Pensar la religión
desde la modernidad crítica
Introducción
PEDRO GÓMEZ
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El
enfoque de estos ensayos sobre la cuestión religiosa
¿Tiene sentido
volver a tratar de la religión, como si, después de tantos
siglos y tan eminentes pensadores aplicados al empeño, hubiera aún algo
nuevo
que decir? Me parece necesario, a pesar de todo, porque, en estos
tiempos de
masivo escepticismo, perplejidad e incertidumbre, han perdido su
vigencia no
solo los estudios realizados con espíritu hagiográfico, sino también
las
críticas lanzadas desde cierto progresismo autocomplaciente y
dogmático. Hay
que adoptar enfoques más atentos a los acontecimientos históricos, a
los
avances del conocimiento científico y a la congruencia del pensamiento,
para,
una vez examinadas y puestas en su lugar las críticas, considerar la
religión
desde un pluralismo de enfoques teóricos convergentes, con ayuda de
las
ciencias del hombre y con un interés histórico y filosófico. En
cualquier caso,
al empezar a hablar de religión, enseguida comprobaremos hasta qué
punto nos
hallamos presos del lenguaje, inmersos en una maraña de literatura y
conversaciones, atrapados en un laberinto de malentendidos, equívocos
y
prejuicios con los cuales no habrá más remedio que lidiar.
En el horizonte de estos
tiempos agitados, la problemática tocante a la religión ha irrumpido
con
insistencia en el primer plano de la actualidad. No es tan solo una
cuestión
académica, sino uno de esos temas con implicaciones sociopolíticas
nacionales e
internacionales que levantan pasiones enconadas, ante los que casi
nadie
permanece indiferente. Unos y otros toman partido. Un hecho que llama
la
atención es la fuerza con que, últimamente, salen a la luz no pocos
antagonistas de las creencias y las instituciones religiosas. Así
ocurre
también en España, en ocasiones de manera un tanto sectaria, con escasa
información
y lejos de la altura intelectual requerida para abordar con suficiente
competencia el necesario debate.
Queda mucho por
investigar. A través de los capítulos del libro, pretendo pronunciarme
en plan
asertivo, en muchos aspectos hipotético, sabiendo que nadie puede
escapar del
todo a sus esquemas, prejuicios y conclusiones subjetivas. Pero, en
todo
momento, quisiera permanecer sensible, aunque no crédulo, ante las
razones del
oponente. Y una advertencia importante: que el lector entienda que,
cuando se
somete a crítica una idea, se está criticando una idea, no se
descalifica a las
personas que la sustentan.
El proyecto inicial de
este ensayo había sido confrontarme con la cohorte de los autores
portavoces
del nuevo ateísmo, lanzados a la palestra allá por 2006, como
son Richard
Dawkins, Sam Harris, Christopher Hitchens, Daniel Dennett, Stephen
Hawking,
Lawrence Krause y otros, tomando sus obras emblemáticas, para analizar,
discernir, relativizar, matizar, o refutar sus argumentos. Luego, no
estuve tan
seguro de que fuera imprescindible llevar a cabo tan ardua tarea de
manera
exhaustiva, puesto que, aparte de resultar un trabajo reiterativo,
tedioso y
hasta interminable, me colocaría todo el tiempo jugando en campo ajeno
y
posponiendo la exposición directa de mis propios puntos de vista. Por
eso, me
ha parecido más que suficiente centrarme en algunos de los creadores
más
representativos de la reciente crítica atea y revisar sus principales
argumentos. Como se verá, en el trasfondo de mis objeciones subyace
siempre una
epistemología, una antropología y una filosofía que entienden la
religión como
un aspecto de la naturaleza humana, en general, y, a partir de su
anclaje
natural, comprenden el fenómeno religioso como elemento integrante de
toda
sociedad humana y toda vida individual.
Como declaración
metodológica preliminar, diré que estoy convencido de que en ciencias
humanas
y en filosofía no existe un camino privilegiado o único, por lo cual es
necesario recurrir a una pluralidad de métodos, gracias a los cuales
avanzamos
en una constante interacción entre el mundo exterior de lo estudiado y
el mundo
interior del investigador, poblado de conceptos, esquemas, conjeturas
y
teorías, enmarcado en los supuestos tácitos de un paradigma
subyacente, tal
vez ignorado. A fin de cuentas, la metodología empleada descansa en la
laboriosidad de un cerebro adiestrado a lo largo de los años, que se
esfuerza por
organizar las ideas, en medio de la propensión a la entropía y al borde
del
caos. Desde esta óptica, el buen paradigma es el que se sirve de
múltiples
herramientas en pro de una mirada compleja, que posea la virtud de
volver la
realidad poco a poco más inteligible.
Los capítulos del libro se hallan
agrupados en tres partes. En la primera, compendio y someto a examen
los
argumentos en contra de la religión, en una mirada panorámica al
contexto
actual de notorios intelectuales conocidos por hacer apología del
ateísmo, unos
pertenecientes a los dominios de las ciencias, otros al ámbito de la
filosofía
en un sentido amplio. Al tratar sobre esto, someto a revisión la
reiterada e
irresuelta polémica entre ciencia y religión, para comprobar que casi
siempre
se resiente de un mal planteamiento por ambos lados. En efecto,
sorprende el
paradójico uso anticientífico de la ciencia y el dogmatismo
habitualmente
reinante, que impide todo verdadero diálogo.
En la segunda parte, al adentrarme
en la búsqueda de las bases teóricas, tomo como punto de partida el
hecho de
que la religión, en su significado más general, constituye un
comportamiento
propio de la especie humana, expresado en diferentes registros. Por lo
tanto, es
necesario indagar, en primer lugar, su anclaje bioantropológico, es
decir, el
enraizamiento de la religión en la naturaleza humana, entendida como
resultado
de la evolución biológica. Es imprescindible, además, centrarse en la
religión
como sistema sociocultural, con su estructura, funciones y evolución,
puesto
que la condición humana solo se realiza en el terreno de la historia y
despliega sus configuraciones por medio de la cultura. No cabe obviar
ni omitir
que, más allá de los genes y más acá de las personas, existen sistemas
culturales y se da una evolución cultural. Al mismo tiempo, es
importante
observar el modo como opera la religión a escala individual, pues el
individuo
no se limita a ser un espécimen de la especie natural, ni tampoco un
clónico
socio de su cultura, sino que cuenta con un ámbito propio de autonomía
y
sentido.
En la tercera y última parte, he
recogido varios estudios monográficos, cuodlibetales, sobre temas
surgidos
incidentalmente: la fenomenología de la religión en Mircea Eliade, el
problema
de Dios en la filosofía de Edgar Morin, la problemática del laicismo
vista en
los planos teórico, legal y político, el sistema islámico a la luz del
análisis
histórico-crítico, y la homología estructural entre la teocracia
islámica y el
totalitarismo moderno.
Nadie negará que el pensamiento
tópico y más extendido sobre la religión está enormemente falto de
clarificación desde los conceptos y los términos más elementales. Las
palabras
más básicas del lenguaje religioso, como la fe, lo sagrado, lo divino,
aparecen
tan gastadas y, a veces, tan sobrecargadas emocionalmente en positivo,
o en
negativo, que parecen haber perdido todo significado común e
inteligible para
la mayoría de los hablantes. De ahí que abordar el estudio de la
religión y
debatir sobre su temática resulte algo así como aventurarse en un
peligroso
campo de minas, que harán saltar por los aires cualquier avance. Hay
que ir con
sumo cuidado y con decisión. Desde los prolegómenos y los primeros
pasos, la
mínima disciplina exigible requiere una buena disposición a tomar
conciencia
de las propias opciones, abordar los temas con un tratamiento no
neutro, pero
sí lo más desapasionado, y con el empleo de métodos que favorezcan la
mayor
objetividad posible.
Estos son los
principales objetivos que me propongo, a cuyo esclarecimiento
quisiera contribuir modestamente, y que van a configurar por su orden
los
sucesivos capítulos del libro, comenzando por hacernos cargo de la
complejidad
del asunto.
Los
antecedentes de tres siglos de conflicto con la religión
Antes
de
entrar en materia, me parece oportuno echar un vistazo al retrovisor de
la
historia, para vislumbrar de dónde vienen los problemas con los que hoy
nos
enfrentamos en lo referente a la crítica de la religión, para recordar
los
diversos razonamientos aducidos, las premisas teóricas que los
sustentaban en
la época clásica de la modernidad dogmática, los sorprendentes
descubrimientos
de la física desde hace un siglo, la transformación epistemológica que
ha
alterado el paradigma del conocimiento científico y, en suma, la
eclosión de
una nueva imagen del mundo en la era de la modernidad crítica, en que
nos
encontramos, lo que obliga a replantearlo todo.
La filosofía de la Ilustración
(1650-1780) o, más ampliamente, de la Modernidad (1650-1968) desplegó,
a través
de numerosos autores, una clara propensión al ateísmo. El diálogo entre
el
pensamiento cristiano y la filosofía del ateísmo en auge quedó truncado
casi
por completo, a consecuencia del dogmatismo imperante tanto entre los
creyentes
como entre los ateos. Porque el hecho es que los pensadores ateos
estaban tan
convencidos como sus rivales de poseer la verdad absoluta e
incontrovertible.
En el siglo
XVIII, el empirista escocés David Hume se aproximó al ateísmo.
Buena parte de los enciclopedistas franceses fueron ateos beligerantes.
En el
siglo XIX, Arthur Schopenhauer se declaró abiertamente ateo. La
izquierda
hegeliana radicalizó la militancia ateísta, señaladamente con Ludwig
Feuerbach
y Karl Marx. Por otro lado, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud dieron
pábulo a
formas de ateísmo muy esgrimidas con posterioridad. En el siglo XX, la
filosofía marxista llegó al poder y sirvió de fundamento legitimador
para el
ateísmo oficial de la Unión Soviética y tantos que la mimetizaron.
Entretanto,
muchos filósofos fueron engrosando las filas de la posición atea, o al
menos
agnóstica: Bertrand Russell, Alfred Ayer, Albert Camus, Jean-Paul
Sartre,
Martin Heidegger, Willard Quine, Gilbert Ryle, Rudolf Carnap, Richard
Rorty,
Jacques Derrida, entre otros. En la actualidad, encontramos autores
con una
retórica aún más radical, encuadrados en el nuevo ateísmo,
cuyos
planteamientos confrontaré en los capítulos segundo y tercero.
En un sumario ajuste de
cuentas, sin duda expeditivo, podría decir, por ejemplo, que vista la
parcialidad e insuficiencia de la reducción humanista y luego
naturalista de
Ludwig Feuerbach (1841, 1845), tiene escaso sentido remitirse a él como
aquel
que zanjó definitivamente la crítica a la religión, por mucho que Karl
Marx
pontificara tal cosa en cierto momento. El propio Marx le reprochó su
huida de
la historia, con lo que desplazaba el problema religioso al plano
antropológico
social; no obstante, el análisis efectuado por el materialismo
histórico (Marx
1844, 1845-1846) resulta también parcial y obsoleto, lastrado por una
teoría
dialéctica que ha caído en el más completo descrédito desde un punto de
vista
científico. Y, si miramos al eximio maestro del dogmatismo
antirreligioso,
Friedrich Nietzsche (1883, 1895), en realidad, aparte del indudable
talento
literario de su prosa, apenas aporta nada que no hubiera avanzado
Feuerbach
antes que él. En fin, Freud se enredó en una maraña de mitos e
interpretaciones
fantasiosas, de donde no supo salir (Freud 1913, 1938) y en torno a los
cuales
fundó esa especie de criptorreligión llamada psicoanálisis. Por lo
demás, hoy
la especulación freudiana ha sido relegada al ostracismo por el
desarrollo de
la psicología científica.
En el fondo, la tesis más
conspicua y persistente, pese a la limitación de su enfoque, sigue
siendo la
que formulara Feuerbach: los grandes atributos que la religión predica
de Dios,
infinita razón, infinito amor, infinita libertad, son proyección de
atributos
que pertenecen propiamente al hombre en cuanto género humano
(Feuerbach 1841:
52-53). En consecuencia, esas características propias del «género»
humano deben
ser recuperadas por su verdadero sujeto. Esta notable simplificación,
cuyo
flanco más débil es el presunto carácter «infinito» del ser humano, no
pasa de
ser una especulación ilusoria, puesto que cabe objetar la inadecuación
absolutamente insalvable existente entre el género humano y el sujeto
concreto,
que es exclusivamente el individuo.
El talón de Aquiles más
común en las argumentaciones ateas de la modernidad dogmática estriba
en el
convencimiento fatuo de haber alcanzado la refutación definitiva de la
religión, con absoluta certeza. Esta presunción, en realidad, al
ignorar el
inevitable carácter problemático y la incertidumbre de las
interpretaciones
filosóficas, sobre todo aquellas con implicaciones de orden metafísico,
incurre
en formas no percibidas, pero objetivas, de dogmatismo, incompatibles
con la
epistemología de la modernidad crítica.
El esquema subyacente en
las críticas a la religión es muy simple. La base fundamental reside en
un
argumento cosmológico, según el cual el universo conocido racionalmente
por la
ciencia y la filosofía no prueba la existencia de una realidad como eso
que
suele denominarse Dios. A continuación se afirma que tampoco puede
demostrarse
la intervención divina en el mundo de la vida y en la historia humana.
Más aún,
los males ocasionados por la naturaleza resultan incompatibles con la
idea de
Dios. Y por último, la iniquidad de los hombres y, sobre todo, la
perversidad
de las religiones impide pensar que haya un Dios que los mueva a la
bondad. Por
consiguiente, desde ese punto de vista racional, se concluye que no
existe
Dios.
Pero, entonces, ¿es
completamente absurdo que las sociedades humanas en su mayoría, hasta
el día
de hoy, hayan considerado que Dios existe? ¿Han estado equivocados
todos los
pensadores teístas? Los ateos clásicos creían que sí y formularon las
teorías
de la alienación, al modo de Feuerbach y Marx, para explicar
que los
humanos se proyectan fuera de sí mismos en la idea de un Dios salvador.
Así se
enajenan, con tal de lograr un consuelo para su indigencia; con el
agravante de
que las clases poderosas utilizan la religión para reforzar su
dominación. Por
otra vía, el irracionalismo de Nietzsche enfatiza que la idea de Dios
es un
refugio de los débiles, que no se atreven a afrontar la vida en su
crudeza como
hacen los fuertes.
Si nos ceñimos a la
orientación crítica más estrictamente filosófica, esta es la que
transita por
la senda de la gnoseología. Anduvo sus primeros pasos, en el siglo
XVI, con el
sensualismo, para el que todo conocimiento verdadero tiene que
apoyarse en la
percepción sensible. Prosiguió a través del empirismo de los siglos
XVII y
XVIII, el asociacionismo de ideas del siglo XVIII-XIX, para encauzarse
desde
el siglo XIX por el positivismo, dentro del que se suceden distintas
escuelas.
El planteamiento más moderno lo aporta el neopositivismo o positivismo
lógico,
del que deriva la llamada filosofía analítica. Esta última,
para lo que
aquí nos concierne, trata de desvelar los deslices lógicos,
lingüísticos y
semánticos que se implican en el discurso acerca de Dios, motivados por
prejuicios y emociones que atenazan a los hombres y los empujan a caer
en
trampas y errores en su razonamiento.
Por supuesto, no está en
cuestión el hecho incontrovertible de los procesos que intervienen en
la mente
humana y de las condiciones experimentales exigidas para considerar
algo como
objetivamente real. La referencia fundamental de la ciencia a lo
empírico está
fuera de duda, pero debe también matizarse, señalando que los modelos
teóricos,
según su propia epistemología, no pretenden agotar el conocimiento de
lo real.
De lo «positivo», o lo «dado», la razón humana infiere el fenómeno
objeto de
explicación, pero esta no contiene ni manifiesta toda la realidad, no
se
pronuncia sobre la esencia o la verdad última, desconocida, del
universo, de la
materia, la vida y el hombre consciente. Más allá del conocimiento
científico,
el pensamiento humano puede avanzar, pero solo en el plano de la
especulación
verosímil, mediante un uso crítico de la razón, como el teorizado a
partir del
racionalismo crítico de Karl Popper. Nuestro conocimiento no se
clausura en la
base empírica, aunque esta sea imprescindible, sino que la razón
crítica queda
abierta a distintas hipótesis filosóficas, o metafísicas, con la única
e
imperativa proscripción del dogmatismo y el saber absoluto.
El
debate teórico se convirtió en combate armado
Entre
las
corrientes de pensamiento de la Ilustración y la Modernidad, no solo se
levantaron voces agresivas y deletéreas en el combate intelectual
contra la
religión. Los próceres más radicales de la Revolución francesa
superaron en
elocuencia fáctica todos los argumentos antirreligiosos con el
siniestro empleo
de la guillotina, con el asesinato de clérigos y la destrucción de
iglesias,
que venía a demostrar el significado pragmático de la crítica
filosófica a la
religión. En el mismo contexto, como praxis emblemática, las tropas
republicanas perpetraron el genocidio de La Vendée (1793-1796),
arrasando la
región y masacrando a la mayoría de sus habitantes, sublevados en
defensa de
sus derechos como católicos.
En el siglo XIX, muchos de los
autodenominados progresistas se ufanaban al presentarse como
liquidadores
teóricos de la esencia de la religión, y suministraron munición
ideológica a
los movimientos revolucionarios, burgueses, anarquistas, comunistas y
socialistas, que se apresuraron a incluir en sus programas políticos la
aniquilación de las instituciones religiosas. Evidentemente, su idea de
civilización y libertad no incluía la libertad de conciencia y de
religión.
Podemos ver un caso prominente en la Kulturkampf de Bismark
contra los
católicos alemanes (1871-1878), con la que se inauguró la unificación
del país
germano.
No se puede negar que, en el siglo
XX, el espíritu revolucionario aplicó reiteradamente una política, más
propia
de la barbarie, empeñada en la persecución violenta contra las
instituciones
religiosas, en naciones supuestamente civilizadas. Basta evocar algunos
de los
hitos más mortíferos: el genocidio armenio, llevado a cabo contra la
población
cristiana armenia por el régimen nacionalista de Turquía (1915-1923);
la
persecución religiosa de la Unión Soviética, en nombre del «ateísmo
científico»
(1922-1991); la persecución a la Iglesia y la guerra de los cristeros
en Méjico
(1926-1929); la persecución religiosa izquierdista en España, durante
la II
República y la Guerra Civil (1931-1939); el holocausto nazi contra los
judíos
(1941-1945); la persecución comunista contra las iglesias cristianas en
la
República Popular de China (1950-1976).
En nuestros días, estamos muy lejos
de haber conseguido un entendimiento, ni en el campo teórico, ni en el
político. A la vista está que ni la fuerza de las más afiladas razones,
ni la
dudosa razón de la fuerza bruta han conseguido mejorar la situación,
salvo unas
pocas excepciones. Es más, en países donde la libertad religiosa es un
derecho
establecido, la polémica se ha avivado, agitada ahora por ciertos
intelectuales,
obsesivos portaestandartes de un nuevo ateísmo militante. Mientras que,
en el
terreno de la diseminada acción violenta, no cesa de crecer la macabra
cosecha
de asesinatos y desmanes contra la religión cristiana, en unos sitios
en nombre
del yihadismo islámico, y en otros, por parte de la ideología atea
característica de las dictaduras totalitarias de inspiración marxista.
Para concluir esta introducción, el
balance retrospectivo de los tres siglos de críticas y ataques a la
religión
instituida resulta calamitoso, a mi juicio, en gran medida porque los
intelectuales ilustrados y modernos adoptaron una posición equivocada,
empezaron
a argüir desde premisas erróneas, interpretaron los textos y los hechos
desde
una perspectiva sesgada e ignorante. Uno tras otro, se negaron a
reconocer la
verdadera índole del fenómeno religioso, de modo que, desde el
principio, se
extraviaron y condujeron a las masas por una vía de confrontaciones
fratricidas.
El primero de
los errores consistió en difundir el bulo de que la fe era un
obstáculo para la transformación de la sociedad, por lo que debía ser
eliminada. Por el contrario, puede verse cómo toda transformación
histórica
comienza por la exaltación de una fe, que moviliza a la sociedad y le
infunde
la moral necesaria para el cambio. Las propias proclamas
revolucionarias
constituyen un claro ejemplo de ello.
El segundo error estuvo en
creer que su ideología procedía de la razón y la ciencia, y que era
secular,
cuando estaban saqueando a su conveniencia ideas cristianas, mezcladas
con
otras de su inventiva, y las articulaban en credos solo aparentemente
no religiosos.
Así forjaron las dogmáticas de esas religiones políticas que han
configurado
obviamente todos los movimientos revolucionarios. Hasta hoy, a pesar de
sus
reiterados fracasos, no han cejado en su afán doctrinario por
sustituir el
papel de la religión tradicional en la sociedad.
Un tercer error radicó en
engañarse y mentir a millones y millones de personas con discursos de
esperanza
en paraísos de abundancia y libertad, con utopías de salvación
terrestre por
las que habían de sacrificarse. Así, observamos cómo la denodada lucha
de
tantos hasta dar la vida por la causa del comunismo estaba
contribuyendo, en la
realidad de los hechos, lamentablemente, a la más letal supresión de
derechos y
libertades, y a la instauración de un régimen de monarquía totalitaria,
sustentada en el tipo de partido único que todo el mundo conoce.
Requiere una
extraordinaria fe la adhesión a un sistema como ese, mala religión que,
desprovista de toda salvación trascendente, predicó y sigue predicando
unas
promesas terrestres que han demostrado ser indefectiblemente falsas.
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