
masculino,
generadora y regeneradora de la población humana, es elevada por el
sistema de
parentesco a clave y principio organizador de la reproducción social.
De él
pasa a depender la supervivencia de la especie y la prosperidad de la
sociedad,
la llegada al mundo de nuevos individuos que lleven adelante la una y
la otra.
Si imaginamos una sencilla
topología, el espacio del matrimonio «verdadero» presenta límites que
se pueden
acotar con claridad. Dentro de él, cabe una pluralidad de formas:
monogamia y
poligamia, familia nuclear y familia extensa, etc. Más allá de sus
fronteras,
encontramos fórmulas incompatibles con el matrimonio, como el incesto o
la endogamia
y también las formas de familia defectiva fundadas en un
monoparentalismo
motivado ideológicamente por el rechazo de cónyuge. En otros planos
exteriores,
se sitúan otras categorías «inspiradas» en el modelo matrimonial, del
que
únicamente constituyen una imitación, sea real o imaginaria. Me refiero
a tipos
de emparejamiento o unión entre hembra y hembra, entre macho y macho
humanos; o
bien esos tipos de «matrimonio» extrahumano que hallamos descritos en
la
mitología entre dos polos extremos opuestos: las nupcias de humanos con
seres
suprahumanos o dioses (teogamia), o con seres infrahumanos (zoogamia),
cuyos
significados se adentran por las sendas de la metáfora, la mística, la
transgresión o lo fantástico entre humano y animal, entre humano y
divinidad.
Con respecto a la diferencia complementaria del verdadero matrimonio,
tales
formas aparecen como simbólicamente desequilibradas: en la teogamia, el
otro de
la relación es demasiado alto (un dios); en la zoogamia, es demasiado
bajo (un
animal); y en la homogamia, el otro es demasiado igual (del mismo
sexo). Desde
el punto de vista de la propagación de la especie, las tres formas
resultan
estériles. Por eso, es lógico que se les aplique la consideración de simulacros
de aquello que no son.
Un simulacro se caracteriza, en
contraposición al referente verdadero, porque carece del sentido real y
social
de este. Nunca clasificaríamos los tipos mencionados en un repertorio
de los
modelos de familia o de parentesco genuino, por más que cada uno
conlleve su
propia intencionalidad. Es lo que ocurre con ciertas uniones que se
establecen
entre hombres varones: «Por ejemplo, entre los kwakiutl, un hombre que
desea
adquirir los privilegios asociados a un determinado jefe puede
‘casarse’ con el
heredero varón del jefe. Si el jefe no tiene herederos, podría entonces
casarse
con el lado derecho o izquierdo del jefe, o con una de sus piernas o
brazos»
(Harris 1988: 408).
En algunos países occidentales, se
califica a veces como «matrimonio» la relación homosexual estable entre
varones,
o entre hembras, que viven juntos. En algunos casos, ese tipo de unión
de ha
reconocido jurídicamente (por ejemplo, en España, año 2005) como
«matrimonio»
entre personas del mismo sexo. Ahora bien, si tenemos en cuenta el
significado
del concepto de matrimonio en sentido propio, definido por su inserción
crucial
en el sistema de parentesco, aunque es un tema discutido, hay razones
para
concluir que ese tipo de vínculo no cumple –ni de por sí puede cumplir–
las
condiciones esenciales para ser considerado antropológicamente matrimonio.
No alcanza a ser más que un simulacro suyo, por mucho que el legislador
–ignorando todo planteamiento científico y despreciando el consenso
social– se
haya arrogado denominar matrimonio al contrato de unión de la pareja
homosexual.
No obstante, ante el uso social de
determinada terminología, que en rigor es inexacta e induce a
confusión, cabe
la opción de atenerse a lo que sugiere Marvin Harris. Comienza
señalando cómo
se complica la comprensión teórica «cuando todas esas diferentes formas
de
emparejamiento se incluyen en el mismo concepto de matrimonio» (Harris
1988:
408), como si no denominarlas así fuera deshonroso o injusto. Como
salida,
propone que, ante todo, «definamos el matrimonio como la conducta,
sentimientos
y reglas que se refieren al emparejamiento entre compañeros
heterosexuales
corresidentes y a la reproducción en contextos domésticos» (Harris
1988: 409).
Este es el matrimonio en sentido propio. Luego, para no disgustar a
nadie, se
puede designar los demás tipos de uniones de pareja como «matrimonio
entre no
corresidentes», «matrimonio hombre-hombre», «matrimonio mujer-mujer», o
como
mejor parezca. Pero quedando perfectamente «claro que estas uniones
tienen
diferentes implicaciones ecológicas, demográficas, económicas e
ideológicas»
por las que no son propiamente matrimonio. En definitiva, según Harris,
cabe
ceder y relativizar la nomenclatura, siempre que no se confundan los
conceptos.
Pero la cuestión es si esta confusión conceptual no resulta inevitable
en tal
contexto.
La evolución de la familia como adaptación al cambio
social
La
familia
es un tipo social de organización de un grupo personas con arreglo a
los
principios del parentesco (estudiados en los capítulos 2 y 3). La
familia
constituye la realización concreta de la estructura de parentesco, que
impone
sus códigos –de los que forman parte las reglas de alianza y filiación–
a la
formación de nuevas familias, mediante el mecanismo del matrimonio.
Este
mecanismo cumple su función biológica y social en el curso del
desarrollo de la
unidad familiar, abocado a un largo proceso transgeneracional de
construcción
de familias particulares.
En su composición compleja, el grupo
de familiares o parientes lo integran no solo aquellos que poseen genes
en
común uno con otro (heredados de un antepasado en línea de descendencia
directa: padre, hijo, nieto, hermanos, primos), sino también aquellos
que –sin
poseer genes en común entre sí– los poseen con un tercero (entre marido
y mujer
respecto a sus hijos), o bien tienen un descendiente que comparte genes
con el
descendiente del otro (si tomamos como referencia un matrimonio, por
ejemplo,
el marido no comparte genes con el sobrino «político», hijo de un
hermano de su
mujer, pero el hijo del matrimonio de referencia sí comparte el 25% de
sus
genes con el mencionado sobrino, con quien le une el vínculo de primo
hermano).
En este último tipo, el que lleva parte de los propios genes (el hijo)
lleva a
la vez parte de los genes del otro (el sobrino/primo). Hay que tener en
cuenta
estas relaciones genéticas, o de consanguinidad, han sido entendidas a
su modo
y han desempeñado un papel en cada cultura (la mayoría de las
sociedades,
aunque desconocían la genética, hacían algunas elucubraciones en torno
a
nociones como «la misma sangre»).
La familia tiene que ver con la
unidad de convivencia, con el sexo, con la procreación, con la crianza
y la
educación, con la transmisión de derechos, con la legitimación social o
legal.
Pero debo insistir de nuevo en que no basta ninguno de estos hechos por
separado. Cada uno de ellos puede darse de manera independiente, sin
que haya
matrimonio, ni familia ni parentesco. Pues este se instaura en la
combinación
simultánea y articulada de todos ellos, en una institucionalización a
la que
son inherentes tales atributos y que, en principio, está socialmente
acreditada
para ejercerlos.
El matrimonio crea a modo de
sinapsis en la red del parentesco, de manera que la familia residencial
constituye un nudo de esa red. En su interior, la propia familia
funciona como
una microrred donde operan los mecanismos propios de la organización
del parentesco,
articulada en el matrimonio y completada con los hijos. Pero estos, al
crecer,
abandonarán la familia de origen para fundar otra, mediante su propio
matrimonio. De manera que la familia, a la larga, resulta siempre una
estación
de paso. Se compone con el destino de descomponerse, dando paso a una
nueva
generación.
En las sociedades de baja
demografía, el parentesco obedece a modelos «mecánicos», de intercambio
restringido,
mientras que, en las grandes poblaciones, tales modelos son sustituidos
por
otros de tipo estadístico, de intercambio generalizado y de libre
elección. En
cualquier caso, pese a lo variable y hasta azaroso de los
comportamientos
locales, a nivel global se genera siempre un comportamiento colectivo
que
asegura la reproducción de la sociedad. El sistema de parentesco
constituye una
especie de estructura disipativa, que se nutre de las familias que
construye,
para más tarde destruirlas y producir otras nuevas a través de un
proceso en el
que se regenera a sí mismo, a la sociedad y, en último término, a la
especie.
La estructura familiar fue en sus
orígenes polivalente y multifuncional, pero ocurre históricamente que
al menos
algunas de las funciones que desempeñaba se llegan a atribuir a un
subsistema
diferente, especializado: acciones productivas, educacionales,
sanitarias,
ceremoniales, etc. Por ese camino cabe especular sobre la pregunta de
si el
sistema de parentesco podría llegar a desaparecer. Pero el hecho es que
no se
tiene noticia de ninguna sociedad donde esto haya acontecido, por mucho
que la
estructura familiar haya cambiado. Lo que se observa es, más bien, una
evolución adaptativa del sistema de parentesco.
Parece claro que no hay una
evolución unilineal de la familia como institución, en contra de lo que
creyeron los etnólogos evolucionistas de épocas pasadas. Basta
considerar que
el matrimonio monogámico lo encontramos tanto en las sociedades de
cazadores
recolectores y en tribus primitivas, como en nuestras sociedades
complejas
contemporáneas. Bien es verdad que han existido y existen múltiples
tipos de
organización familiar, susceptibles de analizarse, pero su evolución
hay que
estudiarla en cada caso, en relación con el entorno práctico, al mismo
tiempo
que se trata de comprender la lógica conforme a la cual funcionan.
Las instituciones y los usos
sociales tienen una lógica y en general se atienen a ella, pero no se
explican
solo por ella, sino también por los acontecimientos o motivos que un
día
llevaron a establecer la norma. Su funcionalidad original puede haber
cambiado
o desaparecido, mientras que la forma tradicional de la institución
permanece.
Pues no hay que presuponer que todo comportamiento social sea siempre
adaptativo. Cuando las circunstancias presionan con fuerza para una
adaptación,
la estructura cambiará o se diversificará, a la par que se modifican
los modos
de comportamiento. Esto ha ocurrido frecuentemente en la historia y es
lo que
ocurre en la actualidad. Las diferentes estructuras familiares traducen
de
alguna manera los flujos económicos e ideológicos que las alimentan,
tienden a
representar respuestas adaptativas, en relación con las condiciones
fluctuantes
del entorno. Aunque la estructura resiste los embates de los
acontecimientos
contingentes, si la fluctuación alcanza un punto crítico, el sistema
entero
puede asumir un nuevo modo de funcionamiento, instaurando una nueva
«sintaxis»
del parentesco.
Hay que analizar las
transformaciones de las estructuras de parentesco, cuyas posibilidades
están
dadas desde el principio, y que cada sociedad adapta a sus
conveniencias. La
adaptación no debe entenderse como efecto de ninguna ley del progreso.
Porque no
hay un marco de referencia absoluto que pudiera servir para medirlo.
Por lo
cual, dependiendo del punto de vista adoptado, una misma transformación
del
modelo puede ser entendida como un avance social o como una regresión,
o como
una degeneración. No es competencia del análisis dilucidar quién pueda
llevar
razón, sino solo describir la evolución de las formas y sus condiciones
de
producción. Más allá de eso, quedan por discutir las consecuencias
sociales y
personales, para apostar por un juicio de valor; pero la ciencia no
tiene por
misión avalarlo, aunque ciertamente sería estúpido formularlo sin
contar con
ella.
Ahora voy a aludir a dos casos
ilustrativos de evolución de la estructura familiar. Primero,
brevemente, a la
basada en el «matrimonio árabe», que el varón contrae con la hija del
hermano
de su padre. Y luego, algo más detenidamente, expondré a grandes rasgos
la
transformación del modelo familiar en nuestra sociedad española
contemporánea.
El
caso histórico
del llamado matrimonio árabe
Según
algunas
investigaciones, en la época preislámica, se hallaba bastante extendido
entre
las tribus árabes un sistema de matrimonio poliándrico, con un régimen
al
parecer matrilocal o con rasgos matrilineales. Este sistema se adaptaba
a una
situación en la que los varones pasaban la vida dispersos en sus
actividades y
empeñados en conflictos intertribales, mientras que las mujeres casadas
mantenían el hogar. Tras los cambios sobrevenidos en el tercer decenio
del
siglo VII, con la aparición del islam y la unificación militar de las
tribus
árabes, aquel sistema familiar resultaba incompatible con las
exigencias de
concentración y centralidad del grupo de varones en un contexto de
guerra
permanente como el que Mahoma desencadenó. A estas exigencias respondía
mucho
mejor el modelo de la poligamia poligínica de la tradición islámica,
que fue el
que acabó imponiéndose mediante la instauración de un régimen
patrilocal y
patrilineal.
Así pues, el «matrimonio árabe» (del
que trata Barry 2008b: 18), se caracteriza por la norma de contraer
matrimonio
del varón con la hija del hermano del padre (tío paterno), es decir,
con la
prima paralela patrilateral, como opción preferencial. Esta modalidad
aportó,
en su origen, una fórmula que sin duda obedecía a unas circunstancias
prácticas
adaptativas (si bien, pasado el tiempo, acaso solo se mantenga por la
costumbre, mientras no se sigan graves inconvenientes). Las
circunstancias son
las de una sociedad guerrera y con un régimen de residencia que se ha
vuelto
virilocal por el imperativo de mantener unido al grupo de combatientes.
Allí
resulta prioritaria la necesidad de mantener unidos al mayor número de
descendientes varones, haciendo que los hijos de las hijas no vayan a
parar a
otro clan o linaje, debido a una regla de exogamia demasiado amplia. El
matrimonio con la hija del tío paterno asegura que no solo los hijos de
los
hijos, sino también los hijos de las hijas permanecerán en el mismo
clan. Además,
las propias hijas no se pierden, salvo cuando interese una alianza con
otros
clanes. En este último caso, se trata del mismo mecanismo, pero
aplicado
coherentemente a escala más amplia. Lo que ocurre es que la solidaridad
o
alianza basada en el parentesco comienza a consolidarse «desde dentro»,
antes
de poder expandirse «hacia fuera».
Este modelo, al incluir la
poliginia, aportaba a la vez una solución eficaz al problema social de
las
mujeres enviudadas por la guerra, al tiempo que aprovechaba las
capacidades de
todas las hembras, fueran libres o esclavas, manteniéndolas activas en
el
reforzamiento de los nuevos hogares musulmanes y en el incremento
demográfico
necesario para la expansión. Se muestra como un sistema avaro de
mujeres, a las
que exprime sin concesiones, en los antípodas del sistema preislámico,
que
practicaba el infanticidio femenino selectivo (coherente con la
poliandria). Si
nos preguntamos por qué la hija del hermano del padre y no de la
hermana, o por
qué no la hija del hermano o la hermana de la madre, la razón es que no
llevan
consigo tantas ventajas, conforme a la lógica del sistema. Por el lado
paterno,
las hijas de la hermana del padre no son interesantes como cónyuges
porque, al
ser un sistema de filiación patrilineal, la preferencia se decanta a
favor del
marido de dicha hermana, que casará a sus hijas con sus sobrinos
carnales, lo
que tenderá a reforzar la línea de filiación de ese marido. Otra
posible razón
es que el pacto con vistas al matrimonio se hace con un hombre y no con
una
mujer, lo que descarta igualmente a la hermana de la madre y sus hijas.
¿Y la
hija del hermano de la madre? Las hijas del hermano de la madre ya
están de
antemano asignadas por el sistema para los hijos de sus hermanos
varones, y no
hay que interferir, si uno quiere recíprocamente preservar el propio
derecho.
En todos los casos es el padre (varón) el que negociará con sus
hermanos
varones el matrimonio de sus hijos y también los de sus hijas. A las
mujeres no
se les atribuye voz ni voto en este sistema, salvo lo que consigan
influir en
privado, sin transgredir la primacía masculina.
La
acelerada
transformación de la familia española
Otro
caso en el que
se demuestra la incidencia de los cambios sociales en la transformación
del
sistema de parentesco es el de nuestra sociedad contemporánea. En ella,
se
produce un retroceso de la familia tradicional, una diversificación de
los
tipos de familia, así como la aparición de grupos domésticos que se
sitúan
fuera del sistema de parentesco. Esto último es una cuestión que hay
que
estudiar con cuidado, porque no siempre coincide lo que se estipula
oficialmente
con la realidad objetiva analizada desde un enfoque antropológico
social.
En España, la familia tradicional se
mantuvo ampliamente dominante hasta los años 1960, cuando se acometió
la
trasformación económica potenciada por los planes de desarrollo. Este
modelo de
familia era fundamentalmente pronatalista. Se caracterizaba por
una
sexualidad encauzada dentro del matrimonio, un hogar dominado por el
padre de
familia, varón procreador y proveedor, una tendencia a la familia
numerosa y la
madre centrada en las tareas del hogar y la crianza.
El proceso de industrialización y
urbanización, así como la llegada del turismo, en la fase que va
desde 1960
a 1980, conlleva poco a poco una mejora en los niveles de bienestar y
consumo,
pero también un mayor costo de la alimentación, la adquisición de
vivienda, el
vestido, la educación, la asistencia médica y las vacaciones. Con la
transformación tecnoeconómica, el traslado a las ciudades para trabajar
en la
industria y también con la emigración a Alemania, Francia y Suiza
principalmente, la familia extensa del medio rural decae y el
parentesco va
perdiendo importancia. Se impone la familia nuclear, con menos hijos,
en pisos
populares de los barrios urbanos. Las mujeres comienzan a trabajar
fuera de
casa y los maridos han de implicarse más en la crianza. Entra en
declive la
autoridad paterna, al tiempo que progresa una mentalidad
democratizadora. En el
mismo proceso, desciende la tasa de natalidad y cae en picado la
familia
numerosa, en otro tiempo predominante. Empieza a aumentar la proporción
de matrimonios
sin hijos. La misma familia nuclear entra en crisis. Es la era de la
modernización de las viviendas, los electrodomésticos, la televisión y
la
paulatina relajación de las costumbres, la planificación familiar y el
uso de
anticonceptivos, la reivindicación del divorcio y de la despenalización
del
aborto. La procreación de hijos, en vez de suponer una inversión
mirando al
futuro, resulta cada vez más un gasto creciente y a fondo perdido. El
parentesco va dejando de ser funcional en el aspecto del cuidado de la
salud y
de los ancianos, en la medida en que se mejoran los derechos sociales,
el
sistema de seguridad social en la sanidad, el desempleo y la
jubilación.
A partir de 1980, la evolución
social se dirige hacia una economía de servicios e información.
Prosigue
la devaluación del modelo de familia orientada fundamentalmente a la
procreación, pues este modelo compensa cada vez menos. Se generaliza
aún más el
trabajo de las mujeres fuera de casa, con un salario inferior al de los
varones
en un tercio, cambiando la composición sexual de la fuerza de trabajo
con la
mano de obra femenina. El trabajo de los inmigrantes, peor remunerado,
va
alcanzando cotas masivas en el mercado de trabajo y modifica la
composición
nacional de la fuerza de trabajo con la mano de obra extranjera. Son
maneras de
contrapesar la tendencia al decrecimiento de la productividad y al
aumento
subyacente de la inflación, con el objetivo inmutable de maximizar la
acumulación de capital. Con el mismo fin, se intensifica la
deslocalización de
empresas a países donde los bajos salarios abaratan drásticamente los
costes de
producción, multiplicando el margen de beneficios. La ingente
producción de riqueza
no lleva a una distribución más equitativa, sino al contrario: hoy la
renta
media del 10% de la población española más rica supera en 12 veces la
renta
media del 10% de la población más pobre. Los empleos se vuelven
inestables y
precarios, los sueldos son relativamente bajos, las viviendas cada vez
más
pequeñas y más caras, el costo de la crianza y educación de los hijos
aumenta
sin cesar. La persistente incitación al consumo y el hedonismo choca
con los
límites de la renta familiar. Además, de la familia como unidad de
consumo se
irá hacia una prevalencia cada vez más importante del consumo
individual y el
vivir solo en función de uno mismo.
Los cambios en el modo de producción
repercuten en cambios en el modo de reproducción, en la economía
doméstica, en
las costumbres y en la mentalidad. Una consecuencia de los nuevos
tiempos y su
ideología individualista es que se radicaliza la reestructuración de la
vida
familiar y la libertad sexual, como forma de adaptación de las
estructuras
familiares. En general, se da un aplazamiento de la edad en que se
formaliza la
relación y se contrae matrimonio, por la dificultad de asumir las
cargas de
mantener una casa y una familia. También se retrasa la edad de
reproducción: en
España, los partos de mujeres mayores de treinta años eran el 36,7% en
1990, y
ascendieron al 61,1% en 2005.
La sociedad toma un giro cada vez
más antinatalista, donde las condiciones presionan para tener
menos
hijos y reducir la tasa de natalidad, que llega a estar por debajo de
la tasa
de reposición: el número de hijos por mujer da un promedio de 1,3. Esta
baja
fecundidad hace que descienda en términos absolutos la cantidad de
niños y de
jóvenes. Cada vez hay menos familias numerosas, es decir, con tres o
más hijos.
La pareja con dos hijos aparece como la modalidad más frecuente de
convivencia
(18%), seguida de la pareja sin hijos (17%) y la pareja con un solo
hijo
(15,5%). Se incrementa la tasa de divorcios (cerca de uno por cada mil
habitantes), la mayoría por mutuo acuerdo, un hecho favorecido sin duda
por la
autonomía económica de la mujer. Se expande el movimiento feminista,
así como
la reivindicación de derechos por parte de los homosexuales, gais y
lesbianas
(la ley que regula el matrimonio entre personas del mismo sexo se
aprobó en
2005). Cada vez hay más personas que prefieren las ventajas que le
reporta satisfacer
el deseo sexual sin exponerse a ningún compromiso, mientras que son
menos las
que se acogen al usufructo sistemático de los beneficios que puede
reportar la
institucionalización de la relación conyugal. Como novedad imprevista y
significativa, hay que señalar la incidencia y el auge de los
dispositivos de
comunicación y de Internet en las relaciones sociales y sexuales, en
cuanto
nuevo cauce para la formación de parejas y la intercomunicación
personal y
familiar.
Las bodas civiles ganan terreno a
las religiosas, que pasan del 80% en 1990, al 42% en 2010, el 20% en
2019. Pero
la tasa de matrimonios celebrados, sea por lo religioso o por lo civil,
ha ido
descendiendo, en favor de la convivencia sin papeles (cfr. Centro de
Investigaciones Sociológicas 2004). Se da un aumento constante de las
denominadas parejas de hecho, no pocas veces inscritas
–paradójicamente–
como tales en el Registro de Parejas de Hecho municipal o de la
comunidad
autónoma. Estas parejas, frecuentemente con hijos, suelen estar
reconocidas
socialmente y constituir una familia que funciona con normalidad en la
red de
parentesco, por mucho que no esté formalizado el matrimonio
jurídicamente y por
mucho que las encuestas computen a sus hijos como bebés «nacidos fuera
del
matrimonio». En realidad, cumplen perfectamente con el contenido de la
institución matrimonial verdadera, aunque les pueda faltar algún
requisito
legal. No obstante, las encuestas insisten en el aumento irrefrenable
del
número de hijos «extramatrimoniales»: eran el 4% en 1980, 10% en 1990,
el 17%
en 2000, el 35% en 2010 y el 48% en 2020. Pero, pese a la sociología al
uso,
esto no supone propiamente «maternidad fuera del matrimonio», sino una
nueva
modalidad de matrimonio verdadero, aunque no se hayan casado por la
iglesia ni
por el juzgado. De ahí que muchos de ellos, para garantizar sus
derechos, opten
por inscribirse en un registro, no menos oficial que el civil, aunque
difiera
el régimen jurídico, lo cual es en realidad otra forma de casarse. La
inadaptación del Código Civil ha dado lugar a esta dualidad legal,
tanto más
ficticia cuanto se pretende que no haya ninguna discriminación entre
las
parejas «casadas» y las «de hecho». Ya en 2011, la convivencia sin
papeles se
había convertido en la opción dominante entre los jóvenes. Y la
procreación sin
boda aumentaba en las parejas menores de 35 años, que, además, ya no se
concebían como pareja para toda la vida.
La ideología antimatrimonial y
antifamiliar, presentada a menudo como una liberación, disimula mal el
hecho
del miedo o el rechazo al compromiso con la pareja, con los gastos de
la boda
o del posible divorcio ulterior, y a las implicaciones que la
maternidad o la
paternidad pueden traer, con su carga económica y emocional. Resultado
de esa
tendencia, encontramos una frecuencia en alza de tipos de familia
incompleta o
defectiva, el hogar monoparental, generalmente matrifocal, que se
desliga –por
planteamiento– del modelo formado por padre y madre e hijos: en torno
al 15% de
los niños vive en un hogar con un solo progenitor (mujer en casi nueve
de cada
diez casos). El hecho es que se ha detectado que el auge de las
familias
monoparentales comporta para sus niños y jóvenes una mayor incidencia
de
pobreza y desigualdad, aproximadamente el doble que en las familias con
padre y
madre. En fin, hay que mencionar que, de los aproximadamente siete
millones de
menores (de 0 a 17 años), poco más de dos mil habitan con parejas
homosexuales
(cfr. Instituto Infancia y Mundo Urbano 2006).
En último extremo, la familia
prácticamente desaparece: en su lugar se da una «parafamilia» de un
adulto que,
sin mantener relación con ningunos parientes, adopta él solo, como si
constituyera una especie de microorfanato. Por otro lado, crece la
cantidad de
personas que viven solas: son en torno al 20% de los hogares. Se trata,
sobre
todo, de personas mayores: en España, cerca del 15% de los mayores de
65 años
viven solos (el doble de mujeres que de hombres), mientras que el 36%
vive con
sus hijos. En ocasiones, puede observarse un desplazamiento afectivo
hacia
animales domésticos, como si tener una mascota compensara más que un
hijo, pues
produce menos gasto, menos preocupaciones, y proporciona afecto seguro
e
inmediato.
Resulta imposible no conectar con
este contexto el aumento, y no solo la visibilidad social, de la
homosexualidad, en cuanto fórmula de satisfacción sexual radicalmente
libre del
imperativo marital y procreador. La subsiguiente legalización de las
uniones
homosexuales es consistente con la obtención de los mismos beneficios
sociales
históricamente concedidos al matrimonio y la familia en sentido propio.
La
separación entre sexo y matrimonio representa una característica muy
extendida
en nuestra sociedad, de modo que ha abierto la puerta a considerar con
normalidad las relaciones sexuales prematrimoniales, extramatrimoniales
y
antimatrimoniales. Igualmente, la separación entre sexo y procreación,
que
conduce al matrimonio sin descendencia, por decisión propia, como forma
de
familia, o bien a la procreación sin matrimonio, en los bordes donde se
difumina el espacio del parentesco.
Por otro lado, la importación masiva
de inmigrantes en España, aunque la descripción pueda parecer
descarnada,
cumple una doble función: la de aportar una mano de obra a menor coste
y la de
compensar la caída en la tasa de reproducción. En 2005, había ya en
España casi
1.600.000 extranjeros afiliados a la Seguridad Social, un 8,7% del
total de los
trabajadores. En 2021, superaban los 2.290.000 extranjeros afiliados,
un 11,3%
del total. En la actualidad, 2022, el número de inmigrantes con
residencia legal
en España asciende a 5.420.000. Y provienen de diversos países, por
orden de
importancia: Marruecos, Rumanía, Reino Unido, Colombia, Italia,
Venezuela,
China, Alemania, Francia, Honduras, Ecuador, Perú, Bulgaria, Portugal,
Ucrania,
Argentina, Rusia, Brasil, Cuba, Paraguay, Polonia, Pakistán, Senegal,
etc. En
conjunto, dejando aparte los de la Unión Europea, presentan un índice
de
natalidad superior a la media nacional española. Se han importado
familias más
baratas, con hijos más baratos, seguramente con beneficio para ellos,
pero como
un gran negocio para determinadas empresas. De los bebés nacidos de
extranjeras, el 40% son hijos de madre que no ha formalizado su
matrimonio, y
este porcentaje tiende a permanecer constante.
En definitiva, la transformación a
la que se ha visto presionada la familia, si bien ha supuesto una
mejora
general de las condiciones materiales y de consumo, ha acarreado el
pago de un
precio: tener menos hijos, vivir casi sin hermanos, a veces
semihuérfanos,
confiados a la guardería, al televisor, al ordenador, al azar de una
sociedad
donde, a contrapelo del afán individualista que se les ha inculcado,
les está
resultando cada día más difícil emanciparse, irse de la casa paterna y
fundar
la propia familia. Al parecer, ni la innovación tecnológica, ni la
inserción de
la mujer en el mercado de trabajo, ni la importación de mano de obra
inmigrante
bastan para asegurar la productividad y la rentabilidad y, sobre todo,
para
detener la inflación real. El aumento del coste de la vida es
implacable, de modo
que cada día nos vemos obligados a pagar más a cambio de menos y
resulta más
difícil mantener el nivel de vida alcanzado. No es otra la causa
profunda de
las transformaciones del sistema de parentesco, sacrificado, primero,
en aras
del sistema de producción en el que no cuenta para nada y, después, en
pro de
un alto consumo individualizado, para el que tener familia estorba.
Durante los
últimos decenios, se ha experimentado también una gran transformación
en la
mentalidad religiosa de la población española: más del 65% de los que
se
consideran católicos no siguen la doctrina oficial de la Iglesia en lo
referente a sexualidad, relaciones de pareja y reproducción. Parece
obvio que
los católicos han evolucionado adaptándose a los cambios, mientras que
la jerarquía
de la Iglesia parece no saber cómo ir más allá de los modelos
tradicionales.
Como ya he sugerido, no debemos
confundir el sistema de parentesco en su realidad antropológica con lo
que
estipula la regulación legal vigente en un momento determinado, por la
misma
razón por la que tampoco debemos confundir el reconocimiento social
efectivo
con el reconocimiento jurídico (aunque este pueda ser un
aspecto
importante de aquel). Así, por ejemplo, en el contexto español actual,
no se
considera matrimonio a las parejas de hecho, estén o no inscritas en un
registro, cuando, desde un enfoque etic antropológico,
constituyen
plenamente una forma de matrimonio. Sin embargo, se considera
legalmente
«matrimonio» la unión entre personas del mismo sexo, que queda fuera
del
sistema de parentesco. El legislador ha forzado bajo la misma categoría
jurídica realidades heterogéneas, si es que no incompatibles. La
mentalidad
dominante se ha plegado la ideología políticamente impuesta. Y la
mayoría de la
gente que dice que lo aprueban jamás se han detenido a pensar por un
instante
lo que significa el concepto de matrimonio, por lo que ni siquiera se
les pasa
por la imaginación que tal concepto no pueda aplicarse legítimamente a
cualquier clase de unión o emparejamiento. Una vez más se confirma
cómo el habitual
enfoque emic distorsiona la percepción de la realidad social.
La negación de la familia amenaza a la humanidad
En
todas las
sociedades conocidas, el sistema de parentesco, mediante su lógica de
intercambio, tiende desde siempre a un cierto equilibrio entre donantes
y
receptores, entre lo que uno da y lo que recibe a cambio. El ideal
estriba en
la reciprocidad, que refuerza la igualdad y la complementariedad en la
práctica. Pero, cuando se da cada vez más para recibir menos, entonces
tenemos
un caso de inflación en los bienes y servicios que la familia presta.
Es lo que
está ocurriendo desde que el mercado y el Estado interfieren en las
relaciones
familiares y matrimoniales, y parece que tienden a controlarlas o
sustituirlas.
Si la familia tradicional dejó de ser rentable, si se hizo una rémora
para el
Estado autocrático, la suerte que aguarda la familia en nuestros días
podría ir
por el mismo camino. Algunos pretenden que haya que obtenerlo todo en
el
mercado, o por la intermediación del Estado. Por lo pronto, parece que
se
difunde la lógica ventajista según la cual cada uno da lo menos posible
y
procura lograr cuanto más mejor. Como en la crisis de cualquier
sistema, la
crisis del parentesco puede amplificar las fluctuaciones, de modo que
la
producción de formas desviantes o autolíticas alejen cada vez más al
sistema
del mínimo equilibrio necesario, hasta precipitarlo al borde de su
desintegración. Las inestabilidades locales del parentesco, agudizadas
por
comportamientos anómalos y anómicos, por el asedio sistemático del
pansexualismo y las intromisiones de un Estado manipulador, si no se
detienen a
tiempo las formas positivamente peligrosas para la sociedad, podrían
desencadenarse consecuencias destructivas para el sistema entero, con
perjuicios irreversibles para toda la sociedad, para la humanidad.
Sin embargo, el hecho es que hay
quien imagina una vida social sin organización familiar (Kathleen Gough
1973).
Y tampoco faltan quienes, a la zaga de utopismos comunistas como los
enunciados
por Engels (1884), abogan por la eliminación de la familia y el
parentesco,
movidos ahora por un sedicente progresismo de aires posmodernos,
notoriamente
necio y despreocupado por los efectos reales que seguirán. Otros se
inventan
una tipología de «familias» sin criterio ni fundamento antropológico
alguno,
obligando a no pocos hogares a vivir en un simulacro amparado por la
ley.
Porque, en realidad, carece absolutamente de sentido la pretensión de
que
cualquier grupo doméstico es una «familia», y que cualquier pareja que
convive
es un «matrimonio». No hace falta ser matrimonio o familia para vivir
juntos,
ni solo por vivir juntos se forma un matrimonio o una familia.
El parentesco no lo es todo en la
sociedad, sobre todo desde que esta evolucionó más allá del nivel de
organización característico de las sociedades tribales. Existen otros
principios de asociación en la sociedad civil, del mismo modo que
existen otros
principios de organización política allende el parentesco. ¿No sería
preferible
respetar el parentesco, la familia y el matrimonio en su espacio y su
especificidad, en lugar de presionar hacia una desnaturalización,
o una estatalización, que atentan contra ese universal
bio-cultural
milenario? ¿O es que da igual
producir hijos en una familia tradicional, en la red del parentesco,
que
fabricar expresamente huérfanos en una sociedad desestructurada y
manejada por
una burocracia dictatorial? Esto no significa que se deslegitimen otros
modos
de convivencia, o que se les deba privar de protección legal.
Por otro lado, todavía quedan los
apóstoles de la tecnificación biomédica del organismo humano, que nos
prometen
«hacer niños a la carta» y que parecen pregonar un mundo feliz,
lejos de
lo que juzgan apego enfermizo a la tradición. Nos quieren llevar a una
humanidad que domine las claves de la reproducción. Y una vez que se
tengan
todas las claves, se harán niños a la carta. Los podrá haber sin padre
y quizá
también sin madre. O hijos de un grupo. O clónicos generación tras
generación,
a partir de gametos del abuelo o la abuela. Para algunos, esto se
presenta como
el mayor logro de la tecnología moderna aplicada a la reproducción. ¿De
verdad?
Lo que se anuncia, más bien, es la disolución de los lazos familiares
y,
finalmente, la abolición de la familia, con una sociedad sumida en un
caos de
parentesco y en la orfandad generalizada. En otras palabras, se propone
un
futuro poshumano. La procreación se separa de la autonomía
personal y el
Estado, y en parte el mercado, que se habrán adueñado de la especie,
fabricará
bebés por encargo de aquellos que desean encargarse de gestionar la
crianza. O
posiblemente esto sea todavía reminiscencia del modelo tradicional, que
habrá
que superar con la fórmula mediante la que el interesado invierta en
bolsa en
el sistema de inclusas públicas para la crianza de humanos
homologables, a
cambio de ciertas ventajas fiscales y emocionales, mientras que el
Estado
incluye en sus presupuestos una partida destinada a financiar el
suministro del
contingente demográfico necesario. Nos remitimos aquí a los análisis
desarrollados en el primer capítulo de este libro.
Si la principal razón de ser del parentesco
en la historia de la humanidad ha sido, siempre, organizar y garantizar
la
convivencia y el modo de reproducción, hoy, en un mundo en parte
envejecido, en
conjunto superpoblado, donde se ha creado una burbuja demográfica
global, lo
más razonable y urgente es una transformación de las estructuras
familiares en
el sentido de que los progenitores asuman la responsabilidad de
engendrar, y
engendrar solo los hijos que puedan criar y educar dignamente. Parece
sensato
que esta, y no otra, constituye la estrategia que deberían respaldar
unas
organizaciones políticas responsables, unos medios de comunicación
decentes y
unas instituciones religiosas coherentes, en este mundo sobrecogido con
sus
ocho mil millones de personas humanas. De lo contrario, podría suceder
no ya
que se destruya la familia o se arruine el parentesco, sino que la
misma
especie humana se arriesgue a desplomarse en una catástrofe fatalmente
inducida
por el necio utopismo de la revolución sexual de unos, la ceguera en el
éxito
reproductivo de otros, la estulticia generalizada y el maquiavelismo
suicida en
el ejercicio del poder, el tener y el saber, mientras afrontamos una
creciente
incertidumbre.
|
|
|